DELBAETH RISING CAMINO DE ODIO GONZALO ZALAYA Y VÍCTOR BLANCO
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Las olas. Siempre las olas. No recordaba haberlas visto nunca, y sin embargo aparecían en los pocos sueños de paz que su vida le permitía tener. Se despertó en la misma celda de siempre. Había pasado allí los últimos diez años, en un lugar que la gente libre, la gente del exterior, llamaba Velarburgo. Por todo mobiliario disponía de un jergón y una sucia letrina. Se acercó a los barrotes que daban al pasillo, carente de techo. A ambos lados de la galería había celdas idénticas a la suya, con otros como él en su interior. Desgraciados gladiadores cuya existencia se basaba en entretener a las masas que acudían semanalmente al coliseo como si no hubiera una distracción mejor en el mundo. Alzó la mirada y se encontró, como cada noche, con las estrellas que alfombraban el manto nocturno. De entre todas ellas, sus favoritas eran tres que dibujaban un triángulo perfecto. Esa constelación en concreto siempre le había fascinado. —Las Tres Putas me verán luchar esta noche —se dijo Delbaeth—. No hay nubes. Dio vueltas como una fiera enjaulada, hasta que Julius, el celador, vino a por él. —Te toca luchar, Cortador. Salió de la celda. Caminó por la galería seguido por el corpulento Julius. A su paso, los otros gladiadores lo miraban con orgullo y le dedicaban frases de ánimo. —¡Corta bien, Cortador! —Rey del Pozo.
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—Os han traído a los mejores. ¡Pero no saldrán vivos de la arena! Delbaeth respondía con gestos simples. Asentía, sonreía, levantaba el pulgar. Llegaron a una sala circular, en la que había colgadas docenas de armas distintas. Julius cerró la reja que hacía las veces de puerta y se fue por otro de los pasillos, dejando al Cortador a solas. El techo estaba también enrejado. Era una noche despejada y el fulgor de la luna iluminaba al solitario gladiador. Se trataba de un elfo con el cuerpo totalmente surcado de cicatrices. Cara, torso, brazos, piernas. Perforaciones, cuchilladas, zarpazos, quemaduras. El recuerdo de ciento doce años como esclavo y más de diez mil combates. Los largos cabellos trigueños, oscurecidos por la falta de sol. Los ojos almendrados, distantes. El cuerpo esbelto y de proporciones armoniosas, en una inmejorable forma física. Se abrió otra de las verjas y entró Julius acompañado de Caernavon. El corpulento gladiador ghaulo se reunió con su amigo. —Delbaeth, nos traen a cinco hombres libres. Dos antiguos campeones de los circuitos superiores y tres mercenarios. Por toda respuesta, el elfo gruñó y escupió al suelo. El celador volvió al cabo con tres gladiadores más, pero no eran los que el maestro de armas les había prometido. —¿Qué es esto? —gruñó el fornido ghaulo—. ¡Estos son morralla de pozo, ni siquiera han empezado a entrenarse! No llevan ni un combate a sus espaldas. Pero mírales, si no tienen ni cicatrices —se desesperaba Caernavon. —Nos la han jugado —murmuró el elfo. Caernavon se encaró con Julius, que dio dos pasos atrás. —¿Dónde está Masticamuertos? —rugía el ghaulo—. ¿Dónde están Daga y Benzan? Eran los que tenían que salir esta noche.
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Julius, a pesar del miedo que le infundía aquel curtido gladiador, apenas pudo contener una risa mezquina. —Están enfermos. Diarrea… Delbaeth sujetó a su amigo por el brazo. —Déjale. La muerte de ese gusano no vale cien días tuyos en la porquera. Al oír mencionar aquel lugar inmundo, Caernavon se detuvo de golpe. El celador aprovechó para retirarse. Seguro tras la verja, profirió una sonora carcajada. —¡Se acabó vuestra suerte, Pareja de Oro! ¡Esplendoroso Draco os envía saludos! Siguió riendo mientras los dos gladiadores maldecían su nombre y el de Draco, su patrón. —Bien, vosotros —dijo Caernavon—, escuchad. Todos tenemos un primer combate. Yo tampoco creí que fuera a sobrevivir al mío y ya me veis. Además no estáis solos, vais a luchar con Delbaeth y conmigo a vuestro lado. Delbaeth no era tan bueno como su amigo dando ánimos, pero creyó conveniente añadir algo. —Coged una espada y un escudo. Hay que cortar, liquidar al rival en un corte o como mucho dos. Buscad las piernas y la garganta. No intentéis florituras. Cuando caigan al suelo, rematad. —Golpear y cubrir —añadió el ghaulo—. No os ceguéis. Los cinco cogieron las armas y el equipo que necesitaron. El corpulento ghaulo se cubrió la cabeza con su propio casco, que había recibido de su anterior amo. La celada de la pieza, de una excelente artesanía, mostraba las dos caras de una mujer hermosa. Una de ellas sonreía, la otra estaba deformada en una mueca de espanto. Era la efigie de Enki, Diosa de la Arena. Se trataba de un casco formidable, remachado en acero, que confería a aquel lechoso y corpulento gladiador el aspecto de un monstruo.
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Delbaeth nunca llevaba casco, pues confiaba ante todo en sus reflejos y no quería mermar sus sentidos, que nunca le habían fallado. Se protegía el brazo izquierdo con un guantelete escamado. En esa mano esgrimía una daga larga y bien equilibrada. En la otra, una espada bastarda que podría utilizar a una o a dos manos, según requiriera el combate. El resto de su equipo lo componían las dos grebas de acero con que se protegía las espinillas. Los otros portaban escudos y espadas cortas de dos filos, buenas para cortar y pinchar, propias de las luchas de la arena. Los cinco iban equipados con jabalinas, arte en la que habían sido debidamente instruidos. Era la marca de la casa de Esplendoroso Draco. Oyeron los vítores al final del oscuro pasillo por el que caminaban. El sonido era ensordecedor: la voz de un gigante impaciente y hambriento. Delbaeth sintió cómo su pulso latía acompasado a cada clamor. Vivía para eso, era lo único que había conocido. Salieron a la arena. Las llamas brillaban en los pebeteros de las columnas. Una muralla lisa, de más de tres metros, dividía la zona del combate de las gradas atestadas por completo de hombres, mujeres y niños. Delbaeth alzó la mirada: las estrellas seguían brillando en el cielo desnudo. Se abstrajo por completo de la voz del declamador, que presentaba el combate por el que toda Velarburgo había pagado la formidable suma de diez dracmas de plata. —¡Hoy en la Saturnal de Enki, nuestro patrón Esplendoroso Draco nos brindará un combate como nunca se ha visto! Durante cien años, Delbaeth el Cortador ha sido héroe invicto de la arena, pero esta es la lección de Draco: todos los héroes mueren. Ovaciones, aplausos y más clamores.
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—¡Muchos han intentado arrebatarle su título de Campeón Absoluto de la arena! Y es hoy, en esta noche tan señalada que hemos encontrado a los hombres que se encargarán de ello. Traídos desde todos los confines del mundo conocido… Clamores. Impaciencia. Hambre. Pero Delbaeth estaba lejos de todo aquello. Había fijado la vista en la marea humana, que agitaba sus brazos como un vaivén. Casi al instante recordó un barco rodeado de olas oscuras. Sintió, como otras veces, esa presión en la cabeza. Llevó la vista más abajo, hacia su mundo, hacia la arena. Se obligó a concentrarse en la única realidad que comprendía. —¡… y al otro lado, Caernavon, el avatar ghaulo de Enki! La diosa habla por su espada, pero… ¿tendrá algo que decir esta noche? Risas. Aplausos. Alzar de copas en las gradas de los burgueses. Se abrieron las verjas, y los luchadores anunciados hicieron su aparición para deleite y asombro del público. Coloso, un hombre de más de dos varas de alto, totalmente enfundado en una pesada armadura. Vera Milagro, una auténtica belleza de cabellos oscuros, que hizo su entrada con una serie de imposibles acrobacias. Tritón, un obeso individuo de rostro sonrosado que portaba un brillante tridente. Filo Negro, un visonio traído de los desiertos, un calmo guerrero de piel oscura. Y Jaguar, el más sorprendente: un licántropo fallido, a medio camino entre lo humano y lo bestial. —¡Que comience el combate! Los cinco guerreros traídos de cada confín avanzaron con decisión. Caernavon alzó la visera de su casco para hablarle a sus compañeros. —Dejadme al grandullón a mí. Los gladiadores de la casa de Velarburgo se dispusieron a medirse con sus rivales. Con sus garras, Jaguar destripó al primero de ellos y se entretuvo después
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mordisqueándole las tripas, para horror y regocijo del público. Tritón ensartó a otro de los novatos con su tridente. Después lo izó por encima de su cabeza y lo zarandeó ante la audiencia, antes de arrojarlo contra una de las paredes. Vera Milagro realizó una pirueta para salvar las tres varas de muralla. Se entretuvo abriendo los brazos y mostrando su mejor sonrisa a los enardecidos espectadores, que casi podían tocarla. Después saltó hacia atrás, girando en el aire y cayendo sobre el desdichado gladiador, al que le crujió el cuello con sus poderosas piernas. Delbaeth corría hacia Filo Negro, que se desesperaba imprecando a sus propios compañeros. —¡No es lo pactado! ¡Esos tres eran aficionados! Se dio la vuelta, dirigiéndose a una de las puertas. —Dejadme salir, no voy a formar parte de esta farsa. —¿Farsa? —le dijo Julius desde la seguridad del otro lado—. Date la vuelta y comprende que el combate no ha hecho más que empezar. Así lo hizo Filo Negro, el guerrero visonio. Caernavon corría con una jabalina en la mano, seguido de cerca por Delbaeth. Coloso se encontraba en mitad de la arena, pues avanzaba mucho más lento que sus compañeros. Allí lo emboscaron el humano y el elfo que el público conocía como la Pareja de Oro. El ghaulo arrojó su jabalina con increíble potencia, y Coloso solo pudo seguirla con la mirada antes de que le atravesara el bajo vientre. El mercenario chilló, pero todavía no abatido, balanceó su hacha a dos manos para recibir a su rival ahora desarmado. Locos ghaulos, capaces de enfrentarse a un hombre como él, sin más arma que sus puños. Le enseñaría que no estaba vencido. Le daría una lección antes de enviarlo a los infiernos.
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Para sorpresa de Coloso, el hombre con la máscara de Enki se detuvo en seco, apoyando sus manos en la arena y doblándose en toda su envergadura. —¡Cuidado con el elfo! —fue lo único que pudo hacer Filo Negro. Delbaeth saltó sobre la espalda de Caernavon. En ese momento el ghaulo se incorporaba, lo que dio más impulso y altura al vuelo del elfo. Era una maniobra mil veces entrenada, su regalo al público para la Saturnal de Enki. Coloso levantó la mirada, viendo cómo la silueta de Delbaeth ocultaba por un instante la luna. La daga se hundió por un resquicio de su formidable armadura, y el impacto derribó de espaldas al mercenario. Antes de que pudiera reaccionar, el elfo le quitó el casco y, con en un gesto cómplice con el público, descargó su espada bastarda para decapitar al mercenario. —Vamos —insistió Julius a Filo Negro—. Atacad todos a una o estáis perdidos. El visonio cruzó la arena mientras Delbaeth se acercaba a las gradas, para mostrar la cabeza de Coloso al enardecido público. Caernavon se apropiaba del hacha a dos manos y esperaba a los demás cerca de donde estaba el cuerpo del mercenario decapitado. —¡Os ofreceré un espectáculo que nunca olvidaréis! —rugía el elfo. Vera Milagro, más ágil y rápida que cualquier hombre, se acercaba a Delbaeth desde un lado. Rodó sobre sí misma en acrobacia y se impulsó en un salto no menos espectacular que el del elfo sobre el malogrado Coloso. —¡Tu espalda, Delbaeth! —chilló Caernavon. Pero el Cortador también era rápido. Tuvo tiempo de soltar la cabeza que sostenía por los cabellos y esgrimir la daga, mientras Vera surcaba el aire. Le dio la bienvenida con las dos hojas en alto, a las que ella misma se entregó con su pirueta. Ambos filos se hundieron en su carne hasta la empuñadura.
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El público chilló y aplaudió, pero la Pareja de Oro no había terminado con su demostración. Alzando a la temblorosa Vera Milagro, Delbaeth caminó hacia el ghaulo y se la arrojó. Caernavon la recibió con un preciso hachazo, que la partió por la mitad, atravesando su carne desde el hombro hasta la ingle. Las dos secciones de Vera se dividieron en el aire, bañando al ghaulo con una cascada de sangre y vísceras. Delbaeth celebraba con el público. Todos aplaudían y reían, devolviéndole cómplices gestos, demostrándole que, a pesar de lo que hubiera dicho el declamador, él seguía siendo el héroe del Coliseo; el favorito de toda Velarburgo. Entonces reparó en unos ojos que lo contemplaban de un modo muy distinto. Pertenecían a un anciano de blancos cabellos y densa barba sin bigote. No era la primera vez que lo veía, había asistido a los entrenamientos durante las últimas semanas. Seguramente era un asociado de Draco. No había ninguna aprobación en el gesto del anciano, que meneó la cabeza para censurar su actuación. —¡No me ralles, viejo! ¡No te conozco de nada! Tritón, por su parte, también deploraba aquella innecesaria carnicería. En unos pocos segundos, dos de sus compañeros en el combate. Observó a Filo Negro acercarse a ellos al trote. Jaguar reclamó su atención desde detrás de una columna. —¡Vamoz! —lo increpaba el licántropo—. ¿A qué ezperaz? —Son… ¡Son monstruos! —¡Por ezo mizmo, antez de que zea tarde! —insistía Jaguar, cuyos grandes colmillos apenas le permitían pronunciar el lenguaje humano. Delbaeth y Caernavon se dispusieron a enfrentarse a Filo Negro. El elfo le lanzó una jabalina, que el guerrero de piel negra partió por la mitad en el aire, sin otra ayuda que su espada. Pero casi instantáneamente, el proyectil arrojado por Caernavon le
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impactó en el muslo, desgarrándole carne y músculo. El impacto fue terrible, lo tiró de espaldas. —¡Parece ser que la Pareja de Oro quiere vender cara la piel! —chillaba el declamador. El elfo y el ghaulo se volvieron a la vez hacia Tritón. El rubicundo hombretón comprendió que solo su tridente le sacaría de allí con vida. Les sostuvo la mirada azorado, mientras los dos se acercaban con jabalinas en la mano. Apuntó con las tres púas de su tridente a uno y a otro, sin decidirse. —¡Al grande, ataca al grande! —chilló Jaguar, que corría a cuatro patas por un lado de la arena. Tritón recitó con los ojos en blanco, haciendo que su arma despidiera un sonido vibrante y se iluminara. —¿Qué mierda es eso? Fueron las últimas palabras de Caernavon el ghaulo. La descarga eléctrica que emergió de las tres puntas del tridente lo hizo sacudirse durante dos o tres segundos, antes de caer al suelo entre estertores. Delbaeth se volvió hacia su amigo con un grito de horror estallándole en la boca. Pero la desdicha de Caernavon, avatar de Enki, no había terminado. Antes de que el elfo tuviera tiempo de reaccionar, Jaguar saltó a la garganta del ghaulo, y tras arrancarle el casco se la desgarró con los dientes. Delbaeth no pudo intervenir. Sabía que, si quería salir de allí, tenía que impedir que el gigante de los mofletes rosados lo convirtiera en el siguiente blanco de su asquerosa magia. Sopesó la jabalina y basculó su cuerpo como cien años de entrenamiento le habían enseñado. El proyectil surcó el aire e hizo enmudecer al estadio. Un clamor estalló junto con las tripas de Tritón, que se tambaleó pero consiguió mantenerse en pie. Antes de que
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Delbaeth pudiera celebrar su triunfo, el hombre del tridente balbuceó las últimas sílabas de su hechizo y descargó sobre él una brutal tormenta eléctrica. El dolor colapsó todo su cuerpo y después lo sumió en la más completa oscuridad.
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