La Grieta - The Crack

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LA

GRIETA


Después de dos guerras terribles, más de 60 millones de muertos y otros tantos millones de refugiados, los aliados desfilan triunfales por las ciudades europeas. Y por primera vez en su historia, toda Europa llega a un acuerdo: la paz sólo perduraría con la unión de los países que llevaban siglos derramando sangre.

Los grandes hombres pronunciaron sus discursos. Winston Churchill, el artífice político y moral de la victoria frente a los nazis, asombra al mundo desde la universidad de Zürich en 1946 con una idea revolucionaria.

“Si Europa se uniera, compartiendo su herencia común, la felicidad, prosperidad y la gloria que disfrutarían sus tres o cuatrocientos millones de habitantes no tendría límites. Debemos volver a crear la familia europea con una estructura regional llamada, quizás, los Estados Unidos de Europa. el primer paso es crear un Consejo de Europa. Si al principio todos los estados de Europa no están dispuestos o capacitados para integrase en la unión, debemos proceder, no obstante, a unir y combinar a aquellos que quieren y pueden. la salvación de la gente normal de cada raza y de cada país, del peligro de la guerra o esclavitud, tiene que establecerse sobre sólidos fundamentos y deben estar protegidos por la voluntad de todos los hombres y mujeres de morir, antes de someterse a la tiranía. En todo este urgente trabajo, Francia y Alemania deben tomar juntas la cabeza. Gran Bretaña, la Commonwealth Británica de Naciones, la poderosa América y confío que la Rusia soviética —y entonces todo sería perfecto— deben ser los amigos y padrinos de la nueva Europa y deben defender su derecho a vivir y brillar. Por eso os digo: ¡levantemos Europa!”.


El gran motor económico del mundo.

Y el sueño de una Europa unida sucedió. Se acabó llamando Unión Europea y se convirtió en el mayor remanso de libertad del planeta.

Un jardín frondoso donde hacer negocios era realmente productivo.

Un espacio seguro. Ordenado. Protegido por un estado del bienestar del que enorgullecerse.

Daba cobijo a 500 millones de personas que circulaban libremente de un país a otro. Incluso se concedieron una misma moneda: el Euro.


Pero la moneda única no fue todo lo bien que se esperaba.

Los pueblos se indignaron y salieron a la calle para clamar contra sus gobernantes.

Aunque la ola de indignación era más grande de lo que muchos imaginaban. Las protestas arreciaban también fuera de las fronteras de Europa.

Una gran crisis económica sacudió Europa en 2008 y dejó al descubierto la peor cara del continente.


Se extendieron por el Magreb y Oriente Próximo. Una explosión democrática que se vio con buenos ojos desde Occidente. Las denominamos ‘primaveras árabes’.

La repatriación se fue complicando porque muchos no tenían adónde volver.

Cayeron los regímenes dictatoriales de Ben Alí en Túnez, de Mubarak en Egipto, de Gaddafi en Libia.

Los autobuses no daban abasto y la gente empezó a perder la paciencia.

Millones de personas salieron de allí a punta de fusil, refugiándose en Túnez, que hacía cuanto podía por gestionar la crisis.

Esta fue sólo la primera oleada de refugiados. Al estallar la guerra civil de Siria el éxodo de civiles que trataban de llegar como fuera a Europa empezó a tomar unas dimensiones desconocidas.


En octubre de 2013, una patera dejรณ 366 ahogados frente a las costas de Lampedusa.


Es diciembre de 2013. Dos meses después del naufragio. La redactora jefa de “El País Semanal” me aborda con una extraña expresión que parece insinuar: “esto que te voy a proponer no sucede todos los días”. Escueta, como de costumbre, me dice: “quiero que viajes a las fronteras de Europa. Un reportaje ambicioso. De portada. Habla con Spottorno, él será el fotógrafo. Elegís tres o cuatro destinos. Los puntos más calientes. Y os plantáis allí, donde están las vallas y los policías. En la línea divisoria”.

Mar Cantábrico

Nunca antes había sentido una excitación igual. Hablo con Carlos y enseguida decidimos nuestro primer objetivo. Un pedacito de Aspaña en África llamado Melilla.

Francia Portugal

España En enero de 2014, aterrizamos en una ciudad blindada.

Mar Mediterráneo

Mar Mediterráneo

Melilla (ES) Melilla (ES)

Marruecos Mt. Gurugú


Para quienes no lo conozcan: este enclave de 12 kilómetros cuadrados forma parte de la UE. Y desde el principio, uno tiene la sensación de estar dentro de una prisión. Melilla resulta pequeña y asfixiante. Un limbo encajonado entre Marruecos y el Mediterráneo. Sus lindes se fijaron a cañonazos en el siglo XIX.

Al principio bastó con una pequeña alambrada. Pero fue creciendo hasta convertirse en una triple valla de seis, más tres, más seis metros de altura, con una sirga tridimensional entre medias, y recubierta de alambre de espino: las “concertinas”.

Mi madre vivió aquí de niña, cuando era una plaza militar. A mi abuelo lo destinaron como delegado de trabajo durante la dictadura. Toda Melilla ha sido cercada. Un muro salvaje que separa África de Europa. Es la frontera más desigual del planeta. Era un lugar importante para Franco: de Melilla salieron las tropas con las que dio el golpe de estado en 1936.

Entonces no existía ninguna verja. Apareció en los noventa. España acababa de entrar en la Comunidad Económica Europea. Y Melilla se convirtió de pronto en su barrera exterior. Había que sellar este lugar.

Y donde las entradas irregulares se producen de forma primitiva: los inmigrantes, la mayoría subsaharianos, se agolpan ante la verja y la saltan. Como el agua cuando desborda una presa.


Por aquí pasan 35.000 Personas al día. La mayoría, marroquíes de Nador, la ciudad vecina. Se agolpan como ganado para entrar en Melilla. Hay gritos y desmayos al abrir las compuertas. Compran a granel, y regresan con inmensos fardos a la espalda.

Nos recibe el coronel Ambrosio Martín Villaseñor. La decoración de su despacho huele a alto mando de la guardia civil.

Miles de inmigrantes han aprovechado este jaleo para entrar a Europa de forma clandestina. Cuando visitamos el lugar han venido refuerzos de la península, para sellar la vía.

“Un salto es violencia”, nos cuenta. “Quien nos vendió el obstáculo nos aseguró que lo habían probado con atletas de élite. Los subsaharianos tardan menos de un minuto en saltar la valla”.

En medio de la confusión, la policía separa a una mujer. Algo no encaja en su pasaporte. Ella no comprende. Lleva en el rostro el sufrimiento del mundo. 650 Hombres y decenas de cámaras se encargan de de vigilar la valla 24 horas al día.

Estas manchitas negras son seres humanos acercándose a la valla. África vista a través de una cámara térmica. Una grabación. Es todo lo que enseñan. Solicitamos pasar una noche de guardia con el cuerpo. “Vais a tocar pelo”, nos asegura el jefe. Pero nos despachan rápido.

A la mañana siguiente visitamos el paso fronterizo de Beni Enzar. Uno de los más transitados de África. Los agentes nos dicen: “creemos que es siria”.


Desde el green, un jugador asiduo puede observar cómo va creciendo cada día la presencia de refugiados e inmigrantes; y cómo se multiplican las tiendas militares para darles cobijo.

Es el principio de un éxodo sin precedentes. Cuando llegamos, solo han cruzado a Melilla unos 200 sirios. Y apenas se habla de ellos en las noticias.

Los recién llegados circulan libremente por la ciudad autónoma. Pero no pueden salir de ella hasta que la policía apruebe su partida a la península. Es una especie de salvoconducto. El “leissez passer”, lo llaman los subsaharianos. Los hijos de Abderrhaman Anazan asoman sus caritas en la tienda de campaña. Son sirios originarios de Tartús. Huyeron de las bombas y pasaron por Egipto y Marruecos antes de cruzar a España. El padre pagó 3.000 Euros por unos pasaportes con los que burlar la frontera. Viven en el cementerio musulmán, a la espera del estatus de refugiados;

Melilla está llena de niños desarrapados; los menas: menores no acompañados. Algunos viven en cuevas en la costa. Y a menudo intentan colarse como polizones en los ferrys que van a Málaga.

a un paso del club campo de golf Melilla. Ocio para los confines financiado por la UE. Fue construido gracias a 1,7 millones de euros de los fondos de desarrollo rural. Esto es Europa. Y hay también cientos de jóvenes africanos vagando sin nada que hacer. Pasan las horas en la torrentera. Allí charlamos con Takam Fotsing Cyriaque. Camerunés, de 25 años. Intentó saltar la valla, pero la policía le dio el alto. En su huida, cayó a las vías y un tren le rebanó la pierna.


La mayoría de subsaharianos que logra entrar vive en el centro de estancia temporal de inmigrantes. El famoso CETI. Tiene capacidad para 480 personas y lo dirige un militar en excedencia.

“Con los del último salto, tenemos 1.006 Internos”, dice mientras nos guía por sus callejuelas y saluda a los inmigrantes como el gerente de un colegio. Los inmigrantes entran y salen a sus antojo. Comen y duermen a coste cero. Se les da ropa, jabón y artículos de primera necesidad. Y hay hasta un equipo de fútbol de subsaharianos recién llegados. Compiten en la liga regional, aunque no se les permite jugar fuera de casa. En la enfermería, encontramos de nuevo al chico que perdió la pierna.

No nos deja hablar con nadie. Ni retratar las habitaciones. “Es para preservar su intimidad”, dice.


Cuando los inmigrantes logran superar la valla, suelen correr despavoridos por las calles de Melilla. Si les atrapa la Guardia Civil, tratarán de devolverlos a Marruecos por una puerta trasera. Es como si jugaran a un siniestro polis y cacos. Solo que los subsaharianos se salvan cuando llegan a la comisaría de la Policía Nacional. Allí, al fin, se abrazan emocionados.

En comisaría no pasa desapercibido el humor negro de los funcionarios: en las paredes hay montajes fotográficos que prueban cómo la exposición prolongada a lo extraordinario puede hacer perder la perspectiva. No es maldad, pero sí desdén por los problemas ajenos. No nos atreveremos a proponer esta foto para El País Semanal.

La policía aquí es sinónimo de que han alcanzado su sueño. En comisaría les toman los datos y huellas. Y salen orgullosos con su primer documento oficial: una orden de expulsión que casi nunca acaba ejecutándose.

Como un vigía milenario, el monte Gurugú se yergue al otro lado. No podíamos volver a la redacción sin pisar el lugar donde acampan quienes intentan dar el salto. Muchos de los periodistas que lo han intentado antes han acabado pasando un mal rato, o incluso en el calabozo. Cruzamos a Marruecos mintiendo en la frontera: somos profesores. Durante un par de horas, damos un paseo por el zoco, compramos babuchas, jugamos al despiste. Luego remontamos a pie una carretera serpenteante. Pasamos un control de la mejanía* sin que nos den el alto. Carlos y yo nos miramos: “¡ahora!”.

*fuerza auxiliar del ejército marroquí.


Tras media hora de caminata, unas sombras nos sorprenden entre pinos y eucaliptos. Sonríen. Hablan francés. Preguntamos por los asentamientos. “Por ahí”. Carlos corre de un lado con su cámara, más preocupado que yo de que que nuestra presencia llegue a oídos de la policía. Si nos cogen, puede que tengamos una historia interesante que contar, pero también es probable que perdamos las fotos.

Mientras tanto, charlo con un grupo sentado en torno a una marmita. Hay un guiso amarillento en su interior.

Seguimos un sendero. Y de pronto surgen cientos de personas atareadas. No les sorprende vernos. Se muestran receptivos. Quieren que veamos las pésimas condiciones en las que viven.

Envueltos por el olor de la leña, cuentan que vienen de Mali, de Senegal, de Ghana. Que son más de quinientos, quizá mil, aquí arriba. Sin agua corriente, llenan bidones en fuentes cercanas. Comen de los restos que encuentran en la basura. Y algunos tienen cortes profundos: el recuerdo de haber intentado saltar la valla sin éxito.

Que duermen bajo tiendas de lona hechas a mano a las que llaman “búnker”, y que pasan hambre y frío, y a menudo, en la noche, sufren redadas brutales de la mejanía.


Dicen también que dejaron su país porque allí hay guerra y paro y hambre. Han hecho un viaje muy largo. Y muchos llevan aquí tres y cuatro años. Mientras observan el Mediterráneo, aseguran: “ninguna barrera nos va a frenar”.

De regreso a Melilla, cruzamos la frontera con solo mostrar nuestro pasaporte europeo. Mientras los subsaharianos comienzan a descender de madrugada hacia la verja, nosotros nos tomamos un brandy en nuestro hotel protegidos por una valla imponente. “¿Son conscientes en Europa de lo que está pasando aquí?”. Comenzamos a intuir las fisuras de un continente herido. Volvemos a la redacción y preparamos nuestro siguiente viaje.


Rumanía

En febrero de 2014, Carlos y yo ponemos rumbo a Tracia, una región de nombre histórico donde se juntan las fronteras de tres países: Grecia, Bulgaria y Turquía. Volamos a Estambul y de allí cogemos un autobús hasta Alexandrópolis, en tierra helena. No es fácil meter en la Unión Europea un coche alquilado en Turquía, así que esta es la opción más sencilla si queremos movernos rápidamente en la región.

Mar Negro

Serbia

Bulgaria Estambul

Macedonia (FYROM) Alexandroupolis

Grecia

Mar Egeo

Turquía

Lesbos

Elhovo Harmanli

Lesovo

Edirne

Bulgaria Mar Mediterráneo

Grecia

Orestiada

Turquía

Antes de cruzar a Grecia, Carlos asoma la cámara por la ventana tintada. “Clic”. Foto clandestina en el paso fronterizo. Abandonamos Turquía. Estamos de nuevo en casa.


Escoltados por un militar y un policía griego, nos adentramos en área militar restringida hasta la verja que levantaron en 2012 cerca de Orestiada. “This is the border”, nos muestran orgullosos. En cuanto podemos nos adentramos a escondidas en zona vedada. Se percibe la paranoia al viejo enemigo musulmán. Descubrimos vestigios de guerras de otro tiempo. Y una imponente visión de Edirne, la primera ciudad en tierra turca.

Es una valla sencilla y más pequeña que la de Melilla, pero tiene más concertinas. “No hay noticias de que nadie la haya saltado”.

De pronto nos sorprenden vehículos militares. Nos retienen e interrogan. Amenazan con el calabozo. “You are in a very serious situation”, dice el oficial al mando. Por suerte, Carlos lleva dos cámaras. Una al cuello y la otra en la mochila. Miente cuando le preguntan qué fotos ha hecho. Enseña las de la cámara visible, pero no menciona la cámara oculta. Inexplicablemente, no lo comprueban. Le obligan a borrar las fotos que han visto, pero conservamos las de la mochila.

Estos campos fueron durante un tiempo el gran coladero de inmigración ilegal en Europa. Entraban hasta 1.000 Personas diarias a pie desde Turquía. Con la valla lo han reducido a cero.

La frontera en Grecia es un asunto complicado. El margen de seguridad es de 500 metros y los campesinos son informadores de la policía. Está prohibido fotografiar Turquía. Incluído el río Evros, que es una frontera natural.

Siendo estrictos, la única imagen legal de esta doble página es la primera.


Cerca de la verja, visitamos un centro de primera acogida. Aquí traen a los inmigrantes sorprendidos al cruzar la frontera. “Esto no es una cárcel”, asegura el funcionario.

“No habléis con ellos”. “No fotografiéis su rostro”. Hemos tramitado decenas de papeles con el gobierno griego para llegar aquí. Pero se muestran inflexibles.

Una visita decepcionante. Hay un grupo de sirios recién llegados. Han atravesado el río Evros desde Turquía. Pero nos impiden hablar con ellos. Todo parece prohibido en Grecia. Ni siquiera nos permiten hablar con los trabajadores de ACNUR*.

En el centro hay sirios, afganos, eritreos, argelinos, gente de Georgia, Irak e Irán. A todos, salvo a los sirios, los envían a los 15 días a un centro de detención adyacente acusados de entrada ilegal. No nos dan acceso, pero desde el coche, al irnos, buscamos un ángulo para ver su interior.

Pero nos muestran con detalle las instalaciones. Christos, el responsable, trata de compensar la opacidad informativa con una tierna historia de un bebé sirio al que han bautizado con su mismo nombre.

Christos se despide con una reflexión sobre la UE: “debería haber una alianza entre países del sur. Sufrimos la troika y a la vez soportamos la inmigración frente a los países del norte”.

*Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados


La guerra civil en Siria todavía no ha alcanzado su etapa más cruenta. Y el Estado Islámico no ha proclamado aún su califato.

Es un momento extraño en Grecia. El país ha logrado echar el cerrojo. Apenas entran inmigrantes. Y el campo de refugiados de Moria, en Lesbos, se encuentra a medio gas.

Los guardacostas griegos están bajo la sospecha de haber hundido barcos con refugiados. Son tajantes: “no se puede fotografiar la lancha, los intrumentos de navegación ni a los agentes”.

Desde esta isla, dos años más tarde, comenzarán las deportaciones masivas de sirios a Turquía. Para entonces habrán entrado más de un millón de refugiados en el continente. La gran mayoría, por esta ruta. “Podéis hacerle fotos al mar”.

Tras un par de horas de mucha labia Carlos consigue arrancar dos fotos posadas y fiscalizadas disparo a disparo.

Pero de momento es una isla apacible en el Egeo a la que van arribando balsas de vez en cuando.

Y las autoridades aún no tienen problemas para fichar a los recién legados.

Con Grecia sellada, la mayoría de refugiados se ha buscado una ruta alternativa para adentrarse en la UE: Bulgaria. Hacia allí nos dirigimos.


Bulgaria es el país más pobre de europa. Estaban acostumbrados a ser ellos los emigrantes. Un Frontex* español destinado en la región nos cuenta cómo comenzó todo hace unos meses: “se veía un éxodo de sirios cruzando desde Turquía”. Nadie se lo esperaba.

Por los pasillo de la sede de la policía de fronteras, un tapiz nos recuerda que en otros tiempos no eran tan europeos.

Cuando atravesamos en coche la frontera desde Grecia, los policías búlgaros miran nuestros pasaportes y sonríen: “¿Frontex?”. Aquí no parece llegar nadie más. “Hace un par de años, la inmigración era cero. En apenas seis meses, han entrado 11.000 personas”. La mayoría sirios. Desde Sofia han enviado un contingente de 1.500 policías para vigilar las colinas. Y la UE ha financiado esta sala desde la que controlan 274 kilómetros de frontera con Turquía.

Cámaras térmicas. Monitores funcionando las 24 horas. Un vídeo de muestra.

La pobreza se ve en la superficie. Todos los edificios se encuentran a medio derruir, circulamos por carreteras agujereadas y llegamos hasta una base de tintes soviéticos en Elhovo.

*Miembro de la Agencia de Fronteras Exteriores

Enseguida nos acordamos de Melilla.


Hemos acordado un cita con una patrulla de Guardias de Fronteras finlandeses. Su misión es patrullar la “frontera verde” con Turquía: los bosques. Son muy amables. Saben que frente a nosotros son la cara de Europa.

Que empiece el espectáculo.

Lllevan al perro a mear entre los matojos. Tendremos que conformarmos con eso para el reportaje. Pero no habrá patrulla. Harán un ejercicio de rescate para nosotros. Un pequeño teatro diseñado para satisfacer nuestra necesidad de imágenes. El supervisor búlgaro no nos ha permitido ir a patrullar. El capitán finlandés está visiblemente decepcionado.

Allá vamos. Ellos simularán hacer algo y nosotros simularemos estar de acuerdo.

Carlos y yo casi no podemos contener la risa mientras el amable agente finlandés simula estar herido. “Duele mucho!” Su colega le tranquiliza: “ahora estás a salvo; ya estás en Europa”.


La maquinaria de control funciona como un reloj suizo. Turquía es un país amigo, pero no siempre ha sido así.

Después del espectáculo nos dirigimos al paso de frontera con Turquía.

Da igual cuánto nos esforcemos. La inspectora Elena Gerdzhikova, nuestra guía, se las arregla para mantener una fría e incómoda distancia con nosotros.

Mientras nos acercamos a la frontera, de pronto recordamos por qué hemos venido hasta aquí. Una cola infinita de camiones nos golpea con el sentido real y primitivo de lo que significa una frontera. Hace décadas que no vemos nada parecido en Europa. Es decir, en las fronteras interiores. Pero ahora estamos muy cerca de pisar fuera de Europa.

Un oficial de fronteras búlgaro inspecciona un camión con un aparato que aparenta no haber tenido mucho uso. Está financiado por el Fondo de Fronteras Exteriores de la UE.. Buscan narcóticos, cigarrillos, armas... y personas.

Llegamos al paso de Lesovo. Aquí también han empezado a reforzar las medidas de vigilancia. Una valla, sensores de movimiento...

De todo ello se encarga la misma empresa que levantó la valla de Melilla.

Los refugiados han encontrado en esta esquina de Europa un camino barato y relativamente seguro.


Llegamos a Harmanli, un pequeño pueblo cercano a la frontera. Una antigua base militar soviética sirve ahora de centro de acogida. La mayoría viene de países musulmanes. Muchos se reencuentran con la oración a lo largo del viaje. “Rezar nos reconforta”.

Da cobijo a 900 personas. La mayoría son sirios, pero hay muchos otros confilctos de los que escapar.

Jawad Gulzar fue intérperte para la tropas estadounidenses en Afganistán. Los talibanes mataron a su padre, destruyeron su granja y quemaron sus documentos. Cuando los americanos empezaron a retirarse, se olvidaron de Jawad. Su viaje como refugiado empezó hace siete años.

Es fácil ver que Bulgaria se ha visto superada.

Con una mezcla de rabia y resignación, uno de los internos, funcionario kurdo, pregunta “¿de verdad esto es Europa? Estábamos mejor en Siria”.

Ayer vino el primer ministro búlgaro. Los refugiados dejaron su particular mensaje para las cámaras.


... porque no hay adónde ir. Bulgaria no forma parte del tratado de Schengen. Una vez que pides asilo político, te quedas encallado en este sórdido sitio. Pronto se verá lo débil que es ese tratado.

Aquí también nos encontramos con un partido de fútbol. Están jugando sirios contra africanos.

En el edificio africano hay gente con tuberculosis.

Un grupo de jóvenes comparten con nosotros sus experiencias como soldados en Costa de Marfil. Jokouehi Frank muestra las cicatrices de su espalda. Son cuchilladas.

En la liga de Harmanli compiten ocho equipos en bucle.

Y de nuevo, una pregunta recurrente: “¿cómo podemos seguir nuestro viaje?”

El tiempo pasa muy despacio. Esto es como un anillo del infierno del que nadie puede escapar...

Y de nuevo, sólo podemos contestar: “no lo sabemos”.


Una pareja de kurdos hacen todo lo que pueden por olvidar que están en un campo de refugiados. Con un trozo de moqueta verde y unas vallas de obra, han conseuido el milagro: su barracón casi parece una casa de verdad.

La mayoría de los sirios y kurdos están en una parte del campo donde hay barracones modernos y bien equipados: dormitorios, baño y cocina.

Surgen los oficios, los servicios y la normalidad se adueña del entorno.

Los refugiados dicen que la comida que les da el ejército búlgaro es asquerosa.

Para salir de dudas, probamos las lentejas. No están tan malas, pero tampoco son alta cocina. A las puertas de los barracones se venden huevos, galletas y fanta.

Para nosotros es hora de volver a Madrid y preparar nuestro último viaje. Acabaría siendo el más largo.


En la redacción, habían aprobado tres viajes para el reportaje de las fronteras. “Y Lampedusa tiene que estar”, había dicho la redactora jefa. Pero antes de partir al tercero, dudan: “¿seguro que hace falta que vaya el fotógrafo?”. El presupuesto es muy justo, como siempre. Me cuesta convencerles, pero hay tres argumentos inapelables. Uno: Italia se ha convertido en ese momento en la principal ruta de entrada a Europa; hay rescates en alta mar a diario, y quizá podamos ser testigos de uno. Dos: hemos visitado varias fronteras, cierto, pero nos falta agua en las imágenes; nos falta el Mediterráneo. Tres: ¿no queremos algo potente para la web? ¿No queremos vídeo? Hasta ahora no se ha grabado nada… antes de partir, llamo a Carlos: “adelante, dicen que sí. Nos vamos juntos. Y quieren que traigamos de vuelta un buen vídeo. Pretenden montar un gran despliegue en internet”.

Italia Mar Mediterráneo

Sicilia (It) Mineo

Catania

Mar Jónico

Túnez

Lampedusa 35º N / 12º E

Malta

Es marzo de 2014. Y llegamos a Lampedusa, una isla italiana diminuta. Ubicada más cerca de África que de Europa.


Hemos solicitado realizar una patrulla con la Guardia Costera Italiana. Pero no podemos salir. “El temporal hace el mar impracticable”, nos dice el comandante Giuseppe Cannarile.

La Guardia Costera solía ocuparse de acudir en su rescate. Pero ya no dan abasto. Desde el naufragio de octubre, una misión de la Marina Italiana navega el Mediterráneo para evitar otro desastre.

A pesar del chasco, intentamos sacarle el máximo partido a nuestra visita. Nos sobrecoge la desolación del cementerio de barcos. Apilados como juguetes de un dios salvaje se pudren estos viejos cascarones de pesca libios. En ellos, hacinados, se han jugado la vida los inmigrantes y refugiados tratando de llegar a Europa.

“Es una estrategia de militarización de los confines”, nos dice Giacomo Sferlazzo. Este activista local ha creado en Lampedusa un museo del horror, colocando en estanterías los restos de los naufragios. Suele encontrárselos en la playa.

Carlos y yo enmudecemos. Son como pedazos de vidas rotas.



De Lampedusa volamos a Sicilia. Allí tenemos una nueva oportunidad de presenciar un rescate. Se ha convertido en nuestra obsesión tras el fiasco de Grecia, la pantomima de Bulgaria y la patrulla abortada con la Guardia Costera. En la base de Sigonella, nos espera un destacamento del grupo de aviones de la Guardia Civil española. Una misión de Frontex. Todo listo para sobrevolar uno de los puntos más calientes del Mediterráneo.

“Contactas con Malta y le pides 2.000 Pies”, dice el comandante a su segundo. Hay buena visibilidad. “Hoy, si engancha algo el radar, se va a ver muy bien”.

“¿Combustible?” Finalmente parece que vamos a tocar pelo, como prometía el comandante Ambrosio. Solo que muy lejos de Melilla. “Llevamos 8.000.”

“Generadores comprobados y en auto.”

Empezamos a verle las tripas a la máquina. Es como si nos hubiéramos colado en una fiesta que hasta ahora nos estaba vetada. Mejor aún: oficialmente, nos han invitado.

El despegue trae una vibración como de cafetera. El interior del artefacto se parece mucho a un submarino. O eso creemos, porque nunca hemos estado en uno.


“Hoy estamos entre Sicilia y Grecia; el Mar Jónico, Libia, Túnez, el golfo de Sirte”.

Dejamos atrás una tormenta; el sol se despide con un atardecer imponente. Volamos muy bajo. Y las aguas se amansan a medida que nos acercamos a la zona de patrulla.

Son tipos duros, veteranos de las primeras misiones de Frontex en Canarias. Tienen su lenguaje particular: “nuestros ‘clientes’ son los inmigrantes ilegales”.

“No hagas fotos de las pantallas, que los malos también leen el pariódico”.

Finalmente, un aviso: “tenemos un contacto a 50 millas al sur. Vamos p’allá“.

“Buscamos barcos pesqueros, de 20 o 25 metros de eslora con los que las mafias transportan entre 150 y 300 personas. Cuando llegan a 100 millas les meten en un barco más pequeño, les dan un teléfono satelital y el número de las autoridades italianas para que llamen”.

Pero no son inmigrantes. “Hostia, perece un carguero. Raro que no tenga identificación. Lo sobrevolamos y sacamos fotos”, ordena el comandante.

Seguimos oyendo hablar de las mafias. Para las fuerzas del orden todo se reduce a eso.

Mientras tanto, en Varsovia...


Y es en Sicilia donde se encuentra el centro de acogida de Mineo, una urbanización que sirvió durante un tiempo como residencia para los militares de las bases americanas. El cempo de refugiados permanente más grande Europa en 2014. Un misterioso lugar en el que muy pocas cámaras han entrado.

Klaus Rösler, director de operaciones de Frontex tiene más escamas que un galápago. Sus respuestas son tajantes: “tenemos el mandato de proteger las fronteras, así que eso es lo que hacemos.”

En las oficinas centrales se están acostumbrando a recibir a periodistas y a hablar de temas incómodos: devoluciones en caliente, presupuestos y obetivos. No tenemos los permisos necesarios. Pero, por suerte, Carlos habla un italiano impecable. Con estrategia Jedi, convencemos a las autoridades de que contamos con un permiso especial del Ministerio del Interior.

Recorremos calles de nombre americano. Con el inicio de la guerra en Libia, Berlusconi habilitó en 2011 este lugar para acoger a solicitantes de asilo.

Como siempre, nos enseñan ordenadores, pantallas murales, mapas interactivos y cascadas de datos.

No es un centro público. De la gestión se ocupa Pizzarotti, una multinacional de la construcción. “Amigos de Berlusconi”, según un activista. Aquí trabaja el agente español que nos ha conseguido el vuelo en Sicilia. Una fuente anónima que a menudo nos cuenta cosas impublicables sobre la gestión de las fronteras.

Un mapa de eventos en tiempo real no deja lugar a dudas:

algo muy serio está ocurriendo entre Libia y Sicilia.

El director del centro, Sebastiano Macarrone, nos explica que la urbanización cuenta con 3.892 Inquilinos. Casi 10 por casa.


En este panorama surrealista Carlos trabaja con libertad condicional. Como siempre, restricciones: “nada de fotos de cerca ni dentro de las casas”.

También han contratado internet para montar locutorios. Por un euro la hora, charlan a través de Facebook con amigos que aún están en Libia, a la espera de zarpar a Europa.

Los solicitantes de asilo pasan aquí cerca de un año. Hasta que Italia decide caso por caso si darles refugio o expulsarlos.

Mientras, reciben una asignación simbólica: 2,5 euros al día. Y se les ha permitido dar inicio a una pequeña economía local. “Para que tengan algo que hacer”.

Acuden a los mercados de la zona, compran ropa y baratijas, y lo revenden en el centro a sus compañeros de fatigas.

De una parada de autobús sale hip hop a todo volumen. Aquí se mezclan músicas de medio mundo. Todos han llegado a través del Mediterráneo, jugándose la vida.

Pero apenas hay sirios. Los sirios, según nos cuentan, toman un ferry al continente nada más desembarcar en Sicilia y siguen su ruta hacia Alemania o Suecia. “Ellos tienen dinero”.


Es nuestra Ăşltima jornada de viaje. Pero de pronto, allĂ­ mismo, recibimos el correo que llevamos esperando semanas. De nuevo ha sido clave el manejo del italiano de Carlos.


Lo primero que hacemos es llamar a la redacción: “tenemos un acceso único a la operación Mare Nostrum de la Marina Italiana; nos llevan en helicóptero a una fragata que patrulla en medio del Mediterráneo. Sabemos cuándo embarcamos, pero no cuándo nos devuelven a tierra. ¿Qué hacemos?”. “Adelante”, nos dice el subdirector, un periodista curtido en el área de defensa.

En casa lo entienden menos. Mi chica se ha quedado a cargo de nuestra hija de un año. Al teléfono, acuña una frase histórica que aún repetimos cada vez que salgo de viaje: “y qué será lo próximo, ¿en catapulta a la luna?”.

Es nuestro primer vuelo en helicóptero. Las aspas zumban como un enjambre; y el interior se agita como una olla exprés.

No íbamos demasiado preparados. Resulta sonrojante subirse a un helicóptero militar tirando de dos trolleys.

Desde lo alto divisamos nuestro hogar para los próximos días. Durante la estancia, me acabaré perdiendo cómo la pequeña da sus primeros pasos.


Aterrizamos en la popa del Grecale, una fragata de 123 metros de eslora concebida para la guerra submarina. Equipada con sónar, torpedos, y misiles antiaéreos, hoy se dedica a operaciones de rescate en el Mediterráneo sur.

En nuestra primera visita al puente de mando, preguntan: “bienvenidos al Grecale, pero: ¿a qué habéis venido exactamente?”. No nos andamos con rodeos. “Hemos venido a ver un rescate”.

“En ese caso, habéis venido al sitio adecuado, pero es probable que no ocurra pronto: el mar sigue revuelto, y en esas condiciones las embarcaciones no suelen arriesgarse a zarpar de Libia”.

Tiene 35 años y sus tuercas repintadas infinitas veces consiguen teñir de romanticismo la ya muy romántica vida marinera.

Poco después nos dan una charla de seguridad. Nos indican nuestro bote de salvamento, en caso de emergencia. Y nos avisan: el mayor peligro en un barco es sufrir un incendio.

Sobre el gris acero lucen siniestros tatuajes que dan fe de que el Grecale es un barco de guerra.

Once calaveras con cimitarras indican el número de embarcaciones piratas con las que se ha enfrentado en el Cuerno de Africa.

A falta de acción, la tripulación se dedica al mantenimiento del barco, a ejercitarse y a ver pasar las olas.


Así que durante días nos dejan circular libremente por la nave. “Podéis entrar en todas partes, salvo en la sala de guerra”. Por fin algo de transparencia.

Comenzamos a padecer cierto síndrome de Estocolmo. Disfrutamos de las pizzas del cocinero, los espressos son deliciosos. Incluso empiezo a chapurrear un itañol despreocupado.

Vemos infinidad de oficios; nos aprendemos cada esquina de la fragata; recorremos sus pasillos, sus escotillas, sus estancias laberínticas.

Y el fútbol. Que no falte. Esto es Italia.

En la Marina hay decenas de grandes y pequeños rituales sagrados. Por megafonía se suelen contar biografías o episodios navaesl históricos. Asistimos a la ceremonia de la bandera.

Compartimos buenas charlas marineras fumando un cigarrillo tras otro en la popa del barco. Vamos conociendo a la tripulación y ellos se van haciendo a nosotros.

Pasan dos, tres días… pero el mar sigue revuelto.

Es importante mantener a la tropa motivada. No hay que olvidar que estamos en un buque de guerra.


Una mañana, sin previo aviso, los marines desenfundan sus rifles y los cargan con balas de un calibre mortífero. Toca prácticas de tiro. Frumento es un navy seal italiano. Fibroso, y con ojos hundidos y amarillos como los de un buitre, guarda cicatrices de varias guerras. Tiene 42 años y 200 marineros a su cargo. Trabamos una amistad cordial y respetuosa. Hemos compartido mesa con él y el resto de oficiales a diario desde que aterrizamos.

Navegamos a unas 80 millas de Libia. A un paso de África. “Parece que comienza a hacer buen tiempo”, nos dice Frumento al cuarto día.

Y todos sabemos lo que eso significa. Lanzan cajas al mar, y a medida que se alejan las agujerean sin piedad. Ta, ta, ta, ta. El repiqueteo es ensordecedor. Y nosotros procurando no arrojar colillas por la borda…

Esa tarde se pone el sol a nuestra espalda y una extraña calma se apodera del barco.

El entrenamiento lo dirige, siempre un paso atrás, el comandante Stefano Frumento.

Como si fuera el presagio de que algo está punto de suceder.


“Tenemos un contacto. Muy probablemente migrantes�.


Son cerca de las 8 de la mañana. Y el comandante mantiene la sangre fría en el puente de mando. El buque se ha convertido en un torbellino de personas. Cada uno con una tarea bien definida.

“Son muchos, muchos, muchos...”

Dario Gentile, el segundo de a bordo, pone en marcha el operativo de rescate en cubierta. Reservado e introspectivo, hasta ahora parecía un secundario de Star Trek. Es la primera vez que le oímos alzar la voz con autoridad. Han recibido una llamada de emergencia desde un teléfono satelital. El helicóptero despega y zumba hacia allí. Ordena deslizar las motobarcas de emergencia al mar, y zarpan hacia la patera cargados con salvavidas.

“Número de hombres y mujeres. Condiciones de seguridad. Estima de ocupantes. Reportadlo cuanto antes”, les pide el comandante.

Es entonces cuando vemos la oportunidad. Solicitamos permiso al comandante para subirnos a una de las lanchas de rescate. Se toma unos minutos para pensarlo.

“Avanti”.

Desde el puente de mando, se oye su respuesta por radio: “embarcación azul con franja horizontal blanca diez niños, diez mujeres. Deben de ser unas 150, 170 personas”. “¡Declarado evento SAR*!”, Ordena el comandante.

*Search And Rescue (búsqueda y rescate).


Se llama Giuseppe Ladu, tiene 38 años, y siempre es el primero en subirse a las embarcaciones. Su rostro inexpresivo transmite autoridad y calma. Justo lo que hace falta en este momento.

Comienza el trasvase de personas de la patera a la motobarca En grupos de 20.

Vemos decenas de rostros asustados y agotados. Pero respetan el orden. Cualquier ola traicionera podría provocar una tragedia. “permaneced tranquilos, ahora estáis en italia”.

Carlos dispara con total concentración. En este momento no existe el mundo fuera de su objetivo.

El jefe de máquinas, un sardo achaparrado y rotundo, organiza el salvamento. También es un experto submarinista. En más de una ocasión le ha tocado lanzarse al agua para rescatar náufragos.

Cuando ya quedan pocos a bordo, un palestino posa haciendo la señal de la victoria. Es el final de un largo viaje en el que se han jugado la vida.

Pero esta vez es de verdad.


Nada más subir al barco, pisan una bandeja con desinfectante, les colocan una pulsera con un número.

La patera, de unos 15 metros, cuenta con un compartimento interior. Han viajado unos entre las piernas de otros. Acaban saliendo 219 personas.

Y se les abriga tras asegurarse de que no suponen un riesgo.

Los primeros en subir al Grecale son bebés y niños. Hanín, de 20 años, cuenta que los organizadores les prometieron un barco de hierro. Comida y salvavidas que no les dieron. Les dijeron que viajarían solo sirios.

Los militares se los van pasando de brazo en brazo. Y los pequeños emiten un llanto ronco. Como si el grito surgiera de las entrañas de la tierra.

Tenían miedo de los africanos que iban en la bodega. Zarparon a medianoche de Zuwara, en la costa libia. Hubo vómitos e instantes de tensión. Llevaban un Corán, pero no rezaron porque se sentían sucios. Son sirios. Y llevan el horror escrito en el rostro.

Esto no es lo peor que han visto.

Pagaron 6.000 dólares por el viaje de cinco personas.


Mohamed Anamul Haque, bangladesí, 29 años. Dice que cuando vio el barco en el que viajaría, quiso echarse atrás. “Te obligan. Te gritan: ‘¡Sube!’. Son una mafia. Van armados”. La cubierta del Grecale se convierte en un mapa roto. Muestra la gran brecha entre dos mundos. El recuento oficial: 198 hombres, 20 mujeres y menores. 100 paquistanís, 46 sirios, 17 marroquíes y 14 nigerianos. Y un dato atípico: cuatro nepalíes.

Los del piso de abajo gritaban pidiendo estirar las piernas y más oxígeno. Nadie durmió de noche. Nadie fue al baño. Hablaban en susurros. “Tuve miedo de morir”.

Uno de los náufragos es el capitán. En todos los barcos hay uno, Pero nadie confiesa quién. “Secreto”.

Se durmieron de madrugada. Los despertó el helicóptero.

El trato es correcto, aunque algo brusco. No deja de ser una situación de emergencia y a veces hay problemas.

Y ahora no comprenden bien, pero los trasladan a un nuevo buque.


Las normas de la UE dicen que el solicitante de asilo ha de quedarse en el país donde se registró su entrada.

El San Giusto es un buque anfibio de gran capacidad. Las fragatas descargan allí a los rescatados y siguen patrullando.

Una obligación que ha distanciado a varios países de la UE.

Desde aquí, el Almirante Guido Rando dirige la Operación Mare Nostrum. “Italia hace lo que puede, Pero este es un problema europeo. Hay que resolver este asunto a nivel diplomático, En los países de origen. Nosotros solo evitamos muertes”.

Este sitio Parece sacado de una película de ciencia ficción. Nunca habíamos oído hablar de ello. Ni hemos vuelto a ver estas imágenes en ninguna parte.

“Esto Es una frontera marítima de la Unión Europea”. Un checkpoint en alta mar.

Los recién llegados están inquietos. Nos preguntan: ¿Puedo negarme a dar mi huella dactilar? Les preocupa quedar fichados en Italia.

De momento, una embarcación auxiliar los traslada a un tercer barco, una fragata rápida.


Muy pronto estarán en Sicilia. Desde cubierta asoma la isla en el horizonte. Muchos aún tienen húmeda la ropa.

En estos momentos, la operación Mare Nostrum lleva cuatro meses en marcha y ha sacado a 10.000 personas del agua. Acabará rescatando 150.000 al cumplir un año. Luego dejará de funcionar. Es demasiado costosa para Italia. Y la UE no está dispuesta a financiarla. viéndolo con perspectiva, no parece casual que nos dieran el acceso. Con las primeras barritas de cobertura, aparecen decenas de mensaje y llamadas perdidas en el móvil. Nuestros jefes y familias. “¿Dónde demonios os habéis metido?”. Llevamos días sin dar noticias. Habían comenzado a imaginarse lo peor. “Tenemos una historia increíble”, respondemos. Luego, un tunecino me pide el teléfono para llamar a casa y dar noticias de que está vivo. No puedo negarme. Regresamos a Madrid y en dos semanas tenemos listo el reportaje. Portada y 20 páginas. Lo titulamos: ‘A las puertas de Europa’.


Polonia

Año y medio después, me encuentro en Madrid cuando suena el teléfono. Es Carlos. Llama desde Röszke, un pueblecito en la frontera de Hungría con Serbia.

Ucrania

Eslovaquia

Austria

Hungría Horgos / Rözske

Eslovenia

Rumanía

Bregana

Croacia

Tovarnik

Bosnia Herzegovina

Serbia

Montenegro

Italia

Bulgaria “Veo una cortina de humo, antidisturbios por todas partes, esto es un caos”, describe. De fondo, se oye un helicóptero, griterío, palos. Es septiembre de 2015 y miles de refugiados se encuentran a las puertas del continente. ‘El País Semanal’ nos acaba de aprobar un nuevo reportaje en los confines de la Unión Europea. Una especie de segunda parte. Esta vez, por la frontera Este. Y ya tenemos punto de partida. Tres días más tarde me reúno con él en los Balcanes. Hungría se encuentra sellada y los países del espacio Schengen han comenzado a cerrar sus fronteras.

Macedonia (FYROM)

Mar Adriático Albania

Grecia


El alcalde de Ásotthalom, una localidad húngara fronteriza, se ha hecho famoso con un vídeo en Youtube en el que avisa: “Entrar en Europa por Hungría es una mala decisión. Hacerlo por Ásotthalom, la peor de todas”. nos resume su visión de las cosas:

Europa ha comenzado a mostrar su peor cara. Desde que abandonamos la cubierta del Grecale, parece que todo se ha ido torciendo. Aquí y en el resto del mundo.

“Sus sueños destruyen nuestros sueños”.

En este tiempo, el ISIS ha proclamado su califato y la guerra en Siria se ha convertido en una contienda de escala internacional. El gobierno de Budapest ha levantado una verja, desplegado militares y convertido en delito la entrada de extranjeros.

Se produce una batalla campal entre fuerzas de seguridad húngaras y refugiados. La revuelta acaba con 29 detenidos y muchos heridos. De Afganistán a Libia, los países musulmanes se desangran. Y la riada humana ha comenzado a llegar a Europa.

Son los únicos que entran.

Así que una verja no les va a detener ahora.


Con Hungría blindada, se corre la voz de una nuevo paso hacia la UE por Croacia. A unos 150 kilómetros de marcha. Tendrán que atravesar Serbia.

En los últimos años, cinco millones de sirios han abandonado su país y buscado cobijo en Líbano, Jordania y sobre todo, en Turquía.

Los refugiados inundan los caminos bajo un bochorno agotador. Las imágenes dan la vuelta al mundo.

Pero no solo hay sirios. Nunca antes en la historia han existido tantos refugiados en el mundo.

Es la noticia del año y hay muchos periodistas siguiendo la ruta.

Unos 21 millones, según la ONU.

Un freelance español lleva tanto a su lado que se ha mimetizado con ellos. Ha estado al borde de acabar en un centro para solicitantes de asilo.

Las embarcaciones desde Libia solo habían sido un aviso. Durante el verano miles de barquitos se lanzan al mar Egeo desde la costa turca. “Sencillamente ocurrió”, nos cuentan.

En los medios se habla ya de un éxodo de proporciones bíblicas. Europa se enfrenta a la mayor crisis humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial.

Ahora siguen las vías de tren; una manera eficaz de no perderse.


Un hombre nos cuenta cómo la balsa en la que arribó a las islas griegas volcó con sus 43 ocupantes a 200 metros de la orilla. Nadó el último trecho con su mujer y sus dos crías en brazos.

El lugar se llama Tovarnik. Es el primer pueblo croata si uno entra desde Serbia. Cuando llegamos el cielo se nubla, corre una brisa fría y comienza a llover. Otros no han tenido tanta suerte. una foto de un chaval ahogado en una playa turca lo cambia todo. El niño Aylan.

Ante la tragedia, Alemania anuncia que acogerá a quienes logren llegar a su país. La noticia provoca un aluvión aún mayor.

Al calor de una hoguera, una familia siria cuenta su historia: vienen de Idlib, cerca de Alepo, ahora bajo el terror del ISIS. Son 12 viajando. Huyeron de las bombas y han vivido cinco años refugiados en Beirut. Cruzaron el Egeo hace una semana.

En Grecia ni siquiera les han registrado. Les han entregado una orden de expulsión y les han franqueado el paso. Tampoco en Macedonia y Serbia les detienen en su ruta hacia el centro de Europa.

Salvo en la frontera Húngara. Tras atravesar Serbia llegan a esta estación de tren donde acampan de nuevo bajo una bandera azul con doce estrellas.

Uno de los muchachos estudiaba Economía en la universidad. Habla inglés, dice: “All arabic countries no good”. Y sobre su destino, añade: “Germany, maybe”.


Nadie sabe cuándo. Ni adónde se dirigen exactamente. Pero a la estación de pronto llegan trenes que se llenan en cuestión de minutos.

Se arma un revuelo enorme y suben los que pueden. Croacia observa atónita unas escenas que creía olvidadas.

Muchos policias recuerdan cuando eran ellos los niños refugiados. Han pasado sólo 25 años desde la guerra de los Balcanes. “Nosotros tenemos buen corazón, pero no es suficiente”.

En el fondo, sus palabras sintetizan la esquizofrenia europea ante la avalancha.

Quienes se quedan en tierra discuten con los antisdisturbios en un inglés primitivo.

El tren se va y un hombre implora que le permitan seguir a pie. Dice que su bebé está enfermo. El llanto del crío eleva la tensión del momento.

“De verdad, quiero dejarte pasar. ¡Pero sois demasiados! Mañana te quedas en mi casa. Te lo prometo”

Quién sabe. mañana quizá hayan llegado otros miles.


En un extremo de la estación se ha montado una frontera improvisada. Técnicamente estamos en Croacia, en la UE.

Ante las vallas, hay gritos de auxilio, manos alzadas, rostros de asfixia. Algunos han confeccionado listas que no sirven para nada.

Aunque las vallas de contención y el muro de policía dividen el mundo: dentro o fuera de Europa.

Las familias se desmembran. Se separan los hermanos. Se pierden los amigos. Los niños lloran porque sus padres aún quedan del otro lado. Alguien se pasea con un megáfono pidiendo calma. Los agentes dan paso por goteo. “¡De dos en dos!”.

Un SIRIO de 5 años mira la escena como si ya le pareciera normal el barullo. Con la mirada de un anciano.

En una pared cercana una ONG deja un contacto al que llamar para encontrar a los desaparecidos.

“No pharmacy, bomb”, cuenta una de sus hermanas. Tiene ocho años y ha aprendido inglés en el colegio.


Cuando logran superar el control, voluntarios les dan cobijo junto a un granero. La gente ayuda en lo que puede. Las fiestas del pueblo se han suspendido.

A las puertas de Eslovenia, la situación es casi idéntica. Los refugiados que han logrado atravesar Croacia llegan poco a poco. Y son frenados de nuevo.

Un poco más adelante los suben a autobuses. De nuevo hay gritos y empujones. Dicen que los acercan a Eslovenia, la siguiente frontera.

Mientras esperan, se acercan a un puesto de ropa donada. Toman prendas de abrigo y zapatos para el camino.

Antes de dejar Tovarnik, el vicealcalde nos da el último parte oficial: casi 25.000 personas en 4 días. Al mismo ritmo sumarían 2,2 millones en un año.

Vemos voluntarios de varias religiones, y decenas de estudiantes centroeuropeos que han venido a echar una mano. Se percibe una explosión de solidaridad.


Hay voluntarios que juegan con los niños con el único fin de que sus padres descansen. Pero la solidaridad se irá diluyendo: pronto unos países suspenderán el tratado de Schengen y otros se negarán a aceptar un reparto proporcional de refugiados. Sumarán cerca de un millón al final del 2015. La mayoría, habrá entrado por Grecia. Nos preguntamos: ¿por qué? ¿qué pasó para que se abriera el cerrojo griego?

Encontramos un discurso del ministro de Defensa heleno, el ultraderechista Panos Kamenos. De los días del ‘Grexit’ y la crisis del euro. Mientras su gobierno negociaba el rescate con Alemania, lanzó una oscura advertencia: “Si golpean a Grecia y Europa nos deja en la crisis, la inundaremos con migrantes, y será peor para Berlín pues en esa ola podría haber yihadistas del Estado Islámico”.

Nacionalismo, recelo entre vecinos, xenofobia. Regresamos a casa con la sensación de que algo ha empezado a resquebrajarse en Europa.


Narva

Estonia

Federación Rusa Riga

Lituania

Mar Báltico

Letonia

Pabrade

Kaliningrado (RUS)

Szczurkowo

Polonia

Bielorrusia

Biala Podlaska

Medyka

Yavoriv Lviv

Ucrania

Eslovaquia Moldavia En octubre de 2015 Carlos pasa por Bucarest. Asiste a una cumbre de jefes de estado de los países del este. De Bulgaria a Estonia, todos son parte de la Unión Europea. Miembros recientes. El antiguo bloque soviético. Hasta ahora habían hecho piña rechazando cuotas de refugiados. Esta vez, desde sus atriles, reclaman mayor presencia de la OTAN frente a la “agresiva” postura de Rusia. Llevamos tiempo preparando nuestro siguiente movimiento. Supone un cambio de escenario. Queremos viajar a una frontera donde resuenan los tambores de una nueva guerra fría. Rusia ha invadido Ucrania. Se ha anexionado Crimea. Hay un conflicto a las puertas. Y el miedo se ha extendido por el este de la UE. Nos ofrecen una oportunidad en Lituania: habrá 2.000 soldados de la OTAN haciendo maniobras militares en Pabrade, a un pasito de Bielorrusia.

Rumanía Mar Negro Bucarest

Es noviembre. Carlos y yo hemos quedado en vernos allí. Dos días antes de la cita, Europa recibe un golpe que tendrá graves consecuencias.


Carlos cena en París cuando un camarero avisa de que a pocas calles se está produciendo un tiroteo. Corre hacia el hotel mirándose alrededor ante la posibilidad de encontrarse con un terrorista a la fuga. Me escribe. Está bien. Sigue los acontecimentos agazapado en su habitación.

Le respondo: es la grieta.

Recorriendo la frontera exterior -la gran grieta- hemos encontrado decenas de fisuras en el sueño europeo. Está la inmensa falla de los refugiados; las brechas del nacionalismo, la suspensión de Schengen y la sombra de la salida del Reino Unido de la Ue; el populismo y la islamofobia; la crisis que ha enfrentado al Norte y el Sur; la fractura de un bloque del Este que ahora considera a Bruselas la nueva Moscú; los agujeros de Siria, Irak y Libia, y sus dramáticas consecuencias. Y está Rusia, una enorme hendidura a la que ahora queremos asomarnos.

“Hay unas grietas principales, y otras menores. Todas conectadas”, me dice Carlos poco antes del atentado. “Si no se atajan, colapsa la estructura”.

La estructura es Europa. Sus 70 años de paz. La libertad. La ausencia de fronteras. Todo lo que nos convierte en el lugar al que quieren llegar quienes huyen de la barbarie

Cuando llegamos a Pabrade, la cabeza nos hierve con preguntas. Circulamos hasta una base a ocho kilómetros de Bielorrusia. Los termómetros marcan cuatro grados y en el bosque se oyen disparos de artillería.


El enemigo del ejercicio es ficticio. Se llama Redland. Viene del Este. Y una milicia separatista imaginaria lo apoya en la invasión de un territorio que le perteneció en otro tiempo. Les han diseñado un emblema sospechosamente parecido al verdadero escudo de Rusia.

Los militares lituanos son tipos duros, fanfarrones y bienhumorados. Hasta que se les menciona Rusia: están convencidos de que les va a invadir en cualquier momento.

En la sala de propaganda y operaciones psicológicas todo recuerda a Ucrania y Crimea.

Han llegado 2.000 soldados de 11 países de la OTAN. Se han dividido en dos bandos para el ejercicio: unos atacan y otros defienden.

Redland ha invadido este país “inventado” llamado Amberland. Es miembro de la OTAN. Y un ataque contra un aliado, nos hacen notar, significa un ataque contra todos. Mantas Adomenas es diputado conservador. Y un reservista voluntario. Su abuelo peleó contra el Ejército Rojo. Y él sufrió la vida soviética en sus carnes. Se doctoró en Oxford con una tesis sobre presocráticos. Se alistó tras los “eventos” de Ucrania.

“Conocemos la mentalidad rusa”, nos cuenta. “Y son capaces de cualquier cosa”.

De camino al frente, nos resumen el objetivo de este ejercicio: “Mostrar que es mejor que no vengan aquí nunca”.


Lituania y el resto de los bálticos fueron de los primeros en saltar del barco soviético en 1991. Pasaron de ser la linde occidental de la URSS a convertirse en la frontera Este de la UE. Y en fervorosos aliados de la OTAN.

Cuando se sinceran exhiben sin tapujos su visión sobre Rusia. Para que entendamos por qué reclaman tropas aliadas.

Para esta gente, hablar del pasado significa rememorar fantasmas muy reales. Nuestro guía, a veces, se inflama de patriotismo.

Nos hablan de las prisiones del KGB y de su temor al viejo imperio: “Solo hemos disfrutado de dos períodos de tranquilidad: en el siglo XVI y cuando Yeltsin estaba borracho”.

“Si vienen los rusos, me llevaré a muchos conmigo. Pelearé hasta la última gota de mi sangre”.

Se sienten encajonados entre Bielorrusia y Kaliningrado, un enclave militar que Rusia conserva desde 1945.

Nos preguntan si somos espías de Moscú. Es una broma. O quizá no. A pesar de su buen humor, no parecen fiarse de nadie.

¿Quién les asegura que no les ocurrirá lo mismo que a Crimea?


La guerra ha empezado y encontramos mortíferos Bradleys en una colina. Los yanquis han pasado la noche en su panza. Les toca defender. Vigilan los caminos mientras drones espía y jets húngaros zumban por el cielo. Se oyen ráfagas a lo lejos.

Los estadounidenses están al mando. Sus hombres y sus tanques forman parte de un contingente recién desplegado en el Este.

Es la respuesta de la OTAN a los movimientos rusos en Ucrania. Y a su creciente presencia en el tablero internacional: Putin acaba de enviar soldados a Siria.

No hay fuego real. Las armas solo emiten un láser. Si uno es alcanzado, queda fuera de combate. “¡Dead man walking!”, les grita nuestro fanfarrón guía lituano.

“Es un sueño hecho realidad estar aquí y trabajar con nuestros aliados para disuadir una agresión rusa”.

Ni siquiera sucede una gran batalla. Solo escaramuzas. Hay incluso tiempo para un poco de ocio artístico. Pero no deja de ser un juego siniestro.

No son los únicos ejercitándose en el Este. Más al Norte, en Letonia, tenemos cita con las cabezas pensantes de la Alianza.


Llegamos con retraso a la base aérea de Lielvarde. Aparecemos con la lengua fuera en la sala de prensa. Los generales se incomodan con mis preguntas:

Mientras en el televisor Francia declara los atentados “un acto de guerra” y cierra sus fronteras, aquí también están de maniobras.

“¿Qué relación hay entre el incremento de tropas de la OTAN en el Este y la presencia Rusa en Siria?”

A 175 kilómetros de Rusia, dentro de estos contenedores, reciben la información del AWACS, un avión con un inmenso radar en la chepa.

Hoy han interceptado un caza ruso invadiendo el espacio aéreo europeo.

Responden hablando de maniobras “disuasorias” que no suponen ninguna “amenaza”. No se salen del guion.

Esto ya no es un juego. Apagan monitores y una oficial de prensa posa para la foto. Poco después, Turquía* derriba un jet ruso en la frontera con Siria y la OTAN envía el AWACS a la zona.

Aquí ponen a prueba la Fuerza de Reacción Rápida: 40.000 soldados capaces de movilizarse en tres días. Fue creada tras la crisis de Ucrania.

El ejercicio concentra a la “materia gris” del Atlántico Norte. Los que toman decisiones y generan material clasificado.

Pero nuestros anfitriones prefieren mostrarnos otro tipo de cosas. Es la hora del gran desfile.

* Turquía es miembro de la OTAN


Letonia celebra su independencia y las avenidas de Riga se llenan de militares extranjeros.

Las tropas viajan al Este de forma “rotatoria” y se inauguran cuarteles que denominan NFIU, cuya función queda diluida bajo la maraña de siglas.

Para esta gente es importante tener a Estados Unidos de su lado. El ministro de defensa estonio define el ‘status quo’: “Es una Guerra Fría con ropa nueva”.

Un comandante estadounidense explica su presencia de forma didáctica: “Es como una novia a la que no ves durante un tiempo. Habrá que buscar un fin de semana para estar juntos”.

Parece que la terapia de pareja funciona.

En el desfile no lo vemos tan claro. Algunos uniformes apenas han cambiado.

Los bálticos son países pequeños con ejércitos jibarizados. Y un acuerdo con Rusia prohibe las bases permanentes de la OTAN. Pero siempre existen fórmulas creativas.


Y mientras los británicos yerguen sus estandartes, pocos anticipan aún el terremoto del Brexit ni sus consecuencias militares en Europa y en la OTAN. Nos preguntamos hasta dónde podría llegar el impacto de esa nueva grieta.

Llega la hora de volver. Y en el cuaderno llevamos apuntado el contacto de militares canadienses. Los hemos conocido en el bosque lituano y nos han contado que acaban de enviar tropas a Ucrania. Se encuentran justo en la frontera. Encaja a la perfección en nuestro reportaje. Lo contamos en la redacción y lo ven con buenos ojos. Nos preparamos para otro viaje relámpago. Esta vez, a la retaguardia de un país en guerra.


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