Un domingo en Život

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Un domingo en Život Odette Diguero

Editorial Tambor


Un domingo en Život © Odette Diguero, 2020 Impreso en: México Fotografía en cubierta: © Balbina Iga, 2020 1ª edición: septiembre, 2020 Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en forma alguna ni por ningún medio sin la autorización por escrito del editor.


Para Odette, David y David



Índice Tenedor

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Alberto

2

Nicolás

7

Mónica

12

Víctor

18

Sofía

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Carla

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Tenedor  Tengo un tenedor, tentado estoy a usarlo. Puedo clavarlo en el amor o ensartarlo en el desprecio. Tengo un tenedor, tenderlo bajo el sol y ver su esplendor o perder el control. Tengo un tenedor, tenaz puede ser, al comer lo mejor y al beber un error. Tengo un tenedor. Tengo temor tengo dolor y tengo valor.

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Alberto Al salir hacia el coche escuchó a su mamá gritar que se les hacía tarde. Cuando llegó al carro descubrió que su hermano Juan ya estaba ahí, hasta con el cinturón puesto. Solo faltaban su hermana Carolina, su papá y su mamá. Esperaron cinco minutos hasta que llegaron todos. Su mamá iba gritándole a Caro que por qué esperó hasta los últimos diez minutos para empezar a alistarse. El camino al restaurante fue en silencio. Cada quien pensaba en sus diferentes asuntos. Alberto, por su parte, pensaba en ella. Se preguntaba si la vería hoy. No sabía ni siquiera su nombre pero sabía que era la mujer más bonita que había visto en toda su vida. Verla era la mejor parte de las comidas de los domingos. Sin embargo, Alberto creía que era el chavo más penoso del planeta y nunca le había hablado. Ya la había visto por varios domingos. Él iba al restaurante cada domingo sin falta, incluso cuando se rompió el pie, su madre lo obligó a ir. Ella no iba todos los domingos y tampoco tenía una familia tan grande como

la

de

Alberto.

Cuando

iba,

estaba

acompañada de su papá. Se veía que tenían la misma edad. Alberto se preguntaba qué pensaría de la mesa de doce que reservaban sus abuelos a las

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dos de la tarde todos los domingos. Seguramente ya los había visto. ¿Se habrá fijado en él? Esperaba con todas sus ansias verla ese día. Al llegar al Život, buscó todo alrededor para ver si estaba ella. La respuesta era que no. Dejó ir un suspiro de decepción. Ya no quería estar ahí. Las comidas se habían vuelto monótonas y aburridas. La única razón por la que quería ir era por ella y, como no estaba, ya no tenía porqué estar ahí. Siempre eran los mismos temas de conversación. Mientras contemplaba el restaurante sus ojos cayeron

en

sus

abuelos

que

lo

saludaban

entusiasmadamente y puso una sonrisa fingida en su rostro. La anfitriona los llevó a su lugar habitual y Alberto saludó a todos. Primero a su Tito y a Tita. Después a sus tíos Flor y Pedro y sus gemelos recién nacidos. Por último al hermano de su mamá, Manuel. Los adultos empezaron a platicar de lo típico: el clima, la comida, los hijos, bla bla bla. Alberto en realidad no hablaba con nadie. Le gustaba hablar con sus abuelos pero últimamente estaban más interesados en conversar con los adultos que con él. De vez en cuando le preguntaban que cómo iba la prepa. Sus tíos no le caían bien. Sus primitos no existían hasta hace 3 meses. Entonces se la pasaba en su celular o platicando con Juan y Carolina. El mesero les tomó la orden pero Alberto pensaba que eran la familia

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más predecible y él solo tomaba su orden por cortesía, seguramente se la sabía de memoria. Cuando el mesero trajo sus bebidas, Alberto levantó su mirada hacia la puerta y, justo en ese instante, se abrió y entró ella. Su corazón dio un vuelco. —Alberto, ¡te estamos hablando! ¿Pediste una limonada? —le gritaba su mamá. —Ah, si, yo, por favor, gracias —dijo Alberto regresando a sus sentidos. Durante ese momento los habían sentado a ella y a su papá. La mirada de Alberto buscó frenéticamente para ver dónde habían quedado. Por fin los vio en una mesa en la esquina opuesta del restaurante. Se rindió. Cualquier posibilidad de hablar con ella hoy se había esfumado. No había manera de llegar hasta la otra esquina del restaurante sin que ella lo viera venir. Además parecería un obsesivo y un raro. Hoy no iba a ser el día. El mesero trajo su comida: una hamburguesa con tocino y sin pepinillos. Mientras comía, echaba un vistazo a la mesa de ella. No iba a poder hablar con ella pero por lo menos la podía ver. Vio que pidió una limonada de fresa y que después le trajeron unos tacos. —¿Qué

tanto

ves?

—preguntó Juan.

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¿A

quién

buscas?


Alberto se sacó de onda. Pensó que no era tan obvio. —A nadie. Sigue comiendo, metiche. Llegó la hora del postre. Los jóvenes siempre pedían brownie con nieve y los adultos el flan. A sus abuelos les gustaba consentirlos y siempre les insistían que si habían comido bien. —Alberto, ¿quieres algo más? ¿Alguna sopa? ¿No te quedaste con hambre? —preguntó como siempre su Tita. —No,

Tita, muchas gracias —respondió

Alberto. No quería que se acabara la hora de comer. Quería seguir viéndola, aunque fuera de lejos. Al momento de pedir la cuenta, le dieron ganas de ir al baño. Un pensamiento cruzó su cerebro impulsivamente. Aunque el baño no quedaba en el camino exactamente, podía usarlo de excusa para acercarse a la mesa de ella y hablarle. ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Que lo rechazara? ¿Que lo ignorara? Ya iba en su dirección cuando volvió a pensarlo y se dio la vuelta inmediatamente. ¿Qué le diría? Ella pensaría que está loco. Se fue a encerrar al baño. Estaba enojado consigo mismo por su indecisión. Parte de su conciencia le decía que lo intentara, que esta era su oportunidad y que a lo mejor no la volvería a ver y siempre se quedaría con la duda. La otra parte de él le decía que lo más

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probable era que la volvería a ver en un par de semanas y ahí podría hablar con ella. Además su familia ya estaba por irse. No funcionaría. Esta última parte de su cerebro ganó. Terminó de hacer sus necesidades y salió. Su familia lo estaba esperando en la puerta. Ya habían terminado. Avergonzado, no quiso dar una última mirada en la dirección de ella. Si estaba destinado a ser, encontraría una manera de serlo. Ya estaba cruzando el umbral de la puerta, cuando sintió que alguien le tocó el hombro.

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Nicolás Nicolás no quería ir al Život. Él quería ir a McDonalds, comprarse una cajita feliz y treparse en los juegos del área de niños. Iba frunciendo el ceño todo el camino. Matías quería ir al Život y, como siempre, sus papás le dieron gusto a él. Nicolás ya sabía que su hermano era el consentido. Siempre le daban todo lo que quería. Ni siquiera tenía que llorar. En cambio Nicolás, para lograr algo, tenía que hacer un berrinche tremendo. Solo que de vez en cuando eso no funcionaba y esta era una de esas veces. Llegaron al restaurante y se bajaron del automóvil. —Dame la mano, Nicolás —dijo su papá. —No —respondió Nicolás. No quería darle la mano. Su papá la agarró a la fuerza y cruzaron el estacionamiento hasta la puerta principal. —¿Mesa

para

cuatro?

—preguntó

la

anfitriona. —Sí, por favor, y si tiene al lado de una ventana para que los niños se entretengan mucho mejor —dijo la mamá de Nicolás. Siguieron a la mesera por un laberinto de mesas. Nicolás tenía que correr para seguir a la par de su papá. El restaurante se estaba empezando a llenar pero aún quedaban unas cuantas mesas

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vacías cerca de las ventanas. Se sentaron y les trajeron las bebidas. También les trajeron un menú de niños a cada uno. Tenía una sopa de letras y unos dibujos para colorear. El problema era que solo les habían traído un crayón a cada quien. A Nicolás le habían dado un crayón rojo y a Matías un crayón azul. Como Matías estaba entretenido viendo los carros pasar y no estaba coloreando, Nicolás decidió tomar el crayón para terminar de pintar la pelota en rojo y azul. Se desató el caos. Matías vio que su hermano había agarrado su color y trató de arrebatárselo. Como Nicolás lo estaba usando y no quería devolvérselo, jaló con fuerza. Eso provocó que se derramaran las limonadas sobre la mesa. Los papás se molestaron pero, como siempre, solo con Nicolás. —Mijito, ¿por qué no te puedes comportar? Devuélvele el crayón a tu hermano. ¡Tú ya tienes el tuyo! ¡Mira el mugrero que hiciste! —dijo su mamá. Su papá estaba haciendo señas para que el mesero viniera a ayudarlos. Nicolás empezó a llorar. Estaba harto. ¿Cómo era posible que sus papás no se dieran cuenta de que Nicolás no tuvo la culpa? ¿O en realidad solo querían a Matías? De cualquier manera Nicolás ya no podía seguir así. Él solo quería colorear. Así que con los ojos llenos de lágrimas, agarró su propio

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menú y su crayón rojo, se levantó y se fue a sentar a otra mesa, solo. Siguió coloreando. Apareció un mesero y Nicolás llamó su atención. —¿Me puede dar otro crayón, por favor? —dijo él. El mesero se quedó extrañado y volteó a ver la mesa de la familia que no había dejado de mirar en su dirección desde que Nicolás se había parado. —Sí, en un momento se lo traigo —dijo el mesero y en un momento se lo trajo. Nicolás estaba contento, coloreando con sus dos crayones. Lejos de su familia que no lo quería. Al momento de tomar la orden el mesero vino con él. —Caballero, ¿qué le puedo traer? —preguntó amablemente. —Una hamburguesa, por favor —dijo Nicolás con mucha seguridad. Ya era un niño grande y no necesitaba de su familia. —Claro que sí, enseguida —dijo el mesero y se retiró. Nicolás seguía contento hasta que llegó su mamá a sentarse al lado de él. Nicolás no quería platicar con ella porque sabía que lo iba a regañar por algo que él no había hecho mal. ¡Había sido la culpa de Matías! ¡Él derramó las bebidas! —Hola, Nicolás, ¿cómo estás? —preguntó su mamá.

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Nicolás no despegaba su vista del dibujo y no le contestó. —Nicolás, te estoy hablando, aunque estés enojado contesta —insistió su mamá. —Mal, bueno estoy bien porque ya tengo dos colores pero mal porque siempre me culpas por todo —dijo Nicolás, y empezó a llorar—. Nunca regañas a Matías y esta vez sí era su culpa. Él me arrebató el crayón que él no estaba usando. ¡Yo ni quería venir a este tonto restaurante! ¡Yo les dije que quería ir al McDonalds y no les importó! Había mucho sentimiento en su voz y se reflejaba en su cara y en los mocos que escurrían de su nariz. Su mamá lo abrazó. Él se rehusó al principio pero después la abrazó también. —Mijito, te quiero muchisimo. Perdón que te sientes así. Tu papá y yo los queremos mucho a los dos y a veces nos equivocamos. Pero no te sientes aquí. ¿Qué te parece si regresas a la mesa con nosotros? Podemos platicar las cosas y Matías se va a disculpar contigo —dijo su mamá. Nicolás no sabía qué hacer. Había disfrutado de su soledad sin que nadie lo molestara pero también había estado muy solo. Decidió darle otra oportunidad a su familia, agarró sus dos crayones, el menú y su limonada y se paró de la mesa. Al llegar con su familia, todos le sonrieron y

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Matías le pidió disculpas por el incidente. En eso, llegó la comida y el mesero sonrió al darse cuenta que la familia ya estaba unida otra vez. Aunque no estaban comiendo en el lugar que él quería, tenía que admitir que su hamburguesa estaba muy buena. Al recoger los platos, el mesero preguntó si les traía algún postre. —No, muchas gracias, iremos a otro lugar por unos helados —contestó su papá, guiñando el ojo y volteando a ver a Nicolás, que puso una sonrisa gigantesca en su cara.

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Mónica El restaurante favorito de Mónica era el Život. Era acogedor y tenía buena comida y excelente atención. Mónica sabía que a Daniel no le gustaba tanto ir, prefería ir a un lugar italiano mucho más caro donde los meseros eran un poco menos amables. Muchas veces terminaban yendo ahí para evitar problemas pero hoy Mónica tenía antojo de sus tacos favoritos y le dijo a Daniel que fueran ahí. —¿Y qué vas a pedir ahí? ¿Esos tacos que muy apenas rellenan? ¿Y de tomar? ¿No prefieres pedirnos una botella del vino que nos gusta? —seguía insistiendo Daniel. —No, mi amor. Hoy tengo antojo de ir al Život. ¿Puedes dejar de quejarte y terminar de arreglarte por favor? —dijo Mónica. No lo dijo en mal

tono,

simplemente

no

quería

seguir

discutiendo algo sobre lo que ya tomó una decisión. Estaba un poco molesta. Desde que se casaron hace diez meses iban casi todos los fines de semana al restaurante italiano, ¿por qué no podían ir al Život sin discutir? Se subieron al carro y manejaron en silencio el trayecto de su departamento al restaurante. Mónica agarró su celular y empezó a checar sus mensajes. Tenía varios del trabajo. Decidió no

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contestarlos porque sabía que ese era un tema muy delicado entre ella y Daniel y si llegaba a preguntarle se enojaría aún más con ella. El trabajo era un tema especial para ellos porque a Mónica le iba mejor que a Daniel y secretamente Daniel resentía esto. Mónica era economista y trabajaba en una prestigiosa firma. Derrochaba elegancia y encanto. Todos la querían y ella adoraba su trabajo. Era su lugar favorito. Daniel trabajaba en una empresa que producía servilletas y papel de baño. Él era mercadólogo. La diferencia entre Mónica y Daniel era que Mónica amaba su trabajo y Daniel decía que lo amaba pero los dos sabían que en realidad no. A Daniel le chocaba estar vendiendo papel de baño de ositos. Al llegar al restaurante pidieron una mesa para dos y esperaron un poco de tiempo. El Život se había vuelto muy popular y, si llegabas a la mera hora de comer, era muy probable tener que esperar. A Mónica no le molestaba pero era evidente que a Daniel sí. —Tengo mucha hambre. El otro restaurante no nos hubiera hecho esperar —decía enojado. Mónica estaba irritada pero decidió ignorar el comentario. Los

sentaron

inmediatamente.

pronto

Mónica

y

los

estaba

atendieron emocionada

porque pidió los tacos que anhelaba desde hacía

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tiempo. Daniel, por su parte, estaba siendo grosero con los meseros y con ella y no se decidía. —No sé qué pedir. Nada me gusta. Necesito más tiempo. Regrese en un rato —dijo Daniel. —¿Te ayudo a decidir? Puedes pedir unos tacos

como

los

míos

o

probar

la

nueva

hamburguesa con chipotle. Podemos pedir unos aros de cebolla para compartir, ¿qué opinas? —dijo Mónica en buen plan, esperando que Daniel dejara su mal humor por la paz. —No, no quiero nada de eso. Ya vi que ni siquiera te pudiste esperar para ordenar tus tacos. No te importó que yo no estaba listo —dijo Daniel. Mónica estaba a punto de contestar exaltada porque ya había tenido suficiente cuando sonó su celular. Era del trabajo. —¿Quién es? ¿Es del trabajo? Anda, contesta. Ambos sabemos que es más importante que yo —dijo Daniel. Mónica silenció la llamada. Fue la gota que derramó el vaso. Ya estaba harta de esta actitud de Daniel y tenían que platicar sus problemas. El trabajo podía esperar. Sabían que no siempre contestaba llamadas los fines de semana. —A ver Daniel, ¿de qué se trata todo esto, tu actitud desde que yo decidí venir al Život? ¿Es por lo del restaurante? ¿Tanto te molesta venir aquí? ¿O tanto te molesta que yo haya tomado una

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decisión y tú te tengas que aguantar? —preguntaba ella.

Sinceramente

quería

saber

para poder

platicarlo, arreglarlo y disfrutar de la comida. Daniel

estaba

desconcentrado

por

esta

reacción. No se lo esperaba. —No es eso. ¡Ni siquiera me preguntaste si yo quería venir aquí! —Pues porque a veces ni me preguntas si yo quiero ir a ese restaurante italiano y no me molesta. ¡Solo que hoy yo quería venir aquí! Así que hice lo mismo que tú haces a veces. Ambos estaban levantando su voz. Daniel se vio en aprietos y decidió cambiar el tema. —Has estado viendo tu celular toda la comida. ¿Son cosas del trabajo? ¿Te gusta echarme en cara que tienes un trabajo muy importante y que estás tan ocupada que te llaman hasta los domingos a la hora de comer? —Así que de esto se trata, de mi trabajo. Para tu información, no he contestado ni un solo mensaje y ni una sola llamada porque tú y yo estamos saliendo. ¿Por qué mi trabajo te molesta tanto? ¿Por qué no estás satisfecho con el tuyo? Entonces haz algo al respecto —replicó Mónica. —¿Ahora crees que porque tú estás tan feliz con tu trabajo todos los demás somos infelices? Pues sabes qué, no. Ese trabajo que tú tienes te consume y sí, me pones en segundo plano. No

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piensas en mí ni en la familia que podemos llegar a formar. Nunca vas a querer tener hijos y te vas a convertir en una de esas señoras que su vida es su trabajo. Más bien, ya eres. Mónica no podía creer lo que estaba escuchando. —¿Hijos? ¿De eso se trata esto? ¿De que no quiero tener hijos todavía? ¿Por qué no me lo decías? Las cosas se tienen que platicar, no echar en cara. Tú sabes que si quiero hijos solo no ahorita. ¿Cómo pretendes que yo sepa que ya cambiaste de opinión acerca de eso? La última vez que hablamos de esto fue —Mónica trataba de acordarse—. ¡Hace dos semanas! Cuando vimos a Mariana y su esposo y sus hijos. Los dos dijimos, y no vengas con que me lo estoy inventando, los dos dijimos que no estábamos listos todavía. Si cambiaste de opinión, basta con decírmelo. Daniel estaba nervioso. Las personas en las mesas adyacentes estaban escuchando. Se había quedado sin palabras. En eso, llegó la comida de ella. —Ahora voy a comer mis tacos que tengo antojo. Por estar echándome en cara las cosas no has ordenado nada. Llama al mesero para pedir algo. Si te molesta lo que hago, no más dímelo. No lo hago por berrinche o para hacerte enojar y si cambias de opinión en algo también dímelo. Me

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enoja más que no me quieras decir las cosas de frente. Ten, te comparto, ¿quieres un taco? Podemos pedir más al rato.

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Víctor El domingo no era un día común y corriente en el Život y Víctor lo sabía. Era el día más ocupado para el restaurante. Venían familias de toda el área metropolitana. Aún así, casi siempre pasaban sin inconvenientes mayúsculos. Típicamente sólo se trataba de clientes exagerados que se quejaban de que su comida estaba fría cuando no era verdad. A veces había un poco de confusión en la cocina pero nada que no se pudiera arreglar. Los meseros se hacían bolas con las órdenes y Víctor tenía que ayudarles y atender a los clientes. Esa era su parte favorita del trabajo. También le gustaba dirigir a los muchachos, ya que la mayoría daba su mejor esfuerzo pero necesitaban dirección. Eran las tres de la tarde y el restaurante estaba lleno como era de esperarse. Había unas cuantas familias esperando mesa. Estaba la familia de siempre que reservaba una mesa para doce y daba muy buenas propinas. Hubo un altercado con una señora de la tercera edad pero se solucionó rápido. Parecía algo familiar. Fuera de eso, no había nada inusual. Sin embargo, Víctor sabía que no se podía dejar llevar por la quietud del día. Aquel 23 de noviembre le había dejado eso muy claro. Recordar aquel día le daba escalofríos. Nunca

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había sentido tanto miedo. A lo mejor en el nacimiento de sus hijas pero aquellos días había estado con su esposa Laura y no era él quien iba dar a luz. El 23 de noviembre él se encontró solo, en un restaurante lleno de gente pero solo. Era un día como ese domingo. Un cocinero le había puesto tocino a la hamburguesa de una señora que específicamente había pedido que no y la señora tiró su hamburguesa al piso en desesperación. Víctor estaba enojadísimo con la señora pero no podía mostrarlo y tuvo que fingir una sonrisa y arreglar la situación. De repente entraron por la puerta principal tres personas vestidas de negro y con antifaces. Víctor no las notó al momento ya que estaba en la cocina enseñándole a María, la nueva cocinera, cómo servir el platillo. Escuchó los gritos de la clientela y de pronto Pepe entró a la cocina gritando. —Jefe, jefe, acaban de entrar tres hombres, con máscaras, tienen pistolas, quieren hablar con usted —Pepe dijo muy agitado. Víctor no supo qué hacer. Por un segundo no sabía que le estaban hablando a él. Se había convertido en el jefe apenas hacía tres semanas. Le tomó un par de segundos darse cuenta que se dirigían a él. —¿Cómo que unos ladrones? ¿Qué quieren?

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—preguntó un poco molesto Víctor. Su instinto le decía que no debía salir. ¡Los hombres tenían pistolas! Él tenía que huir del peligro, no ir hacia él. ¿Qué tal si le disparaban? ¿Si sus hijas quedaban huérfanas? ¿Si Laura quedaba viuda? —Yo que sé pero tienen las pistolas apuntadas a los clientes —mencionó Pepe. Eso trajo de vuelta al momento a Víctor. Su labor era mantener seguros a sus clientes y estando escondido en la cocina no lo lograría. Salió inmediatamente y los vio. Estaban vestidos de negro pero en sus caras solo habían unos antifaces. Se encontraban a medio restaurante, cada hombre apuntando en una dirección diferente con sus pistolas. Los clientes estaban perplejos, unos debajo de mesas y sillas y otros congelados con miedo. —¿Usted es el dueño? —preguntó uno de ellos. Tenía un piercing en el labio. —No, soy el gerente, ¿en qué les puedo ayudar? Les pido si bajan las pistolas, están asustando a los clientes —dijo de la manera más calmada Víctor. No quería que se le notara todo el miedo que estaba sintiendo. —No vamos a bajar nada. Denos todo el dinero de la caja o empezamos a disparar —gritó Piercing. En ese momento Piercing apuntó su pistola justo en la dirección del pecho de Víctor.

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Él sentía su corazón palpitar rapidísimo. Sentía su pulso en todo su cuerpo y gotitas de sudor deslizarse por su frente. —Llévame a la caja. ¿Qué esperas? —gritó Piercing mientras se acercaba hacia él. Víctor volvió a sus sentidos. Se le ocurrió que lo que más quería era que se fueran los ladrones. Y si la única manera era dándoles el dinero de la caja, eso haría. No tenía alternativa. Su teléfono estaba en su casillero, no tenía cómo llamar a la policía y no podía comunicarse con nadie para que lo hiciera. Víctor se dio la vuelta para ir hacia la caja. De pronto se escucharon dos balazos seguidos por un grito agudo. Todo el restaurante volteó para ver de dónde provenían. El tercero de los hombres, que tenía una camiseta con una calavera, tenía su pistola apuntada a una señora. Había disparado hacia el techo. La señora tenía como cuarenta años y en su mesa estaban sus dos hijos. Los tres estaban temblando. —Jefe, esta señora estaba llamando a la policía, ¿qué hago? —preguntó Calavera. —Disparar. A ver si ahora sí aprenden —contestó Piercing. La señora gritó más fuerte que antes. —No NO NO —gritó desesperado Víctor—. ¡Tomen todo lo que quieran solo no disparen por

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favor! Piercing sonrió. —Está bien, no dispararemos. Si ustedes no llaman a la policía. —Entendido —dijo Víctor, un poco más tranquilo. —Todos los clientes saquen sus carteras. Tú, ve a recoger las de la derecha y tú las de la izquierda —ordenó Piercing. Coleta sacó una bolsa del morral que llevaba puesto en la espalda y pasó a recolectarlas. Lo mismo hizo Calavera. Víctor seguía nervioso porque Piercing seguía apuntando la pistola en su dirección. Mientras caminaban hacia la caja, todos los empleados los volteaban a ver, esperando órdenes o alguna señal de su jefe. No hubo ninguna. Sin embargo, de reojo, Víctor alcanzó a ver que Pepe tenía algo entre sus manos. Cuando llegaron a la caja, Víctor la abrió. Dentro había varios fajos de dinero. Él estimó que fácil habían sido unos veinte mil pesos. Era domingo, después de todo. El día más lleno. Piercing dejó de apuntar la pistola y agarró los billetes para meterlos en su propio morral. —Muchas gracias. Ey, ¿cómo van? —gritó a Coleta y a Calavera. —Solo me faltan estas últimas dos mesas —dijo Calavera.

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—Yo ya terminé —dijo Coleta mientras tomaba una cartera de la bolsa y la examinaba. —Excelente. Me voy yendo a la camioneta. No tarden —dijo Piercing y salió. Víctor seguía con el corazón en la boca. Cualquier movimiento y algo podía salir mal. No le importaba su vida, solo la de sus empleados y clientes. Coleta y Calavera por fin salieron corriendo. La camioneta se acercó a la entrada y se oyeron las llantas rechinar. Las puertas de la camioneta se azotaron

y

la

camioneta

se

alejó

del

estacionamiento. Víctor por fin pudo dar un respiro. Se habían ido, con todo el dinero, pero se habían ido. —¿Hay

alguien

herido?

¿Cómo

están?

—preguntó en voz alta a los clientes. Todos estaban perplejos pero nadie contestó. Ahora se podía enfocar en otras cosas, como llamar a la policía. Se acercó a la caja y agarró el teléfono del restaurante. Mientras marcaba se escucharon sirenas de policías. Por la ventana sobre la avenida pasaron tres camionetas de la policía, de las cuales una dio vuelta hacia el estacionamiento del restaurante y las otras dos siguieron por la avenida en la dirección de los ladrones. Víctor se tranquilizó pero estaba confundido. ¿Cómo pudo llegar tan

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rápido la policía si todavía no había terminado de marcar? En eso apareció Pepe. —Mandé un mensaje a un amigo, le dije que llamara a la policía. Nosotros mantuvimos nuestra palabra pero mi amigo avisó a la policía —explicó. —Bien pensado, Pepe —dijo Víctor. El resto de la tarde pasó muy rápido. Los policías lograron atrapar la camioneta y regresaron todas las carteras y los fajos de la caja en el transcurso de la tarde. Empleados y clientes estaban muy agitados pero le agradecían a Víctor por su comportamiento ante todo. Eventualmente, se presentó Mario, el dueño. Víctor tenía un poco de miedo porque no sabía que iba a pensar Mario de todo esto, después de todo era la tarea de Víctor que estas cosas no sucedieran. Tampoco quería saber qué pensaría de que no dudó ni un segundo en entregar todo el dinero de la caja con la finalidad de salvar a sus clientes. —Víctor ¿qué sucedió? Ya me dijeron varios de los muchachos. Los clientes están aturdidos pero dicen que respondió muy bien y que no dudó en ponerlos a salvo —dijo Mario. —¿No está enojado? Recuperó el dinero de todas maneras, ¿verdad? —preguntó Víctor. —¿Enojado? Para nada, usted hizo lo que debió. Al contrario, estoy orgulloso de tener gente

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como usted en mi equipo y en quien yo puedo confiar —le comentó Mario. Víctor recordaba el 23 de noviembre como un día muy importante en su vida. Sintió mucho miedo pero al final tomó las decisiones correctas. Al ver a su equipo se sentía orgulloso de sus muchachos y lo mucho que habían crecido. Se sentía seguro que podría enfrentar cualquier cosa con su equipo de trabajo.

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Sofía Sofía agarró los aretes de perlas y se los puso. Se vio en el espejo y sonrió. Estaba feliz. Venían su hija y su nieta a llevarla a comer. No le importaba a dónde iban a ir. Le emocionaba ver a su familia. Estar en la casa la desesperaba y la hacía sentir sola. Sobre todo en domingo, que era el día que ni la ayuda venía. Sofía acababa de quedar viuda y eso le había pegado muy fuerte. Los recuerdos de Jorge estaban por toda la casa y no la dejaban en paz. Por eso le emocionaba que su hija y su nieta se tomaran el tiempo de venir a verla. Sonó el timbre. —¡Voy! —gritó Sofía. Caminó hacia la puerta y la abrió. Del otro lado estaba su nieta Greta. Era una niña de catorce años con pelo corto y una sonrisa. —¡Abuelita!

¿Cómo

estás?

—preguntó

emocionada. Se abrazaron. —Muy bien, mijita, ¿y tú? ¿Qué tal las clases? —Sofía cerró la puerta y empezaron a caminar hacia la camioneta que estaba manejando su hija Malú. —Hola mamá, ¿cómo estás? —dijo su hija. —Excelente, y feliz que me hayan invitado a comer mis dos personas favoritas. ¿A dónde vamos a ir? —dijo Sofía mientras se subía al carro.

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—Al Život, tienen los mejores tacos del mundo, Abue —dijo Greta. A Sofía le gustaba la comida, y le gustaba ver a su nieta tan emocionada. Sin embargo, el Život traía muchos recuerdos de Jorge. Se acordó de la vez que fueron la semana que abrió. Era la novedad de la ciudad. Al llegar al restaurante, Sofía tomó la rampa para las sillas de ruedas en vez de las escaleras. Los escalones la cansaban mucho hoy en día. No necesitaba nada para apoyarse pero le gustaba que Greta le ofreciera su brazo. Entraron y se sentaron en una mesa cerca de la cocina. Les entregaron los menús y Sofía sacó los lentes de su bolsa para poder verlo. —¿Qué van a pedir ustedes? —trataba de sacar conversación Sofía. Quería que fuera una velada divertida y que ellas no se sintieran como si Sofía fuera una carga. Sabía que Malú estaba cansada de la semana y que Greta seguramente tenía tarea y se estaban tomando el tiempo de venir y sacarla a pasear. No sabía si era por compromiso o deber pero le gustaba porque por lo menos se tomaban el tiempo para buscarla. —Yo quiero los tacos, ¿tú, mamá? —preguntó Greta. —Yo voy a probar la nueva hamburguesa, ¿tú, mamá? —dijo Malú.

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—Yo también —dijo Sofía. El mesero tomó su orden y se fue a prepararla. —Abue

y

¿qué

hiciste

esta

semana?

—preguntó Greta. Sofía se rió. —Esta semana fui al café con Lucía y con Maite. Fui al super y a comprar comida para Don Pánfilo. Empecé a pintar un nuevo cuadro. Es de un frutero. Voy a la mitad. El martes pinté mucho pero me desesperé. Toqué tantito el acordeón pero me recuerda mucho a tu abuelo, entonces paré. ¿Tú qué tal, Greta? ¿Qué dicen las clases? —Muy bien. Estamos preparando el recital navideño de la clase de baile y en la escuela pues todo bien, todo normal. Mamá salió en una cita con un señor —dijo con cara de pícara, delatando a su mamá. —Mijita, ¿qué te dije? —dijo Malú molesta pero siguió contando—. Bueno pues si, salí con un señor, amigo de Caty, la de la prepa. También está divorciado. Me cayó muy bien y nos vamos a ver la siguiente semana otra vez. Mamá, ¿has visto a alguien? —Ay, hija, ¿cómo crees? Cuando estás casada por tanto tiempo como estuve yo, es casi imposible volverte a enamorar. Te acostumbras a la persona tanto que es muy difícil considerar salir con otras

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personas. No me lo puedo ni imaginar —expresó Sofía. Tenía una mirada entristecida, pensaba en Jorge y en lo mucho que lo extrañaba. —Nunca digas nunca, mamá. Ya ves tu amiga, Maite, se casó con uno de mi edad —dijo Malú. De pronto llegó la comida: dos hamburguesas y una orden de tacos. Sofía esperaba los tacos y le dieron la hamburguesa. —Disculpe joven, yo ordené los tacos —dijo Sofía. El mesero la miró confundido. Sacó su libreta con las órdenes. —Tengo aquí 2 hamburguesas y una orden de tacos. Si quiere con mucho gusto se lo cambio —dijo él. —Pues si, por favor lo cambia. Yo pedí una orden de tacos —Sofía estaba molesta. —Mamá,

pediste

una

hamburguesa.

Pedimos lo mismo y yo pedí hamburguesa —decía Malú. Sofía no comprendía lo que sucedía. Ella estaba segura que había pedido tacos y no iba a dejar que le vieran la cara. —Yo pedí tacos. Fue un error del mesero. Él va a aceptarlo y va a cambiarlo —decía impaciente Sofía. —Mamá,

¿no

te

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acuerdas que pediste


hamburguesa? —preguntó su hija. Greta estaba callada, sabía que era mejor no decir nada. —Mijita, ¿qué estás diciendo? —se levantó de la mesa—. Yo pedí una orden de tacos. Sofía estaba terca. Estaba segura de que había pedido una orden de tacos. No se había dado cuenta que al levantarse la gente de alrededor se le quedaba viendo. Ella estaba volteando a ver del mesero a su hija y estaba temblando. El mesero observaba sin decir nada. —Mamá, vamos a sentarnos —dijo Malú y agarró sus brazos para ayudarla a sentarse. —¡No! —y dio un manotazo con intención de pegarle a Malú pero solo le dio al aire. Eso la hizo reaccionar. Volteó a ver a su alrededor y se dio cuenta que todos la estaban viendo. Su hija y su nieta miraban confundidas y preocupadas. Sofía no quería ser una carga y terminó haciendo un escándalo por la comida. Lágrimas se juntaron en sus ojos. Poco a poco se hizo chiquita y se sentó en su silla. Su hija la abrazó. Empezó a llorar muy fuerte. Dejó ir toda su frustración, su tristeza y su soledad. Sentía vergüenza. Había hecho que todo el restaurante volteara. Había quedado como una loca. No debió haber dicho nada y menos haber hecho un alboroto. La verdad era que no se acordaba de que había pedido una hamburguesa y eso la hacía sentir vieja

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e inútil. Seguía llorando. —Mamá, ¿cómo estás? —Malú la abrazaba fuerte. —Abue, ¿quieres mis tacos? —preguntaba Greta. Sofía levantó su cara y sonrió. —Gracias, Greta, no te preocupes. Aquí me como mi hamburguesa —dijo Sofía. Se recuperó. Ya no lloraba. El mesero había dejado la hamburguesa sobre la mesa. Apretó a su hija una última vez y ella se despegó. Se limpió la cara con una servilleta y tomó la hamburguesa. Dio una mordida y sonrió. Aunque no estuviera bien, tenía que dar la impresión de ello, por su hija y su nieta. Sabía que no creían que estuviera bien y cachó las miradas secretas entre las dos. El mesero trajo una orden de tacos y se portó profesionalmente. Sofía no los tocó y se terminó su hamburguesa. Malú y Greta trataban de animarla con conversación ligera. Para el final de la comida, Sofía se había tranquilizado. Seguía sintiendo tristeza pero se dio cuenta que su hija y su nieta estaban ahí para ayudarla, no para juzgarla. En el camino de la mesa a la puerta, Sofía las abrazó a la dos y les dio un beso en la cabeza a cada una.

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Carla Carla le tocó el hombro. Fue una decisión de último momento. Sabía que se arrepentiría si no lo hacía. Quién sabe cuándo lo volvería a ver. Él siempre estaba pero ella no. Dejó la pena a un lado y no le importó que estuvieran sus papás, sus tíos, sus abuelos y su propio papá. Él volteó. Su cara se contorsionó con expresiones de sorpresa. —Hola —dijo Carla. Él no contestó de inmediato. Carla se estaba arrepintiendo de su decisión. Pensó que se había equivocado y que, en realidad, él no se le había quedado viendo todo el tiempo y no debió de hablarle. De pronto, él emitió un conjunto de sonidos de los cuales al final se pudo distinguir un hola. Los dos sonrieron tímidamente. En eso, la puerta se abrió. —Alberto, ¿ya vienes? —preguntó su mamá. Así que se llamaba Alberto. Ella los observó atentamente. —Sí mamá, espérame unos minutos —dijo él y la volvió a ver con una sonrisa tímida. —Soy Carla —dijo ella. Si él tenía prisa tenían que ser concisos y directos. —Yo soy Alberto —y se extendieron la mano

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como si fueran adultos en el siglo pasado. Sus manos se juntaron y las chispas eran casi visibles. Carla ya no sabía qué decir. No había pensado tanto. Volteó a ver donde estaba su papá y vio que él también la estaba viendo. Se empezó a poner nerviosa. Decidió mejor que este encuentro debía ser corto y directo al grano. Se aventó. —¿Quieres mi número? —preguntó ella. Esa pregunta lo tomó desprevenido. Todo este asunto lo había tomado desprevenido. —Este, sí, sí, claro —dijo, mientras sacaba su celular de su bolsillo. Se lo dio a Carla y ella se agregó a sus contactos. De nuevo se sonrieron y, para ya no hacerlo más incómodo, le entregó el teléfono, se dio la vuelta y empezó a caminar a su mesa. —¡Espera! —gritó Alberto—.¿Cómo supiste? Carla se rió. —Llevas viendome desde que entré o al menos eso creo. Y después creo que te quisiste acercar pero tenías que ir al baño. Ya me había emocionado y pues me lancé. Porque también te estuve viendo. Alberto sonrió y levantó su mano para despedirse. Salió por la puerta. Carla regresó a su lugar. Su papá la estaba siguiendo con la mirada pero decidió ignorarlo. Su celular estaba bocarriba sobre la mesa de comer. De

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pronto se iluminó la pantalla y había un mensaje de un número que no tenía registrado que decía “Hola, soy Alberto” y otro que decía “el del Zivot”.

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Este libro se terminĂł de imprimir en MĂŠxico, el dĂ­a 10 del mes de septiembre de 2020.

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