Margarita o bi sanade o Margarita ya se fue
Ruth Gonzรกlez / Valeria Corcios
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Margarita o bi sanade o Margarita ya se fue Ediciรณn febrero 2019 Papalota Negra Editorial c papalotanegra https://issuu.com/papalotanegra www.papalotanegra.com Escritora Ruth Gonzรกlez Ilustradora Valeria Corcios valeriacorcios
Margarita o bi sanade o Margarita ya se fue
Sagatara hubiera sido mi nombre. Mi padre, obsesionado con el universo de Salarrué, insistía en llamarme así, pues creía que teniendo tal impronta aún antes de nacer, sería especial, única, dotada con la bendición del genio de las letras. En cambio mi madre, una mujer práctica que no quería que su hija sufriera burlas en la escuela debido a un nombre “impronunciable”, debe haber dicho algo como “¡Sagatara al demonio, que esta niña se llamará Margarita como mi hermana!”, y es así como terminé llamándome igual que mi tía muerta, de la que todos han dicho que cuando agonizaba, parecía tener un diapasón hundido en el pecho.
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Fue obra de mi madre el que cargara con un nombre que no me pertenecía, un nombre aniñado y cursi, digno de una existencia cuadriculada con las coordenadas más simples. Sin embargo, creo que en el fondo siempre me llamé Sagatara porque desde que nací todo apuntaba a que había algo diferente, roto, quebrado dentro de mí, que me condenó a una vida levitante, cuasi surreal: flotaba por encima de la realidad porque siempre me sentí transparente, como si al tocarme pudiera atravesarme y no ocupara un lugar en el espacio; como si no existiera para los demás a la vez que ellos no existían para mí, pues siempre fueron una marisma de rostros que apenas podía recordar.
Y es que desde niña me sentí embutida en unos gestos que no eran míos, con una voz que se me hacía distante, como si fuera de alguien más; en un espacio que me aplastaba, que me quitaba el aire y que me llenaba de vacíos. Era una vida que me daba escozor emocional, invasiva, de la que únicamente podía escapar aislándome. Así fue como descubrí la delicia que sería mi perdición: me encerraba en mi cuarto, en la bodega o en el cuarto de baño de mi casa, para perderme en ensoñaciones, en mundos inexistentes, en grutas que solo yo conocía y en ello el tiempo se iba rápidamente, de modo que reparaba en que era hora de salir hasta que sentía hambre o sueño o hasta que el cuerpo se me entumecía de tanto estar acuclillada.
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En aquellos silencios que la mayoría podría considerar absurdos, descubrí que me entendía mejor con las palabras: las leía y las coleccionaba, las repetía y las escribía en cuadernos como cuando las chicas de mi edad con sus diarios personales. Descubrí que, así como otros se deleitan en el sexo y en las drogas, en las fiestas y la comida, yo encontraba placer en las sílabas y los sonidos de palabras como balalai-
ca, falacia, levitar, candidez, trópico, soliloquio y Tlatelolco.
Se me quedaban prendidas de la lengua, y las saboreaba lentamente al repetirlas en voz alta.
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Creé un vínculo con las palabras que cambió todo: había encontrado lo que necesitaba, no había salida y debía entregarme a ello, así que me atrincheré en mi cuarto y deseché por completo la idea de inscribirme en la universidad. Mis padres, creyendo que era “simplemente una etapa”, me ofrecieron un año sabático para escarbar en el fondo de mis intenciones cuál era mi vocación, lo cual era una idea totalmente absurda: yo ya sabía quien era, sin embargo, acepté su propuesta sin siquiera pensar que el año acabaría, sino que aliviada porque, al fin, mis palabras y yo podríamos estar y vegetar juntas, y hermanarnos en profundos silencios sin que fuéramos perturbadas.
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Fue entonces que le pedí a papá que me comprara revistas y libros, y empecé a recopilar todos los periódicos que se leían semanalmente en casa. Mis padres, orgullosos, se imaginaron que “la problemática de su hija” al menos había ya resuelto una de las condiciones vitales para la vida, para la supervivencia, como es el saber a qué se va a dedicar uno en los próximos 20 o 25 años: creían la próxima gran periodista del país dormía en el piso de arriba, es decir, que era yo. En realidad, consumir los diarios y artículos de prensa tenía poco que ver con mi profesión a futuro: clasificaba las noticias en cartapacios viejos porque buscaba en ellos vocablos que se acomodaran a mis nuevos pensamientos. Guardaba las notas de la página roja por su lenguaje vívido y detallado; los espectáculos, por el tono socarrón; las noticias nacionales, por el carácter velado de las construcciones y porque para mí era todo un pasatiempo descubrir la falacia tras cada frase. El número de cartapacios aumentó y pronto, todo en mi habitación adquirió ese olor a moho que desde aquel tiempo solo puedo asociar con periódicos viejos y con el dinero que se atesora en una caja de metal.
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Si las páginas de los periódicos eran para deleitarme con sus palabras, los libros que me compraban (todos se habían empolvado por años en las librerías de viejos y llevaban en sus lomos y en sus páginas, las historias de las manos que los habían recorrido en el pasado y de los ojos que los habían escrutado) me proporcionaban otro placer, diferente, aunque similar, pues los devoraba no con los ojos, sino con el paladar, la lengua, los dientes, las papilas. Por si no ha quedado claro diré que sí, me los comía. Y es que después de leerlos y anotar en las paredes las palabras que tenían cadencias especiales y significados repletos de recovecos, arrancaba una a una las páginas y las devoraba. Y cuando incluso la portada era una delicia, dejaba esta parte del libro para un día en que estuviera especialmente irritada o aburrida, pues era una forma de prolongar el placer y de disfrutarlo con tacañería: un poquito un día, y otro poquito otro; una página hoy, otra mañana...¡Ah, de cuántas historias me alimenté (historias de los libros y de sus antiguos dueños); de cuántos sonidos sensuales, de cuántas palabras únicas y diferentes! Recuerdo que algunas tenían sabores dulzones, empalagosos; otras eran lacerantes que te dejaban un sabor metálico en la boca. El sabor dependía de la procedencia del alimento: por ello descartaba los clásicos de la literatura pues sus vocablos insondables, muchas veces oscuros, me dejaban medio satisfecha o totalmente empachada; en cambio, mi alimento favorito, sobre todo cuando hacía frío, eran los últimos capítulos de las novelas de suspenso o de fragmentos en que algún personaje decía alguna frase memorable, de esas que decimos “puede entibiar los inviernos más crudos”.
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Así pasaron uno, dos, tres meses. Para entonces, les prohibí a mis padres que entraran en mi habitación (me dejaban la comida afuera del cuarto, así como todo lo que necesitara) y cada vez que iba al baño, a comer o a lavar la ropa, le echaba llave a la puerta. Sin duda dirían que estaba loca si hubieran visto que todas las paredes de la habitación, de punta a punta, tenían grabadas en sus cuerpos las palabras desbocadas que ya no me cabían en la memoria. Escupía a medida digería, y plasmé vocablos paridos de pesadillas; de recuerdos inventados; de diálogos que entablaba en mi cabeza; de historias que creía haber vivido...eran un amasijo de letras estrechas, pegadas unas a otras, y escritas con lo que tuviera a mano, entre las cuales se colaban los sustantivos, las preposiciones, los adjetivos y los verbos de la gramática de una lengua nueva, inventada, que tenía sonidos y cadencias propios y con la cual me hablaba a mí misma. Tlatelmimi
corolpanto, titilnuca daldiván. Diaporan tlatelmitanto, dipiriri dirisón, dipisanto colomido ratitán padurosán... me
repetía, en mi propio idioma, cuando la oscuridad me hacía sentir más invisible todavía. Las palabras me sosegaban, me arrullaban en la penumbra. Con cada una, los sonidos y las letras del mundo en los que había levitado toda mi vida se volvieron difusos, como si pertenecieran a una vida pasada, fueran los protagonistas de un terror nocturno recordado años después, o las ráfagas heladas de la brisa matutina de mi infancia, abandonada en otra época.
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No me quedó duda de que era una extranjera, una errante, una vagabunda de la vida y de la realidad. Me aferré a ese nuevo continente que era mi propia lengua, y ya que mi conexión con las personas se iba extinguiendo, todo me parecía una especie de viejo fotograma en el que mi imagen aparecía pero no me reconocía en ella: poco a poco mutaba, se iba volviendo borrosa y empezaba a desaparecer. Un día por la mañana, al levantarme de la cama, me di cuenta de que mi pierna y mi pie izquierdos estaban cubiertos por minúsculas letras. Quise limpiarlas, borrarlas, no porque no las quisiera en mi propia piel, sino porque quería saber si el cambio era permanente. Y así era: estaban impresas de manera indeleble, como tatuajes. Al día siguiente, sucedió lo mismo con el otro lado del cuerpo, y después con el abdomen, los brazos, las manos, el rostro. Bastaron cuatro días para que el cabello se pusiera opaco, pasara del café al gris... y para que mi piel empezara a desaparecer, se transparentara y me dejara con la envoltura corporal de una medusa. Al final, ni siquiera con sonidos guturales me quedé, porque mi voz se evaporó en la vorágine de letras, grafías y sonidos, propios y ajenos, que me poblaban, de modo que llegó el momento en que al verme en el espejo no encontré nada.
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Entonces comprendí que siempre había sido transparente; que mi casa nunca fue mi casa, que mi vida nunca fue la mía, que si había conectado con mi verdadera naturaleza había sido hasta ese momento, pues nunca había existido, no por lo menos de la forma en que existen los demás. Desaparecí, y conmigo todo lo que había arrastrado durante 18 años: libros y cuadernos; las palabras escritas en las paredes; las chucherías juveniles recluidas en un rincón de mi habitación, vestigios de la época en que creí que siendo como los demás podría definirme como parte de lo que nunca existió. También desaparecieron los recuerdos que podría dejar en otros; las palabras que alguna vez me escucharon decir y los gestos de inseguridad que se estampaban en mi rostro.
Me fui, y no dejé rastro. De haber sido una desaparición “normal”, de esas por las que los familiares pegan carteles en los postes, talvez algunas personas podrían haberme recordado, talvez aquellos con los que me relacioné o me relacionaba por necesidad. Pero yo no desaparecí porque mi cuerpo terminara en una fosa clandestina, o producto de un secuestro, de un accidente, de una historia truculenta pero posible...no, desaparecí sin más, simplemente me esfumé, y al hacerlo los amigos de mis padres, los vecinos y uno que otro compañero del colegio, me olvidaron por completo.
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No adrede, sino de manera instantánea y no premeditada. Lo sé porque a medida sucedió, me fui vaciando de su presencia que me estorbaba y restaba espacio para mis palabras y percibí que las pocas ataduras que me amarraban a mi existencia, antes corpórea, se soltaron. Mis padres, por ejemplo, no recordaban haber procreado a una muchachita extraña con nombre de flor y se creían una pareja de viejos estériles que por años habían intentado concebir. Eso sí: cuando papá hojeaba su periódico por las mañanas y mojaba su dedo índice para pasar las páginas, al sentir en el paladar el sabor amargo a la tinta, recordaba al mar, a un viaje perdido en la nada y al cabello de una chiquilla siendo azotado por las ventiscas. Y al leer las primeras frases de las noticias, el ritmo formado por las consonantes y las vocales le sugería una desazón extraña, pegajosa, difícil de dominar, que evocaba un no sé qué indefinible, perdido en la ciénaga de su mente: creía él que podía ser una experiencia de su niñez, o de su época en el equipo de fútbol del colegio o de cuando era novio de Amanda, la chica con la que sus padres no le dejaron casarse. No sabía a qué o a quién pertenecía la historia, la vivencia que le rondaba, e igual le sucedía a mamá cuando leía sus novelitas románticas. Entonces, sentía una ausencia irreparable y cuando la oscuridad de sus sentimientos la cercaban, interrumpía la lectura y prefería conversar por teléfono con alguna amiga.
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Un día, varias semanas después de mi desaparición, ambos tuvieron el mismo sueño que no podían recordar pero que les quedaba en la punta de la conexión cerebral más cercana al recuerdo. Se sentaron a la mesa a desayunar, y así, sin esperarlo, empezaron esta conversación: -dipritoma duluptía, diquería dipsotaria-, dijo mamá, después de servir el café y el pan dulce, y papá respondió con una sonrisa en los labios: -¡¡lalalalala, latlatama lintipaso!!- Entonces, ambos recordaron esta historia, que apenas asaltó por un segundo sus recuerdos, y que vino y se fue, tan rápido como fue recordada, tan rápido como fue olvidada y que se parece al sonido de una frase, de una palabra desconocida, que viaja con el viento, que roza los oídos, que se nos cuelga de la memoria pero que jamás entendemos; porque siempre es más fácil comprender palabras como “Margarita” que los sonidos que pertenecen a una palabra errante, que apenas pisa el suelo, que no pertenece a este mundo, como “Sagatara”.
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Así fue como descubrí la delicia que sería mi perdición: me encerraba en mi cuarto, en la bodega o en el cuarto de baño de mi casa, para perderme en ensoñaciones, en mundos inexistentes, en grutas que solo yo conocía y en ello el tiempo se iba rápidamente, de modo que reparaba en que era hora de salir hasta que sentía hambre o sueño o hasta que el cuerpo se me entumecía de tanto estar acuclillada. Ruth González