La Cruz de Amadito -Durante 70 años, los detalles de un doble homicidio que estremeció a un pueblo permanecieron ocultos en la memoria de un testigo. Sin embargo, Esa tragedia fue el origen de una nueva familia.
Por Miguel Cervantes Sahagún © Septiembre de 2017
I El Primer Muerto
Esa tarde de 5 de mayo de 1947, Alfonso Ramos Sotelo estaba por aprender la belleza del paisaje que la luna llena provocaba en la ciénaga de la laguna de Chapala. Tras una jornada laboral en el campo, había recibido el aviso de su tío Martín López de que saldrían desde la desembocadura del Río Lerma hacia el pueblo de Jamay. El ocaso del sol era la información suficiente para dejar los trabajos de campo para preparar los utensilios y enfilarse en carreta con dos bueyes a su casa ubicada a unos siete kilómetros de distancia. El trayecto de la frontera de Jalisco y Michoacán hacia el pueblo duraba quizá una hora y a mitad de camino la noche ya invadía el horizonte. "Mi tío Martín venía describiendo lo bello del panorama, pues había una espectacular luna. Todo se veía clarito: la orilla, el camino, las siembras, los campos, todo". Nunca antes lo había razonado, pero hasta ese momento, Alfonso tuvo conciencia de la relación entre la luna y la claridad, y que cuando estaba llena todo alrededor se veía gris o azulado, surreal, muy distinto al día soleado. En la carreta iban siete personas; dos mujeres adultas, cuatro niños y el tío Martín. Tener una carreta de ruedas de metal y capacete de lona era prácticamente un lujo, pues pocas familias podían tener una y mantener a dos bueyes como único medio de transporte, que a su vez ayudaban al arado de las tierras. Alfonso Iba concentrado en esa claridad panorámica porque era una novedad. Algo que siempre veía, pero que hasta entonces no había prestado atención. A sus siete años de edad, poco le preocupaba el hecho de que al día siguiente tendría que regresar a la escuela, pues llevaba tres días sin asistir. Hasta hoy, setenta años después y a la edad de 77 años, Alfonso mantuvo guardado ese recuerdo de hermosa luna en su mente. Fue un episodio que lo había dejado prácticamente en abandono a pesar de que fue una gran novedad. Otro acontecimiento realmente traumatizante casi le borra la serenidad que le significó el paisaje de la laguna. Sin mucho más que pensar o platicar, Alfonso ya escuchaba el bullicio del pueblo. Los siete tripulantes de la carreta estaban quizá a cien metros de las primeras casas y llegando al abrevadero formado entre canaletas cercanas a la calle que desembocaba a la laguna de Chapala. En 1947, el lago había tenido una recesión. Las sequía de años anteriores provocaron la recuperación para la agricultura de cientos de hectáreas ricas en nutrientes, cuyos plantíos producían enormes frutas y verduras muy pocas vistas en la región de Jalisco. Con las abundantes cosechas vinieron numerosos robos de distintos productos, al grado de que los agricultores de la zona exigieron al presidente municipal Francisco Salcedo Chávez a que colocaran vigilancia nocturna en distintas parcelas, sobre todo aquellas de garbanzo que eran las más codiciadas y a punto de ser cosechadas. Ya habían sufrido robos a mano armada de toneladas de sacos con garbanzo. En campo abierto los asaltantes simplemente abordaban a los agricultores y se lo llevaban sin mayor consecuencia. También durante las noches y madrugadas los ladrones cosechaban parcelas ajenas ante la falta de vigilancia. La presión de los agricultores fue tal que el alcalde José le pidió a su hermano Jesús Salcedo, Jefe de policía del pueblo, a establecer perímetros de vigilancia. Jesús acató, pues también tenía tierras sembradas. Pronto supieron que los robos eran de los mismos facinerosos originarios de los caseríos de San Agustín, La Palmita y Cojumatlán que años atrás no dejaban de violentar la zona con homicidios, robos, asaltos y secuestros.
La solución que consistía en colocar a policías municipales armados en el área se estrenó en mayo y los agentes habrían de vigilar las más próximas a ser cosechadas, de tal modo que los rondines iniciarían desde los límites del pueblo hasta el Río Lerma. Apenas inició la tarde de ese 5 de Mayo y los dos primeros policías montados a caballo ya estaban en la zona Este del pueblo. Iniciaron por donde termina la calle Verduzco y se dirigían hacia el abrevadero. Ésta era la ruta más transitada por agricultores y campesinos. Un bordo construido décadas atrás para evitar inundaciones (actualmente convertido en carretera interestatal) estaba prácticamente en abandono porque la Laguna permitía otros caminos y atajos. El día sin novedad estaría a punto de terminar cuando Alfonso y sus parientes escucharon como cuatro balazos de distinto calibre a unos cuarenta metros de distancia, muy cerca de la Calle Verduzco, considerada como uno de los principales accesos empedrados del pueblo hacia los campos; Calle huertera, le llamaban. Aunque el estruendo de las detonaciones fue relativamente cerca, no hubo conmoción o motivos para susto. En 1947 eran comunes los tiroteos en las calles de Jamay, sobre todo en las tardes o madrugadas, cuando los ánimos de los consumidores de aguardiente, alcohol, cervezas o tequila ya eran calientes, o la gente de San Agustín anunciaba la salida del pueblo. Por eso Alfonso y pasajeros de la carreta no se espantaron. Siguieron a la misma velocidad sin desprender la intención de llegar a la calle Verduzco, y de ahí a su casa. “Me acuerdo que por la luz clara de la noche, apenas vimos dos siluetas de hombres montados en sus caballos. Uno de ellos con su carabina recargada en una pierna y el otro con pistola en mano. Los dos tenían la mirada fija al piso. No la quitaban. Eran como estatuas”, recuerda Alfonso. A un lado de ellos había un caballo sin jinete. Los hombres eran policías y estaban observando el cuerpo de quién habían acribillado a manera de defensa propia porque intentó dispararles. La familia de Alfonso trataba de comprender la situación y a medida de que se acercaron, pudieron entender que los disparos eran de pistola y rifle. No fueron más que cuatro y todos dieron en el blanco de un diminuto cuerpo que yacía recargado en el montículo de la canaleta, propiedad de Juan Cortez. El tío Martín disminuyó casi hasta detener la carreta para esperar la reacción de los policías o sus instrucciones. La mente de ambos permanecía fija en el cadáver. Alfonso asomó y a una distancia de tres metros vio a su primer muerto. "Estaba acostado de lado derecho y medio encogido. Su cara estaba tapada con su sombrero blanco. Llevaba chamarra blanca o muy clara. No había otra cosa que me llamara la atención, pues parecía que estaba echado, dormido". El niño recuerda no haber visto manchas de sangre en el cuerpo. Solo inmóvil y sus manos ya casi amarillas a pesar de la poca luz. La vista fija de Alfonso en el cadáver fue interrumpida por el angustioso grito de su tía porque les entró el miedo ante la posibilidad de que hubiera más personas muertas, heridas o, peor, que resurgiera un enfrentamiento entre más gente armada. El escándalo de la tía contagió de miedo a los tripulantes de la carreta y sacó del trance a los policías que a la vez le gritaron al tío Martín que se largaran y apresurara el paso de los bueyes. El tío Martín entonces dijo en voz que apenas Alfonso escuchó: "Ese es Amadito... mataron a Amadito", insistió. La vigilancia recién establecida para evitar el robo de cosechas tuvo sus principales resultados. Había caído uno de los más conocidos delincuentes de la Ciénega de Chapala: Amado Navarro Partida. Sin embargo, los dos policías, de cuyos nombres ya casi nadie recuerda, no supieron que habían puesto fin en una serie eventos violentos que iniciaron años atrás y que terminaron también con la vida de su jefe el militar Jesús Salcedo Chávez.
II
La Cruz de Amadito Antes de terminar la década de los 40s, en el lugar donde murió acribillado Amado, alguien construyó un enorme nicho con cruz y después un pequeño monumento de ladrillo con una diminuta bóveda en la cual introducían veladoras y plegarias. Así evitaban que el viento las apagara o que la lluvia las dañara. Siempre tenía alguna vela prendida o apagada, pero al paso del tiempo, los que no lo conocieron tomaban el lugar solo como referencia, como alguna calle o tienda, para calcular distancias. Era el cruce de caminos de una zona ganada a la Laguna en esa extensa sequía. En el sitio pantanoso quedaban de verse grupos de trabajadores que iban rumbo a los campos hacia el Río Lerma o a su regreso. Campesinos preferían cortar camino y el monumento lo consideraban algo tan cotidiano como las calles cercanas. Nadie sabe si fueron parientes o cómplices de Amado los que construyeron el monumento. A nadie le importaba. La nueva generación de jóvenes también consideraba el sitio como referencia, pero desde que la Laguna fue creciendo la década siguiente, el monumento servía para calcular el nivel de agua o simple trampolín para chapuzones. “Ahí iba a quedar ahogado”, recuerda Jerónimo Sahagún. Recién casado a mediado de los 50s. “Me tumbaron de la cruz y no me dejaban salir. No sabía nadar y de no ser por alguien que pasó en una canoa, definitivamente me muero ahí”. Voltea hacia su esposa Luisa y le dice: “Te ibas a quedar viuda apenas nos habíamos casado”. "La Cruz de Amadito" siguió siendo un lugar conocido por vecinos hasta que el nivel del agua de Chapala lo inundó completamente en las subsiguientes décadas. La sequía y anegación del lago era considerado cíclico por los agricultores de la zona –hoy le llamamos “Cambio Climático”-. A setenta años de la construcción del monumento, el uso de las tierras a la orilla ahora parece permanente. Nuevamente ha dado oportunidad para el cultivo y excelente producción agrícola. Los canales o arroyos ya están en pleno uso puesto que el Río Lerma ha ido de más a menos por la sobreexplotación de las ciudades que irriga a su paso desde Guanajuato y Michoacán. Creen que los límites del lago de Chapala ya no regresarán a los del siglo pasado. Obras públicas y privadas como vialidades y estacionamientos para los nuevos restaurantes de la Riviera de Chapala, han sido construidos. Pero sobre todo el uso de tierras es tomado como definitivo. Entre lo reaparecido después de casi cuarenta años debajo del agua, se encontraba la Cruz de Amadito. El agua no logró derribar el monumento pero si lo dañó. Los últimos años de los 90s, emergió con aspecto tenebroso. Familiares de Amado envejecieron, murieron o perdieron interés. El lugar construido a base de ladrillos perdió su original forma y los jóvenes desconocieron lo que ahí ocurrió o significó. Empezaron a surgir leyendas, casi todas para asustar a niños. Rosa Román, de la generación después al homicidio, solo recuerda el lugar de ambiente tenso a pesar de la existencia de varios árboles que le daban vida fresca, árboles que no sucumbieron a la zona anegada por la laguna. "Ahí murió un hombre de alma mala, le decían Amadito. La zona toda ahí da mala vibras", recuerda Rosa que nació en 1957, diez años después del homicidio. Hoy ya son menos los que recuerdan el lugar. El sitio ha cambiado de dueño y la canaleta apenas es visible, de no ser por cuatro árboles que aún se encuentran en el sitio.
III Amado El Facineroso. Amado es solamente recordado como Amadito y nadie sabía que sus apellidos fueron Navarro Partida. Ahora empieza a surgir la generación de jamaitecos que no lo recuerdan y no les interesa. Pero aún prevalece en la memoria de muchos, porque lo consideraron extremadamente malvado. Saben que fue un facineroso que participaba en asaltos, robos, homicidios, secuestros, violador de jóvenes mujeres y agresivo a la mínima provocación. Fue un hombre temperamental.
Unos lo ubican como nacido en San Agustín y otros en el caserío de La Palmita, Michoacán, cercano a la desembocadura del Río Lerma al sur de Jamay. “En ese tiempo había muchas personas asesinadas en Jamay, principalmente durante la noche y madrugada. Todas las achacaban a los agresores de San Agustín”, dijo Alfonso. En la época, Jamay se autoimponía un Toque de Queda y durante las noches no había circulación de autos por sus angostas calles. Las casas tenían unos gruesos portones de madera que servían solo para detener brevemente a los asaltantes. Desde el anochecer hasta el amanecer era como un pueblo fantasma. Unos atribuían las agresiones a soldados ebrios de la vecina guarnición de Capulines, pero la mayoría identificaba a grupos de delincuentes del vecino Caserío. María de Jesús Sahagún advertía que jamás caminara por las calles de Jamay durante la noche. Aseguraba que en todos los rincones había peligro: “Donde sea que te vean te van a matar, sin siquiera conocerte”. Hasta a década de los 60s, prevalecía la memoria de “Amadito” no por ser simpático, sino por su diminuto tamaño y escasos años. Tenía 22. Aparecía de repente en el pueblo y su mal temperamento provocaba que los habitantes le dejaran libre el paso por la acera que caminaba. Su presencia advertía un próximo golpe, ya sea venganza, robo, asalto o secuestro de alguna mujer. A principios de 1947 había participado en un secuestro y violación de una joven que con cómplices mantuvieron recluida en una finca ubicada entre Jamay y San Agustín. El delito era uno de tantos pero ahora llevaba la atenuante de que la víctima era una entrañable amiga de María de Jesús, joven esposa de Jesús Salcedo Chávez, el jefe policiaco que tenía la principal misión de erradicar de Jamay las incursiones de los delincuentes de San Agustín, por los repetidos robos a cosechas. El secuestro de la joven llevaba varios días y las negociaciones se centraron en que el principal delincuente reclamaba matrimonio. Jesús Salcedo organizó entonces la boda religiosa en Jamay para que durante una madrugada llegara el secuestrador con la joven y contrajeran nupcias forzadas pero religiosas. El acto solo podría ser en las primeras horas antes del amanecer. En la Curía, los sacerdotes sospechaban que muchos de los secuestros eran con cierta anuencia de las mujeres, engañadas o no y como cierto castigo optaban por llevar a cabo el matrimonio en madrugada. En el caso del más reciente secuestro, llegó uno de varios cómplices con la mujer para que minutos después se presentara el principal delincuente a cumplir con el matrimonio. Nadie recuerda la fecha pero si el que la joven aprovechó un descuido para huir hacia el domicilio de sus padres y evitar así el casorio. El secuestrador fue advertido a tiempo pero al menos uno de sus colegas fue detenido. Amado fue el al que lograron detener y ya en custodia recibió una brutal golpiza con macanazos que lo dejaron varios días con la cara desfigurada, dolores en su cuerpo y fuertes heridas en su orgullo. Cuentan que su señora madre, Sahara Partida, lo visitó en la cárcel y al ver el estado en que lo dejaron montó en cólera y le ordenó que tan pronto pudiera se vengara con la vida del agresor, para que las cosas no terminaran así. Amado identificó a Salcedo como uno de los policías que lo agredieron y cumplió con la exigencia de su madre: “Te voy a matar. Te voy a matar donde te encuentre ahora que salga de aquí…”.
IV
El Chichís o Bomba Atómica. El militar Jesús Salcedo Chávez contaba con el grado de Capitán y desde que ingresó como jefe de policía, lo hizo con la encomienda de limpiar el pueblo de la agobiante y violenta delincuencia no fue ajeno a las amenazas. Desde niño le llamaban “Chichís”, un derivativo de Chuy, y cuando dio muestras de los enfrentamientos o estrategias sumamente violentas para controlar o acabar con la delincuencia proveniente de San Agustín, empezaron a llamarlo la “Bomba Atómica”. Sus amigos consideraron justo el apodo, pues habían pasado dos años del lanzamiento de las bombas a las ciudades japonesas y el impacto temerario que causó Estados Unidos aun prevalecía, incluso en Jamay. Y si Amado con sus secuaces empleaban métodos de extrema violencia para llevar a cabo sus delitos y tener a Jamay aterrorizado, Salcedo contaba también con un violento lugarteniente o guardia que le servía de ejecutor, asistente y brazo armado para llevar con efectividad la limpieza de criminales en el pueblo. Pocos conocieron su nombre que era Manuel Sosa. Solo lo recuerdan bajo el apodo de “La Muerte”, Esposo de Antonia Salcedo, hermana del jefe policiaco. Habían establecido un cerco alrededor de Jamay. Persona que ingresaba, por obligación y disposición oficia tenía que dejar sus armas fuera. La vigilancia era extrema durante las noches y madrugadas. Sus relaciones con los jefes militares de Capulines le garantizaban que ningún soldado malintencionado tampoco ingresara al pueblo en busca de aventuras o venganzas. La sequía alrededor de la laguna de Chapala había sido bien aprovechada por los agricultores y en esa década de los 40 las buenas cosechas con gigantescos productos trajeron bonanza a Jamay. Simultáneamente en los poblados de La Palma y en Cojumatlán sufrían de hambruna que produjo migración hacia Jamay, pues en estos dos pueblos había ingenio para rendir las siembras, pero con pocos resultados debido a múltiples factores, entre ellos falta de agua o inundaciones. Jamay aprovechó a los vecinos como nuevos residentes y así hubo mejor administración de los plantíos, cosechas y ventas. Pero junto con la prosperidad, vino también la delincuencia a un pueblo que no advertía tanta violencia. Iniciado el año del 47, Salcedo había lidiado con varios homicidios y venganzas entre familias. Muchos andaban armados, entre ellos su suegro Emeterio Sahagún, quien fajaba siempre una calibre 45, cuyos parientes aún recuerdan fue usada en un enfrentamiento a balazos ocurrido en pleno pueblo con un primo de apellido Mellado. “En ese tiempo era muy frecuente que se agarraran a balazos, tal como ahora lo vemos en las películas del Oeste. Había muchos muertos y muchos heridos por la mala puntería que tenían”, aseguró Jerónimo Sahagún, hijo de Emeterio y hermano de María de Jesús, que para entonces tenía 15 años. El entonces pequeño Alfonso, recordó que las balaceras eran tan frecuentes que cuando se escuchaban detonaciones, los niños de su edad corrían hacia donde se encontraban los agresores para ver en vivo los hechos violentos de Jamay. En uno de esos múltiples encuentros violentos, “La Muerte Sosa” fue asesinado a balazos y corría el rumor de que entre los sospechosos se encontraba el propio Amadito. Para la tarde del lunes 5 de mayo de 1947, ya habían pasado prácticamente tres días de descanso burocrático y de maestros. Jesús Salcedo terminaba con la mayoría de sus pendientes del día, hasta que recibió aviso de parte de su hermana Antonia de que Amadito y su gavilla se encontraban armados y tomando aguardiente en la tienda y cantina de Daniel Cuellar, ubicada en la avenida principal Morelos, esquina con Miguel Hidalgo. Salcedo había esperado el momento en que el grupo apareciera en Jamay para capturarlos, ya que Amado no hizo caso de mantenerse fuera. Su presencia fue tomada como una afrenta. No habían obedecido la disposición y Salcedo no dejaría pasar eso, tomando en cuenta lo reciente del secuestro de la amiga de su mujer. En cuestión de minutos, Salcedo llegó a la esquina de Morelos e Hidalgo, donde el grupo de individuos se encontraba ya afuera de la tienda expendedora de bebidas alcohólicas. Al primero que Salcedo desarmó fue precisamente a Amado Navarro, y cuando continuaba para quitarle el arma a otro de sus cómplices, alguien le pasó un arma de seis tiros al joven delincuente y éste hizo cuatro disparos en la espalda del jefe policiaco. Salcedo no tuvo oportunidad y quedó muerto en plena calle. El agresor Amado Navarro había cumplido así con su amenaza de asesinar a quien semanas atrás lo había golpeado, amenaza que disfrutó solo unos minutos.
La ejecución fue en uno de muchos lugares donde vendían aguardiente o tequila a los campesinos que acudían a las labores de campo y a los que regresaban ya cansados por la tarde. Era muy común que en las tiendas lo mismo ofrecía pan, galletas, verduras o frutas, pero también licor. Los disparos congelaron a muchos que circulaban por la avenida principal y al menos a uno, llamado Felipe Cervantes, lo puso de guardia y con su mano en su revólver. Cervantes no quiso ser simple testigo y disparó contra Amado cuando huía a caballo hacia el sur, por la Avenida Hidalgo. Hizo varias detonaciones y nadie supo si logró herirlo, pues el asesino continuó a toda velocidad por la Porfirio Díaz. Amado usó sus últimas dos balas para repeler la agresión de Felipe Cervantes, pero solo logró herir con un rozón en la cabeza a un cartero que estaba cerca a la trifulca. El delincuente se alejó del lugar del homicidio llevando buena ventaja. En la esquina con Verduzco, observó que los campos de cultivo ofrecían excelente oportunidad para desaparecer y no lo pensó dos veces. Avanzó hacia lo que creyó era su libertad, pues a pesar de que era ya noche, había buena luz de luna. Quizá por descuido, su posible lesión de bala o por la emoción del incidente, Amado no advirtió que no llevaba más balas; cuatro contra Salcedo y otras dos en su huida le habían dejado el cargador sin tiros. Su suerte finalizó al ver en la claridad de la luna que iba hacia el lugar donde estaban dos jinetes, que le resultaron policías municipales. Empuñó su arma, hizo varios disparos sin las detonaciones. Recibió como respuesta al menos cuatro impactos de un rifle y un revolver. Todos dieron el blanco en el torso. Cayó a un costado de la canaleta, en el abrevadero. Los policías armados habían estado ajenos al incidente de la calle Morelos e Hidalgo, en la que su jefe ya había perdido la vida. Actuaron en defensa ante la amenaza que se acercaba con pistola en mano, y contaron con doble suerte. Amado ya no tenía balas y dieron muerte a uno de los delincuentes más temidos de la zona. Tras la ejecución, los dos oficiales quedaron quietos, sin palabras, montados en sus caballos, observando el cadáver, pero con sus armas desenfundadas que en pocos minutos las guardaron. Jamás se sabrá si conocieron al multiasesino o si su estado quieto fue porque pensaron en las consecuencias que este homicidio les acarrearía. Así los recuerda Alfonso. En principio callados y luego gritándoles a los pasajeros de la carreta jalada por bueyes. La noticia de la muerte del jefe policiaco corrió a la velocidad de los vecinos que se encargaron de divulgarla. Uno de los informantes acudió a la casa de Salcedo, donde se encontraba su ahora viuda para darle aviso. María de Jesús tenía seis meses viviendo en la calle Porfirio Díaz, continua a la Parroquia de Nuestra Señora del Rosario. Llevaba cinco meses embarazada con su primer hijo. Con paso acelerado caminó por las calles Ramón Corona, Zárate y subió por la Hidalgo, donde observó un tumulto alrededor de una persona tendida; su esposo de menos de un año que al momento de su muerte contaba con 47 años. A pesar de prometer no comentar la tragedia, María de Jesús recordó una ocasión haber quedado manchada de sangre cuando abrazó a su esposo ya sin vida. Fue su primer y único amor. También recordó una y otra vez las palabras de su padre Emeterio cuando Jesús Salcedo la cortejaba: “No le hagas caso a ese hombre, no te va a durar. Te lo van a matar porque es hombre de Ley”. Al día siguiente, en la oficina del Registro Civil, quedaron asentados dos escritos con letra de puño. La primera narración de homicidio es relacionada al jefe policiaco de Jamay, Jesús Salcedo Chávez, en la que someramente exponen como responsable del homicidio a Amador, sin existir alguna explicación forense detallada: “En Jamay Jal. A las 15:30 horas del 6 de Mayo de 1947, ante mi Gregorio Mendoza, encargado del Registro Civil, compareció el c. Francisco Salcedo Chávez, comerciante de 39 años de edad, y dijo que ayer como a las 19:30 horas en el cruzamiento de las calle Morelos e Hidalgo al Este de la población, dejó de existir el que en vida se llamó J. Jesús Salcedo Chávez, a consecuencia de heridas producidas al parecer por arma de fuego, provocadas por el que se llamó Amado Navarro. Al fallecer Jesús, tenía la edad de 47 años; deja viuda a Ma. De Jesús Sahagún Godínez. El cadáver se inhumará en el cementerio municipal local, en la fosa de 1ª clase, según ordena el c. Juez menor local…” La segunda acta de defunción correspondió a Amado, cuyo cuerpo fue identificado plenamente: “En Jamay Jal. A las 15:30 horas del 6 de Mayo de 1947, ante mi Gregorio Mendoza, encargado del Registro Civil, compareció el c. J. Jesús Villareal, campesino de 35 años de edad y dijo que ayer a las 19:30 horas, dejó de existir en el predio denominado El Abrevadero situado al Sur-Este de la población, a consecuencia de heridas, causadas al parecer por arma de fuego, el que se llamó Amado Navarro a la
edad de 22 años, soltero, hijo legítimo de Miguel Navarro y Sahara Partida. El cadáver se inhumara hoy en el cementerio municipal en fosa de 1ª clase por orden de un juez menor local…” El incidente conmovió al pueblo a pesar de la violencia de la época. Aparentemente habían acabado un sinfín de problemas violentos. Sin embargo, las venganzas no terminaron ahí. Si bien Amado y Salcedo fallecieron a consecuencia del intento de restablecer tranquilidad y paz a Jamay, quedaba pendiente la agresión de Felipe Cervantes contra Amado, cuando este último iba ya en la huida. Semanas después, Miguel Navarro, padre de Amado, asesinó a Felipe en otra tienda de abarrotes donde también vendían licor, exactamente a una cuadra de distancia de donde murió Salcedo. Alfonso Ramos Sotelo recuerda: “En platica de mayores, a la que solo escuchábamos detrás de una cortina o debajo de una mesa, escuché que uno de los policías que mató a Amadito también fue asesinado mientras que el otro”, cuyos nombres ya no recordó, tuvo una muerte natural.
V Boca de Lobo Una noche de Agosto de 1977, María de Jesús acudió a una casa abandonada en la Calle Verduzco, propiedad de su ex marido. El lugar quedaba a media cuadra de la esquina con Porfirio Díaz. La esquina estaba iluminada por una lámpara llena de palomillas que daban al lugar un aspecto raro. El poco viento apenas iluminaba parte de la orilla de la laguna. Era tiempo de lluvia y esto provocaba vientos que a su vez ocasionaba diminutas olas que llegaban casi a la esquina. La laguna amenazaba las calles en la Porfirio Díaz. Las familias que las habitaban solo podían ocupar algunas recámaras, pues el agua invadía todo: patio, cocinas y la mayoría de las casas. En la esquina de Porfirio Díaz y Verduzco vivían los Díaz y los Cárdenas, unos almacenadores de maíz y otros panaderos. “Allá mataron a mi primer marido. El asesino se fue corriendo y en el campo lo mataron minutos después”, dijo María Sahagún. Le costó trabajo decirlo porque para ella era un tabú, pero su impulso la obligó a recordarlo. No mencionó al asesino por su nombre, pero contó que al tiempo de la agresión, la zona estaba seca. La laguna había cedido y los terrenos ofrecían excelentes cosechas. Todo se producía de forma gigantesca. “Con la laguna inundando las calles de la orilla, fue imposible imaginar el lugar seco, pero sí quedó grabado en mi mente el hecho violento tres décadas atrás”. Jamay es un pueblo milenario cuyo nombre se atribuye al lenguaje indígena de la Ciénega de la Laguna. El lugar es solo uno de numerosas comunidades que florecieron a la orilla de Chapala. De Jamay salieron miles de campesinos atraídos por las migraciones a Estados Unidos en las décadas de los 50s y 60s, al quedar muchos sin trabajo, porque el agua recuperó grandes extensiones de tierra en la laguna y a causa de una de las muchas recesiones existentes en el campo. Migraron a California, al Valle de Fresno y ciudades circunvecinas de aquel país. Otros se establecieron en Chicago, donde han conformado comunidades de jamaitecos. Una buena cantidad ya pensionados regresó a reclamar o remodelar las casas de sus padres o abuelos y la transformación del pueblo ha sido notoria desde el año 2000. La población se ha duplicado y nuevos barrios se han formado, sobre todo al Este de la ciudad y en las lomas del norte. La plusvalía en los terrenos céntricos se disparó, pues muchos regresaron con la intención de vivir cerca de las casas familiares. El enorme cine que ocupaba uno de los puntos cardinales de Jamay ya es una farmacia, restaurante y nevería. Enfrente continúa firme el ícono: el monumento al Papa Pio IX, construido en el siglo antepasado por fervientes católicos romanos, que generaciones después participaron durante años después en la guerra cristera.
Poco a poco han muerto los protagonistas de las épocas violentas del pueblo que hoy se caracteriza por apacible. El asombro a las balaceras, asesinatos y lesionados que existieron durante y después de los años cristeros, hoy contrasta con el total silencio de las autoridades municipales imponen cuando ocurren hechos violentos. El cuerpo policiaco de Jamay no se caracteriza por violento o autoritario, pero si respetado cuando surgen escaramuzas entre vecinos, algo singular a pesar de la cercanía que tienen con Michoacán, de donde provienen noticias ligadas al narcotráfico y constantes enfrentamientos. La familia formada por Emeterio Sahagún y María Godínez, apellidos comunes en el pueblo, fueron partícipes involuntarios de uno de los asesinatos más relevantes de mediados del siglo pasado. De doce hermanos; Rafael, María de Jesús, Rosa, Salomé, Heliodoro, Jerónimo, Gracia, Guadalupe, Ignacio, Juan, Rita y Manuel, hoy solamente sobrevive Jerónimo. María de Jesús Sahagún tuvo a su hijo Jesús Salcedo el 9 de Septiembre de 1947, cuatro meses después de la tragedia y volvió a casar con uno de los mejores amigos de su hermano Rafael Sahagún; con Pablo Cervantes Aguirre. La esquina de Porfirio Díaz y Verduzco fue y sigue siendo tan oscura como una boca de lobo. Sin embargo, al conocer el recuerdo de Alfonso, originado hace 70 años, no pude evitar pensar que mi origen está relacionado a esos hechos violentos que eventualmente derivaron a mi nacimiento el 16 de septiembre de 1959.
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