Nativos digitales

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Nativos digitales. La insuturable brecha cognitiva y de esos polialfabetismos tan necesitados

Manuel [3 años]. En la escuela infantil a la que va también hay bebés. Un día estaba mirando cómo uno de 10 meses pasaba las páginas de un cuento mientras balbuceaba sin parar, y le dijo a su profesora: “No me gusta nada cuando lee en inglés”. (Motos, 2008.)

La migración digital, un proceso de larga data cuando estamos entrando en SU segunda década En La migración digital, ensayo escrito por el chileno Lorenzo Vilches (2001), el autor reflexiona sobre los cambios sociales que experimentan los usuarios en el campo de la televisión, debido al proceso de migración digital, que supone el desplazamiento hacia un mundo altamente tecnificado, una nueva economía creada por las tecnologías del conocimiento, donde la moneda de cambio es la información, siendo ésta la que genera nuevas identidades individuales y colectivas (Campos Rosello, 2004; Castronovo, 2007; Mason, 2008). En este contexto, Vilches destaca que en la migración digital el mundo no se divide ya más entre ricos y pobres, sino entre los que están informados y aquellos que han quedado fuera de las redes de conocimiento.


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La aparición de las nuevas tecnologías, junto con la internacionalización de los mercados, provoca una serie de migraciones que afectan distintos ámbitos: el imaginario tecnológico, ya que la convergencia permite que afloren nuevos y antiguos mitos en las narraciones y los contenidos de los medios; el lenguaje y el mercado cultural, donde se promueve el debate sobre la cultura de los nuevos medios y su dependencia respecto de las exigencias comerciales; las nuevas formas narrativas; las conductas de los usuarios, que gracias a la interactividad se convierten en diseñadores de contenidos; y, por último, la forma de conocer, archivar y encontrar las imágenes que produce la sociedad. La migración digital supone un despliegue acelerado de las tecnologías del conocimiento, entre las cuales se destacan las tecnologías de la imagen (Pro, 2003; Yoel, 2004; Manovich, 2006; Papalini, 2007), esenciales para la formación de la percepción y la comprensión de la realidad.1 Con lo arriesgada que fue la propuesta de Vilches en su momento, al sostener que en el futuro próximo habría que pagarles a los espectadores para que se comportaran como televidentes, y Para un estudio del despliegue de estas competencias, se sugiere consultar a Arizpe y Styles (2005). Se trata de un estudio –realizado con niños de diversos entornos culturales y económicos– basado en la obra de dos importantes autores infantiles: Anthony Browne y Satoshi Kitamura, cuya premisa y punto focal es que los niños pequeños son expertos lectores de imágenes, y que los álbumes ilustrados les permiten desarrollar su potencial de alfabetización visual. Los álbumes ilustrados, en particular los de autores contemporáneos, presentan un reto a nivel visual y expresivo para los niños de cuatro años en adelante, pues les permiten comprender imágenes complejas en los niveles literal, visual y metafórico; además de impulsar su capacidad expresiva y analítica. Sin embargo, muchas veces estos textos, como otros más sofisticados a nivel de la escuela primaria y secundaria, que para los adultos, que no tuvimos la suerte de frecuentarlos, nos parecen dinámicos y atractivos, son despreciados por sus destinatarios. Hay por parte de los alumnos un rechazo visceral hacia prácticas y experiencias multimediales y audiovisuales que fuera del aula son altamente valorizadas y, sin embargo, en el marco escolar son desechadas. ¿Podrá resignificarse el espacio áulico, pigmentándolo con dosis de motivación que permitan el aprendizaje? ¿O la escuela está definitivamente condenada como espacio de innovación y estímulo? ¿Y en este caso –para muchos improbable e indeseable– qué otras alternativas de arquitectura para el aprendizaje restan, y qué haremos para preservar la socialización y la construcción de símbolos compartidos –comunidades imaginadas– que tradicionalmente han sido forjados por el sistema escolar? 1


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la discontinuidad que encontraba entre TV e Internet –como anticipamos una década atrás en Post-Televisión (Piscitelli, 1998)–, hay hechos básicos que se le pasaron por alto, y que tienen consecuencias educacionales mayúsculas, enmascaradas por el uso de la metáfora de la migración digital... reduciéndola a problemas de la convergencia de tecnologías,2 cuando en realidad de lo que estamos hablando es de una discontinuidad epistemológica esencial. O, para decirlo en términos de Henry Jenkins (2006, 2008), de convergencia de medios y de culturas.

Nativos digitales/Inmigrantes digitales … Porque la migración digital tiene como protagonistas a dos tipos totalmente diferentes de sujetos. Cuando se trata de industrias y formatos, quienes están a cargo no son los productores ni los consumidores actuales, ni mucho menos los que predominarán dentro de dos décadas. Se trata de personas de entre 35 y 55 años que no son nativos digitales: ellos (nosotros) son (somos) los inmigrantes digitales. Por el contrario, los consumidores y próximos productores de casi todo lo que existe (y existirá) son los nativos digitales, y entre ambos cortes generacionales (o poblacionales) las distancias son infinitas, y las posibilidades de comunicación y de coordinación conductual se vuelven terriblemente difíciles, sino imposibles, a menos que existan mediadores tecnológicos intergeneracionales (carrera que algunos hemos emprendido hace muchos años y que habría que codificar e institucionalizar bastante más).3 2 Gitelman (2006) sostiene que debemos disociar el medio como soporte del medio como conjunto de protocolos asociados a prácticas sociales culturales. Jenkins (2008), por su parte, denuncia la falacia de la caja negra según la cual en el futuro (hoy y mañana) todos los dispositivos convergerán en una caja boba y única. 3 Aunque las tipologías son siempre arbitrarias, podemos dividir a las distintas generaciones nacidas desde 1946 en cuatro segmentos: Baby Boomers, Generacion X, Generación Y y Milenaristas, usando la tipología elaborada por William Strauss y Neil Howe en su tetralogía acerca de las generaciones (Generations, 13th Gen, The fourth turning y millenials rising). Dos obras llamativas trataron la cuestión generacional en relación con las competencias y habilidades emergentes: The rise of the creative class: and how it’s transforming work, leisure, community and everyday life (Florida, 2003) –se-


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Una de cuyas variantes clave serán los docentes polialfabetizados.4 Si en vez de balbucear tanto acerca de la brecha analógico/digital, empezáramos a delimitar un poco más en qué consiste esta brecha alfabetogeneracional (Berardi, 2007), la cuestión sería mucho más interesante, pero también se volvería mucho más compleja. Porque a la luz de la aparición de generaciones con capacidades, intereses, manejo de la tecnología y valoración de la formación y de la información totalmente ortogonales respecto de las preexistentes, cualquier diagnóstico y cualquier pronóstico presentados como la muerte del canon literario occidental,5 deben ser deconstruidos y vueltos a replantear (Baricco,

guida por tres obras más recientes– y sobre todo The cultural creatives. How 50 million people are changing the world, de Ray & Anderson (2001), quienes apuntan a la creatividad social, aunque todavía sin incluir los inmensos aportes del software social y de las redes electrónicas de pares que se desarrollarían masivamente a partir del año 2003 –desde Delicious hasta Youtube, desde Netvibes hasta Flickr, desde Googledocs hasta Twitter, desde MySpace hasta Facebook–. La rapidez con que las neo-aplicaciones irrumpen en el mercado, y la facilidad con que se dejan moldear para nuevos usos dictaminados por los usuarios, dificultan una aprehensión cognitiva y epistemológica de las herramientas, que sin embargo tienden a una diseminación virósica imparable. Una generación de nativos digitales académicos con Danah Boyd <http://www.danah.org/>, y Michael Wesch <http://www.mediatedcultures.org>, a la cabeza, expertos en etnografías de las redes, está cambiando este panorama yermo hasta ayer nomás. 4 Al final de nuestro libro anterior, Internet. Imprenta del siglo XXI, dábamos unos primeros guiños en dirección de esta noción de polialfabetismos (Piscitelli, 2005). Nuestra inmersión profunda en la gestión de un portal educativo como fue Educ.ar durante un quinquenio, los aportes decisivos que el portal hizo a la Campaña Nacional de Alfabetización Digital –véase capítulo 8–, y nuestra presencia continua en foros internacionales en la última década han reafirmado nuestra intuición de entonces: la escuela del futuro es impensable sin un desarrollo sistemático de las competencias digitales (Jenkins, 2007), tanto en alumnos como docentes; yendo en dirección de la alfabetización digital y de lo que actualmente se denomina e-maturity. Es decir, de un aprovechamiento pleno de las redes de aprendizaje, y de todos los instrumentos materiales y conceptuales asociados a la alfabetización mediática y digital en la conformación de los analistas simbólicos que serán todos los chicos el futuro. 5 Remitimos a los intentos desesperados de Harold Bloom (2005b), Giovanni Sartori (2000), Karl Popper y los frankfurtianos de toda estopa, de mantener viva la antorcha de la alta cultura, so pena de abandonar ese sacrosanto espacio regalándoselo a la barbarie digital (una de cuyas manifestaciones sería la cultura popular tecnologizada). El reciente ensayo de Alessandro Barico (2008) deja bien en claro cuáles son las antinomias en juego, y por qué desestimar a Adorno & Horkheimer, rescatar parcialmente a Benjamin y a Marcuse, pero sobre todo revalorizar la cultura audiovisual en clave tecnológica, propone un exquisito camino para la investigación y para la acción, mucho más atractivo y osado que esa crítica eterna y tautológica.


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2008). En particular, los diagnósticos de decadencia cultural educativa y/o valorativa, y de supuesta pérdida de los valores humanistas a cargo de una tecnología fría, inclemente y fundamentalmente mercantilista (Bree, 1995; Sibilia, 2005, 2008). Diarios y libros, convenciones y conferencias, reuniones ministeriales y cumbres presidenciales, a veces con ahínco y muchas otras como mera semblanza retórica, se preguntan por la decadencia de Occidente, la enraízan generalmente en un extravío respecto del canon occidental (Bloom, 2005b) oponen la buena (y perdida) herencia literaria cultural a la demonización encarnada en la Ciencia y a la Tecnología, o la hipermercantilización de la economía, o a la entronización del consumo como teología secular. Todas estas maldiciones condensadas además en una escuela que no educa, en una formación docente que no está a la altura de los tiempos y en un mandato de socialización del conocimiento cada vez más inclemente. Hay mucho de simplismo en estos diagnósticos y mucho de desconocimiento acerca de la hiper creatividad social dominante –tema del que se ocuparán varios capítulos de este libro. A la luz de estas consideraciones, ¿no habrá que rever los conceptos de rendimientos y evaluación educativa?, ¿no habrá que reevaluar nuestro diagnóstico facilista acerca de la decadencia (educativa) de Occidente?, ¿no habrá que repensar si las pruebas PISA y toda la parafernalia de la ortodoxia (incluyendo la acreditación universitaria) no están cometiendo errores semejantes a los provocados por Piaget tratando de aplicar los baremos suizos a los chicos africanos? ¿Qué se está midiendo exactamente cuando se mide? Pero, sobre todo, ¿qué es lo que no se está midiendo?

No vemos que no vemos Si Heinz von Foerster (1976) tiene razón cuando insiste en que el pecado original de toda epistemología es que no vemos que no vemos, en el caso escolar la cosa se agrava infinitamente, y la principal responsabilidad es no ver que los estudiantes de hoy (los milenaristas, la generación Einstein, los nativos digitales, las generaciones interactivas o


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como queramos llamarlos) están cambiado en forma radical, desde su axiología hasta su epistemología, y no son los sujetos para los cuales el sistema educativo fue diseñado durante siglos y que querría tenerlos como población nativa.6 Cuando se reduce el cambio generacional y cultural a los adornos rituales (lenguaje, ropa, piercing, estilos de coquetería, y a las taxonomías tribales urbanas; floggers, emos, darks, etc.), se está poniendo el carro delante del caballo. Porque la discontinuidad que existe entre estos chicos y nosotros no es ni incremental, ni accesoria, ni siquiera histórica y tendencial. Se trata, en la jerga astronómica, de una singularidad, una compuerta evolutiva, un antes y después tan radical que es difícil conceptualizarlo, y mucho menos fácil es generar los instrumentos educativos capaces de operacionalizarlo para suturar la discontinuidad hecha posible por las tecnologías, pero también por muchos otros factores en forma combinada y convergente (Boeschma, 2008; Palfrey & Gasser, 2008). En este caso la singularidad es precisamente la digitalización de la cultura7 (especialmente juvenil) en las dos últimas décadas y más particularmente en los últimos cinco años en los países periféricos y en los últimos diez en el primer mundo. Para Vicent Verdú (2006), no hay sujetos y objetos simplemente relacionados, ni tampoco separados por una cesura insalvable, sino sobjetos en los cuales la identidad subjetiva ya se ha visto contaminada por la entidad objetiva y ésta exhibe la huella de aquélla. Cada sobjeto es una reproducción en miniatura de la relación general que la humanidad y los artefactos que produce y consume mantienen entre sí: “cruzándose mentalidades y emociones, ha nacido un espacio general donde crece la subjetividad del objeto y la objetividad del sujeto, ambos emitiendo y recibiendo partículas del otro y, en el proceso, construyendo la criatura híbrida de los sobjetos”. La conectividad es el valor supremo de la jerarquía moral de los sobjetos porque reproduce su esencia de forma abstracta; el sobjeto, en efecto, “no desea vivir en exclusividad, en pertenencia autóctona, sino que encuentra la razón de vivir en expandirse, interferirse, inmiscuirse, ser amado y penetrado en la orgía de la conexión”. 7 Para Jenkins (2008), la cultura de la convergencia no menta primariamente una revolución tecnológica, sino una mutación cultural basada en la participación de los consumidores/usuarios en una dinámica social. Ilustrando sus tesis con ejemplos tomados de Survivor, The Matrix, American Idol, Harry Potter, La Guerra de las Galaxias o The Sims, Jenkins muestra cómo esta nueva cultura participativa puede ir de la mano con el éxito popular y una apropiación masiva. 6


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Los chicos que hoy tienen entre 5 y 15 años son la primera generación mundial que ha crecido inmersa en estas nuevas tecnologías. Han pasado toda su vida rodeados de computadoras, videojuegos, teléfonos celulares y el resto de los gadgets digitales, pero especialmente respirando la atmósfera Internet (Castells, 2001; Prensky, 2006; Gee, 2003, 2007). El promedio de graduados universitarios (en particular en los EE.UU., pero crecientemente en todos los rincones del planeta) han pasado cerca de 5.000 horas de su vida leyendo, pero han dedicado cerca de 10.000 horas a jugar videojuegos (y han invertido cerca de 20.000 horas viendo TV). Con las diferencias de acceso sociales del caso, nada marginales –aun en los EE.UU. las diferencias entre el acceso a computadoras y videojuegos difiere enormemente entre blancos, hispanos y negros–, los videojuegos, el e-mail, Internet, los teléfonos celulares y la mensajería instantánea se han convertido en parte integral de nuestras vidas y en el oxígeno tecnocultural que respiran los chicos del tercer milenio, y conforman la base de una nueva elite tecnocognitiva que exige atención y comprensión. Obviamente, en la periferia las diferencias de acceso son todavía más duales y brutales. Esta constatación sociológica es trivial. Lo que realmente interesa es saber hasta qué punto las funciones intelectuales, las habilidades cognitivas, las inteligencias múltiples –especialmente emocionales– y las capacidades para volver inteligible el presente complejo, difieren o no en la generación digital respecto de sus padres o abuelos (Jenkins, 2006; Pink, 2007; Knobel & Lanshear, 2007; Krebs, 2003). Aquí la diferencia mayor no es tanto en términos de cambios físicos del cerebro (aunque a lo mejor también los haya),8 sino en los 8 Cada tanto nos encontramos con visiones que insisten en que los nuevos hábitos de lectura (o visionado) en la red mejoran, o empeoran, nuestras capacidades cognitivas. Por ejemplo, Nicholas Carr se basó entre otras en la investigación Information behavior of the researcher of the future <http://www.bl.uk/news/pdf/googlegen.pdf>, según la cual los nativos digitales en vez de leer, browsean, en vez de profundizar, salpican, en vez de entender, driblean y finalmente el cerebro se ve hasta anatómicamente debilitado por esta falta de esfuerzo. Contradictoriamente, investigaciones mucho más recientes recopiladas por Gary Small (2008), un neurocientífico de UCLA, en iBrain:


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claros usos diferenciados de funcionalidades cerebrales respondiendo a entornos ubicuos densos en información, que deben ser procesados en paralelo, y en la capacidad de toma de decisiones simultáneas que tienen su modelo en la simulación de los videojuegos, por ejemplo (Frasca, 2003). Ha habido muchos nombres que han tratado de encapsular lo distintivo de esta generación de estudiantes. Se los han denominado generación N (iNternet) o D (digital), más recientemente Generación Einstein, pero, para nuestro gusto, el epíteto que mejor da cuenta de ellos es el de Nativos Digitales. Nuestros estudiantes actuales, ya sea que tengan 6 años o 20 (pero preferentemente la franja de los 5 a los 15 años), son hablantes nativos del lenguaje de la televisión interactiva, las computadoras, los videojuegos e Internet. Y nosotros, por más tecnofílicos que seamos (o nos creamos), nunca sobrepasaremos la categoría de inmigrantes digitales, o de hablantes más o menos competentes en esa segunda lengua. Que para nosotros –inmigrantes–, lo digital es una segunda lengua, se nota en todo lo que hacemos. Es un acento que matiza todas nuestras actividades y que se refleja fundamentalmente en nuestra vida académica y profesional. Ingresamos a Internet cuando no encontramos un libro que previamente dé cuenta del problema que nos interesa. Antes de usar un aparato leemos el manual. Antes de ejecutar un programa necesitamos saber qué tecla apretar, etc., etcétera. Justo a la inversa en todos los casos de los nativos digitales, que hacen primero y se preguntan después siguiendo la preceptiva de Dr. House “Prescribir es diagnosticar” (véase capítulo 4). Neurológicamente esta segunda lengua ocupa áreas del cerebro distintas de las que se movilizan con el aprendizaje de la lengua materna. Y no estamos solamente jugando con metáforas. surviving the technological alteration of the modern mind, muestran cómo las búsquedas en Internet y la mensajería de texto han vuelto el cerebro mucho más adepto al filtrado de la información y a la mejora en la toma de decisiones. Por supuesto que no se trata de una estrategia “esto versus lo otro”, sino de “esto más lo otro”. La formación de los chicos del futuro exige una amplísima competencia en habilidades tecnológicas con habilidades sociales.


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Cuando tener acento es algo de lo que no conviene vanagloriarse El acento de la lengua adquirida se nota en mil y un actos que parecen intranscendentes pero que delatan nuestro origen analógico. Imprimir un mail, editar un documento sobre papel, llamar a compañeros de trabajo para que vean en nuestra computadora una URL en vez de enviárselas directamente, y lo más tragicómico de todo, llamar a alguien por teléfono para confirmar si recibió nuestro mail. Aunque esto suena gracioso, no lo es tanto. Deberíamos más bien adscribirlo, en todo caso, al área del humor negro, porque reducido a nuestro entorno en la Argentina, donde hay 880.000 maestros declarados (y unos 660.000 en actividad efectiva) –de los cuales están registrados en el portal de la Nación Argentina Educ.ar unos 140.000–, nos encontramos con la paradojal situación de que los instructores que son mayoritariamente inmigrantes digitales, que hablan un idioma en vías de extinción cual es el de la era predigital, están tratando de enseñarle a una población que habla un lenguaje totalmente distinto e incomprensible para los docentes inmigrantes. Aunque rara vez el problema se lee de este modo, gran parte de la resistencia infanto-juvenil a la enseñanza hoy hegemónica en las escuelas proviene del rechazo de los nativos a quienes quieren enseñarles su propio lenguaje, siendo que hablan el idioma de marras como resultado de haberlo aprendido como segunda lengua. Un absurdo destinado al fracaso desde el vamos. ¿Se entiende mejor entonces el lugar arrasado de la escuela en esta ecuación?9 (Lewkowicz & Corea, 2004; Momino, 2008; Zmuda, 2006; Bixio, 2006; Eisner, 2002).

En su magnífico ensayo El aula desierta, Concha Fernández Martorell (2008) muestra cómo la escuela y sus docentes tradicionales han tirado la toalla, y cómo una resemantización de la escuela exige una reinvención docente prodigiosa, no imposible, pero decididamente muy distinta de la imaginada tradicionalmente por las políticas nacionales de Formación Docente. 9


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Slow food ¿para el pensamiento? Los nativos digitales aman la velocidad cuando de lidiar con la información se trata. Les encanta hacer varias cosas al mismo tiempo. Todos ellos son multitasking y en muchos casos multimedia. Prefieren el universo gráfico al textual. Eligen el acceso aleatorio e hipertextual a la información en vez del lineal propio de la secuencialidad, el libro y la era analógica. Funcionan mejor cuando operan en red, y lo que más aprecian es la gratificación constante y las recompensas permanentes (que en muchos casos pueden ser desafíos todavía más grandes que los que acaban de resolver).10 Pero, sobre todo, prefieren el juego al trabajo serio y envarado. Los inmigrantes digitales no ven (y mucho menos admiran) la TV, no valoran la capacidad de hacer varias cosas al mismo tiempo propia de los milenaristas (despreciando su supuesto bajo espesor de conocimiento histórico), detestan los videojuegos (por difíciles, no por estúpidos, Gee, 2003), tienen problemas de todo tipo para fundirse en interfaz con la computadora, o para sacarle el jugo a sus múltiples funcionalidades sin pedirle antes permiso a un dedo para usar el otro. Sin que los docentes –y sobre todo los directivos– las escuchen, las protestas de los chicos –pero también las de los adolescentes– son cada vez más explícitas y concretas. Muchos docentes insisten en que los chicos tienen que desacelerarse cuando están en clase. No es que los nativos digitales no prestan atención, directamente no se interesan por ese entorno que les adviene como un túnel del tiempo. La disyunción es clara: o los inmigrantes digitales aprenden a enseñar distinto, o los nativos digitales deberán retrotraer sus capacidades cognitivas e intelectuales a las que predominaban dos décadas o más atrás. Difícilmente haya mucho para elegir en esta En La educación como industria del deseo. Un nuevo estilo comunicativo, Joan Ferres (2008) revisa con sumo detenimiento y respeto los cinco elementos que definen la tecnología del conocimiento como símbolo: intensificación de la sensorialidad y la concreción, dinamización sin fin, despertar de las emociones primarias, fortalecimiento del procesamiento intuitivo y fomento de la interactividad.

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opción inútil, por cuanto es seguramente imposible que los nativos quieran o puedan abandonar su lengua materna de incorporación/ producción de experiencias. Por tanto, la formación docente deberá encargarse de dos tareas ciclópeas. No sólo y no tanto actualizar a los docentes en los contenidos de hoy, las competencias que hacen falta para vivir en este mundo hiper acelerado y complejo, sino sobre todo deberán adquirir el abc de la comunicación y la transacción digitales (Jenkins, 2006), que en muchos sentidos es el default entre sus alumnos.11 Porque de lo que se trata aquí no es de reformatear viejos hábitos de pensamiento y contenidos pre-estructurados aligerándolos, o no, llevándolos al lenguaje de las imágenes y la fluidez multimedial, sino algo mucho más complejo y sutil. A saber: reconocer que formas y contenidos están inextricablemente unidos (como el dipolo significante/significado), y que si bien el buen sentido y las habilidades lógicas no están en cuestión, lo que sí lo está es que éstas no pueden plantearse en contraposición (y exclusión) de la aceleración, el paralelismo, la aleatoriedad y la atribución diversificada del sentido, especialmente en la dirección bottom-up, en vez de en la tradicional, jerárquica, taxonómica y consagrada del top-down.12

Átomos de conocimiento ensamblados en tramas de sentido No queremos reducir maniqueamente el problema de la “buena transmisión” a una cuestión de formatos por un lado, y a una cuestión de contenidos por el otro. Uno, porque el formato es destino; dos, Joan Ferrés en la obra antes citada pone de manifiesto dos prerrequisitos fundamentales para ser un docente confiable y eficiente en el siglo XXI: un altísimo despliegue de inteligencia comunicacional, seductora y persuasiva, y una altísima competencia en inteligencia emocional. 12 Clay Shirky (2008), en su excepcional Here comes everybody. The power of organizing without organizations, examina en detalle ejemplos llamativos y tendencias no menos establecidas de cuestionamiento de la cultura de los expertos, y de fortalecimiento de las culturas basadas en la sabiduría de las multitudes. 11


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porque en términos de contenidos todo debe ser replanteado. En esta nueva mediamoforsis en curso debemos ser capaces de diseñar a medida todo lo que un chico de cualquier edad debe saber en términos de átomos de conocimiento, y al mismo tiempo construir tramas de sentido que no fragmenten la comprensión. Y, una vez más, no se trata de tener que optar entre una u otra alternativa. Dado que vivimos del otro lado de la singularidad digital, el contenido se divide en dos, el tradicional –el canon en sus mil variantes, que actualmente se condensan en los Núcleos de Aprendizajes Prioritarios/NAP, o los Contenidos Básicos Comunes/CBC, a los que podemos denominar sistemas hereditarios o de legado (legacy)–, y el contenido prospectivo, futurizador, futurible (Cornella & Flores, 2006; Cornella & Rucabado, 2006) o como deseemos llamarle. En el legacy entran todas las variantes de la lectura, la escritura, la aritmética, el pensamiento lógico, la comprensión y los escritos del pasado, es decir, el currículum convencional. Es tradicional y desparejo. Mucho seguirá siendo necesario (pensamiento lógico), pero muchas otras partes, como la geometría euclidiana, la lógica aristotélica, la química lavoisieriana, se irán desvaneciendo como ha sucedido con el latín y el griego como contenidos masivos (claro que siempre será bueno que haya latinistas y helenistas) para escarnio de Gregory Bateson que no entendía cómo sus chicos post revolución de Berkeley insistían en no disciplinar su lógica descartando de plano las conjugaciones y declinaciones del latín.13 El contenido del futuro remite en cambio a formatos ad hoc, a pautas que conectan (Bateson, 1976), a itinerarios formativos autodescubiertos, a redes de colaboración entre pares, a neodisciplinas y a competencias de navegación transmedia14 (Ryan, 2004), omnipresentes en los nativos y casi desconocidas entre los inmigrantes. 13 Steven Weinberger (2007), en su fabuloso Everything is miscellaneous, ha balizado el terreno que va de una cultura de primer orden (taxonomy) a una cultura de tercer orden (folksonomy). 14 Henry Jenkins (2006), en su informe para la Fundación MacArthur, enumera las citadas competencias del siguiente modo: Juego, Performance, Simulación, Apropiación, Multitasking, Cognición distribuida, Inteligencia colectiva, Juicio, Navegación transmedial, Networking, Negociación.


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Las tecnologías digitales en todas sus dimensiones, pero fundamentalmente en su dimensión lingüística, de conversaciones en las que se gestan nuevos mundos de innovación (como nos enseñó hace dos décadas Fernando Flores, 1988), generan nuevos desafíos, inventan nuevos formatos y obligan a rediseñar los procesos educativos.

Cognición y subjetividad mediáticas Estos son los formatos y modos de transacción de la información/ sentido, que fascinan y seducen a los chicos y adolescentes de hoy –a años luz de la transmisión que sigue exigiendo la escuela–. No se trata solamente de temas, contenidos o de cuestiones, sino de la forma de abordarlos, y sobre todo de tejerlos con una subjetividad que se está bordando de una manera muy diferente de la nuestra.15 Casi nada del currículum tradicional puede vehiculizarse como otrora (Ferres, 2000). Y, por si eso fuera poco, hay que diseñar uno nuevo autoorganizado casi desde cero. El desafío es doble: hay que aprender cosas nuevas, y tenemos que enseñar las cosas viejas de un modo nuevo, siendo ambas tareas tremendamente difíciles de lograr, quizás lo más desafiante es enseñar lo viejo con ojos nuevos. En todos los terrenos, el uso de las nuevas herramientas permite y facilita el aprendizaje de cualquier tópico. ¿Cómo es posible que un chico que se acuerda de 100 nombres distintos de la colección de Pokémon no recuerde más que el nombre de un río o dos y durante un día o dos cuando se le enseña bajo la vieja usanza? Sherry Turkle (1984, 1998) fue una de las primeras en jerarquizar estas cuestiones al inventar la antropología de las prácticas computacionales a principios de los años 80 en su libro pionero El segundo yo. Las computadoras y el espíritu humano. Volvió al ruedo y desplegó una agenda que recién hoy vemos encarnarse masivamente en La vida en la pantalla, que recogía testimonios logrados hasta mediados de 1995. En el ínterin pasaron 14 años y lo que entonces eran intuiciones ahora son realidades hechas y torcidas (para los inmigrantes digitales, y más que derechas para los nativos digitales). Parte de esos nuevos caminos abiertos están inventariados en las tres recientes compilaciones de Turkle: Evocative objects: things we think with (2007), Falling for science: objects in mind (2008), así como en The inner history of devices (2008), como parte de los seminarios de la Iniciativa en Tecnología y el Yo que esta pionera de la antropología de la computación lidera en el MIT. 15


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La objeción más común es obviamente que no todo se puede enseñar de este modo. ¿Cómo podría hacérselo con Cervantes y Shakespeare, con la filosofía clásica y con el Holocausto? No estamos diciendo que jugar con simulaciones de temas/eventos de esta magnitud supla el placer, la emoción, la argumentabilidad y la intencionalidad de los procesos de lectura sobre papel. Sólo estamos diciendo que no hay tópico alguno que no pueda ser emulado bajo estos nuevos formatos como camino (o como mejor destino que ningún destino) en los procesos de aprendizaje. Los videojuegos, el uso de Internet y la computación en red son nuevos lenguajes (Logan, 2000, 2007). Más allá de lo que decidamos acerca de la intraducibilidad de los lenguajes, lo cierto es que caemos en el mismo error de siempre cuando suponemos que el único lenguaje de la enseñanza es el que monopolizamos durante milenios los inmigrantes digitales: el lápiz y el cuaderno, la tiza y el pizarrón, el papel, las bibliotecas, los diccionarios, las enciclopedias. Ha llegado la hora de hablar con fluidez la lengua de los nativos digitales sabiendo (nos duela o no, nos enorgullezcamos o no, lo disfrutemos o no) que dentro de 20 ó 30 años más quienes les enseñen a nuestros nietos y bisnietos serán también ellos mismos nativos digitales, y allí otra cosa será el cantar. En ese entonces estas discusiones, hoy tan controversiales, serán una mera cuestión abstracta. En el ínterin hay todo un trabajo del tecnoconcepto que hay que poner en marcha y para el cual convocamos tanto a docentes como a alumnos, a directivos, como a investigadores, a decisores políticos de primer nivel y a fabricantes de software y hardware. Nuestra experiencia de cinco años en Educ.ar fue en esa dirección y los resultados, si bien no llegaron aún a la escala (como se los planteó originalmente en el proyecto OLPC /One Laptop per Child, y no lograron aún pasar del punto de no retorno), fueron una contribución decisiva en esa dirección.


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