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ntes de la Revolución trabajé como instructor de la División Acorazada de Reserva, desde la privilegiada condición de soldado. Nunca olvidaré aquella sensación de tremenda opresión que experimentábamos tanto yo como mi hermano, escribiente en el Estado Mayor. Recuerdo las carreras furtivas por las calles a partir de las ocho de la tarde, el inflexible encierro de tres meses en el cuartel y, por encima de todo, el tranvía. La ciudad fue convertida en un campamento militar. Los semíshnik1 —así llamaban a los patrulleros porque cobraban, o eso se decía, dos kopeks por cada arresto— nos perseguían, nos acorralaban en los patios, abarrotaban la comandancia. La causa de esa cacería eran los tranvías llenos hasta los topes de soldados emperrados en no pagar boleto. El mando superior lo consideraba una cuestión de honor. Nuestra réplica, la de la tropa, era un sordo y airado sabotaje. Tal vez sea una chiquillada, sin embargo, estoy convencido de que la reclusión sin permisos en el cuartel (donde los hombres arrancados de sus oficios y asuntos habituales, condenados a la holganza, se pudrían en los catres), la angustia propia del lugar, la zozobra oscura y el rencor de los soldados por el hostigamiento callejero, todo esto soliviantaba a la guarnición de Petersburgo 1
Semíshnik: ‘hepta–, siete’ del ruso, el nombre popular de la moneda de dos kopeks que surge después de la reforma monetaria de 1839-1843. A consecuencia de la reforma, la nueva moneda de dos kopeks tenía el mismo valor que la antigua de siete. 11
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mucho más que los constantes fracasos militares o los recurrentes y cada vez más generalizados rumores sobre «la traición». El tranvía originaba su folclore particular, lamentable y característico. Un ejemplo: una hermana de la caridad acompaña a unos heridos, un general se mete con ellos y de paso ultraja a la hermana; entonces ella se quita la capa y se muestra en uniforme de gran duquesa; justo así es como se decía: «en uniforme». El general se postra de rodillas e implora perdón, pero ella no accede. Como se ve, aún se trataba de un folclore del todo monárquico. La historia se ambientaba a veces en Varsovia, a veces en Petersburgo. Otro relato era el del cosaco que mató a un general que pretendía sacarlo del tranvía y le arrancó sus condecoraciones. Al parecer hubo de veras en Píter1 un asesinato en un tranvía, aunque yo atribuiría el personaje del general a nuestra ancestral querencia épica: en aquellos tiempos los generales no solían ir en tranvía, a excepción de los pobres pensionistas. No hubo propaganda en el Ejército, puedo certificarlo al menos en lo que atañe a mi regimiento, donde pasaba junto con los soldados todo mi tiempo desde las cinco o las seis de la mañana hasta la noche. Me refiero, por supuesto, a la propaganda política; sin embargo, pese a su ausencia, la Revolución era de algún modo un hecho asumido: se sabía que estallaría, se creía que se desencadenaría en cuanto terminara la guerra. No había propaganda en los regimientos porque no había nadie para organizarla, la gente del partido era escasa, y casi todos eran obreros que apenas conectaban con los soldados; los intelectuales, en el sentido más primitivo de la palabra —es decir, cualquiera que poseyera una educación mínima, aunque fueran dos cursos de primaria—, eran ascendidos a oficiales y se portaban, por lo menos en la guarnición de Petersburgo, igual o incluso peor que los oficiales de carrera; los alféreces no eran lo que se dice muy populares, y los que menos los de retaguardia, aferrados con uñas y dientes al batallón de reserva. Los soldados cantaban: 1
Píter: el nombre popular de San Petersburgo.
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Ayer plantaba verduras, Hoy lo llaman su señoría. Muchos solo eran culpables de haber cedido fácilmente a los encantos de la disciplina militar, a la admirable organización del adiestramiento en las academias. Más tarde no pocos abrazarían con idéntico fervor la causa revolucionaria, caerían bajo su influencia con tanta facilidad como antes aprendieron a hacer de soldadotes. La historia de Grigori Rasputin circulaba por doquier. Yo la aborrecía: la forma de contarla ponía de manifiesto la podredumbre espiritual del pueblo. Los pasquines de la etapa posrevolucionaria, todas aquellas Hazañas de Grigori1… El éxito de esa literatura me reveló que para las amplias masas Rasputin personificó una especie de héroe nacional, algo así como un nuevo Vanka Klúchnik.2 A fuerza, pues, de diversos factores (algunos de los cuales crispaban al pueblo y lo saturaban de motivos para explotar, mientras que otros actuaban desde dentro, cambiando poco a poco su mentalidad), los oxidados aros de hierro que ceñían la masa de Rusia se fueron tensando. El abastecimiento de víveres empeoraba a diario, y las cosas pintaban fatal. Se dejaba sentir la falta de pan: aparecieron las primeras colas en las panaderías, en el barrio del canal Obvodni comenzaron a asaltar las tiendas, los afortunados que lograban conseguir un pan se abrazaban a él cual enamorados y no le quitaban ojo hasta llegar a casa. La gente compraba el pan a los soldados; pronto desaparecieron las cortezas y los desperdicios que, junto con el acre olor a cautiverio, habían representado hasta hacía bien poco el sello propio de los cuarteles. 1
En 1917 circulaban múltiples ediciones tipo folletín cuyo protagonista era Rasputin. En muchos casos, dada la especial cercanía de Rasputin con la familia real, cumplían la función de propaganda antimonárquica dirigida al pueblo. 2 Vanka Klúchnik: personaje del cancionero popular que seduce a su señora la duquesa, y por ello acaba asesinado.
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El grito «¡Pan!» se oía bajo las ventanas y en las puertas de los cuarteles, que los guardias y centinelas ya vigilaban de cualquier manera, dejando a sus compañeros entrar y salir a su antojo. La moral de la tropa, que había perdido la fe en el viejo régimen, acosada por la mano cruel pero ya insegura de sus superiores, comenzó a descomponerse. Para entonces el soldado regular, y en general el soldado de entre 22 y 25 años, era un elemento poco frecuente. Había sido aniquilado de manera brutal y estúpida en la guerra. Los suboficiales profesionales fueron incorporados como meros soldados en los primeros convoyes y cayeron en Prusia, en las afueras de Lviv y durante la famosa «gran retirada», cuando el Ejército ruso pavimentó la tierra con sus cadáveres. El soldado de Petersburgo de aquellos días era un campesino descontento o un pequeño burgués igualmente infeliz. Toda esa gente, convertida sin ningún convencimiento al capote gris, sino más bien embalada a granel, deprisa y corriendo, fue agrupada en turbas, bandas y pandillas llamadas batallones de reserva. De hecho, los cuarteles se volvieron simples rediles de ladrillo hacia los que, mediante nuevas cartas de reclutamiento —hoy verdes, mañana rojas—, se empujaba por manadas a la carne de cañón. La proporción numérica del cuerpo de mando en relación con la masa soldadesca era, con toda probabilidad, similar a la de capataces y esclavos en las galeras. Y al otro lado de los muros del cuartel se oían rumores como: «Los obreros se preparan para la revuelta» o «El 18 de febrero los de Kólpino1 quieren plantarse ante la Duma Estatal».2 La masa soldadesca, mitad campesina, mitad oportunista, tenía escaso trato con los obreros; las circunstancias, no obs1
En la ciudad de Kólpino, a unos 26 km de San Petersburgo, se encuentra uno de los más antiguos centros industriales: Izhorski. Los obreros de Izhorski participaron activamente en la Revolución rusa. 2 Duma Estatal: la asamblea legislativa del Imperio ruso, existió entre 1906 y 1917.
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tante, confluían de tal modo que iban aumentando el riesgo de explosión. Recuerdo las vísperas. Las fanfarronadas ociosas de los choferes instructores respecto de que no estaría mal birlar un coche blindado, soltar algo de traca contra la policía y después abandonar el vehículo en las afueras con el letrero: Devolver al Picadero Mijáilovski.1 Un rasgo muy característico: el desvelo por el coche perduró. Era obvio que el personal aún no las tenía todas consigo en cuanto a poder tumbar al régimen existente, así que se conformaba con montar alguno que otro jaleo. Y la policía era el blanco de sus resquemores desde hacía tiempo, básicamente por estar exenta del servicio en el frente. Recuerdo cómo un par de semanas antes de la Revolución íbamos unos doscientos en tropel por la calzada, y al cruzarnos con un destacamento de alguaciles los abroncamos a grito pelado: «¡Cobardes, cobardes!». Los últimos días de febrero la gente hubiera despedazado literalmente a la policía, los destacamentos de cosacos enviados a patrullar las calles paseaban a caballo, sin meterse con nadie y luciendo sonrisas campechanas. Eso alentaba más, si cabe, la actitud sediciosa de la muchedumbre. En la avenida Nevski había tiroteos, mataron a unos cuantos, un caballo muerto permaneció varios días cerca de la esquina con la avenida Litéini. Me quedé con la imagen, entonces todavía resultaba insólita. En la plaza Známenskaia un cosaco mató a un policía por haber golpeado con el sable a una manifestante. En las calles se apostaban patrullas indecisas. Recuerdo un azorado piquete con sus pequeñas ametralladoras sobre guías rodantes (las cureñas diseñadas por Sokolov) y las cintas de munición colgando de las albardas de los caballos. Debía de ser una unidad mixta. Estaban en el cruce de Basséinaia con Baskóvskaia; la ametralladora pegada al suelo igual que una alimaña tan asustada como ellos, el gentío se apretujaba a su alrededor sin atacarlos, simplemente empujaba con los hombros, como una mole privada de brazos. 1
En el Picadero Mijáilovski y en los edificios vecinos se ubicaba la cochera de la división de los automóviles blindados.
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En el puente Vladímirski aguardaban las patrullas del regimiento Semiónovski, de reputación cainita.1 La actitud de las patrullas era vacilante: «No hacemos nada, somos como los demás». El monstruoso aparato represivo gubernamental se tambaleaba. Por la noche se les agotó la paciencia a los del regimiento Volínski, se pusieron de acuerdo, y cuando sonó el «toque de oración» agarraron los fusiles, forzaron el almacén, tomaron las municiones, se lanzaron a la calle, incorporaron a los pelotones que andaban de servicio por las inmediaciones y montaron patrullas propias en distintas zonas del barrio. De paso, los sublevados irrumpieron en nuestros calabozos, próximos a su cuartel. Los recién liberados se presentaron ante sus superiores; nuestros oficiales habían optado por la neutralidad, en aquel período encarnaban cierta tibia oposición al estilo de Vechérneie Vrémia.2 El cuartel estaba alborotado, esperando la orden de salir a la calle. Nuestros oficiales decían: «Hagan lo que les dé la gana». Por las calles de mi barrio, grupos de civiles como vomitados de los portales ya estaban desarmando a los oficiales. Junto a nuestra verja, pese a los disparos esporádicos, se amontonaba mucha gente, incluso mujeres y niños. Parecía que esperaran un espectáculo, una boda o un entierro de postín. Tres o cuatro días antes, nuestros vehículos, de acuerdo con la orden del alto mando, habían sido puestos fuera de uso. En nuestra cochera el ingeniero voluntario Belinkin había entregado los elementos desmontados a sus soldados-obreros. Sin embargo, nuestros coches blindados habían sido trasladados al Picadero Mijáilovski. Me fui hacia allí, aquello era un hervidero de gente arramblando con los automóviles. En los coches blindados faltaban piezas. Consideré que lo primordial sería reanimar un
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Doce años antes de los acontecimientos de la Revolución de Febrero, en diciembre de 1905, el regimiento Semiónovski mostró una singular crueldad sofocando la insurrección armada en Moscú. 2 Rotativo de orientación derechista, se imprimió entre 1911 y 1917. Esporádicamente publicaba artículos que criticaban al gobierno zarista, pero nunca llamó al derrocamiento de la monarquía.
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Lanchester equipado con cañón. Había piezas de recambio en nuestra escuela. Volví a ella. Los guardias y centinelas, aunque visiblemente alarmados, seguían en sus puestos. Entonces tal hecho me sorprendió. Más tarde, cuando a finales de 1918 levanté en Kiev una división acorazada contra el Hetman,1 descubrí que todos los soldados se autodefinían como guardias y centinelas, y la cosa ya no volvió a sorprenderme. En la escuela me tenían mucho cariño; el soldado que me abrió la puerta me preguntó: «Viktor Borísovich, ¿está usted con el pueblo?», y tras mi respuesta afirmativa, se me echó al cuello para besarme. Todos nos besábamos mucho en aquella época. Me facilitaron las piezas y hasta me prometieron no decir quién se las había llevado. Regresé al destacamento. Todavía hoy ignoro si lo disolvieron o se disolvió por sí solo. Los hombres deambulaban alrededor del cuartel. Llamé a dos brigadas de la cochera, Gnutov y Blisniakóv, tomamos algunas herramientas y nos fuimos los tres a reparar el automóvil. Todo esto ocurría aún de día, apenas dos o tres horas después de la rebelión del regimiento Volínski: el día uno. Todavía me sorprendo de que tantos acontecimientos cupieran en un solo día. Remolcamos el coche blindado hasta el taller del callejón Kovenski, ocupamos el local, cortamos las líneas telefónicas y estuvimos atareados hasta las tantas. Resultó que habían llenado de agua el depósito de gasolina. El agua se había congelado; tuvimos que picar el hielo y secar luego el depósito por dentro con trozos de soga. Aproveché una parada para ir al departamento de un escritor amigo mío. Había un montón de gente, hacía un calor sofocante, la mesa estaba llena de comida bajo una espesa, casi palpable, nube de tabaco; todos jugaban a las cartas, y así seguirían sin parar dos días más. 1
Hetman (ucr.): título militar histórico ucraniano que revivió entre 1917-1920. Hetman era el título del jefe de Gobierno del Hetmanato (Estado ucraniano) instaurado a consecuencia del golpe de Estado de abril de 1918 y derrocado en diciembre del mismo año.
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El dueño de la casa enseguida se haría un miembro sinceramente convencido de los bolcheviques, igual que el resto de sus compañeros de mesa. Pero a mí jamás se me ha borrado la altanería con que ironizaban sobre «el relajo callejero». Ya antes de todo aquello, en la ciudad se había declarado la huelga. Los tranvías no circulaban. Se iba por los cocheros que no se unieron a la huelga. En la esquina de Névski con Sadóvaia me encontré con un catedrático que conocía, hombre de talento extraordinario, aunque extremadamente caótico, que en su día había congeniado con los academicistas,1 más que nada por mor de las borracheras. Ahora gritaba y daba órdenes a la caterva que acosaba a los cocheros. Estaba sobrio pero del todo ido. La rebelión ya se había propagado por el barrio aledaño a la Duma Estatal. La cercanía de los cuarteles del regimiento Volínski al Palacio Táuride,2 situado en el corazón del distrito castrense —por allí se alojaban los regimientos Volínski, Preobrazhenski, Litóvski, Saperni (en la calle Shpalérnaia)— y la memoria de los recientes discursos parlamentarios (eso en el último lugar) convertían a la Duma en el centro de la insurrección. Según parece, el primer destacamento lo condujo a la Duma el camarada Linde, asesinado más tarde por los soldados del ejército especial del cual era comisario.3 El mismo Linde que en 1
Academicistas: miembros de la Unión Academicista, la organización estudiantil que defendía la monarquía y se pronunciaba contra la participación de los estudiantes en movimientos y organizaciones revolucionarios. 2 En el Palacio Táuride se alojaba el Comité Provisional de la Duma Estatal, un organismo especial formado por los diputados de la Duma el 27 de febrero de 1917 que se negaron a obedecer la decisión del Gobierno ruso de disolver la Duma dada su debilidad. El 2 de marzo el Comité y Sóviet de Petrogrado formaron el Gobierno provisional. 3 Fiódor Linde (1881-1917), matemático, menchevique-internacionalista, comisario del Ejército Especial del Frente Sudoeste, fue asesinado el 24 de agosto de 1917 por los soldados del destacamento amotinado.
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abril, al frente del regimiento Finliandski, intentaría arrestar al Gobierno provisional después de la famosa nota de Miliukov.1 Nuestro automóvil por fin se puso en marcha y comenzamos a atravesar la ciudad. Solo algunos corrillos animaban las calles oscuras. Se comentaba que en tal o cual punto la policía pegaba alguno que otro tiro. Al pasar por el puente Sampsónievski vimos a algunos agentes, pero no nos dio tiempo a descargar contra ellos; se dispersaron rápido. Aquí y allá tabernas y bodegas eran saqueadas, mis compañeros pretendían quedarse con unas botellas, aunque cuando les dije que no se debía, no me contrariaron. Al mismo tiempo, bajo el mando de los camaradas Anardóvich y Ogonntsov, salieron los automóviles blindados de la cochera de la calle Dvoriánskaia, tomaron enseguida el distrito Petrográdskaia y enfilaron hacia la Duma. No sé quién nos indicó que fuéramos también hacia allí. Frente al pórtico se había estacionado ya un automóvil blindado, un Harford, creo. En la entrada me encontré con L., un viejo compañero del servicio militar, un voluntario, entonces ya ascendido a alférez de artillería. Nos saludamos con los besos de rigor. Pues qué bien. La corriente nos arrastraba a todos y la sabiduría consistía en dejarse llevar. Cayó la noche. Un caos total reinaba en el Palacio Táuride. Traían armas, iban llegando hombres. En aquel momento todavía acudían de uno en uno, llevaban alimentos requisados a saber dónde, y amontonaban los sacos en una sala contigua al vestíbulo. Pronto comenzaron a entregar a los primeros arrestados. 1
El 18 de abril de 1918 el ministro de Exteriores del Gobierno provisional, Pável Miliukov (1859-1943), envió a los gobiernos de los aliados de Rusia en la Primera Guerra Mundial una nota explicativa donde aseguraba que Rusia continuaría su participación activa en la guerra. La afirmación entraba en conflicto con la postura del Sóviet de Petrogrado y provocó el descontento popular; el 20 de abril en Petrogrado se celebraron varias manifestaciones de obreros y soldados que iniciaron la llamada «crisis de abril», primer conflicto entre el Gobierno provisional y el Sóviet, y forzaron la dimisión de Miliukov.
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En la Duma una señorita me convalidó como comandante del vehículo blindado y hasta me asignó una misión de combate. Disponía de munición para el cañón, no sé de dónde la habría sacado, tal vez del Picadero. Ni qué decir tiene que hice caso omiso, a fin de cuentas allí nadie cumplía las órdenes. Dormí una o dos horas, tumbado encima del abrigo detrás de una columna. En la Duma me encontré con Sujánov.1 Lo conocía de la redacción de Létopis,2 en cuya sección literaria colaboraba (me publicaban reseñas bibliográficas). En una ocasión me atreví a presentar una ponencia sobre poética, durante la cual defendí el arte como forma pura y discutí rabiosamente con los marxistas. A buen seguro que por esa razón Sujánov se sorprendió tanto al verme: en su visión del mundo no cabía que la insurrección armada y yo pudiéramos tener algo en común. A mí, dada mi ingenuidad política, también me extrañó su presencia; no tenía ni idea de que ya estuvieran funcionando núcleos políticos organizados. Por supuesto que en aquella fase todavía no influían en los acontecimientos. La masa avanzaba como arenques o salmones en desove, obedeciendo al instinto. La misma noche trajeron al teniente D., jefe de los talleres de los blindados. A los escoltas no les llegaba la camisa al cuerpo; el arrestado, a su vez, me reprochó airadamente: «¿Tan mal estaba bajo el mando del capitán Sokolijin como para volverse en su contra?». Le contesté que no tenía nada en contra del capitán Sokolijin. Al cabo de media hora el teniente salió completamente contento. Por ser uno de los primeros oficiales de las fuerzas motorizadas en «presentarse», el comité militar adjunto a la Duma Estatal le había encomendado el control de todo el tráfico rodado de la ciudad.
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Nikolái Sujánov (Grímmer), (1882–1940), economista, publicista, en aquella época miembro de la facción menchevique del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. 2 La revista mensual Létopis (Crónica) fue una de las publicaciones que en 1915 Maksim Gorki fundó en San Petersburgo. Existió hasta 1917.
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