Textos Dispersos - Juan Santis

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Juan Ramón Santis Piña




Textos dispersos © Juan Ramón Santis Piña ISBN 978-956-401-219-3 rpi 309029 autor Juan Ramón Santis Piña | juan.r.santis@gmail.com diseño y diagramación interior y portada Kim López Pizarro | Kalle Estudio impreso en chile por gráfica lom: Miguel de Atero #2888, Quinta Normal, Santiago. edición Segunda edición | Primavera del 2019 Santiago | chile


Textos dispersos •

Juan Ramón Santis Piña



A mis hijos José y Consuelo •



Contenidos Presentación Ayer Portón azul Rosa trasnochada Semana Heladero Hormiga rockera Mi abuela María Emelina Chuleta con puré Segunda clase de inglés El cartero que no sabía leer Dorotea Helga Yo tuve un 4x4 Gran Conde y su castillo de madera Pitama Me sobran dos horas Asiento 15A Mi amigo del primer piso El sofá

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Presentación

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l libro que tiene en sus manos es producto de una recopilación de los cuentos escritos por Juan Santis a lo largo de su vida. Nacido en Santiago en 1964, vivió hasta los 17 años en el pueblo de Lampa. Tuvo un corto paso por Concepción para luego volver a su pueblo natal.El trabajo lo llevó a volar al desierto, hasta Antofagasta, en donde estuvo por 5 años. A sus 24 años se casó con una joven 4 años menor, con quién tuvo dos hijos. En el transcurso de su vida comenzó a escribir poemas y cuentos breves a partir de las experiencias recogidas en sus viajes, las historias de sus familiares, recuerdos de su infancia y momentos con amigos. La influencia de sus hijos ya mayores lo llevó a seleccionar y editar estos “Textos dispersos” en el presente libro que transforma el carácter de los mismos, dotándolos de una coherencia y linealidad al reunirlos para hablar de su vida y de los momentos que pasan, se observan y se registran a partir del acto de la escritura.

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Ayer

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uerida Duendecilla:

Mi amigo el viento comenzó a descansar. Cuento con un tiempo para escribir y que luego una nube te entregue lo que te quiero contar. Unas horas atrás salí en vuelo a hacia el norte de Antofagasta, hasta donde me llevará el viento por el desierto. Este viaje lo estoy haciendo en un vuelo suave, el descanso lo hago junto a unas ruinas que deben ser de un campamento minero que en algún momento existió y me da la oportunidad de hablar con mi amiga la nube. Este desierto tiene cosas que uno no se imagina, cada unos cien kilómetros hay basureros y un arbolito que alguien riega, no existe basura en mi paseo con el viento. Raro en estos tiempos, ¿verdad? La inmensidad de estos paisajes es espectacular, tú miras al horizonte y a unos cien kilómetros divisas una sierra diferente del resto. Esta vez diviso en el horizonte una llamada Sierra Gorda, nombre que recibe el pueblo que se aloja a sus pies. Cerca de este pueblo se divisan camiones llevando algo extraño, algo que acumulan como hormigas. La luna se ve en este cielo diáfano de las cuatro de la tarde, el sol está fuerte, pero el viento logra que no sienta calor. A mí se me olvidó que atravesaríamos el desierto y recuerdo

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con nostalgia a nuestras amigas las flores. Llevo menos de un vuelo y ya comienzo a añorar. Las planicies y cerros tienen distintas texturas y colores, logrando lo que en el sur de Chile vi en los bosques, el cambio de colores. Hace un rato atrás conocí un heladero que viajaba de Antofagasta hacia Estación de tren de Baquedano. Cuando lo divise debía tener unos setenta años. Nuestro amigo el viento lo trataba de llevar, pero solo lograba revolver su pelo. Noté que era un personaje simpático y alegre. Las rocas recordaban cuando los trenes corrían bullentes de gente hacia los diferentes lugares rasgados en la tierra, siguiendo una línea recta, logrando con ella un punto de unión entre los pueblos diseminados por el vasto desierto. Ahora con esas máquinas que llaman buses se pierde esa unión, van directo a cada lugar. Por otro camino que sube por el desierto, todavía se ve un heladero. Se sienta en su caja en la mitad del desierto en un cruce de esas antiguas máquinas largas y se para cuando los que pasan le solicitan uno de sus preciados helados. Cada cierto tiempo en los costados de la carretera, sobre todo en las rectas, nos encontramos con pequeñas casitas a las que llaman animitas, que son los recuerdos imborrables de los accidentes que han ocurrido en este largo desierto. Ya va un gran avance del sol, el paisaje cambia en las tonalidades, mas no en su realidad de soledad. Aparece un lugar que mi amigo el viento nombra como ruinas de la oficina salitrera Chacabuco. Increíble cómo el hombre llega a estos confines y encuentra qué extraer. Tortas de mineral se divisan por el costado de la carretera. Aparentemente es una gran extensión de nada a la redonda. Dejo mi mano abierta en el viento para tomar la tuya, de esta forma imaginariamente recorremos estos parajes juntos.

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juan ramón santis piña •

Un beso por ahora, disfrutaré en silencio, virtualmente junto a ti, de este paisaje que se presenta ante mis ojos. La tierra es fértil, en cada milésima de tierra que recibe agua, existe una planta. Cada lugar con cables tiene cañaveral como antejardín. Hace un rato, cerca del lugar llamado salitrera Chacabuco, un ave subió con el viento y nos acompañó hacia un conjunto de casas que se ven destruidas a la distancia. Acabo de pasar un lugar donde nuestros amigos los árboles están medio secos, pero son árboles en el desierto. Un río aparece de pronto en una quebrada, junto un gran bosque de árboles. Hace un rato vi unas ovejas pastando, ¡sí!, aunque no lo creas, estaba cerca de un lugar que parece una gran poza de agua, llamado tranque Slalom. Pasamos el río, el paisaje cambia, la tierra es más clara por efecto del sol. Ahora vamos por un sector en que el viento se pone suave, es solo una brisa que va hacia el norte, pasamos por una gran planicie. Mis amigos los pájaros reían cuando el viento se convirtió en brisa. Me contaron que ahora nos demoraríamos un poquito más por el desierto. Todas las tardes espero que le hables a la luna al menos unas palabras, pero ya me he ido acostumbrando a que “no llueve, pero gotea”. Yo te envío mensajes con las nubes, aunque no exista respuesta. Muchas veces pienso que te molesta lo que envío, pero igual lo hago, pienso en ti. Volví a volar saliendo del pavimento, es más fácil hablar con las nubes. Con mi sombrero me protejo del sol, aunque mi mano me ayuda un poquito más. Y me queda bien, según lo que dicen mis amigos los pájaros.

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Sigo pasando por lugares nuevos, a lo lejos veo unos árboles con limones chiquititos, una nube pequeña me comenta que es un pueblo llamado Pica. El viento aumentó y nos hizo volar hacia un lugar con raras construcciones de lata. En estos lugares ponen rayas con significado: un pájaro me contó que según un hombre decían “zona poblada”. Debe ser para que no roben lo poco que queda en el lugar. La noche cayó, la luna no está presente, pero estás tú, la duendecita que existe en mis sueños para mí y que me acompaña en los confines del país. Nunca me imaginé hablar tanto con las nubes sin tratar de conocerte un poco más. Es la primera vez que lo hago de esta forma, será la vejez o querer conocer el espíritu de una persona independiente de su de cuerpo de fieltro. Siempre me dijeron que me preocupara de los colores de una duende y así lo hice, mas en un momento dejé de hacerlo, ya no la busqué. Hoy viajo por la inmensidad del desierto enviando mensajes a una duendecilla que no conozco, solo por sus palabras sé que existe. Algo conocido como camanchaca nos hizo ir más lento. Tan lento como nos hemos ido conociendo ambos. Más hablo yo que tú, aunque en tus pocas palabras te convertiste en una persona agradable para pensar, sentir y escribir. He pensado o imaginado la forma de conocernos. Llegar a ese lugar grande llamado mar, para caminar y disfrutar, seguir la ruta a su costado, continuar con el viento hacia los confines de la tierra, para conocernos un poco más. Un beso,

Ramuntcho •

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Portón azul

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oblar desde la carretera hacia el camino rural marcaba el inicio del verano, los cinco kilómetros a baja velocidad esquivando baches se hacían cortos al imaginar la libertad que tendría entre árboles y animales. La curva por la vertiente engalanada por zarzamoras y rosas silvestres permitía divisar la construcción de piedra que daba fortaleza al famoso portón azul. El girar de sus goznes hacía que todos bajáramos corriendo hacia los árboles. Ya cansado por las carreras iniciales, respiraba profundo apoyando mi cuerpo en la enorme palmera, aquella que aparece en todas las fotografías familiares. Era el momento de la caminata en busca de los primos, tendría todo el verano para jugar con ellos. Mientras hacía el recorrido, exploraba cada uno de los rincones que me acompañaban durante la estadía en el campo. Los olmos con sus años y grandes ramas se convertían en el lugar predilecto de la gran fiesta familiar del verano. Escuchamos historias del tío Conde junto a abuelita María en cada una de estas reuniones. Las tinajas de greda eran el sitio elegido para los juegos que requerían de un lugar donde esconderse. Cuántas veces quedé embelesado por el pequeño círculo de cielo que quedaba recortado, la luna caminaba lentamente desde un costado al otro.

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El tranque, al cual llegábamos en un bote azul siguiendo el torrente de un canal de regadío, con ojos de niño pasaba a ser un lago enorme lleno de caimanes, pirañas y cataratas. La torre de agua, situada junto a la gran palmera familiar, permitía disfrutar de una vista panorámica del jardín y plantío de árboles. La huerta de frutales se veía diferente cada año. Lentamente se incorporaban nuevos frutos que generaban un cambio de colores y sabores. Los animales regalones del abuelo cada verano formaban un grupo más diverso. Llegar a la cocina me hacía despertar momentos colmados de sabores. La famosa mama Santo nos esperaba con su alegría y platos atiborrados de aromas. Poseedora de cuanto artefacto se utilizara en la preparación de comida, ella no permitía ayuda ni intromisiones en la elaboración del sagrado almuerzo familiar. Junto a ella siempre estaba Oscarinda, que con su sonrisa y bromas nos daba ánimos para esperar el momento de la comida. Desde las nueve de la mañana no podíamos entrar a la casa por órdenes estrictas de Orlando, que debía velar por la limpieza y orden. Cuantas veces se convirtió en juego el ingresar por una ventana, saltar una reja o solo mirar desde las plantas del jardín.

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Rosa trasnochada

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ada semana se debe realizar el siniestro proceso de cuadratura de ingresos por boletas, facturas y cualquier documento que se venga a la cabeza, para poder cerrar rápidamente la caja de la tienda. La hora del cierre siempre es la misma, mas cada viernes llegan y llegan clientas que solo miran y revisan cada una de las prendas y debemos atenderlas con la mejor sonrisa. Nuestra cabeza loca dice “compre luego señorita de buena familia y estirpe”, deje que este ilustre mortal pueda volver a su morada. El tiempo pasa y con solo dos horas de retraso se puede dar por finalizado el proceso de venta del día y la semana. Qué feliz me siento al subir a mi auto y tomar el rumbo hacia donde vive mi enamorada. Hablé durante la tarde con su “ayuda de cámara” para que nos dejara preparados unos ricos canapés y un traguito suave. Al virar por la muy conocida “costanera de los pobres”, ya siendo más de la una de la madrugada veo una niña vendiendo rosas. Me detengo un momento y le pregunto qué le pasa. Su respuesta es simple: “nada señor. Debo vender estas rosas trasnochadas”. En un acto extraño, se las compro todas. Con ellas la velada de traguitos y canapé, se convierte en una conversación engalanada.

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Semana

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esde que cumplí quince años me dediqué a visitar por las tardes la Biblioteca Nacional. Antes de esa edad no puedes solicitar libros. La sala de lectura me encantaba, al frente tenía una señora que desde su tarima oteaba a todos los presentes, que normalmente no éramos más de veinte personas. Escoger los libros a leer era entretenido, yo lo hacía al azar entre unos kardex inmensos. No se podía solicitar más de tres por sesión, los que debía anotar en una tarjeta de lectura que la señora revisaba cuando los devolvía. Ella muchas veces me ayudó a anotar los diferentes códigos. Luego de muchas vueltas, me dediqué a leer muchos libros en que se hablaba de la Revolución Francesa. La forma descriptiva de escribir me influyó bastante, para expresar una idea necesitaba más de veinte palabras. El viaje a la biblioteca era una aventura, salía del colegio (ahora Centro de Extensión de la Universidad Católica), subía el cerro Santa Lucía bajando por el costado de la Biblioteca Nacional, entraba a la selección de libros, tomaba una de las tarjetas, cerraba los ojos y caminaba al azar. Del kardex elegido tomaba una gaveta contando quince y elegía el libro, para luego escoger los otros dos bajo esa misma línea de lectura. Esta rutina la repetía dos veces a la semana, martes y jueves, pues los otros días tenía clases por la tarde. Los miércoles eran un día especial y esperado con expectación. Ese día sublime visitaba el Cementerio General. Recorría sus calles comenzado con una rutina específica,

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me dirigía al Cristo que se encuentra al centro de la parte antigua, comía mi pan con mantequilla sentado en uno de los múltiples bancos de cemento, mirando a las personas encargadas de realizar el aseo de este centro sepulcral. Ya elegida la dirección y calle, comenzaba la rutina simple de buscar ancestros de cualquier familia elegida al azar, en cada tumba que se repetía un apellido me iba formando historias de vida. En el lugar que se encuentran los bomberos, los imaginaba saltando azoteas, carros tirados por caballos, escalas de madera en casas de más de un piso. Cada fecha evocaba un acontecimiento diferente. Al terminar mi recorrido, visitaba a mis abuelos paternos y el materno. Ahí era diferente. Como a mis abuelos paternos no los conocí, me agachaba para mirar por la rejilla que daba a sus ataúdes, los saludaba y emprendía mi camino hacia la micro de mi pueblo.

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Heladero

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aré en cruce de ferrocarril que aparece en la vastedad de desierto. Miré hacia mi derecha, quedando la vía férrea transformada en una sola línea que terminaba en el horizonte. Mi pregunta fue “¿pasará alguna vez el tren?”. Al momento de mirar hacia la izquierda, vi a un señor de pulcro delantal blanco que me decía “tengo choco crema y mora, ¿se le ofrece alguno?”. Qué extraño me sentí al escuchar esta simple pregunta en la mitad del desierto. Solo por ver si era un espejismo consulté si tenía de piña. “Usted anda con suerte”, me contestó, “me queda el último”. Se lo compré al mismo precio que un helado en la ciudad. Continúe mi camino hacia la faena minera, de la cual volví cuatro días después. El heladero ya no estaba, continué mi viaje con sed.

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Hormiga rockera

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stimada:

Te contaré de una hormiguita que vi hace un tiempo en la selva de Tailandia. La conocí durante unas vacaciones a las que fui en busca del sol eterno. Era una hormiga muy simpática. Una tarde, mientras descansaba sobre mi hamaca en el bosque, la vi, iba montando su bicicleta construida con ramas de bambú muy bien dobladas y amarradas firmemente con otra fibra vegetal. Parecía una hormiga rockera, pues en la parte de atrás de su bicicleta tenía un bambú largo con una bandera roja en la punta. Primero escuché la voz de alguien que discutía con palabras que, al comienzo, no lograba entender. Miré al suelo y descubrí a nuestra hormiga que alegaba contra una culebra, lo último que logré escuchar fue “no te quedes durmiendo sobre el camino, me haces frenar muy brusco. ¿No ves que te puedo atropellar?”. La hormiga enojada tomó su bicicleta siguiendo su ruta por otra huella que se adentraba en el bosque, en dirección contraria a la posición de la culebra. Al día siguiente salí a buscar por el bosque un río de agua cristalina con plantas flotantes, siguiendo la descripción que me dio uno de los lugareños. Logré dar con el río luego de muchas vueltas. Bajé a mojar mis pies cansados y al levantar los ojos vi a la hormiga rockera conversando con

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un mono. Traté de leer sus labios, pero no conseguí saber de qué hablaban. De pronto, el mono tomó a la hormiga y bicicleta con su cola, para de inmediato soltarlas sobre una hoja que parecía un bote. Cómo la moverán, me pregunté. La hormiga empezó a silbar y aparecieron dos libélulas que tomaron la hoja por el frente, comenzado a navegar por el río. Ya se encontraban en medio del agua cuando un cocodrilo se les fue acercando con malas intenciones. La hormiga lo vio por el espejo retrovisor de su bicicleta y fue soltando lentamente el bambú que tenía para la bandera. Se hizo la inocente hasta que llegó el cocodrilo, este abrió su inmensa bocota porque quería comerse a las libélulas y a la hormiga. En menos de lo que canta un gallo, la hormiga saltó dentro de la boca del cocodrilo, buscando la muela o diente con más caries que tuviera y allí enterró su vara de bambú. El cocodrilo quedó tieso por la punzada casi eléctrica que recibió. En ese preciso instante saltó la hormiga sobre la hoja y le gritó: “a la próxima te va peor”, señalándole a las libélulas que siguieran su rumbo. Pasaron los días y volví a caminar junto al río. Me di cuenta de que la hormiga se había hecho amiga del cocodrilo. Él abría el hocico para que ella, con su vara de bambú, le fuera limpiando los dientes, uno a uno. Cuando el pequeño insecto quería atravesar el río, tomaba su bicicleta y el cocodrilo se ponía en forma perpendicular a la corriente de agua, así la hormiguita lo usaba de carretera. En otra de mis tantas excursiones por el bosque encontré a la famosa hormiga andando en bicicleta junto a un elefante. Qué historia tendrá con el elefante, fueron las primeras palabras que salieron de mi boca. Los seguí por más de una hora, dándome cuenta de que el elefante abría camino a nuestra hormiga con una de sus patas. Para ella era

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como pasear en los cerros, pues subía y bajaba por los hoyos que quedaban tras las pisadas del enorme paquidermo. Esta hormiguita no dejaba de sorprenderme. Una tarde al salir del bosque, después de mi paseo de todos los días, por casualidad di con su casa, en donde la encontré trabajando laboriosamente en su bicicleta. Me vio, sonrió y me llamó. “Hola”, me dijo y enseguida me preguntó por qué caminaba tanto por el bosque como buscando algo que se me había perdido, a lo que contesté que solo quería descansar. Luego de un rato de conversación trivial, le pregunté por qué estaba cambiando la vara de bambú por una más gruesa y me respondió relatando una historia simple y emotiva. “Uno de los tantos días de paseo por el bosque, me pilló una lluvia torrencial y por el barro que iba acumulándose avanzaba muy poco. Me fatigué y tuve que descansar en medio del camino. En eso estaba, cuando apareció un elefante por atrás y pisó fuerte sobre mí. Te digo, si no fuera por el bambú con bandera, no te estaría contando el cuento. El elefante saltó de dolor al sentir el bambú filudo entrando por su pata, corrí a ayudarlo, sacando lo que parecía una espina para él. Desde ese día mi amigo y yo nos juntamos viernes por medio a caminar por el bosque, yo voy en mi bicicleta para que él me vea. Además, resulta divertido seguir el ritmo de caminata un elefante”. Tiempo después, un viernes si mal no recuerdo, me di cuenta de que el elefante andaba solo por el bosque, un poco triste. Me acerqué lentamente a preguntarle qué le pasaba. Me comentó que su amiga la hormiga ciclista se había ido de viaje por seis meses, siguiendo un crucero donde había visto a otra hormiguita muy linda. El elefante pensaba que su amiga no volvería, por eso su tristeza. Pero yo sabía que no sería así, nuestra hormiga, antes de partir había dejado un mensaje bajo la puerta de mi casa,

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me pedía que cuidara de sus amigos mientras ella andaba afuera. Así fue como, desde ese día y durante seis meses, caminé con el elefante viernes por medio. Pasábamos a refrescarnos al río disfrutando de una amena tertulia junto a las libélulas, acompañados con los saltos y gritos de alegría del mono. Lo que no pude realizar nunca, por miedo, fue limpiarle los dientes al cocodrilo.

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Mi abuela María Emelina

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e quedó dormida en un dulce sueño.

“Rebeca, cuando golpeen la puerta, corre y abre pronto. Es mi marido Lucho que me viene a buscar. En su yegua de patas blancas al fin me pudo encontrar. Esa yegua corredora con la que mil apuestas le vieron realizar”. María Emelina dejó este mundo un 20 de mayo del 2004. Fueron noventa y nueve años de una vida especial. Hija única de una madre mayor, sus primeros años los vivió en un caserío sureño llamado Pillanlelbún, cerca de Temuco. Sus años de estudio los pasó internada en un colegio de monjas en la ciudad de Río Bueno. Su padre Laureano y su madre Ester la llevaban a la lejana ciudad de Santiago durante las vacaciones, para que disfrutara del teatro y de los conciertos. En la soledad de hija única y en un pueblo solitario, muchos veranos los pasó en el colegio, tocando piano y realizando bordados en pañuelos que luego regalaba por doquier. Su cariño por las monjas y su soledad la hizo quedarse un año más junto a ellas, año en que se dedicó a practicar piano. A la hermosa edad de diecisiete años, su rumbo cambió y su vida se acercó a la ciudad de Santiago, a un lugar llamado Lo Pinto.

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En un fundo cercano vivía un mozo bien plantado que llegó a ser su marido. Las cosas del destino y las lavanderas hicieron que, como por arte de magia, una foto de mi abuelo apareciera dentro de la cesta de ropa recién lavada de mi abuela. Durante uno de los paseos a caballo que solía realizar, conoció al mozo gallardo que por fotos su alma vino a encabritar. El agua que pasó por el estero Lampa fue poca y pronto el matrimonio se vino a celebrar. Rumbo a Santa Rosa, sus bártulos fue a cargar. Llegó a una casona hermosa donde viviría junto a su marido, suegro y cuñado Humberto, nombre que al último de sus hijos quiso dar. En un fundo cercano vivía Victoria, hermana de su marido, cuyos hijos y otros sobrinos recién incorporados a su vida le dieron la alegría y juegos de familia que tan escasos tuvo en su niñez. Los ochenta años de vida que me quedan por contar, los dejaré para otro momento especial.

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Chuleta con puré

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n los momentos en que comenzaba a tomar un exquisito consomé de ave en un restaurant/bar/ discoteque/billar/otros, me acordé de ti y de cómo nos vamos aislando del mundo a causa de las redes sociales. Mediante Facebook me conecto con personas de diferentes ciudades, países, hemisferios, etcétera, y hace tanto tiempo que no disfrutaba un tranquilo almuerzo en un establecimiento de pueblo (Lampa). Los parroquianos difieren en sus gustos y conversaciones. Junto a mí se encuentra un grupo de tres obreros, con su gorro de lana, ojos dormidos por la cantidad de cerveza ingerida, comentando y generando una discusión simple y emotiva sobre la movilización de los estudiantes. Todas las intervenciones las hacen en primera persona, “si mi hijo me pide”. Al fin se ha logrado que la educación sea un problema transversal, el hijo del pobre ya tiene derecho a estudiar. La decoración es especial, carátulas de long-play de Camilo Sesto, un póster de The Doors, Bob Marley en su apogeo, una bola de vidrio en el techo, luces de colores que permanecen apagadas y música en inglés de fondo. El mozo/cajero/barman que atiende sonríe simple mientras prepara dos ensaladas y combinados (pisco con Coca Cola) para una de las mesas. Más al fondo, una familia disfruta de su almuerzo, mientras padre e hijo juegan una partida de billar.

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Entra un parroquiano solicitando un combinado, nuestro barman lo prepara con una ceremonia especial, midiendo la cantidad de licor y destapando la botella de gaseosa respectiva. La entrega a nuestro ávido cliente, el cual en menos de un minuto paga, lo bebe y se marcha deseando una feliz tarde. En ese momento nuestro diligente mozo me sirve la “chuleta con puré” y sonriendo me dice “parece que andaba un poco apurado el hombre”. Retira las botellas vacías de las mesas y vuelve sonriente a su puesto tras el bar, entre ensaladas, licores y cuchillería. Este rico almuerzo de cinco dólares termina con una exquisita macedonia de frutas de la estación. Salgo rumbo a una peluquería, pero a las tres de la tarde las calles se encuentran vacías, el pueblo se recoge en esta tarde fría. Solo la panadería, botillería y farmacia de turno se mantienen con sus cortinas abiertas a la atención de público. Para completar la hora que falta para que el pueblo despierte, acompaño a un amigo al pueblo de Tiltil, aprovechando de realizar una conversación presencial.

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Segunda clase de inglés

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legué al banco a sacar viles monedas para invitar a almorzar a mis bellas y jóvenes profesoras, como el sábado anterior, pero el maldito temporal cortó la electricidad y me quedé sin dinero. Solo con cuaderno y lápiz esperé frente a la capilla el comienzo de la clase. Llegó primero el elder canadiense y su compañero norteamericano, de diecinueve y veintiún años. Las dudas rondaban la cabeza del canadiense, pues trajeron por dos días a su compañero de siete meses. Jugamos a las preguntas de cuándo se casaban, la respuesta rápida fue “dos semanas luego de llegar a mi pueblo, salvo que otro elder me hubiera quitado la polola. Ja ja ja”. Llegaron las hermanas y fui el único alumno de la clase. Los profesores, tres norteamericanos y un canadiense de diecinueve a veintidós años, alegres y felices de servir con sus ideales. La hermana más alegre canta cada una de las lecciones: pronunciación de letras, verbos, frases, todo lo convierte en un himno. Sus ojos verdes chispeantes, su pelo castaño, su sonrisa, la convierten en una profesora especial. La hermana que dicta la clase es profesora. Recta, indeclinable, pero sonríe cuando le pido verbos que no pueden conjugar en su vida de misión: bailar, abrazar, besar. La clase de una hora se hace cada vez más corta, pues mis jóvenes profesores actúan como jóvenes, y trato de seguir sus conversaciones en inglés.

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Al aprender los colores la más alegre comienza a cantar “morado, morado”, pues recordó a una huérfana de Guatemala que le enseñó cantando el color morado y desde ahí lo repite sin descansar. Se siente tan feliz por tener botas de agua y servir a su dios bajo la lluvia. Tan solo pide que vuelva la luz para poder llevar con éxito su actividad de la tarde. El norteamericano me comenta lo difícil que es llevar a cabo su tarea en Colina, cerca de la cárcel. A ellos también les afectan los robos de celulares, cámaras fotográficas, etc. Pero sirven a Dios. Los cuatro desean volver a su pueblo y casarse lo antes posible. Esta vida lejos del mundo terrenal les afecta, como a todos los humanos. Hasta la próxima clase de inglés.

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El cartero que no sabía leer

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n un pueblo perdido en los confines de la cordillera de la Costa, tenía su caseta de correos un señor muy especial. Por la lejanía de su puesto postal, las cartas llegaban cada quince días o más. Todos los miércoles a la salida de la escuela rural, me encomendaban la tarea de ir a preguntar si había cartas para alguien de mi familia. En esa época no llegaban cartas comerciales o de publicidad. La caseta postal era una pequeña casita blanca de más o menos diez metros cuadrados, con una ventana, un escritorio y por los costados unas gavetas en la muralla, que distribuían las cartas por la letra inicial del receptor. Al menos eso creía en mi inocencia de los diez años. Nuestro cartero era alegre y siempre me recibía con una sonrisa, me contaba historias de cartas que pasaban meses en sus estantes sin que nadie las recibiera o retirara. No existía despacho a domicilio, se debía acudir a su casa, magia de historias que viajaban dentro de un sobre y escritas en papel. Nuestro cartero, luego de la plática, me invitaba a descubrir las cartas que debía retirar. Era un placer buscar en las gavetas, mas me parecía extraño que las cartas estuvieran sutilmente desordenadas, entonces sutilmente le preguntaba si podía ordenarlas mientras él buscaba. Él me miraba, sonreía y decía “dale no más”. Luego de jugar con las cartas, ubicando cada una en su letra o gaveta, extraía las que correspondían a padres, tíos,

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primos o abuelos. Tal era su confianza que se las mostraba y las podía llevar a sus destinatarios. Siendo ya adolescente, mi escuela rural abrió cursos para adultos. Mi sorpresa fue mayúscula y placentera al ver a nuestro cartero con un diploma que acreditaba que ahora sabía leer. Desde ese día, al pasar por la caseta postal, se escuchaba su vozarrón diciendo “ha llegado carta, ven a buscarla y aprovechemos de conversar”. De esto han pasado más de treinta años. Ya no hay caseta, pero aún me encuentro por las calles con nuestro cartero rural.

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Dorotea

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lustre Dorotea, en tus mozos años tus crines fueron de un negro azabache que brillaba al sol. Me tocó conocerte ya en la segunda etapa. Me acuerdo del viaje a Lo Fontecilla, cerca del pueblito de Batuco, donde te fuimos a buscar con Cheno, fiel compañero de mis inicios en la agricultura, que mucho me quiso enseñar, aunque me costara aprender. El viaje de ida hacia los cerros fue entretenido en bicicleta, pues después debíamos volver contigo hacia la casa, distante a más de quince kilómetros. Cuando te vi, tus ojos me emocionaron, una quietud envidiable, tu cuerpo enjuto y herido mostraba los años de trabajo y furia del hombre hacia ti. Tomamos tu cuerda, más bien un cordel amarrado a tu cuello, y comenzamos a caminar. Al principio nos daba pena montarte, pues estabas tan flaca que creíamos que te podías quebrar. Los primeros tres kilómetros de camino bajo el sol fueron cuesta arriba y se hicieron eternos. Cada dos minutos querías comer cada brizna de pasto que aparecía. La sequía ese año había sido atroz, por eso te compramos tan barata. Ya llegando al pueblo, Cheno montó la bicicleta y yo te monté a ti. Lo que pesaba a los dieciocho años era poco, ni me sentiste, tus huesos sí los sentí. El caminar lento que llevábamos y la conversación entretenida me hicieron acostarme sobre tus ancas, quedando a merced de tu caminar.

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Las horas pasaron casi volando, no sintiendo los kilómetros. Cada cierto tiempo cambiábamos de método de tránsito (caballo o bicicleta). Antes de que comenzaras a trabajar, te tuvimos dos meses en engorda para que tuvieras fuerza. Los años que me acompañaste los recuerdo con cariño. Tus ojos de nostalgia de un pasado que no conocí me conmovían. Era como ver a Ruibarbo cada mañana.

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Helga

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n la penumbra del amanecer, cada mañana antes de asistir a clases, tomaba el balde de aluminio y el pisito de madera para sacar leche a la enojona de Helga la vaca. Ella con sus cachos de vikingo al revés, por eso su nombre, me esperaba no muy contenta con mi quehacer. Era una dura pelea poner la soga entre sus piernas (la “manea”) y afirmar su cola también. En más de una oportunidad me pilló desprevenido y un gran coletazo me dio por no realizar bien mi trabajo. Yo respondía con cabezazos en su vientre, los cuales nunca le molestaron mucho. Uno de los momentos de tensión mutua era en las tardes, cuando la tenía que llevar a su corral. Yo era el amo y señor, pero no me hacía caso. Corríamos por los potreros tratando de fijar los límites de poder, luego de una hora de choques en alambradas, arboles, etc., nos retirábamos tranquilos al corral.

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Yo tuve un 4x4

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ué alegría sentí cuando recibí mi nuevo 4x4. Su color rojo furioso me sobresaltó, pero pasé de mi Chevrolet gris al Suzuki rojo sin dolor.

Pronto me olvidé de los días de lluvia y barro asustado por los autobuses que mojan cada automóvil que cruza su camino, dejándolos con el distribuidor mojado sin posibilidad de avanzar. Los paseos fueron más entretenidos, ya no solo disfrutaba en los parques o cerros, de camping. Llegaba con mi 4x4 justo al lugar en donde realizábamos el picnic. Mis hijos lo utilizaban como parte del mobiliario del sitio de acampar. Me fui poniendo osado, subí por dunas cercanas a las playas y recorrimos playas desiertas, dejando estelas en el mar. El mundo se abría ante mis pies. Probé subir cerros y montículos, me convertí en un as del volante. Quise sacar fotos para guardar esos momentos maravillosos y sucedió lo inesperado. Uno de los neumáticos de mi gran 4x4 se salió de su eje y volcamos con mi hija. Caímos por el cerro dando tumbos más de una vez. En esos breves segundos, sentí que mi 4x4 no era invencible. La vida es frágil y la silla de mi pequeña no estaba abrochada. La tomé en el aire, poniéndola sobre mi pecho, dejando que todo pasara sin pensar en nada.

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Un árbol me salvo, detuvo el jeep todo desarmado, pero sus ocupantes con vida. Hoy volví a un fiel automóvil, mirando con recelo los autobuses y recordando las aventuras y desventuras en un 4x4.

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Gran Conde y su castillo de madera

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sta mañana quiero recordar a una persona muy especial para mí. Se alejó de este mundo ayer a las tres de la tarde, a los ochenta y tres años. Durante mi infancia estuvo muy cerca de mi familia, especialmente de mis padres. Todos los días pasaba por mi casa a tomar desayuno o almorzar. Él era un romántico. Se levantaba como a las tres de la mañana durante la primavera y el verano, para disfrutar del rocío y del amanecer. Su historia emocional tiene un lugar destacado. Se enamoró perdidamente de la hija de un trabajador del fundo de su padre, dejó todo por estar con ella y tuvo seis hijos por los cuales se preocupó siempre. Ella era treinta años menor que él. Le decíamos tío Conde, apodo que le puso mi padre, pues talaron todos los álamos del fundo e hicieron castillos para secar la madera. Él siempre estaba en esos castillos, incluso vivió un tiempo en ellos. Sí, aunque parezca raro, le gustaba el olor de la madera recién aserrada y que la luz entrara fugaz por las tablas puestas a secar. En su juventud, entre los quince y los diecisiete años, estuvo enamorado de la hermana de mi padre. No le hablaba y para verla algunos días se escondía en unos hornos de carbón que daban al patio de la casa de mi papá. En el atardecer salía, mi papá le daba comida y él partía feliz, pues había estado cerca de su amada.

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• textos dispersos

Es un tío que tenía mil historias que contar. Su vida transcurrió en la pobreza, pues siempre renegó del dinero. Era un idealista, bueno para las carreras de caballos y la bohemia. Ojalá algún día tengamos tiempo de recordar lo que hacía y decía. Fue muy querido por todos. Esta mañana me di un tiempo para comentar y escribir sobre alguien que pasó por la vida y dejó un grato recuerdo en todos los que lo conocieron. Gracias por leer e imaginar cómo existió este Quijote del presente. Su Dulcinea formó su vida nuevamente, pero siempre recuerda a su querido “Viejo”.

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Pitama

V

agos recuerdos me llevan al tranque Pitama, camino a Valparaíso... Niños, ¿quieren ir de pesca y encontrar pejerreyes de medio metro? El tropel de pequeños inocentes de inmediato dijo que sí y en menos de una hora teníamos ordenados nuestros bártulos sobre el camión que nos llevaría al famoso tranque Pitama. Nuestra imaginación generó un barco tipo piratas del Caribe, que surcaría una fluida corriente de agua dulce. Llegamos con brincos y sobresaltos por un camino de tierra a mal traer. La luna nos comenzó a acompañar al tomar una breve, pero empinada bajada hacia el famoso tranque, este disminuyó en volumen, mas no en nuestro ímpetu de pescar los pejerreyes de medio metro. En menos de una hora teníamos armado el campamento más el fuego para asar nuestra cena. Preguntamos por el barco, pero solo teníamos la ribera para la pesca. Tristes y alegres al mismo tiempo, caminamos a pescar. Los pejerreyes no salían de medio metro, solo de doce centímetros, pero éramos felices al fin. Pasaron los años y vuelvo al Pitama. Treinta y cinco años después, el tranque está semivacío por la sequía y un condominio aparece cerca de nuestro antiguo campamento, en una de sus riberas. Como cazuela y causeo de patas en un restaurant cercano. Invitado por uno de los integrantes del condominio, paso la tarde realizando recuerdos de experiencias pasadas.

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• textos dispersos

Cae la tarde y mi rumbo vuelve por Lo Orozco, Los Perales y Colliguay, parajes que escuché a mi padre, que los recorrió hace sesenta años y con cada uno de sus recuerdos me hizo conocerlos. Ahora bajo por Tiltil.

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Me sobran dos horas

M

etro apabullante, veinte estaciones sin descanso de imágenes neutras, colores pálidos, cientos de personas vestidas en una forma casi igual. Negro, gris, pastel, qué pocos matices vemos al pasar. Bajé seis cuadras antes para sentir que la ciudad es vida. Viva en ruido a las seis de la tarde, caminantes con rumbo ya definido y paso rápido. Me sentí un extraño en la misma ciudad en que he crecido, debí preguntar en cada esquina hacia dónde debía dirigirme. Eran simples seis cuadras, pero se me hacían eternas, con paraderos de micro que no conocía y edificios céntricos construidos en espacios casi recortados de la calle. Gracias a la tecnología, continuaba en contacto con la persona que debía recogerme seis cuadras más adelante. De la Alameda a calle Santo Domingo, nunca me había sentido tan extraño: muy pocos saben o quieren decir dónde queda la calle que buscas. Llegué a Santo Domingo, justo en la esquina se encontraba mi amigo en su camioneta. Subí, conversamos de temas laborales, llegamos donde el cliente y cerramos el negocio acordado. Desde ese momento me comenzaron a sobrar dos horas. Llegué antes a mi casa, el ciclo de dejar la mochila, ordenar ropa, sacar comida y revisar noticias se cumplía en treinta minutos. ¿Ahora en qué invierto estas dos horas? No es tiempo para leer un libro, son solo noventa minutos. Ordené la ropa limpia que me llegó hoy, me quedan setenta minutos.

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• textos dispersos

Escucho música, mas no busco algo en especial. Ya invertí los treinta minutos de llamadas por teléfono mientras caminaba de la oficina al metro y las interminables seis cuadras, ya no me quedan interlocutores válidos. Volveré a leer un documento del trabajo que solo son quince hojas, para darle mil vueltas por la noche. Me quedan cincuenta minutos. Recorro el jardín, veo lo mucho que debo realizar en los fines de semana. Reviso la construcción de la casa, ya decidí cómo continuar con la cocina. Será un lugar para disfrutar la preparación de un simple pan con mantequilla, con múltiples luces y sombras que lo transformen en un espectáculo. Primer piso, ventanas, la luz debe entrar sin problema. Los cortinajes permitirán formar vericuetos y nuevas formas. No existirán murallas, solo pilares de madera que separarán dos espacios. Me quedan treinta minutos.

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Asiento 15A

H

oy miércoles me ha tocado viajar a la ciudad de Iquique. Al hacer el trámite de check in del avión, se me ocurrió elegir la fila 15 y la letra A. Como en todas las oportunidades, busqué dentro de los más de cien pasajeros cuál me gustaría que fuera mi compañera de viaje por estos mil quinientos kilómetros, o dos horas. Me di el trabajo durante más de una hora, recorriendo el contorno de la puerta de embarque. La ubiqué, pelo negro, corte simple hasta los hombros. Sonrisa a flor de labios. Me atrajo su vestimenta alegre, pantalón simple de varios colores, dando forma a flores y plantas. Zapatillas suaves y con estilo, de esas que dejan caminar con elegancia, prestancia y comodidad. La ubiqué luego sentada en una de las bancas del aeropuerto, leyendo y utilizando unas gafas sutiles. Subí al bus que me llevaría al avión. De la fila 1 a la 15 formarse y desfilar a sus asientos, mas ella no llegó. Pasaron más de treinta minutos y la vi aparecer buscando su asiento. ¿Saben cuál? El 15 C. Quedamos a un asiento de distancia y más de una vida entre los dos. Yo escribo estas líneas mientras ella devora un libro y escucha música. Generar una conversación en estas circunstancias es difícil, hace un par de años me hubiera sido más fácil, tal vez. No existían equipos de música que te aislaban el resto y la comunicación con otros nacía con naturalidad.

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• textos dispersos

El avión comenzó a aterrizar en Iquique y ella también bajó. Alcancé a obtener una leve sonrisa luego de que se pintara los labios. Bajamos en búsqueda de nuestras maletas. Tomó la suya color violeta y salió hacia los estacionamientos. Alcancé mi bolso de mano y corrí para ver por dónde iba. Al fin de la escala mecánica la esperaba un ramo de rosas y un novio enamorado. Mi teléfono sonó, contesté, abordé mi taxi hacia la ciudad: llegar al hotel y volver a conocer la noche con luna llena.

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Mi amigo del primer piso

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n abril de 1988 comenzó mi primera experiencia laboral formal. Fue un cambio no tan complicado, según mi parecer. Mi desorden mental se plasmaba en los programas que hacía: obtenía lo requerido, pero eran una maraña de código. Mi oficina al comienzo quedaba al centro del edificio. Cuando bajaba en mi hora de colación veía un gordito simpático que saludaba a todos y para todos tenía una palabra, lo que para mí fue una incógnita al comienzo, pues si nunca lo veía salir, ¿cómo los conocía a todos? Las primeras palabras que crucé con él fueron de trabajo, sobre listados de usuarios y lo que él veía o proyectaba sobre cómo debía ser la cobranza de “usuarios”. Para mí era una incógnita de qué hablaba, yo solo ponía la información que él requería y ordenaba los listados como él encontraba que era mejor para su gestión. Me entretenía entregando muestras de los listados que quería, pero sonriendo decía “con esto podemos hacer otras cosas” y seguía proyectando ese futuro que para mí era extraño. Con el paso de los días y meses ya comenzamos a conversar de otros temas, hablamos de colegios, lugares, paseos y de su mujer, Carmen. La mujer que lo había conmovido. Me contó su anecdótica luna de miel. Por otro lado, conocí a la mujer que lo tenía derretido y era simpático ser amigo de ambos, pero no amigo de la pareja.

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• textos dispersos

Cuando me casé ya fui amigo de la pareja. Todavía recuerdo su visita a mi casa con los hijos de Carmen, dos pequeños que venían con arcos y flechas al campo. Siempre lo vi con un chaleco azul, dieciocho años igual. No creo que fuera el mismo chaleco, ja ja ja. Reíamos harto con la inmortalidad del cangrejo. Con los años fue como un ritual elucubrar y formar ideas con él. Su señora era la que me hacía volver a tierra. Con el tiempo dejamos de trabajar en el mismo lugar y fue la única persona que yo visitaba cuando viajaba a Santiago, cuando me fui por trabajo hacia Antofagasta. Cada cien años volvía y seguíamos la conversación que había quedado trunca al irme. Aunque suene mal, hablaba más con su mujer y me encantaba molestarlo, pues se enojaba y luego volvíamos a hablar como siempre. Ella era como mi tutora. Hablando con mi hija Consuelo, solo dije “murió mi amigo del primer piso” y de inmediato me describió a Milton, al cual solo había visto de niña pequeña.

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El sofá

C

uando viva solo tendré un sofá grande y cómodo. En él me sentaré a conversar con los elfos y duendes, sin que nadie me moleste. Visité muchas tiendas, baratillos y lugares buscando mi sofá del futuro. A medida que pasaban los años, le agregaba características de comodidad, restando espacio a los elfos. Los duendes me comentaban que debía tener respaldo cómodo, para leer junto conmigo. Al cumplir veinte años compré el sofá soñado, con el primer fajo de billetes que tuve. Estaba feliz de observar y posicionar el ya famoso sofá en su espacio. Busqué el libro que siempre soñé, la taza de té quedó en la mesita pensada, marcadores, lápices, todo quedó en su lugar. Levanté mi cabeza para mirar sobre el sofá. Duendes y elfos ya no se encontraban junto a mí. Fue una lectura madura y solitaria.

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Colofón Libro editado por Kalle Estudio. Se terminó de imprimir y encuadernar en la primavera del 2019 en los talleres de Lom. Para su composición tipográfica se empleó la familia Garamond Pro para los títulos y el texto continuo. La impresión de los interiores se realizó sobre papel bond ahuesado de 80 gr y el tiraje fue 100 ejemplares. •


El libro que tiene en sus manos es producto de una recopilación de los cuentos escritos por Juan Santis a lo largo de su vida. Nacido en Santiago en 1964, vivió hasta los 17 años en el pueblo de Lampa. Tuvo un corto paso por Concepción para luego volver a su pueblo natal. El trabajo lo llevaría a volar al desierto, hasta Antofagasta, en donde estaría por 5 años. A sus 24 años se casaría con una joven 4 años menor, con quién tendría dos hijos. En el transcurso de su vida comenzó a escribir poemas y cuentos breves a partir de las experiencias recogidas en sus viajes, las historias de su familia, recuerdos de su infancia y momentos con amigos. La influencia de sus hijos ya mayores lo llevó a seleccionar y editar estos “Textos dispersos” en el presente libro que transforma el carácter de los mismos, dotándolos de una coherencia y linealidad al reunirlos para hablar de su vida y de los momentos que pasan, se observan y se registran a partir del acto de la escritura.


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