5 minute read

Una balada nocturna

Parte 2

Un buen día, asistí al psicólogo escolar y, como era de esperar, mi historia fue opacada por el fugaz diagnóstico, tenía déficit de atención y lo mejor era medicarme ante el inminente delincuente en el que me convertiría, dos pastillas por el día y dos más por la tarde noche harían de mí un ciudadano ejemplar. Mamá no pronunció ningún cuestionamiento, tenía algunos meses de estar embarazada. Como lo he dicho, el tiempo es un cruel testigo y conforme crecí, las pastillas dejaron de surtir efecto, quizá lo hacían en las ratas del desagüe-bien había leído que todo es un placebo-, en un principio bastaba con tener alguna manta, o algún suéter de mi madre, ese olor traía consigo un cierto consuelo, pero quedaba a merced de la oscuridad.

Advertisement

Así bien, en ciertos periodos de tiempo empleé diversos métodos para controlar mis terrores, en un tiempo fui presa del extremo cansancio producto de conocer todos los programas noctámbulos, en los que anuncian productos milagro, o máquinas que hacen más inútil a la gente, o de tipos que hablan un raro español y te invitan a ser partícipe de su congregación, en otro tiempo rezaba múltiples oraciones, incluso mi familia creyó que sería sacerdote, en ocasiones veía películas, leía libros y de pronto, fueron las responsabilidades de la vida misma, esas que asustan más que cualquier demonio.

Todo lo intenté, no importó la edad, su rastro seguía, siempre sintiéndome indefenso bajo la luz de luna, vivía infeliz y, a pesar de tener a mi esposa y mi familia, un buen trabajo y demás alusiones que uno realiza en su niñez, mi actuar siempre fue con pesadez y timidez. No concebí mi vida más allá de los cuarenta años, bien recuerdo en un onírico pasaje la forma de mi muerte, y mi corazón oscilaba en una frecuencia distinta, por lo que preví mi entierro prematuro. Infausto, comencé a escribir las cartas de despedida para mi madre, y algunas para mi esposa, la escritura se vuelve fugaz cuando la tragedia llama a la puerta, renuncié a mi trabajo, dejé mis bienes repartidos a mi esposa y algunos otros a mi madre, me dirigí a casa con cierto éxtasis, pues sabía que el descanso pronto llegaría.

La fluidez con la que la llave entró en la cerradura rememoró crepúsculos gozosos, lo pensé, pero rápidamente decliné la idea, quizá había que nadar mucho. Dejé algunas cosas en el cuarto, las importantes reposaban en el coche, escondí la carta en mi buró, mi esposa salió de bañarse, le planté un húmedo beso y me despedí, siempre fue una mujer comprensiva. Cuando de pronto, al bajar las escaleras, estaba ahí sentado en el comedor, leyendo otra vez ese infame libro, en un estallido de cólera, proferí los peores improperios posibles y jale el gatillo por lo menos cinco veces, mi esposa gritó, pero en ese instante todo rastro humano fue vertido en el Estigia, le grité que bajara, su paso fue trémulo y sus ojos denotaban sorpresa al verme en este estado.

Le pregunté -Lo escuchas- Míralo regodearse de mí en el comedor.

Mi esposa -No veo nada ¿qué diablos te sucede?-

Contesté -¿Qué diablos me sucede?-, caminaba de dos en los mosaicos, en un patrón infernal, la sangre impregnó mi piel dándome un color rojizo, mis ojos dilatados mostraban cansancio, me golpeé fuertemente en los oídos.

Mi esposa intentó llamar a la policía, se escuchó el maldito murmullo de los vecinos, mi esposa me dijo: -Eres un maldito enfermo, cómo pude casarme con alguien como tú-. Ese endemoniado estribillo sonaba, y un veneno mortal salió de mi índice, corrí al coche y salí sin rumbo.

Grité, lloré y exclamé: ¡No estoy loco, no lo estoy, ¿verdad?! En el retrovisor divisé a ese infeliz, fui a casa de mis padres para constatar mi cordura.

Mi padrastro abrió la puerta y en un alarido, le dije -¿no lo ves?-, -está ahí-. Había bajado del coche. Mi padrastro contestó -Siempre supe que estabas loco, se lo dije a tu madre muchas veces, pero nunca me creyó-. Antes de que terminara, sin ningún reparo, ni remordimiento, vertí todo el veneno en él. Mi madre atónita ante tal escena, salió corriendo despavorida a verlo a él, estaba asustado, mamá. ¡Mamá! Mi espíritu por fin se quebró, llevé a mi madre adentro y vacié ocho pastillas para la mañana y el mismo número de pastillas para la noche, erguí su rostro y le hice beber de ese nepente.

Salí, y dos inmensas manos configuraron el cielo para que este dejará su tenue azul y se convirtiese en esa miasma grisácea y oscura que augura el aparecer de la lluvia, me subí al coche y manejé con rumbo a la carretera, encendí la radio y sonaba mi canción favorita: El Hotel California. Mi final estaba cerca, podía sentirlo, las puertas del Hotel estaban siendo abiertas, cincuenta y tres años después, quizá tengan champagne rosa, ojalá pueda irme.

Detuve el auto en un arcén, la lluvia servía de camuflaje para mis lágrimas, la oscuridad me envolvía en una etérea mortaja, la sangre en mi ropa produjo un hondo pozo carmesí, la luna salió de entre las nubes para verme por última vez de forma aciaga, mis vidriosos ojos contemplaron el funesto espectro, sonreí, sabía dentro de mí -que era la última vez-, se acercó con ese lento y confuso caminar, cantó con esa arcana voz, el infame estribillo:

En una noche lluviosa y ominosa Vendrás a mí, titilando entre cantares En una noche lluviosa y ominosa Contemplaras al fin tus pesares En una noche lluviosa y ominosa Serás uno conmigo y no abandonares.

La balada nocturna confirió el ritmo en un retorno triunviral, a cada insondable paso, millones de pequeñas lanzas cernieron mi pecho, miles de pálpitos infringieron mi corazón, cientos de colisiones se propagaron en mi cuerpo, decenas de ríos gélidos se deslizaban por mis venas, una treintena de vetustos y opacos vitrales me sonrió y un último obelisco arrebató mi libertad desde aquel día…

This article is from: