Ahogado en un vaso de agua

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AHOGADO EN UN VASO DE AGUA

Miguel y su familia llegaron a última hora de la tarde a Navalaencina del Rey. Estaban a punto de enfilar la calleja que conducía a casa de la abuela, cuando se encontraron con un grupo de chavales que subía del río. Los chicos se abalanzaron sobre el coche para saludar a Miguel: -¡Vamos a vestirnos y a coger la merienda! ¡Te esperamos en la plaza! –le gritaro. Él sonrió y asintió con un gesto. A primeros de septiembre, todavía hacía calor y los niños aprovechaban para darse los últimos chapuzones. Aunque aquel año había llovido tan poco que el río Tafayón bajaba con mucha menos agua que otras veces. Mientras los padres de Miguel sacaban miles de cachivaches del maletero, el niño miró la fachada de la casa de la abuela; siempre le había llamado la atención su color azul intenso; también le parecía sorprendente la puerta amarilla enmarcada por azulejos de cerámica. La pared estaba repleta de macetas con hierbas aromáticas que la abuela utilizaba para cocinar y para hacer perfumes naturales. Ninguna casa en el pueblo era como aquélla. Miguel entró en el portal y miró hacia el patio; le encantaba el pozo antiguo, con su tapa siempre cerrada, y la higuera que daba a la casa un perfume dulce y agradable. Subió las escaleras de dos en dos hasta la habitación de la abuela. -¡Ya estamos aquí! -gritó. Una voz cantarina le respondió:


-¡Qué alegría, tesoro! Para la abuela era muy importante tener cerca a su nieto, así que él siempre mostraba con ella su cara más alegre. No quería que la anciana descubriera su tristeza por haberse trasladado a vivir al pueblo. Miguel sabía que estaba muy enferma. Entendía que su madre quisiera cuidarla, pero dejar su colegio y sus amigos lo angustiaba mucho. La habitación de la anciana, como toda la casa, era un lugar muy especial. Estaba pintada de azul, igual que la fachada. Colgados en la ventana había cristalitos que tenían forma de lágrima, de bola y de diamante; cuando entraba el sol, proyectaban los colores del arco iris sobre las paredes y cuando soplaba el viento, tintineaban como campanillas. El cabecero de la cama imitaba dos enormes alas, como de hada, y varias caracolas y conchas de nácar adornaban las mesillas. La habitación tenía como un resplandor mágico. La abuela, al ver entrar a Miguel, le sonrió: -¿Qué tal el viaje? -¡Un rollo, abuela! Hacía mucho calor, había atasco y, como hemos tardado tanto, no voy a poder darme un baño en el río con mis amigos, porque se han ido todos a merendar. -¡Es realmente terrible! -bromeó la abuela con un gesto divertido. A continuación, la anciana le alborotó el pelo y, cambiando el tono, preguntó: -¿Cómo te sientes, hijo? ¿Estás muy triste por haber tenido que abandonar tu casa y tu colegio?


Entonces, él disimuló: -¡Que va! Va a ser un invierno muy especial, estoy seguro. Además, iré al colegio con mis primos y con todos mis amigos del verano. A Miguel siempre le sorprendían las preguntas de su abuela; parecía que adivinaba sus pensamientos. Ella lo miró con dulzura e inclinó la cabeza, como si supiera que no estaba siendo del todo sincero. -Ya veo que te estás ahogando en un vaso de agua -señaló la anciana. -¿Eso qué quiere decir, abuela? -Pues que a veces nos ocurren cosas que parecen terribles; luego, cuando pasa el tiempo, nos damos cuenta de que, en realidad, no eran malas y que, incluso, nos han abierto la puerta a un mundo mágico y diferente. Miguel no entendía bien lo que su abuela le decía pero era muy sabia y a él le gustaba escucharla. -Estoy muy contenta de que paséis este invierno aquí conmigo prosiguió ella-; hay cosas sorprendentes que te están esperando y, para descubrirlas, vas a necesitar tiempo. Cuando me encuentre más fuerte, subiré contigo al desván y... En ese momento, entraron en la habitación los padres de Miguel y la abuela se calló al instante, como si no quisiera hablar delante de ellos. Al chico le pareció misterioso aquel comportamiento, pero no dijo nada. -¿Qué tal estás hoy, mamá? -se interesó la madre de Miguel.


-Un poquito mejor, gracias a Dios. Todos sonrieron, porque la abuela siempre contestaba lo mismo y, si hubiera sido cierto que mejoraba cada día un poquito, sería la mujer más sana de la creación.


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