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Somos lo que comemos, por Paco Inclán

SOMOS LO QUE COMEMOS

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Ilustración de Luis Demano

¿Quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos?

SINIESTRO TOTAL

La palabra aguacate proviene del náhuatl ahuacatl y significa «testículo». No sabemos muy bien qué uso podrán darle los lectores y las lectoras a este dato suelto; guárdenselo para una cita especial o una sobremesa divertida. Lo leímos en Historia de la comida (Tusquets), de Felipe Fernández-Armesto, libro de suculento contenido para deleitarnos en el fascinante, a la par que atropellado, viaje de los alimentos a través de la historia. El autor documenta biotas trasplantadas, nómadas, errabundas. Entre otras, las patatas incaicas convertidas en el alimento que sustenta a la cocina irlandesa o a la tortilla española por antonomasia; el café, cuyo origen ubica en Etiopía (otras fuentes citan Yemen y Egipto), convertido en producto de consumo global; el cerdo ibérico, introducido en Tahití por una fracasada expedición española que en 1774 intentó anexionarse la isla, o el plátano, fruta originaria de la India que se cultivaba como planta de jardín en la España musulmana. Fueron los colonos canarios los primeros europeos en cultivarla con fines alimenticios. A principios del siglo XV, de las Canarias pasó al continente americano, donde actualmente es base de numerosos platos considerados «tradicionales», como los patacones colombianos, los tostones caribeños y el bolón de verde ecuatoriano.

Historia de la comida es una cartografía de la alimentación, una epopeya gastronómica en la que, por ejemplo, leemos sobre la mutua influencia de las cocinas indonesia y holandesa en la receta del rijstafel, plato típico holandés de origen indonesio (¿o es al revés?). O sobre el viaje circular de la cocina vietnamita: las recetas que los refugiados de Vietnam trajeron consigo a Francia en el siglo XX aportaban influencias francesas de la época colonial. O sobre los hábitos en la mesa que refugiados rusos introdujeron, vía París, en Europa Occidental durante el siglo XIX, conocidos como el service à la russe («servicio a la rusa»). «Los inmigrantes viajan con sus prácticas y sus hábitos culinarios, a la vez que adquieren nuevas costumbres alimentarias que adaptan de forma natural a su nueva vida y, en ocasiones, importan a sus países de origen. El mestizaje se produce, entonces, como reflejo de la necesidad de compartir y dialogar del ser humano expresada a través de la comida», señala Sylvia Oussedik, responsable de la colección Sabores de Ediciones de Oriente y el Mediterráneo. Un proceso circular en el que los alimentos se transforman durante este viaje que es de ida y vuelta: cocinas que son transportadas a otros territorios retornan posteriormente a sus lugares de origen, renovadas con nuevas elaboraciones, sabores e ingredientes.

> VAIVÉN

Cocinas que son transportadas a otros territorios retornan a sus lugares de origen, renovadas con nuevas elaboraciones, sabores e ingredientes.

> IDENTIDAD

Nos identificamos con platos y alimentos, obviando en muchas ocasiones la procedencia «foránea» de ingredientes y recetarios.

A pesar de estas y otras evidencias, tendemos a identificarnos con determinados platos y alimentos, considerados «autóctonos», obviando en muchas ocasiones la procedencia «foránea» de ingredientes y recetarios. Nos aferramos a una gastronomía propia como un rasgo que nos identifica allá donde vamos. Recuerdo ahora a españoles en Dublín intercambiando información sobre lugares donde proveerse de briks de sangría y de aceite de oliva, un ingrediente culinario que, escribe Fernández-Armesto, en las zonas cristianas de la España medieval era considerado una aberración gastronómica; preferían guisar con manteca de cerdo. Los estudiantes a los que imparto clase de castellano en CEAR suelen coincidir en que lo que más echan de menos de sus países es la comida: jollof rice nigeriano, baba ghanush sirio, muttabaq, postre de ricota palestino. Por un lado, la comida nos conforma individualmente, pero también nos otorga el sentimiento de pertenencia a una comunidad; por otro, es una identidad que nos fusiona con muchas otras. Sin ánimo de provocar, fijémonos en algunos de los ingredientes que los puristas consideran exclusivos de una paella valenciana «auténtica»: el azafrán, especia nativa del Sudeste asiático. El arroz, cereal que comenzó a cultivarse en China hace siete mil años. El tomate y el pimentón, procedentes de las culturas inca y azteca, al igual que el garrofó, legumbre también conocida como judía de Lima por su procedencia incaica, o judía de Madagascar por su extenso cultivo en la isla africana. La autenticidad existe, claro, pero es simbiótica.

La gastronomía supone pues un viaje trastabillado por la historia, difícil de ordenar y clasificar taxonómicamente, por eso nos sugiere tanto. En La cocina cristiana de Occidente, Álvaro Cunqueiro nos cuenta que la hormiga saúba, «banquete amazónico», acabó siendo popular entre los japoneses residentes en Brasil. A la pizza que lleva piña la llamamos hawaiana cuando no es fruta endémica de Hawái, donde fue llevada en 1813 por el botánico jerezano Francisco de Paula Marín. Y su «creador» es Sam Panopoulos, un cocinero griego residente en Canadá que afirmó haber introducido la piña en la pizza por primera vez en 1962 (otras fuentes citan al chef alemán Clemens Wilmenrod), una bizarría culinaria considerada herejía por los «pizzólogos» más ortodoxos. También provoca controversia el debate sobre si la mahonesa, o mayonesa, es menorquina o francesa o si al pastel cilíndrico «brazo de gitano» lo llamamos así por las mangas de unas blusas, por unos caldereros o por un monje español que lo cató durante una estancia en un monasterio berciano de El Cairo. Por no entrar aquí en por qué decimos arroz a la cubana, ensaladilla rusa o calamares a la romana, «gastronónimos» (¡palabro!) que no coinciden con el origen de los platos.

Lo de añadir chorizo a la paella daría para otro tomo.

Haz el arroz y no la guerra

«La identidad no existe en el origen, sino al final del recorrido», señala el investigador gastronómico Massimo Montanari, frase que me acompaña mientras compro tortillas de maíz, base de la cocina precolombina trasladada siglos después a la cotidianeidad de mi convivencia familiar tapatío-valenciana, o cuando engullo con fruición empanadas con ají en la cafetería colombiana

cercana a mi casa. Sin embargo, como advierte Fernández-Armesto, este intercambio gastrocultural ha acompañado tradicionalmente a invasiones, guerras, colonizaciones, masacres, expolios. La historia de la humanidad está repleta de barbaridades. Los alimentos se han transportado de un lado a otro del planeta a través de encuentros civilizatorios que no siempre se han dado de manera, digamos, armoniosa. Aun así, creemos en las posibilidades diplomáticas de la gastronomía. En la Guía gastronómica de la València migrante nos hemos acercado con mucha curiosidad a los platos que cocinan vecinas y vecinos procedentes de otros lados del mundo y que, en algunos casos, suponen el sustento económico de pequeños y medianos negocios y proyectos de hostelería. Por eso, no nos hemos centrado únicamente en las comidas, también en quienes las elaboran, que consideramos protagonistas de esta guía.

«El universo culinario puede posibilitar la conversación humana, la traducción, la competencia intercultural», se lee en Cocinar, comer, convivir (Destino), de Andoni Luis Aduriz y Daniel Innerarity. En efecto, la gastronomía es, debe ser, un canal de comunicación para fomentar un diálogo en el que la comida funja de mediadora: discutir alrededor de una mesa con alimentos sobre si un determinado plato debe llevar o no picante o si es más estrafalario comer caracoles o huevos de mosquito provocan debates inocuos en una atmósfera favorable para el (re)conocimiento del «otro». Como señala Santiago Alba Rico: «Decidir compartir la comida es declarar que no te voy a comer a ti», lo cual ya supone un aliviador punto de partida. Frente a los que se aferran a una identidad supuestamente pura, en clasificar su cosmogonía entre «lo de nosotros» y «lo de ellos», proponemos una fusión cognoscitiva (de saberes) a la par que sensorial (de sabores). Porque no solo lo pensamos, también «hemos puesto el cuerpo», Mariví Martín dixit. El proceso de elaboración de esta guía ha sido acompañado por la organización de actividades culinarias; a mayor diversidad humana y gastronómica más las hemos disfrutado.

Como la historia de los alimentos, la de la humanidad también es el resultado de un vaivén constante, de trepidantes idas y vueltas, de aparatosos encuentros, en los que no podemos considerarnos de ascendencia «pura» ni hablar de identidades sin reconocer el hibridismo del que son resultantes. Porque toda cultura es fruto de una mezcolanza; lo dice Levi-Strauss, voz autorizada, aunque también lo podría decir el tipo con el que coincidimos en el ascensor por las mañanas. Todos, en algún punto de nuestro árbol genealógico, procedemos de esta migración multidireccional, imparable, permanente. Al igual que los alimentos y los platos que nos acompañan en este viaje planetario por las calles de València. Un allende culinario que podemos degustar sin salir de nuestros barrios. Que lo relaman. Que lo disfruten.

> DIPLOMACIA

En efecto, la gastronomía es, debe ser, un canal de comunicación para fomentar un diálogo en el que la comida funja de mediadora.

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