En primera persona

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En primera persona

EN PRIMERA PERSONA.

SEGUNDA EDICIÓN AUMENTADA Y CORREGIDA.

PABLO D’AMATO

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Pablo D’Amato

©Pablo D’Amato www.anuk.com.ar Libros del autor: *Viejas nuevas palabras. *Nada no es lo mismo que. *Memorias del subt. *Mythos. *Redundancias. *En primera persona. *In pulverem reverteris. *Las increíbles Peripecias del Pirata Ron Gilberto y otros tres relatos perplejos *La presencia del bosque. *Rompecabezas. *Memorias del olvido ANUK ALMACEN DE LIBROS EDICIONES REPUBLICA DE CASACARRANZA IMPRESO EN ARGENTINA

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PRÓLOGO

U

n cuento escrito en primera persona es un cuento que estimula la empatía; un múltiple juego que invita a ponerse en el lugar del otro; primero, del personaje para el escritor y luego, del lector para el escritor. Más tarde del lector con el personaje, y si es uno persona dada a los juegos conjeturales entonces si, del lector con el autor (a sabiendas de que no es propio eximir de autoría al buen lector.) Un cuento escrito en primera persona es -al contrario de lo que sugiere una primera y descuidada conclusión- una alabanza al prójimo en todos los sentidos. No del prójimo como un particular puntual, sino del otro como todo aquello que excede lo propio; un intento por traspasar la barrera existencial. No es esto casual siendo justamente el lenguaje la herramienta primordial que da paso del ‘yo’ al ‘nosotros’ constituyendo la piedra fundamental de la cultura humana, siendo el fin que se proyecta como medio auto-componiendo paradigmas, realidades, cosmovisiones, existencias y valores de todos los tipos. La 3


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conciencia del otro como sustancia del yo significa el ámbito que nos es propio y nos mantiene atentos y respetuosos frente a las dificultades de trascripción que implica enfrentar construcciones de verdad que nos son ajenas. En el cuento en primera persona, los participantes son -y al mismo tiempo exceden- el ser individual delimitado por la barrera física del cuerpo, sugiriendo la naturaleza psíquica y plural (lingüística) de lo que llamamos alma. En el caso del siguiente libro, la primera persona se contempla a sí misma en la ausencia, ignorando a quien le escribe e incluso a quien le lee. Un yo solitario, incompleto y ajeno a la pluralidad, que naufraga una y otra vez en la misma idea de lo divino, como condena y no como perfección. Como si se tratara del mismo cuento ensayado en distintas variantes toscas y desesperadas de encontrar la identidad que en algún punto el personaje –que presumible y paradójicamente es siempre una copia fiel de sí mismo- ha extraviado. La palabra escrita se presenta entonces como el infecundo y continuo intento de comunicación ante un escenario desértico, no sólo de compañía sino también de propia definición.

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LA TUNICA DE SALOMON

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a locura, esa virtud divina que la humanidad ha dado por censurar. Miedo, terror inexplicable. El hombre teme a sus pares capaces de concebir más allá de lo uniforme. El hombre teme lo que desconoce, lo que no puede comprender. Se teme a sí mismo, a su mente -ese abismo donde todo puede suceder, ese infierno donde todo sobreviene. Yo escribo mi carta de despedida, desde los confines abyectos de un manicomio, esa prisión que los hombres me han deparado para no tener que coexistir con lo incompatible de mi condición. No estoy, a esta altura, totalmente seguro de lo que escribo pues mi concepción del universo dista demasiado de lo que los idiomas -la estructura rígida de la razón y el lenguaje neuronal- son capaces de expresar. He sorteado barreras que en un inicio concebí infranqueables y por eso fui encerrado, por lo inconmensurable de mis paradigmas, por la imposibilidad de interpretación. 5


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Escribo mis palabras como una suerte de génesis insostenible, alternando recuerdos de un futuro imposible que es al mismo tiempo la agónica reminiscencia de un pasado relativo. Escribo sumido en la oscuridad de mi propia abstracción, con un pie en las extensiones entumecidas de la última agonía y con el otro... ¡si supiera donde está el otro!... Si supiera al menos que el otro existe... O si, al menos, ya no supiera nada. Un corredor exiguo precede la primera de muchas puertas que conducen invariablemente a nuevos corredores, todos ellos minúsculos. Por último, una gran puerta traslada a una habitación de loza negra en cuya superficie se elevan, ordenados en 23 hileras prescriptas, 23 relojes de altura incalculable. Cada uno de ellos marca a lo sumo, 23 horas posibles. Sobre cada reloj se alzan 23 espejos y cada uno de ellos refleja infaliblemente 23 imágenes distintas. En el fondo de la habitación me repito, sentado en una silla de mármol blanquecino. Delante de mí, una mesada del mismo material y color. Sobre la mesada, un libro de hojas 6


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quebradizas y pajizas que denotan la insaciable codicia del tiempo y su fingida permanencia. A mi espalda, una puerta más conduce a la biblioteca. En ella, el tiempo y su reverso dan cuenta de aquello que puede o no ser posible. No siempre fue así; desde mi temprana juventud concebí la desenfrenada idea de conocer el todo pero aquello nunca pasó, en tiempos de incoherencias imberbes, de ser un simbólico, fugaz y fantasioso juego con el que acompañar las noches de tedio. A medida que fui creciendo, la idea tomó fuerza hasta convertirse en la ceguera que hoy me sojuzga. No podía evitar leer un libro sin sufrir por aquellos que resignaba; “costo de oportunidad” pensaba, pero no era suficiente el hecho de concebir lo confinado de mi existencia, el efímero paso del tiempo y la limitada capacidad de nuestro cerebro; me perturbaba al punto de provocarme dolores insoportables que sólo lograba sosegar al conferirme a las páginas de un inédito epítome, solo para volver a sufrir. Llegado un punto, ya casi no comía y pasaba días y noches aprisionado en la biblioteca, leyendo 7


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un libro tras otro, y esa hubiese sido probablemente mi historia. Hubiese sucumbido ante mi propia incapacidad y terminado con una bala adornando el parietal derecho de mi cráneo, un fin previsible para un simple mortal pecando de intento de divinidad. Sin embargo, no fue ese el camino que las eventualidades (y sé que no tengo derecho alguno a nombrar de esa manera a algo que -a esta altura estoy convencido- nada tuvo que ver con la casualidad) dieron por cruzar con mi paso errante. En cierta ocasión, y tras escrutar con ambición los anaqueles sempiternos de la biblioteca privada de Hidalgo Saturnino, hallé un manuscrito de procedencia sumeria que narraba en una poesía monstruosa, las desgracias aberrantes de cierto mago de medio oriente que intentó dominar los colindes del sueño. La oda, si bien en un comienzo me pareció tan solo de una perfecta poesía, no tardó en atañerme cuando explicó hacia el final los arcanos rituales que el héroe hubo utilizado en su cruzada. Concebí en ese instante, al advertir los trazos primigenios en las páginas absurdas que daban forma al pasaje, la idea insana que más tarde sería mi perdición. 8


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Me sospeché a mí mismo dominando, sometiendo con barbarie egoísta al reino de lo onírico, destronando a las deidades absolutas, y una vez coronado como déspota del infinito de la ilusión nocturna, me conjeturé moldeando y controlando con imperturbabilidad omnipotente, las relativas percepciones que el tiempo tiene cuando dormimos. Y así lo hice, me instruí en las brujerías que me permitieron moldear mis sueños a gusto propio. Y cuando por fin lo logré, me encerré en ellos con la única codicia de vivir eternamente y así poder conocer el todo; la absoluta red de posibles e imposibles. Asimismo, en mis visiones no necesitaba alimentarme ni dormir, no me cansaba y todos los libros, todo el infinito conocimiento de la existencia, estaba disponible ante mis deseos. En los sueños pude abrir frente a mis ojos los secretos de la subsistencia, las verdades más irrevelables. Yo sabía que cuando despertase, cuando decidiese reanimar la vigilia, tan solo un lapso insignificante de mi vida real habría transcurrido, pues el tiempo era ahora mi cautivo servil.

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Me di al estudio y ya ninguna filosofía fue para mi un secreto, ningún conocimiento me fue impropio, ninguna idea me fue extraña. Transcurrieron evos y allí en mi mesa de mármol blanquecino leí todo lo posible y más, inventé aquello que no existía, refuté mis propias invenciones. Los relojes me indicaron eternidades, los espejos me mantuvieron sujeto a mi escenario inicial, ya que en mis permanentes indagaciones de lo abismal, me perdía a veces en los laberintos de la totalidad, pero ellos siempre fieles, me indicaban el camino de regreso. En mi omnipotencia me sentí eterno e invencible, me enfrenté en batalla con dioses mucho más ancianos que yo, venciéndolos y humillándolos. Me maté y me resucité incontables veces para probar mi capacidad creadora; me creaba de mis desechos, cada vez más poderosos, cada vez más infinitos. Creé también en cierta ocasión, una raza de seres que me adoraron, pero se revelaron e intentaron confinarme a la soledad eterna. No lo lograron y los castigué con tanta furia, con tanto odio, con tanta tristeza resentida, que temblaron a mi alrededor las estructuras de lo posible.

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La sangre y el dolor tuvieron que adquirir nuevas significaciones, tuve que recrear la posibilidad de sufrimiento para castigar a mis desagradecidos hijos de la forma que mi aborrecimiento requería. En otra oportunidad, una nueva serie de adoradores dejaron de creer y pensaron que con ello me derrotarían. Yo me limité a negarlos, a postergarlos en los sin fondos de la aberración absoluta, y les otorgué conciencia de su condición insignificante liberándolos a un abismo eterno de nada, condenándolos a existir allí por los evos de los evos, muriendo y resucitando de asfixia. Transcurridas esas edades que fueron conocidas en lo posterior como las guerras cíclicas ya nadie osó enfrentarme y hartado me aparté para dejarlos morir en el olvido. Dediqué el resto de mi sueño a inventar nuevas cosas para aprender a destruir los conceptos y recrearlos con idéntica imitación; a destruir la dialéctica descriptiva del universo y a reformularla, sólo para entender luego que la anterior era superior. Durante unos tiempos vagué extenuado por mi sala infinita de loza negra, erigí estatuas y sus reflejos vivos en los espejos cíclopes alivianaron mi 11


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tarea. Pronto millares de reflejos relevaron mi labor y yo pude dedicarme finalmente a descansar para preparar mi gran despertar. En ese entonces, comencé a sospechar algo que más tarde se confirmó al leer el último compendio permisible, el libro que rememoraba la historia de mí mismo. En él me supe ser el sueño de otro, la insignificante creación de alguien dormido, alguien que, lejos de dominar los avernos de su pequeña muerte, dormitaba ignorando que yo, su propia creación, era más poderoso que él mismo. Y entonces temí pues recordé mis castigos, y supe que si el otro despertaba yo moriría, que mi única salvación posible era despertar primero y matarlo antes de que el pudiese hacerlo conmigo. ¿Y si él ya estaba despierto y yo... tan solo un adorador, un esclavo inmundo de su vanidad insatisfecha? Pero aún peor ¿si no era yo más que una marioneta de su voluntad indigna? La inseguridad me atacó, por primera vez en millones de eternidades sucesivas sentí miedo. Y luego mi miedo se convirtió en pánico inefable cuando descubrí uno de los espejos quebrados en una de sus 23 esquinas, pues supe que me estaba soñando a mí mismo y que ese dios dormido al que temía era yo mismo perdido en algún trazo perfilado y redimensionado de mi propia imitación. 12


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Ya nunca sabría cual era mi reflejo y cual mi real; los cíclopes me habían abortado. Quizás aquellos que fueron mis hijos habían encontrado la forma de vencerme. Si al menos supiese cual era la realidad, si al menos pudiese morir y reinventarme, pero me había vedado a mí mismo esa posibilidad. Para lograrlo tendría que sortear el laberinto de la eternidad y despertar... recordé el poema sumerio; su héroe había corrido la misma suerte... Revolví en los anaqueles infinitos de mi biblioteca infinita de mi salón infinito, en busca del libro que me revele la salvación al laberinto infecto de mi propia existencia. Nunca lo encontré... solo sé que desperté llorando, aquí. Por lo que puedo ver, mi cuerpo es el de un anciano moribundo y puedo intuir que pronto moriré. Las paredes acolchadas me rodean y yo narro los últimos episodios de mi presencia marcando con mis propios dedos, ceros e infinitos en las murallas de las que mi propio cuerpo me provee, porque sé también de manera incuestionable que cuando muera, despertaré de otra pesadilla, y que la próxima será peor repitiéndose por toda la infinitud. Esa es la 13


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condena que yo mismo me zanjé al romper involuntariamente el espejo del reloj numero 21... Y mi piel dibujada con uñas filosas será, sin lugar a dudas, el único testimonio que en la próxima pesadilla me amparará de mi propia demencia. Pediría ayuda, olvidaría mi orgullo, negaría mi propia divinidad si supiera que alguien puede ayudarme, pero sé que para ellos soy tan solo un demente mas. Me gustaría creerles y ser feliz, ser capaz de olvidar al menos una parte ínfima del indivisible absoluto del que ahora soy consciente. Que más me gustaría creer a mi, que la superficie ennegrecida, las columnas oscuras, los relojes gigantes, los espejos insondables, que la multiplicidad de 23 en cada reflejo de la presencia, que más me gustaría creer que todo eso no fue más que el apocalíptico sueño de un desequilibrado. En esta realidad, en esta visión gestada por mí, por mi sombra o por otra divinidad farsante tan solo quedará de mí una reminiscencia austera de lo que una vez fui. Los paños vacíos ataviando la superficie helada de la habitación, el manto muerto y extinto serán la única evidencia de que alguna vez fui, de que alguna vez estuve. Mi capa 14


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precederá la oquedad de la existencia torcida; lo único perenne, y al mismo tiempo, lo único real. El manto que Salomón supo obsequiarme tras advertirme sobre el frenesí descompuesto que infectan los textos que no deben ser leídos -obras que no están hechas para los ojos humanos, y mucho menos para sus almas podridas. Yo, dentro de poco, dejaré de transcurrir y no quedará más que la ausencia vana de mi memoria incierta.

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¿UN DIALOGO? - ¿Me hablas a mi?- re preguntó el anciano simulando no haber oído la pregunta inicial. El joven delante de él asintió con la cabeza. Dubitativo, el anciano permaneció con la boca entreabierta y sus profundos ojos grises presintiendo la eternidad. La barba blanca, que antaño debió ser intensamente oscura, le cubría gran parte del rostro curtido. Sobre sus ojos, las cejas espesas también blancas, amortiguaban el ceño perdido y la nariz aguileña. Sus pómulos salientes completaban el retrato muerto de la última interrogación. - Esta bueno... bah, la idea digo, y sobre todo me gustó el final. La pintura mucho no me gusta, pero el último retrato tiene algo especial. - Entiendo... ya me lo dijeron muchas personas. Debe ser que los colores son medio berretas... - Igual, a mí en general no me gusta la historieta así que tómalo con pinzas. - Puede ser... hmmm no sé. Andrés apartó con cautela el rostro helado de la puerta de entrada, no sin antes asegurarse que nadie lo había visto ni oído. No era que aquel 16


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diálogo lo hubiese inquietado sobremanera o que aquellas palabras le hubiesen revelado alguna verdad indecible, simplemente se había cansado. - Ese esta mejor, siempre hablando de la historia porque de pintura yo no entiendo nada. - ¿Te parece? A mi mucho no me gusta, es muy ¿cómo decirlo? Es muy liso, poco profundo. - Si... que sé yo... si vos lo decís debe ser asi. Un silencio mudo prosiguió a la catarata de palabras, luego nuevamente sonidos. -¿En serio dijo eso? No lo puedo creer… Un silbido eléctrico acompañó la voz hasta el tubo del teléfono. -¡¡¡Te lo juro!!!! Exactamente esas palabras. Y el molesto chillido se repitió. -¿Cómo hiciste para escucharlos? Redundancia de condiciones eléctricas. -La clásica... un vaso sobre la puerta.

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Molestia chillona decididamente barroca.

a

esta

altura,

-¿Qué te pareció?- preguntó. Y la única respuesta fue el silencio. Se miraron sin verse en un absoluto mutismo, sobre la mesa descansaba la historieta. Cada uno parecía saber lo que el otro pensaba, y al mismo tiempo saber que debían mirarse por cortesía tal vez, o por costumbre. Esperaban las palabras que confirmasen el pensamiento. “No le gustó, este fue el que menos le gustó de todos” pensaba uno. “Que diga algo... no quiero tener que decirle que es el peor” pensaba el otro. “¿Por qué no dirá nada? ¿Tan horrible le pareció?” Volvía a pensar uno, “ya se dio cuenta que no me gustó” volvía a pensar el otro... “Hago de cuenta que no me importa y le leo otro”. “Por favor que haga de cuenta que no le importa y que me lea otro...” El silencio consumió el tiempo… El ruido sordo del libro al cerrarse me despertó del trance al que había sucumbido ni bien la profesora había comenzado a leer. Había escuchado todas sus palabras, pero las había 18


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mezclado involuntariamente con mis propios divagues, generando en mi desprendida imaginación, conceptos absurdos e imágenes inverosímiles. A mí alrededor, otros compañeros parecían correr la misma suerte enajenada. La profesora nos miró en silencio durante algunos segundos y luego, tras tragar saliva y suspirar con resignación, comenzó a decir lo que todos temíamos: -Acabo de leerles fragmentos de distintos libros y autores que ya hemos visto durante el transcurso del año. Saquen una hoja en blanco e individualmente, pongan el autor y el libro a los que corresponde cada uno de los fragmentos, también el contexto histórico en el cual se escribieron. Tienen media hora. Buena suerte. Comencé a escribir ni bien la profesora terminó de hablar; ya no sentía miedo, no tenía por qué preocuparme. Papá se había ido y dentro de mí, sabía que de ahora en más todo sería diferente. -The end. -Sin lugar a dudas, ese es el mejor, es el personal, te felicito.

más

-Gracias... a mí también es el que más me gustó. 19


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LOS ARQUETIPOS

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e todos los horrores insanos que nos rodean, no son los peores aquellos que nuestras débiles y limitadas mentes alcanzan a imaginar. No son acaso, las ignotas y primigenias aguas oceánicas, cuyas profundidades albergan seres insensatos, de formas variadas pero inimaginables. No es tampoco el silencioso y helado cosmos, con sus inenarrables secretos, el que alberga el peor de los horrores. Ni siquiera los inexplorados, pero aun así, intuidos peligros que se gestan en el seno de los hielos árticos. El horror del que hablo, va más allá de su misma comprensión. Es oscuro y se retuerce mientras nos observa y estudia desde una mímica cercana de aspecto pulcro y brillante. A pesar de sus poderes extraños y su abismo de corrupto reflejo, no nos es dado ver su rostro verdadero, ni siquiera intuirlo y mucho menos defendernos de él. Se oculta en su misma entraña y allí se yergue, ciclópeo y sempiterno el poder que lo sustenta. Sé que mi relato no hará más que confinarme a estas cuatro paredes, en donde el frío 20


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alcanza a colarse por los viejos muros acolchados, y hace aun más angustiante mi permanencia. Es sabido que de todos los retorcidos horrores que nos asechan, son los espejos los peores. Lo sé, porque los he visto desnudos, me he visto cara a cara con cosas tan absurdas que no me atrevería siquiera a describirlas en su totalidad, si es que eso fuera posible. Recibí aquella noche tumbado en el catre. El viejo propietario del motel, me había rentado el cuarto por unas pocas monedas. Era uno de los pocos que quedaban, pues la incesante tormenta blanca había ya cubierto los montes y amenazaba con cortar aún más los senderos y las picadas. Todos los cazadores que llegaban año tras año en busca de importantes piezas, se habían visto obligados a refugiarse en aquella antigua hostería andina cuyos cimientos apenas se sostenían en pie. Aquel era, para mí, un día importante. Había decidido quitarme la vida. Pasaba mis últimos instantes, o por lo menos así lo creía en ese entonces, mirando a través de la ventana sumido en una resignación sosegada e inusual.

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A mis espaldas algunos leños ardían en el brasero profetizando un porvenir ceniciento. Afuera, delante de mis ojos y más allá de la hoja gruesa del cristal, el cielo se propagaba descomedido, cubierto por una túnica estrellada. La luna brotaba rotunda detrás de un despeñadero como si germinara desde el centro mismo de la tierra para descubrirse sobre la nieve y convertirse en mortecina luminiscencia. Mientras tanto, el eco del silenció se devoraba la noche interrumpido solo cada tanto por el gemido de algún animal oculto o por el crujir de las ramas al quebrarse por el peso. Soy hombre de cálculo y mi decisión había sido rigurosamente premeditada para ser llevada a cabo aquel día y no otro. Cuando la aguja del viejo reloj alcanzara la cresta de la circunferencia me colocaría una bala en la sien y acabaría así con una vida penosa ya irremediablemente enferma de soledad. Fueron algunos escuetos pero certeros conocimientos sobre los mitos Daythianos los que me indujeron a traer un viejo espejo de grandes dimensiones y marco trabajado para acomodarlo con la obsesiva intención de poder reconocer en él las facciones de mi rostro antes de morir. Debo conceder que mi fascinación hacia los espejos se remonta hasta mi más tierna infancia. 22


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No podría reconocer entonces las razones de esta oscura fobia pero recuerdo con claridad haber pasado horas enteras mirando fijamente el reflejo de mi propia mirada en un espejo sobre la pared del cuarto de mi madre, hasta que agotados por el esfuerzo los músculos oculares fallaban y la imagen se deformaba hasta lo monstruoso. Creía yo que solo entonces, y gracias a mi esfuerzo y temeridad, lograba percibir la verdadera apariencia de las cosas que se le negaba con insistencia a los seres humanos. Solía enfrentar, también en la oscuridad, el espejo del baño esforzando la vista desde mi cama, justo en frente de la puerta, para poder distinguir entre las penumbras que tanto me horrorizaban, planos de sombras y medias luces que tergiversaban los alrededores y según imaginaba, permitían a un Satanás en quien no terminaba de creer, alcanzar este lado con facilidad. En los ascensores, la multiplicidad de reflejos me sugería una dimensión de infinitos cuyas posibilidades me excedían, pero en vez de evitarlos los enfrentaba sugestionado. Procuraba también que jamás un espejo me reflejara por las espaldas, convencido que mi propio doble, consciente de mi ingenuidad, 23


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aprovecharía el momento para mostrar lo que no debía ser mostrado. Al llegar a la pubertad descubrí los libros de Borges y sus cuentos laberínticos me obsequiaron nuevos entendimientos sobre conocimientos antiguos que había ya adquiridos de los escritores del círculo lovecraftiano que entonces frecuentaba. De allí en más mi vida fue una carrera sin freno auto destinada a un fin abrupto y la noche aparentaba perfecta para el propósito, no porque la hubiera elegido a conciencia de sus condiciones, sino porque indudablemente la combinación de factores naturales resultaba excepcional para un hombre solitario que había llevado una vida intrascendente. La había yo desperdiciado encerrado en mi estudio leyendo, escribiendo e investigando sobre cosas que jamás podré demostrar como verdaderas sin quedar en absoluto ridículo con el solo intento. Toda una maldita existencia entregada a temas que lograron acabar con mi cordura y alejar de mí a las pocas personas que me apreciaban, convirtiéndome así en un ermitaño de esos que decoran todas las historias fantásticas.

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Viajé a estas tierras remotas en busca de algún rastro que validase mis hipótesis acerca de los extraños sucesos de público conocimiento que tuvieron lugar en la última expedición científica realizada en los confines de la Patagonia. Como es sabido, fueron más que aberrantes las circunstancias en las cuales aparecieron los cuerpos de los jóvenes arqueólogos extraviados allí una semana antes. Estoy convencido de que no es natural la fuerza que mutiló sus cuerpos de una manera tan inconcebible, que dos de los médicos que tuvieron que revisarlos encontraron un triste fin en las habitaciones de esta misma clínica psiquiátrica y los otros dos aun son sometidos a rigurosos exámenes psicofísicos. Al llegar y comenzar mis exploraciones descubrí inmediatamente que aquellos cadáveres habían sido literalmente desaparecidos, luego de sus inesperados incidentes en las minas de carbón. La entrada a éstas me fue negada por las autoridades y tal gesto me fue recordado con violencia cada vez que procuré infringirla. Me propuse por último preguntar a los lugareños y frecuentar la biblioteca del pueblo en búsqueda de la información que necesitaba, pero ante mi presencia todas las bocas callaron y todas las puertas se cerraron. Comprendí que nadie en 25


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aquel lugar quería espantar turistas divulgando la verdad sobre los habitantes del bosque y del subsuelo, aunque amplia era la literatura que lo documentaba. Abatido, vació y desesperanzado toqué fondo y apenas una semana más tarde, hambriento y habiendo gastado mi último dinero en rentar aquella habitación, me hallé como recompensa a mi fracaso, con un frío cilindro metálico apoyado en la garganta y el dedo índice temblando delante del gatillo. Acabaría por fin con lo que ya habían logrado convencerme, era una vida perdida, dedicada a los divagues insensatos. Pronto sería un pedazo de carne humeante, inerte, sin nadie que pudiera extrañar mi extinta vitalidad. Moví el dedo sin vacilar, el sonido fue sordo y el eco se prolongó como una vibración interminable en mi cuerpo aturdido. Alcancé a sentir una delgada línea húmeda que me recorrió el cuello. Vi las arrugas de mis ojos encogerse hasta convertirse en una muestra manifiesta del error, reviviendo entonces las imágenes perturbadoras de mi infancia y comprendí que aquel perfil de un anciano vencido, era el que tantas veces se me había insinuado. Luego todo devino en penumbras.

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Al sentirme despertar, sólo atiné a tocar mi cuerpo desesperado, imaginando que un infierno dantesco era entonces mi paradero. Por una cantidad de tiempo que no podría precisar, no pude abrir mis ojos. Sumido en esa angustiosa oscuridad me creí primero exiliado en el inerte y vacío laberinto de Shilvnira, luego me convencí que la bala me había dañado los nervios oculares dejándome sin embargo vivo. Intenté moverme, pero tampoco pude lograrlo a pesar de que forcejeé contra mí mismo no logrando desplazarme ni un centímetro. Temí entonces la parálisis total. Procuré gritar y lo hice tan fuerte como pude, sin embargo ni un solo sonido surgió de mi boca. ¿Qué me había sucedido? ¿Estaba muerto? Volvió la idea del infierno laberíntico plano e indefinido, sin movimiento, sin sentido, sin compañía, confinado a varias eternidades de soledad. Seguí debatiéndome entre innumerables interrogantes, recorriendo un cerebro asustado y confundido. Por fin luego de algunas horas, una imagen borrosa comenzó a formarse en mi retina. Sentí gran alegría al darme cuenta que mi vista retornaba, pero pasado un rato la imagen alcanzó una definición aceptable y lo que se manifestó 27


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delante de mí me sometió a angustias de pánico que exceden por completo los límites del lenguaje. Pude ver mi cuerpo tirado a unos cuantos metros de distancia, a su lado la silla y el rifle sumergidos en un apagado charco de sangre. Y no fue sin embargo esa, la visión espantosa que me horrorizó de una manera tan exasperante que aún hoy solo puedo entregarme al llanto infantil cuando lo recuerdo. Detrás de toda la escena, el ventanal empañado la reproducía y en el fondo de ella, fuera de la mirada directa, el espejo que multiplicaba el reflejo del ventanal. Mi cuerpo sin embargo, no se hallaba entonces en el suelo sino en medio de aquel marco trabajado. Dos espejos que se enfrentan y redundan la existencia no son otra cosa que un atajo capaz de evadir tiempo y distancia sometiéndolos a la intransigencia gemela de lo imperecedero. Uno se refleja en el otro que a su vez se manifiesta en el primero, como un sí mismo negado, constituido desde afuera hacia adentro repitiendo la operación no una vez tras otra sino aconteciendo por siempre jamás, un todo evidenciado devenido en una perspectiva que no pasa de un fútil simulacro y que sin embargo trasciende. 28


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Abriendo al ojo que lo atestigua la pupila antigua hacia lo uno, enfrentando la gnosis incapaz de percibirse a sí misma por completo a la reproducción total y retándola a la propia e ineludible privación de ser. Se advierte uno desde afuera de si, siendo todo en un instante pues no hay una progresión distintiva de reflejos. Es la reproducción torpe del todo, lo ajeno a un instante y la propiedad ultrajada en millones al siguiente, no siendo nada más que esa frágil identidad que se empeña en negar. La muerte del cuerpo, el torpe cese de las funciones biológicas, no es capaz de alterar una sucesión de infinitos que amplifica la muerte de la vida. Romper un espejo, subdividirlo significa repetir el engaño y perpetuar la aberración. Me extravié en la paradójica imagen sin dar crédito a lo que mis ojos veían. Invadido por un pavor primitivo, sentí a mi cuerpo experimentar estímulos ajenos a todo lo conocido. Luego de un letargo que me pareció interminable mi organismo comenzó a temblar y tras retorcerme en dolorosos espasmos, poco a poco, fui recuperando el movimiento. Aguardé en silencio a que el dolor disipara y en cuanto me sentí capaz de controlar la convulsión de mis músculos, la primera reacción fue estirar la mano hasta aquella lámina 29


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reflectante que objeto o imagen, resplandecía insistente delante de mis narices revelándome la habitación y descubriéndose solo mediante una contradicción total de las conocidas leyes de óptica. Tenía la vana esperanza de que se abriese ésta a mi tacto, como si fuera aquel rectángulo una puerta obligada o el peldaño último para emerger hacia aquel yacer redundado. Sin embargo al posar mi mano sobre el cristal tan solo encontré una sólida superficie que me devolvió un ardor helado. Me recorrió como el resultado de una sombra muerta para alojarse en lo más profundo de mi ser. Frustrado y abatido giré para ver qué me deparaba el alrededor. Estoy completamente convencido de que nunca debí hacer tal cosa, pues lo que allí tuvo lugar, escapa a toda posibilidad de discernimiento mortal. La oscuridad que me envolvía emergiendo desde todos lados era más negra que cualquiera que hubiese conocido. No eran naturales tampoco las esferas ígneas que la surcaban, retorciéndose en una deformidad absurda, parecían ser la explicación misma de lo imposible. 30


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Y aquellas nubes amorfas e insensatas tampoco podían pertenecer a este planeta, nada de lo que me rodeaba se ajustaba a las conocidas normas que rigen nuestro universo. Era el extremo aberrante, la exageración más infame del caos entrópico y sus consecuencias. Brillaron estrellas de una luz imposible y de un color tan anormal que no puedo siquiera figurarlo ahora en mi imaginación. Pronto, toda aquella masa despreciable cuya consistencia no logro aun comprender, comenzó a moverse de un modo tan viscoso que me provocó nauseas e hizo que me entregara sin la más mínima oportunidad de resistencia. Se movió en todas direcciones, burbujeando y vomitando un hedor insoportable que contribuyó a sumirme en la desesperación total. Por fin la amalgama de ulceración estalló en una orgía de luz y fuego que me succionó Allí pude ver cosas que en otros tiempos hubiera creído imposibles. Fui testigo del comienzo de la vida en un caldo hirviente cultivado por manos invisible, vi a la misma muerte manifestarse, no como una franca carencia pero tampoco como el ridículo ente autónomo y provisto 31


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de voluntad que proponen las tradiciones paganas. Me fueron revelados secretos que jamás podré tolerar acerca del disfraz que nuestros sentidos perciben, negándonos una realidad horrorosa a la cual servimos sin siquiera sospecharlo. Pude vislumbrar a los señores custodios del tiempo y sus escaleras titánicas, “dioses arquetípicos” sería propio llamarles, pues todas las religiones y culturas los han reproducido para adorarles en un principio y odiarles luego y reemplazarlos al fin. El ojo ciclópeo que todo lo tergiversa no olvida la traición y espera furioso en su encierro el momento de infligir el castigo. Los escalones donde descansaban -Dios sabe que tal cosa no es posible- subían retorciéndose sobre sí mismos y no terminaban sino en el mismo punto donde habían comenzado. También presentí a sus esclavos, adorándolos y arrastrándose, los pude ver pugnando por un lugar en el trono de mármol negro, hambrientos de aquel estrado sagrado. Y así como esa ventana destellante por la cual supuse que había arribado pude distinguir miles de puntos luminosos de todo tipo y tamaño, extendiéndose infinitos por aquel cosmos de incontables dimensiones e indecible complejidad. Poco a poco, la monstruosa nebulosa se fue tornando en un manto de quietud dando paso a 32


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una armonía seductora. Cesaron las luces y los susurros. Cesaron los olores nauseabundos. Todo fue calma y paz. Floté lentamente, aun mareado y tremendamente débil. Mis pensamientos cabalgaban imposibles de detener, mientras el entorno gateaba lentamente. Por un segundo me sentí sumido en un mar de mareo y desconcierto, con pesadez el vació se fue auto-devorando, dando paso a una trasformación atroz. El incesante desierto se corporeizó en una entidad cuya sola contemplación me obligó a desdeñar los horrores hasta entonces vividos. Sus miembros gelatinosos se desgarraban continuamente reconstituyéndose en nuevas y repugnantes consistencias. El rostro se asemejaba a un rejunte de carne pútrida y goteante, donde los ojos eran apenas dos cuencas rellenas de baba albina que segregaban constantemente. Las fauces que ocupaban el resto el cuerpo, se abrían como llagas supurantes dejando al descubierto las encías pulposas que albergaban en ellas varias filas de unos extensos apéndices que parecían un nido de gruesos y tortuosos parásitos. Detrás de todo aquello, en la profundidad del tragadero, una serie de puntas aserradas hacían el trabajo final licuando todo lo que por allí entraba y 33


Pablo D’Amato

regurgitándolo violentamente. La criatura continuó engullendo su propio organismo mutilándose y regenerándose, engordando cada vez más, y cercándome contra el espejo. Todo intento de descripción fracasaría pues no es posible para el hombre comprender, y mucho menos detallar, semejante contradicción a lo conocido. Cuando percibí el hedor, sobrevinieron las nauseas tapándose mi nariz por el vómito e impidiéndome tanto oler como respirar. Cuando la contemplación fue un hecho, mis ojos sangraron hasta deshacerse en una hemorragia total y cuando oí el ronquido de su digestión los oídos me reventaron por dentro. Sentí entonces el rose tibio de aquella saliva inmunda, la piel comenzó a arderme y percibí la disgregación de mi cuerpo que comenzó a llenarse de llagas. Mientras mis músculos se desgarraban en un tormento sin límite me fui dejando arrastrar hacía aquella mucosidad apocalíptica. A los arquetipos, los creadores, los señores y mas lejanamente los esclavos, no podía sentirlos pero sí intuirlos, era entonces parte de ellos. Apenas fusionado con aquella masa de sufrimiento burbujeante, los tentáculos me envolvieron extirpándome de mi nuevo ser y arrancando cada nueva fibra que me sujetaba para arrástrame 34


En primera persona

hasta la garganta dentada hasta ser participado nuevamente al sacrificarme por lo uno. Desperté aturdido, anclado en el piso, desnudo y con los miembros cerrados sobre sí mismos como añorando el vientre materno. Calambres múltiples me retenían en esa posición. Algunas personas me rodeaban y hablaban sin que yo pudiera diferenciar sus sonidos del zumbido permanente que me penetraba. Recordé vagamente los sucesos pasados y no pude más que llorar sin comprender los horrores imposibles que había presenciado. Las voces comenzaban a sonar como golpes en mi cerebro, veía todo de forma vaga y de colores imprecisos. Repentinamente pude distinguirlo, inmaculado y erguido mientras su único ojo omnisciente me perseguía. El espejo brillaba inadmisible y desde su gélida profundidad se manifestaba un abismo de réplica descompuesta. Al sentir que los calambres menguaban tanteé el suelo en busca del rifle, los otros a mí alrededor no parecían advertir el maligno poder que nos asechaba y trataron de impedirlo, pero ni siquiera la fuerza de tantos 35


Pablo D’Amato

brazos pudo sujetarme trastornado como estaba. Entonces me soltaron y yo solo atiné a reír, reí absorto en la histeria mientras el cuerpo me temblaba congelado. Con torpeza tomé el rifle entre mis manos y procuré apuntar al medio del espejo. Un primer disparo impactó de lleno en el torso de uno de los presentes, quienes al verse impedidos de retenerme habían retrocedido hasta la puerta. En medio del griterío insoportable del resto, efectué el segundo disparo que alcanzó enseguida su destino. El rectángulo que en aquel momento se había tornado de un color negro viscoso y parecía rebalsar por todos los flancos, estalló en incontables esquirlas agudas, la mayoría de las cuales se hundieron en mi cuerpo. Permaneció ante mí tan solo el marco vació semi-sumergido en un charco fuliginoso. Una vez más un mutismo inexorable subyugó los alrededores. Giré para mirar por el ventanal, nevaba copiosamente y un manto de nubes tapaba el cielo y sus estrellas. Suspiré aliviado y sentí todo el peso del universo derribarme. Entre lágrimas me rendí al cansancio y a los irresistibles dolores que me agobiaban. Es esto lo último que recuerdo. Muchas veces procuraron interrogarme sobre lo sucedido y todas ellas elegí mantener la boca cerrada, 36


En primera persona

convencido más que nunca de que existen conocimientos que no deben ser revelados. Pero las pesadillas y las alucinaciones se repiten sin pausa e insistentemente sueño con los reflejos y las escalinatas, reviviendo las voces y las sombras hasta el límite de lo soportable. He vivido con miedo desde entonces sin animarme siquiera a moverme del catre y por eso esta misma noche escapare a la tortura que mis comprensiones significan para encontrar por fin el descanso y la paz en la unión trina. Por eso he decidido dejar constancia, para advertir de los horrores que se ciernen sobre nosotros, de las incongruentes presencias que nos asechan sin que podamos percibirlo. Pues debe saberse que de todos los horrores, son los espejos aquellos a los que más hemos de temer. Que dios me contemplado su rostro.

perdone

37

pues

yo

he


Pablo D’Amato

EL VACIO

E

l vacío. El perpetuo suceder, inmutabilidad de acontecimientos.

la

Desde que tengo remembranza, me encuentro encadenado a sus consecuencias invariables. A mi alrededor tan sólo me escolta la nada y delante de mí, apenas por sobre mi cabeza, el péndulo de Daythoss oscila desde el comienzo de todo, y lo hará aun más allá del final. Daythoss fue, en evos remotos, una deidad infinita e irreducible pero sucumbió ante el peso de su propia infinidad. Quedan ahora tan solo los escombros destruidos de su memoria. Tras su inmolación, los dioses carroñeros rapiñaron los restos moribundos de su supremacía, sucumbiendo todos aquellos que lo intentaron. Los que lograron escapar, lo hicieron mutilados y putrefactos. Subsistieron condenados a vagar indefinidamente, cargando sobre sus cuerpos llagados la impronta de su inmundicia eternal.

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En primera persona

Los seres humanos somos los abortos, los hijos malogrados de esos dioses toscos y miserables. Deidades resentidas y psicóticas, que hace ya eones se extinguieron también. Yo soy el último. Puedo decir que soy un humano y asimismo todos al mismo tiempo. Soy lo que vino después de los hombres, soy su estadio más perfecto y estoy aquí, aprisionado en esta ofuscación pues también soy un dios. Mi existencia -es importante que precise- se encuentra directamente subyugada a tal movimiento. Sí por sólo un instante corriese mi vista del péndulo sempiterno (así se lo llamaba en aquellas pre-existencias distantes), mi vida se esfumaría en un último soplo carmesí y conmigo todo mi contorno absorbente, mi corte de nada, mis prosélitos farsantes. No tengo, es verdad, una sola razón para persistir pero algo me hace intuir que no será así por siempre. Que los muros ocultos del laberinto de vacío cederán alguna vez, y seré por fin libre, pudiendo así vengarme con furia de aquellos que me encadenaron a la ausencia. Fueron entidades creadas por mí mismo. Vástagos forjados en sueños, tan solo a partir de esencia y desperdicios. 39


Pablo D’Amato

Años apenas habían pasado de su creación equívoca; miles, millones tal vez, cuando se revelaron y me embistieron. Muchos cayeron en combate, y de sus cuerpos sangrantes nació otra casta de entelequias viciadas, que asimismo aborrecieron a sus opresores y los exterminaron sin misericordia. Mi aislamiento resultó por tanto una suerte pues de no ser así, también hubiese perecido en manos de seres mucho más despreciables que mi propia prole impía. Es por eso -tan solo por la ira y el rencor inmortal que se han gestado en mi oscuro yacer que persisto- por la esperanza de una venganza violenta contra aquellos hijos que hayan perdurado, y contra aquellas entidades que germinaron de los cadáveres desgarrados. Por eso es que mis ojos persiguen con obsesión la vibración oscilatoria del péndulo sobre mi cabeza. El péndulo dicta el transcurrir perpetuo del cosmos y yo duraré, sujeto a ese suceder, impasible. Mis pupilas sangrarán si es necesario pero persistiré, porqué sé que el péndulo cederá, que su médula se resquebrajará continuamente y que en algún momento se curvará. Entonces las vibraciones titánicas destruirán las murallas y arderá el firmamento a mí alrededor, y silbarán cánticos de escarmiento sobre éste. 40


En primera persona

Mi cuerpo resurgirá del lodo infame al que fue sentenciado y se unirá a mí. Entonces, renacerán las columnas monstruosas y los palacios de mármol negro. En aquel tiempo, sangrarán los cielos y teñirán de rojo las extensiones siderales. Con los inéditos poderíos que el yacer eterno me habrá concedido, me daré a recuperar mis santuarios prodigiosos. Y a la execrable dinastía que los usurpó, les guardaré la más intolerable de las aflicciones, tanto que me veré obligado a reformular ciertos principios para que el dolor que les proyecto sea posible. Un sacudón violento me despierta del trance. Delante de mí, apenas por sobre mi cabeza, el paraguas pende del sujetador. Mis ojos lo siguen invariablemente, como hipnotizados. Oigo cómo afuera la lluvia persiste en su molesta función. Aún siento mis ropas mojadas por dentro. A mi lado, otras personas que llevan probablemente el mismo destino, me miran atónitos. Intento imaginarme sin quitar la vista del paraguas, por qué me miran. La respuesta acude sencilla. La extravagancia de mi rostro, mis rasgos torpes y autómatas al seguir con obsesión idiota el movimiento oscilatorio de un paraguas durante todo un viaje en colectivo.

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Pablo D’Amato

Es verdad, el viaje se hace más rápido sumido en delirios imaginarios -me digo intentando soportar las filosas miradas. De pronto alguien ríe, las demás voces se acoplan concibiendo un eco insoportable. Atontado, aterrado, sintiéndome totalmente desvalido, miro el suelo intentando ocultarme de sus burlas. El colectivo chilla y el sonido se mezcla con el del agua que azota incansablemente las ventanillas. Afuera la oscuridad tergiversa los acontecimientos, todo se desenrolla y ramifica a una velocidad que apenas sí permite la descripción tosca y fragmentada, reducida a la mera enunciación. Un golpe. Otro. Sangre, hierros torcidos, llamas, gritos histéricos que se prolongan como recordando las risas de hace tan solo unos segundos. Y entonces, silencio. Un solo recuerdo mundano de las muchas consciencias de las que fui y formo parte, alcanzó para demoler una trama perpetua. Mis pupilas fallaron una sola vez en sucesivas eternidades, lo suficiente para devenir el final de una historia escindida capaz de narrarse a sí misma.

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En primera persona

CAPITULO 93 “De las sombras, las luces y todas las demás cosas”

-E

so podría hacerlo yo- pensé mientras miraba una escultura dadaísta, que constaba de una serie de anillas de metal rústicamente entrelazadas y pintadas de un oscuro absurdo. Era viernes, y como todos los viernes durante la última década, me encontraba visitando las salas de algún museo de la metrópolis o de las ciudades aledañas. Miraba los rostros lascivos de las personas que me rodeaban y no podía evitar sentir un asco nauseabundo. Normalmente, no podía soportar a las personas que visitaban los museos ni podía evadir la idea de que, al igual que yo, no merecían estar allí. Caminaba enfundado en mi capote y llevaba siempre conmigo algún block de hojas y alguna lapicera para garabatear aquellos comentarios que las pinturas me revelasen. Los zapatos golpeteaban con avaricia el suelo de los pasillos que devolvían 43


Pablo D’Amato

la gentileza en una suerte de eco mudo que se difundía con idéntica rivalidad... tac... tac... tac... tac... los cuadros pasaban...tac... tac... tac... tac... las pinturas se suscitaban una tras otra, dejando en mi retina tan solo el movimiento fugaz de lo que fue alguna vez, seguramente seguiría siendo y volvería a ser, pero que yo, sin duda alguna no recordaría. No valía la pena. Además, me preguntaba en aquel momento ¿por qué gastarme en recordar un rasguño mediocre, cuando la memoria era tan, cómo decirlo, limitada? Eso es lo que recuerdo de aquel día. Evoco también que en ese entonces resonaban, muy fugazmente, es cierto, ciertas ocasiones de mi niñez y juventud en las que ésta (¿demencia?) había tendido ya sus primeros esbozos. Llegué hundido entre simbólicos peregrinos a la instancia más amplia de la exposición de arte y reparé en un óleo que me llamó la atención. Instintivamente preparé el block y la birome pero no se me ocurrió nada, absolutamente nada. Las personas pasaban de largo sin detenerse siquiera a mirar el lienzo que a mí, a esa altura ya me había despojado de todas las lágrimas de las que soy capaz. Sin embargo ni una sola idea... nada... nada... nada. Estaba perdido.

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En primera persona

Llegaron sin anunciarse y me atacaron en un torrente de enajenación. No existió, a mi juicio, un factor desencadenante o un ángulo de dónde empezar a contar, como el comienzo de la historia, porque sin duda fueron y de hecho, son múltiples, y complejamente inconmensurables. Pero no quisiera ahondar en conceptos de profundidad innecesaria que entorpezcan la fluidez del relato ya que a mi entender, los conceptos preceden a la dialéctica y la dialéctica precede a la obra concluida. Lo pensé, lo repasé una y otra vez, me sonaba insulso, por no decir superficial e insoportable, pero el óleo pronto dio más de sí, más de mí, por qué no decirlo también y más del artista. Normalmente uno ve un cuadro y lo disfruta -o no-. Normalmente uno ve un cuadro y lo analiza con aquellas herramientas que dispone como algunos conocimientos de la escuela de arte, algún libro sobre la biografía del autor, algunos conocimientos de semiología y demás sofisticaciones. Pero yo aquel día vi tanto... aquel día vi todo. Supe al ver el cuadro la historia de aquel pintor que nunca antes había oído nombrar, pero no supe la historia a la manera que suelen contarla los libros, sino que la supe vivida por él; 45


Pablo D’Amato

yo fui el pintor, inclusive fui su padre, también su tío, también su esposa, fui su hija, fui su pincel, fui su cuadro, fui el concepto mismo, entendí, comprendí y creé todas, absolutamente todas las perennes amalgamas de posibles interpretaciones, filosofías, suplencias e ideologías que ese cuadro podía suscitar. Fui cada una de ellas, cada filósofo, pensador y sabio que pudo crearla, y cada erudito que influyó en él y así sucesivamente, fui todas las personas, vi la vida de todas las personas que podían directa e indirectamente tener algo que ver con aquella pintura en la pared. Fui cada autor leído por cada persona que lo había visto, cada programa de televisión visto por esas personas, fui la vida de cada personaje de esos programas de televisión, fui los conceptos que dieron origen a ese personaje, y así sucesivamente. Entendí el funcionamiento de la física, por ver como incidía la luz en la pintura, entendí todas las posibles teorías acerca del arte en general, entendí la química del universo sólo por advertir los óleos que se habían utilizado, comprendí su estructura molecular, comprendí la vida de todos los químicos, la viví yo mismo, así como la de sus parientes y amigos, comprendí la historia del metal al ver los tornillos que la sujetaban. Todo, absolutamente todo, se desglosaba dentro de mi cabeza a velocidad instantánea, todo era atravesado y analizado hasta 46


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su inexistencia total, todas, definitivamente todas las posibilidades de ramificación eran concebidas. Ideé el universo, la materia y su hermana antagónica, los planetas, el nacimiento y la muerte del cosmos, a Dios, a su inexistencia, vi inclusive las imposibilidades de las cosas, vi la historia y cada minúsculo detalle de su transcurrir. Si acaso éste hubiere sido diferente, vi las inagotables posibilidades en las que podrían haber devenido los hechos. Eran infinitas, claro, y sin embargo las concebí a todas ellas. En un momento mi mente me remontaba -mi yo o acaso aquello que concibo como la voluntad que me define- y no era dueña de los pensamientos que tenía, ellos me controlaban; me obligaban a tenerlos, a concebir cada posibilidad de existencia, era un espejo de caras infinitas, un reloj sin agujas y con miles a la vez. Mi cerebro o la imaginación que de él depende, me dictaba la red imposible y absoluta de todo lo comprensible y lo incomprensible, una cosa se explicaba y se refutaba al mismo tiempo, yo concebía cada explicación y refutación y explicación de la refutación, y explicación de la explicación, y refutación de la refutación, y explicación de la refutación de la explicación... etc. etc. etc. Mi mente se transformó entonces en una inmortal película cuyos fotogramas alternaban la 47


Pablo D’Amato

imagen del todo, y la de la nada, podía ver todo lo que podría haber existido, todo lo que existió, todo lo que podría existir, todo lo que existe, y todo lo que existirá, todo lo que no podría haber existido, todo lo que no podría existir, todo lo que no podrá existir. Veía ese todo frente a mis ojos y era consciente de cada una de las cosas y de sus interacciones. Un momento, un instante de una de las posibilidades, mostraba un cuarto. En él Sartre leía (así como a él, luego y antes vi a todos los demás hombres que hubo y que pudo haber, que habrá, y a los que no también), yo era consciente de cada objeto del cuarto, de cada libro, de cada madero del suelo, de cada clavo del madero, de cada microbio sobre el clavo, de cada átomo del microbio, de cada órbita del átomo. Y eso era solo un instante de todos los infinitos, dado que al concebir todo, cada posibilidad de infinitos tenía también sus propias posibilidades infinitas. Duró el trance alrededor de media milésima de segundo... todo y nada... eso fue lo siguiente que vi... la nada, pude concebir la contrapartida del universo, entender cada anti partícula de nada, cada nada de nada, la metafísica de la metafísica, física de la metafísica la metafísica de la física, supuse en algún momento, (pues concebí también todas las interpretaciones) conclusiones que 48


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explicaron lo que me sucedía y las interpretaciones de éstas, y las de éstas, y las de éstas, y las de éstas, y las de éstas y así sucesivamente. Vislumbré cada objeto posible de la infinidad desde cada ángulo posible. Todo se originaba en sí mismo y dejaba una traza perpetua de nuevos / viejos orígenes que hacían lo mismo...pero para entonces esos detalles se habían perdido ya. ¿Por qué? Porque la interpretación de la interpretación de cada infinito suceder del todo y de cada una de las partes mataba la esencia y la transformaba... transfiguraba todo en lo mismo... y lo mismo en todo ya que cualquier significación era posible. Y yo fui consciente de todas aquellas trascendencias y también de sus inadmisibles. Duró tan solo un instante fugaz... luego volví en mi, creí que me volvía loco, que algún súcubo interno, había despertado y me devoraba las pupilas desde adentro... lloré... vomité... me desmayé... desperté... volví a vomitar... volví a llorar. Me hallé totalmente empapado en algún hospital. A mi lado, estaban mis pertenencias. Medité apenas unos segundos, tomé mi abrigo, mi bolso y me fui sin avisar a nadie, aun temblando, aun mareado. Me marché perdido en la 49


Pablo D’Amato

frustración de los puntos recientes que me habían atacado sin piedad y aún chispeaban en las pupilas. Sentí hambre pero no me importó... tampoco el frío que hacía afuera, ni el viento que soplaba. Estaba en el centro, lo reconocí enseguida, no se vive toda una vida en Buenos Aires sin memorizar cada milímetro de su piel, cada esquirla de su cuerpo podrido. Nunca supe porqué pero Buenos Aires me engendraba sentimientos antagónicos. La odiaba... pero sentía que ella me obligaba a amarla sólo para mostrarme su rostro oscuro y esquivo, y terminaba por desearla y necesitarla desesperadamente, quizás porque ese amor no me es correspondido ni logro que me acepte. Por eso la odio, porque no logro comprenderla ni que ella me conozca. Llovía... el otoño perduraba en su malestar tanguero, y Piazzolla huía en silbidos lánguidos de mi boca reseca. Prendí un cigarrillo que el viento enredado no tardó en arrebatarme y me fui buscando algún bar donde ahogar la locura en un whisky bien cargado, y redimir los demonios que aun bramaban aturdidos con algo de música. Pero sabía en el fondo de mi consciencia aturdida, que eso ya no era posible... Sabía que había despertado en mí la aberración de la verdad... Y sabía que estaba condenado a conocerla... Ya no quería pensar, ya no quería vivir, quería ser feliz, quería 50


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tomar un whisky y tan sólo sentir el ardor en la garganta, quería escuchar la música sonar y tan sólo sentir que coqueteaba mis sentidos. Quería ver una flor y tan solo sonreír de emoción. Quería hacerle el amor a una mujer o cogérmela por qué no, y tan sólo sentir que le hacía el amor o que me la cogía. Pero en mi mente amagaban todavía, haciéndome tiritar agónico, los recuerdos... asomaban impiadosos haciéndome saber que no estaban muertos, diciéndome con su voz de penumbras: “No te preocupes pibe, fue sólo un segundo... todavía te queda el resto de la eternidad”.

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Pablo D’Amato

EUTANASIA S

ólo la muerte es garantía de la in-sanidad de mi paradero y la muerte significa una utopía para mí. No recuerdo ya el último amanecer que mis ojos divisaron, no recuerdo ya el color del firmamento. Sólo me es propio, hace ya tanto tiempo que no recuerdo cuánto, la negra opacidad de las paredes metálicas y el frío permanente e interrumpido. Éste es el único mundo que conozco. Las salidas nunca fueron posibilidades y el laberinto se repite a sí mismo incansablemente. Todo sonido resulta redundante, tanto que en las inacabables horas de insomnio tan sólo el eco de mis palabras acompaña la opresiva incomunicación. Mis ojos se han acostumbrado con el tiempo a percibir en la opacidad. Se han vuelto hábiles también en la búsqueda de los pocos insectos que se extravían dentro de mi celda y que son mi único alimento.

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La cámara inquebrantable consta de cuatro muros, todos ellos de un negro turbio y manchado. El suelo también oscuro se multiplica en azulejos irregulares sobre los cuales yacen un sinfín de escombros y desperdicios. Sobre uno de los muros una portezuela de madera astrosa conduce a otra habitación de análogas características. Así los ambientes se repiten incansablemente hasta una última estancia que no posee trampas en sus lóbregas murallas. Mi existencia se limita a esta prisión, eterna. Desconozco completamente como llegué aquí, desconozco como adquirí mis conocimientos. No recuerdo haber nacido y no creo poder morir. Lo he intentado todo en pos del deceso. Muchas veces he probado surcar mi cuerpo con los hierros muertos que me rodean, me he arrancado los ojos y he cercenado mis miembros pero siempre sucede lo mismo, sobreviene el dolor inacabable y el consecuente desmayo. Al despertar, me encuentro remendado. Noto los surcos, zurcidos en la profundidad de mi carne; noto las costuras sobresalir de mi piel reseca. Mi cuerpo apenas puedo describirlo... Recuerdo vagamente como era en un inicio y sé que las sucesivas amputaciones y recosidos lo han 53


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vuelto irreconocible. Algunas veces logro percibir mi reflejo en los muros, la imagen que los metales me devuelven y que el tacto logra completar, me habla de un anciano o acaso niño, de huesos salientes y carne chupada, de largos brazos negruzcos que rozan el suelo al caminar, de piernas escuálidas que se arrastran zanjando heridas sobre las heridas; me habla de un rostro también absorbido y de dos cuencas ovales de una profundidad imperiosa. Mis miembros son cruzados por innumerables cicatrices y mi carne exigua se repliega sobre el cuerpo aplastándome contra él. La vigilia angustiosa, apenas interrumpida por fugaces alucinaciones, es una invariable y el tiempo se hace eterno cuando el sueño no es una posibilidad. Ciertas veces la humedad se torna irresistible y no puedo más que encogerme en un rincón, y yacer entonces esperando a que la pesadumbre se evapore y con ella el vacío dentro de mí. Cada vez más se me escapa la idea del transcurrir, todo se somete a un soplo continuo que se renueva en sí mismo y ante el cual me reduzco sin lograr disimular el desconsuelo. He concebido, para soportar la náusea de mi presencia, cientos de marionetas. Las he hecho 54


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con las escorias que encuentro entre los escombros, las he zurcido con puntas de acero y he construido para ellas cubículos metálicos donde las deposito. Los cubículos se amontonan uno sobre otro a lo largo de todas las habitaciones y forman una extensa columna de anaqueles rectangulares y macizos que he nombrado y numerado minuciosamente como a todo lo que me rodea. En la habitación número trece, de nombre “Ausencia”, he levantado mi obrador; todo a partir de los despojos que los residuos me proveen. Una mesa tosca reposa en medio de la habitación y en ella cuelgan las pinzas, las guillotinas y las agujas. Como filamento para el zurcido, utilizo fibras extraídas de mi propio cuerpo. Usualmente las marionetas aparecen descalabradas y debo recomponerlas, pero siempre se vuelven a desgarrar. Encuentro sus cuerpecitos fracturados, a veces inclusive mueren y debo reconstruirlas. En algunas ocasiones los fetos sucumben antes de llegar a edad madura y no me es posible seguir armándoles. Entonces guardo sus cuerpos resbaladizos e incompletos en frascos, los sumerjo en un líquido conservante que resulta de la mezcla del agua que a veces chorrea por las grietas en los muros y mis propios fluidos corporales. Coloco 55


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luego los frascos sobre los grisáceos cubículos y los etiqueto. Atormentado por mi encierro y sin hallar más motivos que persistir sin esperar nada, me dedico a trazar estos pensamientos en los muros de mi prisión. Lo hago con una argolla metálica que desenterré hace ya mucho tiempo en las hondonadas del cuarto “Eutanasia”, número dieciocho. Escribo porque mis esperpentos ya no logran proporcionarme la compañía que en un inicio me procuraron, me horrorizo ahora ante su presencia y ya nada me es seguro desde la última vez que intenté sacrificarme. Todo se ha tornado incierto y ya no puedo controlar el tiritar de mi cuerpo, no puedo parar tampoco de mordisquear mis manos ni de escarbar mi rostro doblado sobre mí mismo y encogido en el cobijo más oscuro de esta mazmorra. Una vez que los hierros agudos hubieron atravesado mi carne, procuré resistir el tormento insoportable sin desvanecerme y lo logré. Pude mantener mis ojos abiertos clavados en el cielo raso, persistí y anhelé; entonces luego de sostenerme penosamente soportando más sufrimiento con cada segundo, vi el techo abrirse sobre mi y una luz ígnea quemó mis ojos; entre la sangre que los cubrió pude ver un rostro ciclópeo 56


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tan sombrío como la misma ausencia. Aquella aberración gigantesca y profundamente negra me observó con sus ojos monstruosos, extendió sus brazos escuálidos e interminables y me sujetó entre sus zarpas sobre las cuales apenas si cabía; me acercó hasta su cráneo fálico y me escudriñó en silencio. Sus ojos eran completamente albinos, las cavidades carnosas albergaban dos esferas incoloras que se sacudían espasmódicamente. Pude ver una lágrima roja que nacía desde una de estas cuencas y se deslizaba por la quijada esquelética y apagada para morir sobre aquel hocico descarnado. Tenía la criatura el cuerpo cubierto por innumerables cicatrices que manchaba la negrura de su carne. El ser me depositó sobre una superficie helada, y una vez allí, cosió mis llagas con un aguijón incisivo. Sentí la aguja entrar y salir en mi piel varias veces dejando a su paso un cordón aferrado a ésta. Luego de coserme con la misma suavidad con la que me hubo recogido, volvió a colocarme en mi estancia laberíntica, pero antes me examinó sosteniéndome en el aire, a unos metros por sobre el techo abierto de par en par y desde allí fue testigo de cientos, miles de cajones que como el mío se apilaban en una suerte de 57


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escaparate a lo largo de un corredor sombrío. Más allá de éste, pude ver amagues de organismos similares al mío recluidos en enormes botellas sobre los estantes. Entonces, justo antes de que me posara sobre la superficie y desfalleciera yo hasta este momento en que rajo los últimos pasajes de mi historia sobre la pared, sumido en la enajenación, acurrucado en los ángulos más ocultos, temblando, abrazado a mi propio cuerpo y prorrumpiendo a gritos en un llanto histérico que ya jamás podré apaciguar, justo antes, pude ver su mesada de trabajo y sobre ella, marionetas similares a las mías, similares a mí, todas ellas a medio armar y construidas a base de escombros y de desperdicios, tan sólo como un amparo al aburrimiento y la asfixiante soledad.

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EL ACERTIJO C orría el año 1982.

(Habiéndome sucedido lo que ahora narro no debería atreverme a utilizar el pasado continuo tan a la ligera). Había convenido con un amigo en reunirnos, aprovechando un feriado que nos permitía desentendernos de los quehaceres diarios. Había estado yo de viaje los dos últimos meses, pues mi trabajo así lo requería. La maravillosa Viena había sido mi último destino y sentía enormes deseos de compartir las anécdotas con mi viejo compañero de vida. (Debo confesar que al momento de escribir estas líneas ya no estoy seguro de nada. Pasado, presente y futuro son para mí tan solo posibilidades, amagues de existencia. De hecho, estoy vivo aquí contando mi historia). Estuvimos charlando con Pablo de fútbol, mujeres y todas aquellas cosas que dos hermanos por elección charlan cuando las vicisitudes del acontecer dan por separar sus sendas... por 59


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bifurcarlas, sería propio que diga. Luego de unos cuantos whiskys con hielo, me sentí con el coraje suficiente para hablarle de un exótico libro que acababa de terminar, lo que le recordó de inmediato cierta “aberración, de índole casi herética” que dijo haber cometido al olvidar contarme sobre un proyecto que hacía días venía revoloteando en su cabeza. -Esto me recuerda - agregó mientras encendía un cilindro de tabaco y aspiraba con rudeza el humo negruzco de la primera pitada -ciertos supuestos que he dado por conjeturar luego de algunas lecturas, cuyos nombres no sería conveniente que te explicite. Lo miré interrogativo mientras expelía un anillo de humo de mi boca. Esperaba paciente a que Pablo me vomitara las complicadas, confusas y generalmente inútiles abstracciones que su mente alcoholizada acostumbraba a concebir. Sin embargo, me sorprendió más aún de lo que podría haber imaginado (es casi hipócrita tal conjugación conociendo lo que ahora conozco). Me observó con severidad y tras un silencio estéril y prologado murmuró casi con timidez: -Debo decirte, viejo amigo, que no es convencional aquello que te voy a proponer pero sí es de una 60


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gran utilidad para mis investigaciones, así como la mejor manera de hacértelas saber- y a continuación volvió a guardar silencio por algunos instantes. Lo vigilé expectante durante ese transcurrir. Él me devolvió la mirada con idéntica imitación y luego habló: -Se trata de un juego, un acertijo digamos, que consta de tres partes que son una. Debes descubrir el laberinto que yo he descubierto ya. Posteriormente su salida y la solución que ésta acarrea consigo. -Es sin duda una idea absurda- repuse -aunque interesante. Sin duda lo son los laberintos y sus múltiples facetas y significancias, todas ellas… laberínticas. -Si estás listo, podemos comenzar- me interrumpió con brusquedad - si es que aceptas el reto- agregó desafiante. -Claro, claro que acepto- me apresuré a replicar y para no ser menos agregué -y por supuesto, ya estoy listo. - En ese caso- me aclaró - cerra los ojos y recostaste... Bienvenido. 61


Pablo D’Amato

Todo se nubló en una suerte de pintura dadaísta. Los colores me atacaron. También las formas no formales, decididamente no geométricas. Abrí los ojos y enseguida supe que no me encontraba ya en el estudio de la casa de Pablo D’Amato. De hecho, ni el estudio ni mi amigo estaban allí. Al intentar recordar sus últimas palabras, intuí vagamente que me encontraba en un reflejo deforme dentro de su inconsciente. La verdad, es que no entendía para nada qué era lo que había tenido lugar, pero fuere lo que fuere, Freud envidiaría la técnica sin lugar a dudas. Tras la natural ansiedad inicial, logré calmarme y me dispuse a encontrar la salida del laberinto si acaso ese era mi paradero. Supuse que el clásico “siempre girar a la izquierda” o en su defecto a la derecha, no tendría utilidad alguna en éste, pues se trataba de un autentico abismo de nada. Durante un lapso, que en ese momento me pareció equivalente a varias eternidades sucesivas, y al día de hoy dudo si realmente no lo fueron, intenté imaginar qué lógica debía de utilizar, si acaso algún tipo de lógica se acomodaba a tan extrañas circunstancias. Lo primero que apareció frente a mis ojos fue un gigantesco tablero de ajedrez cuyas piezas no 62


En primera persona

parecía poseer una forma concreta. Ni siquiera, a decir verdad, parecía estar construida de materia. El tablero se extendía absoluto sobre todo aquello que alcanzaba yo a percibir. La monotonía de rectángulos negros y blancos se hinchó y subdividió, se hundió sobre si misma y se homogeneizó luego para resultar en un gigantesco gris absoluto. Las enormes bibliotecas como era de prever no tardaron en aparecer. Tan solo unos segundos luego de que pensara en ellas, estaban allí; inmensas, con sus múltiples repisas extendiéndose hacia todos lados, más allá de lo visible. En ellas, miles, millones de libros con sus tapas multiformes se pasearon sumamente vívidos pero aun así inexplorados. Desfilaron filosofías y pensamientos, novelas, cuentos, poemas. Desfilaron autores de todas las épocas, desfilaron todos los géneros y todas las contingencias claramente deshabitadas. Las bibliotecas de a poco fueron dejando su lugar a las escalerillas imposibles, que se contradecían a sí mismas, donde, como en una suerte de dibujo escheriano, los ángulos se superponían, dando vida a las más incompatibles perspectivas. El techo, por llamarlo de algún modo, pues carecía aquel cosmos de puntos cardinales aparentes, se cubrió progresivamente de un hermoso mural renacentista. Allí, todos los 63


Pablo D’Amato

colores conjugaban en armoniosa belleza. A lo lejos pude percibir la oscuridad. Entre ella emergía una cruza de color negro brillante mientras que a sus costados las llamas la devoraban. Ríos de sangre brotaban de las profundidades de aquella figura negra. Pendía de las maderas, clavado por sus miembros, un Dios. Era éste también profundamente negro. Su hermosa piel resplandecía como la cera y por la delicadeza de sus facciones y la voluptuosidad de sus pechos coronados por rígidos pezones, supuse de inmediato que se trataba de una mujer. Me acerqué y le pregunté el por qué de su crucifixión. Me explicó de inmediato con una voz dulce y embriagadora que era un castigo que correspondía a los dioses cuando pecaban de soberbia y egoísmo, o bien cuando pecaban de inexistencia. Tras oír aquellas palabras, miré con lastima su cuerpo moribundo y lo escupí. -Tu me engañas- le dije -Ya no eres un dios. La figura se desvaneció. Había comprendido a esta altura o al menos eso creía, que aquel laberinto era perpetuo y que debía poner un freno a su transcurrir eterno, pues sería éste el único modo de detenerlo para poder así encontrar la salida. Respecto del acertijo, no tenía la más mínima idea de lo que pudiera ser. 64


En primera persona

Vi entonces a lo lejos a un niño pequeño e ingenuo. Parecía temer y lloraba sujeto a una especie de cortina revolcándose en sus propias alucinaciones. En pocos minutos lo vi crecer y con él vi crecer miedos e ingenuidades. Lo vi también amar y odiar y fui testigo de cómo se multiplicaba su desconfianza, entonces resbaló de su cortina y se hundió en un pozo lleno de las heces que desde el inicio había depositado allí. Entonces murió para luego resucitar y desaparecer por ultimo de mi vista. Medité durante un momento que me pareció total, y pude concebir mi propio juicio final tan solo como una posibilidad azarosa de elección prematura ¿que tan malo podía ser? El transcurrir ilimitado, el fluir cíclico, variando en círculos que se entrelazan, algunos coincidiendo, otros atravesando el mismo eje simétrico. Todos de alguna manera conectados entre sí, esbozando posibilidades del antes durante y después. ¿Por qué no? Simultaneas ¿Por qué no? Instantáneas ¿por qué no? Ilusorias. -Kant ayúdame- pensé. Me sentí entonces una cucaracha, kafkaiana obviamente. –Maldición- exclamé confundido -El demonio cartesiano, el genio maligno, está 65


Pablo D’Amato

haciendo de las suyas. Me está confundiendo, inclusive de mi propia existencia, pero existir estoy seguro de que existo, mi pregunta es ¿Cuántas veces y en dónde? Una realidad podría ser esa -me dije- y en otra podría ser un dios. Dioses encadenados, eso somos. Una suerte de Zaratustras en potencia. Un ejército de superhombres nietzscheanos. -Sólo tengo que liberarme, ¿pero cómo? Romper las cadenas y percibir nuestra propia naturaleza divina, concebir los infinitos estadios de la existencia y aceptar su transcurrir, la esencia, la masa, la energía y por último resolver el terrible dilema del vacío ¿jugoso o a punto? Noté que el laberinto comenzaba a tener entonces una estructura clásica con sus muros y sus recovecos, “siempre a la izquierda” recordé. Relojes, eso fue lo siguiente, relojes por todas partes, de todos los tamaños formas y colores, De sol, de arena, de agua, con números decimales, romanos, binarios. Relojes y más relojes, todos marcaban distintas horas y remitían a distintos momentos.

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En primera persona

Tengo que encontrar la salida, las escaleras inverosímiles tan solo me confundían, a veces, las cosas sucedían de nuevo como un déja vu, y a veces, todo parecía avanzar sin sentido a otro momento del futuro. Tengo que encontrar la salida. Las escaleras inverosímiles tan sólo me confundían, a veces, las cosas sucedían de nuevo como un déja vu, y a veces, todo parecía avanzar sin sentido a otro momento del futuro. Tengo que encontrar la salida, las escaleras inverosímiles tan sólo me confundían, a veces, las cosas sucedían de nuevo como un déja vu, y a veces, todo parecía avanzar sin sentido a otro momento del futuro. Tengo que encontrar la salida, las escaleras inverosímiles tan sólo me confundían, a veces, las cosas sucedían de nuevo como un déja vu, y a veces, todo parecía avanzar sin sentido a otro momento del futuro. Miré a mi alrededor aquella casa a la que venía refiriendo, tan bonita y asimismo opresora. Estaba adornada con dados, sus parques parecían haber sido ideados por Lewis Carroll, si solo encontrara el agujero. En una de sus habitaciones hallé al lobo de las estepas... Charlamos y discutimos visiones sin llegar nunca a ponernos de acuerdo. También en una de sus asimétricos aposentos conocí a Ernesto 67


Pablo D’Amato

Sábato. No recuerdo qué era lo que hacía cuando lo encontré... Recuerdo sí, que hablamos sobre el hastío y me explicó acerca de la felicidad y su fragilidad. Me hubiera gustado poder cruzar palabras con Schopenhauer o tal vez con Dostoievski, pero no me fue posible pues estaban ocupados. El laberinto dio un vuelco luego de estos incidentes. Animales de colores lo secundaron. Algo de frío también. Escuché poco a poco, un sonido que me acariciaba los oídos, pronto pude distinguir claramente el réquiem de Mozart impregnando toda la existencia. A mi alrededor, si es acaso justo prefijar de ese modo a algo que me excede, volaban lágrimas, marcos de ventanas y algunos soles extintos. El caos y la apatía universal, conocida también como la muerte térmica del universo, eran los dos únicos dioses litigantes en la paradoja en la que vivía y del la cual era parte. Los círculos concéntricos no tardaron en surgir y fueron los invitados de honor. Sonaron bandas roqueras y pinturas de los estilos más diversos adornaron las galaxias que nos visitaban. Eones trascurrieron. Pude ver sistemas enteros sucumbir a mi lado. La entropía se cargó a varios 68


En primera persona

de ellos y pude distinguirme entonces a mi mismo, recostado en el sillón de mi psicoanalista. En una oportunidad, recuerdo, fui comandante al servicio de los alemanes durante la segunda guerra mundial. Exterminé a decenas de judíos... en otra ocasión fui uno de esos judíos. Fui prostituta, político, suicida y escritor. Fui músico, fui filósofo y fui un cuatrero que es más o menos lo mismo. Morí y renací cientos de veces en cuerpos distintos, en dimensiones inconcebibles. Todo aquello en lo que pensaba ocurría, tenía lugar, indefectiblemente aparecía y desaparecía, salvo el laberinto que como el río de Heráclito estaba siempre confinado a su variable existencia. ¿No habría por casualidad un manual de instrucciones que explicara cómo salir de un laberinto? Sólo encontré uno que me ayudó con las escaleras. Tenía que guardar calma y procurar pensar como Pablo. Complicado menester, ya que su mente divagaba con frecuencia y era tarea dificultosa interpretarla con exactitud, por no decir imposible. Era una de esas personas que alberga en su cerebro, precisamente, un laberinto. Recuerdo que me confió en secreto que a veces 69


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temía perderse dentro de su cabeza y no poder volver, lo aterraba la sola idea de que tal cosa sucediese. Intenté recordar todo aquello que me hubo contado en busca de una pista y por fin la hallé donde menos la esperaba. Volví a la biblioteca (todo era una biblioteca) y rebusqué entre sus anaqueles hasta encontrar en un libro del solitario amante de Buenos Aires, aquellas páginas que explicaban como había de construirse un acertijo. ¡Que obvio había resultado! Pensé en utilizar incluso el mismo ejemplo manifiesto. No tardé en encontrar la salida y con ella encontré la solución al laberinto. Vi una luz nítida delante mío y avancé los pasos que me separaban de ella. Corría el año 1982 (habiéndome sucedido lo que ahora narro no debería atreverme a utilizar el pasado continuo tan a la ligera). Había convenido con un amigo en reunirnos, aprovechando un feriado que nos permitía desentendernos de los quehaceres diarios. Había estado yo de viaje los dos últimos meses, pues mi trabajo así lo requería. La maravillosa Viena había sido mi último destino y 70


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sentía enormes deseos de compartir las anécdotas con mi viejo compañero de vida. (Debo confesar que al momento de escribir estas líneas, ya no estoy seguro de nada. Pasado, presente y futuro son para mi tan solo posibilidades, amagues de existencia. De hecho, estoy vivo, aquí, contando mi historia). Estuvimos charlando con Pablo de fútbol, mujeres y todas aquellas cosas que dos hermanos por elección charlan cuando las vicisitudes del acontecer dan por separar sus sendas, por bifurcarlas, sería propio que diga. Luego de unos cuantos whiskys con hielo, me sentí con el coraje suficiente para hablarle de un exótico libro que acababa de terminar, lo que le recordó de inmediato cierta “aberración, de índole casi herética” que dijo haber cometido al olvidar contarme sobre un proyecto que hacía días venía revoloteando en su cabeza. -Esto me recuerda- agregó mientras encendía un cilindro de tabaco y aspiraba con rudeza el humo negruzco de la primera pitada- ciertos supuestos que he dado por conjeturar , luego de algunas lecturas, cuyos nombres no sería conveniente que te explicite.

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Lo miré interrogativo mientras expelía un anillo de humo de mi boca. Esperaba paciente a que Pablo me vomitara las complicadas, confusas y generalmente inútiles abstracciones que su mente alcoholizada acostumbraba a concebir. Sin embargo, me sorprendió más aún de lo que podría haber imaginado (es casi hipócrita tal conjugación conociendo lo que ahora conozco). Me observó con severidad, y tras un silencio estéril y prolongado murmuró casi con timidez: - Debo decirte, viejo amigo, que no es convencional aquello que te voy a proponer, pero sí es de una gran utilidad para mis investigaciones, así como la mejor manera de hacértelas saber-. A continuación volvió a guardar silencio por algunos instantes. Lo vigilé expectante durante ese transcurrir. Él me devolvió la mirada con idéntica imitación y luego habló. -Se trata de un juego, un acertijo digamos, que consta de tres partes que son una. Debes descubrir el laberinto que yo he descubierto ya. Posteriormente su salida y la solución que ésta acarrea consigo. -Es sin duda una idea absurda -repuse- aunque interesante. Sin duda lo son los laberintos y sus 72


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múltiples facetas y significancias, todas ellas… laberínticas. -Si estas listo, podemos comenzar- me interrumpió con brusquedad -Si es que aceptas el reto- agregó desafiante. -No- lo corté en seco -La verdad es que preferiría no probar- repuse. -¿No? -me preguntó sorprendido- ¿por qué tomas esa decisión? - Porque si dijese que sí, todo volvería a suceder, como en una cinta de Moebius. Mi amigo sonrió y exclamó a viva voz: -¿Y si dijeses que no estarías negando todo lo que sucedió? -O tal vez, ambas sean posibilidades truncas, una de incontables posibilidades de existencia, una de las bifurcaciones- repuse con un dejo de ironía. - Algo así- aceptó Pablo con resignación. - Sabía que tenía que ver con eso- exclamé excitado y enseguida me calmé. Nos miramos en silenció, entonces le expliqué que siempre había concebido la vida como un laberinto. 73


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-Uno se enfrenta a infinitas puertas. Elige una. Dentro de cada una de esas infinitas habitaciones hacia las cuales conducen las infinitas puertas, hay otra cantidad infinita de puertas. Imagina que cada acción que realizas, que cada decisión, inclusive el hecho de pensar en algo, es una puerta que abrís e infinitas que resignas. Intenta imaginar un mapa de pensamientos a lo largo de la historia, de las habitaciones y las puertas, un mapa de tu vida. ¡Imposible! Pensá en una sola puerta distinta y todo sería distinto; un solo cambio y ya nada sería igual. Posibilidades de existencia amigo, posibilidades de existencia. Pablo me miró en silencio durante algunos minutos, luego me dijo: -Bien, entonces, parece que desabriste la solución. -Creo que sí- le respondí -Debí haberlo imaginado, sabiéndote un admirador de la obra del viejo ciego. La solución del acertijo debe amagarse casi con obviedad, pero nunca nombrarse. -Así es- reconoció - Entonces lo descubriste, realmente lo hiciste, decime cuáles son tus conclusiones al respecto. - Que incluso lo eterno puede morir, o ¿por qué no re-transcurrir? Y que es ese el factor primordial 74


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que la solución implica, esa palabra que no puedo nombrar, tan solo una línea imaginaria, una de todas esas contingencias. Que el laberinto es el mismo universo. Aunque claro, éste en particular no era como supuse al principio tu mente, sino la mía. Cuando pude concebirme dios de mi propio mundo, deidad de mí mismo, absoluto y eterno, recién ahí pude ver la salida. -Bien amigo- dijo Pablo con pesadez -y dime- me preguntó - ¿harás lo que corresponde? - ¿Cuál sería la opción?- lo interrogué -si no es ser o no ser que ya tiene sus propias paradojas. - Podrías matarme- me respondió - Pero eso sería imprudente sino estúpido, dado que sólo existo como reflejo tuyo de la misma manera que vos sos mi eco. Durante un largo transcurrir miré a mi amigo en soledad, su cara cansada, sus ojos verdes opacados por el peso de sus frustraciones, lo miré inmerso en aquel marco de metal, prolijamente lustrado. Miré el reflejo de lo que yo mismo había sido, de lo que yo era, de lo que sería, miré otro plano existencial de mi mismo, otra paradoja del infinito, de los múltiples laberintos, de las múltiples puertas. 75


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Me sentí el Martín Fierro acosado por su destino. Mis fantasmas me asechaban. Resistí lo más que pude, pensé y repensé que posibilidades tenía. Por fin luego de decidirlo, entre lágrimas y oscuridades, me levanté y de un solo golpe seco rompí la inmaculada cara del espejo.

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ALLÁ EN EL MAITÉN F ueron extrañas sin duda las vicisitudes que tuvieron por consecuencia la violenta muerte de Martín Piedrabuena en el sótano de su casa del Maitén y su pública desaparición, que pasó a engrosar la lista de más de un centenar de casos inexplicables en tan solo los últimos cinco meses. Extrañas fueron también las circunstancias en las que días más tarde Marcelo Santos, íntimo amigo del difunto, halló el cadáver para declararse luego culpable de haberle dado muerte, sin que ninguna prueba abalase su mea culpa. - La culpa que me abraza así como las razones que me indujeron a liquidarlo, exceden en gran manera a aquellas que están ustedes acostumbrados a conocer - dijo con insistencia a los uniformados que escucharon las declaraciones sin dar crédito a lo que oían. - Quiero dejar en claro, antes de continuar, que no tuve otra posibilidad, y que la muerte de Piedrabuena representa en todo esto, el mal menor de una serie de hechos que no soy quién para juzgar y que por tanto me limitare a comentar declaró según consta en acta. 77


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Mientras tanto en la plazoleta del pueblo, se corría ya la voz de que Marcelo había rebanado la garganta de su amigo con un facón que nunca podría ser hallado y los ánimos en general comenzaban a caldearse más de la cuenta. Algunos lugareños decidieron acercarse hasta las puertas de la alcaldía, en donde Santos estaba siendo interrogado, con intenciones de rescatar algún dato que completase el insuficiente e inexacto imaginario popular. -Todo comenzó como una fantasía que se nos fue de las manos- aseguró Marcelo a los guardianes de la ley, que lo observaban atónitos sin pronunciar palabra. - Como ya expliqué con anterioridad el arma homicida, como ustedes la llaman, jamás podrá ser hallada puesto que jamás existió. Sin dar tiempo a que los carceleros le preguntasen por el significado de sus palabras, Marcelo continuó explicando a los policías y numeroso público que se había apostado en las puertas de la habitación, su versión de los hechos cuya trascripción, que aquí reproduzco aliñada con mis propios recuerdos, aun puede ser consultada en las oficinas centrales de la policía de Chubut, al 78


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igual que la declaración de puño y letra con la cual Marcelo se presentó en primera instancia y de la cual he tomado alguna que otra descripción. -Hará cosa de dos semanas, me encontraba solo en mi casa, puesto que mi familia había viajado a la ciudad de Bariloche. Eran aproximadamente las once de la noche y estaba terminando de comer. Si la memoria no me falla, me hallaba apelmazando el tabaco de mi pipa, cuando tres golpes secos sonaron por detrás de la puerta. Como ustedes bien sabrán, no es normal recibir visitas a esas altas horas. Pregunté quién era, pero como no recibí respuesta y eran de público conocimiento las recientes desapariciones que habían tenido lugar en los alrededores, abrí la puerta veintidós en mano. Grande fue mi sorpresa al ver que se trataba de mi compañero Piedrabuena. Lo noté desesperado, transpiraba copiosamente y su rostro de tez morena, era entonces de una palidez tan desabrida que bien podría haber pasado por un gringo del norte. Preocupado, lo invité a pasar pero Piedrabuena permaneció clavado al suelo como una estaca con los ojos abiertos de par en par y las pupilas inmensas hundidas en las mías. Entonces lo tomé por el hombro con la intención de arrearlo hacia adentro y sentí bajo mi mano su cuerpo helado y rígido como si se tratara de una laja. 79


Pablo D’Amato

Traté inútilmente de sacarle alguna palabra sobre el porqué de su visita y de su extraño comportamiento, pero Piedrabuena se limitaba a reproducir un balbuceo de sonidos rústicos e indistinguibles. Ante mi insistencia, me indicó con un gesto que lo siguiese y así lo hice con profunda curiosidad y preocupación. Fusil en mano, anduvimos un largo trecho. Sobre nosotros, el cielo parecía deshacerse en su propia consistencia, como si la negrura fuese de algún modo corpórea y se revolviese sobre sí misma. Salimos del casco, cruzamos los corrales de engorde y seguimos aun más allá, subiendo por la ladera del monte que da al este. Pasando los pinares, tomamos primero los senderos de la antena que a esa altura del invierno apenas resultaban transitables por el barro. Luego desviamos hacia el bosque por donde continuamos ascendiendo. Piedrabuena caminaba mudo apoyándose sobre un cayado que nivelaba su pierna chueca. Después de cruzar el arroyo, recorrimos algunos metros más sobre la cuesta y alcanzamos una planicie rocosa desde donde podía verse por completo la media circunferencia que forma el casco delimitado por grandes álamos y sus alrededores. Apenas unos metros adelante se ensanchaba una corta planicie. El lugar que Piedrabuena quería mostrarme estaba en medio de 80


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una pequeñísima estepa y las sombras de cuatro montes convergían en el centro. En el cielo miles de puntos brillaban como si fuera su última oportunidad de hacerlo, en aquel momento me parecieron dioses moribundos que opacaban la negrura del fondo que empezaba a alejarse cada vez más. Marcelo Santos se llamó a silencio y clavó los ojos entrecerrados en el cielorraso con el gesto de quien revive los hechos más que recordarlos. Los policías nerviosos se miraban entre si, procurando ocultar el pasmo por las expresiones místicas y poco juiciosas de aquel hombre hasta entonces respetado e incluso admirado en todo el pueblo. Pero en ese momento, Marcelo no pensaba en su reputación en absoluto. Con el rostro rígido y la mirada concentrada, pidió un segundo, resopló primero y encendió un cigarrillo después haciendo en ello una larga y silenciosa pausa. Se refregó el rostro cansado y ante las muecas impacientes de los oficiales retomó el relato. -Allí lo tienes, dijo Piedrabuena mientras apuntaba con su dedo huesudo un montículo de aspecto rígido y ceniciento que se erguía apenas un metro por sobre el piso. Sentí miedo en un principio pero pasado el primer sobresalto, la curiosidad tomó la posta. Junté coraje y me 81


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acerqué para poder estudiarlo con detenimiento. Me dio la impresión de estar construido con piedras bochas de esas que se encuentran en los cauces de los ríos y de no ser tan íntegro como había supuesto. Las mismas estaban atadas con largas tiras de cuero vacuno, bien anudadas en los extremos. Era una especie de monolito. Rodeé las piedras en busca de más características que pudieran guiarme y encontré en una de ellas, marcas hechas con carbón. Los símbolos me recordaron ciertos bosquejos de origen tehuelche que se exponen en el museo antropológico de San Carlos de Bariloche. El monolito refulgía levemente en una tonalidad azul que se hacía más intensa al momento en que tocaba la superficie con mi mano. Con voz temblorosa, Martín Piedrabuena me explicó que había hallado aquel montón de rocas hacia ya un par de noches, y que desde entonces lo habían asaltado pesadillas recurrentes: “he soñado con cosas que no podría siquiera transformar en palabras y sé que el monolito es el culpable. Desde que di con él, puedo percibir cosas que antes no creía posibles, puedo sentir presencias en cada lugar y puedo entender los trazos que las estrellas hasta ahora me habían ocultado y mientras más conozco, siento que el pánico me consume como un susurro constante 82


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salido de las entrañas de la tierra”. Piedrabuena vomitaba aquellas palabras totalmente fuera de sí, con los ojos salidos de sus órbitas, gesticulando de manera cuasi grotesca y siempre mirando al cielo. Por último, ya exhausto y temblando de miedo, se desvaneció y quedó en el suelo abrazado a sí mismo como un feto en el vientre materno. Desde lo lejos, los picos nevados proyectaron sus siluetas y nos envolvieron en aquella noche eterna. No soy un hombre de palabras sino de acción, así que sin pensarlo dos veces tomé el cayado de Piedrabuena y destruí a golpes el monolito no sin antes memorizar superficialmente la simbología. Ayudé a Piedrabuena a volver hasta la casa. Su salud tenía un pésimo aspecto, así que decidí acostarlo en uno de los cuartos y dejarlo dormir. Supuse que un buen descanso era todo lo que necesitaba para mejorar. Estuve algún tiempo sumido en mis pensamientos. Entre mate y tabaco me pregunte qué mala broma podía ser todo aquello y luego de mucho pensarlo frente al fuego, me dirigí al estudio y en una hoja reproduje los símbolos antes de olvidarlos por completo. Los contemplé largo rato, toscamente me remitían al conjunto de estrellas que conocemos como las tres marías y a alguna cantidad de animales y seres extraños. Pasé gran parte de 83


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aquella noche consultando entre los libros de mi padre que colmaban la biblioteca, aquellos que contuvieran datos sobre las razas originarias de la Patagonia y su cultura, en busca de algunas respuestas. Revisé algunas crónicas de historiadores y viajeros, ya que las culturas originarias no poseían escritura, siendo la vía oral la forma que tenían de trasmitir leyendas y conocimiento. En un principio no encontré más que lo ya sabido. Araucanos, tehuelches y mapuches habitaron estas preciadas y olvidadas tierras, comerciando, conviviendo y guerreando entre ellos antes de hacerlo con los europeos y criollos que llegaron a reclamarlas por la fuerza de la pólvora. No es noticia nueva que la violenta historia del ser humano se halla escrita con sangre. Pocos descendientes de las razas originarias más próximas persisten en una resistencia orgullosa en las tierras áridas que el hombre blanco ha desechado para la siembra y la ganadería. Sabía, por los diarios y algunos allegados, que algunos kilómetros al sur del campo, hallábase un asentamiento que se enfrentaba a un inminente desalojo y una consecuente desobediencia, como suele suceder cada vez que algún potentado compra las tierras con fines comerciales y decide expulsar a los que allí habitan 84


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desde decenios, favorecido aquel por las leyes enviciadas y protegido por una policía afecta. Más allá de las razones y sin razones, de esto pensé en dar aviso a la policía suponiendo que algunos habitantes de aquella comunidad estaban metiéndose en la propiedad generando miedo quizás con la intención de ocuparla o robar ganado, pero era ya muy tarde para ello. Resolví hacerlo a la mañana siguiente y me fui a acostar llevando conmigo un libro de Román Lista, gobernador de Santa cruz en 1879 y otro del Perito Pascasio Moreno quien dados sus inigualables logros para la patria no precisa presentación. Supe a partir de ellos que dos deidades representadoras del mal y del bien respectivamente, gobiernan el universo Tehuelche junto a cantidad de espíritus, y que los hombres comunes temen profundamente a los Brujos capaces de comerciar con la representación del mal y traer toda clase de desgracias. Seguí leyendo hasta altas horas y sucumbí a un sueño profundo. Aquella noche me asaltaron todo tipo de pesadillas. En una de ellas, me hallaba en un desierto profundamente oscuro, podía sentir el soplido helado de un viento sin igual, y la risa trastornada de quien se ocultaba en la cerrazón.

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Me desvelé temprano, me sentía aturdido y afiebrado. Piedrabuena ya se había levantado y había encendido un fuego en el que calentaba agua para el mate. Me saludó con la voz nerviosa y al reparar en mi aspecto meneó la cabeza y dijo: “Te marcaron como me marcaron a mí, ya no hay nada que hacer, hay más cosas...pero no podría contarte de ellas... no las entenderías...no todavía. Existe un mundo que los hombre solo conocemos de modo transitorio, mientras dormimos. Se abrieron para mí, puertas que ya nunca voy a poder cerrar... Y así como se han abierto para que yo pueda entrar, se han abierto también para que ellos puedan acosarme, pero ya no estoy solo, ahora te vieron a vos también y te marcaron”. ¡Basta de decir estupideces! Contesté yo, y le dije que ese montón de piedras horadadas no eran más que la travesura de pendejos maleducados y ya tendrían su merecido. No son cosa de chicos estas piedras lisas dijo Piedrabuena. Desde aquel día en que las encontré sueño con una tormenta de nieve que se arrastra por la llanura matando a los recién nacidos, sueño una y otra vez con la profundidad húmeda del bosque respirando un soplido ronco, con las cuevas y los arboles guachos. Yo vi a los ojos del gualicho, dijo él. No me vengas con esas supersticiones de indios, le grite profundamente molesto. Entonces 86


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recibí el mate y me acomodé para mirar el horizonte a través de la ventana. Y vi a pocos metros de la casa lo que nunca hubiera imaginado, alguien había levantado al menos tres montones más de piedras. ¡La puta que los parió! grité temblando. Y todavía no era miedo lo que sentía, solo indignación. Salí dispuesto a dar una buena pateadura de culo a quien fuera que estaba metiéndose en mi terreno y al abrir la puerta me encontré de llenó con mis cuatro perro muertos encimados uno sobre el otro y desollados. Las pieles colgaban aun sangrantes de un poste de luz y les habían cortado algunos girones para sujetar las piedras. Frenético miré alrededor y miré a los ojos de Piedrabuena que me esperaba con una mirada triste y resignada. Balbuceaba. Apenas oí lo que decía: “Yo sé lo que te digo Marcelo, tenemos que irnos antes que sea demasiado tarde, esto está más allá más de lo que podemos entender”. No le contesté. Estaba enajenado. Saqué el rifle 22 de la armera, me calcé las botas altas y salí gritando en voz alta como un demente. Buscaba huellas, pistas, lo que fuera que pudiera conducirme hacia algún lado, pero el único rastro eran los hechos consumados. Durante todo el día recorrí los alrededores y volví al anochecer exhausto, sin resultados y algo afiebrado. 87


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Piedrabuena me esperaba con un guiso caliente que comimos con la mirada cabizbaja sin cruzar palabra. Después de comer, al amparo del fuego volví a sumirme en las lecturas. Copié los símbolos nuevamente, esta vez sin errores, directamente de los cueros, eso fue justo antes de que comenzara a nevar. Revisé sin mayor éxito los textos del médico Federico Escalada, el jesuita inglés Thomas Faulkner, el antropólogo Rodolfo Casamiquela y otros entendidos que pudieran orientarme en aquella cuestión. A partir de ellos supe que los tehuelches tenían sistemas de creencias basados en mitos, y algunos sabios equivalentes a los chamanes, ejercían la medicina con la ayuda de esos espíritus. Según su mitología una deidad suprema había dado orden a los elementos del mundo a partir de su llanto solitario. Aquella noche soñé nuevamente con la presencia invisible, que esta vez susurraba un gruñido lánguido desde los matorrales. El puma y el jabalí huían aterrados de su aspecto. Desperté transpirado a mitad de la noche. Me había quedado dormido sobre los libros. Hacia frio y el fuego se había apagado. Afuera ya no nevaba, pero se había acumulado suficiente como para trabar la puerta. El cielo estaba completamente despejado y las estrellas se centuplicaban en el paño negro que 88


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parecía fundirse con las puntas irregulares de los cerros envueltas de blanco que se alzaban como catedrales gigantescas. El silencio era total. Oí que en el cuarto contiguo mi amigo susurraba entre sueños. Recorrí el pasillo en silencio y llegué hasta su lado. Tenía en el rostro una mueca terrorífica y hablaba palabras incomprensibles para mí. Me proponía despertarlo, cuando reparé en una niebla rojiza que refulgía sobre la nieve, como si se tratara de humo saliendo del mismo infierno. Los susurros de Piedrabuena se volvieron lamentos y luego gritos. A través de las ventanas vi a los caballos romper sus ataduras y escapar aterrados del establo para internarse en la oscuridad del bosque. Los montones de roca, que el día anterior había derrumbado con mis propias manos se hallaban nuevamente de pie y brillaban más que nunca como faros fantasmales en medio de la noche. La niebla fue tornándose cada vez más espesa hasta que el cielo, la superficie y todo el alrededor, se tiñeron de un solo color y textura. Daba la impresión que la casa flotaba en medio de de aquella bruma sangrienta. Los sonidos pronunciados por Piedrabuena asemejaban cada vez más un cántico penoso. Entonces oí una serie de fuertes golpes en la puerta, parecía que alguien quería derribarla y 89


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luego oí al viento aullando impetuoso, haciendo temblar las ventanas y estremecerse todos los cimientos, disipando la niebla rojiza, dejando todo fuera de la casa presa de una penumbra absoluta de apariencia liquida. Sentí entonces que yo mismo era pare de aquello, que mi propio ser y mis sentidos abandonaban el cuerpo y participaban de aquella locura, siendo yo y aquello una sola cosa. El cosmos se mostró ante nosotros de manera tan clara y limpia que tembló ante mis ojos la misma existencia, y las paredes de la casa parecieron resquebrajarse por el embate. Fuimos conscientes de la nada que todo lo originó, también del caos que prosiguió a la ausencia. Del llanto solitario y desconsolado de Kooch que sufría una inmensa soledad y que duró incalculables eternidades, se llenó el primer mar y elemento primordial del universo. Cuando cesó el llanto, hundido dentro del agua, un suspiro de Kooch fue el viento que desvaneció las tinieblas y brilló la claridad luego de la eterna noche. Vimos la muerte como una transmutación inapelable y fuimos parte de ella, vimos la vida como un residuo imaginario no existiendo más que como una fluctuación potencial de esa nada primera llamada soledad. Kooch entonces quiso ver los yermos que se extendían y rasgó las tinieblas originando chispa que sería el sol y su luz 90


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nos permitió ver más allá de mar interminable. Al sol le siguieron las nubes y el quejido de éstas fueron los relámpagos y su rugido atroz. En medio de aquel mar surgió entonces una isla y en ella nacieron plantas y animales de todos los tipos. Habiendo luz, agua y vida, la armonía fue total. Kooch creó también la luna, capaz de paliar las tinieblas cuando el sol reposaba. Luego de algún tiempo de ignorarse, el sol y la luna comenzaron a espiarse, llegando antes de que el otro partiese y finamente un día se encontraron, se fundieron y se ocultaron juntos en el horizonte. De aquel amor nació una hija, el lucero, quien sería más tarde la compañera del héroe de los hombres. Yo podía ver todo aquello a través de las ventanas como si la creación misma tuviera lugar una y otra vez, repitiéndose por toda la eternidad en cada hecho de la existencia. Entonces la paz de la isla se vio interrumpida por el asalto de los siniestros gigantes que llegaron matando y destruyendo todo a su alrededor, sembraron el dolor y el desasosiego. Uno de ellos de nombre Noshtex, hermano maligno del creador e hijo de la noche, violó salvajemente a una nube procurando emular el amor del sol y la luna, y como castigo su hermano Kooch predijo el nacimiento de un hijo de gran poder que mataría a su padre violador. El 91


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gigante furioso abrió el vientre de la madre e intentó devorar a Elal, su propio hijo, pero un pequeño roedor rescató al recién nacido y lo cuidó en su madriguera. Más tarde, las aves lo condujeron hasta lo alto del cerro Chaltén. Entonces el invencible Elal debió protegerse del frio y la oscuridad y para ello controló el fuego. Debió alimentarse y protegerse y para ello inventó el arco y la flecha. Todos los animales lo siguieron a la nueva tierra, pero el gigante logró llegar también a los parajes de la Patagonia. Allí Elal luchó y venció a su padre en cruenta batalla, devorando finalmente su corazón. En ese entonces creó a los hombres, a quienes enseñó todo aquello que debían saber, desde el modo de construir sus refugios y tejer sus abrigos para guarnecerse de la fría noche, hasta la forma de obtener sus alimentos y curar sus dolencias. Pero el hombre se encontró solo y sintió en la misma carne cómo una larga sombra se extendía desde el desierto por los bosques impenetrables y las heladas cumbres, liderando y siendo consigo todos los lóbregos males y tragedias terroríficas, cuyo nombre se pronuncia con temor en las noches silenciosas. Walichú. Háleksem Walichú. Háleksem Las palabras sonaron cargadas de dolor, como si cada soplido fuera una puñalada en lo profundo de la tierra Poco a poco los espectros de niebla que se 92


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movían delante de mis ojos se disiparon y por las ventanas vi nuevamente los campos extendiéndose hasta las laderas de los montes. En el cielo, los ancestros de los hombres volvieron a brillar con fuerza. Cuando por fin todo volvió la normalidad ya había amanecido. Rendido en un rincón y aún abrazado al rifle, volví a oír golpes en la puerta como si todo aquello no hubiera sido más que un brevísimo sueño. Como pude, me puse de pie y atendí la puerta. Allí parados enfrente mío, vi a un grupo de cinco hombres de tez morena y cuerpo enjuto, como los que había visto antes a través de las ventanas. El cuerpo me tembló de espanto. Las piernas flaquearon y caí de rodillas al suelo esperando lo peor. Uno de aquellos hombres avanzó hacia mí y tendiéndome la mano dijo: “El héroe de los hombres repite su gesta por siempre, en cada hombre valeroso que enfrenta el mal”. Advertí de inmediato que hablaba un idioma que nunca antes había oído y que sin embargo comprendía a la perfección. “Yo no soy héroe ni valeroso” le respondí, “y mucho menos capaz de enfrentar al mal, no sé qué es lo que está pasando por acá pero quiero que me dejen tranquilo, busquen a otro a quien asustar”. 93


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Los hombres delante de mi pórtico cruzaron miradas entre ellos y algunas sonrisas frías desprovistas de alegría. “El trabajo ya ha sido hecho” se limitó a mascullar aquel que parecía el vocero y cacique del grupo. Desconcertado y aun entumecido intenté referirles las visiones que me habían asaltado durante la noche y los hechos siniestros de los días anteriores, pero el hombre se adelantaba a mis palabras y profería respuestas confusas y oraculares. Finalmente dijo: “Fuimos víctimas de una traición perversa y ante el advenimiento del terror que presagia el final, el tiempo épico repitió en esta tierra el enfrentamiento de las eras arcaicas. Agradecemos a ti, héroe entre los hombres, y lo lamentamos por tu amigo cuya negra sangre infectada por Walichú te viste obligado a derramar”. Súbitamente levantó su mano a modo de despedida y se marchó. Sentí la piel erizada del miedo imaginando lo que sus palabras significaban. Corrí desesperado hasta el cuarto donde dormía Piedrabuena y allí lo hallé tendido en el lecho hundido en un charco de sangre, con la garganta rebanada de lado a lado. Y comprendí entonces los dichos del cacique. Con inmensa tristeza pero sin llegar a llorarlo, arrastré el cuerpo maltrecho de Piedrabuena hasta el pinar que hay más allá del 94


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casco y allí lo enterré para entregarlo el eterno descanso. Pensé que con ese acto, toda la locura habría terminado por fin pero me hallaba lejos de estar en lo cierto. Las pesadillas alucinantes continuaron despertándome a mitad de la noche como un susurro proferido desde lo profundo del bosque. Debí haber intuido que el Mal no puede morir realmente sino tan solo dormir con los ojos entreabiertos el sueño de los condenados. No fueron pocas las veces que desperté a mi sonambulismo, enredado en las ramas de algún árbol añejo. Deben saber, como yo lo sé ahora y ya lo sabían los antiguos que, si caminas solo por el bosque, si vas a la montaña o acampas al margen de un rio, pude uno ver la noche que se cierra, el cielo que de solo mirarlo genera vértigo. Es la cerrazón del bosque y allí mismo algo que late debajo de todo y te mira desde cada rincón. Se puede sentir como asecha desde los picos y promontorios, desde lo profundo del bosque, desde debajo mismo del suelo donde las raíces se hacen una y en las alturas donde el gemido del viento parece multiplicarse en mil susurros. Pueden sentirlo. No fue mi imaginación. Es aquel a quien llaman Gualicho, que está en todas partes, que es todo lo malvado, que todo lo devora y degusta lentamente, caprichoso, engañoso, maligno. Una vez que uno se halla en el bosque ya 95


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no es un visitante, una vez que se entra en lo profundo de bosque se es también parte del bosque. Y quizás si el bosque y el gualicho quieren, nunca jamás se deja de serlo. Estas fueron las últimas palabras que pronunció Marcelo Santos ante las miradas de estupor e incredulidad, según consta en las actas legales que yo mismo me he encargado de recopilar. Desde entonces se tejieron innumerables rumores Se repitió hasta el cansancio que una empresa anglo-francesa especializada en perforaciones petroleras rondaba desde hacía tiempo las zonas pertenecientes a la reserva, haciendo ofertas por aquí y amenazas por allá. Se dijo que finalmente lograron sobornar a un viejo indígena ermitaño que había sido expulsado de su comunidad algún tiempo atrás por practicar las oscuras artes de la brujería en su propio provecho y perjuicio de los demás. Se especuló con que su cometido era ahuyentar a los habitantes e inducir a los propietarios para que malvendan sus propiedades a cambio de una parcela escriturada y algo de ganado. Otras voces advirtieron que aquellos patrones ignoraron que el anciano tenía sus 96


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propias razones. Y lo que realmente codiciaba el brujo era aquello que habita en lo insondable, aquello que se refugia en la masa viscosa que burbujea bajo tierra y a cual sin saberlo, habrían de liberar los empresarios al cavar inmensos túneles. Algunos con mirada esquiva se atrevieron a asegurar que el brujo esperaba poder despertar al gualicho, su amo y señor de su antiguo letargo, y que tanto los promontorios como los símbolos que nunca pudieron ser hallados eran parte de su llamada, así como el pobre Piedrabuena un huésped encarnizado. Es posible que Marcelo ignorara todas estas hipótesis, tanto como aquella que asegura que su propiedad se hallaba marcada como el centro mismo del mundo, como la unión espiritual y terrenal donde los espíritus, los antepasados y la naturaleza convergen sus existencias, y otro tanto de inexactos mitos que adornan las habladurías populares. Pero sabía de sobradas cuentas que algo respiraba pesadamente debajo de los cimientos de su casa extendiéndose hasta el horizonte y que nunca lo dejaría en paz ni a él ni a los otros habitantes del pueblo.

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Por eso tras pronunciar sus últimas palabras, luego que un mutismo escalofriante prosiguiera la miradas nerviosas y las silenciosas gesticulaciones de los policías y pueblerinos, Santos se estremeció como me estremezco yo al escribir estas palabras y reconoció en los rostros expectantes los gestos dementes que hubo visto en su amigo antes de morir. Aquellas mímicas grotescas deformaron el semblante de los presentes y por primera vez supo que no corría el riesgo de que no creyesen su historia, porque aquellos que lo rodeaban también habían sido marcados. Por eso mismo Santos no titubeó en arrebatar de un solo movimiento el arma al policía más cercano para luego volarse con ella la tapa de los sesos, antes que nadie pudiera hacer nada escapando así al destino dudosamente heroico que le aguardaba. Escribo estas líneas para dejar constancia de aquello que sucedió al pueblo del Maitén y sus habitantes. Escribo porque los terrenos fueron finalmente comprados por una multinacional extranjera que se apresta a perforar la tierra y porque yo, Hualquimil Tolkeyen, fui el único que tras aquellas declaraciones regresé al pinar. Una vez allí, cavé en busca de respuestas y encontré no uno sino cientos de cadáveres descarnados, 98


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aferrados los unos a los otros como los nudos que conforman las raíces de mil árboles, constituyendo un bosque humano más antiguo incluso que los primeros habitantes y que reclama una y otra vez la reproducción del sacrificio originario para alimentarse tanto de los terrores como de los cuerpos de los hombres. Escribo porque el Gualicho está entre nosotros y el enloquecedor rumor de su aliento está a punto de ser desatado.

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INDICE

PROLOGO………………………………………….3 LA TUNICA DE SALMON……………………….5 ¿UN DIALOGO?...........................................15 LOS ARQUETIPOS……………………………….19 EL VACIO…………………………………………..36 CAPITULO 93………………………………………42 EUTANASIA………………………………………..49 EL ACERTIJO……………………………………...56 ALLA EN EL MAITEN……………………………..73

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