Al pie del fogon

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WILSON IZQUIERDO GONZÁLEZ

AL PIÉ DEL FOGÓN 1


Bienvenida a Al Pié del Fogón De Wilson Izquierdo González

Nuevamente muy complacidos damos la bienvenida a “Al Pié del Fogón” otro libro del escritor cajamarquino Wilson Izquierdo González, que muy pronto saldrá a luz, conformado por 25 relatos con temática cajamarquina de historias de añoranza y nostalgia dedicadas a la niñez de una Cajamarca de la segunda mitad del siglo XX que no volverá, plasmadas en 150 páginas de tamaño A5 con un estilo muy ameno, sencillo y comprensible, características que lo identifican a este afamado autor. Nos honramos en incluirlo en nuestra Biblioteca Virtual "Cajamarca" facilitando la lectura en los hogares de habla hispana y difundiendo la cultura cajamarquina. Cajamarca, 13 de junio de 2013. Juan C. Paredes Azañero

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Wilson Izquierdo González

“Al pié del fogón”

Cajamarca, Perú.

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© “Al pié del fogón” © Autor: Wilson Izquierdo González Cajamarca, 2013 Email: wilizquierdogon@gmail.com © Carátula: “El Fogón” (2006), óleo sobre tela de 70 x 50 cm., del pintor Sanpablino Elio Nóbel Burgos Vargas; Pinacoteca del CIC Yanacocha. ©

Lluvia Editores, 2013 Av. Inca Garcilaso de la Vega 1976, Of. 501 Email: lluviaeditores@gmail.com Qilqasqa Peru llaqtapi Hecho e impreso en el Perú Imprimè au Pèrou Printed in Peru

Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2013-……

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DEDICATORIA A Ida Isabel González y Auristela Cabanillas, abuelas de mis hijos, y, a Rosa García, su tesonera madre, por su abnegación para hacer de ellos las personas de bien que ahora son. El autor.

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SUMARIO 00. 01. 02. 03. 04. 05. 06. 07. 08. 09. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25.

Prólogo del autor El puquial mágico de Chontapaccha Los cuyes con berenjena de Cajabamba Antes no habían vicuñas en Cajamarca Los capulíes de Namora Clotilde: la vaca generosa de la Collpa El conejo legañoso de Iscoconga Las abejas hacendosas de Huacraruco El uchupishpe togado El Mashcón dorado de mis ancestros Los curcules moribundos del Racras Los ovnis del Cumbe Mayo La quebrada brabucona de Calispuquio Los brujos del Cajamarcorco La Cruz del Molle del Jirón El Inca Las zarzamoras de La Encañada La venadita enamorada de Granja Porcón La Chinalinda presumida de El Empalme El zorro timador de Namora El turrichi ladronzuelo El Racras soñador Las vizcachas curiosas de las ventanillas de Combayo Los plateados del Chonta Los tunales de las ventanillas de Otuzco Las chirimoyas de San Juan Los shingos del Racras

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009 011 017 021 025 031 037 041 045 051 055 063 067 071 073 079 087 093 097 103 107 111 117 123 131 141


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PRÓLOGO DEL AUTOR “Al Pié del Fogón” es el título sugerido para este libro por Manuel Agüero Torres, compañero jishuita de estudios de la Promoción 1961 de “San Ramón”. No sé cuáles serían sus motivaciones, pero un día en que toda la “promo” fue invitada a almorzar a Namora, por “el Misho” Eduardo Cabrera Urteaga, según dijo: “caldo de gallina de corral —que al final fue de gallo y encima carioco— con cuy frito y ajiaco de papa amarilla huagalina” (pero cultivada en esa ubérrima tierra), aparentemente como una ocurrencia que surge de la nada, me llamó a un lado para decirme textualmente:

buscar la temática que formaría parte del contenido y… esa es, precisamente, la parte difícil de este asunto. Sin embargo, ya veré como lo hago —le contesté, más por salir del apuro que con la convicción de cumplir fielmente esa petición—. He estado un buen tiempo dándole vueltas al asunto hasta que finalmente se me prendió el foco, un día en que me puse a releer “La Casa de mi Abuela”, libro en el cual he tratado, por primera vez, de escribir cuentos o narraciones sencillas para niños. Así pues, puse manos a la obra y comencé a buscar las posibles “etiquetas” de las “historias” que comprendería “Al Pié del Fogón”.

— Oye “promo”, el próximo libro que escribas tiene que ser “Al Pié del Fogón” y no me digas que no, porque no acepto ninguna clase de disculpas.

No sin esfuerzo, logré juntar más de setenta posibles títulos de cuentos cortos, de los cuáles, he seleccionado los que aquí aparecen, movido más por la nostalgia de plasmar en algo que trascienda este tiempo presente, lo que para mí fue Cajamarca en

— No te preocupes mi querido Manuel, en realidad el título es bastante sugerente y me gusta para un libro. Sólo falta 9


la segunda mitad del Siglo XX, que es la época en que vine desde Moyobamba a vivir con mi madre a esta tierra de singular historia, y cuya realidad, como íconos o añoradas estampas, permanecen fielmente grabados en mis más preclaros recuerdos.

la Cajamarca de ese tiempo terminaba en el jirón Leticia (hoy Sabogal) y que detrás de lo que ahora es el ISP “Hno. Victorino Elorz” fueran plantaciones de trigo y cebada, cuyos preciados granos se separaban en eras circulares por los que corrían incansablemente una fila de caballos mostrencos, como quien se amansan.

Justamente, esos lánguidos recuerdos y ensoñaciones, que corresponden a una Cajamarca que ya nunca más volverá a ser, es lo que me ha acicateado a escribir este libro, pues considero, que aunque sea en la forma de narraciones y cuentos sencillos, es vital que sea conocida por los niños cajamarquinos que ahora sólo pueden salir de paseo al Shoping Plaza del Quinde, en tanto nosotros lo hacíamos por las grandes invernas que poblaban un valle majestuoso, pintado todo de verde, que era Cajamarca en esa época.

Es difícil ahora mentalizar que, lo que hoy es el Estadio “Héroes de San Ramón” y en el que se juega a partir de este año 2,013 otra vez el descentralizado de fútbol, antes era solamente “El Canchón” donde la Guardia Civil de aquel entonces escenificaba capturas de bandoleros como parte de las gimkanas que acostumbraba hacer para su aniversario del 30 de agosto, porque no habían todavía con la fuerza de ahora, los desfiles de promociones de San Ramón, que lo paralizan todo justamente el 30 de agosto. Eran esos tiempos en los que el Mashcón y el Chonta “hervían” todavía de plateados... El autor.

Es difícil imaginar ahora al río Racras de los Cajamarquinos, con agua limpia, pura y cristalina discurriendo por en medio de carrizales y matas de rosa té. Es difícil hacerse la idea ahora, que 10


EL PUQUIAL MÁGICO DE CHONTAPACCHA Siempre que mi abuelito nos contaba alguna historia, solía hacerlo al pié del enorme fogón que mi abuelita tenía en su cocina. De tanto preparar allí la riquísima comida con la que solía agasajarnos y convertir a un día cualquiera en un día de fiesta, las tejas y los carrizos del tejado se volvieron completamente renegridos, por el humo de la leña de eucalipto que ella utilizaba en su diario batallar con sus ollas, para preparar las verduras, las menestras o la papa huagalina; así como, los chibches, los choclitos, las cayhuitas, los frijolitos verdes y el huacatay —que crecían juntos y sin pelear en las chacras de maíz—, con los cuales nos hacía la inigualable “sopa de abril”. De vez en cuando, ella también preparaba jugosos estofados de carnero. En esos tiempos no había pollo de granja ni para remedio. 11


Nos dijo mi abuelo que ese día de estío en Cajamarca, el dios de los Incas comenzó a brillar y calentar el frío ambiente, desde el momento mismo que hizo su aparición —allá por Puylucana— en el firmamento pintado de azul añil por todos sus resquicios. Yo recuerdo por mi parte, que ese día, mi abuelita madrugó para prepararnos el desayuno: tres tortas, calientes todavía, de la panadería de doña Peregrina, y una taza de avena con cocoa D’onofrio —esa que venía envasada en bolsitas de celofán— de cincuenta centavos cada una y en la que aparecía una mujer que tenía una especie de toga de monja en la cabeza. Sin excepción y válido para todo niño, las madrugadas son los mejores momentos para seguir soñando. Eso de que nos despierten a las seis de la mañana, es toda una maldad sin nombre que los adultos deberían abstenerse de cometer cuando no hay una buena razón que lo justifique. Sin embargo, para ese sábado, sí existía esa razón. Mi abuela había decidido ir a lavar la ropa de cama en el puquial de Chontapaccha, y eso era algo que había que comenzar a hacer muy temprano, para dar tiempo a que todo se pueda secar sobre las pencas azules que crecían a sus anchas al borde de la carretera afirmada que llevaba a Hualgayoc. 12


Por lo tanto… ¡a tomar desayuno a las seis de la mañana se ha dicho!, y de allí, a cargar cada uno un bulto, sea de frazadas, sábanas o colchas que ese día iban a lavarse, o alguna de las tinas ovaladas de zinc y baldes del mismo metal, que se utilizarían para llevar a cabo esa faena. La dura caminata desde la primera cuadra del jirón El Inca —donde vivíamos— hasta Chontapaccha… tenía que hacerse a pié. No existían todavía ni lentejones micros verdes, ni combis locas en las que el ayudante sacando medio cuerpo hace parar al resto con su brazo en alto, ni toritos Bajaj imprudentes, ni mototaxis “Mavila” temerarias… por último, si se quería un taxi, había que ir a contratarlo en la plaza de armas, igual que cómo se hacía para ir a Los Baños del Inca, en cuyo caso había que ir a tomar las góndolas de color crema con verde del papá del pintor René Marín, o las de color celeste del señor “Charaspa”, a quién le decían así por deformación de la palabra “charapa”, que es como se acostumbra llamar a los que son de la selva. En ese tiempo, Cajamarca se acababa justamente allí en el puquial de Chontapaccha. De allí había todavía un buen trecho de camino sin casas construidas para llegar hasta Samanacruz; pero, era en el puquial donde había que acampar para llevar a cabo la faena de “la 13


lavada”. Como mi madre trabajaba de profesora de jardín en Celendín y mi padre estaba trabajando en un yacimiento petrolífero en Loreto, yo vivía con mis abuelitos casi todo el tiempo. En razón de eso, ellos tuvieron que llevar todos los pullos a cuestas porque a mí, me dejaron en la casa con la comisión de preparar el almuerzo y llevarlo en la misma olla hasta donde ellos estarían, antes de las doce de la mañana. Previa a esa misión especial, tuve que cumplir el encargo de ir al “Mercado Central”, que juntos con el de “San Sebastián” eran los únicos que existían, a comprar la carne para hacer el arroz con chancho, que era lo que mejor sabía preparar con mi incipiente conocimiento culinario. Además, tenía que ser esa comida y no otra, por tratarse de un “plato seco” que se podría trasportar mejor en una canasta, sin que se desparrame el contenido durante la caminata hasta allí. El manantial de Chontapaccha era mágico, sin lugar a dudas. En época de escasez de lluvias, que por lo general se producía entre los meses de junio, julio y agosto, el puquial generosamente ofrecía a los que se iban hasta allí a lavar su ropa común o la de cama, un aforo permanente de agua pura y cristalina más que suficiente, que alcanzaba y sobraba para esos 14


menesteres. Todo se llevaba a cabo allí en sacrosanta armonía, en un derroche incesante de paz, amistad, solidaridad y reciprocidad inigualables. Si alguna familia le ofrecía a otra un tiesto de canchita, aquella le devolvía por esa atención, una jarra de chichita morada o de jora. Si alguien regalaba un plato de frito de chancho, la otra devolvía el recipiente con arroz y estofado de carnero. Y… a la hora de tender la ropa, nadie se peleaba por una penca o la otra. A eso de las cinco de la tarde cuando comenzaba a ventear, la ropa se terminaba de secar con esa briza y había que recogerla para retornar a la casa. El caso era que la ropa, inmaculada y limpia, libre además de algunas pulgas impertinentes que, a veces, era preferible matarlas en la casa con las uñas a hacerlo con “gamezán”, por el olor tan penetrante e inaguantable que este insecticida tenía, a la hora de volver después de un día entero de estar correteando por el pasto y las pencas azules, parecía que pesaba más que a la hora de traerla hasta el puquio. Lo bueno de todo eso era el hecho de que a la hora de dormir, caíamos como piedras y de una sola pestañeada nos pasábamos hasta el día siguiente, pero lamentando entre sueños el perderse alguno de esos 15


capítulos inolvidables de la radio novela El Derecho de Nacer (que radio La Crónica pasaba sin falta a las nueve de la noche y que lograba agrupar a toda la familia alrededor de un aparato grande de radio de tubos, que también nos servía como calentador. Era evidente también que, tampoco esa noche habría nadie para renegar con la publicidad del auspiciador en la que una mujer de voz “melo-odiosa” cantaría a cada rato: “Ace lavando y yo descansando”, que una de mis tías completaba casi todas la veces imitando aquella voz: “me tiro un pedido y sale volando”… a pesar de la mirada reprobadora de nuestra madre ¡Sólo dormir era lo único que queríamos, por Dios…!

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LOS CUYES CON BERENJENA DE CAJABAMBA Nos contaba mi abuelito, siempre, al pié del fogón, que todos los que han nacido en Cajabamba —y los que sin haber nacido allí han aprendido a quererla—, dicen que su pueblo, en buena ley y por historia, debería llamarse “Gloriabamba”, porque así la rebautizó nada menos que don Simón Bolívar, la vez que “sin querer queriendo”, el Libertador casi deja de semilla un “Simoncito” allí en esa tierra… No es que el Libertador fuera un gran mujeriego (¡qué va a ser!), sólo que, conocedores de los trajines que la epopeya de la libertad de América del Sur le significara, muchas familias patriotas en su afán de compensarlo en parte, por esos trajines sin fin que tuvo que realizar, no sólo le ofrendaron sus hijos para 17


soldados, sino que le colmaron de todos los regalos que sus estrecheces económicas fueran capaces de hacer posible, como el hecho de que, alguna que otra hermosa manceba, se ofrecieran a acompañarlo por las noches, “para abrigarle la espalda que siempre paraba doliéndole…” ¡Claro está! Obviamente, tampoco podían faltarle las discretas y gentiles invitaciones para almorzar o cenar. Así fue como el enjuto Jefe de la Campaña Libertadora del Norte, pudo degustar las cecinas shilpidas, el cuy con berenjena, los estofados de gallina, de pavita o de pato, los chicharrones con ñuñas o también, cómo no, el cuy shactado con ajiaco de papa huagalina amarilla, típico de toda esta prolífica región cajacha. Dicen algunos “cronistas” de la culinaria cajabambina que lo que más le gustaron al Libertador fueron el cuy con berenjena y las cecinas shilpidas, estas últimas, preparadas al estilo de esa ciudad y no de Cajamarca, por ser aquella más jugosita, suave, aromática y sabrosas para el paladar. Cuando averiguó acerca de la preparación de esos manjares, dicen que muy educadamente le dijeron que eso era un secreto de las familias que ofrecían tales potajes y, que podía variar entre una casa y la otra. Total, esa era sólo una 18


cuestión de quien le ponía más ajos y algún aliño especial. No contento con esa respuesta, ya entre sábanas y no sin antes plantear el pedido como una súplica, logró que su acompañante de esa noche: la hermosísima Mariquita Hinostroza, le explicara que para preparar el cuy con berenjena, había que aliñar con ajo, sal y pimienta al roedor sacrificado, para luego orearlo al sol no menos de un par de horas en una percha dispuesta para este fin en el patio de la casa, antes de freírlo en tiesto de barro y en manteca de chancho. El toque especial se consigue finalmente estofando el cuy frito en una crema de berenjenas maduras en la misma planta, con cebolla de rabo picada en cuadraditos pequeños. Del mismo modo, la hermosa cajabambina le explicó que las cecinas shilpidas también tenían que observar un ritual especial parecido en su preparación, para poder tener esa apariencia ligeramente jugosa y ese aroma y sabor incomparables. — Ahhh… —le dijo la bellísima Mariquita al gran Libertador de Sudamérica, con un dejo de malicia y buen humor— y las ñuñas las tiene que freír y tostar una mujer joven y hermosa, en un tiesto que también ha de ser de barro y en el que, previamente, se debe echar un poco de manteca de chanco junto con las 19


ñuñas, antes de que el recipiente se caliente. Pero… con el requisito especial de que la mujer debe hacer esta faena sin una pizca de enojo en su semblante, que debe lucir alegre y radiante como nuestros días de verano; pero, sobre todo “sinforosa”, que quiere decir sin forro o sin calzón, o lo que es lo mismo, con la palomita al aire y lista para alzar vuelo a cualquier parte… já, já, já. — Esa última parte del rito culinario, es lo que más me gusta, mi querida Mariquita —dicen que le contestó muy serio y formal don Simón Bolívar—.

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ANTES NO HABÍAN VICUÑAS EN CAJAMARCA Al pié del fogón, mi abuelito solía contarnos no sólo historias fantásticas de la selva, de donde era él, sino también cosas que ocurrían realmente en Cajamarca cuando él era niño. Definitivamente: —nos dijo una vez— en Cajamarca no había ninguna clase de camélidos sudamericanos… — Abuelito, ¿a esos camélidos sudamericanos que tú dices, no les llama la gente sólo como “auquénidos”? —le interrumpí para preguntarle—. — La verdad que, popularmente, así se suele nombrar a la llama, la alpaca, al guanaco y a la vicuña. Pero hacerlo de ese modo es obsoleto y hasta cierto punto incorrecto, porque devendría en clasificarlos 21


teniendo en cuenta solamente su cuello (del griego “auchenia o aujen que significa cuello”). Sin embargo, de acuerdo con el “Código Internacional de Nomenclatura Zoológica” lo más apropiado es llamarles “camélidos sudamericanos” —me aclaró elocuentemente mi abuelo, pero como quería saber por qué dijo que antes no habían estos rumiantes andinos en Cajamarca, le volví a preguntar—. — Pero… si yo he visto fotografías antiguas de mi abuelita y mis tíos en las cuales, en la plaza de armas de Cajamarca, se han tomado fotos junto a una llama. — Claro que sí. Casi siempre había en la plaza de Cajamarca, una o dos llamas para que la gente se tome fotografías junto a ellas. Esas llamas eran de propiedad de los fotógrafos de entonces, que tomaban sus fotos en blanco y negro con una cámara de cajón y de manga, y que cobraban un sol por cada fotografía. Hasta ahora hay todavía esas rarezas en la plaza de armas y también en Granja Porcón, donde también cobran un sol pero, para que la gente se tome las fotos con sus propias cámaras digitales. Pero; yo te he dicho que antes, en Cajamarca, no habían vicuñas. Eso es diferente y es cierto. Sin embargo, ahora hay un montón de vicuñas en Granja Porcón del mismo modo 22


que hay alpacas en Contumazá y la Pauca. Lo que no hay hasta ahora en Cajamarca son guanacos. A nadie se le ha ocurrido hasta la fecha traerlos para criarlos acá, seguramente porque habría que hacerlo desde la Argentina, país que posee el 90% de toda la población de estos camélidos en el mundo, pero que está muy distante de nosotros. — ¿Y cómo es que ahora hay vicuñas en Granja Porcón abuelito? —volví a preguntarle—. — En algún momento al administrador-gerente de Granja Porcón se le prendió el foco y consiguió, según dicen, unas cinco vicuñitas. Otros dicen que les han donado desde Pampa Galeras, Ayacucho, donde existe un gran criadero de vicuñas silvestres. Sea cual fuera la historia, el caso es que en Granja Porcón deben de haber en la actualidad cerca de un millar de individuos de esta especie y, al parecer, seguirán proliferando mucho más, gracias a que los bosques de pinos que existen allí han logrado mejorar los pastos y hacer del clima de ese lugar, un sitio más favorable para que ellas se reproduzcan. Algo similar ha ocurrido con el inicio de la cría de alpacas en Contumazá y en la Pauca. Sin embargo, a 23


diferencia de las alpacas, es posible que con el tiempo, las vicuñas de Granja Porcón, cansadas de tener allí un clima muy suave para ellas, vayan extendiendo su hábitat hasta otros lugares más rústicos e inhóspitos de la cordillera de Los Andes de esta parte del Perú, que es donde ellas prefirieran estar, como las jancas de Coymolache, Samangay, Cumulca, Sendamal o la misma Pauca, donde antes se criaban toros de lidia. Se sabe, igualmente, que don Arturo Díaz Marín, retirado ya de sus negocios de transporte de pasajeros y de venta de automóviles y repuestos Toyota en Cajamarca, se dedicó en su fundo de San Ildefonso, ubicado en las jalcas de Sendamal de la provincia de Celendín, a criar Alpacas. Es de esperar que más cajamarquinos se interesen también por la crianza de cualquiera de los camélidos sudamericanos existentes en nuestro país. La carne de alpaca, por ejemplo, dicen que es más nutritiva, suave y sabrosa que cualquier otra carne que se acostumbra consumir por estas tierras.

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LOS CAPULÍES DE NAMORA Nos contaba mi abuelito al pié del fogón, que su primo Alejandro Caro Aliaga —con quien, cuando niño, protagonizó muchas aventuras—, era por demás “ocurrente” sin llegar a ser jamás un simplón, como sucede con algunos que son “cacerolas” de nacimiento. Siempre tenía en la punta de su lengua una graciosa anécdota que contar, en las que solía, a veces, él mismo, convertirse en el tonto de la película. Por aquel tiempo, en la matiné del cine Ollanta daban una “cowboyada” de una hora y “la serial”, que también duraba una hora. Todo por ochentaicinco centavos, pero… en balcón. En la “cowboyada Durango Kid” por ejemplo actuaba el “joven”, que siempre llegaba al pueblo para acabar con el “malo” y sus 25


secuaces, teniendo al “tonto” como compañero de esas andanzas, además de que sólo en última instancia, precisamente, era el tonto, el que con una de sus ramplonas “simplonadas” resultaba salvándolo de morir sin más remedio. El episodio terminaba cuando el “joven”, después de muchas balas y peleas, lograba restablecer el orden y se marchaba del pueblo, montado en su caballo blanco y con su “tonto” al lado, dejando siempre a la “joven” a la que había salvado de los malos, a punto de llorar y agitando graciosamente las manitas en señal de despedida. En esa perspectiva, el primo Alejo de mi abuelito contaba algún chascarro, asumiendo él por propia voluntad el rol del “tonto de la cowboyada”. Decía mi abuelito que en cierta ocasión en que se fueron a Namora en busca de capulíes, aprovechando que en Bellavista, caserío que está a la entrada de Namora, su tío Luis Cabanillas Chávez (al que le decían Ingeniero Kaolín y tenía una mina de esta arcilla), les invitó para que le acompañaran a recoger una camionada de carga de este mineral no metálico, desde ese lugar. Después, claro está, de darse una buena empanzada de zarzamoras y de los deliciosos frutos morados de capulí que abundan en Bellavista y en todo Namora, el 26


primo Alejo de mi abuelo, haciéndose intencionalmente el “tonto de la película” y hablando como campesino, le hizo esta pregunta que, a simple vista está llena de malicia y picardía más que de ignorancia e ingenuidad: — A ver pué Ño Alfredito… usted que es medio Zapirón, ¿podría decirme cuál ya pué, es el plural de la palabra capulí? — Fácil pues hombre: capulíes —le contestó mi abuelo con la seguridad de estar en lo cierto—. — Naca la piriñaca —le retrucó de inmediato su primo Alejo hablando, esta vez, normalmente—. ¿De dónde me saca usted que el plural de capulí es capulíes? Fíjese pues amiguito, usted ya va a terminar la secundaria y me sale con ésas. Por lo que se ve, en “San Ramón” ya no enseñan nada. Según los altos estudios que he realizado en “La Tornou” —se refería a “El Torno”, caserío de Huacapampa donde él había nacido— el plural de capulí es “capulines”. Mi abuelo que siempre había sido un alumno muy aplicado cuando realizaba sus estudios secundarios en el Colegio “San Ramón” y que manejaba ya a esa edad 27


eficientemente el idioma, no sin sorprenderse con esta “salida” de su primo, le aclaró de inmediato: — Cuando una palabra aguda termina en la vocal “í” acentuada, el plural se construye agregando “es” a dicha palabra. Así, el plural de maní, es maníes; el plural de colibrí, es colibríes; de rubí, es rubíes, etc. Nada más fácil que eso Alejo. Se diría “capulines” si la palabra fuera capulín, pero no lo es. Es capulí. Y por el hecho de estar acentuada en la “i”, su plural tampoco es “capulís” sino, como debe ser, es “capulíes”. — Resulta que no es así, oiga usted —le volvió a contradecir su primo Alejo a mi abuelito— y a las pruebas me remito. Cómo usted sabe tanto sobre esa vaina de la gramática, la ortografía, la concordancia y la sintaxis, dígame entonces amiguito cuál es el gerundio de los verbos “leer” y “peer”, y no se me vaya a matar de la risa primero, caballerito… ¿ahh? — El gerundio de “leer” es “leyendo”. Fácil y no hay motivo para reír... hombre de Dios. — Qué gracia. Eso estuvo fácil pué. Pero a ver dígame sabihondo cuál es pué el gerundio de “peer”.

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— Debería ser “peyendo”… pero como no queda bien, ha de ser “peendo”. ¿No cree usted primo? Porque “peyendo” parecería que es en “chachapoyano”, ya que por allí, con toda normalidad, en lugar de decir “la gente” o “la agencia”, dicen “la giente” y “la agiencia”, así de simple no más... — Jah… Yo no sé eso. Allá ustedes los munchas. Pero ya cayó primo sabihondo. Y para retomar al tema anterior de los “capulines” que estábamos tratando, ¿cuál es el plural de la palabra “trolín”? — “Trolines” pues primo, por la sencilla razón de que dicha palabra termina en “n” y por cuyo caso el plural se forma agregando a esa palabra el vocablo “es” —le contestó mi abuelo ya sin poder aguantar la risa—. — No me venga usted con esas vainas —siguió en sus trece su primo Alejo—. Para mí el plural de trolín, como usted dice es trolines y de capulí es capulines... La discusión de ese galimatías ya no siguió debido a que el Ingeniero Kaolín, en ese momento, les ordenó subirse al camión para regresar a Cajamarca de inmediato… “Salvo que prefieran quedarse allí en la 29


tierra de los sapitos y de los capulíes”…—les dijo muy serio—.

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CLOTILDE: LA VACA GENEROSA DE LA COLLPA Como era costumbre muy suya, mi abuelito nos contó al pié del fogón, que hace muchísimos años, lo primero que hacían los turistas al llegar a Cajamarca, era ir a visitar la hacienda La Collpa, sólo para deleitarse con la “llamada”. Esta era una especie de ritual que se practicaba todos los días puntualmente en esa hacienda, a eso de las tres de la tarde —incluyendo sábados, domingos y feriados— y consistía en llamar a las vacas por los nombres con los que previamente allí las “bautizaban”, para que vengan a ocupar un espacio que tenía un letrero con ese mismo nombre, en el ordeñadero donde, diligentemente, campesinas bien adiestradas en esta labor, les extraían la leche utilizando sólo las manos, a vista y paciencia de los turistas que, muchas veces, se atrevían a aceptar la invitación de beberse una taza del espumeante y 31


fresquísimo producto lácteo, aunque después de ello se les afloje el estómago peor que si hubieran tomado un purgante. Para este insólito ceremonial, las vacas venían desde sus pastizales o desde donde estuvieran, a partir de las dos de la tarde, a agruparse como si irían a participar en un mitin electoral, en un canchón especialmente preparado para este fin. Allí comenzaban a mugir para avisar que ya estaban listas para, luego de “pasar lista”, obedecer la orden del “llamador” e ir dócilmente para ser ordeñadas en su cubil. Por si acaso se olviden su nombre, el llamador hacía chasquear un látigo cuando creía que era necesario. Sin embargo, al parecer, nunca se dio el caso que a una ninguna de las vaquitas les hubieran arreado un doloroso pencazo. La “llamada” era un espectáculo inolvidable para cualquiera que llegara a presenciarlo, por ser único y completamente original en todo el Perú. En ninguna otra parte del país existía algo similar. Lo más simpático de todo esto era que la Familia Castro, propietaria del feudo, nunca cobró un centavo por concepto de derecho de entrada para observar y participar de este sui géneris rito. Todos los turistas eran bienvenidos y recibidos con mucha cordialidad y 32


cariño... ¡gratis!, aunque, eso sí, alguna de las turistas después fuera motivo de una sonora carcajada por coincidir su nombre con el de alguna de las vacas, especialmente, cuando se trataba de comparar las ubres de la una o de la otra. Todo eso era muy simpático; pero, como nada en este mundo suele ser eterno ni estático, allá por los años setenta del siglo pasado, al General Juan Velazco Alvarado —presidente del Perú por obra de un golpe militar— se le ocurrió convertir esa hacienda en Cooperativa. Con ese fin, pagó un sol a los propietarios del feudo y se lo entregó a sus trabajadores, para

“resarcirlos de haber vivido por tanto tiempo en calidad de siervos y para que aquellos patrones ya no siguieran comiendo más de su pobreza”. Pero… los sabios del SINAMOS, igual que los asesores de cualquier gobierno, después del proceso de reorganización y capacitación a que los sometieron, eligieron a uno de aquellos más ladinos “siervos” como administrador de la nueva cooperativa conformada. Éste, sin más prolegómenos tan pronto fue designado para el cargo comenzó, ahora sí con ganas, a explotar a más no poder a sus hermanos cooperativistas y a apropiarse de todas las riquezas que su trabajo 33


producía. Pero como no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, el famoso administrador vitalicio Sangay Quito apareció muerto por allí, sin que hasta la fecha se sepa cómo pudo ocurrir aquello, aunque después de tanto abuso todo el mundo deseara que una cosa así se produzca. Después de ese desbarajuste, la cooperativa se fue cada día de mal en peor. Una de las pocas vaquitas que siempre hacía las delicias de los turistas era Clotilde. Sin embargo, cuando algún llamador malandrín anunciaba su nombre sólo como “Cloti”, ella se hacía la desentendida y no acudía a cumplir sus obligaciones. En cambio cuando decían su nombre correctamente, “cadereando y a rempujones” se abría paso entre las demás vacas y acudía presurosa a cumplir con el ritual al que le habían acostumbrado: ofrecer 15 litros de espumeante leche ella sola, gran parte de lo cual, se distribuía generosamente entre los asistentes, aunque el preciado regalo le afloje el estómago a más de uno. Con el tiempo y las aguas, después del descalabro que significó para todo el país la experiencia cooperativista en el agro, de nuevo La Collpa se ha convertido en hacienda. El predio fue adquirido por compra por el señor Horacio Gálvez (“el Che”), solo Dios sabe a qué 34


precio y a quién. Sin embargo, después de ocurrido esto último, todo lo que se hubo deteriorado durante el tiempo que duró la experiencia cooperativista y las correrías de su administrador Sangay Quito, la hacienda ha sido refaccionado y remodelado por aquel, casi en su totalidad. Ahora de nuevo la “llamada” atrae a una gran cantidad de turistas, pero la generosa vaca Clotilde de las ubres de quince litros de leche, ya no está más… y lo que es peor, todas las vacas de ahora son “sintéticas” y unas verdaderas huañulingas y sobre eso… ¡nada es gratis! Todo tiene un precio. Es que ahora estamos viviendo en ese paraíso que se llama el neoliberalismo económico y nos tenemos que llenar la boca con términos como competitividad, excelencia, calidad, libre empresa, fiel observancia (cuando conviene) de la ley de la oferta y la demanda… y demás “modas”. ¡Que viva el desarrollo y la libre empresa!... aunque las ordeñadoras de antaño, ya envejecidas, sigan tratando de obtener con sus manos cansadas, algún poco de leche de unas escuálidas ubres.

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EL CONEJO LEGAÑOSO DE ISCOCONGA A mi abuelito en cierta ocasión, el veterinario de la Región Cajamarca del Ministerio de Agricultura, le dijo que era preferible que sacrificara a un conejito que no había cuando se cure, al parecer, de una conjuntivitis aguda que afectó sus grandes ojos y de una secuela de alicuya —fasciola hepática— por más cuidados y medicamentos que le administraron. El bendito conejito era blanco como un algodón pero, a pesar de todas las curaciones que le hicieron, sus ojos nunca dejaron de ser tan legañosos que daba no se qué mirarlos y, su estampa, daba lástima, porque jamás pudo engordar ni crecer al ritmo que se esperaba. Eso de “sacrificar” a un animalito tan indefenso como aquel conejito blanco, no fue una idea que mi abuelo pudiera aceptar de buena gana así como así, por lo 37


tanto, como en el cuento de pulgarcito, prefirió abandonarlo a su suerte en un lugar que, según su propia observación de la situación, el animalito tuviera alguna oportunidad de sobrevivir. Así que eligió Iscoconga. Había allí pasto de buena calidad y en cantidad más que suficiente para su alimentación, del mismo modo que una gran explanada con árboles y arbustos donde podría guarecerse y esconderse de los depredadores. Así que, haciendo de tripas corazón… lo soltó por allí a su suerte. Eso de que cuando las personas tienen muchos hijos se dice que “están aumentando como conejos” es muy cierto. La coneja madre del conejito abandonado en Iscoconga tenía, cada dos meses —porque mi abuelo la hacía “descansar de dar crías” treinta días— no menos de ocho conejitos completamente peladitos. Los pobres pequeñitos nacían tan indefensos que se tenían que guarecer del clima, dentro de una gran cantidad de pelambre que la coneja se quitaba de su cuerpo con sus garras, antes de cada alumbramiento. Mi abuelo criaba cuyes y conejos para repartirlos a las escuelas asociadas, en un ambiente que le cedió en su local la Dirección Regional de Agricultura de Cajamarca, cuando trabajaba en el “Proyecto Escuela, 38


Ecología y Comunidad Campesina”, más conocido por las siglas de PEECC o también por las entidades extranjeras que lo asesoraban y financiaban: FAOSuiza. Según aquel proyecto las escuelas asociadas a esta experiencia debían criar cuyes y conejos para utilizar sus excrementos para la producción de humus de lombriz, que servía para preparar plantones forestales del vivero y para abonar las hortalizas del biohuerto. Los profesores cuando alguna vez mi abuelo les quiso dar el conejito blanco legañoso de “yapa”, además de la parejita de cada uno de éstos roedores, se mataban de la risa y declinaban cortésmente la oferta “para otra vez”. Sin embargo, después de casi un año de abandonado el conejito legañoso en Iscoconga, mi abuelo se enteró por la gente de ese lugar, que en las inmediaciones vivía un enorme conejo blanco que se había convertido en una “plaga” para sus cultivos de maíz, avena, trigo, alfalfa y hasta de sus granos y hortalizas, y que por más que quisieron cazarlo, utilizando diferentes estrategias, el conejo era tan resabido e inteligente que nunca hasta la fecha, han logrado dar con él. — ¡Ese es mi conejo! —dijo mi abuelito cuando se enteró de la noticia, al parecer, bastante feliz—. 39


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LAS ABEJAS HACENDOSAS DE HUACRARUCO Como de costumbre, al pie del fogón, mi abuelito nos narró esta historia: “Al noreste de San Juan —aquel pintoresco distrito de Cajamarca que ofrece a los viajeros que van o que vienen de la costa, las más sabrosas chirimoyas, limas y granadillas, y los más ricos quesos mantecosos de esta parte de la región— queda Huacraruco, que es el lugar donde, de unos cuantos puquiales de agua cristalina, nace como un niño el río Jequetepeque, el mismo que después de recibir la afluencia del Chetillano, el San Pablino, el Puclush y el San Miguelino, se convierte desde Yatahual en el río majestuoso que alimenta sin parar e incansablemente la represa del Gallito Ciego, esa que como un enorme espejo refleja el azul del cielo por donde antes hubo arrozales y huertas de mangos, maméis, guabas y ciruelas. Hace muchos años cuando Huacraruco y Sunchubamba eran predios de la hacienda Casa 41


Grande, a los gringos Gildeméister se les ocurrió mandar reforestar con pinos toda esa parte de la cordillera que separa Cospán de Sunchubamba. Como los terrenos mejoraron más de lo que se puede imaginar con esa sabia decisión, los de Huacraruco también pidieron hacer lo mismo, pero como esa es zona más baja, y había allí vegetación arbórea y arbustiva natural más que suficiente, para contentarlos trajeron ciervos desde Norte América y repartieron algunos colmenares de abejas en las cercanías de la casa hacienda, las mismas que por ser tan trabajadoras, comenzaron a producir mucha miel. Junto con los ciervos comenzaron a aumentar de su cuenta los venados, tanto en Huacraruco como en los bosques de pinos de Sunchubamba, hasta convertir a esos dos lugares en uno de los cotos de caza con mayor fauna en todo el país, para este tipo de rumiantes. Las abejas también aumentaron casi al mismo ritmo, gracias a la abundancia de eucaliptos y chirimoyas que al florear, cubrían de un manto nacarado todas sus copas, desde la divisoria de las aguas arriba en la cordillera, hasta las profundas oquedades por donde discurría sereno, tibio y tranquilo el naciente río Jequetepeque, que desde Llallán y El Salitre se enseñorea y se hace torrentoso. 42


A cazar venados en Huacraruco y Sunchubamba venían los amantes de este deporte, desde Alemania y Estados Unidos, los mismos que después de pagar los derechos correspondientes a sus propietarios en Casa Grande, se adentraban por los bosques de pinos de las alturas de Cospán y por los bosques naturales y de eucaliptos de Huacraruco en donde, muchas veces, junto con sus piezas de caza, se llevaban la amarga experiencia de haber sido presas de las picaduras de las aguerridas abejas de monte, que comenzaron a proliferar en esos bosques, debido a la aparición de nuevas abejas reinas que se escapaban de sus colmenares para ir a crear sus propios panales en cualquier rama de pino, eucalipto, chirimoya o pushgay, que por allí abundan más que pulgas en panzae’perro de jalca. — Dicen que por cada venado que cazaban en Huacraruco y Sunchubamba, los gringos pagaban hasta cuatrocientos soles. Yo en cambio, sobrino, no he pagado ni un medio por los venados que he cazado hasta cansarme acá en Huacraruco —le dijo una vez a mi abuelo su primo “Ploto”(se llamaba Asisclo Díaz), que se desempeñaba en San Juan como sanitario de la posta médica de ese lugar y que, cazando venados con su carabina 22, era más que un diablo suelto y un 43


experto a todas luces— pero… había que cuidarse de esas maldiciadas abejas, porque hacían chirimoyas de nuestra cabeza la vez que por descuido topábamos alguno de sus panales escondidos entre las zarzamoras o en alguna rama de los árboles de por allí… — concluyó “don Ploto” muy ufano de su experiencia como certero y eficaz cazador de venados—.

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EL UCHUPISHPE TOGADO La gente del campo me dice “Uchupishpe” y me jebea para que no me coma sus rocotos. Por la costumbre de comerme los rocotos con pepas y todo, los medio blanquiñosos de Cajamarca me dicen en cambio “Rocotero”. Yo entiendo que ambos términos significan lo mismo. “Uchu” en la lengua quechua significa “picante” como sólo el rocoto —y cualquier otra variedad de ají serrano— puede serlo, y “pishpe” en la misma lengua significa “movido o que no está quieto”, por eso también a algunas mujeres “movidas” les dicen “pishpiras o pishpiretas”. Como a mí sólo me gustan los rocotos amarillitos y coloraditos y, sobre todo, tratando de traducir ambos términos, mi nombre significaría “al que le gusta el rocoto pero que se lo come sin estarse quieto un solo instante, es decir, hecho un pishpiro… y encima togado, porque yo sólo me como los que están más 45


maduros y picosos. Los rocotos verdes no me apetecen. Porque, para comer rocotos hay que tener buen pico, digo yo. ¿Y cómo creen que podría estar quieto cuando me pongo a comer un rocoto colorado o amarillo? Como el rocoto me pica ya saben ustedes hasta dónde, trato de disimular esa sensación saltando y moviéndome de un lado para otro sin parar. Sin embargo, para mí es más fuerte el deseo de seguir comiendo ese manjar para mi paladar, que toda la picazón junta que me hace sentir. Cuando me como un rocoto siento una rara sensación de placer, parecido al que los humanos experimentan al tomar una taza de café o fumarse un cigarro, que en mi caso es una mezcla de miedo de ser sorprendido robando ese picante fruto, con todo lo que eso significa para mi seguridad y mi propia vida, y una especie de sudoración que comenzando por la cabeza me llega hasta la punta de mis garritas en cada una de mis patas. De lo que sí me siento libre es de los deseos de la gente de darme caza para convertirme en guiso o en una especie de chicharroncito, que se convertiría a lo mucho, en único bocado para el cazador. Me imagino que ha de ser porque piensan que mi carne no sería 46


muy agradable, alimentándome yo como me alimento, sólo de puros rocotos. Podría decir sin embargo, que eso es sólo una falsa suposición. De ser cierta, los chanchos que comen tanta cochinada —por eso, justamente, los llaman “cochinos”— tendrían una carne incomible y con sabor a diablos, ¿no creen? Si bien la gente del campo no me quiere y de alguna forma consigue que no me acerque a los rocotos que ellos siembran debajo de sus pircas, para protegerlos de las heladas de julio y agosto, ellos no saben que al comerme las semillas o pepas de ese fruto, los jugos estomacales que poseo las preparan para ser sembradas con mejores posibilidades de germinación. Ellos ven en mí sólo al enemigo que les hace perder los veinte centavos que ganarían si los vendieran en el jirón Leguía en montoncitos de cinco rocotos por un sol. Hay mucha gente que cree que el rocoto —porque pica endiabladamente— es malo para la salud, especialmente si padecen de gastritis o de úlceras estomacales, del mismo modo que creen que el pescado es enconoso porque tiene espinas. Ambas creencias definitivamente son falsas. El rocoto, más que cualquier otro ají que se conozca, es rico en 47


picratos, que son sustancias utilizadas en medicina para cicatrizar heridas, por tener propiedades astringentes, por lo que, al contrario de la creencia popular serviría más bien para cicatrizar las úlceras y para curar la gastritis, al igual que el pescado por su alto poder proteínico y fácil digestión y asimilación, sirve para que los enfermos se recuperen con más rapidez y eficacia. De ser cierto que el rocoto es irritante, todos los mejicanos padecerían de gastritis y úlceras, porque ellos comen mucho “chile”, que es como ellos se refieren al ají que producen. En la selva peruana existen variedades de ají que, sólo por sus nombres, nos podemos hacer la idea sobre cuánto pican y cuán sabrosos son. El más famoso es el “mishquiuchu”, que significaría ají dulce, rico o sabroso. También están el “pucunuchu”, el “charapita” y el “malaguete”. La costa también tiene sus propias variedades de ají. Es famoso el ají limo, que es utilizado para el cebiche y el cabrito y, ni qué decir del ají escabeche o del ají cerezo, que tienen sabores característicos muy propios, sin dejar de lado al que burlonamente llaman “pinchito de mono” por pequeñito, picoso y por parecerse supuestamente al pene de un monito pequeño. 48


A mí que soy un especialista catador de todas las variedades de rocotos, me gustaría probar esos ajíes de la selva y de la costa, pero como el viaje es muy largo y mi diseño de alas y plumaje no está hecho para viajes tan extensos como ésos, prefiero quedarme por estos rumbos cajachos y serranos y seguir robando a la gente del campo sus rocotos amarillos y colorados que, cuando me los como a la carrera y por empuzadas, me hacen brincar y saltar de rama en rama peor que una ardilla loca de muelas de conejo y cola de penacho.

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EL MASHCÓN DORADO DE MIS ANCESTROS Nos decía mi abuelito al pié del fogón: “Aunque no lo quieran creer, pero el río Mashcón era un río caudaloso. Hace más de medio siglo, los niños nos íbamos hasta sus torrentosos dominios para aprender a nadar en sus pozas que, sin ser tan peligrosas ni profundas, eran lo suficientemente grandes como para permitirnos chapalear, patalear y bracear todo lo que se podía y, en algún momento, resultar nadando como los plateados pequeñitos y las charcoquitas de panza colorada que tantas veces tragamos vivos, porque los muchachos más grandes a nosotros nos engañaban diciéndonos que, para aprender a nadar como los peces, hay que tragarse con bastante agua del mismo río, todos los plateados y las charcocas vivas que pudiéramos coger con las manos en ese momento”. Indudablemente coger los plateados con las manos —y en ese tiempo los había a montones— era una tarea bastante difícil, ya que, como si adivinaran nuestras intenciones, tan pronto acercábamos las manos para cogerlos, ellos hacían un movimiento evasivo de caderas muy complicado y veloz que, por lo general, 51


era suficiente para dejarnos con los crespos hechos y bastante desanimados. Una vez que alguien cogía un plateado —eran más fáciles de atrapar que las charcocas por ser éstas más resbalosas—, todos nos acercábamos al triunfador para presenciar el ritual de tragarlo vivo en nuestra presencia, aunque eso, comparado con la tarea de pescarlos, era la parte fácil de ese asunto. El río Mashcón por las tardes solía lucir dorado, por las tonalidades que el sol adquiría allí en sus aguas, que eran por demás limpias en los meses en que la lluvia suele emigrar no se sabe a dónde, para dar paso a los cielos del color del añil de los días soleados y las heladas de las madrugadas, de la época de estiaje de mayo a setiembre. En todo el valle de Cajamarca, en el tiempo de ausencia de lluvias, el sol calentaba tanto durante el mediodía, que no había niño que se resistiera a irse caminando hasta alguna poza del Mashcón para darse allí un buen chapuzón, sin que sus padres se enteren por cierto, porque de hacerlo, no les habrían permitido ese lance por miedo a que se ahogaran. Y es que… el Mashcón era en verdad un río torrentoso y hasta podría decirse que bravo y caudaloso, no en vano, más de una vez se ha llevado de encuentro al Puente “Venecia”. 52


Ha pasado mucho tiempo y ahora da pena verlo, con su cauce sin agua y completamente contaminado con plásticos y otro tipo de basura que la gente arroja allí como si se tratara de un botadero común. “El Mashcón dorado de las tardes de estío de mi niñez, solo existe ahora en mis recuerdos de viejo” —nos dijo realmente apenado mi abuelito, aquella vez—.

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LOS CURCULES MORIBUNDOS DEL RACRAS El “río” San Lucas —comenzó a contarnos mi abuelito al pié de fogón como era en él ya una costumbre— que antes se llamaba “río Racras” y que atraviesa la ciudad de Cajamarca de Oeste a Este, comenzando por lo que en estos tiempos es Urubamba, Lucmacucho y los barrios antiguos de San Pedro y Chontapaccha, para luego discurrir por los de San José, Pueblo Nuevo y La Colmena; ¡jamás!, fue un río seco como lo es ahora, ni mucho menos un río tan sucio y contaminado como parece que será para siempre. Éste era el río familiar y querido que los cajachos de antaño utilizaban para regar sus huertas de duraznos y blanquillos, de membrillos y manzanas, de higos y berenjenas, así como sus chacras con cimientes de trigo, cebada, maíz, papa chaucha, collo, quinua y todas sus invernas, desde más arriba de su intersección con el jirón Huánuco, hasta más abajo de las pampas del “Fundo La Argentina”, o sea hasta su desembocadura en el otrora caudaloso río Mashcón.

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Por los linderos de los terrenos del Colegio San Ramón bajaba bramando todavía, se tranquilizaba un poco por respeto, al pasar por el Arco del 13 de Julio, erigido en honor a la Batalla de San Pablo, para luego otra vez rugir como un toro en celo, al pasar por Pueblo Nuevo y La Colmena. Tan bravo se puso una vez, que no sólo se contentó con llevarse linderos de paredes de tapial y algunas casas de sus orillas, junto con unos cuantos animales domésticos que halló desprevenidos y sin el cuidado de sus dueños, sino que se llevó también y para siempre, a una hermosa criatura: la hija del judío Berenstein que, por aquel tiempo, vivía junto con su familia, en una casona que quedaba en la intersección del jirón Tarapacá con lo que ahora es la Plataforma La Merced. Los Berenstein aquellos… jamás pudieron recuperarse de esa pérdida. Primero fue la empresa municipal de agua potable la que comenzó por languidecerlo, al tomar gran parte de su caudal y transportarlo hasta los reservorios que hay detrás del cerro de Santa Apolonia, donde hasta la fecha tratan esas aguas para potabilizarlas y repartirlas a las casas de la parte alta de la ciudad de Cajamarca, a través tuberías de fierro galvanizado que hasta la fecha no terminan de podrirse. Luego, no se sabe por obra de qué tipo de sortilegio, el río San Lucas fue 56


paulatinamente perdiendo su caudal original, hasta convertirse casi en nada, porque nada es lo que en la actualidad pasa por el Puente Amarillo, que queda en la intersección de la vía de Evitamiento Sur con el Jirón El Inca, antes de unir su cauce —porque definitivamente ya no “desemboca” nada de agua— con lo que queda del antiguo turbulento río Mashcón. Lo más triste que le pudo ocurrir al río Racras de los cajamarquinos, es que a alguno de sus más simplones alcaldes se le ocurriera desaguar todos los deshechos del Camal Municipal en su cauce, por ese entonces ya bastante sucio, debido a que los cajachos de sus riveras no encontraron mejor lugar para su basura, llegando al colmo de sus desatinos cuando conectaron sus tuberías de desagüe también a las macilentas aguas de este río. Cuando los deshechos del Camal Municipal fueron a parar al límpido río de los cajamarquinos, a éstos no les quedó otra cosa que cambiarle de nombre. Ya no fue más su río “Racras” o católicamente su “río San Lucas”, sino que comenzaron a llamarle despectivamente “Río Nilo”. Fue la época en que, a pesar de que nadie imaginó que aquello podría ocurrir jamás, el río se pobló de shingos hambrientos que escarbaban con sus picos del color de la suciedad, los 57


desechos nauseabundos que al circular por allí, denunciaban a gritos la dolorosa realidad por la que estaba atravesando y lo mal que Cajamarca estaba manejando su ambiente. — ¿Y por qué le pusieron río Nilo al río San Lucas, papá? —le preguntó una vez una niñita de jardín a su atribulado padre, quien no supo qué responderle de buenas a primeras—. — Ahhh, —le dijo su hermano mayor, más mosca, que por entonces ya estaba en sexto grado de primaria— le dicen río Nilo, por “ni lo huelas”, ja, ja, já. —También es posible que le digan “rio Nilo”, hijita, de acuerdo con la Biblia, ya que antes de que el Faraón les conceda a los israelitas la gracia de salir libres de Egipto, para irse con Moisés a la “Tierra Prometida”, Dios hizo que sobre este país cayeran siete plagas diferentes y Moisés hizo que las aguas del verdadero rio Nilo, o sea el que discurre por África, que es un río enorme y que riega casi todo el territorio egipcio, se conviertan en sangre —le aclaró a su nieta el abuelito de la niña que por allí estaba parando la oreja, para luego continuar— el pobre río San Lucas a veces se ponía verde por el color del pasto a medio procesar 58


que se vaciaban allí, de los estómagos de los animales que se beneficiaban en el camal; y, otras veces, se ponía rojo por la sangre de esos mismos animales, de modo algo parecido a lo que ocurrió en el río Nilo del África antes del nacimiento de Jesucristo, debido a la negativa del Faraón Ramsés, para que los israelitas salieran en condición de libres de ese país, dejando para siempre la condición de esclavos que allí tenían. — No abuelito, la gente al San Lucas le dice río Nilo, por “ni lo huelas”, porque todo eso que arrojaban al río los del Camal Municipal, unido a los desagües domésticos que mucha gente conectó desde sus baños al río, más la basura que también la gente arrojaba allí, hicieron del pobre San Lucas un río completamente sucio, maloliente y pestífero —le aclaró a su abuelo el niño que cursaba el sexto grado de educación primaria en la escuela 123, profundo conocedor de ese problema, por haber recibido en su Institución Educativa de parte de su maestro el “turrichito Arana”, una clase específica sobre este particular—. — Tienes razón hijito en lo que dices. Lo más triste y calamitoso de todo eso, es que ahora en el río San Lucas no hay ni curcules. Antes, en las partes donde el río formaba charcos al desbordarse de su 59


cauce, o donde el agua de riego se empozaba por alguna oquedad del terreno, los sapitos aprovechaban de inmediato para poner sus huevos, los que una vez convertidos en curcules, no demoraban ya en pasar a su estado natural de sapitos. Cuando estaban en su estado de curcul, los sapitos aquellos parecían unos pequeños pececillos negros que nadaban incansables en su charco. — ¿Y qué son los curcules abuelito? —preguntó la nieta más pequeña a su abuelo, de hecho, porque nunca los había visto ni los vería ya jamás—. — Ya te lo he dicho hijita. Son los huevitos del sapo que, después de sufrir muchas transformaciones que se conoce como “metamorfosis”, logran convertirse en verdaderos sapitos. Uno de esos estados es cuando se parecen a pececitos de color oscuro, que nadan igual que ellos incluso, hasta perder su cola y convertirse en sapos. —Ya prendí abuelito. Ya lo aprendí, gracias a tu explicación. Pero yo tengo mucha pena que ahora ya no existan ni siquiera curcules en el río San Lucas. Por último, como no hay curcules por ningún lado, tampoco haya sapitos. Y los grillitos, que dices que 60


antes había también han desaparecido ¿no es cierto abuelito? Parece que ya nunca los conoceré en vivo y en directo —dijo la niña bastante apenada por esta situación, a lo que su abuelito le aclaró—. — Si nuestras autoridades locales y regionales tendrían voluntad, todavía podría salvarse el río San Lucas. Para eso, tendría que pensarse en “cosechar” el agua de la lluvia, desde las cabeceras del río, hasta su desembocadura en el Mashcón. “Cosechar” el agua, en este caso, significaría construir a lo largo del recorrido del río, pequeñas represas o exclusas para almacenar el agua, que es abundante en época de lluvias, con bocatomas y llaves de pase de agua en la parte inferior de los muros de estas presas, que permitan regular su caudal en época de estiaje. En otros lugares del mundo, con ríos mucho más caudalosos, se ha logrado esta maravilla que sería convertir el botadero de basura y pestilento río que ahora tenemos, en uno con agua limpia y permanente discurriendo por su cauce y que, además, es cuidado y resguardado por todos los pobladores de Cajamarca, sin excepción. Pero, eso es un sueño propio de gente vieja como yo, hijita…

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LOS OVNIS DEL CUMBE MAYO Al pié del fogón mi abuelito nos contó que, cuando él cursaba el quinto año de educación secundaria en el vetusto Colegio “San Ramón”, tenía un tío pintoresco al que le decían cariñosamente sus trabajadores y amigos “Ingeniero Caolín”, por dedicarse a la explotación de un mineral no metálico llamado justamente caolín, que extraía de unos yacimientos que se encontraban ubicados en un lugar llamado Bellavista, al cual se llegaba pasando el “Cerro de los Sapitos”, por la carretera que une Cajamarca con el distrito de Namora. Todas las semanas de lunes a sábado, una cuadrilla compuesta por una docena de recios peones namorinos, premunidos sólo con picos y palas, se dedicaban a extraer de un cerro compuesto casi íntegramente de este mineral, la cantidad necesaria de caolín que cada fin de semana, después de arrumarla con carretillas “bugui” en un descampado cerca de allí, era transportada hasta la ciudad de Lima en un camión, para ser entregada a la fábrica de “Cerámicas del Pacífico”, más conocida sólo por las siglas 63


CERPAC, la misma que se encargaba de transformar dicha materia prima en un sinfín de productos manufacturados de loza. Nos decía mi abuelito que el caolín cuando estaba seco y en su estado natural, era una arcilla blanca que se parecía mucho a la tiza, que los profesores utilizaban en ese tiempo para escribir en sus pizarras negras. Sin embargo, sólo bastaba remojar en agua al caolín y “amasarlo” para obtener con él una greda o mito muy plástico y modelable, con el cual se podía fabricar industrialmente platos, tazas, lavabos, wáters y muchos otros artículos de loza, vaciándolos previamente en moldes de yeso. Lo que ocurre con el caolín, naturalmente no pasa con la tiza, que sólo sirve para escribir sobre una pizarra negra o verde, salvo que sea utilizado como yeso, que es cuando sirve para pintar paredes o para hacer moldes y esculturas de adorno. Nos aclaraba igualmente mi abuelito que, —su tío el “Ingeniero Caolín” le había dicho— para lograr que los artículos fabricados con el caolín adquieran ese brillo exterior vidriado que poseen, antes de meterlos a un gran horno industrial para ser quemados, tenían que “bañarlos” con un preparado a base de feldespato, que también su tío proveía a la fábrica CERPAC 64


extrayéndolo —a diferencia de lo que pasaba en Namora— con la ayuda de taladros y dinamita, de unos yacimientos que él tenía en Balzas, los mismos que se hallaban antes del puente del mismo nombre sobre el caudaloso río Marañón, —río al que el escritor huamachuquino Ciro Alegría denominó la “Serpiente de Oro”—, en la carretera que va desde Celendín hasta Leymebamba y Chachapoyas. A petición de su tío el “Ingeniero Caolín”, mi abuelito le acompañaba a pagar a sus obreros tanto de Namora como de Balzas, cada fin de semana. En esos tantos viajes que hicieron, como muchas veces tenían que manejar su camioneta toda la noche, para combatir el sueño, tenían que chacchar coca. Para armar su bolo con seguridad y la tranquilidad que el caso requiere, tenían que estacionarse a un costado de la carretera. En una oportunidad cuando estaban haciendo esta faena en la cordillera de Cumulca, la camioneta se apagó y no hubo forma de volver a hacer que arranque el motor. Al salir a investigar qué es lo que estaba pasando, para lo cual tuvieron que levantar la capota del vehículo, se quedaron pasmados al ver que un “Ovni” cruzó el espacio por donde ellos estaban, a una velocidad de fantasía que los dejó casi electrizados y 65


completamente pasmados por la emoción. Ante lo cual, el “Ingeniero Caolín” sólo hizo este comentario: — Sobrino, en el Cumbe Mayo, lo que acabas de ver, es cosa común y corriente. Sólo es cuestión de ir hasta “Los Frailones”, buscar un sitio adecuado en una noche que no tenga iluminación de la luna, y esperar con un buen bolo en la boca, a que aparezcan no uno, como en este caso, sino cuadrillas completas de ovnis… El caso es que aquel tío, “veía” no sólo ovnis cuando estaba bien armado con su bolo, sino que “veía” también hasta al “Alma de Longotea” y seres de otro planeta que, según decía, una vez lo secuestraron y lo llevaron hasta su nave extra terrestre, para estudiarlo en un laboratorio muy complejo y completamente sofisticado, nunca visto acá en la tierra… palabra de “Ingeniero Caolín”.

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LA QUEBRADA BRABUCONA DE CALISPUQUIO Mi abuelito nos contó que alguna vez, en un tiempo que en la actualidad podría considerarse perdido en los vericuetos de los recuerdos de los viejos cajachos, que por la quebrada de Calispuquio, discurría agua limpia y cristalina todo el tiempo por su torrentera, en forma permanente y sostenida, y no sólo en época de lluvias copiosas como ocurre en la actualidad. Calispuquio es aquella quebrada que —no se sabe en qué momento pero ocurre cuando en Cajamarca llueve a cántaros— trae agua turbia y del color de las tierras coloradas de sus riveras de la parte alta. Por ese detalle baja tronando desde el cerro, para hacer su entrada a la ciudad ni más ni menos como una malcriada y brabucona, por donde antes funcionaba la garita de control de vehículos a la costa de la Guardia Civil. Atraviesa luego el barrio La Florida y sigue por donde antes era la casa del Chocho Bruno, hasta perderse por los predios de Huacariz y Las Pacchas, baja y alta. Nos contó también que por alguna de las laderas de los cerros que, con su majestuosa enormidad se 67


encuentran apercolladas desde el Cumbe Mayo hasta el abra del Gavilán, prolongándose de allí hasta Michiquillay y sabe Dios hasta donde más, había un puquio del cual fluía a borbotones, abundante agua que alimentaban en forma permanente y sostenida a la quebrada de Calispuquio (tal como significa una parte de su nombre). Recuerda también que la gente que ha hecho sus casas a ambos lados de su cauce —por ejemplo los de la calle Bolívar de La Florida— poseía un corral que daba a la quebrada, en el cual criaban sus gallinas, sus patos y hasta sus chanchos. De allí era de donde, en tiempo de carnavales, esas personas cogían una gallina o varios cuyes para agasajar a los que vinieran a cantarles alguna copla pedigüeña de comida y de trago. Eran los tiempos en que, el anochecer y el amanecer eran de una “un sola pieza” para los carnavaleros campesinos, que a punto de quena y de caja, fluían por las calles en cosa de nunca acabar, en franca competencia con esos otros carnavaleros citadinos que hacían lo mismo con guitarra, violín, rondín o acordeón, pero jamás con esa bulliciosa tarola, con la que ahora, especialmente los muchachos, hacen sólo bulla. 68


Para dar de comer a todos esos hambrientos y sedientos cantores, que cuando no les atendían pronto se ponían a componer y cantar coplas en las que les decían que aquellos dueños de casa eran unos “chungazos”, es que la gente criaba sus animales y hasta se atrevía a matar uno de sus chanchos, después de engordarlos pacientemente con trigo y cebada al borde de la quebrada de Calispuquio, medio año antes de que la fiesta en honor a Baco se enseñoree por todos los rincones de Cajamarca. No se sabe cuándo —pero sí se infiere que resulta como consecuencia del crecimiento desmesurado de la ciudad por esa parte—, fue que la gente comenzó a inundar la hermosa quebrada con basura, ni por qué se les dio por arrojar las plumas, pelos y desperdicios de las gallinas y cuyes que beneficiaban para su consumo, junto con todo lo que les fuera inservible, en su belicoso cauce, convirtiéndolo en un silo o en un botadero descomunal. Ante ese horrendo espectáculo, el dios que habita el puquial y que era quien proveía de agua limpia a la quebrada, se molestó hasta el límite de decidir no seguir haciendo que, del puquio donde nacía la 69


quebrada brote una sola gota de agua. Como sigue tan molesto hasta la fecha, con esta mala costumbre de la gente, en la actualidad hace que llueva a cántaros, por todas esas alturas por las cuales la torrentera de la quebrada discurre seca y sin agua, para llenarla de bote a bote y hacer que baje violenta y pendenciera, llevando en su cauce desbocado toda la basura existente y, a veces, hasta árboles, casas, animales y la gente a la que cogiera desprevenida. No ha sido suficiente construir muros para limitar su cauce, en toda la parte que corresponde a la ciudad, para proteger a la gente de sus embates. Si ésta no aprende a respetarla, evitando arrojar basura y desperdicios por donde ella debería discurrir serena y límpida, es posible que el dios del puquial donde ella nace, siga molesto con este pésimo comportamiento de los cajamarquinos y, para saciar su ira, envíe huayco tras huayco para limpiarla de toda la suciedad con la que se mancilla su naturaleza y razón de ser.

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LOS BRUJOS DEL CAJAMARCORCO 72


Desde el ventanal del quinto piso de la casa ubicada en la cuadra dos del jirón Los Pinos, de la urbanización El Ingenio de Cajamarca, donde vivo con mi abuelita y mi mamá, se puede divisar el cerro Cajamarcorco en todo su esplendoroso misterio y soledad. Muchas veces me he preguntado qué es lo que lo ha hecho famoso, porque al parecer, muy poca gente se va hasta donde él se enseñorea sobre el valle formado en esa parte por el río Mashcón, a pesar de que, junto con el cerro Rumy Tiana o Santa Apolonia, son los dos apus tutelares de la ciudad, que dormita a su lado entre los estertores de su parque automotor y de las bullas de los trasnochadores. Yo he podido escuchar a algunas personas que dicen que al cerro Cajamarcorco van los brujos y curanderos, a hacer allí alguno de los rituales que sólo ellos saben, para lograr que alguien se muera de alguna enfermedad rara y desconocida, para desamarrar o volver a amarrar a ciertas parejas, para librar del “mal aire” o del susto a un niño o una mujer, que han cogido ese mal de casualidad o por andar desprevenidos por calles oscuras, o para infringirle a alguna persona en particular un maleficio; que, ni más 73


ni menos como un sicario, le han pedido que haga a cambio de un pago en dinero o en especies. Algunas noches de los viernes; pero, especialmente para el día de los difuntos, he podido observar que en el cerro aquel, se mueven por sus laderas como si caminaran de su cuenta, algunas luces que, es de presumir, corresponden a aquellos señores dedicados a los citados rituales mágicos. Más no se sabe, porque las cosas que “dizqué” allí ocurren son secretas y al que trata de meter allí sus narices le va siempre mal. Se sabe, eso sí, de fuentes confiables, que como el Cajamarcorco es un cerro pesado, a ciertos curiosos que han tratado de averiguar personalmente las cosas tenebrosas que allí pasan, los han encontrado por las cercanías echando espuma por la boca, una vez que la luz del sol ha espantado a los espíritus que dicen que habitan allí.

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LA CRUZ DEL MOLLE DEL JIRÓN EL INCA Mi abuelito nos contó una vez al pié del fogón que, antiguamente, Cajamarca tenía en muchas de sus esquinas, una cruz que era motivo de diferentes formas de culto y festividad religiosa, social y familiar. Decía por ejemplo que, en lo que ahora es la avenida Mario Urteaga, a un costado de lo que hoy también es el Colegio de Mujeres “Santa Teresita”, había una gran cruz de madera pintada de verde que era objeto de novenas en las vísperas con baile al término de cada una de ellas; así como, de una misa a las seis de la mañana en la Iglesia de las Concepcionistas —más conocida como Iglesia de las Monjas—, luego de lo cual, había que ir de la “misa a la mesa”, en donde a todos los devotos les esperaban con un poderoso y suculento desayuno consistente, por lo general, en caldo de cabeza de carnero con abundante pan de agua o tortas. La festividad concluía, por último, con un gran almuerzo familiar en el cual, al mayordomo de turno que le tocaba esta responsabilidad, tenía que tirar literalmente “la casa por la ventana” o cuando menos, 75


ofrecer algo mejor que lo que brindara su antecesor. Por lo general, en estos almuerzos se ofrecía al común de los invitados, un caldo de carne de carnero con una buena presa al medio del plato, más un segundo con un cuarto de cuy frito, “arroz de trigo”, ajiaco de papa amarilla huagalina y una buena porción de salsa de cebollas con rocoto picado en cuadraditos. El asentativo consistía, casi siempre, de los vasos que se quisiera de chicha colorada y bien madura de jora. En la parte alta del jirón Apurímac, en el barrio Cumbe Mayo, había también otra cruz que estaba construida en media calle y que poseía una especie de gruta que también era motivo de celebración. Otra cruz más había en lo que ahora es el jirón Cruz de Piedra, pasando “de subida” el jirón Huánuco que, es de presumir, le dio el nombre a esta calle. Lo insólito de las cruces mencionadas, a pesar de que tenían muchos seguidores, es el hecho de que ahora ya no existen. Pero, en la intersección del Jirón El Inca con lo que hoy es la prolongación de la avenida El Maestro, existe hasta la fecha un vetusto y corpulento árbol de molle que, con un par de sus ramas más delgadas — obviamente recortadas con serrucho por alguna persona de identidad desconocida— se ha formado una cruz de apariencia algo rústica, pero que en los tiempos 76


en que mi abuelito era niño, era motivo de una gran celebración y de fiestas, en las que participaban activamente todos los que vivían por los alrededores. Para hacer la fiesta de la Cruz del Molle se nombraban con un año de anticipación, a los integrantes del Comité de Fiesta, así como a los “padrinos” y “mayordomos”, que se encargaban de recabar fondos mediante colectas, donativos, tómbolas, rifas y bailes sociales. Los bailes se llevaban a cabo las nueve noches que duraban las vísperas, después de cada uno los “resos” de las novenas respectivas. Estas famosas novenas duraban cerca de dos horas, porque se tenían que hacer con todas las jaculatorias, tribulaciones y esas partecitas que no tienen sentido ni lógica, tales como:

“torre de cristal… ruega por nosotros”, “mantilla de tul… ruega por nosotros”, etc. Durante todo el ritual, generalmente las muchachas del barrio que eran las rezadoras oficiales, tenían que permanecer de rodillas sobre el suelo —a veces, con suerte, sobre un petate de totora—, razón por la cual, cuando arrancaba el baile al ritmo del pickup del maestro “Rumpi”, las pobres tenían que bailar todavía adoloridas y con las rodillas medio adormecidas. Sin embargo, por la cara de satisfacción que tenían, podría 77


inferirse que aquel sacrificio valía la pena para todas ellas. Más de una conseguía allí su enamorado o, por lo menos, después de hacerse de rogar semana tras semana, terminar consiguiendo un candidato a serlo en un corto plazo. Si bien la Cruz del Molle en sus buenos tiempos, era motivo de una gran festividad que incluía tómbolas y kermeses, retretas, soltada de globos aerostáticos y quema de fuegos artificiales con castillos y vacas locas, trompeaderas con guantes, árbitros y rings de box improvisados, subida al palo ensebado, además de los bailes tradicionales de las noches. Al parecer, todo es ahora, sólo un conjunto de melancólicos recuerdos y cuentos que los viejitos —muchachos traviesos en aquellos tiempos— narran a sus nietos como si se tratara de cosas fantásticas e irreales. Sin embargo el tremendo árbol de molle sigue allí, incólume y enhiesto, desafiando al tiempo que lo quiere sepultar en el olvido. Lejanos están ya los tiempos en que las celebraciones de la Cruz del Molle competían, a más no poder en ruido y tonadas folclóricas de sus bandas invitadas de músicos, así como, en la luminosidad multicolor y la novedad de los juegos artificiales que cada mayordomo 78


de fiesta contrataba para las vísperas y el día central, con la fiesta de la Cruz de Motupe, que en ese mismo jirón y a no menos de una cuadra de distancia, celebraba la “Mama Shon” y su esposo Octavio, en la casa que ambos tenían en esa época y en la que, cuando no era tiempo de fiesta, funcionaba una enorme bodega y un enorme taller de carpintería.

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LAS ZARZAMORAS DE LA ENCAÑADA Cuando la mamá de mi abuelito, es decir mi bisabuela, enfermó gravemente y la tuvieron que llevar de urgencia a la ciudad de Lima, para que allí le practiquen una delicada operación de histerectomía, él y sus cuatro hermanos se tuvieron que quedar “encargados” en La Encañada en la casa de la tía Luzgardes, cuñada de mi bisabuela, que vivía allí junto con su esposo, que era “Comandante de la Guardia Civil” de ese lugar y que por tener el grado de “Cabo” y ser el de más alta graduación, ostentaba ese pomposo cargo. La tal “comandancia” estaba formada por dos parejas de policías, más el “cabo”, que era el jefe del grupo. Según nos contaba mi abuelo, la tía Luzgardes disponía en la Encañada de una casa arrendada, bastante grande y cómoda, de paredes de tapial, de un solo piso y techo de tejas donde se escondían por la mañana los turrichis y ya para el atardecer, un sin fin de golondrinas. En aquella casona, mi abuelo junto con sus cuatro hermanos, se convirtieron en huéspedes privilegiados de lujo y allí estuvieron hospedados hasta 81


que mi bisabuela regresó de Lima, sin traer con ella aquel útero y los ovarios que ya no le servían para nada y que le habían estado dando tantas molestias, hasta casi matarla con hemorragias. Por aquel tiempo, Cajamarca era una ciudad pequeña que tenía pavimentada sólo el perímetro de su Plaza Mayor y el jirón Amalia Puga, desde la Iglesia de la Recoleta, hasta su intersección con el jirón José Gálvez. El resto de la ciudad estaba empedrada con cantos rodados y lajas de piedra azul, con una acequia al centro, para que por allí discurra el agua de la lluvia hasta el río San Lucas o hasta las enormes invernas que pintaban con diversos tonos de verde al portentoso valle. El único Hospital que tenía la ciudad en ese remoto tiempo, funcionaba en lo que hoy es el Complejo Belén, y allí se atendían casos comunes de enfermedades endémicas incurables como la tuberculosis y la tifoidea, —a las que comúnmente se denominaban como “peste blanca” y “peste negra”— así como otros males de similar naturaleza, pero carecía de médicos cirujanos especializados para lo que requirió mi bisabuela y otros pacientes, que en estado de gravedad, tenían que ser llevados a la ciudad de 82


Lima para su tratamiento, cuando los familiares podían pagar ese lujo. De quedarse mi bisabuela aquella vez en Cajamarca seguramente que hubiera fallecido, porque en el Hospital Belén no tenían los medios para operarle ni contener las hemorragias que le estaban produciendo varios fibromas del tamaño de una naranja, que le habían crecido en el útero sin saberse por qué. Ese útero que tan bien había servido para traer al mundo a los cinco hijos que ella logró dar a luz, ahora ya no le servía para nada y había que extirparlo a la brevedad posible, pero esa operación quirúrgica que requería para curarse de la enfermedad y salvarse de morir, no podía hacerse en ese tiempo en Cajamarca. En La Encañada mi abuelo y sus cuatro hermanos pasaron quince días, que coincidieron con ese mismo número de días que correspondían a las vacaciones escolares de medio año, y que, comenzando el veintisiete de julio por la tarde, después del desfile premilitar, se prolongaban hasta el lunes once o doce de agosto, según como cayera en el almanaque. Ese período fue aprovechado justamente por mi bisabuelita para operarse en Lima y aunque un poco maltrecha todavía por la operación, ella regresó a 83


asumir sus abnegadas funciones de madre, para el primer día de clases del segundo semestre de ese año. Todo el tiempo que estuvieron en La Encañada mi abuelito y sus hermanos se dedicaron a “explorar” las orillas del río que por allí pasa, desde el desvío a Yanatotora hasta Polloc. Descubrir cada día los racimos de moradas zarzamoras para acabar comiéndolas golosamente, era casi una rutina que a veces se rompía cuando había que tumbar a pedradas algún poroporo, que los rabopelado no hubieran dado cuenta todavía. Una noche en la que enterada de lo que hacían sus cinco sobrinos y sus dos hijos durante todo el día, la tía Luzgardes con la complicidad de su esposo el Comandante de Puesto de la Guardia Civil, les advirtió, medio en broma y medio en serio: — ¡A ver pues lo que andan haciendo estos traviesos y cangrejos muchachos! ¿Así que ustedes se han dedicado a cosechar las moras de los linderos de los terrenos de la gente, no? ¡Ay carambas! Total, mientras no les digan nada sus dueños, que pase. Pero si se quejan donde su tío “Lolito” —el esposo de la tía Luzgardes se llamaba Eleodoro, pero ella le trataba no 84


más como “Lolito”, aunque fuera el mismísimo Jefe de la Policía Nacional allí en el pueblo— ni modo, van a tener que dejar de hacer eso y él tendrá que pagar por los perjuicios. Luego, como quien dice las cosas para sí misma, pero con la intención de que le oigan sus interlocutores, continuó: — Lo de cosechar las moras, al parecer es lo de menos, pues como el Lolo es el Comandante del Puesto y ustedes dos sus hijos y los otros cinco sus sobrinos, posiblemente la gente no diga nada, total, las zarzamoras de allí nadie las utiliza y las dejan de su cuenta hasta que se sequen. Yo en cambio preparo con ellas una riquísima mermelada y… claro, gracias a que ustedes caballeritos me traen esa fruta todos los días a montones, después de cansarse de comerlas. Sin embargo, será mejor ya no se vayan a vagar por esos rumbos, no sea que uno de esos días, encuentren enredadas en las zarzamoras y en sus propias landas, ¡Achichín, a la mismísima ayaypuma!… — Y… ¿qué es la ayaypuma? —preguntaron casi al unísono todos sus cinco sobrinos y los dos hijos que ella tenía, que también participaban de las andanzas sin 85


fin por esas cañadas que hacían los muchachos todos los días, como si se tratara de una obligación—. — Bueno, dicen que se trata de una mujer poseída por el demonio y que vive en pecado mortal, por traicionar a su marido, con algún cura, con su compadre o cualquier otro hombre casado. Cuenta la gente de este pueblo que más de una vez, han encontrado a la endemoniada mujer esa: la ayaypuma, presa con los pelos enredados en las zarzamoras de los linderos de las chacras, por donde ustedes, desde que han venido de Cajamarca, se van a hacer sus correrías. — Y entonces… ¿qué es la ayapuma, tía Lucita? ¿Acaso se trata de un alma en pena, de un bulto… o qué? —pidió aclaración mi abuelito, que por ser el mayor de toda esa mancha de inquietos muchachos, era el que razonaba ya en ese momento casi como un adulto—. — Ay sobrino, mejor ni hubieras preguntado. La ayaypuma es la cabeza de una mujer que se desprende de su cuerpo, como si por el cuello le hubieran cortado con una espada muy filuda. Dicen que la sangre parece que hierve en la parte del corte, pero que no se desparrama ni salpica, por una especie de 86


encanto, magia o sortilegio, vaya uno a saberlo, pero que, por estar vagando de allí para allá, tiene sed y hambre, y que por buscar agua o algo que comer, su pelo se enreda en las zarzamoras y entonces comienza a dar gemidos muy lastimeros que alocan a las personas que lo escuchan. Dicen los que alguna vez la han visto enredada en las zarzamoras y que por curiosos se han acercado hasta donde está ella, que cuando ven sus ojos blancos como si tuvieran cataratas, les sobreviene una especie de espasmo terrible en todo su cuerpo y que se desmayan botando espuma por la boca… La mayoría de ellos, allí no más tanto unos pocos, que son los historias, han sobrevivido, pero secándose en vida por el mal incurable...

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se han muerto, en que cuentas estas todos agafados y de susto que es


LA VENADITA ENAMORADA DE GRANJA PORCÓN 88


La vez que mi abuelito nos llevó de paseo a Granja Porcón, para que conociéramos el bosque de pinos que allí, tan diligentemente han creado de la nada los pobladores de esa comunidad evangelista, antes de llegar al desvío que nos conducirá por carretera sólo afirmada hasta el pueblo donde existe un zoológico muy interesante, vimos que al filo de la carretera, comiendo el pasto que allí crece muy alto, estaban no menos de nueve hermosas y esbeltas vicuñas. Cuando mi hermana Andrea le preguntó a mi abuelito si podía estacionar su carro un ratito, a un costado de la brillante carretera asfaltada por donde transitábamos, para que ella les tome unas fotografías a las vicuñitas, el contestó casi de inmediato: — No te preocupes hijita, cuando lleguemos al pueblito de Granja Porcón y subamos una cuesta, después de pasar un puentecito sobre el río, verás, no nueve vicuñas, si no por lo menos treinta o cuarenta. Además, estas que están por acá no van a permitir que te acerques mucho a ellas porque todavía están un poco ariscas. Las que hay donde yo te digo, están más acostumbradas a la gente que llega para observarlas y vas a poder tomar mejores fotos. 89


Eso que le dijo mi abuelito a mi hermana Andrea, pudimos verificar que era completamente cierto, tan pronto coronamos la subida que existe para llegar hasta donde están las vicuñas. Pero lo más hermoso que pudimos experimentar antes de ello, fue el hecho de dar de comer de nuestras manos, a no menos de tres venaditas que parecía que estaban esperando a la gente para que les den de comer galletas, dulces, maní o cualquier otro alimento. Parecían tan mansas y tan dóciles que hasta se dejaban cariñar los belfos de la trompita mojada y brillante, con tal de poder hacerse del bocado que les ofrecíamos en nuestras manos. El único que no quería acercarse a disfrutas de tales manjares, era un venado macho enorme y con una cornamenta que parecía las ramas de un árbol, que nos miraba receloso desde una considerable distancia. Después de fotografiar a las vicuñas, que parecía que eran muchas más de las que mi abuelito había calculado, pagamos un sol para subirnos a una llama aperada que, esta vez no escupió a nadie; pero, que profería unos sonidos guturales que parecían una protesta por estar sometida a los trajines de subida y bajada de los niños que pagaban su sol para lograr esa proeza y llevarla de recuerdo en una o dos fotos, en las que el cielo azul y una montaña cubierta de pinos del 90


frente, daban la impresión de que todos estábamos en un país europeo como Suiza. Después de hacer un intrincado recorrido con bajadas, subidas y travesías accidentadas, durante el cual pudimos observar muy de cerca a la chinalinda, a los shingos, a los cóndores andinos, a las águilas y, a muchos otros animalitos propios de la Sierra y de la Selva, nos encontramos con que un enorme otorongo estaba tratando de guardar en su guarida los restos de casi una vaca entera. Mi abuelito entonces nos dijo en broma: —Miren bien hijitas al señor otorongo y observen qué es lo que está queriendo hacer. Como pueden ver, está tratando de poner a buen recaudo toda esa carne, para comerlo él sólo. Igualito hacen los congresistas de la República. Por eso les dicen otorongos. Van al congreso para asegurar su alimento y su riqueza para ellos solos y para toda su vida. Dan leyes para blindarse por lo que hacen y favorecerse sólo ellos. Mismo otorongo hijitas… Después de los otorongos y un puma que estaba antes que ellos, vimos a los gansos. Lo menos ochenta de ellos, que hacían tanta bulla al perseguir a la persona 91


que les había traído algo de comer, para pedirle más, que sería difícil olvidarlos. Pasamos luego a ver a los monitos que se balanceaban en sus columpios, a los osos de anteojos, a los avestruces y los búfalos africanos, hasta que después de vadear el río llegamos hasta donde habían unos estanques con truchas, que pescamos con los anzuelos que allí nos prestan con carnada y todo, gracias a que mi tía Zully se comprometió a comprar a dos y medio soles cada una, las truchas que lográramos coger con esos instrumentos de pesca. Cansados, pero felices, regresamos al pueblo, no sin antes observar la enorme variedad de aves exóticas y de la región, que hay en esa parte del recorrido de regreso. Atrás se quedaron mil imágenes y otras mil experiencias que no podremos olvidar nunca más. Cuando ya comenzamos a desandar el camino en el carro de mi abuelito, éste nos contó que hubo una vez en Granja Porcón una venadita de pelambre rojizo, que se enamoró locamente de una vicuña macho que correteaba a las vicuñas de su manada, por la parte superior de los terrenos donde viven los venados, para aparearse con ellas y tener sus hijitos. Al darse cuenta la venadita enamorada que su pelambre era del mismo color que el de aquella vicuña macho, pensó que 92


podría tener hijos venaditos de ese color de pelo, que no existe por estos lugares, pero la cosa no pudo ser. Ella estaba presa detrás de unas alambradas, sin poder escapar de allí, en tanto la vicuña macho de sus sueños era libre como el viento. Fue entonces que, sin esperanzas de lograr lo que ambicionaba, se le quitaron las ganas de comer y, poco a poco se fue muriendo. Cuando el veterinario de Granja Porcón vino a auscultarle para ver qué enfermedad tenía, dicen que sólo vio en la retina de los ojos negros y profundos de la venadita, la imagen de la vicuña macho de la que ella estaba enamorada, corriendo libre como el viento por pastizales y bosques. Al ver aquello, el médico veterinario comprendió que no podría salvarla. Él no había estudiado jamás para curar mal de amores…

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LA CHINALINDA PRESUMIDA DE EL EMPALME Antes de que la Minera Yanacocha invadiera este territorio, para explotar como descocida el oro que, al igual que las arenas en la orilla de los mares, se halla desparramado por las cumbreras de la cordillera, las divisorias de las aguas, los humedales, las lagunas de la jalca, las gradientes, las hoyadas y las cárcavas; se enseñoreaba por las alturas de El Empalme, una hermosa ave rapaz de brillante plumaje de color marrón y blanco, que acaba en un pico que parecía fabricado con marfil y oro macizo. Esta ave fabulosa es la Chinalinda. Dicen los gentiles que por allí habitan, que la Chinalinda es presuntuosa como ella sola. Su mirada más que arrogante es desdeñosa, y pareciera que a todos “mira por debajo de sus hombros”, semejando en eso a la conducta de ciertas personas que se creen más que las demás. No se junta con ninguna otra ave, ni siquiera con las de su misma especie. Levanta su vuelo majestuoso y veloz desde los ichus, planea a discreción por toda la jalca, se eleva hasta más arriba de las montañas más altas que por allí existen y cuando 95


el viento helado pretende lastimar su cuerpo, como una saeta disparada por Eros, baja rauda desde esas alturas para atrapar una vizcacha, un conejo silvestre o un roedor cualquiera, que distraídamente merodee por allí en busca de alimento. Con la llegada de la Minera Yanacocha y de otras empresas de similar rubro y naturaleza, que con terribles explosivos y poderosas máquinas comenzaron a bajarle los copetes a cuanta enhiesta montaña hubiera por allí, así como, a arañar la tierra negra arable de las pampas y laderas de la jalca —hasta dejar a las rocas de la base del suelo completamente desnudas— para depositarla por allí y tenerla en reserva hasta cuando llegue la ocasión de utilizarla para devolver aquella jalca “dizqué como estaba” antes de las labores mineras de tajo abierto, la pobre Chinalinda no se sabe a qué lugar habrá emigrado, completamente asustada de tanto ajetreo y bulla, en ese lugar que hasta poco era su hábitat y en donde el silencio proclamaba su presencia a gritos y donde las granizadas eran pan de cada día. La minería de tajo abierto también llegó por estos rumbos con su “Muki”, su “Gringa” y no se sabe cuántos seres fantasmagóricos más —antes se desconocía por completo todas estas gafedades— junto 96


con la idea peregrina de que en realidad y para la gente pobre de estas comarcas, cualquier empresa minera era nada más ni nada menos que un Ekeko, que venía cargado de dinero (dólares y regalos) para repartirlo a la gente a manos llenas, como si fuera aquel “plus” que desde algún tiempo se le ha dado en repartir al Estado a través de su programa “Juntos”, dizqué a todas las gentes en extrema pobreza, para que puedan comprar sus celulares y comida chatarra en el Shoping Plaza de El Quinde y otros que se han abierto al público. La Chinalinda, como resulta obvio, jamás ha hecho caso de estos rumores y cuentos. Está convencida que las Empresas Mineras que operan en la región, han hecho quedar a don Francisco Pizarro y su manada de rapaces conquistadores que se llevaron el fabuloso rescate ofrecido por Atahualpa por su libertad —un cuarto de oro y dos cuartos de plata— algo así como “pirañitas”, comparado con la cantidad de lingotes de oro que sólo Yanacocha se ha llevado “al más allá y para nunca más volver” en helicópteros y aviones fletados para esta tarea especialísima. Alguien por allí ha comentado que el famoso Muki, tan pronto llegó a Cajamarca, procedente de las minas del Sur y del Centro del Perú, hace más de veinte 97


años, se enamoró perdidamente de la Chinalinda, pero ella como es tan desdeñosa y presumida, ni siquiera se ha dignado mirarlo. Frente a tanto desdeño, dicen igualmente que el Muki se disfrazó de Ekeko, pero ni con eso ha podido cautivar a la orgullosa Chinalinda, ya que ella no se ha dejado impresionar por los dólares y regalos pegados con alfileres a su alforja, su camisa y demás vestimentas que éste trae consigo, y que por eso, se ha ido hasta los humedales que existen lejos de la carretera a Bambamarca, por el macizo de la cordillera del Coymolache, a gozar de la soledad de su jalca querida y del silencio que allí reina todavía..

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EL ZORRO TIMADOR DE NAMORA Yo soy el Tío Zorro de los cuentos, esos que la gente narra al pié del fogón, en casi todos los hogares de la Sierra del Perú. No me lo van a creer, pero casi todo lo que se cuenta de mí es pura y sacrosanta mentira. Dicen que yo “soy el malo de la película”. Que ando por detrás de todo lo que tenga cuatro patas, para comerlos y que, por ser maloso, vivo persiguiendo a los otros animalitos que, como yo, también tienen derecho de vivir en este agreste, diverso y dadivoso territorio. Lo cierto es que, como soy un depredador natural, limpiar de roedores y de otras plagas el suelo donde vivo, es mi trabajo. Para eso, justamente, Dios me ha puesto sobre la tierra. No hay vuelta que darle, porque si Él me encomienda esa función, a mí no queda otra cosa que hacer, más que sólo obedecer. Y en eso soy de los mejores. Pero resulta que, como a veces no tengo qué comer porque los otros animales a los que persigo se esconden muy bien y no los encuentro, muchas veces me tengo que comer un cuy o una 99


gallina, y algunas veces hasta un corderito que su mamá huisha deja por allí descuidado y sin la protección del papá huacho o de cualquier otro ovino mayor. Pero, así es la vida en la madre naturaleza, y eso, no debería de admirar a nadie. Lo gracioso del caso es que, así como tengo fama de depredador, también dicen que soy uno de los animales más astutos de la escala zoológica. Eso de “astuto” significa que soy inteligente y que soluciono problemas con más facilidad que otros; pero, a veces, para mucha gente, “astuto” no significa otra cosa que ser un “vivazo” que se para aprovechando de la ingenuidad de los demás. Como esa es la fama que me he ganado, en venganza el pueblo ha tejido mil historias en la que toda mi inteligencia no sirve para nada y en la que quedo como el ilustre señor del Castillo —durante el primer gobierno aprista de don Alán García— de quien se contaban un montón de simplonadas de su autoría. Dicen por ejemplo que paro persiguiendo a un cuy y que éste se burla de mí todas las veces que yo quiero convertirlo en mi almuerzo. Según la imaginación de la gente, un día que por allí vi vagando al cuy, me acerqué sigilosamente como es mi costumbre, para atraparlo. 100


Pero, que él comenzó a huir por entre las piedras del cerro de Los Sapitos de Namora, y que, cuando los dos estábamos cansadísimos pero yo a punto de cogerlo de los moños para devorármelo, él se metió debajo de una enorme piedra saliente, que abundan por ese lugar, y se puso a sostenerla con sus hombros como si la cargara, haciendo ademanes de derrochar un gran esfuerzo y entre sofocaciones, decirme antes de caer en mis garras: — Ni se le ocurra comerme ahora Tío Zorro. Mire no más, que si yo dejo de sostener sobre mis hombros a esta enorme piedra, nos caerá encima y nos matará a los dos, irremediablemente, con peligro de que ruede para abajo del cerro y acabe con la gente del pueblo también. Así está la cosa, así que tranquilo no más Tío Zorrito y deje de relamerse. Y el cuy siguió sosteniendo entre sus hombros a la enorme piedra aparentando cargarla y estar cada vez más cansado por el esfuerzo que estaba realizando. Entonces le propuso otra vez al Tío Zorro: — Mejor será Tío Zorrito que, como usted es más fuerte que yo, me dé una ayudadita en esto de cargar la piedra. Si usted me reemplaza en esta tarea, yo me iría 101


corriendo a traer a la gente del pueblo para que pongan entre todos, algunos horcones que sostengan la piedra por nosotros. ¿Qué le parece mi propuesta Tío Zorrito? —Me parece amigo cuy que eso es lo más atinado que se te ha podido ocurrir. Ahorita mismo pongo el hombro para reemplazarte y vete lo más rápido que puedas a buscar ayuda allá en Namora. Tan pronto lo consigas, vienes corriendo para librarme a mí de semejante responsabilidad. Entonces dicen me puse a sostener con mis hombros la enorme piedra, mientras el cuy con una sonrisa de oreja a oreja, se desaparecía corriendo por la bajada del cerro. Dicen que el cuy jamás volvió a ayudarme, y que entonces comprendí, cansado hasta morir, que había sido objeto de un timo más por parte de aquel avispado cuy. Al no poder seguir sosteniendo la piedra con mis hombros, también cuentan, que decidí soltar la piedra aún a costa de morir aplastado y que… no me pasó nada, más que sufrir una gran vergüenza. Cuentan igualmente que otra vez, después de perseguir al cuy por esas bajadas que desembocan en la Laguna de San Nicolás, tarde ya y cuando ya no tenía a donde 102


escapar, el bandido cuy se puso a tomar el agua de la laguna como loco y que, cuando me acerqué a él para ponerle encima mis afiladas garras, él me dijo otra vez: — Tío Zorrito, no me coma porque si lo hace… ¿qué comerá mañana? Mejor, mire allá al fondo de la laguna, verá que hay un enorme queso. En lugar de un cuy chiquito como yo, mejor está ese enorme queso, que por lo menos le durará una semana comiéndolo de a pocos. Así que, como yo lo descubrí, soy el dueño del enorme queso, pero le cedo a cambio de mi vida. Lo único que tiene que hacer es tomarse el agua. Dicen que yo, el astuto zorro, caí otra vez en el engaño del cuy y que me puse a tomar el agua para secar la laguna y apropiarme del queso, que no era otra cosa que la luna llena reflejada en el espejo de agua que forma esa enorme laguna. Y que, claro, cómo no podía ser de otra manera, el cuy nuevamente escapó y que yo, con la panza a punto de reventar por tanta agua que había tomado, comprendí que nuevamente había sido timado por el bandido cuy. De todo eso, nada es verdad. Porque lo cierto es que me robo las gallinas de la gente, porque son más fáciles de atrapar que las vizcachas y los conejos silvestres. 103


Como yo soy el que les hace muchas pasadas, se vengan haciéndome quedar a mí como a un tonto y al cuy como a un ser más inteligente que yo. Por eso, no crean nada de lo que digan de mí. Yo soy un zorro, y como tal, soy el más efectivo de los depredadores que existen en la Sierra del Perú, claro… de acuerdo a mi tamaño, porque con el Tío Puma, yo no me meto…

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EL TURRICHI LADRONZUELO Tengo la certeza de que, después del quinde, soy el ave más pequeñita que existe en estas comarcas. No sé si para bien o para mal, pero a mí me conocen por estos rumbos con el apelativo de turrichi y, a diferencia del uchupishpe —también llamado rocotero— que se come los rocotos de la gente por empuzadas y por lo cual es perseguido a jebazo limpio, a mí, según he podido escuchar por allí y por allá, me persiguen por robar los granos y también otros alimentos que, a decir verdad, yo necesito para sobrevivir tanto como la gente a la que le robo muy discretamente y sin hacer bulla ni más daños. Por estas tierras de los cashamarcas, hay otra avecilla que es mi compañera de desventuras. A ella la conocen a su vez como “putilla” y la persiguen tanto o peor que a mí por ladronzuelo, gracias a una mala fama que no se sabe quien le ha endilgado. Dicen por allí que con el corazón de la esta hermosa y rojinegra avecita, se puede preparar un menjunje de amores que es muy efectivo para lograr que una persona se enamore locamente de otra, del sexo opuesto. Para 105


eso, hay que cazar a jebazos o con balines a la pobrecilla, para luego, sacar el corazón de su cuerpecito caliente todavía, secarlo al sol y convertirlo en un fino polvillo. Este polvo, dicen los entendidos en la materia, que es el mejor brebaje para hacer brujerías en cosas de amores. La persona interesada, sea varón o mujer, cuando desea ser correspondida en tales sentimientos por otra, que al perecer no quiere nada con ella, de alguna forma, debe lograr darle de beber o de comer algo que contenga el polvo preparado con el corazón de la putilla, en una dosis que nadie ha especificado todavía y… sanseacabó: la tal personita que llega a tomar el famoso “preparadito” cae perdidamente enamorada de la que logra hacer que se la tome. Antes de que a Cajamarca llegara “La Mina” —llámese Yanacocha, Sipán, o cualquier otra cosa— como el pueblo era bastante pequeño, las casas de la periferia de la ciudad tenían, casi todas, buenas huertas. Éstas, estaban delimitadas por paredes de tapial, que en su parte terminal superior tenían sembradas varia layas de caracashuas o de tunas. En otros casos, cuando estaban más alejadas de la ciudad, los linderos de las huertas estaban marcados con filas de pencas azules. Cerca de 106


las invernas de las afueras, la gente acostumbraba hacer también sus linderos con tunas, pencas azules, capulíes, poroporos y grandes árboles de eucalipto, que poco a poco, la gente también los ha ido talando y matando inmisericordemente para sembrar casas de ladrillo, fierro y cemento, con un entusiasmo tan grande que pronto acabará con el valle. Especialmente, entre las pencas azules y los poroporos de esos linderos de huertas y fincas, que antes crecían abrazándose a los arboles de capulí como si se tratara de su propia madre, yo: el turriche, era rey. Sin embargo, hasta ahora no he llegado a comprender por qué los poroporos nunca se abrazaban a los árboles de eucalipto. ¿Acaso no es posible que haya alguna forma de simbiosis entre ellos? Vaya uno a saber, lo cierto es que debajo de los eucalos tampoco crece el kikuyo, que con las pencas azules se lleva muy bien, y que a mí me facilitaba las cosas para esconderme antes de que me cayera el jebazo de algún condenado muchacho. Entre las habilidades propias de mi especie se encuentra la de ser muy movedizo y escurridizo. Nunca estoy quieto. Eso dificulta cualquier acto de querer cazarme a jebazos o pedradas. Y, como soy pequeñito, me zambullo por entre las pencas y el 107


kikuyo con gran facilidad. La gente cree que no canto ni hago nada bueno; pero, ¡si sé cantar!, si de no ¿cómo enamoro a mi turrichita?... porque yo soy mis amigos un ruiseñor.

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EL RACRAS SOÑADOR Mi abuelito nos contó la vez que yo y toda la familia estuvimos abrigándonos al pie del fogón, en una casa de hospedaje a orillas de la laguna San Nicolás, allá en Namora, a donde fuimos a pasar el día de la madre; que el río Racras cuando él se vino desde la selva a vivir en Cajamarca, era un río limpio que traía bastante agua a través de su cauce, incluso en la época de estiaje. Tener un terreno a sus orillas en ese tiempo, y cultivarlo, era una suerte, porque a nadie nunca le faltó el vital riego. Nos contó igualmente que por la parte que da al Colegio “San Ramón”, entre el jirón 13 de Julio (en el barrio de Chontapaccha) y el jirón Huánuco (en el barrio de San Pedro), ese río en época de lluvias, hasta podría decirse que era un poco travieso y perjudicial, porque se llevaba las chacras de maíz de sus riveras sin pedir permiso a sus dueños. Para que no se lleve los terrenos colorados que tenía el Colegio “San Ramón” por allí, construyeron un muro de concreto armado para defenderlo de sus terribles embates.

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Hasta ese muro —nos contó esa noche mi abuelito— el Instructor Pre Militar llevaba a los alumnos de “San Ramón” y les ordenaba que todos, sin excepción, se colgaran de allí con los pies dando al río. Los que no podían treparse de nuevo al muro, se caían al agua y tenían que volver a sus casas con los zapatos y la ropa mojadas. “Para que aprendan a ser hombres y buenos soldados”, nos contaba que les decía el Instructor aguantando la risa. Otras veces, les hacía “rampar” por la tierra roja que hay por allí, con un fusil de palo entre sus brazos, como hacían los “Comandos de Garrison” en una serie de televisión en BN de la época, pero con el triste resultado de que todo el uniforme beig tenía que ser lavado en la noche por sus madres, y secado allí no más con una plancha de carbón que tenía un gallito en su puntera. En las orillas del río Racras —el nombre de San Lucas no se sabe exactamente cuándo le pondrían— crecían de su cuenta los carrizales, los sauces llorones, las manzanas y membrillos, los nogales y los alisos y hasta madejas primorosas de rosa té, cuyas flores recogíamos cuando se nos antojaba, para que nuestras madres nos curen de la tos y hasta del bronquitis, que los muchachos cogíamos de tanto bañarnos en las pozas 110


de agua fría pero limpia que el río formaba en algunos de sus meandros y codos. El río Racras en aquellos tiempos era un río soñador, que discurría sus aguas límpidas y serenas, por chacras de maíz, frejol y chibches o chiclayos —a los que en el campo les llaman pomposamente “carneros”— o por grandes invernas limitadas por colosales filas de árboles de eucalipto. Al borde de las chacras de maíz, la gente acostumbraba sembrar quinua y collo o kiwicha que, desde que los astronautas los incluyeron en sus dietas especiales, por su gran valor nutritivo, dichos productos andinos se han hecho famosos en todo el mundo. Pero sin que nadie las siembre, o sea de la nada, por algunas partes de tales chacras nacían un montón de matas de papa chaucha, que hasta ahora son muy buscadas por ser amarillas como la yema de un huevo y sabrosas como no hay otras en este mundo. En la actualidad, esos paisajes de ensueño han desaparecido para siempre del panorama cajamarquino. Ellos sólo existen en los recuerdos de personas como mi abuelito. El río Racras, es ahora un río, la mayor parte del tiempo seco y hasta… apestoso. De su cauce, antes ruboroso y soñador, han desaparecido para siempre los alisos, los carrizos, 111


todos los sembríos y todas las invernas, para brotar por allí en forma inmisericorde, muros de cemento y concreto armado. Sería un milagro que a alguna autoridad municipal, se le ocurriera devolverle la vida que antes tenía el río Racras, tal como ha ocurrido en algunos ciudades del mundo por las cuales, hay un hermoso río que las atraviesa de lado a lado. Allí en esos lugares, dicen… que los niños pescan desde sus orillas. ¡Qué bueno sería que los niños pudieran pescar algún día en el río San Lucas o Racras, desde alguno de sus ahora maltrechos puentes y malhechos malecones…!

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LAS VIZCACHAS CURIOSAS DE LAS “VENTANILLAS” DE COMBAYO Una noche al pié del fogón, mi abuelito nos habló acerca de que las vizcachas, además de ser los roedores más curiosos que se conozca, son también los que más se parecen a los conejos domésticos, especialmente, cuando se trata de la raza denominada “chinchilla”. Por allí escuché también decir que los gatos se parecen a las liebres, de donde posiblemente salió el dicho “le dieron gato por liebre”, que se utiliza para indicar que alguien hizo trampa, entregando un producto que se parece al original pero que, en realidad, no lo es, como en el caso de los “kilogramos” de los ambulantes y de las “horas”, dizque pedagógicas del sindicato de los profesores, que llegan a tener 750 gramos y 45 minutos respectivamente, en el mejor de los casos. Las vizcachas, según nos contó esa vez mi abuelito, son unos animalitos silvestres muy tímidos y muy ariscos. Prueba de ello es que ni los incas —ni nadie que se conozca— lograron domesticarlas. Para subsistir, nos 113


dijo igualmente, salen en la oscuridad de la noche de las pequeñas cuevas y oquedades entre las rocas, en donde viven, en busca de su alimento, que por lo general, son los pastos que abundan por los lugares donde ellas han establecido su hábitat. Cuando no tienen a su alcance alguna variedad de hierba, roen las cortezas de los árboles de las cercanías y muchas veces, por esa razón, su carne, que es comestible, asimila el sabor de dichas cortezas, razón por la cual, antes de guisarlas, hay que dejar reposar su carne en un recipiente con agua y sal muera. Mi abuelito también nos contó que en Combayo, lugar que pertenece al distrito de la Encañada, y que se encuentra ubicado al Noreste de la ciudad de Cajamarca, viven unas “vizcachas curiosas” que han convertido a las “ventanillas” que por allí existen, en su morada. A estas “ventanillas”, o sea a las Ventanillas de Combayo, se llega por una trocha carrozable que antiguamente conducía a la hidroeléctrica de El Chibche, que en la actualidad ya no está en funcionamiento pero que antes abastecía con un pite de energía eléctrica a la ciudad. Pasando El Chibche —lugar al cual se llega después de dejar atrás al aeropuerto, las Ventanillas de Otuzco y 114


después de cruzar el río Chonta— siguiendo por su margen izquierda camino al poblado de Combayo, existe una gran cantidad de “ventanillas” del mismo tipo que existen en Otuzco, que por su cercanía a la ciudad de Cajamarca son más visitadas y conocidas. A diferencia de ellas, las de Combayo —que son más numerosas que aquellas— están construidas en los farallones de la margen derecha del río Chonta y, a simple vista, se encuentran en lugares completamente inaccesibles para el hombre. El río Chonta, por esa zona forma un enorme cañón limitado, especialmente por su margen derecha, por grandes acantilados, en donde se encuentran justamente las “ventanillas” y por cuyas cercanías, según las últimas noticias, se va a construir una represa gigantesca. Justo por esas inmediaciones vive también, libre y a sus anchas, una variedad muy especial de colibrí o picaflor, al que nosotros en Cajamarca llamamos simplemente “quinde”. Se trata nada menos que de la variedad “Cometa Ventrigris”, que es único en el mundo, porque existe sólo allí en esa zona. Ojalá que la represa no destruya su hábitat y esa rara especie de quinde no se extinga en nuestro planeta que, al paso indolente y descuidado que va la gente que lo habita, 115


ya ha perdido para siempre miles de especies de animales y de plantas. Las “ventanillas” de Otuzco son pocas, en comparación con las que existen en Combayo y en los distritos de Hualgayoc y Bambamarca. Como todas estas necrópolis fueron saqueadas por gente inescrupulosa, desde la época de la conquista española hasta la fecha inclusive, en la actualidad en todas ellas ya no están más en su lugar, los restos óseos que allí fueron sepultados por los antiguos peruanos. Todas esas tumbas, sin excepción, lamentablemente han sido profanadas y saqueadas por los habitantes de lo que se da en llamar pomposamente como “civilización”, dejándolas vacías, lo cual ha facilitado el hecho de que en Combayo las vizcachas las utilicen como lugar para guarecerse del viento y de la lluvia, así como de la persecución de sus depredadores, siendo el hombre uno de ellos y, posiblemente, el más feroz y encarnizado que esta especie tiene en la naturaleza. La piel de las vizcachas es muy fina, razón por la cual es perseguida, aunque la gente del lugar las caza más bien para aprovechar su carne como alimento. Allí en las Ventanillas de Combayo, mi abuelito nos contó que una noche en que fueron a cazarlas con un amigo suyo, 116


antes de que se haga de noche cruzaron el río Chonta y esperaron a que estos roedores salgan de las ventanillas para ir a buscar su alimento. Tan pronto oscureció por completo, dando saltitos como duendes y rascándose las quijadas, comenzaron a salir las curiosas vizcachas de las ventanillas. Fue entonces cuando aquel cazador las cazó, después de alumbrarlas con una linterna de mano. — Ajá abuelito, te pesqué con tus propias palabras. ¡Tú también eres un depredador! —le dije triunfal, a lo que él me contestó con su sabiduría de siempre—: — Sólo aquella vez hijito, y no sabes cuánto me arrepiento de haber participado en la muerte de tres vizcachitas aquel la noche.

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LOS PLATEADOS DEL CHONTA Dice mi abuelito que el río Chonta al unirse con el río Mashcón forman el río Cajamarquino, que en la actualidad es el que se atraviesa por un puente de concreto, cuando uno se dirige a Llacanora, por la carretera asfaltada que une la capital del departamento de Cajamarca con la capital de la provincia de Cajabamba, pasando primero por Huacariz, Izcoconga y el cruce a Jesús. A la ciudad de Cajabamba dicen que el Libertador don Simón Bolívar la llamó “Gloriabamba”, por sus hermosos paisajes y su suave clima. El puente para llegar a Llacanora, cuando sólo era de durmientes de eucalipto y tablas de la misma madera, se hizo trágicamente muy famoso, porque en el año de mil novecientos sesenta y tres, allí se murió en un accidente vehicular, el hermano marista Simón Martí Alonso, ecónomo de la antigua Escuela Normal de Cajamarca y el más gordo de toda esa pléyade de casi curas que, aun cuando alguien no lo quiera reconocer,

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dejaron una sólida escuela de valores en los alumnos que por allí pasaron. A Llacanora también se puede llegar por la ruta de Baños del Inca, para luego seguir por el camino a Huayrapongo, bordeando las instalaciones en donde se encuentra acampado el Batallón de Infantería Zepita Número Siete. En ese caso la carretera, también asfaltada, ahora se va por la margen izquierda del río Cajamarquino y atraviesa sementeras, invernas y pastizales, al igual que el lugar en el que se encuentran las cuevas de Callac Puma, donde existen muchas muestras de pinturas rupestres, que describen la vida de los antiguos pobladores de esa parte del hermoso valle cajamarquino. Mi abuelito cuenta que cuando él estudió en la Escuela 123 de Cajamarca, se iban de excursión a las riveras del Chonta y que todos los muchachos tan pronto llegaban a ese río, se dedicaban a pescar plateados y raganes tan sólo con las manos o ayudándose de algún recipiente. Dice, igualmente, que los raganes eran más fáciles de atrapar, una vez que eran descubiertos, porque estaban pegados a las piedras y porque tenían la piel muy áspera. 120


Los plateados en cambio, según cuenta mi abuelito, eran unos pececillos que brillaban como la plata, aunque su lomo lo tenían de color oscuro. Eran más difíciles de pescar; pero, como eran unos seres muy curiosos, se metían a cualquier recipiente que se introdujera cerca de donde ellos nadaban a sus anchas. En la actualidad en el río Chonta ya no existen ni raganes ni plateados. Lo peor de todo es que hasta los curcules han desaparecido de los charcos de agua, que en la época de lluvias solían abundar por todos esos pastizales y hoyadas cerca del río. Los pastizales y las hoyadas quedan todavía, aunque amenazadas por las construcciones de concreto, pero los curcules… ya no están más allí. Mi abuelito también nos cuenta que el río Chonta, en la parte donde desembocan el agua de los manantiales termales de Baños del Inca, era tibia a cualquier hora del día o de la noche, y que allí durante el día se bañaban libremente y a sus anchas, especialmente los niños y las niñas de corta edad, bajo la atenta vigilancia de sus padres. Los jóvenes y adultos, a su vez, podían bañarse allí en la noche, como vinieron al mundo. Los primeros que comenzaron a contaminar este hermoso río fueron los de la Empresa Nestlé, porque 121


allí arrojaban la leche que no podían procesar para transportarla deshidratada y en crema hasta Chiclayo, cuando algún huayco interrumpía la carretera a la Costa, porque decían que les salía más barato hacer eso que repartirla a la gente pobre de la ciudad, por el costo de esa operación. El pobre rio Chonta cuando eso ocurría, se convertía en “un río de leche” por alguno de sus tramos, hasta que la naturaleza lograba limpiar su cauce de nuevo, a punto de discurrir y desplazarse por esos parajes y recovecos. Lo cierto es que al llegar a Llacanora ya estaba otra vez limpio. De lo contrario, los pobladores de este lugar tranquilamente hubieran podido hacer sopa de leche, con sólo recoger “agua” del río. Hasta donde se conoce, la “Nestlé” es una transnacional suiza que, hasta la llegada de la empresa “Gloria”, era la única empresa industrializadora de la leche producida en el valle de Cajamarca. Lo que la gente no termina de entender es por qué para cambiándose de nombre. Acá en la campiña de la ciudad y toda la cuenca lechera de esta parte del Perú, comenzó con el nombre de “Nestlé”, pero sucesivamente se ha cambiado a “Perulac” e “Incalac”, pero la gente, especialmente los proveedores y 122


transportistas de leche, siguen llamándola “Nestlé”, nombre con el que originalmente se instaló y fue reconocida por estos lares. El Chonta es uno de los ríos más hermoso que los cajamarquinos poseen. Qué bueno sería que algún día, otra vez albergara en sus aguas a los plateados, a las charcocas, a los lifes y a los raganes que antes allí nadaban orondos y libres, para delicia de los niños que en esa época intentaban pescarlos, premunidos tan sólo de su natural inocencia y un par de manos ingenuas.

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LOS TUNALES DE LAS VENTANILLAS DE OTUZCO Cuando llegaron de Piura mis primas Alexa y Andrea, mi abuelito nos pidió que vayamos con él, a las “ventanillas” de Otuzco donde existen unas oquedades en el cerro, parecidas a los nichos del cementerio cuando están vacíos. Según él nos contó camino hasta ese lugar, esos huecos que semejan nichos, fueron los sitios sagrados donde los “gentiles” enterraban a sus muertitos. Con el apelativo de “gentiles” mi abuelito suele referirse a los antiguos pobladores que vivieron en estas tierras, antes de que los Incas anexaran al rebelde Reino de los Caxamarcas al Tahuantinsuyo, después de una serie de reyertas y cruentas guerras, mediante las cuales lograron conquistarlos, pero no someter su indómita rebeldía en forma definitiva. Para solucionar este problema, los historiadores cuentan que a los pobladores de las inmediaciones de las “ventanillas”, 125


los incas los convirtieron en “mitimaes” y los desterraron a las serranías de Trujillo, donde hasta ahora existe un pueblo que también se llama Otuzco y que del Cusco trajeron yanaconas que se asentaron en Otuzco, Porcón y Chetilla. El viaje de Cajamarca hasta el caserío de Otuzco donde se encuentran las “ventanillas”, se hace ahora por una hermosa carretera asfaltada, que bordea el aeropuerto de la ciudad y que los pobladores de este lugar —todos a una, como en “Fuenteovejuna”— lograron que les construyan paralizando las obras de ampliación del citado campo de aterrizaje. Luego de allí, se sigue por un sendero a cuyos lados florecen verdes y grandes invernas, en las cuales hasta la fecha se cría el mejor ganado lechero de la cuenca. Una vez que llegamos a las necrópolis o ventanillas de Otuzco, pudimos percibir que las tales “ventanillas” no son lo suficientemente grandes como para depositar allí los restos mortales de una persona adulta, y viéndolas bien, ni siquiera para sepultar al cadáver de un niño. Entonces para satisfacer mi natural curiosidad, le pregunté a mi abuelito como hacían los antiguos pobladores de estos lugares ese ceremonial y él me lo explicó de este modo: 126


— Dicen los historiadores que a sus muertos, los antiguos pobladores de estas tierras primero los enterraban en el valle. Después de unos años, cuando los cadáveres ya eran sólo huesitos, los desenterraban y en una especie de fardos, los ubicaban en las “ventanillas” que previamente habían horadado en el cerro, no se sabe con qué clase de herramientas, porque ellos no llegaron a manejar el hierro ni mucho menos el acero. En otros términos, todas las “ventanillas” que existen en la Sierra Norte del Perú, fueron necrópolis. Las hay también en Combayo y en Bambamarca. — Abuelito, abuelito, y ¿qué quiere decir la palabra necrópolis? —le preguntó Andrea—. — Una necrópolis no es otra cosa que un lugar que sirve para enterrar a los muertos. En este caso se trata de un cementerio de huesos humanos, que casi es lo mismo. “Necrópolis” viene de las palabras “necro” que significa muerto y “polis” que significa ciudad, o sea una “ciudad para los muertos” —le contestó diligentemente nuestro abuelo—. — Y abuelito, ¿me podrías explicar por qué los antiguos enterraban a sus muertos en los cerros? 127


Porque tranquilamente hubieran podido hacer sus cementerios en sitios planos, como es en la actualidad —volvió a preguntar Andrea su abuelito—. — Ay Andrea, Andrea, deja ya de preguntarle tantas cosas al mismo tiempo al abuelito. Poco a poco, él seguramente nos lo va a ir explicando, ten paciencia y no seas tan apurada —le reconvino Alexa a su hermana menor—. — No te preocupes Alexita —dijo el abuelo— preguntar es bueno porque así se aprende. Dicen que “preguntando y preguntando se llega a Roma”, lo cual quiere decir que siempre que uno ignore algo, se debe preguntar. Eso, especialmente en los niños, es una simpática costumbre, en cambio en las viejas no lo es tanto, y cuando una vieja es preguntona se dice que lo hace por ser chismosa. — Pero también dicen abuelito “que la curiosidad mató al gato” ¿no es cierto? —retrucó Alexa—. — Eso es cierto también —le contestó su abuelo— pero la curiosidad en el caso del aprendizaje, siempre ha sido un elemento muy importante. Se aprende mejor cuando se lo hace por descubrimiento, es decir, 128


descubriendo o redescubriendo por nosotros mismos las cosas. Eso de que “la curiosidad mató al gato” hace referencia más bien al hecho de querer averiguarlo todo sin necesidad, como el caso de la gente chismosa. Después de recorrer y mirar desde diferentes ángulos a las “Ventanillas de Otuzco”, comenzamos a bajar desde el cerro por un camino muy rústico y de mucha gradiente. Al hacerlo nos dimos cuenta que en toda la bajada hay plantas de tunas. También pudimos fijarnos que las paletas de dichas plantas parecen como si estarían manchadas con pintura blanca. Mi abuelito nuevamente nos explicó que no se trataba de manchas blancas simplemente, sino de colonias de “cochinilla” que, posiblemente, habían sido sembradas por los moradores del lugar. Las cochinillas, nos dijo, que eran una especie de garrapatitas que se alimentaban de la savia que las paletas de la tuna tiene en abundancia, por lo tanto se trataba de unos animalitos parásitos, pero que vivían en simbiosis con las tunas. Nos dijo además, que las cochinillas eran unos bichitos muy útiles al hombre, porque de ellas se extraía el carmín que se utiliza en la industria de los artículos de 129


belleza para la fábrica de lápices de labios, así como para la fabricación de colorantes de muchos productos alimenticios que, después de impregnarles un saborizante, generalmente, se expenden envasados. — Ahora si pues abuelito, vas a pensar que soy muy preguntona. Con suerte que no soy vieja todavía, por lo tanto no seré tomada como chismosa. Pero, has dicho tantas palabras cuyo significado no comprendo bien, que quisiera que expliques algunas —intervino con su ingenua inocencia Andreita—. — Pregunta no más hijita con toda confianza. Para eso estamos los abuelos y por supuesto, los profesores. Como soy ambas cosas, estoy listo para contestarte lo que preguntes. Claro, si es que sé la respuesta. Porque no vayas a pensar que los maestros lo sabemos todo. —Ay abuelito, son muchas palabras, pero “simbiosis” es una de ellas. ¿Por favor explícame qué significa la palabra simbiosis”. — A ver hijita, en general, se dice que existe “simbiosis” cuando hay una relación de ayuda mutua entre dos personas, animales o plantas, y que se establece cuando trabajan o realizan algo en común. 130


En la naturaleza, la simbiosis ocurre cuando se asociación dos organismos de especies diferentes para beneficiarse mutuamente en su desarrollo vital. En toda acción de simbiosis, o bien se benefician todos los organismos que participan en la asociación (esta forma es conocida como mutualismo), o bien se benefician sólo algunos, perjudicando a los organismos restantes (a esta forma se le llama parasitismo), o bien, uno o ambos participan sin perjudicarse (comensalismo). —Ay abuelito, creo que voy a tener que estudiar mucho más. Me parece que está claro lo que me acabas de explicar, pero para mí, son muchas cosas juntas… — Las relaciones en la naturaleza, hijita, son muy simples y muy complejas a la vez. En este caso, la tuna es el ser que le da posada a la cochinilla, la cochinilla a su vez, pinta de blanco a la paleta, haciéndola aparecer como que estaría enferma, lo cual la libra de que la corten para medicina, para clarear el agua o para pegar la cal con la que antes pintaban los antiguos las paredes de sus casas. A su vez la tuna con sus espinas impide que las aves se acerquen y se coman a las cochinillas. Como puedes ver, ambas se protegen y se ayudan. Eso es dar pase a una relación simbiótica. 131


— Creo que ya entendí muy bien este asunto de la simbiosis abuelito. Por ejemplo, cuando Piero me ayuda a subir esta cuesta y a bajar de ella, y yo a cambio de eso le convido mi gaseosa, los dos estamos dentro de una relación simbiótica ¿no te parece? Claro pues, el me ayuda a bajar la cuesta, y yo, le ayudo para que a la hora de almorzar diga que ya comió y está lleno… já, já, já. — Eso se llama “comensalismo”, hermanita y como tal se trata de una de las formas de simbiosis que existen en la naturaleza, já, já, já —río de buena gana su hermana mayor Alexa—.

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LAS CHIRIMOYAS DE SAN JUAN Un día de esos, en los que Cajamarca por costumbre suele amanecer con su cielo pintado —en toda su inmensidad— con el color del añil que las madres de antaño usaban hace mucho tiempo para azulear los pañales de sus hijos, y en donde, esa insondable infinitud no es trastocada siquiera por un solitario copo de nubes, en tanto los pastos de kicuyo y las hierbas estacionales de las faldas de los cerros languidecen de a pocos y comienzan a pintarse con el color amarillento del estío, mi abuelo me despertó para decirme: — A ver ratoncillo blanco levántate ya de la cama, que hoy día tenemos que ir a pescar unas cuantas sarras y otras tantas charcocas y cascafes al río Jequetepeque. Hay que salir muy temprano para tener más tiempo fresco para pescar, libres del quemante sol de esos lugares. Además, antes de partir, tenemos que recoger de sus casas a tu tío Lucho, a tu tío Ronald y a tu primo Christian.

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— Déjame dormir un poquito más abuelito. Total… el río no se va a mover de allí ni se va a ir más lejos. Allí va a estar esperándonos para que nosotros agarremos a sus pescaditos —le respondí a mi abuelo entre sueños, pero él, esta vez levantándome casi en vilo me dijo—: — Nada de eso señor ratón. Hemos dicho que vamos a salir de la casa a las seis de la mañana para ir a recoger a tus tíos y poder viajar a las siete. Así que… ¡levántate ya so cholito haragán! Igual que como tú dices que el río no se va amover, tu cama también te estará esperando acá para que duermas como un lirón, cuando en la noche regresemos, cansados pero felices, después de esa incomparable aventura que es atrapar un pez con nuestras propias manos —me dijo muy serio, y como ya no podía negociar nada con él en tales trances, no hice otra cosa que levantarme y vestirme lo más rápido que pude—. Serían las seis y media de la mañana y aunque yo hubiera querido, con todas las fuerzas de mi corazón seguir durmiendo tan plácidamente como lo estaba haciendo esa mañana, haciendo de tripas corazón, tuve que acompañar a mi abuelito a ir a recoger a mis tíos en su carro, cuyo motor había calentado previamente 134


cerca de cinco minutos en el garaje de la casa, según decía, para que suba la cuesta del gavilán sin toser ni hacerse el remolón y para que baje desde allí hasta el valle sin atragantarse. Viajar con mi abuelo me encantaba, porque a él le gustaba parar por el camino para comprar las frutas que por toda bajada a la costa se producen, pero antes de viajar tenía que tomar una pastilla de dramasán o de gravol para no marearme. De lo contrario, el viaje para mí era un martirio. Y eso fue lo que me ocurrió. Tan pronto remontamos el abra del Gavilán y comenzamos a bajar a Chotén, me sobrevinieron las primeras arcadas que se hicieron insoportables tan pronto pasamos ese poblado. Mi frente sudaba frío y seguramente estaba más pálido que vieja que ha visto al alma de Longotea. Pero no quería decir nada porque sabía yo que mi abuelo me iba a resondrar por olvidarme de tomar la bendita pastilla, que él mismo me la había comprado el día anterior. Sin embargo, antes de que sobrevenga el temido huayco, pedí casi a gritos a mi abuelo que pare el carro a un costado del camino, lo cual hizo tan pronto le fue posible y yo bajé hecho una tromba para arrojar lo que en mi estómago me estaba molestando. Toda la taza de 135


leche con milo que mi abuelo me había hecho desayunar lo vomité. Mi tío Lucho, que bajó para sostener mi frente, entonces le pidió a mi abuelito que comenzara a rodar despacio el carro de bajada, mientras nosotros caminábamos por detrás. A él le convenía hacer eso para fumarse un cigarro con el pretexto de acompañarme, ya que en el carro mi abuelo no le permitía fumar. Así caminamos los dos cerca de medio kilómetro y en ese trayecto mi cuerpo se acomodó tan bien, que hubiera preferido seguir caminando hasta San Juan, cosa que yo comuniqué a todos, a sabiendas de que no me harían caso. Y así fue. Lo único que gané con eso, fue que me permitieran caminar otro medio kilómetro más. Cuando mi abuelito paro de nuevo a un costado del camino para recogernos a mi tío Lucho y a mí, se bajó y comenzó masajear tan enérgicamente como pudo mi cuello, exactamente en la base de mi cráneo. Tan fuerte sentí el masaje que, en determinado momento, con un ademán, me libré de las manos de mi abuelo. Hasta allí no entendía para nada, qué tenía que ver mi pobre y adolorido cuello con las náuseas. Fue entonces que mi abuelito me dijo riendo:

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— Ahora si ratoncito, ya no te vas a marear. Sube al carro y vamos hasta donde hemos planificado. Fíjate que las sarras, las charcocas, los plateados, los lifes y los picalones, nos están esperando allá abajo, en el río. Y fue verdad. Los mareos ya no volvieron y pude hacer el viaje como todos: feliz y contento de la vida. Cuando mi tío Ronald le preguntó a mi abuelo cómo es que había hecho para librarme del soroche, mi abuelo le explicó de este modo: — Cuando trabajaba en la Fuerza Aérea del Perú, mejor dicho en la FAP, frecuentemente tenía que viajar en unos aviones “Antonov” o “Hércules” hasta las bases aéreas donde existían Colegios FAP. Esos viajes los hacíamos generalmente en compañía de niños: los hijos de los oficiales y del personal técnico o subalterno, que se mareaban con mucha frecuencia en los aviones, tan pronto éstos comenzaban a remontar la cordillera. Entonces, siempre había un técnico especialista que les masajeaba la base del cuellito y hacía que recuperen la tranquilidad. Como los viajes esos duraban a lo mucho una hora y media, el tratamiento permitía que arriben a su destino bastante saludables. Cuando le pregunté a 137


uno de ellos acerca del fundamento de esa práctica, el técnico me explicó que los mareos desaparecían tan pronto se lograba restablecer la circulación en el centro del equilibrio del cerebro, y que era cuestión de hacer eso las veces que fuera necesario, pues, el tratamiento aquel no quitaba el soroche en forma permanente ni definitiva, sólo lo aliviaba. — Así que… de ese modo funciona la cosa, vaya uno a saber —comentó parcamente mi tío Ronald, para luego agregar—: Tiene lógica. Claro que tiene lógica. Lo cierto es que el resto del camino ya no me dio ninguna clase de esos mareos odiosos e indeseables y pude hacer el resto del viaje en paz. Cuando llegamos a San Juan, apenas comenzaba a recuperarme, pero; más que todo, por temor a que los vómitos me vuelvan, me abstuve de probar las sabrosas chirimoyas que todos los demás comieron hasta cansarse. Sin embargo, a ese viaje yo lo recuerdo más por las chirimoyas que mi abuelito y mis tíos Lucho y Ronald, partían una tras otra, para deleitarse con su dulzor y su aroma inconfundible, y para saciarse con esa pulpa suave y blanquecina cuyo sabor es único y característico en todo el mundo. 138


Entre risas, le escuché decir también a mi tío Lucho, que las chirimoyas de San Juan eran más ricas todavía, porque venían equipadas con mucha proteína, refiriéndose a los gusanitos blancos que algunas traían a montones en su interior. En la actualidad dice mi tío Ronald —por haberse criado cuando niño en San Juan— que las chirimoyas ya no tienen gusanos porque gracias a una ONG, han logrado erradicar esta plaga de la fruta, pero que, las que tienen gusanos son más agradables, porque los gusanos son bien togados y buscan justamente las frutas más ricas para su alimento, igualito que como ocurre con las papas. Cuando llegamos a Magdalena, ni corto ni perezoso, hice que mi abuelo me comprara un mamey grande y maduro que me lo comí enterito camino a Chilete. Luego llegamos a La Mónica donde comimos guabas y mangos ciruelos, para finalmente acampar en Yubed y ponerse a pescar en unas pozas que hay al lado de la carretera. Mi abuelito como tenía para pescar una “atarraya cachuelera”, vadeó el río más abajo de las pozas y buscó unos brazos del río con poca agua y bastante cascajo, donde se puso a lanzar su atarraya, en tanto los demás, con nuestros anzuelos tratábamos de hacer que piquen la carnada unos enormes cascafes que nadaban orondos en el fondo de las pozas. 139


Al parecer, después de incontables intentos, casi todo nos cansamos de tratar de pescar sin lograr nada y nos pusimos a bañarnos en el río que se había vuelto al mediar las doce del día, de aguas cálidas y transparentes. Sólo mi abuelito y mi tío Ronald seguían persistiendo en su intento de pescar algo, lo cual lograron, pero no en la forma satisfactoria en que lo esperaban. Sin embargo, como el día de pesca no estuvo prolífico, a eso de las dos de la tarde decidimos regresar a Cajamarca, con un poco menos que un cuarto de kilo de pequeños peces que mi abuelito había logrado capturar con su atarraya, más un par de cascafes medianos que mi tío Ronald logró pescar por fin con su anzuelo. En eso… se aparecieron por donde estábamos tres niños pequeños premunidos de por lo menos un par de kilos de pescados pequeños que mi abuelito, de inmediato, les propuso comprar en diez soles, lo cual aceptaron ellos sin pensarlo ni siquiera un segundo. De seguro era un buen trato el que ellos harían y su bolsa de pescados pasó a nuestro poder en menos que canta un gallo. Lo que mi abuelito pescó con su propia atarraya, más lo que nos vendieron aquellos niños, hizo ya una cantidad de pesca razonable para tanto esfuerzo 140


y emprendimos el regreso a nuestra casa. Camino a Cajamarca mi abuelito me dijo: — ¡Oye ratoncito! No vayas a contar a nadie que compramos el pescado. Todo eso lo hemos cogido nosotros con nuestras propias manos, ¡eh! Así que chitón y cuidadito con que se te vaya la lengua… — No te preocupes abuelito. No diré esta boca es mía. El pescado lo atrapamos nosotros con nuestras propias manos. Comprendido y… ¡punto! —le contesté, tratando de imitar en eso lo “del punto”, a unos niños que jugaban a ser militares en una serie de TV que me gustaba por ese entonces, en que todavía no habían aparecido juegos de “Nintendo” ni los de DVD-Player de ahora—. Y así fue. Llegamos a nuestra casa con más de dos kilos de pececillos de río que terminamos de limpiar por la noche, antes de ir a dormir. Al día siguiente mi abuelita nos los ofreció fritos como galletas, que saboreamos con té y pan francés. No hay nada más delicioso en este mundo que pescaditos de río fritos con pan francés y té. Se los aseguro. Pero… pasó el tiempo raudo y veloz y la vez que tuvimos que viajar a Trujillo para traer a mi bisabuelita 141


a Cajamarca, al pasar Yubed por esa parte del río en que acampamos para pescar aquella vez, sin acordarme ya de mi promesa la vez que compramos el pescado a aquellos niños, le dije a mi abuela del modo más natural: — Mami Rosi, aquí mi abuelito les compró a tres chicos, por diez soles, casi todo el pescado con el que llegamos a Cajamarca la vez que vinimos a pescar...

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LOS SHINGOS DEL RACRAS Nos contaba mi abuelito —al pié del fogón— que cuando se vino desde la selva a vivir con mi bisabuela en Cajamarca, a los doce años de edad, en una casa arrendada ubicada en la primera cuadra del Jirón El Inca, allá por el año de mil novecientos cincuenta y siete, siguiendo “de bajada” por esa simpática callecita, el pueblo, o sea la “Ciudad del Cumbe”, era todavía muy pequeña y terminaba en lo que hoy es la calle José Sabogal, la misma que antes se llamaba Jirón Leticia, en honor de un pueblo loretano que se levantó en armas, cuando la guerra con Colombia concluyó con el negociado de esa parte de nuestro territorio, a favor de ese país, igual que ocurrió con otros pedazos del Perú en guerras pasadas. El río San Lucas que también antiguamente se llamaba “Racras”, no estaba tan contaminado como lo está en la actualidad y abastecía de agua de riego a todas las invernas y chacras de trigo y maíz que desde el jirón Leticia (hoy Jirón Sabogal) para abajo, florecían y fructificaban libres como el viento de forma que es 143


difícil imaginar en estos tiempos, en que todo por allí y más… está sembrado íntegramente de concreto armado y cemento. Según cuenta mi abuelito, que estudió en la Escuela N° 123 cuando era un centro educativo de aplicación de la Normal de Varones, los niños pequeños de esa institución “se iban de excursión” a cualquiera de los sectores del río Racras, a los que se podía llegar desde allí sólo a pie, caminando entre los árboles de taya y por estrechos senderos, en columna de a uno y sin “rempujarse”, por lo que en la actualidad son el Jirón Ayacucho y la Avenida El Maestro, y que en ese tiempo, nadie los veía ni siquiera como posibles prolongaciones de tales vías. Lo admirable de todo eso era el hecho de que todos los niños hacían esos “paseos campestres”, llevando sendos morrales con fiambre. También lo es el hecho de que, una vez posicionados del lugar, algunos de ellos incluso se bañaban en las claras y límpidas aguas del río. Indudablemente eran “otros tiempos”, y en esos momentos nadie hubiera podido ponerse a elucubrar ni fantasear que, por tan hermosas invernas y pastizales donde los huanchacos, los zorzales, los indios pishgos, los turriches y las palomas saparconas 144


vivían como en el paraíso, irían a existir algún día tantas casas de material noble de más de dos pisos, ni mucho menos calles y jirones de pavimento o parques y plazuelas, como ahora. Cuando comenzó a echarse a perder todo aquello, fue la infausta hora en que a la Municipalidad Provincial de entonces, se le ocurrió construir un camal en la calle Amalia Puga Norte, justo en su intersección con el Jirón Hualgayoc, al borde de la ciudad que al parecer terminaba por allí en ese lado y, sobre todo, cuando a los desagües de ese lugar de beneficio de animales, los conectaron directamente al río Racras que pasa hasta la fecha por esa parte de Cajamarca. Entonces, igual que como ocurrió con el río Nilo en Egipto, antes de que el Faraón autorizara a los israelitas a irse con el profeta Moisés a su “Tierra Prometida”, el pobre río de los cajamarquinos comenzó a teñirse por algunos de sus lados con el color rojo escarlata de la sangre de los animales sacrificados allí y con los colores verdes sanguinolentos del contenido de los estómagos de las vacas, carneros y cerdos de la matanza de esos animales en cada día allí en ese camal. ¡Fue entonces cuando ocurrió que el río San Lucas, que pasa por Cajamarca y conocido antiguamente 145


como Racras, se llenó de shingos! Las pobres aves carroñeras no se daban abasto para limpiar los excrementos y los residuos cadavéricos que comenzaron a navegar por los meandros del río. Para el colmo de sus males, los tanques de almacenamiento de agua potable de Santa Apolonia que surtían de este líquido a toda la ciudad, comenzaron a aumentar en tamaño y cantidad al mismo ritmo que aumentaban los procesos de captación de las aguas del Racras en su parte alta, hasta casi dejarlo sin caudal suficiente como para limpiar de manera natural su cauce ya herido de muerte. Para terminar con esa su ya terrible y precaria existencia, los cajamarquinos que construyeron sus casas en ambos lados de sus riveras, no encontraron mejor manera de acabar de contaminarlo que conectando también los desagües de sus servicios higiénicos al pobre río. De yapa, intensificaron su nivel de contaminación arrojando allí toda su basura, junto con los pelos de los cuyes y las plumas de las gallinas que pelaban en sus casas para su propio consumo. Mucho tiempo después de que todo esto ocurriera, el río Racras ya muerto en vida, se vio librado de los deshechos del Camal Municipal, gracias a que el 146


alcalde de Cajamarca Jorge Hoyos Rubio mandó cerrar todos los desagües que estuvieran conectados al río de Cajamarca bajo pena de multa si se incumplía esta ordenanza, comenzando por el Camal que era el que más ensuciaba al pobre río. Pero ya para entonces fue tarde para resucitarlo. El río sigue tan muerto como antes de esa medida, y seguirá muerto y sin curcules, sino se lo limpia primero de todos los deshechos de plástico con los que ahora los cajamarquinos han llenado su cauce, antes cantarino, de aguas claras y lleno de vida.

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Al Pié del Fogón”, del autor Wilson Izquierdo González, se terminó de imprimir en la ciudad de Cajamarca, Perú, el …de… de 2013, en los talleres gráficos de la imprenta …..…..

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