Cicadidae

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cicadidae christian kent



Para compensar la falta de arraigo a las cosas, a las personas, y para no sentirme tan miserablemente solo, decidí contraer un hábito. No soy dado a los excesos, por lo que pienso que, aunque frecuente, tendría que ser moderado. Y ya que debo acostumbrarme a algo, pienso también que mejor sea una cosa fuera de lo común. Algo en desuso, anticuado, como una pipa. El otoño entró desde el primer día, contrario a lo que suele ocurrir en esta latitud del planeta, de manera inequívoca. El martes pasado sopló un viento frío que desprendió las hojas de los árboles y sacó de las nubes una llovizna fina y continua. Todo esto conviene al propósito de la pipa. Conviene además al pulóver de hilo granate, única herencia que recibí de abuelo Donald, junto a su olor, imborrable, que regresa todos los años con el frío. ¿Me iré yo también antes que mis olores? Es probable que mis ropas acaben en un sitio de beneficencia. Que mi propio olor –olor que desconozco–, se quede con un abuelo abandonado por hijos y nietos en un lugar triste. La idea me trae consuelo. Una parte de mí, el olor que sobreviva en mis ropas, no estará tan solo. Verá películas y comerá la papilla con el viejo hasta que le llegue también a él el turno de traspasar sus propios humores a alguien más. Si no pude unirme a una mujer, si no tuve hijos, es porque preferí esperar a este extraño. El viento cierra la puerta de un portazo y atravieso la noche de otoño con las manos en los bolsillos, sin saber dónde, exactamente, puedo conseguir una pipa.


Comprar la pipa fue complicado. Opté por una pipa larga y angosta, de curvatura elegante. Marca Watson. Me alegró saber – según me explicó el vendedor– que se trata de la clásica pipa de detective. Otra más gruesa y más corta, de cerezo, me recordó a la pipa de Machen. Pero se sentía un poco pesada y, cómo decirlo, menos adecuada para la formación del hábito. El vendedor, un joven largo, flaco y encorvado (cercano en aspecto a una pipa estilo fleur), estuvo de acuerdo. Si tuviese que adivinar, diría que Charlie, así se hacía llamar, fuma en una pipa de espuma de mar, del mismo amarillo pálido que sus manos. Elegir la pipa no fue fácil… Con el tabaco fue peor… Charlie recomienda siempre a los neófitos no llevar un tabaco demasiado picante –como el Perique, de Luisiana–, sino un tabaco aromático y dulce como el Burley americano. Decanté por el clásico blend inglés: base de Virginia, con Latakia de Chipre. La nota ahumada del tabaco oriental me pareció apropiada para el ambiente de la casa. Sería como tener una chimenea prendida siempre. Además, el humo era algo más espeso y sus fantasmas se estirarían bajo la luz de velador creando un halo espeluznante, adecuado para leer. Había parado de llover cuando regresaba a la casa. El aire, después de la lluvia, era frío y trasparente. Mis pensamientos se despejaron también. Casi podía ver a través de las cosas, como si estuviesen hechas de hielo pulido. Veía los corazones helados, las caras tristes, de obreros y ambulantes y oficinistas volviendo a sus casas después del trabajo. Es una pena que no los invite a calentarnos con la braza de la pipa, pensé. Podríamos hablar sobre el otoño, sobre la lluvia. Sobre los olores que persistirán en el planeta, libres de los cuerpos, cuando hayamos muerto.


Con grandes pasos volvĂ­ a la casa. El viento me sacĂł, por segunda vez, el honor de cerrar la puerta.


Descubrí una mujer mirándome. Se veía linda bajo el sol de mayo. Con un halo de irrealidad, de sueño. Ese mismo efecto tenía el sol sobre todas las cosas: el tobogán, los árboles, un perro negro que husmeaba los basureros. El sol de mayo bajó a sus manos, pensé, viéndola pelar una mandarina… Las hormigas llevaban los restos –cáscara, semillas, filamentos blanquecinos- bajo la tierra. Entiendo que en estos días un hombre con una pipa es un espectáculo peculiar y yo fumaba, generoso, delante de las madres y de los niños y de los vagabundos que comparten el pan con las palomas. Hice una argolla para la mujer que me veía y ella sonrió… Yo también sonreí, como diciendo: “sonreír bajo el sol de otoño te sienta bien”. Es una suerte que no tuve que decírselo, ni que ella se haya atrevido a acerarse para charlar. Porque, francamente, estaba muy contento siendo ese hombre que baja a la plaza a fumarse una pipa. No hubiese querido convertirme en otro: por ejemplo, en alguien que habla con una mujer que come mandarinas. El olor de las mandarinas es demasiado para mí. Bajo ninguna circunstancia me hubiese gustado verle escupir una semilla en sus manos, para luego arrojarla, con el espantoso descuido de los comedores de frutas, detrás de sus hombros. Escribí: El sol siempre fue tu primer anhelo y yo, ¿qué puedo hacer al lado del sol? El fuego se extinguió y no traía tabaco para otra carga… En ese instante una pelota de cuero deformada y sucia vino rodando hasta chocar con mis zapatos. Un niño de unos cinco años se alejó de la manada para recuperarla. Me levanté, cogí el balón y se la devolví con un torpe puntapié que la hizo perderse en los matorrales. - ¿Qué es eso? –preguntó.


-

Una pipa. ¿Y para qué sirve? Para fumar. Mi papá dice que fumar mata.

Pensaba responderle que de todas formas morimos cuando ya se había dado la vuelta para reunirse con los niños que pateaban la pelota sin ningún objeto y corrían detrás de ella. Volteé para buscar a la mujer… No estaba… Alguna magia llevaba los restos de mandarinas hacia la hierba.


El teléfono me despertó de la siesta. -

Hola. … Mamá… Bien, bien. ¿Vos cómo estás? …. Qué suerte… ¿Y el viejo? … Me alegro. … ¿Cómo? … Sí, quería llamarte, solo que estuve ocupado. … Ocupado mamá. No sé, cosas. … Salí a comprar… una pipa. … Una pipa… para fumar. … Ya sé que no fumo, decidí que voy a empezar ahora. … No mamá, no es como fumar cigarrillos, es más sano, no se traga el humo. …


-

Es algo que quiero hacer, como un hábito. … Hábito mamá, una costumbre… … No sé cuándo… el fin de semana que viene. Tengo que terminar algunas cosas… … Tengo que cortar mamá, voy saliendo. Dale saludos a papá. … Sí, yo también. ... También yo… Chau…

La luz dorada de la siesta se colaba al cuarto por las rendijas de la persiana. Colgué el teléfono... Cargué la pipa… El humo salió con un suspiro largo… ¿Qué estaba soñando? Traté de recordar… Nada.


Tengo que agacharme para caminar por el pasillo... Es bajo, más bajo que el dieciséis que me lleva a casa… O yo soy más grande…. Atravesamos una calle espantosa y los asientos tiemblan… Casi no se escuchan los vallenatos bajo el estruendo de los asientos… Solo uno vacío junto a la ventana… Al lado viaja un oso hormiguero… Pido permiso y corre las rodillas sin levantarse… Digo gracias entre dientes… No dice nada… No me mira… Viajamos en silencio. Una lengua roja suma un par de centímetros a su hocico largo… Usted no es de por aquí… No… Del Chaco… Tuve que irme por los desmontes. ¿Se acabaron las hormigas? No. Hay más que nunca. Nosotros desaparecemos, las hormigas se multiplican… El monte, las topadoras, los cazadores: tuvimos que irnos. Qué mierda… Sí, vinimos aquí… yo… mi señora… mis hijos… ¿Y qué hacen aquí? Primero trabajé en jardines… Me contrataban por las hormigas… Pero la cosa empeoró…. ¿Y ahora qué? Ahora trabajo en un diario… Redacto exequias, mayormente… Qué casualidad… ¿Casualidad?


Sí, es que puedo morir en cualquier momento y tengo este chaleco granate… Era de mi abuelo… Hay un hombre que debe tenerlo cuando yo muera… es viejo… no lo conozco aún. Tal vez si usted… Disculpe compañero, pero no es lo que hago…. Tan solo tome este papel, si usted no puede, si no quiere… yo entiendo. Sus garras despliegan el papel con dificultad… Flotando en océanos sin barcos Hice lo posible por sonreír Hace un bollo con el papel y lo arroja por la ventana… Se baja… No, un desierto no… Una hoja blanca… Inconmensurable. Despierto.


La doctrina de las reencarnaciones explica que volver como animal es una caída. Pero yo veo algunas ventajas en ser, por ejemplo, oso hormiguero antes que humano. La más notoria: el pelaje. Si tuviera un pelaje espeso no tendría ropas. No gastaría tiempo, esfuerzo, dinero en vestirme. Desperté tarde y no creo que sea buena idea volver a casa con el chaleco granate. Debo hacer el bolso. Cada camisa, pantalón, cada par de medias es otro Christian lanzado a este mundo. Si regreso en las escamas de un pez brillante, no tendría por qué duplicar mis pies en algo tan triste como zapatos. Cada zapato es el naufragio de un pie… Según qué ropa… Viene Christian, el hijo… Ese es Christian, buscando trabajo… Allá va corriendo para bajar los kilos de más… Olvidó la campera en la silla… Pero el pez que desova y caza y huye de otros peces y salta por encima de su mundo es el pez de escamas brillantes. No hay otro… De ser el oso hormiguero, mamá no me vería llegar con el chaleco granate y nos ahorraríamos la tristeza y el llanto de todas las evocaciones… ¡Tan parecido a tu padre! Y un abrazo perverso de madre e hijo y de padre y también el abuelo todos disueltos en el olor muerto del algodón… La tristeza de abrirse las manos con las espinas… Niños encerrados en fábricas cosiendo puños, botones, pegando suelas… El pelaje de un oso hormiguero mecido dulcemente por el viento… Qué tarde se está haciendo…


Al llegar el frío, algunos abrigan a sus perros. Son tan absurdos como una persona desnuda haciendo cola en el banco. Son simpáticos… los niños se ríen… también las tías… el caniche lucha para arrancarse la ternura con los dientes… Nada iguala la belleza de un pelambre grueso… nervioso… Si regresáramos en la piel de un sapo (corazón expuesto), no sería necesaria una corbata para medir nuestra importancia… Nuestro cuello se hincharía, libremente, bajo la luz de las luciérnagas... No es posible atar con una tela ese estruendo… Llevaré el chaleco granate como prueba de este viaje… El viejo lo encontrará en un tronco como se encuentra una piel de cigarra… ¡Buena suerte!.... Y la prendamos a nuestras ropas… ¡Dios, qué tarde!


Encontré a mamá en la casa, encerrada… El olor a encierro era insoportable… Como las flores, como los animales, los muebles necesitan sol, aire nuevo. Al verme llegar se acercó a la ventana y al principio me pareció un vaho blanco de humedad... El camisón, el largo cabello gris, le daban el aspecto de un espíritu. Como adivinando mis pensamientos, dio un paso atrás y se deshizo en la oscuridad del vestíbulo. Es una suerte que vine, pensé, como si yo pudiese arreglar algo. Como si yo fuese menos triste, menos sofocante que aquella casa. Me reuní con la penumbra, como lo haría un gato, o el silencio, y abracé a mamá… No fue el abrazo perverso que había imaginado. Era imposible que en medio de tanta ruina, pudiese representar a papá. Solamente un fantasma puede abrazar a otro fantasma, pensé… Abramos la casa para que entre un poco de aire fresco mamá… Tengo miedo que tu hermano se enfríe y se enferme. Qué voy a hacer si se enferma, estoy sola. Se va a enfermar con la humedad mamá… con el polvo… no con el aire fresco… el aire solamente puede curarnos… Las persianas, hinchadas por las lluvias y el sol, lucharon por permanecer cerradas… El aire fresco, la canción de los insectos, la luz lejana de los astros, el mugido de una vaca invisible ocuparon los espacios de la casa y de pronto ya no estábamos tan solos… Llegaste temprano para la cena… Le dije que salgamos al corredor, que me sentaría bien fumar antes de comer, bajo el mburucuyá.


Le agradecí en silencio que no hiciera comentarios sobre mi nuevo hábito. Miraba la pipa como se mira una libélula bajo la luz… y el pulóver granate… estaba papá con nosotros, ella lo sabía, casi no teníamos que hablar… La luna era grande, las libélulas aleteaban bajo el único foco (estrella inmóvil que quema las alas transparentes de la noche). ¿Y José? Está en su pieza… Desde la pieza de José se escuchaba la voz ahogada de una canción de amor. ¿No ha bajado hoy? No está bien tu hermano… Tuvo ataques... Cree que habla con Dios… Esta mañana caminaba por el patio y alzaba las manos y se agita mucho Christian… Dice que Dios le da el poder de mover cosas con la mente… Yo no sé qué hacer… estoy sola… es mucho mi hijo, estoy cansada... Madre cree en dios. Que la mujer es la costilla de la tierra. Que Jonás vivió en la oscuridad de una ballena. Que los animales, cuantos había en la antigua tierra, subieron organizadamente en parejas al barco de Noé. Es fácil creer en dios, muchos lo hacen. Casi que en una contradicción con el tiempo, se sostienen las más aventuradas fábulas bíblicas como evidencias de que lo sobrenatural existió alguna vez, aunque ahora sea menos frecuente. Pero cuando el milagro se presenta, cuando se mete en uno de nosotros y nos transforma en locos, en profetas, en una fuerza poderosa e incontenible, nuestra fe se torna de espaldas a lo numinoso y entrega sus monedas, su confianza, al discurso inequívoco de la psiquiatría, de la psicología, hasta que el joven que habla con dios regresa a ser “el mismo de siempre”. No sé si creo que José haya encontrado un canal abierto para conversar fluidamente con el dios católico, o con los santos, o con la santa madre, ni haya hecho algo verdaderamente prodigioso como arrojarse a un rosal lleno de espinas o volver de entre los muertos… Tal vez sí, o no. Supongamos que


no es más que una elucubración de su agitada piscología, creamos que no es más que mera “fantasía”: Aristóteles, siguiendo el ejemplo del autor del Crátilo, hurgó en la etimología de la palabra fantasía y se encontró con la raíz griega “phos”, que significa “luz”; es decir, conocimiento. Constantemente entramos por otras puertas a lugares que permanecen oscuros. Una de esas puertas puede ser el sueño, otra puede ser la embriaguez. La locura es una puerta que permanece siempre abierta, o quizás una puerta de cantina que se mece con el viento. Difícil saber si el loco es la puerta o es el viento. Según la doctrina de las reencarnaciones hemos sido conejos, cucarachas, volcanes, árboles. Aunque no creamos en tal posibilidad, hay seguramente en cada uno algún aspecto del conejo, algún otro del volcán y otro más de la cucaracha. Así lo han visto los antiguos habitantes de Mesoamérica, lo ha visto el horóscopo de los chinos, lo han visto los antiguos bestiarios, los niños en sus dibujos, los griegos en sus centauros y minotauros y cancerberos. Desde tiempos inmemoriales hemos convivido, a la par que con las gallinas y las vacas (que ya son fabulosos), con unicornios, lepricons, elfos, gigantes, sirenas, hipogrifos y otros tantos seres maravillosos que tal vez no sean más que cuentos, que las imaginaciones de la humanidad en sus años de infancia, pero que dicen mucho más que el recuento de las guerras y los héroes, o que la historia de las monedas o de los presidentes, sobre quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes podemos ser. Me cuesta, por todas estas cosas, creer que haya un ser humano que deba encerrarse, o que deba echarse a la calle, o que deba considerarse totalmente equivocado. Pues cada uno de nosotros es, en gran medida, un territorio desconocido, un pozo interminable y, por tanto, todas las naves, que nos hagan descender a tales depresiones, o que nos hagan subir a nuestras alturas, deberían izar sus velas. Es una tristeza para mí que hayamos decidido aceptar tantas cosas innecesarias: colegios, métodos, estructuras, relojes, armas, nombres,


políticas, ideas. Y que veamos todo lo que queda afuera con desconfianza; así como los antiguos navegantes veían en los mapas, más allá de lo conocido, a los monstruos marinos y al abismo que abre su boca para tragar los barcos. Es una tristeza que digamos ciertas cosas: “normal”, “verdad”, “mentira”, “bueno”, “malo”, “real”, “ficticio”, “negro”, “blanco”. ¡Como si algo pudiera medirse! Como si pudiera caber, volviendo al ejemplo, la dimensión de una mente en una palabra tan estúpida como esquizofrenia. No creo que un unicornio sea menos probable que una taza o un sombrero. Quien cree no estar loco podría explicarme qué es todo esto que nos circunda a nosotros y al absurdo sombrero: ¿dónde comienza? ¿Dónde acaba? Nos he escuchado decir, con la certeza de quien alza una piedra y siente su peso en la mano: el Universo. ¿Pero qué demonios es? ¿Acaso el cuerno del unicornio? Confieso nunca haber visto algo más allá de la imaginación. Tal vez deban prescribirme antisicóticos, o alguna cosa que me devuelva a la realidad, ya que, si alguna vez la he visto, no la recuerdo.

Voy a tener que llevarle a Asunción la semana próxima… Creo que hay que ajustar sus medicamentos… ¿Ya fumaste todo? Vamos porque la cena se enfría…


Mamá cuenta que en el noticiero del mediodía mataron al gorila para salvar a un niño que cayó dentro de su jaula. Silenciados por la tristeza, José y yo terminamos de comer nuestros bifes… Prendo la pipa para acompañar el té… José sube a su habitación, maldiciendo entre toses sobreactuadas… Los ojos de mamá se humedecen… Apago la pipa… Vuelco el tabaco casi nuevo en la taza… Hasta mañana… Hasta mañana hijo…

(


El campo amaneció sumido en niebla. Las vacas pastan bajo un sol exánime y los pasajeros siguen durmiendo en posturas oblicuas. Cuando murió abuela, la tía Jacinta llamó a todos por teléfono para avisarnos que la casa de abuelo sería demolida y que era la oportunidad de sacar lo que quisiéramos. Madre no quería nada, pero alentada por mis hermanos mayores y por la misma tía, sacó un juego de ratán que acabó por pudrirse bajo lluvias y soles. Encontré a la tía en el altillo, estornudando, y con una voz angustiada que me ordenó que llevara todo lo que pudiese. Todo aquello era verdaderamente triste, y no podía pensar en otra cosa que en irme con las manos vacías. Pero, por no contradecir a la tía, me rebusqué en un viejo baúl de viaje algo que pudiese servir como boleto de salida… Entre servilletas floridas, deslucidos cubiertos de plata y un par de retratos ajados de “Papá Gordo”, como llamaban al papá de abuela Rubí, encontré un par de sombreros y el chaleco granate. Tía Jacinta me miró con sospecha… Me pidió que esperara y bajó a la casa a buscar un par de placas de hierro art noveau originales… Fleur du montagne… Fleur du eau… Dos ninfas rodeadas de nenúfares y algún otro exotismo que abundaba en la aridez de aquellas montañas… Salí de la infancia prematuramente, a los once, y busqué trazar un camino hacia la figura de mi abuelo que –nunca he sabido por qué– la familia ha mantenido en secreto. Whitman y su barba de leche me guiaron en la fundación del vasto y salvaje continente del abuelo. Elvis y Bradbury me acercaron a él, fueron las voces de la complicidad (hay algo de extraterrestre, en los niños, en los viejos… los paisajes de crónicas marcianas, imaginé, serían los mismos que el pequeño Donald vio al salir de su casa en Chicago: dunas anaranjadas, cielos velados por tormentas espaciales, la abdución de vecinos que pasan la


cortadora de pasto). Por supuesto, abuelo ya había muerto… O. Henry y Hawthorne son las historias que pudo haberme contado frente a la chimenea de su casa, antes de convertirse en el lúgubre convento de la viuda Perla…. Cuando todavía era un hogar feliz y los tíos se embriagaban con whisky de maíz con soda y sus voces se acaloraban en discusiones sobre el comunismo y la bolsa de Wall Street… La casa se derrumbó una semana después de que saliera con los escasos tesoros que acepté como herencia… Tuve un sueño esa noche: caían los escombros sobre un retrato de mi abuelo y yo, en blanco y negro… Yo estoy riendo, sin los dientes de adelante, con algo blanco borroso que parece ser un chicle, abuelo me rodea los hombros, su expresión es dulce: es otro niño, pero algo más triste… El colectivo se detiene y una señora con sus hijos se desprende de la niebla… Movido por un impulso, me levanto del asiento y camino hasta la puerta de salida… Aquí me bajo… ¿Tiene equipaje?... No… Los campos cubiertos de niebla, un sol moribundo, dan al paisaje el aspecto de la eternidad… No hay forma de regresar, pensé… Y caminé, sin ideas, hacia las vacas que pastaban la niebla…


Cerca del mediodía tuve hambre y me dolían los pies. Desde lejos se ve como el viento mece la pastura, y el alma, que de acuerdo a Platón no es una propiedad de la naturaleza sino una propensión a la belleza, se siente poderosamente atraída. Pero una vez allí, uno extraña las partes bajas de los faunos, la pezuña invencible, el pelaje nervioso de los osos hormigueros… En la rueda de las reencarnaciones, ciertamente, el hombre es una criatura menor… Estos zapatos no sirven para andar por el campo… Soy lo que resta de los verdaderos hombres, que pisaban sin dolor las espinas y las serpientes, que trepaban los árboles con desaparecidos rabos, que miraban con ojos de águila los confines de la tierra… Nada de eso. Estoy cansado. Mis zapatos se desarman y tengo sed… Cerca del mediodía la niebla se desvanece y el paisaje pierde lo que tenía de fantástico. Me da pena haber bajado del colectivo… a esta tierra de nada: vacas, pasto, árboles, sol sol sol… Animal menor, mordido el talón por su sombra… Tampoco puede alcanzarla… Está cerca, pero en otro lugar, sin sustancia, sin sudor, ni peso… Se agarra la sombra a la voluntad de cada objeto y así roba para sí un destino, idéntico, pero tan diferente que llega a darnos miedo. El pastizal simulaba el lomo de un animal extenso… El viento mecía sus cabellos gruesos… Una breve elevación como un cuerpo tenso, como un homóplato o una pelvis que luchan por desembarazarse de los dientes del sueño, me dio la esperanza de poder mirar a la distancia


Nunca me fueron claros los límites entre la memoria y la imaginación. No sé cuándo comencé a dibujar formas definidas, a figurar el mundo de afuera y no solo el de adentro, para el que fue siempre suficiente una sola línea o un espasmo de pinturas. Pero cuando pude hacerlo, por muchos años, no dibujaba otra cosa que ballenas. Ballenas que parecían gotas o lágrimas. Siempre azules, por lo que adopté ese color como favorito. Los niños deben tener un color favorito, es una de las primeras puertas a la mismidad, un primer espejo. Ballenas esperma, que son las ballenas de las enciclopedias. Sin haber leído a Berger (nadie que conozca lo ha hecho a los 4 o a los 5), dibujaba ballenas con ombligos, otras veces sin ombligos, con orejas grandes y ancas de rana. No importa como… Pero siempre recordaba trazar una serie de líneas curvas que se ampliaban a medida que se distanciaban de la enorme cabeza… Estos eran los signos de un lenguaje, tan claro como inalcanzable, que se disponía a atravesar la vacuidad del océano. Mamá, qué cosas me decías cuando yo estaba en tu panza… Nada hijo, te cantaba arrorrós, recitaba el poema del conejo blanco, de la mona Jacinta… Antes de salir al mundo conocía ya la canción de la ballena. Todos los sonidos, la voz de mamá, el tono grave de padre, el televisor, la sirena de las ambulancias llegaban al útero traducidos en la única y total vibración de la ballena. Las risas de mis hermanos mayores se abrían al agua abierta del Atlántico. Las discusiones y el fervor del vino enturbiaban el mundo cerrado de los órganos latientes. Allá abajo se abría un ojo insignificante, plagio de molusco que prefiere la certeza de la piedra a los secretos del mar. Pero más allá de lo anecdótico, quiero decir que pasa con el mensaje de la ballena algo semejante a lo que uno escucha o dice durante los sueños: en cada sonido se aloja la naturaleza exacta de las cosas… pero ese sentido es tan luminoso, tan claro, que es imposible mirarlo de frente.


¿Qué es lo que ves desde allá arriba, Christian? La curvatura del espacio es ficticia. El espacio es un globo elíptico pero cómo llamar elipsis a lo que no tiene límites. He aquí la piedra, nada de círculo, nada de globo, que sostiene el hálito de todos los sueños, de todos los aromas que persisten después de los cuerpos. He aquí que los olores son los únicos fantasmas de la tierra, previos a la forma, a la flor y la putrefacción. Antes que la manzana hágase esto que no es crujiente ni rojo ni abre sus efluvios en la cavidad de la palabra. Veo los providentes osos hormigueros husmeando la vida subterránea, la manzana inquieta que traslada la vida y la muerte en sus espaldas. Desde aquí, subido al lomo del animal incierto, reconozco el pulóver granate de abuelo, el humo aprendido de la pipa, el esqueleto de la bruma, la tatachiná que exudan los zapallos y las vacas. Presiento la piel abandonada de las cigarras, la vida del hongo, el vientre redondo del espacio.


El anciano imaginario se inclina como un olivo en su Ăşltimo siglo. Entre las entraĂąas de una bolsa negra -bufandas, zapatos, camisas- encuentra el fantasma de una cigarra.



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