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Mu単ecos de plastilina David Voloj
Cosas de mimbre ediciones
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漏 2011 - David Voloj Colecci贸n Novelle 1 Marzo de 2012 Cosas de mimbre http://cosasdemimbre.blogspot.com
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Mu単ecos de plastilina
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No querĂa, en verdad, escribir una novela; simplemente deseaba dar con una zona nebulosa y coherente donde anotar los recuerdos. QuerĂa meter la memoria en una bolsa y cargar esa bolsa hasta que el peso le estropeara la espalda. Alejandro Zambra
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Primer Cuaderno
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Isaías me recomendó escribir. Dice que debería ejercitar la memoria tomando notas. Podría ser bueno, dice. Para mejorar. Para ordenar. Isaías, el enfermero del turno mañana, suele quedarse a conversar después de terminar su horario de trabajo. Dice que debería organizarme. Escribir. Intentarlo. Sostener un ritmo de escritura. Como si fuera un ejercicio, un entrenamiento para darle forma a los destellos del pasado. Y así encontrar explicaciones. Explicaciones del presente. Aunque no tenga ninguna historia que contar. Escribir. Aunque no haya hilo de continuidad y las notas carezcan de lógica. Escribiendo, dice Isaías, podría rellenar los vacíos. Las ausencias. Ciertas lagunas temporales que me impiden avanzar. Cuando Isaías viene a darme la medicación, trato de saber a qué se refiere con avanzar. ¿Avanzar, Isaías? ¿Hacia dónde? Mientras él corrobora que no escondí las pastillas debajo de la lengua, dice que no estoy yendo a ninguna parte. No hay progresos en la terapia. Las drogas hacen poco efecto. Pero escribir me abriría. Caminos. Un camino al menos. Para entender. Para empezar a comprender. Y empezar a pensar en una recuperación, en la posibilidad de una recuperación.
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¿Entender? le pregunto. ¿Entender qué? ¿Comprender qué? ¿Mejorar qué? Entender y comprender, dice Isaías, por qué estoy internado, por qué no hay demasiadas chances de salir. Como si hubiese alguna duda al respecto.
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Isaías, el enfermero del turno mañana, dice que escribir es una forma de traducción. Entre líneas aparecen detalles. Fisuras. Indicios ignorados, desconocidos, algo que no se ve por el miedo o por la culpa o el dolor o el resentimiento. Escribir es importante, dice. Y leer. Y recordar. Yo escucho sus argumentos, sus largas disquisiciones acerca del valor de la escritura. Psicoanálisis. Cada tanto asiento, le doy la razón. Su entusiasmo debería contagiarme, seducirme. Pero
no
me
convence.
Así
que
vuelvo
a
cuestionarlo.
¿Importante?, pregunto. Isaías es lacónico. La palabra es importante, dice. Creo que Isaías, el enfermero del turno mañana, tiene un concepto bastante elevado de la escritura. Elevado, sí. O ingenuo.
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Isaías
ha
leído
mi
historia
clínica.
Los
informes
psiquiátricos. Las notas de los diarios. Sabe bastante de mí. Sin embargo, quiere escarbar más hondo. Sacar la tierra que cubre mi ataúd y comprobar si hay un cuerpo vivo. Cuando Isaías se queda a conversar, después de terminar su horario, hablamos. A veces me pregunta quién soy, qué soy. Yo pienso y respondo. Relato de ciertos aspectos de mi vida que él ya conoce. Como no le gustan las respuestas, me interrumpe. Pide disculpas. Dice que en realidad no quiere saber quién soy sino quién era. Qué era. Antes. Cuando estaba afuera. Antes de ingresar al hospital. Qué o quién habría sido de no estar en acá. Quién sería si estuviese sano. Entonces yo hablo y él escucha. Aparentemente. Los médicos son distintos. Algunos médicos, si estuvieran autorizados, usarían tapones en los oídos para no escuchar las incoherencias de los internos. Pondrían música a todo volumen. Si pudieran, nos tendrían sedados las 24 horas. Supongo que nos amordazarían, nos cortarían la lengua, nos pegarían los labios con poxi. Quién sabe cuántas cosas más harían. Les harían. Nos harían. Los he visto. A los médicos. Hacen rondas de rutina, leen cuestionarios pautados de antemano y se van. Nunca se toman el trabajo de entender las fichas que llenan de cruces. Sólo marcan
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los casilleros numerados. Sacan los indicadores de la evolución del enfermo. Después, fijan porcentajes. Estadísticas. Redactan observaciones. Ahí acaba su trabajo. Las voces que resuenan dentro del hospital tienen escaso valor para los médicos. Las palabras de los alienados, de los desquiciados, de los dementes, de los locos, son ecos en la nada. Murmullos que valen menos que el material descartable para un análisis de sangre. Salvo raras excepciones, los médicos entienden que los problemas de la cabeza son irreversibles. Prueban drogas de distintos laboratorios, es verdad. Improvisan combinaciones. Piden consejos a los especialistas. Pero las combinaciones fallan y los especialistas no existen. Todo se reduce a una mera formalidad, parte de la burocracia que justifica el sueldo. La experiencia les ha enseñado lo insondable de este abismo. El vacío, la falta de coherencia, la pérdida de la cordura: sinónimos de lo irreversible. Entonces, ¿para qué engañarse? ¿Para qué engañar al paciente? Isaías,
en
cambio,
tiene
otra
idea
acerca
de
las
enfermedades mentales. Nos incentiva a participar de los talleres de teatro y de música y de poesía y a veces se queda a conversar conmigo y con los otros internos. Nos conocemos hace seis meses. Quizás más, quizás menos. En el hospital, las actividades se repiten. Un día es igual al anterior. Lejos de la realidad, el tiempo se transforma. Se desdibujan las certezas.
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Creo que hace unos cinco, seis meses, me trasladaron. Quizás fuese antes. Isaías estaba presente cuando recuperé la conciencia. Estaba conmigo cuando me higienizaron. También cuando me asignaron la habitación. Desconozco su apellido. La tarjeta de identificación que lleva colgada del guardapolvo sólo dice la profesión y el nombre de pila. Isaías. Enfermero. Por la forma en que se comporta, debe haber estudiado psicología. Psicopedagogía. Algo semejante. A lo mejor cursó algunas materias en la facultad, empezó la tesis, dejó embarazada una compañera, abandonó la carrera y salió a buscar trabajo para mantenerlos. Quizás.
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Isaías tiene alrededor de treinta años. Aunque es el enfermero más joven de mi pabellón, cumple con su trabajo. Como pocos. Llega a horario, está atento a las necesidades, responde a lo que le piden los médicos, los enfermos. Hace horas extra. Siempre de buen ánimo. Isaías. Nos ata cuando es preciso, nos desata cuando nos tranquilizamos. Nos trata con cuidado. Nunca apeló a la violencia para controlar una situación complicada. A pesar de verse en apuros. Isaías es así. Los pacientes lo conocen, lo respetan, lo quieren. Lo queremos. A veces, es reiterativo. Insistente. Escribir, dice, ayudaría al proceso de recuperación. Me ha hablado de algunos escritores que estuvieron en la cárcel o el manicomio. Un tal Dostoyevsky. Un tal Solzhenitsyn. Un tal Jacobo Fijman. Isaías dice que en el hospital hay grabadores de periodista, casetes vírgenes. Yo podría grabar cintas y después transcribirlas en la computadora. Me trajo, además, un par de cuadernos y una lapicera. Dice que con un cuaderno Gloria y una bic azul se pueden hacer grandes cosas. Yo dudo del poder terapéutico de la escritura. Me parece un recurso cinematográfico. Un cliché. Como la terapia. Como el
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amor. La gente habla, escribe, se enamora. Los meses pasan. El alma y la mente se curan. Ficciones. Sin embargo, sigo el consejo de IsaĂas. Redundo en el vacĂo. Escribo.
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El principio. Mi madre. Si debo empezar por el principio, el principio es ella. Mi madre, una mujer muy estricta consigo misma. Rigurosa.
Hace
años
que
se
tortura
con
una
dieta
ovolactovegetariana baja en grasas e hidratos de carbono. No come carnes ni harinas ni embutidos y almuerza yogurt o frutas de estación. A veces se llena el estómago con agua mineral sin gas. Pero es humana y suele caer en la tentación. Entonces abre el freezer, se sirve una poción de almendrado, saborea cada cucharada como si fuese la última cena. Después se arrepiente. Y vomita. Y llora. Y promete no volver a hacerlo. También hace ejercicio. Mi madre pasa dos horas por día en el gimnasio y los fines de semana corre entre cinco y siete kilómetros alrededor del campo deportivo. Tiene resistencia. De la rutina se encarga un sujeto inflado con anabólicos que se hace llamar personal trainner cuando en realidad es un fracasado, un imbécil, un sujeto sin condiciones para ningún tipo de deporte competitivo que se dedica a esquilmar a las mujeres del country, mujeres capaces de pagar sumas irrisorias con tal de que alguien las haga sudar. Sin embargo, ciertas zonas del cuerpo de mi madre ya no responden al aeróbic. Ni a pilates. Ni a los aparatos. De allí que, en los últimos años, el quirófano se haya convertido en su segundo hogar.
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Mi madre y la cirugía, una sociedad próspera. Desde que cumplió cuarenta años, se ha hecho retoques en la nariz, botox en los labios, los pómulos, los párpados. Liposucciones. Posiblemente le realicen descargas eléctricas en las piernas para contrarrestar las estrías y la celulitis. No estoy seguro. Recuerdo a mi madre preguntándome si tiene celulitis. Recuerdo a mi madre tomándose el muslo y preguntándome si yo veo celulitis en sus nalgas o en sus piernas. La recuerdo al costado de la pileta, acercándose hacia mí, soltándose el pareo y diciéndome que no soporta más esos pocitos de grasa en la carne. Me agarra la mano, me pregunta si lo veo, si lo noto, si no me da asco. ¿Qué respondo? ¿Qué hago? No mamá, digo. ¿Celulitis, mamá? Para nada, mamá. ¿En dónde, mamá? De ninguna manera, mamá. Recuerdo a mi madre mirándome a los ojos, desconfiando de mis palabras. ¿Cómo actúo? La abrazo, digo que su cuerpo es perfecto, más firme que el de muchas mujeres de su edad, de mi edad, y más chicas aún. Ella sonríe, me acaricia la cabeza. Sé que muchas veces le he mentido a mi madre. Sé también que, al mentirle, le he dicho la verdad. Después de cada intervención quirúrgica, mi madre se encierra en su habitación. La única persona con quien mantiene trato es Rosa, que le lleva apósitos de gel y té de hierbas y revistas de moda. Rosa se queda al lado de mi madre. Ambas hacen tributo al silencio. Son días de soledad, recogimiento, ayuno. El pudor convierte a mi madre en una budista involuntaria.
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Toda mujer fuerte tiene momentos de debilidad. Toda mujer fuerte, al final, se quiebra. Mi madre también. Claudica. Sufre. Suele destrozar los vestidos que le marcan el abdomen o que ya no le entran. La he visto llorando frente al espejo del vestidor. Paradójicamente, la tristeza transforma el rostro de mi madre. El dolor le devuelve dulzura, claridad, transparencia. De pronto se vuelve humana. Pero nadie lo percibe, así que su belleza se hace estéril.
Mi madre me lleva diecinueve años, pero parece más joven. Es difícil dar con su edad. Sus amigas la envidian. Sus amigas desean lucir como ella. Sus amigas quieren la dirección de su cirujano. Mi madre sabe que no tiene amigas. Sin embargo, no es una mujer superficial. Al menos no es tan superficial como podría parecer. Mi madre quiere conservar su matrimonio. Se esfuerza por verse bien para ser deseada como esposa y como mujer. Es difícil, muy difícil. Y ella lo sabe. Tal vez por eso toma medicamentos para la depresión. Y hormonas, tranquilizantes, somníferos, energizantes, vitaminas, aspirinas, laxantes, antiácidos, calcio. Ni siquiera yo consumo tantas drogas. En su mesa de luz hay tabletas con pastillas de todas las formas y los colores. Por alguna razón, mi madre quema las recetas médicas. Como si el fuego pudiera deshacer la verdad. Como si las llamas consumieran la angustia.
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La primera vez que me internaron hablé de mi madre. El terapeuta dijo algo sobre la represión y las pulsiones. Añeja retórica de diván. Dijo que la relación con mi madre había sido detonante directo de mis traumas. Yo nunca compartí esa opinión. Ni siquiera comparto la idea de sufrir algún tipo de trauma. Tengo dificultades, como todo el mundo.
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Quien padece a mi madre es Pía. Aunque mi hermana lo niegue. Aunque mi hermana Pía diga estar contenta con su aspecto de chica abandonada y su cuerpo de noventa y cinco kilos, ella sufre. Pía le muestra al mundo una chica con determinación. Es, supuestamente, feminista. Es, supuestamente, transgresora. Tiene ideales. No usa corpiño ni se depila las piernas porque ha decidido alzar las banderas de la liberación de la mujer. No le importan las apariencias ni la moda ni las exigencias de la sociedad de consumo, de esta sociedad brutal y agresiva que somete al segundo sexo a estereotipos de belleza enfermos, que fomentan la enfermedad. Pía dice cosas así. Y hay chicas que le siguen la corriente. Varias. Mi hermana. Progresista. Revolucionaria. Se ríe de los parámetros estéticos y los valores de la cultura occidental. A carcajadas se ríe. No le interesa verse como un tanque australiano sino mantener sus principios. Pía estudia cine y, a diferencia de mamá, no lee revistas sino libros. Arte. Literatura. Filosofía. Historia. A diferencia de mamá, jamás mira televisión. Tampoco hace sesiones de cama solar. Y mucho menos una dieta. Usa ropa holgada. No se tiñe el cabello ni se maquilla. No obstante, mantiene una vida sexual
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activa. En dos o tres oportunidades fui a verla a su departamento y siempre la encontré con alguien. Ella se acuesta con cualquiera. Aunque cualquiera no sería el término correcto para describir a los chicos con los que duerme. Pía busca chicos atléticos, con tatuajes en la espalda y peircings en la cara y rastas de peluquería, hippies posmodernos que defienden causas ecologistas y tonifican los músculos bailando capoeira y ponen los jeans en la maceta del departamento para que se llenen de tierra y así luzcan naturalmente sucios. Yo no sé qué atractivo le encuentran a mi hermana ni por qué Pía se fija en tipos así. Pero se buscan, se atraen.
Desde que se independizó, Pía vive en un viejo edificio del centro sin alarma ni guardia de seguridad. Su instinto suicida es preocupante. ¿Existirá alguna terapia de hermanos, al estilo de la terapia de pareja? Pía. Mi hermana. Con el paso del tiempo dejamos de vernos, de compartir cosas. Pero yo la quiero. Más de lo que ella supone.
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Mi madre no me visita. Pía, tampoco. Entiendo a mi madre. A Pía, no. Estoy alojado en la habitación 895. Hay dos camas, pero aún no tengo compañero. Creo que me dejan solo por razones de seguridad. Deberían explicarme si se trata de mí seguridad o de la seguridad de los demás. Sería importante.
El Hospital Colonia Santa María queda en las sierras chicas, en las afueras de Córdoba. Isaías dice que, en otra época fue un centro médico de gran importancia para el tratamiento de la tuberculosis. El más grande de Argentina. El más grande de América. Se especializaba en distintas afecciones pulmonares. Pero la tuberculosis marcaba la diferencia. Era su sello. Su orgullo, dice Isaías. Al parecer, el clima de la zona favorecía la terapia. Una residencia aumentaba la expectativa de vida de los pacientes. Había habitaciones para cuatrocientos internos y consultorios por donde transitaban más de dos mil ambulatorios al mes. Mucha gente. Dice Isaías que en Santa María se vivía bien y se moría mejor. Venían músicos, actores, boxeadores. Famosos. El libro de quejas estaba en blanco. Pero nada es eterno. La medicina avanza. El ser humano progresa. La lucha del hombre contra la muerte da sus frutos para que el milagro de la vida eterna deje de ser una
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utopía. Alexander Fleming, dice Isaías, no tuvo en cuenta que el descubrimiento de la penicilina reduciría el número de pacientes de Santa María. Los médicos fueron reubicados, el personal de limpieza y los enfermeros quedaron sin trabajo. Con las nuevas terapias, el hospital dejó de ser imprescindible. Poco a poco quedó abandonado. Los pueblos de los alrededores fueron muriendo. No lograron adaptarse al cambio. Y en algunos casos, el éxodo fue total. Efectos secundarios del progreso. Daños colaterales de las revoluciones científicas. Para afrontar la crisis, hubo intentos de reabrir el hospital. Se incorporaron otras especialidades. Parches. Intentos en vano. A excepción de los enfermos mentales, los locos lindos que siempre mostramos una excelente capacidad de adaptación a las políticas sanitarias, nadie quería hacerse tratar donde habían vivido miles de tuberculosos. Paradojas: la memoria pasó a ser la principal vía de contagio de una enfermedad que ya no existía. El edificio aún se ve desde la ruta. Luce imponente, como un hotel de cinco estrellas anclado en el valle. Los turistas que pasan por ahí lo señalan. Ese es el hospital de los tuberculosos, dicen y se cubren el rostro con un pañuelo mientras cierran la ventanilla.
Hace algunos años se habló del tráfico de órganos. Dicen que ningún interno de Santa María contaba con los dos riñones. A quienes les declaraban la muerte cerebral, los vaciaban. Hígado,
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estómago, pulmones, córneas. ¿Quién iba a quejarse? Nunca se llegó a comprobar, pero los rumores corrieron. Y el gobierno intervino. Ahora, el hospital se convirtió en un manicomio de ramos generales. Se atiende a drogadictos, alcohólicos, psicóticos inimputables, piromaniacos, gente sin trabajo ni obra social ni seguro de vida, parásitos esquizofrénicos de la alta sociedad rechazados por sus familiares. Los tuberculosos del nuevo milenio vegetamos en este rincón del mundo. Todos juntos. Aislados.
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He tenido algunas recaídas. Me lo informaron en terapia. ¿Cómo te sentís?, preguntaron. Yo no recordaba haber tenido ningún problema. Así que dije que me sentía bien. Excelente. Mejor que nunca. Prácticamente curado. Los médicos asintieron. Hacía bastante que no nos veíamos, me comentaron.
Es extraño. Entre una sesión y otra pasa más tiempo del que creo. Lo percibo en ciertos detalles. El corte de pelo del psiquiatra, el bronceado de la piel de una enfermera. Me atemoriza consultar los almanaques, preguntar la fecha. En mi diagnóstico, la distorsión cronológica es uno de los síntomas más complicados de tratar. Así, tres días pueden ser cuatro. Cinco. Una semana. Dos. ¿Más?
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¿Quién soy? ¿Qué soy? El Currículum Vitae podría considerar varios títulos. Abogado. Asesino. Demente. La lista sigue, pero antes de registrar cada uno de mis antecedentes penales y mentales, faltan unas notas sobre mi padre.
Él. Mi padre. El pilar de la familia. El Doctor Marco Aurelio Argüello Fader. Hijo, desde la perspectiva del abuelo. Padre, desde mi perspectiva. Abuelo, desde la perspectiva del pequeño Nonato. Marco Argüello Fader padre-hijo-abuelo. Él. Penalista, doctor en leyes, constitucionalista, profesor emérito, legislador,
ensayista,
ferviente
defensor
de
la
seguridad
ciudadana. El principal promotor de la aplicación de la pena capital. Hace tres décadas que mi padre trabaja en uno de los estudios más prestigiosos del país, al cual insiste en llamar bufette aunque no es más que un estudio. Su estudio de abogados. Además, dicta seminarios de derecho en universidades de España, Francia y Estados Unidos. Pasa medio año en el país, medio año en el extranjero. Es una persona ocupada. El hombre, el abogado: el padre. Mi padre. Aunque pudo aspirar a decano o rector, relegó la carrera académica a un segundo plano. De joven incursionó en el terreno político. Participaba en marchas de estudiantes, redactaba panfletos,
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manifiestos, entablaba ardientes discusiones en plenarios de izquierda y de centroderecha y de derecha. Quienes elogian su inteligencia saben el porqué de sus vaivenes ideológicos. Quienes conocen su exquisita sensibilidad social entienden por qué tomó distancia de la política. Yo no lo sé. Me cuesta entenderlo. Pero mis opiniones son intrascendentes. Lo importante es que las personas del ambiente respetan a mi padre. Lo admiran como profesional y como ser humano. En la última reforma del código penal de la provincia, cada una de sus propuestas se convirtió en Ley. Con la excepción, claro, de la pena de muerte, tema con el que tuvo ciertas dificultades. Hubo falta de consenso. A pesar de las expectativas que tenía, las organizaciones de derechos humanos lo atacaron con críticas, agravios, injurias que mi padre supo sortear gracias a un alegato memorable publicado en los principales periódicos. Tras ello, logró que la edad de imputabilidad se redujera a los 9 años. Los correccionales comenzaron a vaciarse y las cárceles debieron hacer reformas, construir pabellones para niños y adolescentes. Fue un acontecimiento celebrado. Mi padre sentó precedentes. Después de años de fracasos en pos de la aplicación de la ley del talión, encontró la manera de enfrentar el miedo y la angustia que aquejaba a la sociedad en su conjunto. Mi padre estuvo a la altura de las circunstancias. Mi padre, a la vanguardia de la legislación y los derechos de la ciudadanía, consiguió que cualquier alumno de escuela primaria pueda ser juzgado como adulto responsable.
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Es extraño analizar una ley en retrospectiva. A los doce años robé el MTV Unplugged In New York de Nirvana. Recuerdo que estaba en el Musimundo cuando sucumbí ante la tentación de hacer algo prohibido. Lo saqué del estante, le quité la alarma, atravesé los pasillos mirando para los costados. Sentía que alguien seguía mis pasos e iba a atraparme cuando menos lo esperara. Temblaba. Sudaba. La saliva en la boca era espesa, ácida. Me costaba contener la ansiedad, la angustia, la adrenalina que fluye al dar los primeros pasos en el inframundo criminal. Pero carecía de instinto. No tenía el don. Fui torpe a la hora de ocultar el cd entre los libros de la escuela y se me resbaló ante un guardia de seguridad. Recuerdo que me quedé mirándolo dos o tres segundos que duraron una eternidad. Como si una fuerza sobrenaturalmente sádica hubiese detenido el tiempo. Luego me largué a llorar. Fue inevitable. Lloré con lágrimas pesadas, lágrimas blancas y saladas, acompañando la puesta en escena con movimientos espasmódicos y gemidos y un temblequeo en los hombros y en la mandíbula. Una actuación grotesca. A los diez o doce años se suscitan los primeros actos de corrupción. Uno usa las lágrimas como una especie de soborno en busca del perdón adulto. A esa edad, uno está convencido de que
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las personas claudican frente al llanto de un chico. A esa edad, y a cualquier edad, uno suele equivocarse con respecto a los demás. El doctor Marco Aurelio Argüello Fader, mi padre, debió suspender una cita de vital importancia para el estudio, el bufette, e ir a buscarme a la oficina donde me habían demorado para, después de pagar el importe del disco, firmar unos documentos que lo responsabilizaban por cualquier ilícito que su hijo cometiera en el futuro. Yo estaba sentado en una silla, con la cabeza a gachas, mirando los puchos aplastados en el suelo. Escuchaba a mi padre hablar de educación, valores, disciplina, respeto, de una madre ausente, de resignación. Antes de salir, mi padre me dio una cachetada en la nuca. Dijo que iba a ver cuando llegáramos a casa. Ya vas a ver cuando lleguemos a casa, dijo. Ya vas a ver. Arriba del auto, puso el disco de Nirvana en el estéreo. Preguntó si había hecho tanto quilombo por esa música de mierda. ¿Por esta música de mierda me sacaste del trabajo?, preguntó. No me animé a responderle. Mi padre subió el volumen hasta acoplar los parlantes. Intenté cubrirme los oídos, pero me sostuvo las manos. ¿Ya lo escuchaste?, preguntó. ¿Estás contento? Cuando salimos del estacionamiento, mi padre dijo que en lo sucesivo tratara de ser menos imbécil. Él no tenía tiempo para mis estupideces. A él lo ocupaban asuntos de mayor importancia.
I need an easy friend. Así comienza el MTV Unplugged In New York, el último disco que Kurt Kobain grabó en vida. La
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gente que asistió al concierto aplaudía y silbaba y gritaba el nombre de ese chico capaz de componer letras insoportablemente tristes que hablaban de su incapacidad de adaptarse al mundo. Nadie imaginaba que lo deprimían la euforia y los fans y las ventas y la exposición. Tampoco que le gustaban las armas. Tampoco que, unos meses más tarde, se aislaría en una casa de campo para volarse la cabeza con una escopeta.
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Kurt Kobain nació en Seattle, una ciudad del noroeste de los Estados Unidos a donde me hubiera gustado ir cuando fuimos con Pía al mágico mundo de Disney. Pero quedaba en la otra punta del mapa, así que debí conformarme con Goofy y sus amigos. Nosotros vivimos en la otra punta del mundo, en una ciudad sin parques de diversiones ni músicos de rock. A mi padre no le gusta Córdoba. A mi madre tampoco. Consideran que es un pueblo, que tiene todos los vicios y todas las miserias de un pueblo, aunque los índices de urbanización y criminalidad demuestren lo contrario. Buenos Aires es distinto, dice mi padre. En Buenos Aires se inventaron las fronteras de la civilización. Los límites de la República. La geografía de un país sin negros. Así lo dice: “Sin negros”. Más allá de Buenos Aires reina la barbarie, reza mi padre. Por lo siglos de los siglos. Amén. Pía piensa distinto. Ella ama este lugar. Ha filmado cortos donde muestra a las personas bañándose en ropa interior en el agua helada, entre cajas de vino y bolsas de basura y perros muertos. También le gusta porque a cualquier hora y en cualquier lugar, encuentra alguien conocido. Acá todos somos amigos, dice. ¿Quién no sabe de una Romi que tiene un primo con quien fuimos al colegio, que a su vez es hermano de una Nati, la vecina de ese
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flaco que casualmente es el mismo que trabaja en el quiosco de la otra cuadra? A mí, Córdoba me resulta indiferente. Carezco de sentimientos de pertinencia. Desconozco los nombres de la mayoría de los barrios y podría vivir en Seattle o en Indonesia sin notar la diferencia. Sin embargo, vivimos y seguiremos viviendo acá. En cualquier otro lugar, el apellido Argüello Fader pasaría desapercibido. Y el anonimato no es una opción para la familia.
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A los veinticinco años me convertí en abogado con el mejor promedio de mi promoción. A los veinticinco años tuve mi primera y única defensa penal. También maté un chico. Y enloquecí. Veinticinco años. Edad agitada. Cuando me recibí, mi padre ocupaba un lugar destacado en el escenario. Más de la mitad de los egresados de la Universidad Católica lo había elegido para que les entregara el título. Eran hijos de jueces, políticos, chicos que podrían haber optado por sus propios padres, también eminencias de trayectoria en el campo de la jurisprudencia. Pero lo eligieron a él. Habían sido ayudantes en su cátedra, alumnos de asistencia perfecta que lo adulaban con la esperanza de conseguir una carta de recomendación con su firma para una beca o un posgrado en el extranjero. Ellos, mis compañeros. Con algunos realicé trabajos prácticos, ensayos conjuntos. Se disputaban mi amistad como un valor agregado a su currículum personal. Nenes consentidos, como yo, que si en algún momento querían forjarse un nombre propio debían aprender a mentir mejor. Tanto ellos como yo. Durante la ceremonia de colación cantó un coro de niños. Luego cayó el telón, se encendieron los reflectores y el Decano nos brindó el discurso de despedida. Los futuros abogados aprobaban cada aforismo que salía de la boca de nuestro ejemplo a seguir.
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Por la ventana se veían los relámpagos, pero nadie atendía a las gotas en el vidrio ni a los truenos que la acústica del salón apenas lograba contener. Así, mientras el Decano se despedía de los alumnos para dar la bienvenida a los colegas, yo pensaba en la lluvia y en el viento y en una vieja que vivía en la calle y que durante años había visitado las aulas pidiendo dinero para la medicación de su nieta, una niña que padecía cáncer, leucemia, parálisis infantil, diabetes, dengue, hepatitis A, B, C, enfermedades que variaban año tras año y la hacían vivir al filo de la muerte. Aquella anciana mentía de manera compulsiva. Los alumnos y los profesores nos reíamos de ella. Le decíamos la vieja esa, esa vieja que vive de dar lástima. Ella jamás se tomaba el trabajo de actualizar la edad de su fuente de ingresos. Para sostener la farsa, usaba una foto carné y un informe
médico,
documentos
que
exhibía
como
pruebas
irrefutables de la veracidad de sus palabras. Era consciente de que nadie se tomaría el trabajo de mirar los papeles. Era consciente de que nadie le creía una palabra. Cuando empezó a caer el granizo recordé a la vieja esa. Debería haber estado sentada con nosotros: tenía mejores condiciones para la abogacía que muchos de los presentes. El Decano evocó una sesión del Senado Romano. Habló de Cicerón, el forjador de la legislación clásica, el padre de una ética cuyo punto de partida y llegada era el pueblo. Yo veía papeles de diario, bolsas de nylon adheridas a la ventana. Las ramas de los árboles cedían ante la violencia del viento en tanto la voz de
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Cicerón se encarnaba en los parlantes para afirmar que cada integrante de la sociedad, cualquier hombre libre, más allá de su rol social, de sus ingresos, de la cantidad de esclavos declarados, era beneficiario de la justicia. Cicerón, el gran orador romano, sostenía que cada hombre se dignificaba en un concepto de Justicia con mayúsculas, escrito a fuego en las páginas de la eternidad, el aporte de Roma a la humanidad.
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Afuera se desató la tormenta. Las luces comenzaron a parpadear. Escuché murmullos, voces, risas nerviosas. Una grieta atravesaba el cielorraso, dejando filtrar algunas gotas que me mancharon la camisa. Luego se derrumbó el techo. Los doce miembros del Consejo Directivo de la Facultad de Derecho quedaron sepultados bajo los escombros. Los ventanales explotaron y las esquirlas de vidrio atravesaron el escenario para impactar en la primera fila de egresados. La escena se cargaba de color y ritmo. Suena sádico, pero era así. Todo sucedía demasiado rápido. Yo había perdido la noción del tiempo y el espacio, pero alcancé a ver al Decano con las manos en el micrófono. Quería seguir hablando. Cicerón aún tenía mucho que decir. Antes de que pudiera leer la última página del discurso, una descarga eléctrica lo arrojó hacia atrás. El cuerpo se incendió. La carne decana ardía en llamas mientras la gente corría y gritaba y buscaba abrirse paso a los golpes. El viento revolvía la tierra, el agua, el fuego que se extendía sobre la alfombra roja del escenario mayor. Hubiese debido correr en busca de refugio, tratar de proteger a mi madre, a Pía. Pero estaba demasiado cómodo en mi asiento y a veces me cuesta reaccionar. Fue entonces cuando, mi padre se impuso en el escenario. En medio de la tragedia, levitó por encima de los ladrillos y las vigas
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de concreto, imponente, con el carisma y la presencia que lo caracterizaban. No lo escuché porque era imposible oír una palabra entre los gritos de desesperación. Sin embargo, en sus labios leí mi nombre. Con una mano sostenía mi título de abogado. Con la otra se acomodaba el nudo de la corbata. Me guiñó un ojo. Después se quitó las pelusas del saco y empuñó el micrófono. No alcancé a prevenirle que estaba electrificado.
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Nada de esto que escribo sucedió en realidad. Sin embargo, los recuerdos son tan vivos que aún me cuesta creer que haya sido una alucinación. En determinado momento de la ceremonia, alguien me despertó. Marco, seguís vos, me dijeron. Entonces abrí los ojos y miré hacia la ventana, donde resplandecían las primeras estrellas de la noche. La locutora me presentaba. Argüello Fader, Marco Aurelio. Promedio general de la carrera: 9.98. Los flashes de las cámaras me cegaron. Me refregué los ojos. Antes de subir al escenario noté que tenía los dedos llenos de lagañas.
Fuimos a cenar con dos fiscales amigos de mi padre y el Decano, quien sorprendentemente no mostraba la piel ulcerada ni presentaba síntomas para trasladarlo de urgencia al instituto del quemado. Yo no podía dejar de mirarlo: se había incendiado delante de mí. Al llegar al restaurante, Pía me llamó aparte. Me felicitó. Me regaló una bolsa de marihuana para que festejara el título. No voy a quedarme, dijo. Saludá a todos, dijo. Disfrutá del regalo y nos hablamos, dijo Pía, mi hermana, dejándome solo y pensando
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que de nuestra complicidad infantil sólo quedaba un recuerdo amargo y distorsionado por el presente. Entré. En la mesa reservada, mi padre hablaba de la reformulación de la ley de la pena capital. Estaba trabajando al respecto, pero necesitaba un par de hechos rotundos como para impulsar el proyecto. Un asalto con toma de rehenes y ejecuciones frente a las cámaras, un motín sangriento, la violación de un personaje mediático, algún suceso de gravedad incuestionable que fuese capaz de anular el sentimentalismo y convirtiese la pena de muerte en una necesidad. Después habló del caso que pensaba asignarme cuando me presentara al estudio, una demanda prácticamente resuelta que venía retrasando con el objetivo de hacerme entrar al ámbito con el pie derecho. El comentario no me hacía quedar bien así que pedí permiso y fui al baño. Al entrar, me derrumbé sobre la tapa del inodoro. El sonido del agua me relajó. Me refregué los ojos y miré alrededor. Los azulejos espejados carecían de inscripciones. Las chicas de limpieza debían borrarlos antes de abrir al público. Seguí buscando hasta que encontré una pequeña pija tallada al borde del enlozado del papel higiénico. El dibujo tenía una inscripción que decía “pija” y otra que decía “Tito”, en letra imprenta. Una obra de arte con título y autor. La contemplé un rato. Después me quité el prendedor de la Católica y usé el alfiler para dibujar, al lado de la pija de Tito, un par de senos, el contorno de una cintura y unos rayones en espiral. Al terminar escribí “Sin título” y “Anónimo”.
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Entonces lo escuché. Haceme el favor de abrir la puerta, tarado. Mi padre gritaba en voz baja. Abrí los ojos. Las inscripciones en el enlozado habían desaparecido. Cuando salí del baño, mi padre me tomó de la solapa del saco y me arrinconó contra un mingitorio. Mirá pendejo de mierda, dijo. Deja de hacerte el imbécil. Ya bastante tengo con que la gorda de tu hermana se mandara a mudar como para que vos estés durmiendo en el inodoro como un idiota. Cada vez que mi padre apelaba al contacto físico y empleaba un lenguaje soez, impropio de alguien de su condición, inadecuado para alguien de su apellido, era porque se encontraba al borde del colapso. Sólo Pía y yo lográbamos llevarlo a ese estado. Y siempre nos sentimos orgullosos. Para defenderme, dije que me había olvidado de las pastillas. Agaché la cabeza. Le pedí perdón. Perdón, perdón, perdón, me olvidé de tomar las pastillas, me imitó mi padre, haciendo gala de su incomparable talento para la parodia. Mirá, Marco, dijo después. Te conozco. Me doy cuenta de lo que hacés. A vos no te importa tu futuro. No te interesa. Y yo trabajo por vos, para vos. Sos un pelotudo, nene, un pelotudo importante.. Pero te aviso, Marco. Prestá atención. Dejá de portarte como un mogólico. ¿Está claro? No me hagas quedar mal. No te conviene.
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Al concluir, mi padre sacó unas pastillas cápsulas, me las colocó en la lengua y me dijo que tragara. Dijo me iba a despejar un poco las ideas. Volvimos a la mesa fingiendo hablar. Él arqueaba las cejas, yo lo abrazaba: una postal de la felicidad.
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El mozo trajo la comida. Alguien hizo un comentario acerca del aroma. Alguien enumeró los ingredientes de la salsa que acompañaba la pasta. Comimos. Todo muy rico, muy lindo. Tras la segunda copa de vino empecé a soltarme. Con asombrosa lucidez respondí el cuestionario de anécdotas académicas del Decano mientras, por otro lado, intercambiaba opiniones políticas con los fiscales. También conseguí mantener el nivel de retórica de mi padre. Lo que había tomado, fuese lo que fuese, tenía efectos fantásticos. Abría la mente, me permitía seguir cualquier conversación y al mismo tiempo focalizarme en las piernas de la recepcionista, en los pechos de las mozas, en las marcas de acné disimuladas con maquillaje de uno de los fiscales, en los dientes manchados con verdeo de la chica sentada en la mesa de al lado, en... En el estacionamiento del restaurante, un ladrón empujó a mi madre y le arrebató la cartera. La gente de seguridad reaccionó tarde. El chico los evadió sin problemas, saltó las rejas como un gato y corrió hacia la ruta. Quizás para corroborar la distancia que había sacado y asegurarse que podría escapar, miró para atrás. Fue una fracción de segundo. Fue un error. Fue el tiempo suficiente para que un minibús apareciera por la curva a más de 80 kilómetros por hora y lo levantara por el aire. Cuando llegó la
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ambulancia, el chico llevaba media hora muerto. Estaba tirado en la banquina. Estaba en bermudas. No tenía más de diez años. No tenía más de treinta kilos.
Después de declarar en la seccional, volvimos a casa. Era de madrugada y hacía tres grados bajo cero. Papá se sirvió un vaso de coñac antes de encerrarse en la biblioteca. Mamá despertó a Rosa María para que le llevara una taza de tilo a la habitación. Yo dejé el título en la mesa del comedor y fui a mirar televisión. Los reallity shows que seguía habían terminado y faltaban un par de horas para las repeticiones. Cuando me cansé de cambiar de canales, subí a la pieza, encendí la computadora y escribí las alucinaciones narcolépticas del día. Después busqué un video pornográfico en internet, un compilado de actrices francesas e italianas con el que intenté masturbarme sin éxito. Después abrí el archivo de fotos, fotos que amplié en la pantalla y miré pensando en Celeste, en el hijo que no tuvimos, fotos que me entristecieron y me hicieron sentir culpable, y cuando terminé de llorar apagué el monitor, saqué papel, armé un cigarrillo de marihuana y me senté a fumar un poco del regalo de Pía, de mi hermana Pía, que conseguía la mejor marihuana del mundo, y mientras el humo me endulzaba la boca y circulaba por mis los pulmones y me espesaba la sangre, conseguí relajarme, cerrar los ojos, y dormir.
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Hubo problemas en Santa María. Alguien tuvo una crisis. Isaías estaba conversando en mi habitación cuando un médico entró y se lo llevó de urgencia En el respaldo de la silla quedó su bolso. No sé si lo olvidó a propósito o sin querer. Pero estaba ahí, colgado, al alcance de cualquiera. Es decir, a mi alcance. Lo abrí. Entre sus papeles encontré impuestos vencidos. Los planos de una casa, la copia de una hipoteca, el recibo de un crédito. Encontré una foto de dos chicos y otra de Isaías con los mismos chicos. El más grande lo abrazaba. El otro estaba en un andador. Supuse que se trataba de sus hijos. También había una agenda negra donde Isaías llevaba un registro de su trabajo en el Hospital Colonia Santa María. Mi nombre aparece varias veces. Cuando Isaías volvió a mi habitación era tarde. Lo noté molesto, cansado. Dijo que iba a quedarse a dormir. Le pagarían horas extras o le darían un día compensatorio o podría salir temprano cuando lo precisara. Después lo arreglaría con el director. Por lo pronto, debía conseguir un lugar dónde dormir. Aunque no habría mayores problemas. Camas sobraban. Isaías cenó en el comedor junto al resto de los internos. Cada tanto se trasladaba de asiento, cruzaba palabras con uno, con otro. Antes del postre, se puso a silbar La Internacional. Marcaba
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el ritmo, las pausas. Luego volvió a hacerlo. Todos lo seguimos. Todos. Quienes no sabían silbar, quienes ya no podían modular un silbido, incluso aquellos que habían olvidado que el ser humano era capaz de imitar el canto de los pájaros, siguieron a Isaías. Unos tarareando, otros murmurando, otros aplaudiendo. Nadie se levantó a bailar porque los tranquilizantes sólo nos dejaban un resto de fuerza para volver a la habitación y caer rendidos de sueño. Pero lo disfrutamos. Mucho.
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De madrugada, Isaías golpeó la puerta. Lo estaba esperando, así que no tardé en levantarme y le devolví la libreta de notas. Me pidió las fotos. Sin necesidad de que se lo preguntara, dijo que eran sus hijos. El más grande estaba en sala de cinco. Tenía problemas de integración y la maestra jardinera lo había derivado a la neuróloga. Isaías habló de la escasa cobertura de la obra social, de las cuotas de las escuelas privadas, del costo de los útiles escolares. Se quejó del sueldo y de la inflación y de otras cuestiones que no alcancé a comprender porque los párpados se me cerraban contra mi voluntad. No obstante, alcancé a preguntarle si había buscado ser padre o si había sido un error. Isaías dijo que un chico nunca viene por error. Existen las excusas, las justificaciones, un proyecto de vida que se jode. Pero los errores, no. Después dijo que trabajaba en el Hospital porque la panadería de los padres no rendía para mantener tantas bocas. Podría haber dicho familia o hijos. Pero dijo bocas. Luego me preguntó si yo tenía hijos. No supe cómo contestarle. Cuando tenés un hijo todo sigue igual, dijo Isaías. Salvo porque ya no podés largar todo e irte a la mierda, dijo después. ¿Irte?, le pregunté.
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Un hijo es eso. Las ganas de quedarte, de arraigar, de quedarte con él donde él esté, para siempre, dijo antes de irse Isaías, el enfermero del turno mañana. El panadero.
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Cuando Celeste quedó embarazada cursábamos el último año de la Secundaria. Hacía dos años que estábamos de novios, tres meses que manteníamos relaciones. Ella era feliz. Yo era feliz. Ella estaba viva. Yo estaba cuerdo. El mundo parecía un lugar hermoso. Una tarde, al salir del colegio, la noté rara. Distante. Evasiva. Le pregunté si le pasaba algo malo, pero no me respondió.
(Ahora escribo sobre Celeste y me gustaría recordar los detalles, decir por ejemplo que aquella tarde caminábamos de la mano mientras el viento nos empujaba, que yo la abrazaba con fuerza, resistiendo el frío, un frío violento que nos atravesaba el cuerpo, un frío voraz capaz de cortarnos el rostro y de hacernos toser pero que Celeste, ahí, a mi lado, con sus mejillas teñidas de rubor, de un rubor que no nacía de la vergüenza ni del pudor ni de la mentira sino del aire helado de aquel invierno, del frío y del miedo, hacía tolerable.)
Cuando llegamos a su casa, lo dijo. Vamos a tener un bebé, dijo Celeste. Aunque probablemente haya dicho vas a ser papá o vamos a ser padres o estoy embarazada. Lo importante no es cómo lo dijo sino qué dijo.
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Celeste se quedó mirándome como si yo debiera responderle algo tácitamente acordado. Su rostro carecía de expresión. Ni alegría ni sorpresa ni desesperación ni nada. Parecía tranquila,
inquietantemente
tranquila,
exasperante
e
incomprensiblemente tranquila. Tuve miedo. De pronto, todo lo que pasó por mi mente salió por mi boca. Sin filtros. Dije muchas cosas estúpidas. Dije que era mentira, que era una mentirosa, una pendeja. Después le pedí disculpas y le pregunté si estaba confirmado. Insulté los test de embarazo. Esos putos test de mierda, dije. También la insulté a ella. La puta que te parió, Celeste. Le pregunté cómo podía estar segura y cómo podía permanecer tan tranquila si estaba segura. Quise saber quién era el padre. Quién la había preñado. Usé ese verbo. Preñar. Como si se tratara de un animal. Después le pedí disculpas. Dije que no quería ofenderla Encendí un pucho. A la segunda bocanada, lo arrojé por la ventana. Los padres de Celeste tenían prohibido fumar dentro de la casa. Una colilla escondida en el macetero del jardín de invierno le había costado el trabajo a la última empleada. Ambos lo sabíamos y lo lamentábamos porque era la misma empleada que nos había ayudado a acostarnos por primera vez. Celeste seguía muda. Le tomé la cara. No podemos tenerlo, dije. Es imposible, dije. Nosotros, no, dije. Es una locura, dije. Es un suicidio, dije. Te van a mandar a vivir afuera, Celeste, te van a hacer abortar, mi amor, te van a esconder en la quinta de tus abuelos hasta que nazca y luego te lo van a quitar, Cele, se lo van a
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llevar, bebé, lo van a dejar en un orfanato, Celeste, lo van a tirar en un pozo, nena, lo van a meter en una bolsa de basura, mi amor, o lo van a enterrar por ahí, Cele, y si no lo van a vender, Cele, lo van a vender para extraerle los órganos. Cuando por fin me callé, Celeste estiró los brazos. Nos abrazamos. Nos besamos. Lloramos. Prendimos la computadora. Buscamos un mapa de ruta. Y decidimos fugarnos. Al sur. O al norte. Mejor el norte. Jamás nos buscarían ahí. Sí. Nos iríamos. Al Chaco. A Formosa. A alguna de esas provincias raras de la Argentina . Pero el plan de fuga falló. Incapaz de controlar las náuseas y los mareos, Celeste debía retirarse del colegio casi todos los días. Su cuerpo coartaba en contra de nuestros proyectos de emancipación. A pesar de los cuidados, de las fajas, de las estrategias para simular el período, sus tetas se hincharon y, al cuarto mes, despedían una leche viscosa que le manchaba las remeras y le hacía doler los pezones. El volumen de su vientre tampoco colaboraba. Después de un desmayo, sus padres se enteraron del embarazo. Fueron a casa. Mi madre había salido. Pía también. Pero mi padre no. Mi padre era un hombre responsable. Mi padre siempre estaba cuando se lo necesitaba. Se encerraron en la biblioteca y, tras una breve y apacible charla, sin exabruptos ni malos términos, salieron. Los tres.
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Al día siguiente, Celeste pesaba doscientos diez gramos menos.
Acción con conocimiento de causa. Rapidez. Efectividad. Elementos indispensables para el ejercicio del Derecho y la paternidad. Mi padre sólo me reprochó habérselo ocultado. Debiste decírmelo desde un primer momento, dijo. Hasta el tercer mes, el tema se puede arreglar sin mayores dificultades. Hay médicos de primer nivel para estos casos. Entrado el cuarto, la cosa se complica. Son pocos los que toman el riesgo. Y cuesta más caro. El doctor Marco Argüello Fader, un pedagogo. Supongo que pretendía instruirme para futuros contratiempos. Pero yo titubeaba sin parar. No pude… No me animé… No sabía nada de eso… El doctor Argüello Fader, un padre ejemplar, un hombre comprensivo, sutil, que se expresaba a favor de la pena de muerte si la gravedad del delito lo justificaba, que no dudaría en inyectarle veneno a cualquiera que atentara contra la propiedad privada y la seguridad, me preguntó qué no sabía. ¿No sabías nada de eso? ¿Del embarazo, imbécil? ¿Nada de los plazos aconsejados para sacárselo? Nada. Nada de nada, dije yo, tratando de explicarme, de justificarme, de perdonarme. Mi padre adoptó mi postura encorvada, parodió mi manera de balbucear las palabras. No lo puedo creer, dijo. Encima llorás.
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Finalmente, me exigió que desapareciera de su vista. Había perdido un día completo con mis estupideces.
Pasé la noche despierto. No me animaba a llamar a Celeste, de modo que traté de convencer a mi hermana para que la contactara. Necesitaba saber qué había pasado, cómo había sido, si había opuesto un poco de resistencia, si le había dolido, si aún le dolía, si me extrañaba. Pero Pía, al enterarse de lo que había pasado, me pegó una cachetada y cerró la puerta de su pieza.
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Antes de cortarse las venas, Celeste me envió un mail abarrotado de reclamos e insultos donde me trataba de cobarde. Era injusta. ¿Qué podía haber hecho? ¿Cómo protegerla? ¿Cómo oponerme? A esa edad es imposible enfrentarse a los padres. A esa edad es imposible ir en contra de la voluntad de la familia. A esa edad, y muy probablemente durante toda la vida, uno apenas puede sobrevivir. Por suerte, Celeste no murió. Aunque fue como si hubiera muerto. Nunca volvió al colegio y, al poco tiempo del aborto, sus padres se fueron a vivir al exterior. Se la llevaron. A España. A Estados Unidos. A algún lugar. Lejos. Intenté de rastrearla, pero fue inútil. Cambió la casilla de mail, desapareció del google. Conseguí los teléfonos de algunos familiares que me trataron mal, como si hubiesen estado esperando mi llamado y tuvieran órdenes de no darme ninguna información. Las amigas de Celeste, por su parte, no sabían dónde estaba o me decían a mí que no sabían dónde estaba. Desde entonces, Celeste se entromete en mi vida gracias al síndrome de glineau, la narcolepsia, este pequeño desorden metal que me tiene internado en un neurosiquiátrico y me obliga a recordarla cuando sueño despierto.
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Segundo Cuaderno
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Isaías no apareció por varios días. Traté de averiguar qué sucedía, pero los otros enfermeros dijeron que no estaban autorizados a brindar esa información. Como necesitaba distraer la mente, me dediqué a leer. Tenía varias novelas sobre la mesa de luz, libros sobre la historia del Hospital Colonia, bodoques de trescientas páginas, obras completas con hojas de biblia. Elegí uno al azar. ¿Al azar? Pasé la primera hoja, la segunda. A la tercera me di cuenta que sabía cómo seguía la historia. Era más que una intuición. Una certeza. Como si ya lo hubiese leído. Como si yo ya lo hubiese leído. Probé con otro libro. Y sucedió exactamente lo mismo. El descubrimiento me pareció curioso, aunque después me dejó de resultar divertido. Me preocupé. Bastante. Y entré en pánico. La lectura no me distraía. Y entonces volví a preguntarme por Isaías. En la siguiente sesión de terapia tuve un brote. Atando cabos había llegado a una conclusión evidente. No había Isaías. Nunca lo hubo. Era un invento. Un residuo mental. Un subproducto de mi imaginación. El amigo imaginario de todo demente promedio. En estos mismos términos se lo planteé al psiquiatra. Hice un detalle pormenorizado de nuestra relación, de nuestras conversaciones, de las recomendaciones que me había hecho con respecto a la escritura, de los libros que me había pasado para leer.
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El psiquiatra me dejaba hablar sin hacer apreciaciones ni comentarios. Era exasperante. Me sobresalté. El silencio alimenta el miedo, lo provoca, así que comencé a temblar y le pregunté si me estaba escuchando. Tras golpear la silla contra el suelo, quise saber si Isaías existía, si de verdad existía. De lo contrario, las notas que había estado tomando carecían de sentido. Saqué el cuaderno de apuntes, la bic azul. Los agité. Los revolee por el aire. Mi nivel de alteración hizo necesaria la intervención de los enfermeros, quienes se aproximaron a administrarme un sedante. Pero esta vez yo estaba aterrado. Y logré escapar. Corrí. Atravesé el comedor, el patio de invierno, la sala de urgencias, los consultorios externos. Estaba a punto de pasar la puerta de entrada cuando sentí el dolor en la pierna. Caí. Entre cuatro médicos me trasladaron a la enfermería. Después de extraer el dardo, me inyectaron calmantes potentes para regresarme al letargo estúpido, al knock-out permanente. Unas horas más tarde recibí a un grupo de médicos. Isaías estaba con ellos. Isaías, el enfermero del turno mañana que suele quedarse a conversar después de hora y me recomendó escribir, estaba ahí. Podía verlo. Con las manos desatadas hubiese podido tocarlo. A pesar de que apenas podía modular, balbuceé algunas frases, lo suficiente como para plantearle mi teoría sobre su inexistencia. Isaías no dijo nada.
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Es difícil convivir con una enfermedad que tergiversa la realidad. Cuando comencé a sufrir las alucinaciones tenía 18 años. De un día para el otro, mi cerebro se proponía bombardearme con imágenes distorsionadas que me dejaban al borde de la paranoia. Tuve dos ataques en una semana. El primero fue en el Mini Cooper. Recuerdo la secuencia completa: me bañaba, me cambiaba de ropa, iba a la cochera, me subía al auto, abría el portón, salía, cargaba el tanque, dejaba la ciudad atrás, tomaba el camino de las Altas Cumbres, en una curva los frenos y la dirección dejaban de responderme, perdía el control y, mientras Nirvana sonaba en el estéreo, caía al vacío, mirando por el parabrisas las cabras desparramadas por la montaña. Desperté cuando Rosa María me golpeó la ventanilla del auto para decirme que me había olvidado las llaves. El siguiente episodio fue distinto. En esta ocasión, Celeste y mi hijo trataban de asfixiarme con una bolsa de nylon. Yo intentaba defenderme, pero no tenía fuerza; quería gritar, pero la falta de aire y la desesperación hacían que mi voz se diluyera. Al recuperar el conocimiento me encontraba en la bañera. El agua había desbordado y fluía por el suelo. Rosa María trataba de
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reanimarme haciéndome respirar una crema boliviana asquerosa, con un aroma a mentol que me perforaba las fosas nasales. Salí corriendo, desnudo, chorreando agua. Me encerré en mi habitación. Como aún no comprendía que sólo se trataba de un delirio, me armé con una raqueta de tenis y empecé a dar vueltas en círculos. Necesitaba defenderme. De Celeste. De mi hijo. Les pedí que salieran de donde se escondían. Que dieran la cara. Los busqué. Debajo de la cama. Dentro el placard. Entre la ropa, las sábanas. Estaba convencido de que seguían ahí. Al acecho. Después de dos o tres horas, consideré la posibilidad de estar loco. Tuve miedo e hice lo imposible por permanecer despierto. Miré páginas de internet y escuché música y me pellizqué el estómago y las tetillas y los aductores y puse la alarma del despertador. Cuando me cansé de estar sentado, hice flexiones de brazos y abdominales y después volví a agarrar la raqueta de tenis y a caminar en círculos hasta que mis padres exigieron que abriera. Rosa María había alarmado a mi madre. Intentaron entrar con una copia de la llave, pero yo trabé la puerta y les grité que Celeste estaba escondida en algún lugar y quería matarme así que sólo los dejaría pasar cuando la sacaran de la casa. Lograron entrar con ayuda del guardia del country. Recuerdo que, mientras forcejeábamos, les pregunté si estaba despierto, si de verdad estaba despierto, si lo que estaba pasando de verdad era cierto. El guardia no sabía qué decir. Mis padres tampoco. Supongo que estaban tan asustados como yo.
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Primera consulta. Sobre la camilla, revistas médicas, libros, un vademécum, almanaques con propagandas de drogas que terminaban con nidol y zolan y ubina. También había varios diplomas enmarcados en la pared, que revisé detenidamente hasta convencerme de que me trataría un especialista. Después de algunas preguntas de rutina, el psiquiatra le restó importancia a la enfermedad. Habló del síndrome de qlineau, de la narcolepsia, una enfermedad derivada del stress y el agotamiento psicofísico y de las presiones de la vida cotidiana. Me preguntó si había ocurrido algún suceso fuera de lo normal en el último tiempo. Como no le respondía, dijo que no me preocupara, que habría tiempo para conversarlo. Estoy loco, pensé. Me van a internar, pensé. Pensé en electroshocks. En lobotomías. Al parecer, pensaba en voz alta porque el psiquiatra negó con la cabeza. No debía desesperarme, dijo. Era normal que no entendiera lo que me sucedía. Estaba experimentando fluctuaciones de tipo emocional y temporal y espacial. No estaba loco. Se trataba de un desorden en la percepción, una pequeña dificultad para distinguir la realidad que en ocasiones repercutía en el comportamiento. Había diferentes grados de vulnerabilidad. Ciertos casos derivaban en patologías mentales de mayor gravedad.
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Quise saber a qué tipo de enfermedades de mayor gravedad se refería. El psiquiatra habló de incapacidad para modular o articular el lenguaje, agarofobia, insomnio, delirios de persecución, alteración en la aprehensión cronológica. No obstante, la narcolepsia se podía controlar. Entendí poco, pero el psiquiatra dijo que ya dispondría de tiempo para estudiar mi propia enfermedad y convertirme en un experto. Luego me pidió que le relatara, en detalle, todo lo que recordara desde que perdí la conciencia hasta despertar. Yo no sabía cómo empezar. En realidad, no distinguía cuándo había entrado en trance. El
psiquiatra
escribía,
chasqueaba
los
labios.
En
determinado momento, buscó un frasco del estante de las muestras médicas. Dijo que convenía hacer un tratamiento poco agresivo para regular el funcionamiento neuronal. Por el momento evitaríamos los psicofármacos. Mencionó algo acerca del segundo o tercer grado de la enfermedad, algo acerca del deterioro en la evaluación de los hechos, la pérdida de los límites del yo. Como veía que me costaba entenderlo, le restó importancia al diagnóstico y me animó a seguir hablando. Retomé el relato. Del primer ataque recordaba el velocímetro del Mini Cooper, la forma de las nubes que cubrían el sol, mi propio reflejo en los ojos las cabras. Del siguiente podía decir más, pero en vez mencionar a Celeste y a mi hijo, hablé de una ex-novia. El psiquiatra demandó mayor precisión. Entonces recordé el cabello de Celeste, la larga trenza cosida que llevaba y
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que al verla no me llamó la atención y hasta me pareció normal, absurdamente normal porque Celeste odiaba el pelo largo y mucho más las trenzas cosidas, un peinado horrible, antiestético, de mal gusto, un peinado con el cual su madre la había torturado durante toda la infancia. Después recordé el perfume de almendras de su cabello, un perfume intenso, definido, como si recién acabara de bañarse, un aroma a almendra y miel y vainilla, aunque quizás no se tratara de vainilla sino de canela. Incluso recordé la prensa fosforescente anudada a la punta de la trenza y el juego de hebillas con las que se había sujetado los mechones más cortos, a la altura de la sien, unas hebillas verdes con lunares blancos y mariposas en bajo relieve. De mi hijo recordaba el olor a baba y los mocos secos en la cara; no obstante, evité hacer menciones al respecto. Tras la sesión, una enfermera me acompañó a hacerme los estudios. ECG, EEG, polisomnograma, MSTL. Parecía uno de esos neuróticos adolescentes de Pesadilla en la calle Elm. El psiquiatra fue claro: no existía una cura para la enfermedad. El objetivo era controlar los síntomas, establecer frenos de conciencia al flujo de imágenes inconexas. En principio, debía modificar la alimentación, obligarme a dormir la siesta, prevenir a mi círculo íntimo para contar con su ayuda. Tomaría estimulantes cerebrales después del almuerzo y la cena. Y evitaría las preocupaciones.
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Al psiquiatra le llamaba la atención la claridad con la que recreaba los detalles menores, secundarios. Le asombraba la precisión a nivel sensorial, los términos usados para verbalizar la experiencia. A mí no me llamaba la atención ni me asombraba. ¿Debería? Extrañamente, el tratamiento incidió en el carácter de Celeste. Porque ella siguió frecuentando mi cabeza dos o tres veces por semana, aunque sin la intención de atentar contra mi vida. Eternizada en sus dieciséis años, se presentaba a cualquier hora a preguntar por Pía, por mí. Quería saber cómo estaba y solía mostrarme las fotos de los lugares donde mi mente imaginaba que vivía. A veces se trataba de una isla del Pacífico, una isla donde la gente se dedicaba a la preservación de las tortugas marinas, unas tortugas mansas, inmensas, con las que Celeste buceaba al atardecer. En ocasiones el escenario era un pueblo del norte de Italia o de Francia, un lugar de menos de doscientos habitantes, tan insignificante que ni siquiera figuraba en los mapas y en cuyos valles producían quesos y disecaban tomates y encendían salamandras en invierno. Yo escuchaba las historias de Celeste. Durante el delirio, ponía mi mano en su pancita de cuatro meses, feliz de tenerla ahí, durante un rato, para siempre.
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Al recuperar la conciencia quedaba sumido en una sensación de bienestar que se perdía en las sesiones de terapia. Al narrar la experiencia se exhibía el artificio, las estrategias que usaba mi cerebro para engañarme. Entonces volvían las ganas de llorar, el dolor de cabeza, la falta de aire, el miedo que, según mi psiquiatra, se llamaba angustia, simplemente angustia, y acabaría con el correr del tiempo.
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En esa época Pía se volvió la única persona con quien podía hablar. Comprendía. Toleraba. Y cuando no lo hacía, al menos lo intentaba. Mi hermana escuchaba el devenir de mis alucinaciones hasta la madrugada, en ocasiones tomando notas que luego usaba para sus guiones de cine. Me previno, sin embargo, de exhibir mi intimidad. No te mostrés demasiado, dijo. Hablá poco. Los informes de la terapia van a terminar en manos de papá. Moderate, cuidá las palabras, fijate qué conviene decir, de qué manera y en qué momento decía Pía. Una noche mi hermana tomó mis pastillas con coca cola. Quería ver qué le provocaba. Acostumbraba hacer combinaciones de jarabes para la tos y alcohol, alcohol y antidepresivos, antidepresivos y marihuana, pulpa de cactus y alcohol y antidepresivos. Pero antes de hacer cualquier mezcla, Pía probaba los ingredientes por separado. Analizaba los efectos siguiendo las recomendaciones y sugerencias de su manual de cabecera, un librito pequeño, de bolsillo, de un español cuyo nombre he olvidado que había escrito la historia universal de las drogas y que Pía llevaba consigo a todos los sitios donde hiciera falta diversión. Alrededor de las dos de la madrugada, Pía dijo que no sentía nada con las pastillas y se fue a acostar. A la media hora
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estaba de nuevo en mi pieza. Con los ojos abiertos. Hablando sin parar de sus novios, de sus proyectos cinematográficos, de las películas de animación que pensaba hacer cuando consiguiera el dinero suficiente, de la excelente calidad de dibujantes y técnicos y diseñadores gráficos que había en Córdoba, con quienes se había drogado y acostado y diagramado ideas para presentarse a concursos internacionales, y también comentó de sus ganas de cambiarse
el
apellido
para
no
tener
que
recordar
permanentemente que era hija del tipo que había dedicado su vida a luchar por la aplicación de la pena de muerte, y dijo que yo debería hacer lo mismo, incluso independizarme económicamente, porque ella lo iba a hacer de un momento a otro, así se muriera de hambre, aunque de hambre, dijo, no se moriría, porque tenía reservas en las caderas como para invernar años, dijo y se rió, y bajar un poco de peso le vendría bien porque, para ser sincera, dijo, no le gustaba cómo se veía, si nada le entraba, ni los jeans ni las remeras, y aunque los pantalones de gimnasia eran cómodos, no lo iba a negar, estaba cansada de vestir siempre lo mismo. Pía cerró la boca cerca del mediodía. Ni siquiera se dio cuenta de la hora. Dijo que tenía sueño, me dio un beso y se durmió en mi cama.
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En la biblioteca encontré libros sobre la época dorada del Hospital Santa María. Hay datos divertidos. Por ejemplo, el detalle de la higiene necesaria para prevenir el contagio de la tisis y la tuberculosis. Se especifica cómo debían tomarse las pinzas para agarrar las ropas y los efectos personales de los muertos antes de incinerarlos. Podría pasar horas leyendo los testimonios. Abundan en agradecimientos. Los pacientes se refieren a los médicos como si fueran dioses. Incluso hubo nacimientos que aparecen consignados con fecha y hora y peso y altura. Cuando leo la historia del lugar y reparo en la belleza del paisaje entiendo que se transformara en un centro de salud mental. No sólo lo hicieron para mantener a los locos lejos de la sociedad. Hay algo más. Una suerte de fe. En la naturaleza. En la tranquilidad. En la belleza que baja de la montaña. No es ninguna solución, pero al menos brinda un poco de paz. De esperanza. Mientras, los médicos esperan al Fleming que descubra la penicilina del cerebro. ¿Qué harán entonces con el Hospital Colonia Santa María? ¿Quiénes lo ocuparán? ¿Lo demolerán? No sabría explicar por qué me entristece pensar que estas paredes pronto se volverán escombros. Pero me afecta. Como si fueran a tirar abajo mi propia casa. O más.
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El Hospital Colonia Santa María cuenta con un excelente archivo. Está mi historia clínica completa, desde los garabatos que me hicieron dibujar en terapia hasta los informes de los peritos psiquiátricos que justifican mi carácter inimputable.
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Para Isaías, la locura es una palabra. Nada más. Una palabra que se transforma con el tiempo. Cada época define un significado, lo usa, lo agota, lo abandona. En determinado momento comienzan las redefiniciones, aparece un nuevo significado, se vuelve a usar. Me ha prestado libros sobre el tema. De Schopenhauer. De Foucault. De otros tipos más raros todavía. Desde que dejó de ser el enfermero del turno de la mañana para convertirse en un artesano de la baguette, con Isaías hemos hablado de estas cuestiones. Como Isaías cree desmesuradamente en el poder de la escritura, me ha prestado algunas novelas. De Goethe. Víctor Hugo. Lord Byron. Dostoyevski. Todos, extranjeros. Todos, muertos. A Pía le gustaría Isaías. Tienen muchas cosas en común.
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Días antes de recibir mi título de abogado, mi padre estuvo ocupado con la discusión sobre la pena capital que se había reavivado en Buenos Aires. A mí la pena de muerte me importaba tanto como la extinción de las ballenas o la esperanza de vida en África. Pero él seguía atentamente la discusión mediática. La televisión estaba construyendo un estado de inseguridad y vulnerabilidad permanente, que favorecía a la reinserción del tema. Los ejes del debate se daban en términos de necesidad. Pena de muerte. ¿Cuánto tiempo más se debería vivir con miedo? ¿Qué debía pasar? ¿Quién tenía que morir? Los canales volvían una y otra vez sobre las mismas preguntas. Hablaban sociólogos, psicólogos, legisladores, y también él, mi padre. Por tercera vez en su vida, mi padre elaboraba un proyecto para sancionar la pena de muerte. Decía que ahora era distinto. Ahora estaba probado que la mano dura era una solución a medias. Ahora no se evocaban los gobiernos militares con vergüenza. Ahora, las clases bajas sólo aparecían en la pantalla para exhibir el grotesco, para dar cuenta de una brutalidad intrínseca. Los negros, decía, habían dejado de despertar lástima y conmiseración para provocar asco, risa, rechazo, repulsión. En su opinión, las condiciones estaban dadas para la promulgación de la ley.
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No obstante, el máximo anhelo de mi padre no era la pena de muerte en sí. Él quería anticiparse y entrar en la historia grande. Quería ser el artífice responsable de la solución a los flagelos sociales. Y, antes que se diera a nivel nacional, quería hacerlo acá, en Córdoba. Después de matar unos cuantos negros, decía mi padre, esta anarquía va a terminar. Es así. Y Córdoba tiene que ser, por primera vez en la historia, el modelo a seguir.
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El estudio. El bufette. En mi primer día de trabajo, la secretaria de papá me entregó una carpeta. Debía estudiar el caso. Antes de retirarse, me recordó que tomara la medicación. El doctor me pidió que le recordara tomar las pastillas, dijo. Yo no sabía que usted estaba enfermo, señor ¿Es grave? ¿Grave, Mercedes? Para nada, le respondí.
En el rótulo de la tapa del expediente, resaltado con amarillo, leí, en letras mayúsculas, Caso Bazán, Sanción Ejemplar. Resumen. Me tocaba representar a los socios del complejo departamental Lomas de la Carolina contra un tal Braian Bazán, de trece años, detenido por actitudes sospechosas, merodeo, resistencia y faltas graves a la autoridad. El informe de la comisaría sostenía que los guardias del predio habían solicitado al individuo la documentación que acreditase su identidad y, ante la falta de colaboración del mismo, procedieron a reducirlo, debiendo emplear la fuerza para aislarlo de la visual de los residentes del complejo. Posteriormente, el mismo fue trasladado a la casilla ubicada en el portón de salida hasta la llegada de los efectivos policiales, lo cual permitió que se operara su traslado hacia la dependencia correspondiente donde se procedió a la
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indagatoria, la búsqueda de antecedentes y la posterior comunicación a los familiares. Efectivos
policiales,
reducir,
sujeto,
dependencia
correspondiente, indagatoria. El argot policial recrea el idioma. Página siguiente. Las fotografías de Bazán, tomadas en la comisaría, mostraban indicios de maltrato. Llevaba una venda en la oreja derecha. Hematomas en la cara y el cuello y el abdomen y las piernas. Noté que tenía las cejas quemadas y le faltaban dos dientes, aunque probablemente los habría perdido antes de ser detenido. El informe odontológico no hacía comentarios al respecto. Página siguiente. El arresto se había suscitado alrededor de las dos de la tarde, hora de gran flujo de personas por el barrio. Según la versión de los guardias, Braian Bazán había estado observando el tránsito vehicular. Un testigo ocular afirmaba haberlo visto trepado a los muros laterales, acaso con el propósito de registrar los movimientos de las potenciales víctimas de robo o secuestro o abuso sexual. Nota de mi padre: la diferencia entre la altura del detenido y el muro es de cuatro metros. A pesar de ser una distancia considerable, no actúa en detrimento de la afirmación del testigo. Más testimonios de los guardias. Al parecer, habían temido por sus vidas. Al parecer, habían puesto en riesgo su integridad física. Uno de los guardias tenía pequeñas costras de sangre en el brazo, un brazo con bíceps de treinta centímetros de espesor que
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podía detener el curso de una bala sin mayores problemas. Según su declaración, eran arañazos. Mordidas. En el mentón del otro guardia también aparecían heridas. Más agresiones de Bazán. Vi las fotos. Por la extensión del corte, pensé que se había lastimado al afeitarse. Siguiente página. Braian Bazán, caucásico, once años, cabello castaño, ojos marrones, sin señas particulares ni antecedentes. Había abandonado la escuela en cuarto grado. De haberse tratado de un astro del fútbol internacional, las maestras se hubiesen peleado por alabarlo, pero en este caso no tenían mayores recuerdos de su trayectoria educativa. En la actualidad, Bazán se dedicaba a la comercialización de productos varios, actividad que alternaba con la limpieza de parabrisas en la vía pública. El abogado defensor hablaría de labores dignas, presentándolo como una víctima más de la desigualdad del sistema. Se referiría a la explotación infantil, llamaría testigos que presentarían a Bazán como un chico humilde, de buen corazón, incapaz de hacer ningún daño. Nota de mi padre: la fe en el prójimo nunca fue un argumento legal. Era la segunda vez que el menor merodeaba por los alrededores. Ateniéndonos a los datos y a los hechos, Bazán era un vago. Pasaba todo el día en la calle. La ecuación, bastante simple: estábamos en presencia de un potencial delincuente. En otros términos, había que cuidarse de él. Tenerle miedo. Además, sus
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rasgos distaban de ser angelicales. Ni siquiera tenía el aspecto de aquellos marginales maquillados con mugre que sobreviven exhibiendo su desamparo para despertar la compasión y los sentimientos de culpa de quienes miran documentales sobre la cruda realidad de los países subdesarrollados. En un subrayado, mi padre hablaba de la familia Bazán. Madre muerta, cinco hermanos, padre preso por homicidio agravado por el vínculo. Al parecer, el señor Bazán había matado a su mujer en una riña doméstica. Celos, alcohol, violencia doméstica. Desde la muerte de la madre, el chico había estado a cargo de la hermana mayor hasta que esta se esfumó sin dejar rastros. Desapareció. Quizás consiguió trabajo cama adentro. Quizás la secuestraron. Quizás la obligaron a prostituirse. Quizás entró al rubro por propia voluntad. Desde entonces, Braian vivía con una abuela en un conglomerado de la circunvalación que, si bien no estaba entre las villas más peligrosas de la ciudad, era zona de aguantaderos y desarmaderos. Zona de trabajadoras y trabajadores sexuales. Zona de dealers. El último censo barrial arrojaba datos escalofriantes. La mayor parte de la población era extranjera. Inmigrantes. De Bolivia, del Perú. De Jujuy. Mi padre había dejado recortes del periódico que lo constataban. La demanda, en puño y letra de mi padre: amparados en las llamadas medidas cautelares, el bufette Agüello Fader solicitaba una Sanción Ejemplar de cuatro años de prisión sin opción a fianza, descartando la posibilidad de condonar la pena
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por el mismo lapso temporal en un Correccional de Menores u otra institución afín. La acusación me parecía desproporcionada. Nadie dudaba que el comportamiento de Bazán mereciera un castigo. Quizás un instituto de readaptación. Seguramente los familiares a cargo cobraban planes sociales que se les podían retener durante un tiempo y reintegrárselos una vez que Bazán cumpliera la sentencia. Un asistente social del juzgado podía encargarse de hacer el seguimiento del menor. Nota de mi padre: Hablar de las garantías constitucionales y los derechos sobre la propiedad privada. Aludir a la familia y la protección de los afectos. Los residentes de Lomas de la Carolina son estudiantes universitarios del interior. Gente del campo, empresarios. El Juez que interviene en el caso tiene dos sobrinos viviendo ahí. El dato no se tiene que hacer explícito pero se debe usar si la situación lo amerita.
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Cuatro años de cárcel por espiar. Cuatro años de cárcel por dar vueltas alrededor de un country. Cuatro años de cárcel por defenderse de un par de patovicas uniformados. ¿Por qué nos ensañábamos de esa forma? ¿Cuál era el rédito que sacaba el estudio? ¿Cuál era el rédito que podía sacar yo? Si perdía el caso, tendría el mismo porcentaje de casos perdidos que mi padre a lo largo de su carrera profesional. De conseguir una condena, incluso parcial, encerrarían a Bazán en una cárcel común, junto a violadores y ladrones y asesinos profesionales. ¿Cómo se podía ganar un caso así? ¿Qué se podía ganar de un caso así?
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Isaías me ha preguntado varias veces por Celeste. Hace cuánto que no hablo con ella o que no sueño con ella o con mi hijo. ¿Y Pía? ¿Y mi madre? ¿Hace cuánto que no las veo? La verdad, Isaías, son demasiadas preguntas. La verdad, Isaías, no sé qué contestarte.
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Los contactos de mi padre me consiguieron una hora a solas con el tal Bazán. Antes del juicio necesitaba saber quién era, cómo era, de modo que fui a verlo al Penal fuera del horario de visitas. Cuando se aprobó la ley para bajar la edad de imputabilidad
hicieron
algunas
reformas
en
las
cárceles.
Ampliaciones, restauraciones. Dividieron algunos sectores para que los niños tuvieran el mínimo contacto posible con los adultos. Mi padre
no estaba de acuerdo. Para él, debían convivir. Se
trataba justamente de eso. De encerrarlos a todos juntos para ver si aprendían. ¿Aprender?
Bazán entró esposado. Apenas lo sentaron delante, me puse de pie. En la celda estaríamos solos. El guardia iba a quedarse afuera. ¿Por qué? No lo sé. Yo estaría solo. Solo con él. Así que prefería estar parado. Caminar. Lejos. Lo más lejos posible. Por las dudas. Si intentaba atacarme, podría esquivarlo. Golpear la puerta, gritar para que alguien viniera a ayudarme. Lo primero que percibí era el olor. Insoportable. Agrio. Asqueroso. Como si no se hubiese bañado. Nunca. Sus manos estaban cortadas por el frío y cubiertas de tierra y costras de
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sangre. Las uñas sucias. Tenía los pelos enrulados. Brillaban. De grasa. Se le habían apelmazado en la nuca. Entre tantas falencias, la cárcel no estaba rectificando la higiene personal. Me llamaron la atención las canas. El tal Braian, a los once años, tenía dos o tres mechones blancos en las sienes. No era tintura. Era vejez. Prematura. Lo observé desde diferentes ángulos. Movía las piernas sin parar. La rótula le levantaba el pantalón como las rodillas de una caricatura. Estaba nervioso, ansioso. Nadie le había dicho quién era yo ni por qué lo visitaba. Había planeado hacerle preguntas, pero ahora me parecía absurdo hablar. ¿Qué le iba a decir? ¿Vos sos el que va a ayudarme?, preguntó. ¿El otro abogado ya no quiere defenderme? ¿No me cree? El tal Braian me buscaba con la mirada. Yo encendí un Camel y le ofrecí la caja. Dije que podía quedársela. Después dije que era periodista, que quería saber del caso para escribir una nota. El chico pareció alegrarse. Qué suerte, dijo y lo repitió varias veces para sí mismo, murmurando. Qué suerte, qué suerte, qué suerte. No supe si se refería a él o a mí, aunque de ninguna manera habría tenido sentido hablar de suerte. Luego se puso a contarme cómo habían sido las cosas. Mencionó a la hermana, que supuestamente trabajaba en Lomas de la Carolina, de mucama. Dijo que el día que lo agarraron había ido a verla porque se había enterado que estaba ahí y hacía mucho que no sabía de ella. Quería pedirle que volviera a su casa, con él y sus hermanos, o
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que al menos le diera algo de plata porque estaban complicados con el tema del dinero, le habían cortado los planes sociales desde que él y los otros tres hermanos que iban a la escuela quedaron libres por faltas, por amonestaciones, por llegar tarde. Braian siguió explicándome qué hacía merodeando el lugar, cómo lo persiguieron los guardias cuando lo vieron trepado a una pared, cómo lo trataron en la comisaría. Cuando empezó a hablar de la cárcel, llamé a la puerta. No quería escucharlo más. No quería olerlo más.
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El proceso terminó en tres semanas. Un trámite simple. La Sanción Ejemplar de Braian Bazán me valió la contratapa del diario del domingo, un par de entrevistas para el informativo de la noche. Incluso me llamaron de varios programas de radio para que los asesorara en cuestiones legales. Mi madre, orgullosa porque mi nombre había salido en los periódicos de Buenos Aires, me invitó a cenar. Una noche para los dos. Solos. Como antes. Como cuando estaba en su útero. Como en mi primer año de vida. Ella eligió el restaurante, una casa especializada en pastas. Mi madre, por una noche, se saldría de la dieta. Mi madre, excepcionalmente, se permitiría festejar. La situación lo ameritaba. Abrimos la carta. Mi madre obvió la lista de entradas y se detuvo en los platos principales. Le señalé tortellonis de espinaca y parmesano, a los que califiqué de excelentes. Ella se decidió por un soufflé de hojas verdes. Dijo que no tenía comparación y dio vuelta la página. Marqué un Chardonnay Del Pozo 1994, mendocino, cosecha privada; ella, una botella de agua mineral sin gas. Mi madre me miró a los ojos. Sonreímos. Fue un momento cálido en la relación madre e hijo.
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A mitad de la cena, mi madre me preguntó si Bazán era tan malo. Debí decirle que la pregunta estaba mal formulada, que hacer un juicio a priori era incorrecto, una falacia lógica. Debí decirle que, al dar por sentada su maldad, sólo cabía agregar datos para deshumanizarlo. No obstante, le dije que sí, que era malo. Le hablé del olor. También del juicio. La defensa sostuvo que el chico iba al complejo para ver a la hermana, que trabajaba ahí y le pasaba plata para mantenerse cuando en realidad todas las sirvientas eran peruanas y paraguayas. Sin excepción. Me reí de la falta de argumentos sólidos que había empleado la defensa. Mi madre me escuchaba con admiración. Como si ya no fuese su hijo sino un hombre. Dije que el abogado que defendía a Bazán no estaba en condiciones de ejercer la profesión. Vos hubieras conseguido que lo dejaran en libertad, comentó mi madre. Con esa carita, quién te puede decir que no. Estoy segura, dijo
mi
madre,
que
hasta
le
hubieras
conseguido
una
indemnización. Después me llenó la cara de besos.
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Los directivos de Lomas de la Carolina organizaron una reunión en el club house del complejo. Fuimos con mi padre, con quien estábamos pasando un momento especial, de comunión, de recuperación del vínculo filial, una etapa de orgullo mutuo que, como todo lo bueno, duraría muy poco. Durante el viaje hablamos acerca de mi perfil en los medios. Mi padre estaba más que conforme con los resultados del caso y con sus consecuencias inmediatas. Tenía proyectos para reinsertar el debate sobre la pena capital. Desde su perspectiva, yo podía conseguir el apoyo social y el consenso necesario como para iniciar el proceso político de aprobación. Mi padre ya no me parodiaba. Ahora reproducía mis intervenciones en las entrevistas televisivas con respeto. Dijo que hablaba bien delante de las cámaras,
que
sabía
responder
a
las
preguntas
y
los
cuestionamientos, que improvisaba salidas decorosas cuando se presentaban encrucijadas y que la sonrisa, mi sonrisa, valía oro. Dijo sentirse orgulloso. Antes de bajar del auto, mi padre me retuvo. Quería comentarme que el asunto de la pena de muerte ya estaba en marcha. Ya dimos el primer paso, dijo. Ahora la rueda gira sola. Ya vas a ver. Nos van a pedir de rodillas que elaboremos el proyecto de ley.
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No entendí a qué se refería. Un tal Menéndez Pitt nos golpeó la ventanilla. Después de felicitarnos por el proceso ganado y agradecernos por haber asistido, nos invitó a pasar. El guardia de la entrada me saludó como si nos conociéramos de toda la vida. Dijo que había cobrado seis sueldos juntos por dar testimonio en el juicio. Toda la platita depositada en la caja de ahorro, dijo. Después me mostró el celular que se había comprado, una porquería que sintonizaba canales de televisión y a él le parecía el mejor invento del mundo. Fijate, fijate, insistía. Está bueno, ¿no? Un lujo. En el salón, la gente miraba la televisión. Se había dado un motín en el penal. Todos los canales locales habían interrumpido la programación para transmitir en vivo. Mi padre pidió silencio. Presten atención, dijo, como si supiese qué estaba pasando y, lo que es peor, qué iba a suceder después.
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Los presos planteaban una serie de exigencias. Mejoras en la condiciones de vida, revisión de sentencias, compensación de años, indultos. Mi padre se acercó al televisor para subir el volumen. Un comando especial de la federal había intervenido. El negociador mostraba poco interés en evitar la tragedia. Repetía que se entregaran, que se replegaran, que depusieran la actitud, que no complicaran más su situación. Fue entonces que mi padre murmuró el sobrenombre del negociador. Machete. Cachete. No alcancé a escuchar con claridad. Dijo, sí, que era un amigazo. Luego, Machete o Cachete, dio la orden de entrar. Adentro, dijo, como entonando una zamba.
La batalla entre los policías y los presos y los guardacárceles fue digna de mis alucinaciones. Pero el síndrome de glineau no tuvo nada que ver con lo que estaba viendo. Esto era real. Había comenzado una masacre. Una matanza salvaje. Ni siquiera los medios se arriesgaban a ingresar al Penal. Hacían tomas panorámicas a la distancia, forzando el zoom de la cámara. Con la pena de muerte no habría superpoblación carcelaria, dijo mi padre. Sonreía, incapaz de disimular su satisfacción.
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Un periodista arrojó el número estimado de muertos, según lo que se veía desde donde estaba ubicado. Diecinueve. Y el sonido de las balas aún sonaba como concierto de fondo. El camarógrafo enfocó los cadáveres esparcidos a la entrada del pabellón. Entre la neblina y la sangre había un chico con los brazos enredados a las rejas. Los pies cruzados. Las rodillas salidas. Los ojos abiertos. Y agujeros en el pecho, tres o cuatro o cinco huecos, una descarga a quemarropa que la cámara tomaba, en primer plano, logrando una imagen nítida, clara, de Braian Bazán, un retrato contundente, capaz de llevarse lo poco que me quedaba de cordura. Pena de muerte, dijo mi padre. Para que no mueran estos pobres chicos que se podrían recuperar. Pena de muerte, dijo mi padre. Luego, siguió degustando las almendras y las nueces y el champagne mientras me decía al oído que Cachete, el negociador de la federal, le debía favores. ¿Qué favores? Al parecer, se había excedido con una detenida. Y había reincidido. Mi padre consiguió arreglos extrajudiciales. Los honorarios se los cobraba ahora. Le había pedido a Cachete que diera un espectáculo de la puta madre.
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Salí a tomar aire. Sin rumbo, atravesé las canchas de tenis, el establo. Al lleguar a la piscina que quedaba al otro lado del campo de deportes, me agaché para enjuagarme la cara y respiré hondo. Alrededor, un grupo de chicos jugaba a las escondidas. No podía dejar de mirarlos. Tampoco podía dejar de pensar en el cuerpo de Braian Bazán, en mi primer caso, en el juicio ganado, en la Sanción Ejemplar, en acusación en lo civil y penal que me valió la contratapa del diario del domingo y el aval de la sociedad y la alegría de mi madre debido a la repercusión en Buenos Aires. Los chicos trepaban a los árboles, se ocultaban detrás de los asadores y las casillas de gas. De haber podido jugar a las escondidas con ellos, habría buscado un escondite perfecto, una cueva o un hueco o un pozo donde nadie jamás me encontraría, donde podría quedarme escondido para siempre. Pero era imposible que esos chicos me dejaran.
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Lo que sigue es caótico. El desorden. La falta de certezas. Una nebulosa.
Después de ver a los chicos jugando a las escondidas, me duermo. Pierdo el conocimiento. Naufrago. En algún momento, despierto y llamo a uno que no encontraba dónde esconderse. Vení, le digo. Acercate. Entonces lo llevo al borde de la piscina, lo alzo y lo hundo en el agua. Los demás me filman con sus celulares. He visto los videos. Me cuesta reconocerme, pero soy yo. No caben dudas. Hablo solo, me río solo, hago unos tics alocados mientras lo ahogo. Luego aparece el guardia de seguridad. Aprovechando su falta de reacción, le saco el arma. He visto las filmaciones donde estoy apuntándole. Me río. Me gatillo en la boca sin quitar el seguro. Cosa de locos. En algún momento, otro guardia se acerca por detrás y me tira al suelo. Trata de desarmarme. A las patadas. Al final, termino con una fisura en la clavícula y el hombro dislocado.
Con idéntica nitidez, mi memoria arroja otra versión de los hechos donde los chicos juegan a las escondidas. Yo me acerco al árbol donde está quien lleva la cuenta. Noto que espía, hace trampa. Y me enojo. Lo agarro de los pelos de la nuca. Tramposo
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de mierda, le digo, y comienzo a golpearlo. Su frente se estrella contra la corteza del árbol. Una vez. Dos veces. Tres. Piedra libre, digo. Piedra libre para todos los compañeros. Los demás salen de sus escondites. Ninguno se anima a intervenir ni a detenerme. Pero me filman con sus celulares. He visto los videos. La calidad es más mala, tienen poca luz y están bastante pixelados. Pero no hay dudas de que soy yo ese que habla solo y se ríe y hace esos ridículos tics de desequilibrado mental. Después aparece un guardia, quien tarda en reaccionar y me permite quitarle el arma. He visto las filmaciones donde me gatillo en la boca sin quitar el seguro. Otro guardia llega, me quita el arma a las trompadas.
Tercera versión. Mi padre llega hasta donde estoy acompañado del guardia de seguridad. Los chicos juegan a las escondidas. Mi padre me pregunta si me siento bien. Respondo que no me pasa nada. Luego, le quito el arma al guardia. Les apunto. A mi padre y al guardia. Los chicos sacan sus celulares. He visto las filmaciones. He visto cómo me río y me gatillo en la boca sin quitar el seguro. Una locura. Después señalo a los chicos. El arma se dispara. La bala impacta en la cara de un rubiecito lindo que cae en la piscina. Finalmente, un guardia me tira al suelo. Me patea hasta fisurarme la clavícula. Y me disloca el hombro.
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Cuando recuperé la conciencia me estaban trasladando al Hospital Colonia Santa María, el imponente centro de salud mental anclado en las sierras cordobesas donde vivo actualmente. Ni mi madre ni mi padre ni Pía ni nadie estaba conmigo. Isaías formaba parte del equipo de enfermeros que me asistió en el ingreso. También estuvo presente durante la inspección de higiene. Tras la revisión, me inyectaron algunos tranquilizantes. Isaías estaba entre los que me acompañaron a la habitación. Desde entonces, han pasado unos cuantos meses. Seis. O más.
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Hojas Sueltas
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1
Muñecos de Plastilina es un corto cinematográfico estilo stop motion con personajes similares a los de Wallace y Gromit, que dura unos diecisiete minutos. Animación made in Argentina. El guión original y la banda de sonido obtuvieron menciones de honor en el festival international du film d'animation d'Annecy, en Francia. Premios importantes que aparecen mencionados en la pantalla, antes del título. La historia comienza con un hombre en calzoncillos, sentado al borde de la cama. Una chica joven, de unos veintipico de años, se le acerca. Trae un tarro de plastilina y una espátula de albañil. Después de correr las cortinas de la ventana para que entre la luz, se sienta en una silla. El hombre permanece con los ojos puestos en el vacío. Ella coloca una foto en la mesita de luz, carga la espátula con plastilina y cubre las arrugas del hombre hasta que su rostro luce como en la fotografía. La chica es puntillosa cuando le moldea los párpados, la frente, cuando corrige el tamaño de la nariz, las orejas. A continuación, se dedica a hacer pequeños hilitos de plastilina, que pinta con témpera negra. Es el pelo. Por último, le saca la bolita de los ojos, las parte al medio, coloca un lente en el medio, las une y las ubica nuevamente en la cavidad correspondiente.
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La película muestra el cambio que se efectúa en la visión del personaje. Progresivamente, los objetos adquieren nitidez, los colores se hacen más vivos y definidos. El hombre comienza a parpadear. Ahora reconoce a quien tiene enfrente. Le sonríe. La chica le devuelve la sonrisa. La escena cambia de perspectiva. La cámara los toma de lejos. Se escucha que hablan. ¿Te acordás de…? ¿Y La vez que…? ¿Cuando fuimos a…? ¿Lo que hicimos en…? ¿Y el día de…? Cada tanto aparecen imágenes que muestran a la chica tomando los brazos del hombre, abriéndole la piel, rellenando los músculos y moldeándolos y volviéndolos a cerrar. Sigue con el pecho, la panza. Saca parte de las piernas, reduce el tamaño de los pies. Con la espátula quita los excedentes. El hombre es ahora un niño. La chica repite. ¿Te acordás de…? ¿Y La vez que…? ¿Cuando fuimos a…? ¿Lo que hicimos en…? ¿Y el día de…? Él se incorpora, mira la mesa de luz. En la foto luce como está ahora, cargando en brazos una nena. Le pregunta a la chica si la nena es ella. ¿Sos vos? Después, él mismo toma la espátula y comienza a moldearla. Trabaja rápido. En pocos minutos, queda igual a la
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pequeña de la fotografía. Cuando termina, la levanta. Le da un beso en la frente. La hace dormir. A continuación, alguien golpea la puerta y entra en la habitación. No se aclara quién es, pero no importa. Lo cierto es que les saca una fotografía. Polaroid. Instantánea. La cámara hace un primer plano del negativo, que se lentamente se va revelando. Fundido a negro sobre la fotografía. Al volver, el hombre deja de ser el niño en el que se había convertido para ser sólo un hombre en calzoncillos sentado al borde de la cama, con la mirada perdida en el vacío. Una chica se le acerca con un tarro de plastilina en una mano y una espátula de albañil en la otra. Entonces se repite la secuencia completa en cámara rápida, una, dos, tres, cuatro veces. En la última toma se ve a la chica antes de entrar en la habitación. Está con un tipo vestido de enfermero, que le pregunta hasta cuándo va a seguir insistiendo. Hasta que se acuerde quién soy y quién es, dice ella. Después, entra.
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El ministerio de salud aprobó la ley de deshospitalización que promueve la reinserción en la sociedad de los pacientes con patologías mentales de menor gravedad. Hace unas semanas vinieron dos entrevistadores. Están en la etapa del censo poblacional. Nos hicieron preguntas acerca de las condiciones de vida en Santa María. Después nos informaron acerca del proceso tal como está planeado. En principio, los enfermos retornarían a sus hogares bajo la tutela de un familiar directo. Se estipulará un seguimiento personalizado, sesiones de terapia en hospitales públicos. Paralelamente, una capacitación previa de la familia para el trato con el paciente. Habilitarán un 0800 para las urgencias que funcionará las veinticuatro horas con personal exclusivo para el proyecto. Isaías dijo que cumplo con los requisitos para realizar la prueba. En el último año casi no tuve complicaciones ni recaídas ni
ataques
de
pánico.
Los
brotes
esquizofrénicos
están
controlados. En parte, las mejoras se deben al cambio de medicación. En parte a mi propia voluntad. En el último año, dijo Isaías, volví a manejarme dentro del tiempo y el espacio real. Ya no me persiguen seres imaginarios. Se redujo la intensidad de la esquizofrenia y mi comportamiento dejó de revestir un peligro para mi integridad física.
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En el último año, dijo Isaías, avanzamos más que nunca. Al escucharlo hablar de esquizofrenia y repetir una y otra vez lo del último año, abrí los ojos. Pensé que se habían equivocado de paciente. Sonreí. Yo no soy esquizofrénico, dije. Yo no estoy internado hace años, dije. En la mirada de Isaías había lástima, compasión. ¿Hace cuánto que estoy acá?, le pregunté entonces. Hace años, Marco, dijo. Muchos años.
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Pía redactó el guión de Muñecos de Plastilina poco después de mi internación en Santa María. Venía a visitarme una o dos veces por semana. No lo recuerdo, pero los médicos e Isaías lo confirmaron. Se quedaba conmigo durante horas. Mirándome, hablándome. Yo no la reconocía. No le respondía. Nunca. En
cierta
ocasión,
mi
hermana
conoció
a
Isaías.
Congeniaron. Comenzaron a salir. Se fueron a vivir juntos. Ahora tienen dos nenes. Mi hermana Pía y mis sobrinos son las bocas que Isaías tiene que alimentar.
La última vez que conversamos, Isaías dijo que me pasó el cortometraje de mi hermana una infinidad de veces. Dijo también que infinidad de veces me habló de su relación con ella. Dejó de hacerlo cuando notó que yo podía mantener una conversación normal hasta que la mencionaba. A ella o a mi madre o a mi padre o a Celeste o a mi hijo. Al escuchar sus nombres, me tildaba. Entraba en trance. Durante días. Me tenían que levantar de la cama y alimentar y bañar y hacerme caminar. En su defecto, me brotaba. Gritaba, me golpeaba la cabeza contra la pared. Varias veces intenté colgarme. También me lo contó Isaías. Una infinidad de veces.
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¿Qué otras cosas me dijiste una infinidad de veces?, le pregunté. Isaías suspiró. Después llamó al psiquiatra, que trajo mi historia clínica y me pidió que la hojeara. Isaías se sentó frente de mí, me miró a los ojos. También te dije una infinidad de veces que no mataste a nadie. Al revisar los informes, noté que había datos incorrectos. Ni una palabra sobre lo que pasó en Lomas de la Carolina. Ni una palabra de las filmaciones de los celulares. Mi padre debe haber encontrado la forma de tapar la muerte del rubiecito, dije. No mataste a nadie, insistió Isaías. Venimos Tratando de hacértelo entender desde que recuperaste la conciencia. ¿Y Bazán?, le pregunté. ¿Y Bazán qué? El chico sobrevivió al motín. Estuvo grave, pero salió vivo.
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4
Durante mi residencia en el Hospital Colonia Santa María leí mucho. Podría citar párrafos enteros de memoria. Leí cosas rarísimas. Hasta la Biblia. El Antiguo y el Nuevo Testamento. El recuerdo de los libros es uno de los pocos indicios que me permiten aceptar el tiempo que pasé internado. También alcanza para creer en las palabras de Isaías. Si dice que el síndrome de glineau derivó en una simple esquizofrenia y si dice que estuve más de nueve años adentro de Santa María, es verdad. Si dice que no maté a nadie, es verdad. Si Isaías dice que puedo salir y todo lo que sale de su boca se parece a lo que deseo y necesito escuchar, es verdad. Él y Pía van a hacerse responsables de la externación. Cree que tendremos éxito. Medicado, siendo rigurosos con el tratamiento, voy a llevar una vida normal. Relativamente normal. Una vida Ahora, mientras espero a que vengan a buscarme, releo los cuadernos Gloria que he escrito, hojas llenas de garabatos de los márgenes, dibujitos, tachones. Pienso en Braian Bazán, en Celeste y en nuestro hijo, en Pía y en mi madre. También en mi padre. He sido injusto, poco preciso, desordenado. He obviado momentos de alegría. Mi padre llevándome al cine, por ejemplo. Mi padre ayudándome a armar un rompecabezas de 5000 piezas con la
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imagen del Llao-Llao, ese hotel de Bariloche que tanto se parece a la Colonia Santa María. Lo que he escrito sobre ellos nunca dará cuenta de su importancia, pero no encuentro más palabras para traducir su impronta en mi memoria. Supongo que Isaías querrá darle una ojeada a estos apuntes. Después de todo, él cree que la escritura sirve. Para algo.
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Tercer Cuaderno
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Clara, la mujer que hace la limpieza del pabellón central y de las habitaciones. A veces se queda a conversar. Conmigo. A veces, cuando vuelvo del comedor o de las sesiones de grupo. Clara. Me aconsejó escribir. Dice que a ella le dio resultado. Cuando perdió uno de sus hijos, en un accidente. Cuando la dejó el marido. Cuando el mundo se le vino abajo. Encontró refugio. En la lectura. Y en la escritura. Y le sirvió. Más que la terapia. Que la iglesia. Escribir le permitió entender, entenderse. Hacer catarsis. Por alguna razón, Clara me ha tomado cariño. Su hijo muerto tendría mi edad. Acaso por eso dice que es una lástima que yo esté acá solito, internado en Santa María. ¿Por qué no escribís?, suele preguntarme. A lo mejor te ayuda, dice. Yo la escucho, le sigo la conversación. A pesar de su trabajo, es una mujer culta. Puede leer un libro entero en tres o cuatro noches. Le apasionan las novelas. En especial las novelas históricas. Y románticas. La vida privada de los grandes hombres del pasado. De los próceres. De las madres de los próceres. De sus mujeres. A lo mejor, dice Clara, de a poquito te sacás lo malo de adentro. Y quién te dice sino empezás a mejorar. Escribí. Con probar no perdés nada.
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Clara tiene más de sesenta años. Desde los veinte, limpia el Hospital Colonia Santa María. Nunca hizo aportes jubilatorios. Tampoco se los hicieron. Como le fue imposible conseguir la jubilación de amas de casa y perdió la pensión del ex marido al divorciarse, no puede dejar la limpieza. Del hospital y de casas particulares. Sin embargo, no se queja. O sí, lo hace, pero sin bronca ni resentimiento ni resignación. Clara es feliz. A su manera. Es agradecida con lo que le tocó en suerte. Cree en el destino, en su destino. Y lo acepta. Trata de transmitirme su fe. Su esperanza. Clara quiere que me recupere, que todos los que estamos acá nos recuperemos. No se da cuenta, pero si algo así sucediera, se quedaría sin trabajo. Escribí, haceme caso, dice Clara. Vas a ver cómo te sentís mejor. Aunque te parezca que no hay nada importante que decir. Aunque no tengas ninguna historia que contar o tengas mala letra. Y lee, eso también. La lectura distrae, ayuda a pasar el tiempo. Te puedo prestar de todo. Lo que te interese, te traigo. Clara me regaló un cuaderno Gloria y una lapicera bic. Dijo que lo intentara. Me agrada hablar con ella. Es la única persona que me escucha. Desinteresadamente. Habla, escucha. Y no olvida. Quizás por eso le hago caso. Le pedí prestadas un par de novelas, aunque no me gusta leer. Y empecé a escribir. Aunque no crea que sirva demasiado. Escribo, sí. Aunque sólo sea para darle con el gusto.
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Se termin贸 de maquetar en Abril de 2012 para el Blog Cosas de mimbre.
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