Yo edito, tú editas
Ainoa López Riesco / Texto Manuel Prendes Cimadevilla / Diseño Yo edito, tú editas fue una publicación autoeditada con motivo de la exposición colectiva homónima organizada dentro del Programa de Actividades del VII Encuentro de Editores Inclasificables de Salamanca en septiembre de 2019.
¿Libro? ¿Edición? ¿Edición independiente? ¿Autoedición? ¿Edición de artista? ¿Fanzines? ¿Ferias y festivales? ¿Referencias?
¿Libro? Si por alguna razón nos encontramos en la situación de tener que explicar a alguien qué es un libro, con mayor o menor soltura, a todos se nos viene la misma imagen a la cabeza: un buen tocho de folios repletos de palabras protegido por dos tapas duras donde suele aparecer el título y el nombre del autor. Acto seguido, a la mayoría le irán surgiendo pensamientos más abstractos que tienen que ver con ese contenido tan especial de sus páginas. Porque, también, cuando uno piensa en los libros se imagina un objeto casi sagrado capaz de guardar para siempre ideas y formas de pensamiento, historias y leyendas, recuerdos inmortales y voces vivientes de otras épocas. Continuando el paseo por nuestra mente, los vemos expuestos en vitrinas y escaparates de librerías, durmiendo en los cientos de estantes que habitan las bibliotecas, apilados sobre nuestra mesita de noche con rastros de pellizcos en las páginas donde los ojos empezaban a pesar. Y si vamos un poquito más allá, habrá alguno que piense en los libros electrónicos, que ya no tienen forma de libro y viven dentro de nuestros móviles, tabletas y ordenadores. Pero, ¿y si además de estos libros existieran otros más desconocidos que presentan formas y contenidos distintos a los tradicionales? Estos otros libros están ubicados al margen de los circuitos habituales y no suelen compartir espacio con ese tipo de libro que veníamos describiendo hasta ahora. Por eso es más fácil no acordarse de ellos o, incluso, desconocer del todo su existencia. Estos son los libros de artista, los libros-objeto, los fotolibros, los libros intervenidos... Toda una enorme diversidad de nuevas propuestas artísticas que amplían y enriquecen el concepto de libro. Para mí, los libros son, en realidad, una invitación. Ya sean novelas o ensayos; tengan páginas de papel o de tela; contengan letras o imágenes, o las dos cosas; cuenten una, dos, cien historias o ninguna. Cada libro es una invitación a viajar, conocer, descubrir, sentir. Incluso a ser otras personas; vivir otras vidas; otros tiempos; mirar a través de otros ojos bien distintos a los nuestros. Mientras escribía este texto, no ha dejado de rondarme la cabeza un antiguo recorte que mi abuela, voraz lectora donde las haya, conserva pegado en la pared de su cocina, como si fuera un recordatorio de algo muy importante. Y en realidad lo es. En él se puede leer una breve cita que recuerda a todo aquel que se adentre en sus dominios el enorme valor
que para ella tiene la literatura: adquirir el hábito de la lectura es construirse un refugio. Porque para mi abuela el libro es eso, un refugio. Y es que también lo es. Y muchas cosas más. A lo largo de las siguientes páginas se propone una breve reflexión alrededor de cuestiones generales que buscan crear debate en torno al mundo de la edición, la figura del editor y el negocio del libro, los best-seller, los fanzines y todos esos otros libros de nombres extraños. En definitiva, la intención de este pequeño libro no es otra que la de preguntarse acerca de sí mismo.
¿Edición? Si introducimos el verbo editar dentro del buscador ubicado en la esquina superior derecha de la página web de la Real Academia Española y hacemos clic sobre la pequeña lupa que le sigue a continuación, veremos que en la pantalla aparecen, automáticamente, cinco posibles acepciones para esta palabra: 1. Publicar por medio de la imprenta o por otros procedimientos una obra, periódico, folleto, mapa, etc. 2. Pagar y administrar una publicación. 3. Adaptar un texto a las normas de estilo de una publicación. 4. Organizar las grabaciones originales para la emisión de un programa de radio o televisión. 5. Abrir un documento con la posibilidad de modificarlo mediante el programa informático adecuado.
La variedad de significados presente en las cinco definiciones propuestas por nuestro más célebre diccionario hace a uno imaginar la enorme diversidad de tareas que el acto de editar encierra. En términos generales, la edición se podría concretar como el proceso que engloba todo aquello que sucede entre la fase de creación de contenidos y su incorporación última como producto terminado al ámbito público (Gonçalvez, 2016). En el centro de todo ese proceso, se ubica una figura clave cuya profesión se remonta al nacimiento mismo de la imprenta: el editor. Si bien sus competencias han ido cambiando en función de los requerimientos propios de cada época, el rol del editor tal como se conoce a día de hoy tiene su origen a finales del siglo XIX, momento en el que la industria literaria despega y el editor pasa a definirse como “aquel que trabaja con el autor en la preparación de la obra de ficción” (Manguel, 2001). Actualmente, en respuesta a la enorme complejidad del sector editorial presente, sus tareas se han extendido a muchos otros ámbitos, sumándose a las labores tradicionales de lectura, selección y corrección de manuscritos nuevas funciones como la gestión del proceso de diseño o la confección de estrategias de promoción y marketing capaces de posicionar la publicación dentro de un mercado altamente competitivo. Por tanto, podríamos decir que el editor es un mediador entre emisor y receptor cuya intervención posibilita la construcción de puentes entre el acto creador, llevado a cabo por
un autor, y su recepción final por parte del público. Pero, en realidad, es mucho más que eso. Un editor es, además, “un productor, un comerciante y un gestor” (Bragado, 1999). No sólo tiene poder a la hora de intervenir los contenidos o concretar el aspecto final de una obra, sino que él es también el encargado de determinar aquellas creaciones que saldrán a la luz y aquellas otras que permanecerán ocultas en un cajón. De este modo, su papel como seleccionador de formas, contenidos y autores lo sitúa en un lugar destacado como agente activo del devenir literario y artístico. Los editores son “árbitros del campo literario, pero unos árbitros sui generis ya que participan –y de manera activa– en la fijación de normas” (Larraz, 2014). En definitiva, ellos deciden qué obras son publicables al mismo tiempo que las transforman en productos listos para su venta. Y es que no se debe olvidar que la edición es también un género comercial y una forma de negocio. A lo largo de las últimas décadas, factores como los cambios en los modos de producción y consumo, la paulatina identificación de la cultura con los mercados y, en consecuencia, la conversión de la tradicional figura del lector en consumidor, han sido causa directa en la incorporación de las producciones culturales a una nueva dimensión firmemente liderada por el binomio mercado-industria. Todo ello ha derivado en la irrupción de productos culturales de carácter masivo que recurren a la incorporación y reproducción en serie de estereotipos prefijados por la sociedad con la finalidad no sólo de adaptarse a los gustos del lector-consumidor sino también con el objetivo de adquirir popularidad y ventas. De este modo, los libros, en tanto que productos manufacturados, pasan a ser concebidos como bienes de consumo cuya venta, además de cubrir los gastos de fabricación, ha de generar grandes beneficios a muchas escalas. Dentro de este contexto, el sector editorial se ha visto inevitablemente sometido a las condiciones impuestas por un férreo entramado mercantil que obliga a adaptar dichas producciones culturales a las demandas de una fluctuante sociedad de consumo. Es por ello que, muchas veces, vemos cómo se lanzan al mercado productos fáciles y trillados que, lejos de arriesgar, únicamente persiguen la mayor rentabilidad posible. En este sentido, sería interesante preguntarse si cabría hablar de censura cuando nos referimos a los procesos de selección e intervención llevados a cabo por los grandes grupos editoriales.
Por lo tanto, la responsabilidad del editor dentro de esta compleja realidad socioeconómica es sumamente importante, ya que es él quien decide qué se publica, cuándo, cómo y dónde. Pero es que, además, el editor detenta un tercer poder que va más allá de sus labores como mediador y seleccionador: posee la capacidad de otorgar, de forma inmediata, un valor simbólico al libro y a su autor. Porque los libros no son sólo mercancías, sino que también son bienes culturales dotados de una enorme carga simbólica cuya ejecución ha ido tradicionalmente ligada a la idea de genialidad y gloria. De ahí que la edición, además de un estamento comercial, sea vista como un lugar de prestigio, donde la labor del editor, encargado de elevar al escritor a lo alto de la jerarquía social, es asimismo provista de un especial estatus. Esta imagen idealizada respecto de la actividad editorial, ligada a la ilusión del todo gratis en el acceso a la cultura, ha derivado en una construcción irreal en torno a las figuras tanto del editor como del autor, quienes son percibidos por muchos como dos filántropos al servicio de las artes y las letras que realizan su labor de una forma, más o menos, altruista. Nada más lejos de la realidad. Esta idea se contrapone de lleno a los modos de hacer empleados por los grandes grupos editoriales que dominan los mercados, los cuales, en cierto modo, se benefician de ese halo mágico que envuelve a la literatura. Y más aún, con ella se pone en peligro la labor de creadores y productores ubicados al margen de esos grandes grupos, quienes ven su trabajo absorbido por un sistema que pretende la generación de proyectos culturales sin retorno económico. En España, la crisis económica de la última década ha transformado el panorama editorial del país. El proceso de concentración protagonizado por varias casas editoriales ha dibujado un nuevo escenario en el que son sólo dos los grandes grupos que, actualmente, se reparten el mayor porcentaje de ventas: Penguin Random House y Planeta. Éste último, el cual engloba más de cincuenta sellos editoriales, se ha erigido como el primer grupo editorial en lengua española del mundo (Esteban, 2016). No obstante, esta última década de crisis también ha traído consigo la aparición de un buen número de editoriales independientes dispuestas a hacerse un hueco en las estanterías de lectores y librerías. El impulso de las redes sociales, la visibilidad a través de Internet o el abaratamiento en los costes de producción han dado la oportunidad a estos emprendedores del libro de lanzarse a la piscina y fundar su propia editorial.
¿Edición independiente? La edición independiente representa una categoría más de la enorme diversidad de prácticas relacionadas con la selección, producción y distribución del libro que se engloban dentro del conjunto de la edición, donde la etiqueta de independiente se ha terminado por posicionar como lo opuesto a aquellos gigantes editoriales, consagrados por los medios y el mercado, que tienden a priorizar el rendimiento económico sobre el valor literario. De manera general, cuando se dice que algo es independiente en términos de producción cultural suele referirse, por un lado, al carácter local del capital del que la empresa se nutre y, por otro, al menor tamaño de ésta con respecto a las grandes casas editoriales. Ciertamente, uno de los atributos principales que definen al editor independiente es, valga la redundancia, su independencia económica: él es el dueño del capital y no depende de un grupo de accionistas que puedan condicionar la deriva de su empresa. Otra posible acepción para el calificativo independiente alude a las notables diferencias que existen entre los catálogos propuestos por las editoriales independientes y los elaborados por aquellas otras de corte más comercial. Es decir, este particular uso del término independiente estaría apelando a todas esas colecciones de libros sacadas al mercado que se alejan, en gran medida, de los parámetros impuestos, precisamente, por ese mismo mercado, como, por ejemplo, la publicación de autores desconocidos o de géneros minoritarios como la poesía. Así, dentro de las editoriales independientes el criterio de selección recae de manera directa en el editor al frente de su pequeña empresa, y es él quien decide cuánto quiere arriesgar y a qué autores apostar. Porque no debe olvidarse que para los editores independientes la venta favorable de sus libros es tanto o más importante que para los grandes conglomerados. Resultaría simplista pensar que este modelo editorial supedita ciegamente el capital económico al cultural, y que los grandes sellos hacen justo lo contrario. Como ya dijimos, la realidad está bien alejada de aquella imagen idealizada e ingenua del editor-filántropo. Al igual que sucede en otras parcelas del ámbito humanístico, la labor de estos sectores es, a menudo, percibida como una actividad vocacional de bajas aspiraciones económicas
o, en el peor de los casos, como algo cercano a un hobbie. Esto parte de su relativa incapacidad para producir bienes útiles o lucrativos. Dicha incomprensión sólo se entiende dentro de un sistema mercantilizado hasta sus entrañas donde la creación artística es concebida como una actividad incompatible con sus creencias de base. Es por ello que cultura y mercado han sido, desde siempre, enemigos habituales en los distintos canales de debate. Pero este es otro tema en el que incidiremos más adelante. Volviendo a la tarea de configuración de los catálogos, la contribución del panorama independiente a la pervivencia de la llamada bibliodiversidad es de suma importancia, ya que, gracias a la riqueza y novedad de sus propuestas, están garantizando la subsistencia de una realidad plural dentro de la producción literaria. Sólo así se hace posible una coexistencia saludable entre ese libro entendido desde una óptica puramente comercial y aquel otro que prima el valor cultural y artístico del mismo. Mientras que en otros sectores como el periodístico el uso del término independiente posee una vida mayor, la incorporación de este adjetivo a ámbitos como el cine, la música o la edición –uso que, por otro lado, es tremendamente popular en la época actual– se remonta a los años 70 del siglo pasado. La razón que podría explicar dicho traspaso se podría encontrar en “la creciente polarización entre las grandes empresas que dominan los mercados –majors– y las pequeñas y medianas empresas –indies–“(De Souza, 2015). Asimismo, la irrupción en el campo cultural de agentes e instituciones ajenos no sólo a las prácticas sino también a los valores tradicionales del sector ha supuesto un detonante más para el advenimiento de nuevos proyectos y perspectivas que rechazan de lleno las políticas de venta masiva y de bajo riesgo. Todo ello, sumado a una cada vez mayor tendencia por parte de los grandes conglomerados a la fagocitación de pequeñas y medianas editoriales, ha sido interpretado como una fuerte amenaza a la libre circulación de ideas dentro del ámbito literario. Además, el cuestionamiento general hacia la sociedad de consumo desencadenado a partir de la crisis de 2008 ha contribuido a la apertura y aceptación de nuevas vías de resistencia cultural orientadas a la transmisión de otros valores ajenos al mercantil. Así, poco a poco, la fórmula de la edición independiente ha ido ganando cada vez más presencia dentro de los relatos cotidianos del mundo actual. Si uno permanece atento,
resulta sencillo comprobar cómo dicho sintagma ocupa multitud de espacios, y no sólo en ámbitos especializados sino en, prácticamente, todos los medios de comunicación. De este modo, en las últimas décadas se ha producido un fenómeno de proliferación de pequeñas editoriales independientes que han apostado por la creación de líneas editoriales bien definidas y catálogos orientados a públicos concretos y, por lo general, exigentes. No obstante, el hecho de que un editor sea pequeño e independiente no quiere decir, necesariamente, que su catálogo haya de ser riguroso o interesante. La idea dominante de que todo aquello etiquetado como independiente es bueno y alternativo hace que, muchas veces, se tienda a la generalización, causando que proyectos de naturalezas muy distintas se vean absorbidos e, incluso, invisibilizados por esta categoría. Puede darse el caso de editoriales pequeñas con catálogos poco reseñables creadas con la única voluntad de resultar un negocio rentable; y también el de otras, normalmente ligadas a los modos de producción artesanales, donde la dimensión comercial puede no existir. En definitiva, lo que sí está claro es que el sector vinculado a la edición independiente se ha hecho con un lugar destacado dentro del imaginario cultural actual, sobreviviendo airosamente a la irrupción de los soportes digitales, a la presión comercial de los grandes grupos y a la fuerte crisis económica de los últimos diez años.
¿Autoedición? Últimamente, la palabra autoedición también resuena por todos lados: carteles que anuncian ferias de autoedición, pop-ups repentinos que te animan a autoeditar tu propio libro, recursos do it yourself que explican cómo crear un fanzine... Pero, ¿qué es eso de autoeditarse? En términos generales, se entiende por autoedición “la publicación de un libro o cualquier otro documento por parte del autor de la obra sin la intervención de un tercero o un editor” (Alonso, 2014). Por tanto, estaríamos ante otra vía más para la publicación de una obra literaria. En este caso, es el propio autor quien tiene el poder absoluto de decisión sobre todas las partes que conforman el proceso de edición y creación de su libro: elaboración del contenido, diseño y maquetación, canales de distribución y marketing, etc. Este auge de la autoedición entronca directamente con la irrupción de los dispositivos electrónicos de lectura y la entrada masiva al mercado de los formatos digitales, los cuales han dado lugar a un fenómeno insólito dentro del mundo de la edición: una simplificación en la cadena de producción tradicional. De este modo, gracias al papel mediador que juega Internet, sólo los dos elementos ubicados a sendos extremos de dicha cadena son realmente indispensables: autor y lector. Asimismo, debido a ese nuevo contexto digital en el que nos movemos, otros conceptos fuertemente afianzados en el medio impreso, como son las nociones de autoría, crítica, apropiación o distribución, han visto modificados de manera radical sus significados tradicionales. Y es que la democratización en el acceso a Internet ha otorgado a la totalidad de sus usuarios la capacidad de libre intervención tanto dentro del sistema de comunicación literaria como en todos los demás. Este nuevo panorama de participación horizontal, donde infinitos textos, reseñas, recomendaciones y opiniones son vertidos a cada segundo en las plataformas digitales, ha resultado en la aparición de modelos culturales nunca antes imaginados. Uno de esos novedosos modelos que cada vez toma más fuerza es la autoedición –entendida desde una óptica estrictamente actual, ya que, si bien no es una modalidad editorial nueva sí es cierto que ha sufrido una actualización radical en respuesta a los cambios introducidos desde la esfera virtual–, la cual se ha catapultado gracias a la popularización y consolidación del libro electrónico. Hoy en día, canales como Bubok, Amazon o La Casa
del Libro permiten a cualquiera con un manuscrito en su haber la publicación digital de su libro a cambio del pago de una tarifa. Pero, al igual que sucedía con la edición independiente, el ámbito de la autoedición también plantea múltiples posibilidades. Por tanto, esta modalidad tampoco se corresponde con una realidad uniforme, sino que, dentro de ella, se sitúan manifestaciones muy diversas. Una de ellas, relacionada con ese ámbito digital del que hablábamos, es la autopublicación de los llamados ebooks –libros electrónicos– en plataformas que se encargan de maquetarlos,
dotarlos
de
ISBN,
integrarlos
en
su
catálogo
y
posicionarlos
adecuadamente. También, en caso de que el escritor no pueda o no quiera costear los gastos de su publicación, existen portales de micromecenazgo o crowdfounding que ofrecen la posibilidad de conseguir financiación a partir de donaciones. En lo que respecta al universo de la edición en papel, nos encontramos con una serie de empresas que proporcionan servicios de publicación a un autor sin que hayan de intervenir en cuestiones relativas a la calidad de su escrito. Éstas, mediante el pago de una determinada cuantía económica, se encargan de llevar a cabo todo el proceso editorial. Incluso, algunas de ellas poseen convenios con grandes espacios comerciales en los que pueden promocionar y vender sus catálogos de libros autoeditados. En los países angloparlantes este tipo de negocios son conocidos bajo el término peyorativo de Vanity Presses –literalmente, Imprentas de Vanidad– debido, según sus detractores, a que no establecen criterios de selección a la hora de producir y, por tanto, no sólo estarían publicando obras de mala calidad, sino que también se estarían lucrando del ego de sus clientes. Este es el motivo esencial por el que la autoedición siempre ha ido acompañada de ciertos tintes negativos, ya que es el propio autor quien paga por ver publicada su obra sin que un editor le haya dado, por así decirlo, el visto bueno. No obstante, la perspectiva mercantil que marca la deriva de muchas editoriales y, en consecuencia, el miedo a apostar por nombres desconocidos o géneros concretos que no aseguren la venta de sus libros, hace que muchos escritores tomen la decisión de autopublicar su obra.
Y es que la autoedición es, muchas veces, el único medio viable para aquellos que intentan dar salida a sus creaciones. Pero no por vanidad, como veíamos antes, sino para poder desarrollar su profesión dentro de un sector tan complejo e inaccesible como es el mercado del libro. Porque el escritor no sólo lleva sobre sus hombros el peso de publicar para ver reconocido su trabajo, sino que, además, sobre él caen ciertos estigmas sociales que convierten su labor en un arduo camino a recorrer. Factores como la baja retribución económica por las ventas de sus libros –si es que consiguen introducirlos en el mercado– o las serias dificultades a la hora de publicar, hacen que el trabajo del escritor sea cuestionado como tal. Y esto es, volviendo al hilo de aquella reflexión sobre la edición independiente, por ser ésta una actividad generalmente ubicada al margen de las relaciones sociales de producción. Para el sistema, el concepto de profesionalización va ligado a la idea de convertir cualquier tarea en un tipo de trabajo asalariado, cuya transacción otorga, en teoría, una capacidad de consumo en progresivo aumento a disfrutar en el tiempo libre, a la vez que permite escalar puestos en la jerarquía social. Una jerarquía social donde el prestigio se gana en base a unas estrictas normas entre las que, desde luego, no figura el hecho de autoeditar tu propio libro, ya que no sólo estarías perdiendo dinero, sino que, además, ningún profesional ha certificado la calidad del mismo. Eso sí, si tu libro consigue llegar a formar parte de ese ansiado 1% de best-sellers, el éxito económico otorgaría automáticamente reconocimiento y validez a tu trabajo, convirtiéndote, ahora sí que sí, en un escritor de los de verdad. Toda esa enorme presión, sumada al ya mencionado fácil acceso a los canales de autopublicación, ha hecho que cambien las dinámicas tradicionales del ámbito de la edición en favor del creciente número de escritores que, directamente, deciden presentar sus trabajos de forma autónoma, bien sea en plataformas digitales o bien en formato impreso a través de los servicios ofrecidos por las empresas de autoedición. En los últimos años, editoriales como Círculo Rojo, cuyo catálogo se compone de libros publicados mediante el pago de sus autores, han ido adquiriendo cada vez un mayor protagonismo. Incluso los grandes sellos como Planeta –con Universo de Letras– se han unido a esta tendencia abriendo sus propias plataformas de autoedición.
Esta nueva deriva también encuentra explicación en los márgenes de beneficio que el autor percibe a partir de la venta de sus libros. Y es que la autopublicación ofrece al autor la ventaja de obtener un mayor porcentaje económico del total de cada venta. Mientras que los escritores publicados por editoriales ingresan entre un 10% y un 20% del precio final del libro, las ganancias de los autoeditados ascienden hasta el 70%, si bien es cierto que éstos últimos han de hacerse cargo de los gastos de gestión y publicación. Pero más allá del libro convencional, existe todo un universo fascinante habitado por un sinfín de posibilidades editoriales alternativas que poco o nada tienen que ver con las analizadas hasta el momento. Se trata del mundo de los fanzines, de los libros de artista, de los fotolibros; de todos aquellos otros libros de nombres extraños que presentábamos al principio cuya particular naturaleza hace de la edición un medio más para la expresión artística.
¿Edición de artista? Si pensamos en las distintas manifestaciones artísticas de las Bellas Artes, como pueden ser la pintura o la escultura, seguramente estemos imaginando obras maestras cuya unicidad las convierte en objetos de gran exclusividad. Además, acostumbramos a verlas en lugares silenciosos y solemnes, como iglesias, museos o galerías, o en breves noticias incluidas en el telediario de turno donde informan sobre la celebración de fastuosas subastas y ferias de arte. La edición de artista representa una categoría más dentro de esa esfera de las Bellas Artes que, en la mayoría de los casos, difiere por completo de todo lo descrito en el párrafo anterior. Bajo su etiqueta se engloba una enorme variedad de manifestaciones sumamente heterogéneas que tienen como punto en común la multiplicación. Es decir, la edición de artista se define, de manera general, por el carácter múltiple de las creaciones que la integran. Así, esta nueva vía para la expresión artística estaría posicionando el concepto de reproductibilidad sobre la noción imperante de obra única. Y esto no es un hecho circunstancial, sino que responde a una cuestión ideológica de primer orden que reubica el trabajo del artista en un espacio alternativo bien distinto. La edición de artista, como su nombre indica, ha estado vinculada, de manera tradicional, a la producción de ediciones de obra gráfica –técnicas de grabado y estampación– y libros de artista. De este modo, dichas ediciones, al estar formadas por una serie de ejemplares todos iguales, no sólo estarían rompiendo con la idea de obra única, sino que también contribuirían a eliminar el carácter de posesión exclusiva. Además, muchos de estos objetos han sido creados a partir de materiales modernos y mediante técnicas industriales, poniendo en cuestión la dimensión manual que siempre ha acompañado a la práctica artística. No obstante, cabe diferenciar la edición de artista de la reproducción seriada de productos manufacturados. Normalmente, este tipo de creaciones artísticas conforman ediciones limitadas que suelen ir numeradas y firmadas por su autor. Por todo ello, y dejando a un lado, de momento, los aspectos relacionados con estética y contenido, el afán democratizador de la edición de artista es, quizá, lo más reseñable del género. Su cualidad de obra múltiple, que abarata de manera importante los precios de las obras, ha facilitado el acceso al arte a un importante sector poblacional que, hasta hace bien poco, había permanecido al margen del mismo.
Si bien las ediciones de obra gráfica, en sus múltiples vertientes –xilografía, litografía, aguafuerte, buril, etc.– resultan familiares para la mayoría de nosotros, los libros de artista aún no han adquirido ese grado de popularidad y aceptación, siendo todavía una realidad desconocida para muchos. En pocas palabras, un libro de artista es “una obra de arte en sí misma, concebida específicamente para la forma libro y, a menudo, publicada por el artista mismo. Puede ser visual, verbal o visual-verbal. Con pocas excepciones, todo es una pieza, consistente en una serie de obras o una serie de ideas próximas; es una exposición portátil” (Lippard, 1985). Esta modalidad artística fue inaugurada en la década de los años treinta por el artista francés Marcel Duchamp, quien en 1934 realizó una edición de 94 ejemplares a la que tituló La mariée mise à nu par ses célibataires, même –La novia desnudada por sus solteros– o, simplemente, La boîte verte –La caja verde– en referencia a la caja de cartón verde que hace las veces de cubierta (Haro, 2013). Dentro de ella guardó una serie de fotografías, dibujos y escritos que ilustran el proceso de creación de su obra homónima, popularmente conocida como Le grand verre –El gran vidrio–. Con la edición de este libro de artista, Duchamp no sólo fue pionero al abordar la problemática de lo múltiple en el arte, sino que, además, sentó las bases para que, tres décadas después, toda una serie de artistas desarrollasen sus proyectos siguiendo esta misma línea.
Marcel Duchamp. La Boîte Verte. 1963.
Y es que la consolidación de esta nueva vía para la expresión artística va de la mano del proceso de abstracción del lenguaje que tuvo lugar a mediados del siglo XX, cuando el foco de atención se centró en la idea o concepto, en el lenguaje escrito y en las relaciones semióticas. De este modo, la edición de artista en formato libro toma fuerza con el nacimiento y desarrollo del arte conceptual, lo que resultó en una amplísima producción caracterizada por su heterogeneidad formal, tipológica, técnica y de contenidos. Asimismo, los nuevos métodos de reproducción de texto e imágenes llegados con la década de los 60, como la impresión en offset o la universalización de la fotocopiadora, favorecieron la experimentación artística dentro de las fronteras del libro. Algunos artistas, como el alemán Dieter Roth, quien nos legó una valiosísima colección de obras en formato libro, vieron en este medio una nueva realidad sobre la que pensar y a la que cuestionar. Así, el libro de artista nació como una dimensión alternativa para expresar ciertos aspectos de la creación que no encontraban cabida en otros soportes.
Dieter Roth. Little Tentative Recipe. 1969.
En este sentido, es de obligada mención el famoso libro autoeditado por Edward Ruscha en 1963 Twentysix Gasoline Stations –Veintiséis gasolineras–, considerado por muchos como el primer libro de artista que refleja toda esta nueva concepción. Se trata de una publicación de tirada abierta, sin firmar ni numerar, impresa de manera industrial en offset, donde aparece un conjunto de fotografías de gasolineras en tinta negra. Ruscha abrió, de este modo, un nuevo camino para el cuestionamiento de valores profundamente arraigados en la sociedad como la ya mencionada exclusividad de la obra única o la dimensión manual del arte. Además, los tres dólares y medio a los que originalmente se
vendió cada ejemplar de Twentysix Gasoline Stations pusieron un signo de interrogación sobre el papel de las galerías y, en general, del mercado del arte. Siguiendo esta misma línea, en diciembre de 1968, el comisario estadounidense Seth Siegelaub propuso a un grupo de siete artistas, formado por Joseph Kosuth, Carl Andre, Robert Barry, Sol LeWitt, Robert Morris, Douglas Huebler y Lawrence Weiner, realizar una intervención conjunta dentro de una publicación de 25 páginas que llevaría por título The Xerox Book –Xerox es el nombre de una popular marca de fotocopiadoras–, la cual ha sido bautizada como la primera exposición colectiva en formato libro (Sánchez, 2017).
VV.AA. The Xerox Book. 1968.
Por tanto, se podría decir que los libros de artista han supuesto un nuevo territorio de conquista tanto para la experimentación artística como para la revisión del propio concepto de libro, pero también se han alzado como un vehículo idóneo para la expresión de ideas y formas de pensamiento. No obstante, el libro de artista constituye, a día de hoy, un formato abierto que permanece en constante evolución, si bien es cierto que posee una serie de rasgos distintivos que definen, hasta cierto punto, al género en su conjunto, como son la intencionalidad artística, la correlación entre idea y objeto o la serialidad.
¿Fanzine? Un fanzine es “un medio de comunicación alternativo que actúa como plataforma de nuevos discursos sociales excluidos del círculo mediático hegemónico. Se trata, por tanto, de una revista elaborada por aficionados –fans– a un tema en concreto, producida a través de técnicas artesanales y de bajo coste cuyo fin es meramente expresivo como iniciativa contracultural” (Romero, 2015). Es decir, los fanzines son publicaciones autoeditadas, generalmente caseras, a base de fotocopias y grapas, que configuran una vía alternativa, cimentada en los principios de autoproducción y autogestión, para la expresión de ideas. Se trata, por tanto, de pequeños librillos de carácter underground cuyo campo de acción, tradicionalmente, se ha situado al margen de los circuitos habituales del mundo editorial. Desde sus orígenes, la distribución de fanzines ha estado vinculada a la celebración de eventos como conciertos y festivales de música, así como a otra serie de espacios alternativos tales como tiendas de cómics y bares. Además, gracias al auge de Internet y las redes sociales, se han abierto nuevos canales de difusión y venta como Etsy, Bigcartel o el propio Instagram. De este modo, sus métodos de financiación suelen estar basados en la producción de ediciones limitadas de bajo coste y en la creación artesanal. No obstante, esta característica no implica, necesariamente, que los fanzines sean objetos de baja calidad. De hecho, buena parte de la producción está vinculada al uso de otros sistemas de impresión y estampación, como la serigrafía o la risografía, que contribuyen a añadir una serie de valores plásticos gracias la introducción de tintas y papeles especiales. Sin embargo, este tipo de ediciones más cuidadas cuenta con un amplio número de detractores que acusan a sus autores de convertir al fanzine en un objeto selecto que nada tiene que ver con el propósito original del mismo. Más allá del aspecto formal, dentro de sus páginas podemos encontrar los contenidos más diversos, que, de manera general, responden a discursos ubicados fuera de la esfera convencional. Éstos son tan increíblemente heterogéneos que resultaría imposible reunirlos a todos bajo una simple enumeración. Y es que pueden ir desde poesías hasta historietas de cualquier temática imaginable, pasando por conjuntos de fotografías, dibujos sueltos o collages. Se podría decir que no existe ningún tipo de censura más que la que el propio autor quiera imponer. Por regla general, los fanzines son creados con la
dulce libertad de todo aquello que carece de dimensión comercial. No buscan gustar o vender. Simplemente, compartir. La palabra fanzine es el resultado de la combinación de dos vocablos ingleses: fan – fanático– y magazine –revista–, por lo que su traducción literal al español sería algo como revista de fanáticos. El término fue acuñado en 1940 por el estadounidense Louis Russel Chauvenet, fundador de un club de aficionados a la ciencia ficción y editor de un fanzine titulado Detours, y en 1949 se incluyó de manera oficial en el Oxford English Dictionary. Sin embargo, habría que esperar hasta la década de los 70 para que su uso se desligara del ámbito del cómic y la ciencia ficción (Romero, 2015). No obstante, al margen del término, los orígenes del fanzine, en tanto que librillo autoeditado, hay que buscarlos dentro del movimiento dadaísta de principios del siglo XX en Europa, cuyos integrantes ya creaban pequeñas publicaciones o revistas impresas en las que incluían dibujos, collages y sus famosos manifiestos, y que vendían por unos pocos céntimos. En España, por su parte, los fanzines comenzaron a proliferar en los años de la Transición, cuando nuevos aires llegados desde Estados Unidos e Inglaterra, altamente cargados de filosofía punk, dieron lugar al nacimiento de contextos artísticos alternativos en las distintas capitales del país. Estos primeros fanzines y librillos autoeditados se convirtieron en el medio de expresión por excelencia de dichas corrientes subculturales, las cuales volcaron en sus páginas durísimas críticas contra el Estado, la Iglesia y las convenciones sociales. Poco a poco, esta vertiente política inicial fue dejando espacio para la entrada de nuevos fanzines de temática artística, humorística o literaria, En la actualidad, los fanzines han conquistado numerosos espacios antes impensables, llegando a colarse, incluso, dentro del ámbito institucional. Cada vez son más los museos, bibliotecas y universidades que han abierto secciones especializadas donde estas publicaciones son exhibidas, catalogadas y preservadas –estableciendo, por otra parte, un nivel de legitimación que antes no existía–. Además, son también numerosas las ferias y festivales de autoedición que se organizan alrededor del mundo con el fanzine como principal y absoluto protagonista.
¿Ferias y festivales? La celebración de ferias donde se congrega a pequeñas editoriales y autores independientes está, cada vez, más presente en, prácticamente, todas las ciudades españolas. El deseo, por un lado, de introducir formas alternativas de participación en la cultura literaria y, por otro, de dar visibilidad a la enorme variedad de proyectos que, muchas veces, permanecen ocultos bajo el monolítico dominio de los grandes grupos editoriales, se alza como principal motor de este tipo de eventos. Pero, sobre todo, lo que se pretende a través de ellos es la creación de vínculos no sólo entre editores y escritores, sino también de éstos con sus lectores, favoreciendo, así, una mediación entre público y autor en la que dichos proyectos son difundidos de un modo directo, cercano y personal. Se trata, en definitiva, de crear comunidad. A continuación, se recogen un buen puñado de ferias y festivales de este tipo que se celebran a lo largo y ancho del territorio español. Sirva esto de pequeña despedida y tómese como una invitación para seguir conociendo, ahora ya, de primera mano este fascinante mundo de la edición.
¿Referencias? Alonso Arévalo, J., Cordón García, J. y Gómez Díaz, R. (2014). “La autopublicación: un nuevo paradigma en la creación digital del libro”. Revista Cubana de Información en Ciencias de la Salud, Vol. 25, nº1. ECIMED. Bragado, M. (1999). “La función creativa del editor”. Educación y biblioteca, 105, 28-33. Vigo: Edicións Xerais de Galicia. Coppari, L. (2019). Hacer público: el trabajo editorial en la producción de ferias y festivales de literatura contemporánea. Revista de estudios literarios latinoamericanos, nº6, pp. 228243. Argentina: Universidad Nacional del Tres de Febrero. De Souza Muniz, J. (2015). “Itinerarios de una identidad voluble: el debate sobre la edición independiente en Francia y en Brasil”. Orbis Tertius, vol. XX, nº 22, 145-158. Argentina: Universidad Nacional de la Plata. Esteban Fernández, C. (2016). Plan de marketing: el caso editorial del Grupo Planeta. [TFG]. Universidad de Valladolid. Gallego Cuiñas, A. y Destéfanis, L. (2014). “La edición independiente en español: muestras y propuestas”. Ínsula, nº 814, 32-33. Madrid: Editorial Espasa. Gonçalvez, S. (2016). “Edición revisada y aumentada: la edición como género artístico y literario”. SOBRE, nº 02, 35-36. Haro González, S. (2013). “El libro como disciplina artística. Una aproximación a los fundamentos del libro de artista”. Revista Creatividad y Sociedad, nº20, 1-27. [www.creatividadysociedad.com] Larraz, F. (2014). “¿Un campo editorial? Cultura literaria, mercado y prácticas editoriales entre Argentina y España”. Cuadernos del CILHA, nº 21, 123-136. Mendoza: Centro Interdisciplinario de Literatura Hispanoamericana. Lippard, L. (1985). “The Artist’s Book goes Public”. En Lyons J. (ed.). Artist’s Books: A Critical Anthology and Sourcebook. NY: Visual Studies Workshop Press. Manguel, A. (2001). En el bosque del espejo. Madrid: Alianza. Marzo Magno, A. (2017). Los primeros editores. Barcelona: Malpaso Ediciones. Martínez de Sousa, J. (1994). Manual de edición y autoedición. Madrid: Pirámide.
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CITAR PDF. López Riesco, A. (2019). Yo edito, tú editas. Salamanca: Ora Labora Studio. Yo edito, tú editas está disponible para su venta en formato físico aquí.