CUENTOS INFANTILES

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LOS TRES CERDITOS. Había una vez tres cerditos que vivían al aire libre cerca del bosque. A menudo se sentían inquietos porque por allí solía pasar un lobo malvado y peligroso que amenazaba con comérselos. Un día se pusieron de acuerdo en que lo más prudente era que cada uno construyera una casa para estar más protegidos. El cerdito más pequeño, que era muy vago, decidió que su casa sería de paja. Durante unas horas se dedicó a apilar cañitas secas y en un santiamén, construyó su nuevo hogar. Satisfecho, se fue a jugar. – ¡Ya no le temo al lobo feroz! – les dijo a sus hermanos. El cerdito mediano era un poco más decidido que el pequeño, pero tampoco tenía muchas ganas de trabajar. Pensó que una casa de madera sería suficiente para estar seguro, así que se internó en el bosque y acarreó todos los troncos que pudo para construir las paredes y el techo. En un par de días la había terminado y muy contento, se fue a charlar con otros animales. – ¡Qué bien! Yo tampoco le temo ya al lobo feroz – comentó a todos aquellos con los que se iba encontrando. El mayor de los hermanos, en cambio, era sensato y tenía muy buenas ideas. Quería hacer una casa confortable, pero sobre todo indestructible, así que fue a la ciudad, compró ladrillos y cemento, y comenzó a construir su nueva vivienda. Día tras día, el cerdito se afanó en hacer la mejor casa posible.


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Sus hermanos no entendían para qué se tomaba tantas molestias. – ¡Mira a nuestro hermano! – le decía el cerdito pequeño al mediano – Se pasa el día trabajando en vez de venir a jugar con nosotros – Pues sí ¡vaya tontería! No sé para qué trabaja tanto pudiendo hacerla en un periquete… Nuestras casas han quedado fenomenal y son tan válidas como la suya. El cerdito mayor, les escuchó. – Bueno, cuando venga el lobo veremos quién ha sido el más responsable y listo de los tres – le dijo a modo de advertencia.

Tardó varias semanas y le resultó un trabajo agotador, pero sin duda el esfuerzo mereció la pena. Cuando la casa de ladrillo estuvo terminada, el mayor de los hermanos se sintió orgulloso y se sentó a contemplarla mientras tomaba una refrescante limonada. – ¡Qué bien ha quedado mi casa! Ni un huracán podrá con ella. Cada cerdito se fue a vivir a su propio hogar. Todo parecía tranquilo hasta que una mañana, el más pequeño que estaba jugando en un charco de barro, vio aparecer entre los arbustos al temible lobo. El pobre cochino empezó a correr y se refugió en su recién estrenada casita de paja. Cerró la puerta y respiró aliviado. Pero desde dentro oyó que el lobo gritaba: – ¡Soplaré y soplaré y la casa derribaré! Y tal como lo dijo, comenzó a soplar y la casita de paja se desmoronó. El cerdito, aterrorizado, salió corriendo hacia casa de su hermano mediano y ambos se refugiaron allí. Pero el lobo apareció al cabo de unos segundos y gritó:


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– ¡Soplaré y soplaré y la casa derribaré! Sopló tan fuerte que la estructura de madera empezó a moverse y al final todos los troncos que formaban la casa se cayeron y comenzaron a rodar ladera abajo. Los hermanos, desesperados, huyeron a gran velocidad y llamaron a la puerta de su hermano mayor, quien les abrió y les hizo pasar, cerrando la puerta con llave. – Tranquilos, chicos, aquí estaréis bien. El lobo no podrá destrozar mi casa.

El temible lobo llegó y por más que sopló, no pudo mover ni un solo ladrillo de las paredes ¡Era una casa muy resistente! Aun así, no se dio por vencido y buscó un hueco por el que poder entrar.

En la parte trasera de la casa había un árbol centenario. El lobo subió por él y de un salto, se plantó en el tejado y de ahí brincó hasta la chimenea. Se deslizó por ella para entrar en la casa, pero cayó sobre una enorme olla de caldo que se estaba calentado al fuego. La quemadura fue tan grande que pegó un aullido desgarrador y salió disparado de nuevo al tejado. Con el culo enrojecido, huyó para nunca más volver. – ¿Veis lo que ha sucedido? – regañó el cerdito mayor a sus hermanos – ¡Os habéis salvado por los pelos de caer en las garras del lobo! Eso os pasa por vagos e inconscientes. Hay que pensar las cosas antes


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de hacerlas. Primero está la obligación y luego la diversión. Espero que hayáis aprendido la lección. ¡Y desde luego que lo hicieron! A partir de ese día se volvieron más responsables, construyeron una casa de ladrillo y cemento como la de su sabio hermano mayor y vivieron felices y tranquilos para siempre.

FIN…


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LA CAPERUCITA ROJA. Érase una vez una niñita que lucía una hermosa capa de color rojo. Como la niña la usaba muy a menudo, todos la llamaban Caperucita Roja. Un día, la mamá de Caperucita Roja la llamó y le dijo: —Abuelita no se siente muy bien, he horneado unas galleticas y quiero que tú se las lleves. —Claro que sí —respondió Caperucita Roja, poniéndose su capa y llenando su canasta de galleticas recién horneadas. Antes de salir, su mamá le dijo: — Escúchame muy bien, quédate en el camino y nunca hables con extraños. —Yo sé mamá —respondió Caperucita Roja y salió inmediatamente hacia la casa de la abuelita. Para llegar a casa de la abuelita, Caperucita debía atravesar un camino a lo largo del espeso bosque. En el camino, se encontró con el lobo. —Hola niñita, ¿hacia dónde te diriges en este maravilloso día? —preguntó el lobo. Caperucita Roja recordó que su mamá le había advertido no hablar con extraños, pero el lobo lucía muy elegante, además era muy amigable y educado.


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—Voy a la casa de abuelita, señor lobo —respondió la niña— . Ella se encuentra enferma y voy a llevarle estas galleticas para animarla un poco. —¡Qué buena niña eres! — exclamó el lobo. —¿Qué tan lejos tienes que ir? —¡Oh! Debo llegar hasta el final del camino, ahí vive abuelita—dijo Caperucita con una sonrisa. —Te deseo un muy feliz día mi niña —respondió el lobo. El lobo se adentró en el bosque. Él tenía un enorme apetito y en realidad no era de confiar. Así que corrió hasta la casa de la abuela antes de que Caperucita pudiera alcanzarlo. Su plan era comerse a la abuela, a Caperucita Roja y a todas las galleticas recién horneadas. El lobo tocó la puerta de la abuela. Al verlo, la abuelita corrió despavorida dejando atrás su chal. El lobo tomó el chal de la viejecita y luego se puso sus lentes y su gorrito de noche. Rápidamente, se trepó en la cama de la abuelita, cubriéndose hasta la nariz con la manta. Pronto escuchó que tocaban la puerta: —Abuelita, soy yo, Caperucita Roja. Con vos disimulada, tratando de sonar como la abuelita, el lobo dijo: —Pasa mi niña, estoy en camita. Caperucita Roja pensó que su abuelita se encontraba muy enferma porque se veía muy pálida y sonaba terrible. —¡Abuelita, abuelita, qué ojos más grandes tienes!


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—Son para verte respondió el lobo.

mejor

—¡Abuelita, abuelita, qué orejas más grandes tienes! —Son para oírte mejor —susurró el lobo. —¡Abuelita, abuelita, que dientes más grandes tienes! —¡Son para comerte mejor! Con estas palabras, el malvado lobo tiró su manta y saltó de la cama. Asustada, Caperucita salió corriendo hacia la puerta. Justo en ese momento, un leñador se acercó a la puerta, la cual se encontraba entreabierta. La abuelita estaba escondida detrás de él. Al ver al leñador, el lobo saltó por la ventana y huyó espantado para nunca ser visto. La abuelita y Caperucita Roja agradecieron al leñador por salvarlas del malvado lobo y todos comieron galleticas con leche. Ese día Caperucita Roja aprendió una importante lección: “Nunca debes hablar con extraños”.

FIN…


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EL PATITO FEO. Era una preciosa mañana de verano en el estanque. Todos los animales que allí vivían se sentían felices bajo el cálido sol, en especial una pata que, de un momento a otro, esperaba que sus patitos vinieran al mundo. – ¡Hace un día maravilloso! – pensaba la pata mientras reposaba sobre los huevos para darles calor – Sería ideal que hoy nacieran mis hijitos. Estoy deseando verlos porque seguro que serán los más bonitos del mundo. Y parece que se cumplieron sus deseos, porque a media tarde, cuando todo el campo estaba en silencio, se oyeron unos crujidos que despertaron a la futura madre. ¡Sí, había llegado la hora! Los cascarones comenzaron a romperse y muy despacio, fueron asomando una a una las cabecitas de los pollitos. – ¡Pero qué preciosos sois, hijos míos! – exclamó la orgullosa madre – Así de lindos os había imaginado. Sólo faltaba un pollito por salir. Se ve que no era tan hábil y le costaba romper el cascarón con su pequeño pico. Al final también él consiguió estirar el cuello y asomar su enorme cabeza fuera del cascarón. – ¡Mami, mami! – dijo el extraño pollito con voz chillona. ¡La pata, cuando le vio, se quedó espantada! No era un patito amarillo y regordete como los demás, sino un pato grande, gordo y negro que no se parecía nada a sus hermanos.


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– ¿Mami?… ¡Tú no puedes ser mi hijo! ¿De dónde habrá salido una cosa tan fea? – le increpó – ¡Vete de aquí, impostor! Y el pobre patito, con la cabeza gacha, se alejó del estanque mientras de fondo oía las risas de sus hermanos, burlándose de él. Durante días, el patito feo deambuló de un lado para otro sin saber a dónde ir. Todos los animales con los que se iba encontrando le rechazaban y nadie quería ser su amigo. Un día llegó a una granja y se encontró con una mujer que estaba barriendo el establo. El patito pensó que allí podría encontrar cobijo, aunque fuera durante una temporada. – Señora – dijo con voz trémula- ¿Sería posible quedarme aquí unos días? Necesito comida y un techo bajo el que vivir. La mujer le miró de reojo y aceptó, así que, durante un tiempo, al pequeño pato no le faltó de nada. A decir verdad, siempre tenía mucha comida a su disposición. Todo parecía ir sobre ruedas hasta que un día, escuchó a la mujer decirle a su marido: – ¿Has visto cómo ha engordado ese pato? Ya está bastante grande y lustroso ¡Creo que ha llegado la hora de que nos lo comamos! El patito se llevó tal susto que salió corriendo, atravesó el cercado de madera y se alejó de la granja. Durante quince días y quince noches vagó por el campo y comió lo poco que pudo encontrar. Ya no sabía qué hacer ni a donde dirigirse. Nadie le quería y se sentía muy desdichado. ¡Pero un día su suerte cambió! Llegó por casualidad a una laguna de aguas cristalinas y allí, deslizándose sobre la superficie, vio una familia de preciosos cisnes. Unos eran blancos, otros negros, pero


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todos esbeltos y majestuosos. Nunca había visto animales tan bellos. Un poco avergonzado, alzó la voz y les dijo: – ¡Hola! ¿Puedo darme un chapuzón en vuestra laguna? Llevo días caminando y necesito refrescarme un poco. - ¡Claro que sí! Aquí eres bienvenido ¡Eres uno de los nuestros! – dijo uno que parecía ser el más anciano. – ¿Uno de los vuestros? No entiendo… – Sí, uno de los nuestros ¿Acaso no conoces tu propio aspecto? Agáchate y mírate en el agua. Hoy está tan limpia que parece un espejo. Y así hizo el patito. Se inclinó sobre la orilla y… ¡No se lo podía creer! Lo que vio le dejó boquiabierto. Ya no era un pato gordo y chato, sino que en los últimos días se había transformado en un hermoso cisne negro de largo cuello y bello plumaje. ¡Su corazón saltaba de alegría! Nunca había vivido un momento tan mágico. Comprendió que nunca había sido un patito feo, sino que había nacido cisne y ahora lucía en todo su esplendor. – Únete a nosotros – le invitaron sus nuevos amigos – A partir de ahora, te cuidaremos y serás uno más de nuestro clan. Y feliz, muy feliz, el pato que era cisne, se metió en la laguna y compartió el paseo con aquellos que le querían de verdad. FIN…


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EL GATO CON BOTAS.

Había una vez un molinero pobre que cuando murió sólo pudo dejar a sus hijos por herencia el molino, un asno y un gato. En el reparto el molino fue para el mayor, el asno para el segundo y el gato para el más pequeño. Éste último se lamentó de su suerte en cuanto supo cuál era su parte. ¿Y ahora qué haré? Mis hermanos trabajarán juntos y harán fortuna, pero yo sólo tengo un pobre gato. El

gato,

que

no

andaba

muy

lejos,

le

contestó:

- No os preocupéis mi señor, estoy seguro de que os seré más valioso de lo que pensáis. - ¿Ah sí? ¿Cómo?, dijo el amo incrédulo - Dadme un

par de botas

y un saco y os lo

demostraré.

El amo no acababa de creer del todo en sus palabras, pero como sabía que era un gato astuto le dio lo que pedía. El gato fue al monte, llenó el saco de salvado y de trampas y se hizo el muerto junto a él. Inmediatamente cayó un conejo en el saco y el gato puso rumbo hacia el palacio del Rey. Buenos días majestad, os traigo en nombre de mi amo el marqués de Carabas - pues éste fue el nombre que primero se le ocurrió - este conejo. - Muchas gracias gato, dadle las gracias también al señor Marqués de mi parte.


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Al día siguiente el gato cazó dos perdices y de nuevo fue a ofrecérselas al Rey, quien le dio una propina en agradecimiento. Los días fueron pasando y el gato continuó durante meses llevando lo que cazaba al Rey de parte del Marqués de Carabas. Un día se enteró de que el monarca iba a salir al río junto con su hija la princesa y le dijo a su amo: - Haced lo que os digo amo. Acudid al río y bañaos en el lugar que os diga. Yo me encargaré del resto. El amo le hizo caso y cuando pasó junto al río la carroza del Rey, el gato comenzó a gritar diciendo que el marqués se ahogaba. Al verlo, el Rey ordenó a sus guardias que lo salvaran y el gato aprovechó para contarle al Rey que unos forajidos habían robado la ropa del marqués mientras se bañaba. El Rey, en agradecimiento por los regalos que había recibido de su parte mandó rápidamente que le llevaran su traje más hermoso. Con él puesto, el marqués resultaba especialmente hermoso y la princesa no tardó en darse cuenta de ello. De modo que el Rey lo invitó a subir a su carroza para dar un paseo. El gato se colocó por delante de ellos y en cuanto vio a un par de campesinos segando corrió hacia ellos. - Buenas gentes que segáis, si no decís al Rey que el prado que estáis segando pertenece al señor Marqués de Carabas, os harán picadillo como carne de pastel. Los campesinos hicieron caso y cuando el Rey pasó junto a ellos y les preguntó de quién era aquél prado, contestaron que del Marqués de Carabas. Siguieron camino adelante y se cruzaron con otro par de campesinos a los que se acercó el gato. - Buenas gentes que segáis, si no decís al Rey que todos estos trigales


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pertenecen al señor Marqués de Carabas, os harán picadillo como carne de pastel. Y en cuanto el Rey preguntó a los segadores, respondieron sin dudar que aquellos campos también eran del marqués. Continuaron su paseo y se encontraron con un majestuoso castillo. El gato sabía que su dueño era un ogro así que fue a hablar con el. - He oído que tenéis el don de convertiros en cualquier animal que deseéis. ¿Es eso cierto? -

Pues

claro.

Veréis

cómo

me

convierto

en

león

Y el ogro lo hizo. El pobre gato se asustó mucho, pero siguió adelante con su hábil plan. - Ya veo que están en lo cierto. Pero seguro que no sois capaces de convertiros en un animal muy pequeño como un ratón. -

¿Ah

no?

¡Mirad

esto!

El ogro cumplió su palabra y se convirtió en un ratón, pero entonces el gato fue más rápido, lo cazó de un zarpazo y se lo comió. Así, cuando el Rey y el Marqués llegaron hasta el castillo no había ni rastro del ogro y el gato pudo decir que se encontraban en el estupendo castillo del Marqués de Carabas. El Rey quedó fascinado ante tanto esplendor y acabó pensando que se trataba del candidato perfecto para casarse con su hija.


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El Marqués y la princesa se casaron felizmente y el gato sólo volvió a cazar ratones para entretenerse.

FIN…


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LA LIEBRE TORTUGA

Y LA


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Había una vez una liebre y una tortuga que vivían en el campo. La liebre era famosa entre los animales por ser muy veloz y se pasaba el día correteando de un lado a otro sin parar, mientras que la tortuga caminaba siempre con pasos lentos y cansados, pues además de tener que soportar el peso de su gran caparazón no era demasiado ágil. A la liebre le parecía muy divertido ver a la tortuga arrastrando sus patas regordetas con tanta lentitud, cuando a ella le bastaba un pequeño impulso para saltar de un sitio a otro con gran agilidad. Por eso, cuando por casualidad se cruzaban en el campo, la liebre siempre se reía de ella y solía hacer comentarios burlones que a la tortuga no le sentaban nada bien. – ¡Espero que no tengas mucha prisa, amiga tortuga! ¡Ja, ja, ja!, se reía a carcajadas la liebre. A ese paso no llegarás a tiempo a ninguna parte ¿Qué harás el día que tengas que llegar pronto a tu destino? ¡Date prisa! ¡Vamos! La tortuga siempre pasaba de sus comentarios burlones. Sin embargo, un día se hartó de tal modo, que decidió enfrentarse a la liebre de una vez y por todas. – Tú serás tan veloz como el viento, pero te aseguro que soy capaz de ganarte una carrera – dijo convencida la tortuga. – ¡Ja, ja, ja! ¡Pero qué graciosa! ¡Si hasta un caracol es más rápido que tú! No me ganarías ni, aunque fuese a tu propio ritmo – contestó la liebre riéndose a carcajadas. – Si tan segura estás – insistió la tortuga – ¿Por qué no probamos y hacemos una carrera? – ¡Cuando quieras! Total, estoy segura que ganaré – respondió la liebre mofándose. – ¡Pues muy bien! Nos veremos mañana entonces a esta misma hora junto al campo de flores y veremos quién es más rápida de las dos ¿Te parece? – le dijo. – ¡Perfecto! – asintió la liebre guiñándole un ojo, en un gesto de insolencia y arrogancia.


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Luego, la liebre se fue dando saltitos y la tortuga se alejó con la misma tranquilidad de siempre, cada una por su lado. La noticia corrió como la pólvora y los animales del campo no tardaron en enterarse del reto. Dudosos por el resultado, decidieron acudir al punto de encuentro para ver con sus propios ojos el resultado de la carrera. Al día siguiente la liebre y la tortuga fueron las primeras en llegar al lugar que habían convenido. El resto de animales también asistieron, pues la noticia de la curiosa carrera había llegado hasta los confines del bosque. De hecho, durante la noche, una familia de gusanos se encargó de hacer surcos en la tierra para marcar la pista de competición. En tanto, la zorra fue la elegida para marcar las líneas de salida y de meta, mientras que un cuervo se preparó para ser el árbitro. Cuando todo estuvo a punto, el cuervo gritó “Preparadas, listas, fuera”, y la liebre y la tortuga comenzaron la carrera. La tortuga salió a paso lento, como era habitual en ella. En cambio, la liebre salió disparada como nunca antes. Sin embargo, después de un buen tramo, se detuvo y al ver que le llevaba mucha ventaja a la tortuga, se paró a esperarla y de paso, se burló una vez más de ella. – ¡Venga, tortuga, más deprisa, que me aburro! Aquí te espero – gritó fingiendo un bostezo. Finalmente, la tortuga alcanzó a la liebre y ésta volvió a dar unos cuantos saltos para situarse unos metros más adelante. De nuevo esperó a la tortuga, quien tardó varios minutos en llegar hasta donde estaba ya que por mucha prisa que se daba no podía andar muy rápido. – ¡Te lo dije, tortuga! Es imposible que un ser tan lento como tú pueda competir con un animal tan ágil como yo. Te ganaré y lo sabes. A lo largo del camino, la liebre fue parándose varias veces para esperar a la tortuga, convencida de que le bastaría correr un poquito


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en el último momento para llegar de primera. Sin embargo, en una de esas paradas, algo inesperado sucedió. A pocos metros de la meta, la liebre se sentó bajo un árbol y de tan aburrida que estaba se quedó dormida. Dando pasitos cortos pero seguros, la tortuga llegó hasta donde estaba y siguió su camino hacia la meta. Cuando la tortuga estaba a punto de cruzar la línea de meta, la liebre se despertó y echó a correr lo más rápido que pudo, pero ya no había nada que hacer. Vio con asombro e impotencia cómo la tortuga se alzaba con la victoria mientras era ovacionada por todos los animales del campo. La liebre, por primera vez en su vida, se sintió avergonzada por su falta de humildad y su exceso de arrogancia, le pidió perdón a la tortuga y nunca más volvió a reírse de ella.

FIN…


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