EUCARISTÍA, Sus canales y padecimientos

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EUCARISTÍA,

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Sus canales y padecimientos



Textos del Padre Federico William Faber

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El Santísimo Sacramento es de suyo una fuerza vivificante, que toda entera abraza a la Iglesia multriplicándose para satisfacer a todo linaje de necesidades de la humana familia, ciertamente redimida, pero condenada a todas las tribulaciones del destierro mientras mora en este valle de lágrimas. Por siete canales difunde la Sagrada Eucaristía este su poderoso influjo, a saber: por la Misa, por la Comunión, por la Bendición del Santísimo, por su residencia perpetua en el Tabernáculo,por su Manifestación solemne, por el Santo Viático y por las procesiones. Tales son, en efecto los siete principales misterios de nuestro Dios escondido debajo de los velos sacramentales: cada cual de ellos está informado de un espíritu propio, especial y privativo, como sucede respecto de cada cual de los misterios de la vida mortal de Nuestro Señor Jesucristo. PRIMER CANAL El primero es la contemplación del adorable Sacrificio incruento de la Misa, en el cual Dios es juntamente víctima,sacerdote y majestad a quien se ofrece el holocausto. Es la Santa Misa un verdadero

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sacrificio expiatorio en sufragio de vivos y de difuntos; no ya una mera imagen, ni una vana sombra del Sacrificio del Calvario, sino el mismo Sácrificio renovado y perpetuado en misterios incruentos. Infinito en si, únicamente el grado de intensidad y pureza de nuestro fervor puede ponerle límites. Al tender la mirada sobre la creación, vémosla gravada para con Dios con cuatro deudas infinitas, que jamás podrá satisfacer plenamente: en primer lugar, debe alabanzas infinitas a las infinitas perfecciones del Creador; en segundo lugar, debe expiación infinita, correspondiente a los pecados sin número de la criatura; en tercer lugar, debe hacimiento de gracias infinitas, proporcionado a las misericordias innumerables del Señor; en cuarto y último lugar, debe suplicaciones infinitas, adecuadas a la infinidad de necesidades de la naturaleza humana. ¡Oh qué cuatro deudas tan terriblemente gravosas! Para pagar cualquiera de ellas, no bastaría ni aun el inmaculado Corazón de María Santísima, junto con todo el acervo de la santidad angélica, y todo ello elevado a la milésima potencia. Pues bien el Santo Sacrificio de la Misa, no sólo basta, sino que sobra para pagar todas esas deudas, y las paga, en efecto, un millón de veces cada día. Es el canal por donde a la Tierra llegan todas las gracias del cielo; y ni

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una sola hemos recibido jamás que no nos haya sido otorgada por virtud de ese Sacrificio. SEGUNDO CANAL El segundo de los misterios del Santísimo Sacramento es la Comunión. Con justo motivo enseñan los teólogos que el mayor homenaje posible de una criatura a su Criador es recibirle como pasto en este tremendo misterio. Por eso, al pensar que la Sagrada Comunión es al espíritu del hombre lo que el pan material es al alimento de su ·cuerpo, nos explicamos fácilmente el imperio que de continuo ejerce en toda la raza hunana Cada vez que estudiamos en todos sus pormenores la vida de un santo, nos asombra tanto como nos admira ver lo que ha sido necesario para rematar aquella fábrica de santidad, la multitud de océanos de tentaciones que ha tenido que atravesar y de acumulados obstáculos que ha tenido que vencer: las cruelísimas horas de desamparo, de trabajos penosísimos, de espantosas mortificaciones, de pruebas interminablemente varias y dilatadas que ha tenido que pasar para remontarse a tan alta cima, y nos parece que con haber sido exento de una sola de esas pruebas no habría llegado a ser el santo

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lo que es en realidad. Pues bien; sabed, hermanos míos, que una sola Comunión puede bastar para hacer de cualquiera de nosotros un prodigio semejante de santidad y que para alcanzar tan glorioso triunfo basta con que nuestro fervor sepa recoger la porción de aguas suficientes en aquel manantial inagotable. El Dios misericordioso que nos ha sacado de la nada y nos ha dotado de libre albedrío, por este mismo hecho nos ha dado junto con la inestimable capacidad de alcanzar la visión beatífica de Dios, el tremendo riesgo de perdernos para toda una eternidad, y cierto que es justicia de la divina Sabiduría habernos dotado de esta terrible facultad junto con aquella otra que nos confiere tan sublime prerrogativa. Pero con ser y todo aquel riesgo tan tremendo como es; con implicar y todo, como implica tanta y tan inalterable perseverancia en arrostrar todos los afanes, penas, tribulaciones, trabajos, desengaños y sinsabores de la vida, con eso y todo, digo, habría sido inmenso privilegio y beneficio digno de Dios correr ese riesgo en cambio de una sola Comunión. Si juntando en uno todos los actos humanos realizados desde la creación del hombre, concentráramos la substancia de todo cuanto en cada cual de ellos hay noble, generoso, he­roico, amable y exquisito, sería ese substratum

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menos que nada, sombra de una sombra, comparado al acto de reci­bir un solo hombre una sola Comunión; porque ésta es más refulgente que todas las humanas glorias juntas, más profunda que todas las ciencias sumadas, y más magnífica que todas las pompas de la realeza. Pero ¿a qué cansarnos en encarecer acto tan sublime? Todas las comparaciones que pudiéramos aducir para valuar la alteza y dignidad de la Sagrada Comunión serían tan míseras como las que hacemos con las hojas de la floresta y las arenas del mar y las estrellas del cielo, y otras tantas análogas por el uso común autorizadas para dar a los niños y gente ruda una idea de la eternidad, que en definitiva no más que ellos comprendemos los mismos que la damos. TERCER CANAL La bendición del Santísimo es, como si dijéramos,el Sacrificio vespertino. La Iglesia, codiciosa de fomentar la piadosa solicitud de sus numerosos fieles, quiere multiplicar las ocasiones de adorar al Santísimo Sacramento otorgándolo así con facilidad proporcionada siempre a los ultrajes y blasfemias que la perversidad, la herejía o la ignorancia prodigan en

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el mundo a este misterio de amor. San Felipe Neri vio cierto día en la Hostia, durante la exposición al Santísimo, a Nuestro Señor dando la bendición al pueblo prosternado a sus plantas, como si ésta fuera su nativa actitud y habitual oficio de su bondad en la divina Eucaristía. Arduo sería encontrar palabras para expresar, con toda su realidad y magnitud, las gracias que nuestro dulce Salvador difunde sobre nosotros en la bendición del Santísimo, pues no sólo recaen sobre todos los pesares y tribulaciones, tentaciones y desvelos, imperfecciones y faltas que ante su divina Majestad vamos a hacer presentes, sino que alumbran también hasta lo más recóndito de nuestras almas, descubriéndonos flaquezas propias que antes no habíamos advertido, y peligros actuales que ni siquiera sospechábamos, conjurados secretamente contra nuestra salud espiritual, al mismo tiempo que nos dan escudo contra las sugestiones del maligno para vencer sus perversas artes; y, por último, ejercen su influjo benéfico hasta en nuestro mismo ángel de la guarda, recompensándole por la saludable asistencia que nos prodiga, y comuni­cándole luces y vigor nuevos para que vele por nosotros.

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Debemos también tomar en cuenta que las gra­cias que alcanzamos de la bendición del Santísimo, no solo consisten en los efectos de fe y de amor que en nuestras almas suscitan, sino que emanan del mismo Je­sucristo, y de aquí que, como informadas de la realidad misma del Santísimo Sacramento, sean juntamente sólidas, poderosas, substanciales, eficaces para purificar, y de virtud creadora; pues todo lo tocante a este augusto misterio participa de la propia realidad que posee bajo los velos sacramentales, viniendo a ser por ello fuente especial de vida, con la cual no es comparable ningún otro objeto de nuestras devociones. Cabalmente en esta realidad consiste la fuerza de atracción privativa del Santísimo Sacramento. Sin intentar aquí una enumeración, que sería inopor­tuna, de las varias prácticas recomendadas por los san­tos para recibir dignamente la bendición del Santísi­mo, y dejando a cada cual seguir acerca de este punto las inspiraciones de su propia devoción, me limitaré a enun­ciar las tres especies de bendiciones de Nuestro Señor mencionadas en los Evangelios, para que el espíritu de los fieles pueda referir a cualquiera de ellas todas las que reciba del Santísimo Sacramento.

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Vemos efectivament (en el capítulo décimo del Evangelio de San Marcos) que Jesús bendice a los niños; y nosotros, animados con el recuerdo de aquella tierna escena, podemos también prosternarnos a recibir del mismo Jesús sacramentado análoga bendición, cual si fuésemos pobres pequeñuelos, y exponerle entonces nuestro vivo deseo de que se acreciente sin cesar en nuestros corazones aquella infantil sencillez que tanto agradaba a Nuestro Señor. En el Evangelio leemos también que el día de la Ascensión, al separarse de sus Apóstoles, Jesús levantó al cielo las manos y los bendijo; con lo cual la pena que ellos sentían viendo partirse a su divino Maestro se convirtió en gran gozo, y su timidez en intrépido celo de salvar almas. Pues bien, hay momentos en que, agobiados por ciertos deberes, quisiéramos nosotros ver suscitarse en nuestras almas afligidas y desfallecientes las inestimables gracias otorgadas entonces a los discípulos del Señor. Por último, nuestro adorable Salvador nos dará también su bendición en el juicio final, y con las siguientes palabras que Él mismo nos tiene anunciadas. “Venid, benditos de mi Padre, y entrad en el reino que os está preparado desde antes de la creación del mundo.” Pues bien; desde ahora mismo podemos

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todos aplicarnos esta futura bendición de Jesús pidiéndole la perseverancia final, que es el más preciado de sus dones, por cuanto sólo Él puede otorgárnosla. Si lícito me es ahora recomendar por mi parte también una práctica especial para recibir dignamente la bendición de Jesús sacramentado, diré a los fieles agobiados de necesidades y sabedores de la variedad infinita de las divinas mercedes, que en el momento de aquella bendición se limiten a repetir esta oración de un santo eremita: Sicut scis et vis, Domine!; es decir: “Vos sabéis, Señor, lo que nos conviene: hágase vuestra voluntad”; y luego, recordando que aquel Jesús que entonces los bendice es el mismo Encarnado en las entrañas de María, añadan las siguientes palabras del Oficio: Et innumerabilis honestas cum illa; es decir: “Toda especie de pureza la decora.” Paréceme que estas dos jaculatorias compendian todo cuanto los piadosos fieles pueden desear y pedir en el acto de postrarse a recibir la Bendición de nuestro Redentor amadísimo. CUARTO CANAL El cuarto de los misterios del Santísimo Sacramento

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es su residencia escondida en el tabernáculo. Verdaderamente es admirable la vida paciente y silenciosa de nuestro Jesús en aquella cárcel de su amor. Todo cuanto a nuestro Señor pertenece lleva el sello de lo duradero; nada es rápido y fugitivo como relámpago, cuya refulgencia misma acrecienta el horror de la noche tempestuosa, y en nada es semejante a huésped que se nos ausenta antes de que le hayamos conocido. Tal como sus Apóstoles le vieron en medio de ellos, y circundado de la espléndida aureola de su gloriosa Resurrección, cuando les dijo: “Palpad y ved”, de ese propio modo, digo, está hoy también con nosotros en el Santísimo Sacramento, para enseñarnos a conocerle y a dominar la turbación que nos embarga en su presencia, y aun a familiarizarnos cuanto es posible y cabe en la reverencia con el que ha de ser nuestro huésped de toda la vida. Allí podemos acudir en cualquier hora a exponerle nuestras cuitas, afanes y necesidades; allí nos aguarda para recibirnos cuando quiera que deberes u ocupaciones nos permitan ir a visitarle y conversar amorosamente con nosotros, aun en el templo silencioso y vacío, todo el tiempo que hayamos menester para abrirle nuestro corazón. En esta muda vecindad del Santísimo Sacramento reside un poderoso influjo, una unción fortificante,

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que excede a todo humano cálculo: nadie lo conoce mejor que los miembros de comunidades religiosas, acostumbrados a vivir bajo el mismo techo que Jesús sacramentado, cuando por cualquier causa tienen que estar fuera de su piadoso asilo; nadie, digo, lo conoce como ellos en la tristeza que sienten mezclada de cierta ansiedad, como si les faltase aire respirable. Necesariamente debe de haber tantos diversos modos de visitar al Santísimo Sacramento, cuantos son los caracteres, estados y condiciones diversas de los hombres: unos van allí nada más que a escuchar lo que Dios quiera decirles; otros, para hablarle; éstos para confiarle su flaqueza como a confesor; aquéllos, para examinar ante Él su conciencia cual si estuviesen delante de su juez; quién va para hacerle la corte como a soberano; quien para consultarle como a doctor y profeta; quien para demandarle asilo como a su Creador; quién exclusivamente para gozarse en meditar sobre su divinidad , o sobre su humanidad sacratísima, o sobre cualquier otro misterio del Salvador. Muchos van para adorar cada día bajo una advocación diversa, como a Dios, o como a padre, hermano, pastor, como a Cabeza de la Iglesia u otros conceptos. Hay, por último quien allá va únicamente para adorarle, demandarle merced y

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auxilio, darle gracias, o para pedirle consuelos; pero todos van en alas del amor, y todos allí encuentran fecundo manantial del gracias celestiales, fuente inexhausta de beneficios tales como la creación toda entera no bastaría para darnos uno solo. QUINTO CANAL La mayor muestra de paternal solicitud que la Iglesia pueda dar a sus hijos es la solemne Exposición del Santísimo Sacramento: el más rico venero de oración, la llama un teólogo al invitarnos a elevar humildes nuestras miradas en el instante de la consagración, imitando así a Zaqueo cuando, escondido entre las ramas del sicomoro, se aupaba para ver la cara del Señor,mientras pasaba junto a él. En efecto, ¡qué tesoro de preces nos abre la Iglesia cuando, para satisfacer el ansia de nuestro amor se digna manifestarnos con pompa a Jesús Sacramentado! Hay tres métodos para practicar esta devoción: consiste el primero en considerar a Jesús puesto en su trono sacramental como a la serpiente aquella de metal que erigió Moisés en el desierto y con

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mirar a la cual quedaban curados de mortal herida los mordidos por reptiles ponzoñosos; pues este influjo saludable constituye la más bella y señalada de las eficacias de nuestro divino Redentor. Todos, ciertamente, hemos sido mordidos por la serpiente infernal y padecemos de aquellas heridas, y a todos nos basta mirar a Jesús para quedar sanos de ellas.. Podemos también considerarle allí y adorarle como a soberano Rey de la creación, según el pasaje del Apocalipsis: “El AMEN, el testigo fiel y fidedigno, el cual es comienzo de la creación de Dios.” Lleguémonos, pues, a Él, para recibir su bendición, y entreguémonos sin tasa al gozo que nos infunde la idea de ser hechuras suyas; porque, bien mirado, en esto consiste nuestra más preciada dignidad y el más excelso de nuestros derechos. Podemos, por último, contemplar a Jesús Sacramentado como a nuestro juez; comparar aquella suave y callada Majestad de la sagrada Hostia con la gloria refulgente que rodeará, durante el supremo juicio, al Hijo del hombre, y fortalecernos así contra el santo terror que su severidad infunde. Ahora nos lo podemos hacer propicio en su trono sacramental.

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SEXTO CANAL El Santo Viático es nuestro auxilio al fin de la jornada de este mundo; su oficio es llevarnos más allá de la fría tumba, siendo para nosotros vínculo de transición entre la vida mortal y la eternal, entre las penas de este mundo y los goces del otro. Fortalecidos por el Santo Viático en el trance de la muerte, se dulcifica después, la severidad del juicio a que somos llamados; se templa el ardor de las llamas del purgatorio, y no nos abandona su poderosa égida hasta dejarnos, cual si fuese la. mano de un ángel custodio, a los pies del trono mismo de Dios. En la plenitud de substancia que este último Pan de los fuertes nos comunica, tienen su misteriosa consumación: esta vida que se nos va, la tremenda jornada que nos aguarda en pos de ella, el interior e invisible combate espiritual que en aquel trance nos asalta, la muerte, en fin, objeto de tantas y tan varias consideraciones. Nuestra carne, al convertirse en polvo, restituídos por la descomposición a su primitiva independencia los materiales elementos que en ella habían estado adunados, llévase consigo, por medio del Santo Viático, aquel misterioso, inconmensurable e indivisible germen que en el

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último día del mundo ha de llamarla otra vez a la vida, restaurar su primitiva composición y difundir en ella la esplendente hermosura, ya para siempre inmortal, después de su resurrección gloriosa. SEPTIMO CANAL Es la procesión solemne del Santísimo Sacramento, la máxima entre las pompas del culto . La procesión es una ceremonia triunfal: en ella nuestro Dios, velado bajo las especies sacramentales, recorre el recinto del templo, y las calles y plazas de las ciudades en donde la humana perversidad no ha recibido permiso de estorbarlo, a guisa de conquistador de la raza humana, y rodeado de todos los esplendores que en torno de Él puede acumular la humana industria sugerida por el amor. Jamás como entonces conocemos que verdaderamente es todo Él nuestro, y que los ángeles mismos no tienen el derecho que nosotros a reclamarlo como suyo. La procesión es fiesta de la fe que arde en nuestros corazones, que se irradia en nuestra faz y vibra en nuestros acentos cuando, al entonar el cántico Lauda, Sion, Salvatorem, parece como que lanzamos un reto a la incredulidad de los mundanos. Es también la fiesta de la esperanza, por

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cuanto en aquella pompa llevamos con nosotros al soberano Rey que con su vida sacramental ha convertido la tierra en cielo; aquel Jesús, digo, que ha de ser en sí mismo nuestro eterno galardón y se ha dignado ponerse en nuestras manos como para darnos prenda de la fidelidad de sus promesas; de aquí que las potestades del infierno tiemblen al entender por nuestros clamores y cánticos de júbilo lo seguros que estamos de poseer el cielo; y entretanto, el adorable Sacramento, todo radiante de gloria, va lanzando dardos de fuego. que soterran a sus enemigos invisibles. Es también, por último, la procesión del Santísimo fiesta del amor, por cuanto en ella latiendo de júbilo y de gratitud nuestros corazones, nos aventuramos con santo temor a ejercitar el derecho que Jesús mismo nos ha otorgado de tratarle con familiaridad de hijos. Además la procesión representa, como una semblanza a Dios agradable, de todos los órdenes de humana vida, privada, social, política y eclesiástica; pues ¿qué son, en efecto, todas las existencias de individuos y de familias, de Estados y de Iglesias, sino otras tantas procesiones de desterrados que, por entre los escollos y bajíos de esta mar tempestuosa llamada el mundo, caminan al puerto de la patria celestial. en donde Jesús a todos nos espera? Y gracias al

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adorable Sacramento de la Eucaristía, no solo es verdad que hacia Jesús caminamos, sino que le llevamos en nuestra compañía. COMUNION ESPIRITUAL La Comunión Espiritual es propiamente hablando, la Comunión de los ángeles. Nada prueba tan admirablemente la estima en que Jesús tiene esta comunión espiritual como la multitud de ocasiones en que, por modo milagroso ha convertido en comunión real y efectiva el vivo deseo de recibirla, sobre todo en Santa Juliana Falconieri, que comulgó realmente, sin la previa manducación que según los teólogos es necesaria para que haya comunión sacramental; aunque tampoco pueda decirse que la recibió espiritual. pues que de hecho la Hostia penetró en el seno de aquella Santa. El Concilio de Trento recomienda a los fieles esta práctica de la Comunion y santo Tomás dice sobre esta materia: “Entiéndese que comulgan espiritualmente los que arden en deseo de recibir la Sagrada Eucaristía, y mentalmente comen el cuerpo de Jesucristo bajo las especies sacramentales.” De modo que los que así comulgan, no sólo reciben a Jcsús espiritualmente, sino de la propia manera

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espiritual reciben también al mismo Santísimo Sacramento. En este sentido pudo decir con verdad, San Ignacio, mártir, a los romanos, que él no codiciaba los deleites de este mundo, sino el pan de Dios, el pan del cielo, el pan de vida, la carne de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, y que ardía en ansia de embriagarse con aquella bebida que es la sangre de Jesús, la cual enciende en nuestras almas amor incorruptible, siéndonos prenda de vida eterna. San Alfonso María de Ligorio refiere la visión de sor Paula Maresca, a quien Nuestro Señor mostró dos vasos prcciosos, uno de oro y otro de plata lleno el primero de todas las comuniones sacramentales, y el segundo de todas las espirituales. Juana de la Cruz aseguraba de sí haber recibido muchas veces en la comunión espiritual las mismas gracias de que era colmada en la sacramental, y exclamaba suspirando tiernamente: “¡Oh singular y precioso modo de comulgar!”. De la bienaventurada Agueda de la Cruz se refiere que estaba tan de corazón enamorada del Santísimo Sacramento, que habría muerto, dice, a no enseñarle su confesor, la práctica de la comunión espiritual, que, cuando la Santa la hubo bien aprendido, tenía costumbre de reiterar hasta doscientas veces al día.

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Ciertas almas recaban a veces gracias más abundantes de una comunión espiritual que si la hubiesen recibido sacramental; pero este caso débese tener sin duda como raro, y cuandoquiera que ocurriere, ha de atribuirse, no a defecto en el Sacramento, sino en el fervor del comulgante. Surin escribe: “Acontecíame muchas veces sentir en el alma tan apremiante necesidad de comer el pan de vida, que cuando no comulgaba no sólo desfallecía mi corazón, sino que ni aun para mi alimento corporal podía probar bocado. Privado como estaba del pan y del vino sacramentales, consolábame con tomar un pedazo del que servía para mi escasa comida, y pedir fervorosamente a Nuestro Señor que me comunicase virtud de fortalecerme. Con esta intención comía luego de aquel pan y notaba que tenía para mí el mismo gusto sobrenatural que la hostia consagrada; y esto lo percibía yo tan distinta y sensiblemente, que no me quedada duda alguna, según me sentía recobrado, de que Nuestro Señor en su bondad infinita, se había compadecido de mi ansia extrema de comulgar, y por aquel medio alimentaba y dejaba satisfecha a mi alma con la substancia de su divino cuerpo, el cual recibía yo, en mi ardoroso afán, con la misma plenitud que si me hubiese dado la comunión un sacerdote.”

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En su Tratado sobre la Oración (cap. LX VI), hablando Santa Catalina de Sena del cuerpo y de la sangre de nuestro Señor, dice: “Este sustento nos da más o menos fortaleza, según es la intensidad del deseo con que le recibimos, ora nuestra comunion sea sacramental, ora sea virtual.” Seguidamente describe esta segunda especie de comunión, llamándola también espiritual. Santa Teresa (en su Camino de Perfección, cap. xxxv), al demostrar cuán importante es al negocio del alma el andar siempre sola en presencia de Nuestro Señor, y no pensar sino en Él durante el hacimiento de gracias después de comulgar, toca de pasada el punto este de la comunión espiritual, cuando al tratar de las disposiciones con que debemos recibir la Sagrada Eucaristía, dice que bastan ellas, aunque no se comulgue sacramentalmente, para recabarnos gracias abundantes. En la vida de Santa :María Magdalena de Pazzis se lee que las religiosas de su obediencia tenían costumbre de comulgar espiritualmente, siempre que por estar en­fermo el capellán del monasterio, o por cualquier otra causa, quedaban algún día impedidas de recibir el Pan eucarístico. Cuando aquello sucedía, tocábase como de ordinario la

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campana para llamar a las monjas al comul­gatorio, y luego de reunidas, oraban en común media hora, y después hacían comunión espiritual. Se refiere de Santa Angela Merici que cuando su su director no la dejaba comulgar diariamente, según ella lo quería, se desquitaba con frecuentes comuniones espirituales que hacía en cada Misa, y a veces se sentía colmada de gracias iguales a las que habría recibido de comulgar sacramentalmente; por lo cual dejó a su Orden como precioso legado, las más vivas recomcndaciones de que no descuidasen esta práctica. ¿Cuál no será, pues, la realidad cuya sombra ejerce tal poderío? Si hubiésemos habitado con Jesús en Galilea, conociendo que era Dios, ciertamente habría sido nosotros todo en todo: habría sido nuestro pensamiento al despertar cada mañana y el último antes de que el sueño nos rindiese por la noche; habría sido lo que fué para su Madre, lo que hoy es para su Iglesia; en suma, lo que debería ser para nosotros en la Tierra, como lo es para los bienaventurados en el cielo. Parécenos a veces sondear con una mirada los abismos de caridad cuya fiel representación es el Santísimo Sacramento, y nos sentimos inundados de júbilo, de amor y de admiración, sin poder ni

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saber intentar otra forma de plegaria que el más profundo y silencioso recogimiento; nuestros labios entonces no se mueven a entonar cántico de alabanzas, pero nuestra alma toda entera se torna coro inmenso de loores; ya empiezan a rodar por nuestras mejillas lágrimas abrasadas de amor y de tierna compunción..., cuando ¡ay! allá en lo interior de nuestra alma resuena súbitamente un importuno rumor mundano, y el amor propio se despierta con su horrible prosa, y la bella visión se desvanece... ¡Oh mísera vida humana! Pero en el cielo no será así. ¿Cuándo nos será dado ver por primera vez a Jesús sin los velos sacramentales, prenda beatífica de nuestro arribo a nuestra verdadera eterna patria?

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PADECIMIENTOS EUCARISTICOS Nuestro Señor quiso desnudar su presencia real eucarística de todo temeroso aparato y de toda regia pompa deslumbradora: por eso la devoción al Santísimo Sacramento está marcada con un sello de afectuosidad, la misma que mana del Sagrado Corazón del Verbo Encarnado su fuente original; porque, en efecto, la Eucaristía fue el esfuerzo mayor, la efusión más exuberante de aquel Corazón adorable; tesoro más preciado todavía que aquel amor que le movió a ofrecerse, aún después de muerto, a la acerada punta de la lanza del soldado para derramar las últimas gotas de su sangre, mezcladas con agua. Y ¿qué uso hacen los hombres de ese Tesoro? Quizá lo aprovechan para dilatar la llaga de aquel Corazón que debiera sernos tan amado…¿Qué es, en efecto, la vida del Santísimo Sacramento sino una serie de padecimientos, henchidos de muda elocuencia? Lo que Jesús padece en la Eucaristía constituye de por sí un misterio, aunque sea un padecer místico, como mística es la muerte de Nuestro Señor bajo los velos sacramentales. Allí está el Dios vivo, el Señor glorificado, y, sin embargo, paciente. También estos padecimiento eucarísticos son pasto

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sólido y nutritivo de las almas sublimadas a las cumbres de la santidad. Cinco son, principalmente: PRIMER PADECIMIENTO Primero de todos, la impotencia a que Nuestro Señor ha querido reducirse en su vida sacramental. El espacio magnífico e inconmensurable de los cielos es recinto estrecho para contener las grandezas de la Humanidad glorificada de Jesucristo: ningún otro ser sino el Todopoderoso y Altísimo posee con igual plenitud su libertad, su poder y su felicidad; por Él y en Él viven las criaturas y todas ellas juntas de nada pueden servirle. De Él toma sus conceptos toda mente; en Él tiene su raíz toda esperanza; de ÉI procede el latido de todo corazón y el impulso motor de todo cuerpo. Pues bien; mirad ahora el estado a que en el tabernáculo ha querido reducirse. ¿Gimió nunca preso alguno en calabozo tan estrecho? ¿Hubo jamás pequeñuelo más apretado en su cuna, ni paralítico más inmoble en su lecho que ese Rey de la gloria aprisionado en los grillos del Sacramento? Allí le tenemos cautivo, encerrado con llave, y le sacamos cuando nos place a vista del

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pueblo congregado, para que se asegure de que allí está. ¡Oh divino cautivo! Con qué palabra se pudiera encarecer aquella sublime abyección y flaqueza en que Tú has querido que mi potestad sacerdotal te ponga, como diciéndome: ¡Mísero pecador, ya que no quieres honrar en mí al Dios Todopoderoso que te ha criado, yo te haré que al menos tengas lástima de mí como de un pobre preso entregado a tu voluntad! Cuésteme lo que me cueste, yo te he de ob!igar a que me ames. Sí que te amaré, ¡oh, Señor y Dios mío! Sí que te daré este corazón, que por tantos títulos es tuyo. Y cuando otra cosa no pudiere, Tú recibirás como homenaje de mi amor el horror que me causa ver lo poco que te amo. SEGUNDO PADECIMIENTO Segundo de los padecimientos eucarísticos de Jesús es su continua sumisión; pues allí Nuestro Señor, no sólo es prisionero sino siervo. Rey de reyes y Señor de señores, Ia realeza y la soberanía le pertenecen por esencia: dominar es su oficio; mandar, su empleo, y Él se goza en la vasta extensión de su imperio, como en la inmensidad

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de su goberna­cion suprema, pues lo primero le da ocasión para desplegar su magnificencia, y lo segundo para ejercer a cada instante su misericordia. Su cetro mide a la eter­nidad; de él penden, no sólo todas las innumerables criaturas existentes, sino millones de mundos increados, pues acaso la creación está en su comienzo todavía, quizá los ángeles y los hombres no somos sino primeras series de otros innumerables órdenes de criaturas que han de habitar en tiempo ulterior el espacio inmensurable. Pues bien, jamás soberano alguno de la Tierra descendió, por abdicación, del trono para humillarse hasta el extremo que en su vida sacramental ha querido abatirse nuestro Rey Jesús. Diríase que reina absolutamente en todo el universo, excepto en los corazones humanos, y que éstos, en uso de su libre albedrío, gozan la tremenda facultad de apartarse de la obediencia a su Creador debida. Pero cabalmente esta sumisión que el hombre puede, bien que tan a costa suya, negar a Jesús; esta sumisión, digo, es la que Jesús con ahinco mayor codicia; para conquistarla, exclusivamente para eso, bajó a habitar entre los hombres, y a fin de lograrlo, se hará siervo de ellos, como Jacob, para lograr la posesión de Raquel, sólo que esta su servidumbre no durará, como la de Jacob, solos catorce años, sino

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que se perpetuará hasta el último día del mundo; no hay forma alguna de yugo a que no se someta de buen grado cuandoquicra que se le ordene; Dios, Omnipotente como es, obedecerá como esclavo a la voz de un sacerdote sacrílego, al feroz capricho de un tirano déspota o de una turba impía; nada le parece excesivo para probar su obediencia. TERCER PADECIMIENTO Jesús nos ama con amor tan fino, que por nosotros no ha vacilado en reducirse a la condición de cautivo y de siervo; y ¿cómo le pagamos este amor? Con desdenes y con injurias. Este horrendo abuso de nuestro libre albedrío es el tercero de los padecimientos eucarísticos. Bien sabía Nuestro Señor que no podía la criatura, ni aun su Madre misma, la amantísima María, amarle como Él merece ser amado, y que sólo Él era capaz de amarse dignamente a sí mismo; pero al menos tenía derecho a exigir que los hijos de los hombres le prefiriesen a todos los bienes de este mundo, o que se doliesen de no amarle más, y se estimulasen mutuamente a ofrecerle culto más fervoroso, y una más filial ternura. Pues no. La Tierra sustentará hombres bastante perversos para ultrajar con

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blasfemias, desprecios, negaciones y sarcasmos el amor de nuestro Jesús: unos le agraviarán con desdenes, esquivando acudir cuando Él los llama; otros, en cambio, acudirán sin que Él los llame, ¿para adorarle? No, al contrario, para agraviarle con irreverencias y sacrilegios. Y nosotros mismos, los que de fieles nos preciamos quizá, ¿qué hacemos sino ofenderle con nuestras negligencias, ingratitudes, frialdad, familiaridad impertinente o voluntarias distracciones? ¡Dulce Jesús mío! ¿Cómo tienes paciencia para aguantar nuestros pecados? ¿Por qué no te has llevado a los cielos ya este precioso misterio, interrumpiendo el Sacrificio incruento y arrancando del tabernáculo 1os velos sacramentales? Cuando escogiste para ser uno de tus Apóstoles a Judas, harto sabías que traidor había de venderte; cuando cargado con la Cruz y chorreando sangre trepabas a la riscosa cima del Calvario para beber el cáliz que te presentaba la justicia del Padre, bien preveías cuán poco el mundo había de curarse de aquel su Creador que por los hombres iba a morir en suplicio tan afrentoso. Pero ¿podías igualmente prever en aquella grandiosa noche del Jueves Santo, la ingratitud con que los hombres habían de pagarte el admirable presente que para ellos instituías? Y si la previste, como fué sin duda, ¿por qué prodigio de

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condescendencia quisiste darte a nosotros en este misterio, cual si te creyeras pagado con el más leve tributo de nuestro mezquino amor? ¿Quién: podrá sondear los abismos del tuyo? El deseo de ser amado es en Ti pasión maravillosa qué ningún entendimiento creado pudiera ni aun concebir. CUARTO PADECIMIENTO Te humillas, y por eso mismo, en vez de admirar tu abyección sublime, hay quien te insulta. En esto consiste el cuarto de tus padecimientos eucarísticos. ¿Por qué vino a nosotros el Señor en estado de tan milagroso empequeñecimiento y anegado en humillaciones cuyo espectáculo nos asombra? ¿Por qué en este misterioso Sacramento su sabiduría y su poder aparecen como anonadados, cual si en efecto hubiese querido tocar las orillas del abismo de la nada, y desvanecerse en él para ser de nuevo creado? ¿Por qué tan solícitamente abajó su sacratísima persona de todo cuanto pudiera granjearle el respeto o conciliarle la estimación de los hombres? ¿Por qué quiso revestirse de cuanto hay de despreciable en la Tierra? El sentido de tanta abyección era hacerse accessible a nuestro amor.

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Y, sin embargo, ese mismo empequeñecimiento, esa misma accesibilidad, esa misma exigüidad de gastos que cuesta el conservarle su vida eucarística, todo esto se vuelve contra Él; todo cuanto su divino amor quiso que fuese poderoso estímulo al amor del hombre, la humana malicia lo convierte en otras tantas ocasiones de agraviar a la divina bondad. Los hombres le repelen cabalmente a causa de la misma paternal condescendencia con que les tiende los brazos para estrecharlos en su seno; y ora niegan su presencia real, ora desnudan de todo ornato sus altares, ora, en fin, estiman en este misterio, más bien la conveniencia personal de ellos que su condescendencia. Verdaderamente, mirada por encima y con los ojos del mundo la realeza de Jesús es entre todos los reyes, por su aspecto, el que menos se muestra como tal. Pero así lo quiso su amor, y ciertamente si el nuestro fuese más avisado, comprendería que esa misma. abyección de nuestro divino Rey es la mayor de las maravillas de Dios, y que jamás se ha manifestado tan visiblemente su omnipotencia, como al mostrarnos que alcanza al extremo de rebajar su majestad infinita hasta el fango de la tierra; por último que jamás es tan adorablemente puro como en el momento que los hombres le

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arrastran por el lodo. Tremenda lucha, Señor, hay trabada entre nuestra malicia y tu amor. ¿De quién, al fin, será la victoria? ¿Será posible que Tú acumules todas las trazas de la más ingeniosa humillación para recabar nuestro amor inspirándonos lástima, y que nosotros convirtamos cada cual de esas trazas misericordiosas en otros tantos dardos para traspasar tu Corazón sacratísimo?... No puede ser así: Tú desarmarás nuestra malicia por el exceso mismo de tu admirable paciencia; Tú vencerás nuestra dureza por la dulzura misma de tu indulgencia y por los encantos de tu constancia. ¡Oh, majestad a quien nada puede causar enojo! ¡Oh, poder que así renuncia a los rayos de su justa ira! Se te pisotea y no te quejas; te hieren, derraman tu sangre, y tu pecho no exhala ni un gemido. ¡Cuán elocuentemente aboga por Ti tu propio silencio en el corazón de los hombres! ¡Cuánta conquista logras por el mero hecho de esa tu abyección tan profunda con la cual, no tanto tratas de combatir y domeñar el orgullo del hombre como de traerle, a punto de que te ame y de que pueda y quiera cada vez amarte más!

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QUINTO PADECIMIENTO Es la triste soledad en que a Jesús se deja no visitándolo. Cruel esquivez de los hombres comparada a la innumerable corte que incesantemente le rodea en el cielo de culto inmaculado. ¿Qué profeta hubiera nunca osado predecir que después de bajar a la Tierra todo un Dios, hermosura y sabiduría increadas, y fabricar su morada entre los hombres, habían ellos de esquivarle cual si fuese un extraño vagabundo, plagado de lepra, gusano de la tierra, no ya hombre? Tentados estamos de extrañar que las rocas mismas de las montañas, removidas por la presencia de Dios, no se hayan levantado de sus quicios para formar nuevas cordilleras en derredor del tabernáculo sagrado, mientras las fieras alimañas, cobijadas en el hueco de las peñas, saliesen también de sus guaridas a recibir la bendición del Altísi­mo, presente en la Tierra, como con Adán lo hicieron en el paraíso. Pues si tal pensamos de los seres inanimados y de los brutos, ¿qué no debería ser el corazón de los hombres ante Aquel que, siendo luz del cielo, se ha dignado descender a esta obscura región para iluminarla? ¿Cómo es posible que, igualado así el

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Cielo con la Tierra, no se iguale la Tierra con el Cielo haciendo del culto del Santísimo Sacramento oficio, profesión, ocupación, afán y regocijo de todos los hombres? Al ver que el templo no es morada habitual y casi única de los fieles, apenas puedo explicármelo por el hecho inevitable, como ordenación que es divina, de que todos tengamos que trabajar para comer y emplear la mayor porción del tiempo en satisfacer las necesidades materiales de nuestra vida. Sin esto, repito, el templo debería ser nuestra morada única, y eso no sólo de unas cuantas almas privilegiadas, sino de todas, porque por todas quiso morir; es decir, las que han sido y fueren hasta el fin del mundo. Porque, como ya un filósofo francés lo había dicho, Dios ama a cada hombre tanto como al género humano entero. Eterno como es e infinito, todo lo que ama lo ama inmensamente. Cuando quisieron hacerle Rey de Judá, en el punto se escondió de la gente; y hoy, que no pide sino un poco de amor, los hombres se esconden, deseando que no los vea. Mientras estuvo solitario en el desierto, las fieras alimañas fueron a hacerle compañía, gozosas de verse así agrupadas en torno de su Creador y clavando las pupilas rutilantes en la hermosa faz de aquel Adán segundo. Mas ¡ay! que ni aun homenaje análogo a este mudo

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e inconsciente interrumpe la negra soledad que en muchas partes rodea al tabernáculo; apenas se ve allí otra señal de honor tributado a la Majestad excelsa que la lámpara, pobre y mezquina tantas veces. ¿Cómo es possible, Señor, que las criaturas, o no se acuerden de tu compañía, o no se agraden de ella? ¿Hay, por ventura, ambiente tan vivificador como el que se respira al pie de tus tabernáculos? Y aquella pobre lampara que allí arde como temerosa, y aquel velo del tabernáculo, raído tal vez o remendado, que nos avisa de que estás allí presente ¿no deberían ser estimados, como otros tantos recuerdos de la humilde casa de nuestro Salvador? ¿Por qué y para qué, Señor y Dios mío, quieres morar ahí, sin los cánticos del cielo que te alaban incesantemente, sin incienso de adoración que a toda hora elevan a tu trono las legiones seráficas, y sin los torrentes de abrasado amor que tantos espíritus bienaventurados difunden como fecundante riego en los vergeles celestiales? Ahora entiendo bien aquellas tus palabras: “¿Qué pude yo hacer por vosotros que no haya hecho?” Sí, Dios mío, sí; es verdad: hace ya largo tiempo que tu misericordia ha colmado, no ya las medidas que caben en nuestros mezquinos cálculos, sino abismos que jamás habríamos podido concebir.

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CONCLUSION ¿Qué podemos decir a vista de tus padecimientos eucarísticos, de tu vida de impotencia, de continua sumisión, de amor agraviado, de humillación insultada, de triste abandono; en suma, de esta tu segunda Pasión, más cruel todavía que la del Calvario? ¿Que podríamos decir, sino repetir contigo que nada de cuanto podías hacer por nosotros lo dejaste de hacer?

QUE TODA LA TIERRA SEA, CON LA VIRGEN MARÍA, GLORIA DE DIOS

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