El laberinto de la soledad

Page 1

El laberinto de la soledad Octavio Paz

1


CONTRAPORTADA Desde 1950, año de su primera edición, El laberinto de la soledad es sin duda una obra magistral del ensayo en lengua española y un texto ineludible para comprender la esencia de la individualidad mexicana. Octavio Paz (1998-1914) analiza con singular penetración expresiones, actitudes y preferencias distintivas para llegar al fondo anímico en el que se han originado: en todas sus dimensiones, en su pasado y en su presente, el mexicano se revela como un ser cargado de tradición. Las «secretas raíces» descubren ligaduras que atan al hombre con su cultura, adiestran sus reacciones y sustentan la armazón definitiva de la espiritualidad mexicana. Octavio Paz no podía ser indiferente a las dramáticas consecuencias de 1968 en la historia de su país. Volvió sin vacilaciones a analizar las heridas abiertas y afirmó su creencia en una profunda reforma democrática en las páginas de Postdata (1969), secuencia obligada de El laberinto de la soledad Esta edición incluye además las precisiones de Paz a Claude Fell en Vuelta a El Laberinto de la soledad(1975), una nueva muestra del aliento crítico del poeta. Medio siglo después, la voz del Premio Nobel ha ganado una audiencia universal y mexicana, clásica y contemporánea; y la obra cuyo punto de partida es El laberinto de la soledad queda definitivamente grabada en la conciencia intelectual de México y en la historia del pensamiento universal.

2


Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad = realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en «La esencial Heterogeneidad del ser», como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno. ANTONIO MACHADO EL PACHUGO Y OTROS EXTREMOS

3


4


1

EL PACHUGO Y OTROS EXTREMOS

5


A TODOS, en algún momento, se nos ha

por la historia, acaso porque eso que llaman

revelado nuestra existencia como algo

el «genio de los pueblos» sólo es un complejo

particular, intransferible y precioso.

de reacciones ante un estímulo dado; frente a

Casi siempre esta revelación se sitúa

circunstancias diversas, las respuestas pueden

en la adolescencia. El descubrimiento

variar y con ellas el carácter. A pesar de la

de nosotros mismos se manifiesta

naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos

como un sabernos solos; entre el

de psicología nacional, me parece reveladora

mundo y nosotros se abre una

la insistencia con que en ciertos períodos los

impalpable,

la

pueblos se vuelven sobre sí mismos y se interrogan.

de nuestra conciencia. Es cierto que apenas

Despertar a la historia significa adquirir conciencia

nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos

de nuestra singularidad, momento de reposo

pueden

olvidarse

reflexivo antes de entregarnos al hacer. «Cuando

de sí mismos a través de juego o trabajo. En

soñamos que soñamos está próximo el despertar»,

cambio, el

la

dice Novalis. No importa, pues, que las respuestas

infancia y la juventud, queda suspenso un

que demos a nuestras preguntas sean luego

instante ante la infinita riqueza del mundo. El

corregidas por el tiempo; también el adolescente

adolescente se asombra de ser. Y al pasmo

ignora las futuras transformaciones de ese rostro

sucede la reflexión: inclinado sobre el río de

que ve en el agua: indescifrable a primera vista,

su conciencia se pregunta si ese rostro que

como una piedra sagrada cubierta de incisiones

aflora lentamente del fondo, deformado por

y signos, la máscara del viejo es la historia de

el agua, es el suyo. La singularidad de ser —

unas facciones amorfas, que un día emergieron

pura sensación en el niño— se transforma en

confusas, extraídas en vilo por una mirada

problema y pregunta, en conciencia interrogante.

absorta. Por virtud de esa mirada las facciones se

A

hicieron

los

trascender

transparente

su

soledad

muralla:

y

adolescente, vacilante

pueblos

en

trance

de

entre

crecimiento

rostro

y,

más

tarde,

les ocurre algo parecido. nacional, que se

máscara,

pretendía inmutable. Su ser se manifiesta como

La preocupación por el sentido de las singularidades

interrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos

de mi país, que comparto con muchos, me

eso que somos? Muchas veces las respuestas que

parecía hace tiempo superflua y peligrosa.

damos

a

estas

preguntas

son

desmentidas

6

significación,

historia.


En lugar de interrogarnos a nosotros mismos,¿no sería

No quiero decir que el mexicano sea por naturaleza

mejor crear, obrar sobre una realidad que no se

crítico, sino que atraviesa una etapa reflexiva. Es

entrega al que la contempla, sino al que es capaz de

natural que después de la fase explosiva de la

sumergirse en ella? Lo que nos puede distinguir

Revolución, el mexicano se recoja en sí mismo y, por

del resto de los pueblos no es la siempre dudosa

un momento, se contemple. Las preguntas que

originalidad de nuestro carácter —fruto, quizá, de

todos nos hacemos ahora probablemente resulten

las circunstancias siempre cambiantes—, sino la

incomprensibles dentro de cincuenta años. Nuevas

de nuestras creaciones. Pensaba que una obra

circunstancias tal vez produzcan reacciones

de arte o una acción concreta definen más al

n

mexicano —no solamente en tanto que lo expresan,

No toda la población que habita nuestro país

sino en cuanto, al expresarlo, lo recrean— que

es objeto de mis reflexiones, sino un grupo

la más penetrante de las descripciones. Mi pregunta,

concreto, constituido por esos que, por razones

como las de los otros, se me aparecía así como

diversas, tienen conciencia de su ser en tanto que

un pretexto de mi miedo a enfrentarme con la

mexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es

realidad; y todas las especulaciones sobre el

bastante reducido. En nuestro territorio conviven no

pretendido carácter de los mexicanos, hábiles

sólo distintas razas y lenguas, sino varios niveles

subterfugios de nuestra impotencia creadora.Creía,

históricos. Hay quienes viven antes de la historia;

como Samuel Ramos, que el sentimiento de

otros, como los otomíes, desplazados por sucesivas

inferioridad influye en nuestra predilección por el

invasiones, al margen de ella. Y sin acudir a

análisis y que la escasez de nuestras creaciones se

estos extremos, varias épocas se enfrentan, se

explica no tanto por un crecimiento de las facultades

ignoran o se entredevoran sobre una misma tierra o

críticas a expensas de las creadoras, como

separadas apenas por unos kilómetros. Bajo un

por una instintiva desconfianza acerca de

mismo cielo, con héroes, costumbres, calendarios y

nuestras

capacidades.

nociones morales diferentes, viven «católicos de

Pero así como el adolescente no puede olvidarse

Pedro el Ermitaño y jacobinos de la Era Terciaria».

de sí mismo —pues apenas lo consigue deja de serlo— nosotros no podemos sustraernos a la necesidad de interrogarnos y contemplarnos.

7

u

e

v

a

s

.


Las

épocas

completamente heridas,

aun

viejas

nunca y

las

desaparecen

todas más

que dio ese país a mis preguntas. Por eso, al

las

intentar explicarme algunos de los rasgos del

antiguas,

mexicano de nuestros días, principio con esos para

manan sangre todavía. A veces, como las pirámides

quienes

precortesianas que ocultan casi siempre otras,

vital,

serlo un

es

un

problema

problema de

de

verdad

o

muerte.

vida

en una sola ciudad o en una sola alma se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigas

AL INICIAR mi vida en los Estados Unidos residí

distantes.

algún tiempo en Los Ángeles, ciudad habitada

La minoría de mexicanos que poseen conciencia

por más de un millón de personas de origen

de sí no constituye una clase inmóvil o cerrada.

mexicano. A primera vista sorprende al viajero —

No solamente es la única activa —frente a la

además de la pureza del cielo y de la fealdad

inercia indoespañola del resto— sino que cada día

de las dispersas y ostentosas construcciones— la

modela más el país a su imagen. Y crece, conquista

atmósfera vagamente mexicana de la ciudad,

a México. Todos pueden llegar a sentirse

imposible de apresar con palabras o conceptos.Esta

mexicanos. Basta, por ejemplo, con que cualquiera

mexicanidad —gusto por los adornos, descuido y

cruce la frontera para que, oscuramente, se haga

fausto, negligencia, pasión y reserva— flota en el

las mismas preguntas que se hizo Samuel Ramos

aire. Y digo que flota porque no se mezcla ni se

en El perfil del hombre y la cultura en México. Y

funde con el otro mundo, el mundo norteamericano,

debo confesar que muchas de las reflexiones que

hecho de precisión y eficacia. Flota, pero no se

forman parte de este ensayo nacieron fuera de

opone; se balancea, impulsada por el viento, a veces

México, durante dos años de estancia en los

desgarrada como una nube, otras erguida como

Estados Unidos. Recuerdo que cada vez que me

un cohete que asciende. Se arrastra, se pliega, se

inclinaba sobre la vida norteamericana, deseoso

expande, se contrae, duerme o sueña, hermosura

de encontrarle sentido, me encontraba con mi

harapienta. Flota: no acaba de ser, no acaba de

imagen interrogante. Esa imagen, destacada sobre

d

el fondo reluciente de los Estados Unidos, fue la

Algo semejante ocurre con los mexicanos que

primera y quizá la más profunda de las respuestas

uno encuentra en la calle. Aunque tengan muchos

8

e

s

a

p

a

r

e

c

e

r

.


1 Nuestra historia reciente abunda en ejemplos

Cuando

de esta superposición y convivencia de diversos

advierte

niveles históricos: el neofeudalismo porfirista

parece a la del péndulo, un péndulo que ha

(uso este término en espera del historiador que

perdido la razón y que oscila con violencia y sin

clasifique al fin en su originalidad nuestras etapas

compás. Este estado de espíritu —o de ausencia

históricas) sirviéndose del positivismo, filosofía

de espíritu— ha engendrado lo que se ha dado en

burguesa, para justificarse históricamente; Caso

llamar

el

«pachuco».

y Vasconcelos —iniciadores intelectuales de la

sabido,

los

«pachucos»

Revolución— utilizando las ideas de Boutroux y

de

Bergson para combatir al positivismo porfirista; la

origen mexicano, que viven en las ciudades del

Educación Socialista en un país de incipiente

Sur y que se singularizan tanto por su vestimenta

capitalismo; los frescos revolucionarios en los muros

como por su conducta y su lenguaje. Rebeldes

gubernamentales...

aparentes

instintivos, contra ellos se ha cebado más de una vez

contradicciones exigen un nuevo examen de nuestra

el racismo norteamericano. Pero los «pachucos»

historia

confluencia

no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus

épocas.

antepasados. A pesar de que su actitud revela

años de vivir allí, usen la misma ropa, hablen el

una obstinada y casi fanática voluntad de ser, esa

mismo idioma y sientan vergüenza de su origen,

voluntad no afirma nada concreto sino la decisión

nadie los confundiría con los norteamericanos

—ambigua, como se verá— de no ser como los

auténticos. Y no se crea que los rasgos físicos son tan

otros que los rodean. El «pachuco» no quiere

determinantes como vulgarmente se piensa. Lo que

volver a su origen mexicano; tampoco —al menos en

me parece distinguirlos del resto de la población

apariencia—

es su aire furtivo e inquieto, de seres que se disfrazan,

vida

de seres que temen la mirada ajena, capaz de

es

desnudarlos

nudo

de

y

Todas

nuestra

muchas

cultura,

corrientes

y

estas

dejarlos

y

en

cueros.

9

se

habla

que

su

jóvenes,

desea

de

que

ellos

sensibilidad

Como son

se

se se

es bandas

generalmente

norteamericana. impulso

con

de

fundirse

a

la

Todo

en

él

niega

a

contradicciones,

mismo, enigma.


nombre

No importa conocer las causas de este conflicto

vocablo

y menos saber si tienen remedio o no. En

de incierta filiación, que dice nada y dice todo.

muchas partes existen minorías que no gozan

¡Extraña palabra, que no tiene significado preciso o

de las mismas oportunidades que el resto de la

que, más exactamente, está cargada, como todas

población.Lo característico del hecho reside en este

las creaciones populares, de una pluralidad de

obstinado querer ser distinto, en esta angustiosa

significados! Queramos o no, estos seres son

tensión

mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el

huérfano de valedores y de valores— afirma sus

mexicano.

diferencias frente al mundo. El pachuco ha perdido

Incapaces de asimilar una civilización que, por

toda su herencia: lengua, religión, costumbres,

lo demás, los rechaza, los pachucos no han

creencias. Sólo le queda un cuerpo y un alma a

encontrado

la intemperie, inerme ante todas las miradas. Su

Y

el

primer

enigma

mismo:

es

su

«pachuco»,

más

respuesta

a

la

hostilidad

ambiente que esta exasperada afirmación de su

disfraz

p

destaca

e

r

s

o

n

a

l

i

d

a

d

.

2

con

lo

que

el

protege y

aisla:

mexicano

y, lo

al

desvalido

mismo

oculta

y

tiempo, lo

lo

exhibe.

de

Con su traje —deliberadamente estético y sobre

ejemplo,

cuyas obvias significaciones no es necesario

perseguidos por la intolerancia racial, se esfuerzan

detenerse—, no pretende manifestar su adhesión

por «pasar la línea» e ingresar a la sociedad.

a secta o agrupación alguna. El pachuquismo es

Quieren ser como los otros ciudadanos. Los

una sociedad abierta —en ese país en donde

mexicanos han sufrido una repulsa menos violenta,

abundan religiones y atavíos tribales, destinados a

pero lejos de intentar una problemática adaptación

satisfacer el deseo del norteamericano medio de

a los modelos ambientes, afirman sus diferencias,

sentirse parte de algo más vivo y concreto que la

las

notables.

abstracta moralidad de la «American way of life»—.

A través de un dandismo grotesco y de una

El traje del pachuco no es un uniforme ni un

conducta anárquica, señalan no tanto la injusticia

ropaje ritual. Es, simplemente, una moda. Como todas

o la incapacidad de una sociedad que no ha

las modas está hecha de novedad —madre de

logrado

la

Otras modo

comunidades

distinto;

subrayan,

personal

los

negros,

procuran

asimilarlos, de

reaccionan

seguir

por

hacerlas

como

su

voluntad

siendo

distintos.

10

muerte,

decía

Leopardi—

e

imitación.


La novedad del traje reside en su exageración.

su

El

últimas

aisla y distingue; por la otra, esa misma ropa

2 En los últimos años han surgido en los

constituye un homenaje a la sociedad que pretenden

pachuco

lleva

la

moda

a

sus

ropa

los

Estados Unidos muchas bandas de jóvenes que

negar.

recuerdan a los «pachucos» de la posguerra. No

La dualidad anterior se expresa también de otra

podía ser de otro modo; por una parte la sociedad

manera, acaso más honda: el pachuco es un

norteamericana se cierra al exterior; por otra,

clown impasible y siniestro, que no intenta hacer

interiormente, se petrifica. La vida no puede

reír y que procura aterrorizar. Esta actitud sádica

penetrarla; rechazada, se desperdicia, corre por

se alía a un deseo de autohumillación, que me

las afueras, sin fin propio. Vida al margen, informe,

parece constituir el fondo mismo de su carácter: sabe

sí, pero vida que busca su verdadera forma.

que sobresalir es peligroso y que su conducta

consecuencias

estética. Ahora

irrita a la sociedad; no importa, busca, atrae, la

bien, uno de los principios que rigen a la moda

persecución y el escándalo. Sólo así podrá

norteamericana es la comodidad; al volver estético

establecer una relación más viva con la sociedad que

el traje corriente, el pachuco lo vuelve «impráctico».

provoca: víctima, podrá ocupar un puesto en

Niega así los principios mismos en que su

ese mundo que hasta hace poco lo ignoraba;

modelo

delincuente, será uno de sus héroes malditos.

se

y

la

inspira.

vuelve

De

ahí

su

agresividad.

Esta rebeldía no pasa de ser un gesto vano, pues es una exageración de los modelos contra los

La irritación del norteamericano procede, a mi

que pretende rebelarse y no una vuelta a los

juicio, de que ve en el pachuco un ser mítico y

atavíos de sus antepasados —o una invención de

por lo tanto virtualmente peligroso. Su peligrosidad

nuevos ropajes—. Generalmente los excéntricos

brota de su singularidad. Todos coinciden en

subrayan con sus vestiduras la decisión de

ver en él algo híbrido, perturbador y fascinante. En

separarse de la sociedad, ya para constituir

torno suyo se crea una constelación de nociones

nuevos y más cerrados grupos, ya para afirmar su

ambivalentes: su singularidad parece nutrirse de

singularidad. En el caso de los pachucos se

poderes alternativamente nefastos o benéficos.

adiverte

Unos

una

ambigüedad:

por

una

parte,

le

atribuyen

virtudes

eróticas

poco

comunes; otros, una perversión que no excluye la agresividad.

11


Figura portadora del amor y la dicha o del horror y la abominación, el pachuco parece encarnar la libertad, el desorden, lo prohibido. Algo, en suma, que debe ser suprimido; alguien, también, tener

con

un

quien

contacto

sólo secreto,

es

posible

a

oscuras.

Pasivo y desdeñoso, el pachuco deja que se acumulen sobre su cabeza todas estas representaciones contradictorias, hasta que, no sin dolorosa autosatisfacción, estallan en una pelea de cantina, en un «raid» o en un motín. Entonces, en la persecución, alcanza su autenticidad, su verdadero ser, su desnudez suprema, de paria, de hombre que no pertenece a parte alguna. El ciclo, que empieza con la provocación, se cierra: ya está listo para la redención, para el ingreso a la sociedad que lo rechazaba. Ha sido su pecado y su escándalo; ahora, que es víctima, se le reconoce al hijo.

fin

como

Ha

lo

que

encontrado

es: al

fin

su

producto,

nuevos

su

padres.

Por caminos secretos y arriesgados el «pachuco» intenta ingresar en la sociedad norteamericana. Mas él mismo se veda el acceso. Desprendido de su cultura tradicional, el pachuco se afirma un instante como soledad y reto. Niega a la sociedad de que procede y a la norteamericana.

El «pachuco» se lanza al exterior, pero no para fundirse con lo que lo rodea, sino para retarlo. Gesto suicida, pues el «pachuco» no afirma nada, no defiende nada, excepto su exasperada voluntad de noser. No es una intimidad que se vierte, sino una llaga que se muestra, una herida que se exhibe. Una herida que también es un adorno bárbaro, caprichoso y grotesco; una herida que se ríe de sí misma y que se engalana para ir de cacería. El «pachuco» es la presa que se adorna para llamar la atención de los cazadores. La persecución lo redime y rompe su soledad: su salvación depende del acceso a esa misma sociedad que aparenta negar. Soledad y pecado, comunión y salud, se convierten en términos equivalentes.3 3 Sin duda en la figura del «pachuco» hay muchos elementos que no aparecen en esta descripción. Pero el hibridismo de su lenguaje y de su porte me parecen indudable reflejo de una oscilación psíquica

entre

dos

mundos

irreductibles

y

que vanamente quiere conciliar y superar: el norteamericano y el mexicano. El «pachuco» no quiere ser mexicano, pero tampoco yanqui. Cuando llegué a Francia, en 1945, observé con asombro que la moda de los muchachos y muchachas de ciertos barrios —especialmente entre estudiantes y «artistas»— recordaba a la de los»pachucos» del

12


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

13


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

14


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

15


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

16


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

17


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

18


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

19


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

20


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

21


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

22


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

23


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

24


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

25


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

26


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

27


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

28


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

29


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

30


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

31


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

32


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

33


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

34


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

35


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

36


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

37


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

38


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

39


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

40


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

41


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

42


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

43


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

44


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

45


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

46


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

47


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

48


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

49


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

50


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

51


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

52


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

53


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

54


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

55


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

56


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

57


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

58


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

59


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

60


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

61


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

62


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

63


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

64


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

65


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

66


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

67


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

68


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

69


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

70


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

71


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

72


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

73


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

74


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

75


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

76


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

77


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

78


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

79


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

80


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

81


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

82


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

83


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

84


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

85


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

86


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

87


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

88


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

89


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

90


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

91


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

92


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

93


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

94


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

95


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

96


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

97


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

98


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

99


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

100


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

101


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

102


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

103


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

104


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

105


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

106


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

107


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

108


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

109


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

110


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

111


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

112


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

113


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

114


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

115


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

116


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

117


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

118


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

119


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

120


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

121


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

122


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

123


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

124


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

125


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

126


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

127


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

128


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

129


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

130


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

131


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

132


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

133


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

134


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

135


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

136


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

137


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

138


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

139


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

140


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

141


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

142


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

143


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

144


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

145


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

146


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

147


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

148


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

149


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

150


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

151


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

152


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

153


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

154


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

155


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

156


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

157


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

158


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

159


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

160


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

161


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

162


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

163


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

164


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

165


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

166


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

167


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

168


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

169


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

170


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

171


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

172


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

173


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

174


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

175


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

176


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

177


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

178


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

179


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

180


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

181


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

182


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

183


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

184


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

185


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

186


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

187


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

188


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

189


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

190


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

191


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

192


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

193


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

194


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

195


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

196


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

197


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

198


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

199


Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un «páramo de espejos», como dice José Gorostiza. Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias? Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella

la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para expresar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad

200


El laberinto de la soledad Primera edición (Cuadernos Americanos), 1950 Postdata Primera edición (Siglo XXI), 1970 Vuelta a El laberinto de la soledad Primera edición en El ogm filantrópico (Joaquín Mortiz), 1979 El laberinto de la soledad, Postdata y Vuelta a El laberinto de la soledad Primera edición (Tezontle, FCE), 1981 Segunda edición (Col. Popular), 1992 Primera reimpresión en España, 1996 Segunda reimpresión en España, 1998 D.R. © 1981,1992, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA Carretera Picacho Ajusco, 14200 ;227 México, D.F. FONDO DE CULTURA ECONÓMICA DE ESPAÑA, S.L. Vfa de los Poblados (Edif. Indubuilding-Goico, 28033 ,)15-4 Madrid ISBN: 8-0419-375-84 Depósito Legal: M1998-28.188Impreso en España

201


No son pocos los escritores, es decir: novelistas, cuentistas, periodistas, poetas, guionistas, dramaturgos y todo aquel que se gana la vida con la palabra, quienes opinan que la obra de Octavio Paz, fue la mayor aportación de las letras mexicanas del siglo pasado. Su obra extensa; nunca carente de interés, a menudo sorprende por su claridad narrativa. Cultivó la poesía y el ensayo, pero, como una novela bien estructurada, su obra nos platica algo. Nos lleva de la mano por el camino de la reflexión y la pregunta, del amor y la duda, de la vida y la muerte. Es precisamente, el carácter analítico de su obra, el factor fascinante de su prosa. “El Laberinto de la Soledad”, es un estudio del mexicano, no del criollo ni el mestizo, no del indígena, ni el descendiente de padres o abuelos extranjeros, no del chilango o el jalisquillo, tampoco del jarocho ni del norteño: sino de todos ellos y muchos más. Su vigencia es impactante.

202


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.