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LA MEJORA DE LOS PROCESOS DE EVALUACIÓN1 Antonio Bolívar (Universidad de Granada) Introducción No querría que mi discurso, dirigido a profesionales a pie de obra, se deslizara a una reflexión en un plano meramente teórico sobre la evaluación, ni tampoco –por lo que voy a defender– a técnicas o procedimientos concretos de cómo evaluar. Entre uno y otro, pretendo recordar algunas buenas ideas, analizar algunos problemas prácticos y sugerir distintas líneas de mejorar la evaluación y –conjuntamente– la enseñanza y la educación ofrecida en nuestros centros. El debate y diálogo, durante la sesión, puede suplir lo que aquí falte; en cualquier caso, reorientarlo a los intereses de los participantes. En segundo lugar, según indicaciones del coordinador del curso, me centraré en la evaluación de los aprendizajes, de las prácticas docentes y de los centros educativos. Estas son –soy consciente– muchas cosas, que requerirían más tiempo y espacio; pero espero –al menos– señalar algunos puntos relevantes, y mostrar su conexión. En una primera parte, nos concentraremos en las funciones de la evaluación de los aprendizajes en una escuela comprehensiva. Atender la diversidad conjugada con un carácter “inclusivo” o comprehensivo, plantea el reto de evitar, compensar, o no incrementar las desventajas socioculturales o individuales. La evaluación en Secundaria, en particular, concentra y expresa todos los problemas sociales y educativos, e incluso éticos (por ejemplo, “justicia social”), de esta Etapa. Además, en una segunda parte de la sesión, plantearemos a qué viene la evaluación de centros, cómo tiene usos orientados a la mejora interna pero también a otros fines, diferenciar entre evaluación externa e interna (autoevaluación) e inducir a formas de autorrevisión para llevarla a cabo.

1. PLANTEAMIENTO GENERAL 1.1. La mejora de la evaluación conduce a la mejora de la enseñanza

El texto procede de una Ponencia impartida en el curso “La mejora de la enseñanza”, organizado por la Federación de Enseñanza de UGT de Murcia (20.09.2000). 1


No tanto que mejorar la enseñanza conlleva mejorar la evaluación, asunto obvio; sino al revés: mejorar la evaluación supone incidir previamente en lo que se enseña y cómo se hace. Entrar en la evaluación, como siempre se ha dicho, es tocar un punto álgido del proceso de enseñanza, que –como tal, por retroacción– cuestiona los restantes. No deja, por tanto, de ser un “parche” abordarlo de modo separado (por ejemplo, una nueva técnica de evaluación). Es preciso inscribirla en el contexto total de la enseñanza. Este será parte de mi mensaje. Así, dice Perronoud (1996), “la evaluación está en el corazón del sistema didáctico. Tocar la evaluación es tocar otras muchas piezas del sistema”. Por eso mismo, cambiar las prácticas docentes se suele traducir casi siempre en una transformación de las prácticas de evaluación empleadas para valorar el aprendizaje de los alumnos. A su vez, introducir determinados procesos nuevos de evaluación pueden ser revulsivos que contribuyan a mejorar la enseñanza y, más ampliamente, la educación ofrecida y vivida. Esta sesión, por tanto, se verá reforzada por la que tratará el profesor Fernando Roda, dedicada a “La mejora de los procesos de enseñanza”. La evaluación, como –en una buena analogía– han dicho Hargreaves y otros (1988: 183), es la "cola que menea el perro". Si parece algo que sigue al aprendizaje, que sucede después de la enseñanza; es sin embargo un mecanismo que –en una cierta retroacción– hace funcionar lo que se enseña, acabando –de modo reflejo– por configurar lo que los alumnos aprenden. Por eso mismo, cambiar la evaluación implica cambiar el currículum (lo que se enseña y aprende). Como ha escrito, con su habitual maestría, Elliot Eisner (1998: 102): «Las prácticas evaluativas dentro de las escuelas, incluídas las utilizadas en los exámenes, están entre las fuerzas más poderosamente influyentes sobre las prioridades y el ambiente en las escuelas. Las prácticas de evaluación, en concreto los exámenes de evaluación, instrumentalizan los valores escolares. Más de lo que los educadores dicen, más de lo que ellos escriben en las guías curriculares, las prácticas de evaluación dicen lo que tanto cuenta para los estudiantes como para los profesores. Cómo se emplean estas prácticas, qué dirigen y qué rechazan, y la forma en la que se desarrollan habla forzosamente a los estudiantes sobre lo que los adultos creen que es importante. La evaluación es un tema decisivo para el conocimiento educativo debido a su importancia. Creo que ningún esfuerzo por cambiar las escuelas puede tener éxito si no se diseña un acercamiento a la evaluación coherente con los propósitos del cambio deseado» Los estudiantes acaban trabajando aquello que intuyen que es relevante en la evaluación, y el profesor en su enseñanza implícitamente muestra qué es lo que le importa en la evaluación. Las prácticas de enseñanza se estructuran, pues, para el alumnado y el profesorado, en función de la evaluación. Lo que se evalúa acaba determinando lo que se enseña. Un ejemplo actual puede venir al caso: con motivo del discurso actual de la relevancia de educar en valores y actitudes, algunos profesores se hacen eco no sólo en las programaciones o proyectos (requerimiento administrativo) sino en las clases. Pero, finalmente, los alumnos entienden que lo que cuenta son los contenidos de conceptos y procedimientos, quedando el primero en una apelación moralista.


Sucede, entonces, que si queremos mejorar la evaluación hay que reformular otros puntos del sistema de enseñanza, no exclusivamente en un plano individual sino estructural, para que el primero se pueda sostener. Por eso, resultan ingenuas o –cuando menos– simplistas las propuestas de mejorar la evaluación sustituyendo las prácticas vigentes por otras. Lo que pasa tiene una historia, no es un asunto individual, responde a una lógica social, etc. Un camino, por tanto, más viable es partir de lo que se hace, promover un reflexión crítica y colegiada con los compañeros, ver en qué extremos deba ser reformulado o resituado poco a poco. Algo de esto se puede ver en los problemas de la evaluación en la ESO: se pretende un cambio decidido de su función, pero se dejan intocadas otras dimensiones del sistema. Muchas veces la obsesión de los reformadores, comentan Hargreaves y otros (1998: 247-48), es que los profesores cambien sus estrategias de enseñanza, en el ámbito del profesor individual, con exclusión de otros ámbitos de reforma. Es algo atractivo, en la medida que no cuestiona cambios en el currículum o en la organización de los centros: «Estos enfoques presuponen que los profesores persisten en mantener los modelos tradicionales de enseñanza porque carecen de los conocimientos necesarios sobre las alternativas, no saben cómo utilizarlas o no están dispuestos a probarlas. Hemos visto, sin embargo, que en el mantenimiento de los modelos tradicionales de la enseñanza no influyen tan sólo las preferencias de un profesor particular, sino también otros aspectos "sagrados" de la escolarización secundaria, y en particular su organización alrededor de asignaturas académicas y el uso continuado de modelos tradicionales de evaluación. Mientras no se aborden los aspectos más "sagrados" de la escolarización secundaria, predecimos, basándonos en las pruebas de que disponemos, que los esfuerzos por mejorar la enseñanza serán ineficaces». También, en estos casos, se hace una «pedagogía sin escuela», que ha dicho algún autor (Simola, 1998: 349), hablando de unos planteamientos ideales sobre “cómo el profesor enseñaría y cómo el alumno aprendería en la escuela, como si no hubiera escuela”. Se produce, así, una bella propuesta que no tiene en cuenta la realidad y alumnos con que contamos. Así, todo el enfoque constructivista dominante en la Reforma, aparte de sus virtualidades (que las tiene), presupone un alumno interesado y motivado, que quizás no puede llegar, y –entonces– se adecua el currículum (nivel de contenidos y metodología) a lo que puede hacer, para hacerlo significativo. Pero, como saben bien los profesores, no es éste todo el alumnado que tiene en clase. El constructivismo (versión española) también ha contribuido a crear un nuevo «régimen de verdad», que se inscribe a su vez –más ampliamente– en una nueva forma de "gobernación" social y educativa: individualización de los problemas, al tiempo que oculta (o silencia) la desigualdad social (y cultural). Fijémosnos cómo todo se refiere al alumno como individuo en singular. Bajo la buena nueva de responder a la diversidad de los alumnos se acentúa dicha individualización. Antes se hablaba de los bienes que aportaba la educación del pueblo (discurso ilustrado), ahora que se atienda bien cada alumno.


Con la psicologización de los problemas sociales (y educativos) se individualizan problemas que son sociales, para poder atribuir el fracaso escolar sólo a razones pedagógicas: No haber adaptado bien la ACI, haber evaluado sin referencia a criterios individuales, haber secuenciado mejor los contenidos, etc. El discurso de la diversidad, bajo códigos psicopedagógicos, contribuye a desplazar el problema social al sistema educativo, y de éste al tratamiento individualizado del profesor a cada persona, como nueva "tecnología del yo", que diría Foucault. No obstante, no quiero con lo anterior, servir de coartada para que se sigan reproduciendo prácticas, que son injustificables no sólo didácticamente, sino –más importante– socialmente. Lo que quiero, más bien, es a llamar la atención, en primer lugar a mí mismo, para contextualizar los discursos educativos dirigidos al profesorado. Estos discursos no se pueden plantear en el vacío. Así, inducir a formas más cualitativas de evaluación, que implican mayor inversión de tiempo y un conocimiento prolongado de los alumnos, debiera tener en cuenta, en paralelo, qué puede razonablemente hacer un profesor en la ESO, que maneja un alto número de alumnos (200 como media). En contrapartida, también es cierto que muchas veces, como ha llamado la atención entre nosotros Miguel Ángel Santos (1993), la mejora no sucede porque en la evaluación, al analizar lo que sucede, se emplean procesos atributivos simplificados: las causas son de los alumnos o de la familia (son vagos, están mal preparados, desmotivados, la familia no les ayuda, es un grupo muy malo, ven mucha televisión, etc.). Sin duda estas son causas, pero no son todas las causas. Y en cualquier caso el tema es: con los alumnos que tenemos y de las familias que los tenemos, qué podemos hacer para hacerlo mejor. Echar todos los balones (mecanismo de autodefensa natural) fuera, impide entrar en analizar (cuestionar y responder) lo que hacemos. No me gusta mucho este tipo de discurso apelativo (por sus reminiscencias pastorales y espiritualistas), pero pienso que también es preciso reflexionar desde esta óptica, pues al final no todo depende de las estructuras sino de las personas. 1.2. Dos formas (“culturas”) de entender la evaluación Simplificando un tanto, podemos decir –como, por otra parte, se ha destacado por muy diversos autores (Coll y otros, 2000; Moreno Olivos, 1999)– que hay dos grandes formas de entender la evaluación, que suponen distintos modos (“culturas”) de conducir las prácticas docentes en este terreno, y que –en último extremo– responden a prioridades y lógicas de fondo diferentes a la hora de evaluar. Además, ambas coexisten (y, más grave, tienen que coexistir), con distinto grado de prioridad, según niveles o enfoques más renovadores o tradicionales de la enseñanza. A una función pedagógica (mejora de los procesos de enseñanza-aprendizaje) se superpone una función social (acreditación social del nivel de capacitación alcanzado). El problema es conjugarlas debidamente, primando la primera sobre la segunda. [1] La cultura de la evaluación como “examen” que acredita los conocimientos adquiridos


Es la función tradicional de la evaluación, fuertemente asentada para profesores y alumnos, porque –además– forma parte de la gramática básica de la escuela que tiene, entre otras funciones, acreditar conocimientos y grados. La evaluación es control del conocimiento adquirido, de los aprendizajes de los alumnos, que deben ser “acreditados” (mostrados) en el acto de evaluación. Como tal, es una actividad separada del proceso de enseñanza. El asunto es cómo medir o evaluar bien (“objetivamente”), constatar el grado en que los estudiantes han aprendido. En suma, es lo que se ha dado en llamar la evaluación como “control”(curiosamente los alumnos suelen decir: “hoy tengo un control”) o evaluación “sumativa”. La diversidad no suele ser tenida en cuenta, en cuanto que se exige a todos los alumnos llegar al mismo nivel. Las críticas recibidas son conocidas, en especial en la medida que promueve aprendizajes como acumulación (y reproducción) de conocimientos. Además, no forma parte del propio proceso de enseñanza, es un acto final, con escasas posibilidades de retroacción. Suele practicarse por ello en momentos aislados, en un cierto “corte” de los procesos normales de enseñanza. En cualquier caso, bajo la pretendida “objetividad” se ocultan otros supuestos, normalmente no cuestionados, como es la subordinación de la función educativa a la función social de acreditación de conocimientos, fabricando al excelencia escolar, que diría Perronoud. Y la piedra de toque es que escasamente contribuye a mejorar el proceso de enseñanza. [2] La cultura de la evaluación “alternativa” con una función didáctica La evaluación como el contexto que genera y provee información sobre los procesos de enseñanza. En este caso se transforma la evaluación en instrumento de conocimiento y en una base para la toma de decisiones de carácter didáctico o educativo. Se privilegia la obtención de la información sobre la calificación. “Desde esta perspectiva, dicen unas autoras (Camilloni y otras, 1998: 12), la evaluación sería tema periférico para informar respecto de los aprendizajes de los estudiantes, pero central para que el docente pueda recapacitar respecto de su propuesta de enseñanza”. En esta función didáctica alternativa, por ejemplo, el error es tan relevante como los aciertos, en la medida a que revela las representaciones de los alumnos o la incidencia de la enseñanza, o las dificultades para la adquisición o comprensión. En la primera, el error refleja que no lo aprendido, en la segunda sirve como índice sobre donde y cómo incidir para el aprendizaje. En fin, un tanto radicalmente, jugando con los términos, se podría decir que en la primera se enseña para evaluar, en la forma alternativa se trataría de evaluar para enseñar mejor. “El juicio de valor resultante –comentan Coll y otros (2000: 115)– versa pues en este caso sobre el desarrollo mismo del proceso educativo y debe ser útil, en principio, tanto para ayudar al profesor a tomar decisiones que le permitan mejorar su actividad docente, como para ayudar a los alumnos a mejorar su actividad de aprendizaje”. Podemos recoger, de modo sumario, las diferencias en el Cuadro adjunto.


La evaluación como “examen”

La evaluación “alternativa”

Lugar

Control del conocimiento adquirido, para calificar a los alumnos Función social: Acreditar socialmente los conocimientos. Sumativa. Separada (final) del proceso de enseñanza

Obtener información sobre procesos para toma de decisiones Función didáctica: Mejorar los procesos de enseñanza. Formativa Integrada en el proceso de enseñanza

Diversidad

No logra un tratamiento diferenciado

Modo de atender la diversidad

Concepto Función


Lema

“Enseñar para evaluar después”

“Evaluar para enseñar mejor”

Sin embargo, como apuntaba, ambas funciones (social de acreditación y didáctica de mejora) coexisten y tienen que coexistir en la práctica docente. De ahí la tensión permanente que suele vivir el profesorado en sus prácticas docentes. El problema, más bien, es que la función sumativa de control anule la formativa de mejora, privando del carácter propiamente educativo que debía tener. Valorar lo que los alumnos han aprendido (en sentido amplio) es relevante, la cuestión es si sólo se queda en constatar/acreditar, o –en su lugar– es uno de los índices privilegiados sobre el valor de los procesos de enseñanza puestos en juego. La evaluación sumativa, que constata lo que han aprendido los alumnos, puede estar al servicio de fines formativos, en la medida que sirva de base para toma de decisiones oportunas. Además, como dicen las autoras citadas (Camilloni y otras, 1998: 103): «Es innegable reconocer el valor de la evaluación que centra la mirada en la comprensión de los procesos de aprendizaje articulando desde allí su propuesta de enseñanza, pero esto no implica un menosprecio por la acreditación, y ni siquiera pensar que una propuesta excluye la otra, ya que el hacerlo implicaría desconocer que la enseñanza es una práctica social y que como tal le corresponde la legitimación de conocimientos». Además, como se ha resaltado, evaluar es valorar, por lo que cambiar prácticas evaluadoras implica un cambio previo en los valores últimos que deciden nuestras prácticas. Lo que sucede es que, si no queremos ser ingenuos, dicho cambio no se limita al profesorado, debe ser también social. Y socialmente la escuela debe acreditar conocimientos en distintos grados. 1.3. El (nuevo) discurso de la evaluación y las prácticas docentes En verdad, el nuevo discurso y sentidos de la evaluación, que se ha extendido con la LOGSE (evaluación formativa o continua, integrada en el proceso educativo y centrada preferentemente en la mejora del proceso de enseñanza, encaminada a la orientación del alumno, evaluación del propio sistema y no sólo de alumno, entre otros); ya empezó a difundirse en España a partir de 1970. Ha cambiado alguna terminología y, en parte, la teoría psicológica que le sirve de base, pero permanece como mensaje central: la evaluación debe referirse a juzgar el valor tanto de los aprendizajes alcanzados, como a los procesos que los han desarrollado, para adoptar las oportunas decisiones de mejora. La evaluación del aprendizaje de los alumnos se convierte en autorregulación del proceso de enseñanza, y en criterio de si es necesario reformular/readaptar el diseño y programación realizado. Por eso, si queremos que “cale” en la práctica, podemos preguntarnos por qué –en general– quedó a nivel discursivo, mientras la práctica continuaba reproduciéndose, o acomodando las nuevas orientaciones a los modos habituales de hacer, por no haber logrado alterar los hábitos y actitudes de partida, particularmente en las EE.MM. Es también lo que explica que la Reforma de los noventa vuelva a reiterar dichos mensajes.


Por qué razones pienso que ahora este discurso puede (o debe) “calar” más en las prácticas docentes o, al menos, hay que tomárselo más en serio. 1. Se reconoce y se dice apoyar una autonomía en el desarrollo curricular a nivel de Centro. Esto obligaría a que si los Departamentos/centros han de establecer sus criterios propios de evaluación, ahora –más decididamente que en los setenta– debe afectar a reformular el currículum planificado (Proyecto Curricular) a nivel de Centro o Departamento, si es que ahora no es el Programa oficial sino nuestro propio “programa”. Esto obligará a un sucesivo reajuste entre la oferta educativa del profesorado, Departamento y Centro y las necesidades y características personales de sus alumnos. 2. A su vez, al extenderse la educación obligatoria hasta los 16 años bajo un modelo comprehensivo, la evaluación empieza a perder su carácter selectivo/etiquetado de los alumnos/as. Esto afecta especialmente a la ESO y a la “promoción” de alumnos. En efecto, la evaluación en Secundaria Obligatoria está obligada a adquirir un nuevo papel (si no se quiere caer, como algunos profesores han hecho, en “promoción por imperativo legal”), con dicha función formativa, que incluye incorporar variables contextuales que modulen la valoración del rendimiento. Tener en cuenta el diferente capital cultural y social del alumnado se convierte en una obligación ética y social. Una evaluación como “control” de conocimientos adquiridos empieza a dejar de tener sentido, para recobrarlo la cultura “alternativa” de evaluación. 3. En tercer lugar, se plantea más decididamente que en el 70, allí sólo apuntada que no llegó a regularse, la evaluación externa de los centros escolares por la Administración Educativa, además de la propia autoevaluación interna que puedan/deban hacer los centros. Esta “autoevaluación” por la institución, como veremos, se inscribe en una evaluación de los procesos educativos puestos en juego, con una función formativa.


Sin embargo, ¿por qué pueden seguir reproduciéndose? 1. Forma una parte “sagrada” de la “cultura” escolar el control de conocimientos y aprendizajes. En especial, la evaluación ha tenido la función, poco fácil de sustituir, del control de la gestión de la clase. De ahí la indefensión de algunos profesores cuando no pueden emplearla con dicho poder coactivo. 2. Por mucho que se quiera, el lugar y función de la evaluación en el planteamiento curricular de los noventa sigue siendo el mismo (el modelo estándar tyleriano). Así la situaba el DCB de 1989: “¿Qué, cómo y cuando evaluar?. Por último, es imprescindible realizar una evaluación que permita juzgar si se han alcanzado los objetivos deseados”. Todas las órdenes y resoluciones de evaluación, de un modo u otro, plantean la evaluación como algo dependiente de los objetivos programados (capacidades de etapa, objetivos del área, etc.). La valoración positiva, dice la Orden de evaluación en Secundaria, significa que el alumno “ha alcanzado los objetivos programados”. E, igualmente, las medidas complementarias de refuerzo o adaptación curricular se dirigen a que “el alumno alcance dichos objetivos”. Finalmente, el propio Proyecto Curricular será evaluado, en primer lugar, en función de “la adecuación de los objetivos a las necesidades y características de los alumnos”. De hecho, los “criterios de evaluación” oficiales se convierten en objetivos terminales en la práctica. En fin, en esto hay poco cambio a nivel de discurso. 2. LA EVALUACIÓN DE LOS APRENDIZAJES La evaluación, en el sentido amplio que vamos a defender, es el sucesivo reajuste que deberán ir sufriendo las tareas educativas y prácticas docentes del Centro y, dentro de él, de cada área/materia por los Departamentos, en contraste y adecuación a la práctica, según el juego que están dando: si responden a las expectativas, hay elementos que no funcionan como se esperaba, etc. Por eso mismo la evaluación no es, en propiedad, una fase independiente, menos final, del proceso de desarrollo del currículum, va inmersa en cada una de las acciones que se ponen en marcha. La evaluación, recordando lo que ya se ha dicho y repetido, se debe dirigir a juzgar el valor tanto de los aprendizajes alcanzados, como a los procesos que los han desarrollado. Referida al alumno la evaluación debía servir como instrumento para indicar en qué dimensiones se debe incidir más prioritariamente en el proceso de enseñanza y aprendizaje, orientar acerca del modo más adecuado para reforzar los aspectos a tener en cuenta, y detectar los progresos alcanzados. En cualquier caso, más que un problema de medición o técnicas, la evaluación es un compromiso por revisar una práctica educativa, en función de unos propósitos o metas, que se convierte en referente de la acción educativa y del propio juicio sobre el progreso de los alumnos y alumnas. 2.1. Relación entre aprendizaje y proceso de enseñanza


La evaluación del proceso de aprendizaje de los alumnos no es independiente de la evaluación del proceso de enseñanza. De este modo, la primera se convierte en autorregulación del proceso de enseñanza, y en criterio de si es necesario reformular/readaptar el diseño y programación realizado. La finalidad de la evaluación, se dice oficialmente, es “obtener información que permita adecuar el proceso de enseñanza al progreso real den la construcción de aprendizajes de los alumnos”, de modo que permita tomar las decisiones para, además de reconducir el proceso de aprendizaje, adecuar el diseño y desarrollo de la programación. Por ello se plantea, con una cierta novedad (por el acento que se pone), la relación entre evaluación del proceso de aprendizaje y la evaluación del proceso de enseñanza. Recoger el espíritu de la LOGSE de que la evaluación ha de ser continua e integradora en una educación no discriminatoria o clasificatoria, es entenderla, señala la normativa (MEC, 1992), “que está inmersa en el proceso de enseñanza-aprendizaje del alumno con el fin de detectar las dificultades en el momento en que se producen, averiguar sus causas y, en consecuencia, adaptar las actividades de enseñanza-aprendizaje”. La evaluación tiene, entonces, una función reguladora del proceso de enseñanza: apreciar, obtener y proveer información para tomar las decisiones oportunas. Se trata de generar un conjunto de significaciones que puedan volver inteligibles los procesos educativos, para reajustar los procesos de enseñanza-aprendizaje. Como hemos resaltado antes, este tipo de racionalidad curricular en la que se inscribe la evaluación (incidir en su valor formativo, más que sumativo, tomar los objetivos como criterios de evaluación, etc.), no difiere sustancialmente de los planteamientos que ya se introdujeron, a nivel teórico no así en la práctica, con motivo de la Ley General de Educación. Lo que si ha cambiado es que dicho marco curricular se considera, y se impele a que sea, adaptable a contextos y personas individuales, y el reconocimiento, y asunción por parte de la propia configuración del sistema escolar, de la diversidad sociocultural y diferencias específicas. La evaluación, tal como hoy la entendemos y dice la propia normativa, va más referida al proceso de enseñanza (“la adecuación del proceso de enseñanza al progreso real del aprendizaje de los alumnos”), que a la calificación del alumno (“lo que realmente ha progresado, sin compararlo con supuestas normas estándar de rendimiento”), y con una finalidad formativa (“ofreciendo al profesorado unos indicadores de la evolución de los sucesivos niveles de aprendizaje de sus alumnos, con la consiguiente posibilidad de aplicar mecanismos correctores de las insuficiencias advertidas”). La función principal de la evaluación no es, entonces, una medición de estados finales o productos conseguidos por el alumno; sin desdeñarla, más bien, debe proporcionar elementos de información sobre el modo de llevar la práctica docente, posibilitar una reflexión sobre ella, diagnosticar el grado de desarrollo y necesidades educativas de los alumnos y alumnas, etc. Una evaluación adaptada a la diversidad también induce, interactivamente, a revisar los procesos de enseñanza puestos en juego, para reajustarlos a los progresos y capacidades de los alumnos como grupo o individualmente, permitiendo una progresiva reorientación (Bolívar, 1997). La evaluación en la Secundaria Obligatoria —se ha repetido— no debe tener fines selectivos o de clasificación, aunque no siempre se han puesto las condiciones organizativas y laborales para que así sea.


De este modo, una evaluación de alumnos/as no puede limitarse al contexto mismo del aula (trabajos realizados, participación, reelaboración personal de conocimientos, capacidad de aplicación a otras situaciones, etc.), tiene que incorporar variables (consideraciones de partida del alumno, de su contexto social, o de sus propias capacidades o competencias) que modulen la valoración del rendimiento del alumno. El proceso de valoración no puede estar centrado únicamente en el alumnado como individualidades, sino a la totalidad de factores que están afectando al desarrollo personal. Cada alumno trae un determinado capital cultural, en función de entorno familiar e historia escolar que arrastra. El sentido de la llamada "evaluación inicial" consiste, entonces, en ser consciente de lo que un alumno puede hacer, a qué nivel, o qué contenidos o estrategias serían más adecuados, etc. En suma, adaptar aquí es relativizar, en parte, lo que (objetivos y contenidos) enseñamos en función de las posibilidades de aprendizaje. A su vez, sin duda, una evaluación ha de centrarse en el impacto que la puesta en práctica ha tenido en el aprendizaje de los alumnos, actitudes, capacidad organizativa y otros resultados. Pero, desde este enfoque, entendemos que la consecución de mejores resultados en el aprendizaje de los alumnos no es un parámetro absoluto, sino relativo y dependiente tanto de lo planificado, como del propio desarrollo práctico que se ha hecho, y asimismo de los factores contextuales que han determinado los posibles resultados. Además de la calidad y cantidad de aprendizajes de los alumnos, se valora el impacto o consecuencias que el nuevo programa ha tenido en mejorar las habilidades profesionales y papel de los profesores (métodos de enseñanza, nuevas habilidades, compromiso moral por incrementar la educación de los alumnos, utilización de estrategias para adaptar la enseñanza a los alumnos, etc.), y en el desarrollo institucional del centro (imagen del centro, organización para responder a las necesidades de los alumnos, modo como los problemas se resuelven, relaciones de comunicación e implicación del profesorado en el trabajo conjunto, capacidad para resolver problemas y toma de decisiones, etc.). Hay elementos en la propia normativa que remiten, como venimos argumentando, a que el proyecto no es algo cerrado, sino abierto a ser sometido a revisión en función del propio desarrollo práctico. Por eso se dice que el Claustro debe aprobar, a propuesta de la Comisión de Coordinación Pedagógica, el Plan de evaluación de la práctica docente y del Proyecto curricular de Centro. La propia normativa requiere que el propio de centro incluya un “plan de evaluación del proyecto curricular”. En el Proyecto/programación se determinan aquellos criterios que orientarán la evaluación en cada uno de los cursos, de acuerdo con el contexto del Centro y características de los alumnos. No sólo ha de ser objeto de evaluación el aprendizaje de los alumnos, sino también los procesos de enseñanza y la propia práctica docente de los profesores. Los criterios de evaluación, y sobre todo de promoción entre cada ciclo/curso, deberán ser buenos indicadores de la evolución del aprendizaje de los alumnos. 2.2. ¿Como comunicar los resultados de la evaluación?


Cambiar las formas de evaluación para, finalmente, no alterar los modos como la evaluación es comunicada, no lleva muy lejos. El informe de evaluación debe ser aprovechado para crear las condiciones y capacitar a la comunidad escolar para comprender y colaborar (padres), tener conciencia de su situación, ayudar y motivar (alumnos), y reajustar los procesos con decisiones informadas (profesorado). La validez de un informe de evaluación vendrá dada en función de su capacidad para mejorar los procesos educativos por alumnos, padres y profesores. Por eso, el tema de las técnicas/fichas de evaluación o de información a los alumnos y familias se subordinan a la función educativa, además de informativa, que se pretenden tengan. A veces, la comodidad de rellenarlo con una sola calificación, puede alterar toda la naturaleza del proceso de evaluación llevado a cabo. La codificación (numérica, alfabética), que se emplea administrativamente, no es el mejor medio, pues los fines previstos pueden no estar correspondiéndose con la función real que están teniendo. Esto suele exigir elaborar algunas fichas que incluyan diversos aspectos, o comentarios sobre el proceso seguido o las medidas a tomar, aparte de las posibles entrevistas. Será siempre necesario dar información cualitativa del conjunto de dimensiones educativas. La información versará sobre la evolución de las capacidades propias del alumno o alumna, así como los problemas de aprendizaje detectados y las estrategias de solución que precisen de la cooperación con la familia. No obstante, no siempre se dispone de la inversión de tiempo que suelen exigir los informes cualitativos no estandarizados. Por eso es preciso lograr, en cada centro, un equilibrio adecuado entre narración propia de cada profesor, y enunciados estandarizados, que sean expresivos y significativos en cada caso.

2.3. Provocar el debate: La evaluación entre la modernidad y postmodernidad En esta línea de que cambiar las prácticas evaluadoras, conlleva reformular los valores de partida, voy a plantear –a efectos de suscitar polémica– en tono crítico el asunto, a la vez que sirva para reflexionar de dónde venimos y a dónde estamos. En línea con el discurso actual de la evaluación, un asesor –al que voy a tomar como ejemplo– declaraba en una ponencia a los profesores: «No se puede evaluar a todos los alumnos de una clase con el mismo tipo de prueba o criterios, porque cada uno es distinto y diverso, lo que exige tipos de pruebas y criterios diferenciales para cada alumno». Τ¿Por qué esto choca con la práctica asentada de enseñar a todos los alumnos las mismas habilidades y contenidos y, consecuentemente, evaluarlos con los mismos criterios y pruebas?. Responder medianamente al asunto exige situar estas prácticas en la perspectiva histórica en que se han generado. Simplificando, soy consciente, para entendernos podríamos decir:


1.- En la Modernidad, cuando se configura el modelo de escuela pública (en su versión republicana francesa), el objetivo es que todos los alumnos alcancen los mismos niveles. Se es "ciego" a las diferencias, que deben quedar a la puerta de la escuela. En principio, tiene una meta progresista: "liberar" o "emancipar" de las condiciones sociales. En los años setenta se demuestra (particularmente empíricamente: Informes de la Sociología de la Educación) que es una vana esperanza: De hecho, bajo la igualdad (al tratar del mismo modo a los que son desiguales de partida) se favorece a los “herederos”, y se excluye a los desfavorecidos. La escuela, y la evaluación es su mecanismo privilegiado, reproduce las diferencias sociales. Las respuestas "compensatorias" (limitadas al ámbito escolar: dar más de lo mismo) tampoco logran atajar el problema, si acaso mitigarlo. Además, en los noventa, empiezan a aparecer otros tipos de diversidad (etnica, cultura, género) a las que no se puede hacer frente con el mismo tipo de currículum y evaluación. Comienzan, entonces, los movimientos –plurales en sus propuestas– de una pedagogía y evaluación diferenciadas, ya sean individualizadas o adecuadas a cada comunidad o contexto. 2. Vueltas insuficientes las pretensiones de la Modernidad ilustrada, en nuestra coyuntura postmoderna, se viene entonces a decir: Reconozcamos las diferencias (de cada comunidad cultural y de cada individuo), adaptándonos a ellas. Desengañados del modelo y exigencia común, serán justas aquellas respuestas educativas "ajustadas" a la situación de cada centro, o cada alumno, lejos ya del sueño de gestionar uniformemente un currículum uniforme legislado. Aquí se inscribe la declaración susodicha del asesor. El problema –ya apuntado– es que, bajo la psicologización individualizada de problemas sociales, se pueda reforzar la desigualdad (o, al menos, contribuya a ocultarla). 3. Este es el problema de los profesores. En plan irónico suelo decirles a mis colegas de Instituto: "todavía sois muy modernos, y hay que desengañarse de esos ideales, para adoptar una postura más acorde con las circunstancias, ser postmodernos". Pero, en fin, en un plano más serio: si en una escuela para todos es inmoral incrementar las desigualdades/diferencias de origen social, y la igualdad es una vana esperanza, sólo cabe adaptarse a las diferencias. Este es el sentido último de la adaptación curricular, que choca con lo que fue la pretensión básica de la escuela moderna. 4. El asunto es cómo se haga: sirviendo de coartada para reforzar esas diferencias (y es grave lo que está pasando), o con un curriculum que posibilite la máxima autorealización de las personas, sabiendo que no todos pueden alcanzar los mismos niveles. Alguien podría –con razón– decir: tampoco esto es nuevo, es lo que todo buen maestro siempre pretendió, sacar el máximo de potencialidades de cada alumno, sabiendo que no todas son las mismas. En cualquier caso, en nuestro tiempo ha adquirido caracteres nuevos y problemáticos. Los profesores temen que, en el intento de adaptar el currículo a una población descompensada socio-culturalmente, se puede "bienintencionada" e inconscientemente estar adaptándose a la desigualdad, y —con ello— contribuyendo a reforzarla, al ofrecer unos niveles educativos diversos, acordes con la desigualdad cultural de base. Esto puede suponer —en la práctica— niveles educativos de oferta y exigencia diferentes, dejando la educación de ser un medio de emancipación. Y es una preocupación legítima y deseable. Pero también, paralelamente, hay que mostrar la función reproductora y discriminadora que bajo los mismos niveles desempeñó las escuela. Para los no convencidos hay múltiples trabajos empíricos (no sólo teóricos) que lo demuestran. Estamos, pues, en un tiempo que hemos de actuar en la frontera.


3. EVALUACIÓN DE CENTROS La evaluación de centros, a partir de los ochenta, adquiere un creciente interés en las políticas educativas, en una especie de "estado evaluador". A medida que se delega mayor autonomía a los centros educativos, como contrapartida se incrementa la necesidad de una evaluación periódica de los resultados obtenidos por los centros, teniendo en cuenta las características de sus alumnos. Ya sea con propósitos de mejora interna, para transferir responsabilidades, o para dar criterios a los clientes en su elección, la evaluación de centros se ha convertido en los últimos años en un cuestión estrella. El auténtico reto actual es que lo que comenzó siendo un medio de mejora institucional, no acabe siendo atrapado o colonizado por la lógica mercantil, común –por lo demás– para los gobiernos conservadores y los de la "tercera vía". Hay –no obstante– razonables dudas si la evaluación externa de los resultados (evaluación como producto) pueda comportar un proceso de mejora interna. Por eso, una cuestión que plantearemos en la sesión es cómo combinar, de modo productivo, ambos tipos de evaluación. La evaluación de centros tiene, pues, dos grandes metas que, aunque opuestas a menudo, no tienen por qué serlo: [a] Dar cuenta del funcionamiento del servicio público; y [b] Proceso de aprender de la propia práctica para mejorar la acción educativa del centro. La primera suele regirse por una lógica de fidelidad (en qué grado reflejan lo regulado o consiguen los resultados estipulados), normalmente en términos cuantitativos; mientras que la segunda se dirige preferentemente a autodiagnosticar los elementos disfuncionales y necesidades como paso previo para la mejora escolar. Como dicen Marchesi y Martín (1999: 7-8): “En el primer caso, el objetivo de la evaluación es conocer el funcionamiento de los centros docentes para comprobar si cumplen los objetivos establecidos. De esta forma la administración puede detectar los problemas más importantes y adoptar las decisiones que se consideren oportunas. (...) En el otro polo se sitúa el compromiso y el progreso de la escuela, que se basan en la participación voluntaria de los centros, en el compromiso de los profesores y en el acuerdo de la comunidad educativa. Los sistemas habituales que se utilizan son la autoevaluación y la evaluación interna, si bien pueden completarse con algún tipo de evaluación externa”. 3.1. Evaluación interna, evaluación externa


Es común diferenciar entre evaluación externa (conducida por agentes externos, en nuestro caso, inspectores) de la evaluación interna (realizada por los que están trabajando en el centro o programa), que, de modo paralelo, se ha asimilado –respectivamente– a heteroevaluación y autoevaluación. Si se intenta combinar con las dimensiones formativa/sumativa y; interna/externa, lo normal es que la evaluación externa sea sumativa y heteroevaluación, y la formativa sea realizada por los propios agentes internos implicados; pero en la práctica caben otras mezclas, ni la evaluación externa tiene por qué oponerse a la interna (Nevo, 1997). Más relevante es la oposición entre la evaluación como instrumento de dirección y control, y como estrategia para la mejora y el desarrollo escolar. La primera se ha traducido como prestación/rendimiento de cuentas o responsabilización. Si bien cabe la evaluación de un servicio público, también, en los últimos tiempos, a partir del laboratorio inglés, se está poniendo al servicio de un rendimiento de cuentas a los clientes, en una lógica mercantil. Por su parte, una evaluación orientada hacia la mejora exige o presupone el compromiso de los propios implicados para iniciar proceso evaluativo como estrategia para incidir sobre la calidad de los procesos y resultados. Defenderemos la tesis de que la evaluación de los Proyectos de Centro debe servir, conjuntamente, para (a) Dar cuenta de los logros de un centro; y (b) servir como un proceso de mejora de la propia organización. Ello supone (Escudero, 1996) haber creado las condiciones institucionales que la hagan posible. La necesidad de evaluaciones externas de los centros escolares viene determinada tanto para asegurar la igualdad (misma calidad educativa) de los ciudadanos en la educación, acentuada cuando los centros gocen de un grado de descentralización y autonomía; como para aportar los recursos y apoyos necesarios a aquellos centros que no estén ofreciendo un entorno educativo parecido a otros (públicos o privados concertados), o para compensar en la medida de lo posible las desigualdades o deficiencias sociales. Desarrollar y evaluar el currículum de modo autónomo, al depender de cada contexto social, puede conllevar problemas de justicia/equidad (por ejemplo, incremento de diferencias) entre los centros, o servir a intereses parroquiales no defendibles con unas mínimas pretensiones de generalizabilidad. Un centro escolar que no cuenta con ningún mecanismo interno para su autorrevisión, tendrá dificultades para sacar partido, en un diálogo constructivo, a cualquier informe de evaluación externa. Así, en España, al no haber sabido para qué se quería la evaluación de centros, ni cuáles eran las prioridades (generar una cultura evaluativa en los centros e iniciar procesos internos de revisión), ha conducido a que un bienintenciado Plan de evaluación de centros (Plan EVA en el MEC) haya tenido, finalmente, que suprimirse (1997), para dar entrada a los planes de mejora y gestión de la calidad. Si una evaluación externa quiere, como decía el objetivo general del Plan EVA, “impulsar la autoevaluación de los centros con el fin de mejorar la calidad de la enseñanza que en ellos se imparte” (Lujan y Puente, 1996), y no se preocupa por crear los procesos necesarios, está abocada a fracasar.


En estos casos cualquier evaluación externa engendrará actitudes defensivas y será percibida como un intento de controlar el funcionamiento del centro y un atentado contra la autonomía profesional, lo que en nada contribuye a la mejora. Por eso, señala Nevo (1997), los que estén interesados en la evaluación sumativa externa deberían animar a los centros a desarrollar mecanismos de evaluación interna, no para sustituirla sino para hacerla más eficaz. Normalmente la autoevaluación institucional es una condición prioritaria para que una evaluación externa contribuya a la mejora interna, al contar con procesos para sacar partido a los informes de evaluación. Como señala David Nevo (1997: 167): «Si la evaluación de un centro es interna y externa a la vez, se convierte en un diálogo para la mejora en vez de en acusaciones externas y defensiva interna». 3.2. Tres orientaciones en la evaluación de centros La evaluación de las organizaciones educativas se ha presentado ligada a los movimientos u «olas» que en torno a la mejora han recorrido últimamente las políticas e investigación sobre las escuelas (Bolívar, 1999); que –a su vez– son subsidiarios y expresan modos de concebir las escuelas: [a] Eficacia (“escuelas eficaces”): elementos e indicadores que, ligados a un centro, tienen efectos añadidos en el aprendizaje de los alumnos. Una escuela eficaz aporta un “valor añadido” en el progreso de sus alumnos. [b] Mejora de la escuela, con un enfoque más amplio de la mejora de la educación, pretende generar las condiciones internas de los centros que promuevan el propio desarrollo de la organización, acentuando la labor de trabajo conjunto. [c] Calidad (“reestructuración”, reconversión y “gestión de la calidad”). Dentro de las nuevas políticas educativas, se propone reestructurar y rediseñar los centros escolares , con un énfasis en la autonomía y gestión basada en la escuela, rediseñando los roles y estructuras organizativas. En un segundo momento se unido la aplicación a los centros escolares de la “Gestión de la calidad total” de las organizaciones empresariales (Bolívar, 1999b). De este modo, podemos inscribir la evaluación de la acción educativa de los centros en tres grandes tradiciones: Una, más al servicio de la administración educativa, que busca – mediante la eficacia– el control de la labor de los centros; otra basada en la mejora de los procesos organizativos del profesorado; y una tercera al servicio de los clientes, proporcionando elementos para la elección de centros (choice schools), en una orientación al mercado. 3.3. Ámbitos de acción evaluativa de un centro


Podemos, en primer lugar, a modo de organizador práctico y en coherencia con las prácticas evaluativas habituales de los centros, distinguir los niveles de (a) analizar el contexto en que ocurre (política educativa y curricular, demandas sociales, etc.), que posibilita unas oportunidades y limita otras. Un segundo nivel es el centro escolar, como unidad básica de acción educativa. En el nivel siguiente estaría el Proyecto curricular en acción por los distintos departamentos: selección de cultura escolar, enseñanza y experiencias de aprendizaje, coherencia de la práctica educativa, etc. Por último, el aprendizaje del alumnado, entendido en un sentido amplio (niveles de consecución académica, las experiencias vividas y ofrecidas a los alumnos por el medio escolar, así como aplicación del conocimiento, satisfacción y motivación del alumnado, capacidades y habilidades sociales y personales, relaciones entre alumnos–profesorado). David Nevo (1997) presenta unos indicadores de calidad de un centro docente en los distintos ámbitos de un centro que deban ser objeto de evaluación. Un modelo integrado de evaluación de los centros docentes debe recoger información de diversos ámbitos relevantes de su acción educativa (Cuadro 2): Contexto

Entrada

Procesos del centro

Procesos del aula

Logros

• Nivel sociocultural • Infraestructura: Medios, recursos

• Nivel inicial de los alumnos • Personal del centro

• Organización • Cultura • Proyectos programas

• Preparación profesional • Metodología de enseñanza

• Resultados de los alumnos • Satisfacción padres • Satisfacción de los profesores

y


Cuadro 2. Ámbitos de acción evaluativa de los centros [a] El contexto del centro. No tiene sentido buscar unos indicadores educativos de los rendimientos, sin tener en cuenta el contexto, especialmente nivel sociocultural de las familias, y características propias del centro, especialmente los medios y recursos que constituyen su infraestructura. Se trata de comprender las condiciones bajo las que tienen lugar las experiencias educativas, pues los logros de un centro escolar van a depender (o se van a ver condicionados) por los factores que operan en un particular contexto. La construcción de indicadores de evaluación de centros deberán, entonces, ser adaptados a cada situación y centro. [b] Entrada. El nivel inicial de los alumnos y sus expectativas al incorporarse al centro, así como la calidad, formación y compromiso del personal del centro, particularmente el profesorado (capacidad, competencia y habilidad). [c] Procesos del centro: Todos aquellos factores relacionados con la organización del centro, sus proyectos y programas, y la cultura profesional dominante. Igualmente si se está poniendo en práctica lo planificado y si los medios son necesarios, suficientes, idóneos o eficaces; el ambiente organizativo donde se desarrolla que puede favorecer o dificultar la marcha del programa. [d] Procesos del aula: Aspectos relacionados con el trabajo de cada profesor en su aula. Las experiencias educativas de los alumnos, relaciones alumnos-profesorado, metodología, atención individualizada, etc. [e] Logros. Analizar en qué medida se están alcanzando los resultados previstos, no desdeñando los no previstos, viendo el impacto que está teniendo en diversas dimensiones: resultados de los alumnos, consecución de objetivos, opinión de los usuarios, grado de aceptación y participación, cuáles están siendo los costos, relación entre resultados y recursos invertidos. 3.4. Evaluación del Proyecto (Educativo y Curricular) de Centro Los proyectos de Centro son, más que los documentos, los procesos por los que se explicitan, consensuan y determinan las líneas propias de acción que van a guiar de modo compartido la acción educativa de un centro escolar, que -luego- pueden plasmarse en determinados documentos. Justo por ello no conviene confundir el proceso con el producto (Escudero, 1996). La evaluación de los Proyectos de Centro se puede hacer, de acuerdo con un enfoque de fidelidad y con la visión gerencialista de la planificación de los Proyectos de centro extendida por la administración, analizando si cumple los formatos (con los correspondientes apartados y dimensiones a contemplar o “rellenar” en cada uno) de las prescripciones oficiales. Este tipo de evaluación, practicada habitualmente por la Inspección educativa, no lleva lejos, ni conduce a nada. La evaluación no puede limitarse a comprobar si el documento elaborado responde adecuadamente a los requerimientos administrativos exigidos.


Pero si de lo que se trata es de tender a hacer del centro un proyecto de acción conjunto, los documentos deben ser expresión de procesos anteriores que están en la base de la vertebración, continuidad y coherencia que deba tener la educación en un Centro. Desde esta segunda perspectiva de desarrollo, por la que aquí abogamos, ya no se juzga el desarrollo curricular a la luz de la fidelidad a los objetivos propuestos, sino en la medida que responda mejor al contexto en que se desenvuelve la acción educativa. Se trata, entonces, de ver cómo el centro ha planificado su desarrollo, fruto del autodiagnóstico de su situación e identificación de problemas e0cacesidades, así como de las capacidades y condiciones internas para iniciar un proceso de mejora. Más relevante que evaluar el proyecto como documento, se valoran los tiempos y espacios para autorrevisar lo que se va haciendo y consensuar las acciones a tomar, de modo que estimule momentos para la formación/innovación de los propios agentes. La participación de los implicados en el proceso de elaboración, al compartir percepciones, problemas y necesidades, asegura que pueda ser asumido en su desarrollo práctico. La evaluación, por eso, debe dirigirse tanto al proceso (participación e implicación) de cómo se ha elaborado, así como al grado de incidencia en la práctica educativa. El Proyecto Curricular pretende contribuir a lograr una mayor coherencia en la acción educativa conjunta del profesorado, facilitando el trabajo en colaboración y la reflexión sobre la práctica, así como una adaptación del currículum a los diversos contextos y alumnos. Entre las principales decisiones que, a través de un proceso de trabajo, debía tomar el profesorado: adaptación de los objetivos generales de Etapa y de cada Área, organización y secuenciación de contenidos, determinación de criterios de evaluación según su realidad educativa, estrategias metodológicas, y medidas de atención a la diversidad. Los principales ámbitos de decisión curricular (y, por tanto, de evaluación ) son para los Departamentos y Ciclos: (1) las intencionalidades educativas (2i) los contenidos de la enseñanza, su estructuración y articulación; (3) Dimensión didáctica: Interacciones de clase, medios, recursos y actividades que se proporcionan a los alumnos; y (4) Dimensión evaluativa de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Además, forman parte de las decisiones curriculares a determinar por los equipos docentes a nivel de centro, (5) las medidas a tomar para atender debidamente la diversidad, (6) El plan de acción tutorial y orientación educativa, y –más ampliamente– la oferta educativa (materias optativas, itinerarios, módulos, y actividades culturales) del Instituto. El Proyecto curricular de Etapa/Centro, para que pueda ser un instrumento válido para la práctica pedagógica, exige -como mecanismo autorregulador-, su evaluación por parte del Claustro de profesores. La evaluación de los Proyectos de Centro no debiera dirigirse exclusivamente a revisión de lo hecho, debe ser punto de partida para “replanificar” lo que se estima debiera suceder en el futuro inmmediato. De este modo, la evaluación es un puente entre la valoración de lo que pasa y lo que debería pasar. En función de lo que a partir del análisis realizado estimamos deseable de ser mejorado, se planifican nuevas líneas inmediatas de acción. La evaluación puede -así- ser el proceso que articule el mismo proyecto escolar, que ofrezca datos para su reorientación, que genere nuevos ámbitos de mejora, y que tienda a construir con continuidad el funcionamiento y dinámica del centro y de sus profesores. 3.5. Autoevaluación institucional


Entendemos la autoevaluación como un proceso iniciado en el centro escolar, llevado a cabo por el profesorado del centro, con el propósito de encontrar respuestas a problemas del centro, y no a cuestiones planteadas por agentes o instancias externas. Una autoevaluación institucional, como desarrollo del centro, se orienta y cifra más en el diagnóstico de la situación del centro e identificación de necesidades que en una fase final del proceso, cuando éste propiamente no tiene un punto final. En lugar de que los profesores y otros agentes educativos asuman un papel pasivo y de obediencia a las fichas, entrevistas y otros procedimientos evaluadores externos, para después aceptar los informes que se les hacen llegar, en que se detectan deficiencias y se proponen posibles mejoras; la autoevaluación institucional de los centros ha llegado a constituirse en una buena alternativa para una evaluación formativa orientada a la mejora. Es una oportunidad para reconstruir sus modos de ver lo que está ocurriendo en los centros. La autoevaluación, como revisión interna basada en la escuela, no queda como un momento específico o fase específica terminal (aunque no se excluye, e incluso sea necesario –tras determinados períodos– hacer un balance de lo conseguido o por hacer), está inmersa en todo el proceso de desarrollo, para potenciar el propio cambio, como actitud permanente del grupo o institución por supervisar y valorar lo que se está haciendo. Una primera fase de autorrevisión es el diagnóstico organizativo inicial (evaluación para la mejora) del centro donde alcanza su punto álgido. Este diagnóstico previo (detectar necesidades y problemas), una vez sea compartido por el grupo, debe inducir a establecer planes futuros para la acción (mejora escolar). Pero sobre todo la evaluación va inmersa en "espiral" en el propio proceso de desarrollo (evaluación como mejora), se van revisando y recogiendo información colegiadamente sobre la puesta en marcha de los planes de acción, qué va pasando, de qué forma y por qué, identificando problemas y necesidades, revisando y planificando sucesivamente lo que se ha hecho o se debiera/acuerda hacer. El núcleo de la mejora de la enseñanza no es primariamente cada profesor considerado individualmente (competencias, conocimiento y actuaciones), un modelo alternativo de cambio prima el centro escolar como organización. Desde estas coordenadas la mejora de los aprendizajes de los alumnos, que es la misión última que justifica la experiencia escolar, se hace depender de la labor conjunta de todo el Centro. Y es que después de las evidencias acumuladas en la década del setenta sobre el fracaso a nivel local del movimiento de reforma curricular, se ha pasado en los ochenta a tomar el Centro como la unidad primaria del cambio. La evaluación institucional está inscrita en un proceso más amplio de reconstrucción cultural de la escuela y de los modos de trabajar y hacer escuela de los profesores. Para no reducirla a una cuestión administrativa, requiere planificar conjuntamente acciones de desarrollo de la escuela, en las que hay que legitimar, justificar, y consensuar las opciones de mejora que se van a tomar. Como proceso de trabajo colegiado, es necesario planificar la evaluación, es decir consensuar y entenderse sobre el plan de trabajo que se va a seguir. Esta evaluación, entendida como autoevalución , puede seguir el proceso recogido en el Cuadro.


Proceso de autoevaluación por un centro escolar En línea con lo que estamos diciendo, se propone desarrollar un proceso de autoevaluación en el centro escolar donde se enseña en orden a su desarrollo organizativo y mejora . Algunos pasos a seguir serían: 1. Establecer un proceso de trabajo (debatir y consensuar lo que estamos haciendo y lo que desearíamos que sucediera). 2. Las acciones de mejora se dirigen a distintas parcelas de la realidad, de acuerdo con las necesidades o prioridades sentidas, sobre las que se intenta construir modos de hacer comunes, por lo que "el" Proyecto de Centro a largo plazo, se concreta en el tiempo (planes anuales) en sucesivos "proyectos" focalizados de acción. 3. Se entiende el proyecto de centro como un proceso, marco o dispositivo para deliberar, reflexionar, discutir, decidir consensuadamente qué conviene hacer, cómo van las cosas y qué habría que ajustar o corregir, para ir construyendo inductivamente qué deba hacerse como tarea colectiva.


El marco de autoevaluación por el equipo docente que aparece en el Cuadro comienza con la revisión y diagnóstico -en un proceso de discusión, deliberación y decisión conjuntadel estado actual de nuestro Centro y su funcionamiento, por parte del grupo de profesores, y emprender acciones de mejora en aquellos aspectos que se consideren prioritarios. En este modelo de proceso, como forma habitual de trabajo, se parte consensuando un "mapa" de logros y necesidades, fruto del autodiagnóstico/evaluación de la situación de nuestro centro, en un compromiso por revisar, concretar y sistematizar nuestras ideas educativas, de modo continuo y en espiral, en un plan de acción. Se trata de un esfuerzo por sistematizar y concretar nuestras ideas educativas en un plan de acción. Como tal requiere el compromiso de todos o una mayoría de los miembros para analizar reflexiva y cooperativamente donde se está, por qué y cómo se ha llegado, valorar los logros y necesidades y determinar qué cosas podemos ir haciendo mejor dentro de lo posible: ¿Cómo van las cosas en el centro?, ¿qué va funcionando aceptablemente?, ¿qué cosas necesitarían mejora? ¿estamos haciendo lo que querríamos hacer?, etc. *** La evaluación de los centros deberá conjuntar una dimensión orientada a un diagnóstico de resultados, con el propósito de que –a su vez– pueda servir para promover procesos de mejora interna. Por eso, las consecuencias de un proceso de evaluación, bien situado y realizado, son -en primer lugar- la mejora; en segundo, rendir cuentas de la labor desarrollada y rendimientos alcanzados, y -más ampliamente- proporcionar información a los internos y sociedad. Como señala David Nevo (1998: 90) una evaluación debe ser constructiva y útil, "si bien la idea de que la evaluación formativa es una alternativa a la evaluación sumativa puede ser un pretexto para rehuir las exigencias de responsabilización. (...) una evaluación también debería ayudar a la escuela a demostrar sus méritos ante las autoridades educativas, los padres y el público en general". Otras consecuencias colaterales, no por ello menos relevantes, son: contribuir a generar una cultura de evaluación tanto en los modos y procesos de llevarla a cabo como en ir asumiendo la responsabilidad de los resultados ante la sociedad, ir perfeccionando y apropiando los instrumentos de evaluación, etc. Orientada a la mejora interna es un medio para capacitar al propio centro para hacer sus opciones de mejora, construyendo condiciones y procesos que permitan innovar y ser expresión de su autonomía. Referencias bibliográficas BOLÍVAR, A. (1997): “Evaluación en la Educación Secundaria: Algunas consideraciones en torno a la diversidad”. En N. Illán y A. García (Coords.): La diversidad y la diferencia en la educación secundaria obligatoria: Retos educativos para el siglo XXI. Archidona (Málaga): Aljibe, pp. 95-114 (cap. V). BOLÍVAR, A. (1999): “La evaluación del currículum: enfoques, ámbitos, procesos y estrategias”, en J.M. Escudero: Diseño, desarrollo e innovación del curriculum. Madrid: Ed. Síntesis. BOLÍVAR, A. (1999b): “La educación no es un mercado. Crítica de la `Gestión de Calidad Total´”, Aula de innovación educativa, 83-84 (julio-agosto), 77-82. COLL, C., BARBERÁ, E. y ONRUBIA, J. (2000): “La atención a la diversidad en las prácticas de evaluación”, Infancia y Aprendizaje, 90, 111-131.


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