EN HOMENAJE A IN LOVING MEMORY OF
CAROLINA HIDALGO VIVAR 1977-2013
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PABLO CORRAL VEGA
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Lector querido, amigo, te invito a seguir el proceso que yo he seguido. Pon tu mundo al revés, abre este libro de abajo para arriba, deja que los detalles, que lo pequeñito, sea más importante que lo grande y majestuoso. Tuve una bella maestra cuyo nombre fue Carolina Hidalgo Vivar. Ella me enseñó a ver el mundo con agradecimiento y ternura. He tratado de tomar estas fotos desde ese lugar. Este es un retrato personal, personalísimo del Ecuador, de mi país, de mi tierra. He ido por sus caminos tratando de sanarme luego de la muerte de Carolina, tratando de encontrar una fórmula para convertir el dolor en belleza. La naturaleza nos recuerda que la vida y la muerte están íntimamente entretejidas. Y que la vida esplendorosa, potente, llena de cimas y precipicios, es un precioso regalo que debemos celebrar con los que amamos. Te invito a hacer un viaje imaginario de este a oeste del Ecuador, desde el corazón de la Amazonía, subiendo los flancos de la cordillera, pasando por las cumbres de los Andes y sus dulces valles habitados, bajando nuevamente al trópico, cruzando los mares hasta llegar a las Islas Encantadas. Pero cuidado, este libro no está hecho de grandes vistas, son con frecuencia espacios pequeños que los ojos pueden acoger, paisajes humildes, jardines que la naturaleza ha inventado.
Cotopaxi 0°32’49” S 78°26’47” W 5.897 m (19.347 ft)
I invite you who are holding this book, my dear friend, to follow a process that I have followed. Working on this book I have learned to see smallness anew, to allow the small details in nature to be more important than what is large and majestic. I had a beautiful teacher whose name was Carolina Hidalgo Vivar. She taught me to look at the world with gratitude and tenderness. I have tried to take these photographs from that position. This book is a personal, an extremely personal, portrait of Ecuador, of my country, of my homeland. I have traveled its roads in an attempt to find healing following the death of Carolina, trying to find a formula for converting grief into beauty. Nature reminds us that life and death are intimately interwoven. And that life, splendid, potent, and filled with pinnacles and precipices, is a precious gift that we must celebrate with those we love. I invite you to take an imaginary journey from the east to the west of Ecuador, from the heart of Amazonia, climbing the flanks of the Cordillera, crossing over the peaks of the Andes and its sweet inhabited valleys, descending again to the tropics, crossing ocean waters until you reach the Galapagos, which we call the Enchanted Islands. But approach with caution, this book is not composed of grand vistas but often of small spaces one’s eyes can rescue, humble landscapes, and gardens conceived by nature.
El Quinche, Pichincha UN JARDÍN PARA CAROLINA 0°6’42” S 78°18’26” W
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Pablo Corral Vega
¿Cómo se le habla a una persona que ya no está? ¿Qué palabras se usan? ¿Qué se le dice? ¿Cómo se hace para que nos escuche?
Carolina, chiquita, bonita, tú me escribiste un poemita humilde, así le llamaste. Este libro es mi “poemita humilde”. Es humilde porque no sé qué lenguaje usar para llegar hasta donde tú estás, es pequeño porque no tiene alas para penetrar el misterio. Es el lenguaje que conozco mejor, pero estoy consciente de que es incompleto, inadecuado. Necesito decirte lo importante que eres para mí, agradecerte por todos los regalos que me diste. Ahora, luego de meses de caminar despacio, de sentir, de mirar el persistente milagro de la naturaleza, comprendo que hacer este libro sobre jardines es en realidad un regalo más que tú me haces. Tu espíritu, tu memoria, me llevó a volandas a fotografiar lo más pequeñito, lo más sencillo. Fue un impulso avasallador, irresistible. Estos jardines son un regalo que me haces, que nos haces. Mucho amabas los árboles. Recuerdo ese samán centenario, enorme, junto a tu casa de Santo Domingo. Lo fui a visitar, se veía tan triste ahora que tú no estás, envuelto en la niebla, ligeramente encorvado, con unas barbas blancas y largas. Tú sostenías que es imposible defender la naturaleza solo desde el pensamiento, que la conservación debe ser ante todo un acto de ternura. Y tu tesis era sencilla pero contundente: “¿Ves mi samán, Palito, mi árbol tan querido? Los años le han convertido en un árbol importante y digno. Imagínate, más digno no puede ser, es la casa de tantos musgos, de tantas bromelias, de
tantos helechos, de tantos pajaritos y tantos bichitos. ¡Ese árbol, a pesar de ser tan grande y de tener tantas arrugas, es mil veces más frágil que tú o que yo! ¡No puede defenderse! ¿Cómo no lo voy a ver con ternura?” Les hablabas a los árboles con absoluta naturalidad. Y se te rompía el corazón cuando alguien los agredía. “Mira, Palito”, me decías, “mira, qué árbol tan guapo”. Para ti eran guapos los arbolitos y los jardines y los animalitos y los colibríes que volaban fuera de tu ventana. Decías siempre que toda persona tiene derecho a la sombra de un árbol, al canto de los pájaros, al sonido del agua. Amabas mucho la naturaleza. Por eso fuiste a Harvard a especializarte en Arquitectura del paisaje. Te dolía la ciudad, la ciudad encementada, cuadrada, encasillada, en la que los árboles y los jardines eran apenas elementos decorativos, una ciudad en la que la gente más humilde no tiene acceso a la naturaleza, y los de más recursos se encierran en moles estériles y amuralladas. Estabas trabajando en varios proyectos municipales. Tenías el mundo por delante. Tu mente estaba en ebullición, pensabas que debíamos invitar la naturaleza a la ciudad, darle un espacio primordial en nuestras vidas. No, no es asunto solo de construir más y mejores parques, sino de borrar las fronteras artificiales entre lo silvestre y lo urbano. “Las quebradas de Quito son un milagro, guardan los últimos rastros de vegetación nativa dentro de la ciudad”, repetías una y otra vez. “Nuestra naturaleza no se parece en nada a los parques que construimos, queremos hacer parques italianos o franceses en una tierra que es una explosión de arbustos,
un exceso de bromelias y helechos y musgos”. “Nuestra vegetación tropical es barroca, un desorden de verde y de agua…” “En el páramo lo diminuto, las florcitas microscópicas que se esconden del frío, en el trópico las hojas primordiales, primigenias”. Y los parques, claro, deberían liberarse de esa estética europea, y llenarse de la ética desbordada de nuestra megadiversidad. Habría que derruir esas absurdas contraposiciones entre el parque y la ciudad, y entre la ciudad y la naturaleza. Te horrorizaba cómo, en los programas de reforestación, se plantaban especies foráneas. Te dolían, por ejemplo, esos bosques de cipreses o pinos, tan postizos, en el corazón de los páramos. “Somos acomplejados, nos queremos parecer a Suiza o Canadá, y no hay mayor belleza que el humilde matorral de nuestro monte”. “La naturaleza sana, Palito. La naturaleza nos enseña a mirar adentro, hacia lo profundo. Nos enseña el asombro y el agradecimiento”. ---------Unas semanas después de tu muerte, en el momento más sombrío, te presentaste en un sueño, menudita, flaquita, delicada, con tu natural elegancia y tu manera tan dulce de sonreír: “Palito, tú no tienes el poder de saber lo que el futuro te va a traer, ni saber cuándo se van a ir las personas que más quieres. No puedes controlar todo lo que pasa en tu vida. El único poder que tienes es el poder de tu ternura, de tu bondad”.
¿El poder de mi ternura?… Yo nunca había visto la ternura como un poder. Cometemos con frecuencia el error de pensar que las personas tiernas son frágiles, indefensas. Tú eras poderosa. Solo una persona poderosa puede transformar a quienes tiene alrededor de una manera tan profunda y definitiva. Eras la ternura, usabas la palabra para arropar, para sanar, para celebrar, para respetar. Los ecuatorianos tenemos el diminutivo en la punta de la lengua, tenemos en nuestra cultura una calidez que nos la están robando los intolerantes. No tomamos café, tomamos un cafecito. Tú usabas el diminutivo con un orgullo que jamás he visto en otras personas. Tenías una dulzura activa, orgullosa, convencida. Multiplicabas tu preocupación hacia todo aquel que veías frágil o desvalido, especialmente hacia los niños y las personas humildes. No era una suavidad melosa o autocomplaciente —aborrecías lo cursi—, sino una ternura esencial.
“¡Ese árbol, a pesar de ser tan grande y de tener tantas arrugas, es mil veces más frágil que tú o que yo! ¡No puede defenderse! ¿Cómo no lo voy a ver con ternura?”
ALLÁ EN EL MONTE, MI JARDÍN ¿Cómo se hace un jardín? Despacito, con cuidado, con enorme paciencia. Del mismo modo en que se construyen los afectos, del mismo modo en que una casa se va convirtiendo en un hogar. Así como las personas se van poniendo cómodas en nuestro corazón y un día deciden quedarse. No hay nada mágico o automático, hacer un jardín requiere constancia. Primero se lo delimita, se le da una dimensión comprensible, humana. Luego se siembra, se riega, se espera, se poda, se espera más. Construir un jardín es un acto de apropiación, un diálogo personal con la naturaleza y sus ciclos. Para que un jardín lo sea, tengo que convertirme en su jardinero. Tengo que domesticarlo. Hacerlo mío. Mío en el afecto, mío en el tiempo invertido, mío en la capacidad de evocarlo cuando estoy ausente. Los seres humanos podemos amar lo pequeño, lo que hemos construido con ternura, lo que cabe en nuestra memoria. Es difícil amar todo un Cotopaxi o un Yasuní. Pero ese pequeño riachuelo que nace de sus glaciares, o ese señor árbol tan viejo y tan arropado de musgos, a ellos sí los puedo hacer míos. Ya ves, Carolina, bonita, me he convertido en jardinero. Construyo jardines con mi cámara. Los hago a través de la paciencia, de la espera. He regresado a mis orígenes. Inspirado por ti, he vuelto a hacer fotografías de paisaje.
A ti te gustaba tanto ese retrato mío en el Cotopaxi de cuando era un jovenzuelo flaco y desgarbado y fotografiaba la naturaleza. Han pasado ya más de 20 años desde que recorría el Ecuador así, con mi cámara a cuestas y una esperanza sin límite. Te llamaba la atención lo feliz y guapo que se me veía en esa foto. Ya no soy el mismo, chiquita, a veces no me reconozco. Soy más frágil, a veces temeroso y puedo ser mezquino. No tengo la misma fortaleza ni esa esperanza incondicional. Y guapo... tal vez, solamente para quienes me conocen mejor. Para hacer este libro fui a los lugares que tú amabas y a otros que nunca pude compartir contigo —lugares que conocí cuando era ese jovenzuelo ingenuo y de risa fácil—. Son fotos de nuestro Ecuador, del país que nos dio una identidad, un significado. Fui muchas veces al Cotopaxi, ese volcán imponente que ocupa las pesadillas y la imaginación de quienes vivimos cerca de su sombra. Tu accidente fue tan cerca del Cotopaxi. ¿Cómo puede caber tanta belleza y tanto dolor en el mismo lugar? Fui a tu Loja natal, tan querida, fuente de tanto orgullo. Fui a La Toma, al Cisne a buscar los jardines que mira esa Virgen churona que invocabas a la menor presencia de peligro o injusticia: “Virgencita del Cisne”, repetías con devoción, entre dulce y asustada. Y cuando el peligro era mayor decías: “Diosito del Cisne”; a lo que yo siempre respondía impertérrito, con una reflexión teológica, que el Diosito no es de Loja ni del Cisne, sino de todo el universo. Fui a Santo Domingo, tierra tan querida por ti, a varios bosques tropicales que son los últimos restos del gran Chocó que va desde Panamá a Perú. En la Costa
del Ecuador, logramos destruir prácticamente todo el bosque tropical, víctima de la frontera agrícola, del desarrollo. El mismo destino que probablemente le depara a nuestra Amazonía. Poco a poco, lentamente, con una macabra persistencia —de árbol en árbol, de hectárea en hectárea, abriendo trochas y caminos— vamos horadando, minando sus cimientos, disolviendo su integridad. El Patricio, siempre tan paciente y generoso, me acompañó a muchos lugares. Fuimos al Carchi, a ese camino extraordinario entre Tufiño y Maldonado, donde los frailejones (sp. Espeletia) parecen flores gigantes, habitantes de un jardín misterioso que alegra el alma de quienes lo miran con humildad. También visitamos los ceibos de Manabí, con sus brazos y piernas y músculos y tendones, esos árboles que se abrazan y funden entre sí, y en los que aprendí, cuando era un adolescente, a descubrir la simple poesía de vivir. Fui al Yasuní, a la estación de la Universidad San Francisco, lugar que a ti te emocionaba hasta las lágrimas. El ruido del generador se detuvo y el sonido del bosque tropical se convirtió en un hervidero chirriante de criaturas invisibles. La vía láctea se desperezó sobre las copas de los árboles. Allí, junto al río, en la oscuridad más absoluta, me sentí nuevamente un niño indefenso, arropado por el misterio. El bosque tropical es la vida en toda su potencia, la delirante complejidad de un rompecabezas indescifrable y gozoso en el que somos apenas una pieza más.
Fui con mi hermano, siempre tan cálido y solidario, y su viejo amigo Meyer, un moreno ágil y risueño, a un bosque de mangle extraordinario, en Olmedo, Esmeraldas. Yo no apreciaba el mangle, esos árboles que viven en el lodo, cerca del mar. ¡Cómo te hubiera gustado ese bosque, bonita! Los árboles son altísimos y se yerguen sobre unas raíces aéreas, como patas de un gran insecto. Esos mangles, desde que se hicieron mis amigos, desde que los vi con mayor atención, me duelen, bonita, como a ti te dolían. Quedan tan poquitos, tan aislados unos de otros, tan frágiles, tan amenazados por las camaroneras, el crecimiento, la modernidad. Sabes, he comprendido que los fotógrafos somos muy arrogantes. Al comenzar este proyecto solo buscaba fotos espectaculares, me molestaba cuando no aparecía ese sol de miel que tanto me apasiona. Me costaba ver las cosas pequeñas, sencillas... Estaba frente a algo precioso y me iba, buscando algo aún mejor. Qué ceguera, qué ambición. Siempre apurado y exigiendo más. Los campesinos le llaman “monte” a lo salvaje, a lo que aún no ha sido domesticado. Al hacer estas fotos, he ido construyendo jardines en el monte. Allá tan lejos y tan cerca están mis jardines, los lugares en que la mente descansa y mi corazón encuentra algún consuelo. Ahora son míos. Los jardines que he fotografiado son restos, esquinitas, escondidos del desarrollo en una quebrada, en alturas heladas e inservibles para la agricultura, demasiado alejados de las carreteras para ser perturbados. Muchos están dentro de parques nacionales o reservas, pero la mayoría son huérfanos, náufragos, fugitivos del desarrollo.
Son joyitas, símbolos de espacios mil veces más grandes y complejos. Necesitamos ampliar los parques nacionales, unirlos mediante corredores naturales, preservar los remanentes de bosque. Pero sobre todo, tenemos que aprender a respetar los límites que nos hemos impuesto. ¿De qué sirve establecer áreas protegidas si los intereses económicos son excusa para violarlas? Seremos incapaces de proteger lo que aún no hemos aprendido a honrar. Bonita, el tesoro es lo que preserva su integridad. Nada se compara con un espacio natural, con un jardín que no ha sido perturbado. Allí está la magia, el misterio, la complejidad. La conservación no puede hacerse desde la rabia o solo desde la inteligencia. Tiene que hacerse desde la ternura. Decido proteger la naturaleza porque es mía, porque es frágil, porque una vez rota se pierde, porque me toca en lo más íntimo, porque me devuelve mi humanidad y me recuerda mi lugar en el mundo. Sin ese gran bosque, sin ese páramo, sin ese humedal, soy más pobre. Y las generaciones futuras lo serán aún más.
Bonita, el tesoro es lo que preserva su integridad. Nada se compara con un espacio natural, con un jardín que no ha sido perturbado. Allí está la magia, el misterio, la complejidad.
EL MISTERIO Carolina, preciosa, brillante jardinera, la más dulce de todas, seguramente ahora cuidas esos jardines silvestres. Habrás aceptado ese, el trabajo más humilde y digno. Un jardín silvestre es como un antiguo reloj, un reloj perfecto, con incontables engranajes y piezas movibles, un reloj pequeño, producto de inenarrables horas de evolución. Lo que lo hace tan especial es que nosotros no sabemos cómo funciona. Solo que cada ruedita o microengranaje es necesario. Y si nos entrometemos en su delicado mecanismo, siempre se detiene. Y cuando deja de marcar los minutos, nos volvemos arrogantes, nos pensamos elegidos, nos sentimos eternos. Hemos vencido, dominado, controlado. La naturaleza nos pertenece. Nada nos puede pasar. Perdemos la conciencia de que el tiempo no necesita del tictac de nuestro reloj. El tiempo todo lo arrastra, todo lo lleva consigo. A las cosas que no comprendemos, a las más preciosas, nos acercamos con cuidado, de puntillas. Nos maravillamos con sus detalles, con lo visible y aún más con las conexiones interiores e invisibles que solo podemos intuir. La luz del amanecer, el canto de los pájaros, el imperceptible vuelo de las mariposas son un regalo, un soplo delicado que nos recuerda el fugaz milagro de estar vivo. Carolina, cosita buena, yo heredo tus sueños. Mi misión es darles alas. Ahora te llevo en mí, en el alma de mi alma, en el corazón de mi corazón.
Tiputini, Yasuní, Orellana 0°38’17” S 76°8’59” W 12
214 m (702 ft)
A GARDEN FOR CAROLINA Pablo Corral Vega translated from the Spanish by Margaret Sayers-Peden
How does one speak to a person who is no longer here? What words does one use? What does one say to be heard?
Carolina, my dearest Carolina, you wrote me a modest little poem, that is what you called it. This book is my modest little poem for you. It is modest because I don’t know what language to use to reach you where you are. It is small because it has no wings to penetrate mystery. It is the language that I know best, but I am aware that it is incomplete, inadequate. I need to tell you how important you are to me, to thank you for all the gifts you gave me. Now after months of slow wandering around, of grieving, of looking at the persistent miracle of nature, I have realized that making a book about gardens is in truth yet another gift you are giving me. Your spirit, your memory, quickly led me to photographing what was smallest and simplest. It became an overwhelming, irresistible impetus. These gardens are a gift you are giving me, that we are giving to others. You had a deep love for trees. I remember the enormous, age-old Samaná, the raintree next to your house in Santo Domingo. I went to visit it, and it looked very sad now that you are no longer here. It was wrapped in fog and slightly bowed, with mossy whiskers that trailed to the ground. You held that it is impossible to defend nature only by thinking about it, that conservation must first of all be an act of tenderness. And your thesis was simple but absolute. “You see my Samaná, Palito, the tree I love so much? The years have turned it into an important and honorable tree. Imagine, it can’t become any more worthy because it is home to
so many mosses, so many bromeliads, so many ferns, of so many little birds and insects. That tree, despite being so large and having the wrinkles, is a thousand times more fragile than you or me! It can’t defend itself! How can I look at it without feeling tender?” You spoke to the trees with absolute naturalness. And it broke your heart when anyone attacked them. “Look, Palito,” you would say to me. “Look at that handsome tree.” For you, trees, and gardens, and little animals, and the hummingbirds that flew outside your window were all “handsome.” You always said that every person has a right to the shade of a tree, to the song of birds, to the sound of water. Oh how you loved nature. That’s why you went to Harvard to specialize in landscape architecture. The city distressed you, the concrete, all the square lines and pigeonholes, the space in which trees and gardens were mere decoration. The city where the most humble people have no access to nature while those with the most resources close themselves within the sterile walls of blocks and blocks of buildings.
explosion of trees, an overabundance of bromeliads and ferns and mosses.” Our tropical vegetation is baroque, a jumble of greens and water. “On the Andean moors are the minute, the microscopic hiding from the cold, while in the tropics primordial, ancestral leaves burst out before your eyes.” And the parks, of course, should rid themselves of that European esthetic and fill themselves with the overflowing ethic of our mega-diversity. Those absurd oppositions between park and city, and between city and nature, would have to be demolished. It horrified you how alien species were being planted in reforestration programs. Those forests of cypresses or pines, so false in the heart of the moors, pained you deeply. “We are complex. We like to look like Switzerland or Canada when there is no greater beauty than the humble underbrush of our wild country.” “Nature is honest, Palito. Nature teaches us to look within ourselves toward what is profound. It teaches us astonishment and gratitude.” ----------
You were working on several municipal projects. You had the world by the tail. Your mind was bubbling, you were thinking that we must invite nature into the city, give it a fundamental presence in our lives. No, it isn’t merely a matter of building more and better parks, but of erasing the artificial frontiers between the wilds and what is urban. “The ravines in Quito are a miracle, they guard the last traces of native vegetation within the city,” you often said. “Our nature does not in any way resemble the parks we construct. We want to make Italian or French parks in a land that is an
A few weeks after your death, in the darkest moments, you came to me in a dream, small, thin, delicate, with your natural elegance and your sweet way of smiling. “Palito, you don’t have the power to know what the future is going to bring you. Nor do you know when the persons you love most will be gone. You can’t control everything that happens in your life. The one power you have is that of your tenderness, of your goodness.”
The power of my goodness? And I had never seen tenderness as a power. We frequently commit the error of thinking that tender people are fragile, defenseless. But you were powerful. Only a powerful person can transform those she has around her in such a profound and conclusive way. You were tenderness. You used your words to comfort, to heal, to celebrate, to respect. We Ecuadorians carry affectionate -itos and -itas on the end of our words. We have a warmth in our culture that the intolerant are robbing from us. We don’t drink coffee, we have a cafecito. You used the diminutive with a pride I have never seen in others. You had an active, proud, assured sweetness. You focused your concerns on everything you saw that was fragile or helpless, especially children and the less fortunate. It was not a syrupy softness or selfcomplacency –you despised anything sugary or lacking in good taste– but an essential tenderness.
“That tree, despite being so large and having the wrinkles, is a thousand times more fragile than you or me! It can’t defend itself! How can I look at it without feeling tender?”
THERE IN THE WILDS, MY GARDEN How is a garden made? Slowly, with care and with enormous tenderness. In the same way that affection grows, in the same way that a house is converted into a home. Just as people gradually put so much of themselves in our heart that one day they are there to stay. There is nothing magical or automatic about it, making a garden requires perseverance. First its outlines are drawn; it is given an easily understood and human dimension. Then it is sown, it is watered, it is awaited, it is trimmed and then again awaited. Constructing a garden is an act of appropriation, a personal dialogue with nature and its cycles. So if a garden is to be an actual garden, I must become its gardener. I must domesticate it. Make it mine. Mine in affection, mine in invested time, mine in my ability to evoke it when I am not there. We human beings can love what is small, what we have shaped with tenderness, what we can hold in our memories. It is difficult to love an entire national park like a Cotopaxi or a Yasuní. But that little rivulet born from their glaciers, or that ancient and so lordly tree clothed in mosses, those I can make mine. You can see, my beautiful Carolina, that you have turned me into a gardener. I make gardens with my camera. I make them mine through patience, and waiting. I have gone back to my origins. Inspired by you, I am again taking photographs of landscapes.
You were always so fond of that shot of me on Cotopaxi, the one when I was a thin, ungainly youth photographing nature. More than twenty years have gone by since I traveled all over Ecuador with an unbounded sense of hope and my camera on my back. You were captivated by how happy and handsome I looked in that photo. I am no longer the same, preciosa. Sometimes I don’t recognize myself. I am more fragile, sometimes frightened, and I can be difficult. I do not have the same strength, or unconditional hope. And good-looking? Maybe, but only for those who know me well. To do this book I went to the places you loved, and to others I was never able to share with you--places I knew when I was that ingenuous youth with the easy laughter. They are photos of our Ecuador, of the country that gave us an identity, a meaning. I went often to Cotopaxi, an imposing volcano that occupies the nightmares and imagination of those of us who live near its shadow. Your accident was so close to Cotopaxi. How is it possible for so much beauty and so much pain to fit into the same area? I went to your native Loja, so loved, the source of so much pride. I went to La Toma, to El Cisne, to look for the gardens seen by that long, curly-haired Virgin you invoked at the least hint of danger or injustice. “Virgencita del Cisne,” you would say with a devotion somewhere between sweet and frightened. And when the danger was greatest you said, “Diosito del Cisne,” to which I always replied with an impertinent theological quip that the Diosito is not from Loja, or El Cisne, but from the entire universe.
I went to Santo Domingo, a place you loved so much, to several tropical forests that are the last remains of the great Chocó, which runs from Panama to Peru. Along the Costa of Ecuador we have succeeded in destroying nearly all the tropical forest, victim of the encroaching frontier of development. The same fate that probably awaits our Amazonia. Little by little, slowly, with macabre persistence–tree by tree, hectare by hectare, clearing trails and roads–we are blasting and mining its core, dissolving its integrity.
in Olmedo, Esmeraldas. I had never appreciated mangroves, those trees that live in the mud near the sea. How you would have loved that forest, bonita! The trees are very tall and they stand tall on airy roots like the feet of giant insects. Since they had become my friends and I had looked at them with greater attention, those mangroves, bonita mía, moved me the way they always moved you. There are so few of them left, so isolated from one another, so fragile, so threatened by shrimp farms, growth, and modernity.
Patricio, always so patient and generous, went many places with me. We went to the province of Carchi, to that extraordinary road between Tufiño and Maldonado, where what we call the fraylejones, of the Espeletia genus, look like gigantic flowers, inhabitants of a mysterious garden that warms the soul of those who look on it with humility. We also visited the ceibos of Manabí, with their arms and legs and muscles and tendons that embrace and fuse into one another. It was from those trees, when I was a teenager, I discovered the simple poetry of living.
You know, I have come to realize that we photographers are very arrogant. As I began this project, I was looking only for spectacular photographs, I was annoyed when it wasn’t a day for the honeyed sun I am so passionate about. It was difficult for me to see the small, simple things. I was near something precious yet went on looking for something better. What blindness, what ambition. Always pushing on, demanding more.
I went to Yasuní, to the station of San Francisco de Quito University, a place that moved you to tears. The noise of the generator stopped and the sound of the tropical forest turned into a deafening shrill of invisible creatures. The Milky Way stretched across the treetops. There beside the river, in the most absolute darkness, I again felt like a defenseless child surrounded by mystery. The tropical forest is life in all its power, the delirious complexity of an indecipherable but joyous jigsaw puzzle in which we are barely one piece. I went with my brother, always so warm and supportive, and his old friend Meyer, an agile, smiling Black, to an extraordinary mangrove forest
The campesinos call our wild areas the monte, those that have not yet been domesticated. With these photos I changed focus and began constructing gardens in the monte. My gardens are far away in the middle of nature, places where my mind rests and my heart finds some consolation. Now they are mine. The gardens in these photographs are the sparse remnants left after development, found in a gorge, at icy heights impracticable for agriculture, and too far from highways to have been disturbed. Many are in National Parks or Reserves, but most are orphans or fugitives from development.
These gardens are little jewels, symbols of spaces a thousand times larger and more complex. We need to expand the parks we have, create corridors to join them together, protect the remnants of the forest. But if we are not even disposed to respect the limits we have imposed on ourselves when we draw the boundaries of our reserves, we are even less able, as a society, to find a compromise for protecting what we have not yet learned to celebrate. Bonita, a treasure is something that has preserved its integrity. Nothing compares to a natural space, to a garden that has not been perturbed. There is the magic, the mystery, the complexity. Conservation cannot be done out of rage, or only with intelligence. It must be done with tenderness. I made the decision to protect nature because it is mine, because it is fragile, because once it is disturbed it is lost, because it touches me in the most intimate part of my being, because it gives me back my humanity, and reminds me of my place in the world. Without those great forests, without the moors, without the wetlands, I am the poorer. And my children will be deprived of even more.
Bonita, a treasure is something that has preserved its integrity. Nothing compares to a natural space, to a garden that has not been perturbed. There is the magic, the mystery, the complexity.
MYSTERY Carolina, my precious, brilliant gardener, sweetest of all women, surely you are tending those wild gardens. You will have accepted that most humble and worthy task. An uncultivated garden is like an antique clock, a perfect clock, with uncountable gears and moving parts, a small clock, the product of countless hours of evolution. What makes it so special is that we don’t know what makes it function. Only that every little wheel or micro-gear is necessary. And if we interfere in its delicate mechanism it always stops. And when it no longer marks the minutes, we become arrogant, we believe we are the chosen, and we feel eternal. We believe that we have conquered, dominated, controlled. Nature belongs to us. Nothing can happen to us. We lose awareness that time does not need the tick-tock of our clocks. Time takes everything with it. We approach the things we do not understand, and those that are most precious, with caution, on tiptoes. We marvel at their details, at the visible, and even more at the internal and invisible connections we can only intuit. The light of dawn, the song of birds, the imperceptible flight of butterflies, are a gift, a delicate breath that recalls to us the fleeting miracle of life. Carolina, the best and finest of all I know, I inherit your dreams. My mission is to give them wings. Now I carry you within me, in the soul of my soul, in the heart of my heart.
Tiputini, Yasuní, Orellana 0°38’18” S 76°10’59” W 18
264 m (866 ft)
Tiputini, Yasuní, Orellana 0°38’14” S 76°9’52” W 20
222 m (728 ft)
Tiputini, Yasuní, Orellana 0°37’52” S 76°10’2” W 22
238 m (780 ft)
Tiputini, Yasuní, Orellana 0°38’10” S 76°9’54” W 24
238 m (781 ft)
Tiputini, Yasuní, Orellana 0°38’16” S 76°8’45” W 26
230 m (755 ft)
Tiputini, Yasuní, Orellana 0°38’16” S 76°8’45” W 28
230 m (755 ft)
Tiputini, Yasuní, Orellana 0°38’16” S 76°9’8” W 30
237 m (777 ft)
Tiputini, Yasuní, Orellana 0°38’16” S 76°8’45” W 32
230 m (755 ft)
Tena, Napo 1°4’37” S 77°47’28” W 34
554 m (1.817 ft)
Palora, Pastaza 1°41’34” S 77°50’28” W 36
1.018 m (3.340 ft)
San Rafael, Napo 4°8’22” S 78°59’23” W 38
1.235 m (4.052 ft)
San Rafael, Napo 4°8’22” S 78°59’23” W 40
1.235 m (4.052 ft)
Gualaquiza, Morona Santiago 0°5’59” S 77°34’51” W 42
1.357 m (4.452 ft)
Zamora, Zamora Chinchipe 4°4’57” S 78°57’9” W 44
924 m (3.031 ft)
Tambillo, Morona Santiago 2°11’9” S 78°29’21” W 46
3.400 m (11.155 ft)
Tambillo, Morona Santiago 2°11’5” S 78°29’34” W 48
3.500 m (11.483 ft)
Atillo, Chimborazo 2°11’8” S 78°30’56” W 50
3.500 m (11.483 ft)
Machachi, Pichincha 0°32’49” S 78°26’46” W 52 3.605 m (11.827 ft)
Cotopaxi, Cotopaxi 0°35’60” S 78°25’46” W 54
3.798 m (12.460 ft)
Cotopaxi, Cotopaxi 0°35’60” S 78°25’46” W 56
3.798 m (12.460 ft)
Cotopaxi, Cotopaxi 0°37’0” S 78°27’30” W 58
4.000 m (13.123 ft)
4.200 m (13.779 ft)
Cotopaxi, Cotopaxi 0°38’25” S 78°26’24” W 60
4.200 m (13.780 ft)
Cotopaxi, Cotopaxi 0°38’25” S 78°26’24” W 62
Machachi, Pichincha 0°29’8” S 78°26’8” W 64
3.300 m (10.829 ft)
Mazán, El Cajas, Azuay 2°52’31” S 79°7’44” W 66
3.199 m (10.495 ft)
Huambaló, Tungurahua 1°25’7” S 78°31’16” W 68
3.000 m (9.842 ft)
El Tablón, Iguiñaro, Pichincha 0°7’27” S 78°16’54” W 70
2.900 m (9.514 ft)
El Quinche, Pichincha 0°6’42” S 78°18’26” W 72
2.500 m (8.202 ft)
Jerusalem, Pichincha 0°0’53” S 78°23’30” W 74
2.200 m (7.218 ft)
El Cisne, Loja 3°52’26” S 79°25’16” W 76
2.018 m (6.620 ft)
Malacatos, Loja 4°12’10” S 79°16’1” W 78
1.541 m (5.059 ft)
Monterrey, Catamayo, Loja 3°56’33” S 79°22’25” W 80
1.515 m (4.970 ft)
Tufiño, Carchi 0°48’8” N 77°57’4” W 82
3.969 m (13.022 ft)
Chiles, Carchi 0°48’8” N 77°55’43” W 84
4.000 m (13.123 ft)
4.200 m (13.779 ft)
Chimborazo, Chimborazo 1°31’8” S 78°51’53” W 86
4.200 m (13.779 ft)
Guagua Pichincha, Pichincha 0°11’11” S 78°35’20” W 88
4.150 m (13.615 ft)
Carihuairazo, Tungurahua 1°23’14” S 78°49’6” W 90
4.179 m (13.712 ft)
Chimborazo, Chimborazo 1°31’8” S 78°51’53” W 92
4,620 m (15157.5 ft)
Chimborazo, Chimborazo 1°28’56” S 78°51’47” W 94
4.328 m (14.200 ft)
Chimborazo, Chimborazo 1°32’25” S 78°53’0” W 96
4.337 m (14.229 ft)
Chimborazo, Chimborazo 1°32’23” S 78°53’4” W 98
4.600 m (15.091 ft)
Guagua Pichincha, Pichincha 0°10’49” S 78°36’4” W 100
El Cajas, Azuay 2°48’24” S 79°18’20” W 102 3.691 m (12.109 ft)
Soldados, Cajas, Azuay 2°54’56” S 79°15’30” W 104
3.760 m (12.339 ft)
Vía Tufiño-Maldonado, Carchi 0°48’28” N 77°58’20” W 106 3.630 m (11.909 ft)
Vía Tufiño-Maldonado, Carchi 0°48’28” N 77°58’20” W 108 3.620 m (11.876 ft)
Chunchi, Chimborazo 2°21’27” S 78°58’2” W 110
2.800 m (9.186 ft)
Chunchi, Chimborazo 2°21’27” S 78°58’2” W 112
2.800 m (9.186 ft)
Chiriboga, Pichincha 0°16’32” S 78°42’26” W 114
2.350 m (7.710 ft)
Chiriboga, Pichincha 0°16’42” S 78°42’36” W 116
2.300 m (7.546 ft)
Chiriboga, Pichincha 0°14’59” S 78°43’40” W 118
2.100 m (6.890 ft)
Las Palmas, Santo Domingo 0°18’44” S 78°56’17” W 120
970 m (3.182 ft)
La Perla, Santo Domingo 0°0’46” S 79°23’4” W 122
200 m (656 ft)
Valle Hermoso, Santo Domingo 0°6’42” S 78°18’26” W 124
200 m (656 ft)
Majagual, Olmedo, Esmeraldas 1°10’19” N 79°4’40” W 126
4 m (13 ft)
Majagual, Olmedo, Esmeraldas 1°10’19” N 79°4’40” W 128
4 m (13 ft)
Manta, Manabí 0°56’43” S 80°31’46” W 130
105 m (344 ft)
San Mateo, Manabí 0°59’10” S 80°48’19” W 132
94 m (308 ft)
Manta, Manabí 0°57’14” S 80°31’55” W 134
107 m (351 ft)
Tagus Cove, Isabela, Galápagos 0°15’13” S 91°22’15” W 136
96 m (314 ft)
Santa Cruz, Galápagos 0°29’11” S 90°15’36” W 138
16 m (52 ft)
Plaza del Sur, Galápagos 0°35’1” S 90°9’50” W 140
16 m (52 ft)
Punta Espinosa, Fernandina, Galápagos 0°15’54” S 91°26’48” W 142
11 m (36 ft)
Santa Cruz, Galápagos 0°37’32” S 90°23’14” W 144
624 m (2.047 ft)
Santa Cruz, Galápagos 0°37’39” S 90°23’10” W 146
619 m (2.030 ft)
Santa Cruz, Galápagos 0°29’30” S 90°16’56” W 148
11 m (36 ft)
Punta Cormorant, Floreana, Galápagos 1°13’42” S 90°25’26” W 150
0 m (0 ft)
© Carolina Hidalgo Vivar
Pablo Corral Vega (1966) es un fotoperiodista, artista y abogado ecuatoriano que ha publicado su trabajo en las revistas National Geographic, National Geographic Traveler, Smithsonian, New York Times Sunday Magazine, Audubon, Geo de Francia, Alemania, España y Rusia, y en otras publicaciones internacionales. Ha sido jurado de Pictures of the Year International y World Press Photo, los dos concursos de fotografía más importantes del mundo. Fue Nieman Fellow en la Universidad de Harvard. Es el fundador de nuestramirada.org, la red de fotógrafos más grande de América Latina y es el codirector del concurso POYi Latam. Es autor de siete libros de fotografía: Tierra desnuda, Paisajes del silencio, Ecuador, de la magia al espanto, Ecuador, Veinte y Cinco, Tango y Andes. Inspirado en la fotografía de este último libro –publicado por la National Geographic Society– Mario Vargas Llosa escribió veinte cuentos cortos. Pablo Corral ha exhibido su trabajo en Perpignan, Quito, Guayaquil, Cuenca, Tokio, Sevilla, Washington y Houston. Actualmente vive en Quito, Ecuador.
Pablo Corral Vega (1966) is an Ecuadorian photojournalist, artist, and lawyer whose work has been published in National Geographic, National Geographic Traveler, the Smithsonian Magazine, the New York Times Sunday magazine, Audubon, the French, German, Spanish, and Russian editions of Geo, and other international reviews. He is the founder and director of nuestramirada.org, the network of Latin American photojournalists and is the co-director of Pictures of The Year Latin America, the largest contest of its kind in the region. He was a Nieman Fellow at Harvard University and was a judge for both World Press Photo and Pictures of the Year. His work has been exhibited in Perpignan, Quito, Guayaquil, Cuenca, Tokyo, Seville, Washington, D.C., and Houston, and he has published seven books of photography: Tierra Desnuda, Paisajes del Silencio, Ecuador: De la Magia al Espanto, Ecuador, Twenty-Five, Tango and Andes. For Andes, published by the National Geographic Society, Nobel Prize winning author Mario Vargas Llosa wrote twenty short stories inspired by the photos.
Carolina Hidalgo Vivar (1977-2013) estudió Arquitectura en la Universidad Católica de Quito y en la Universidad de Idaho (2002), y sacó su maestría en Arquitectura del paisaje en Harvard (2011). Trabajó en el diseño de casas, edificios, hospitales, colegios, pero lo que más le entusiasmaba era el espacio público. El reciclaje del antiguo terminal de autobuses del Cumandá, en Quito, fue su último proyecto de gran escala. Fue profesora en las universidades San Francisco de Quito y Católica de Quito.
Carolina Hildago Vivar (1977-2013) studied architecture at the Universidad Católica de Quito and at the University of Idaho (2002), and landscape architecture at Harvard University (2011). She designed houses, buildings, hospitals, and schools, but what she was most enthusiastic about was public space. Recycling the old Cumandá bus terminal in Quito was her last large-scale project. She was a professor at the Universidad San Francisco de Quito and at Quito’s Universidad Católica.
Este libro está inspirado en las ideas de Carolina. La diversidad natural de su país era la principal fuente de la que se nutría su pensamiento como arquitecta del paisaje. La conservación de la naturaleza y la necesidad de llevar lo natural a la ciudad eran sus prioridades. Soñaba con hacer de la ciudad un gran bosque y en publicar bellísimos libros que sanen e inspiren.
This book was inspired by Carolina’s ideas. The natural diversity of her country was the principal source in which her landscape architecture was nourished. Conservation and the need to bring the natural world back to the city were her priorities. She dreamed of making the city a great forest and of publishing beautiful, beautiful books that would heal and inspire.
Después de la muerte, los títulos no importan. Carolina fue ante todo un ser humano excepcional. Fue dulce, noble y brillante. Transformó a todos los que tuvimos la bendición de conocerle. Murió en un accidente de tránsito en enero de 2013.
After death titles are unimportant. Carolina was first of all an exceptional human being. She was sweet; she was brilliant. She transformed all of us who had the blessing of knowing her. She died in a traffic accident in January 2013.
AGRADECIMIENTOS ACKNOWLEDGMENTS
A Robert De Miguel Que Carolina, ese precioso angelito, te ayude a recuperar plenamente y te muestre un camino de dulzura y armonía. May Carolina, that sweet angel, help you heal and find a path of beauty. Un especial agradecimiento a los Hidalgo Vivar. Gracias por acogerme con tanto cariño en su familia. With gratitude to the Hidalgo-Vivars. Thank you for making me a part of your family. Eugenia Vivar de Hidalgo Máximo Hidalgo María Eugenia Hidalgo Isabella Apunte Paula Apunte Ana María Hidalgo Xavier Arcos María José Arcos Daniela Arcos Alegría Arcos Luis Alberto Hidalgo Ana María Cástex Andrea Hidalgo Alberto José Hidalgo Luciana Hidalgo Alejandro Hidalgo Patricia Hidalgo Roberto Espinoza Alberto José Espinoza
A mi familia y amigos. Un especial agradecimiento a To my family and friends. Special thanks to Margaret Sayers-Peden Belén Mena Chía Patiño Cristóbal Corral Vega María Corral Vega Byron Morejón Jim & Mary Ann Roberts Patricio Tipán Pilar Pérez de Sevilla Mary Ellen Mark Paulina Rodríguez Paco Valdivieso Andrés Valdivieso Lucía Vargas Oscar Montoya Ted O’Callahan Kim Hubbard Pocho Álvarez Blanca Carpio Rose Barker Loup Langton Pájaro Febres Cordero Juanita Ordóñez Hernán Altamirano Sin su apoyo este libro no hubiera sido posible. Without your support this book wouldn’t have been possible. Máximo Hidalgo & Eugenia Vivar Teatro Nacional Sucre Metropolitan Touring Estación Tiputini, USFQ Etapa Parque Nacional Cajas Sacha Lodge Dinediciones Monterrey Azucarera Lojana C. A. Urbapark S. A. Nutrifort S. A. Cervecería Nacional James Brown Pharma Fispuce Tejidos Pintex S. A. Criteria Consulting Group Superliquors
Azuay María Cecilia Carrasco Diego Carrasco José Cáceres Fabián Cabrera Ximena Corral Mónica Acosta de Malo Chimborazo Marco Cruz Ximena de Cruz Balvanera Cruz Esmeraldas Cristóbal Corral Vega Mayer Ramirez Galápagos Pilar Pérez de Sevilla Roque Sevilla María Cecilia Alzamora Natalia Ulloa Lupe Proaño Eduardo Neira Xavier Burbano de Lara Loja Miguel Hidalgo Enrique Armijos César Ramírez Manabí Daniela Weilbauer Frank Weilbauer Augusta de Weilbauer Orellana Kelly Swing Diego Mosquera Consuelo de Romo Froilán Macanilla Juan de Dios Morales Pichincha Santiago Pallares Catalina Ontaneda Mónica de Navarro Fernando Navarro Guillermo Zaldumbide Rodrigo Ontaneda Pocho Alvarez Tadashi Maeda Milton Castañeda Félix Castañeda Franklin Vizuete Lenin Vizuete
KICKSTARTER Robert & Deborah Hulse Ken & Cindy Yuen Janice & Kent Johnson Terry Davidson Ann Landau & Ira Zweifler Gerardo Villacres Ami Vitale Richard Van Dyke Alfredo Arízaga Alix Beranger Manuela Picq Suellen Thompson Janet Jarman Luis “Tucho” López Felipe Amador Loayza Ted O’Callahan María Pía Gazzella María Enith Aguirre Eric Horstman Isabel Crespo Lisa Belden Paulo Falconí Marcia Kebbon Rohanna Mertens Ross Macfarlane Susan Mc Grath Bob Giles Andrew Antigone Barton Daniela Weilbauer Luis Beckmann Anthony Bartelme Alexandra Blaetler Paula Botstein Josie Merck Paola Sturla Jeanette Warner Carlina Endara Renee Fleming María Blanco Carolina de Miguel Nancy Lyons Kathryn Duane Chiristina A. Yessios Susana Vivar-Evans José A. Pitarque Roberta Krehbel Xavier Torres Linda Harper
Jason Edwards Manuela Salazar David Corral Loup Langton Margarita Laso Diego Mosquera Carolina Amparo Flores Sula Meyer Fernando Rivera Kent Kobersteen Catalina Ontaneda Jacob Olander Liliana Cajas Gyorgy Gutierrez Carlos Espinosa Pablo Huras Verónica Rocío Bravo Iván Kashinsky Carlos E Huertas Pablo Palacios Aarti Shahani André Pinto Pacheco Santiago Serrano Marcelo Echeverría Belén Mena Elie Gardner Sole Moreno Gabriela Toro Carolina Barzallo María Elena Elizalde Melissa Ludtke Fernando Páez Oliver Iberien Melissa Anderson Lauren Janetos Gabriela Salazar Canelos Kjersti Tufta Constantine Bouras Juan C Edwards Conor E. O’Shea Marta Fenollosa Cyrus Allen Patricia H Espinoza Dante Busquets Jenise Lee Legends of Enlightenment Mary Purdey Alejo Reinoso Daniela
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