Yo no conocí la paz

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KARL VON VEREITER

YO NO CONOCÍ LA PAZ

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YO NO CONOCÍ

LA PAZ KARL VON VEREITER EDICIONES PETRONIO, S. A. VALENCIA, 558 - BARCELONA-13 1


KARL VON VEREITER

YO NO CONOCÍ LA PAZ

Versión: E. Sánchez Pascual Portada:-CHACO Ediciones PETRONIO, S. A., 1975 Depósito Legal: B. 24.192 -1975 I. S. B. N. 84-7250-394-1 Printed in Spain Impreso en España 1975 - MIPSE, S. L. Magallanes, 51 Barcelona

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Prólogo Cuando terminé, hace ya meses, la lectura de Papillon estaba convencido de haber conocido una de las historias más emocionantes de la edad contemporánea. Me ocurrió, como a muchos, quizá por el aparato propagandístico y difusor que precedió y acompañó la aparición del famoso libro. Probablemente, al leer él manuscrito que me presentó KARL VON VEREITER, no pensaba yo en absoluto establecer cualquier tipo de relación entre una obra y la otra. Nada más lejos de mi espíritu que el célebre Papillon cuando eché la primera ojeada a Yo no conocí la paz. No obstante, poco a poco, a medida que me adentraba en las páginas del relato del escritor alemán, no pude por menos que ir estableciendo un nexo cada vez más intenso entre lo que había leído hacía tiempo y lo que estaba leyendo ahora. Y así, sin apenas darme cuenta, fuí estableciendo comparaciones que se iban concretando por momentos, hasta que como si se tratase de una de las célebres Vidas paralelas, no tuve más remedio que sacar conclusiones, por muy atrevidas que me pareciesen al formularlas. Entre la repetida huída de un penado de la Guayana francesa y lo que VON VEREITER me estaba relatando había, lo quisiera o no, una gigantesca diferencia. Lentamente, sin que en ello interviniese ningún «a priori», me fui percatando de que Papillon se iba convirtiendo en algo banal, personal, circunscrito a una limitación humana y temporal que me hicieron pensar en El Conde de Montecristo. Por el contrario, el relato de VON VEREITER entraba de lleno en una dimensión universal. Frente al grupo de penados que describe magistralmente Papillon, el alemán movía, como es su costumbre, una masa humana impresionante, los hijos de una época que, a pesar de cuanto se ha escrito sobre ella, guarda aún más de un profundo arcano. Tuve que rendirme ante la evidencia. No había paralelismo ni semejanza alguna entre ambos libros, pero sí el del detenido francés podía, en el fondo, confundirse con una novela de aventuras con un acento marcadamente policíaco, Yo no conocí la paz entraba de lleno en el campo de la tragedia, recordando aquéllas inmortales de los griegos, aunque el coro aquí, era la humanidad entera, tanto los que reían desaforadamente ante el dolor de unos cuantos, como los que sentían en su propia carne el sufrimiento de los que no cometieron más pecado que coincidir con una triste y fatídica época. Como cada vez que leo algo escrito por VON VEREITER, no pude menos que estremecerme, en más de una ocasión, no sólo por las escenas trágicas que desfilaban ante mis ojos, sino por el estudio acabado de los seres que las padecían o las imponían, por la honda dimensión psicológica de cada personaje, por la riqueza del ambiente, por el detalle cuidado de cada gesto, por el acento humano de cada palabra. Palpita la carne en cada página y es completamente imposible escapar al embrujo de cada escena, inútil no querer convivirla con el autor.

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La terrible aventura de KARL VON VEREITER minimizaba rápidamente el relato de la fuga de Papillon. Todo aquello que me había emocionado al leer el magnífico libro del ex penado me parecía ahora diminuto aunque importante, banal aunque emotivo. La vida de VON VEREITER — y yo había leído ya el escalofriante relato de Yo fui médico del diablo — me hizo palpitar de nuevo y acompañarlo en la larga, la eterna huida de su vida. Quedaba pequeña la selva de la Guayana, sus ríos y sus fieras junto al infierno verde de Indochina donde lo salvaje cobrara constantemente figura humana. Es increíble que la maldad, el odio, el desprecio y él rencor puedan llegar hasta puntos que hace dudar que las criaturas que experimentan esas pasiones puedan ser humanas... Por todo ello, cuando me decidí a publicar el libro, se me ocurrió que nada era mejor para dar fe de lo que el autor había padecido, que colocar una faja calificando a VON VEREITER de Papillon alemán. Ningún homenaje más sincero hacia el libro del valiente francés, ningún título mejor para el sufrido autor germano. No me gustan las comparaciones ni quiero hacer ninguna. Será el lector, cuando acabe de leer el presente relato, quien mejor que nadie pueda juzgar. A él, humildemente, él autor y el editor, someten las líneas que siguen. EL EDITOR

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Primera parte

El Castigo

«Resulta más doloroso y cuesta mayores esfuerzos castigar a los enemigos que perdonarlos.»

IBAÑEZ

VICENTE BLASCO («A los pies de

Venus»)

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CAPÍTULO PRIMERO

—¡Pasa, cerdo! Me incorporé a medias sobre el sucio jergón que me servía de lecho. Sobre el fondo, en la puerta abierta de la celda, se recortó un instante la silueta del hombre al que el guardián empujaba hacia adentro. Luego se hizo la oscuridad. La celda era pequeña y no había más jergón que el mío, ocupando demasiado espacio, ya que no quedaba más que para la mesa, la banqueta y el maloliente water empotrado en un ángulo del calabozo. Me quedé inmóvil, esperando. Hasta entonces había estado bien. No me gusta la compañía. Todavía no me habían juzgado y esperaba que lo hiciesen pronto. Como si el recién llegado hubiese adivinado mis pensamientos, su voz rompió bruscamente el silencio que se había hecho tras su entrada en la celda. —¿Quién eres? Y como yo no contestase, haciéndole saber con mi silencio que no estaba dispuesto a responder preguntas que no importaban a nadie, agregó, sin moverse del sitio en que estaba: —Me llamo Hans Trumpzer. —Yo soy Karl von Vereiter — respondí sin gran entusiasmo. —¡Von Vereiter! — y se echó a reír —. ¡Todo un "von"!, ¿eh? —¡Déjeme en paz! Se calló unos instantes. El olor a orina y a excrementos flotaba en el ambiente. El water no tenía agua. Pero, ¿qué importaba? Yo ya estaba acostumbrado a sufrir. Y, a pesar de todo, aquella infecta prisión tenía muchísimas más ventajas que el Campo de Exterminio donde había pasado demasiado tiempo (1). El hombre se movió despacio. Caminaba a tientas en medio de la densa oscuridad que reinaba en la celda. Se me olvidaba: el calabozo no tenía más abertura que la puerta. Ni la más pequeña ventana. Nada. Un cubo asqueroso delimitado por gruesos muros. Claro que era una prisión alemana, pero los aliados no habían dudado un solo segundo en emplearla para encerrar "a los culpables de la guerra". O "a los criminales de guerra", palabra muy en boga por aquel entonces. Hans terminó sentándose junto a mí. No osó poner sus posaderas sobre el jergón, ya que yo lo ocupaba por completo. Se limitó a sentarse en el suelo, ocupando un pequeño espacio. —¡Nos están tratando como a puercos! — suspiró. Yo no estaba de humor para discutir. Por eso, quizá con ganas de que me dejase tranquilo, le lancé: —¿Y acaso no lo somos? Se echó a reír.

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(1) Véase Yo fui médico del Diablo, del mismo autor.

Tenía una risa sonora, estridente, pero no percibí en el sonido ningún doblez, ninguna hipocresía. Era una risa franca, abierta, que sonaba extrañamente en un lugar como aquél. —Puercos, cerdos, criminales... Así nos tratan. "Sakrement!" Si yo me hubiese olido la tostada... —¿Qué habrías hecho? —Jeringarles, amigo Karl. Yo ocupaba una posición muy buena. Mis hombres me obedecían porque sabían que yo me había portado siempre bien con ellos. Teníamos armas en cantidad. Y muchas municiones. Además, estos niños guapos, confiando ya en tomar los pueblos por teléfono, estaban convencidos que no tenían más que enseñar las narices para que nos apresurásemos a levantar los brazos y rendirnos. Volvió a callarse. Y a los pocos segundos. —¿Tienes un cigarrillo, Karl? Le tendí uno de los seis que me quedaban. Tampoco tenía fuego y se lo encendí. Pude ver entonces que era un hombre alto, fuerte, de hombros recios, rostro quemado por el sol y el aire. Llevaba una venda alrededor de la cabeza y un pequeño esparadrapo en el mentón. Tenía los ojos azules y el vello de las manos era de un agradable color dorado. La punta ígnea del cigarrillo brillaba intensamente cuando Hans daba una ansiosa chupada. —Hubiéramos podido hacerles trizas. Te aseguro que si ordeno a mis hombres abrir fuego, nos cargamos, por lo menos, a cincuenta o sesenta... Lanzó un suspiro. —En vez de eso, obrando a la buena de Dios, ordené que nos rindiésemos. Quería evitar un inútil y estúpido derramamiento de sangre. —Comprendo. —¡Fui un idiota! ¡El último de los cretinos! —¿Por qué? —Ahora verás. Nos desarmaron, en silencio. Todos ellos mascaban su asqueroso "chewingum". A mí me pareció estar delante de una manada de plácidas vacas... Volvió a fumar. A la luz intensa del cigarrillo me apercibí del brillo metálico que acababan de adquirir sus ojos. —Entonces — prosiguió diciendo —, un sargento gordinflón se acercó a mí, mirándome como a un montón de estiércol. "—Tú eres un puerco de las "SS", ¿verdad? — me preguntó. "—De las "Waffen-SS" — rectifiqué. "Pero ya sabes, Karl, que esos tipos no entienden nada. Creyó sin duda que me estaba pasando de listo y que me reía de él. Y me arreó un culatazo con su asque rosa metralleta. Me pegó en plena barbilla, haciéndome ver las estrellas... Dejó escapar una risa breve y cortante. —¡El muy hijo de zorra! ¡Pegarme a mí... y sin motivo! Lo vi todo rojo, amigo. Y sin encomendarme a Dios ni al diablo, le sacudí un directo que le hizo escupir media docena de dientes y, naturalmente, su asquerosa goma de mascar. 7


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"Ya puedes imaginarte el resto. "Se me echaron encima como fieras hambrientas. Me defendí cuanto pude, pero uno de ellos me sacudió en la cabeza y perdí el sentido. Al despertarme estaba en la enfermería... —¿Te han juzgado? —¿A eso le llamas tú juzgar? Si lo hubiese sabido, el sargento y todos sus niños guapos estarían en el mismísimo infierno, aunque yo hubiera estado con ellos... Apagó cuidadosamente la colilla, guardándosela en un bolsillo. —Me han dicho que estoy expulsado de Alemania. Se han dado cuenta de la diferencia que hay entre un "SS" y uno de las "Waffen". El juez ha sido muy amable con un puerco nazi como yo... Se ha ofrecido a encontrarme un sitio estupendo para que desahogue, así lo ha dicho, mis tendencias homicidas. Y tras una pausa: —Y a ti, ¿qué te han dicho? —Yo soy médico. —¡Ah! —He pasado mucho tiempo en un Campo de exterminio. Tuve que hacer ciertas cosas. Y me han prohibido trabajar como médico en cualquier parte del mundo (1). —¡Son los amos, Karl! Han ganado y los vencedores han hecho siempre lo que les ha dado la gana. Permaneció callado unos segundos. —¿Qué piensas hacer? — preguntó. —No lo sé... —Escucha, Von Vereiter. Yo no soy nadie para darte consejos. Además, nunca me ha gustado hacerlo. Soy de los que piensan que cada uno ha de hacer lo que mejor le parezca. —Te escucho. —Ese juez quiere deshacerse de todos aquéllos a los que normalmente no pueden colgar, porque sencillamente no han hecho nada. Aquí, en la Alemania de granujas y de hipócritas que quieren hacer, nosotros estorbamos. "Yo ya me he dado cuenta de todo el tejemaneje que están armando. Aquí, en la zona que los aliados han conquistado, los nazis, más o menos ocultos, los tipos que han fabricado las armas y las bombas que han matado a tantos ingleses y americanos, van a convertirse, dentro de poco, en los protegidos de los nuevos amos. "Los ocupantes harán cualquier cosa que desagrade a los rusos. —Es muy posible... —¡Seguro, Karl, seguro! Estaba lleno de amargura. Como todos nosotros. La justicia es así. Castiga generalmente, con demasiado crudeza, al que no ha hecho nada o casi nada. Por algo lleva una venda en los ojos. —El juez me ha propuesto una salida digna. Es francés, ¿sabes? Y tampoco ignoras seguramente que tienen un buen jaleo en Indochina. —Lo sé. —Por eso, con una sonrisa que daban ganas de vomitar, me ha ofrecido alistarme en la Legión. "Si lo hace usted — ha agregado —, no se tomará ninguna clase de medida por lo que ha hecho." "Ya comprenderás que se refería a los dientes que le salté al sargento yanqui. (1) Obra citada.

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No dije nada. Cerré los ojos y dejé que mi imaginación volase un poco. Me había sacrificado durante toda mi juventud para convertirme en un buen médico. No sé si lo conseguí, pero el recuerdo de cuanto había hecho en la guerra me llenaba de legítimo orgullo. Sí, hice cuanto pude. A veces sin medios, trabajando en lugares infectos, operando en condiciones horribles. Como médico, no pensaba en el agradecimiento de todos aquéllos a los que había conseguido salvar la vida. Un médico no busca las ganancias, sino la satisfacción del deber cumplido. "También — me dijo una voz interior — deberías recordar a los que quedaron sobre la mesa del quirófano. O aquellos que murieron luego en lóbregos pasillos, en vagones de ganado o simplemente abandonados en las calles de Stalingrado..." Muerte y vida. Cara o cruz. La eterna moneda que sintetiza la vida de un médico. —Piénsalo bien, Karl —me dijo Hans, que parecía seguir leyendo en mi mente—. A cualquier lugar que vayas, serás un nazi asqueroso al que todo el mundo mirará de reojo. Y al que evitarán como a un apestado. —Es cierto. —La Legión es un sitio asqueroso, de acuerdo. Pero para nosotros, no hay otro camino. Por lo menos, se nos considerará como hombres. —¿Tú crees? Oí que sus dientes rechinaban. —No sé lo que piensas tú — dijo con voz metálica —, pero sé lo que piensa el hijo de mi madre. En cuanto tenga un arma en la mano, volveré a ser Hans Trumpzer y no habrá ningún hijo de perra que vuelva a tratarme de cerdo. ¡De eso puedes estar seguro! —No olvides que la disciplina es muy dura en la Légion Etrangére. —Estoy acostumbrado a obedecer. Llevo diez años haciéndolo. Y hay algo más, Karl... —¿El qué? —No hay nadie que sepa obedecer como un soldado alemán. Tendremos muchos defectos, pero sabemos obedecer. —Eso es verdad. Se acercó más a mí, hablándome casi al oído. —Voy a decirte una cosa, amigo. Lo de la Legión no es más que una manera de escapar de esta Europa podrida donde no hay sitio más que para los lameculos y los hipócritas. "Una vez allí, lejos de este montón de estiércol, se presentará más de una ocasión de ir a otro lugar... —¿Fugarnos? —¡Claro, hombre! ¡Pareces tonto! Yo no soy de los que van a sacar las castañas del fuego a los franceses por un uniforme, la comida y unos cuantos francos. Si he de pelear, así me lo he jurado, será para sacar un provecho que me aleje para siempre de la miseria. "Además... Su voz se había truncado. Tardó unos segundos en volver a hablar. —Es algo que no te importa... —Entonces, no lo digas.

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—Necesito desembuchar. Si no, estallaría. Soy casado, ¿sabes? Mi mujer vive en Colonia. Uno de mis hombres escapó justamente dos días después de que los aliados tomasen la ciudad. "Estuvo escondido, pero logró atravesar las líneas y reunirse con nosotros. Era un idealista... y digo "era" porque lo mató un "Jabo" (1) unos días después de haberse reintegrado a su unidad. No dije nada. Estaba pensando en aquella calle de Berlín, en mi piso, mi placa y la cínica sonrisa de mi mujer cuando me abrió la puerta. —Ese chico me dijo que mi esposa estaba entregándose a los ocupantes. La vio muy bien vestida, en un "jeep", con dos americanos, uno de ellos negro... Estuve a punto de echarme a reír. Era muy probable que Hans fuese racista. Yo también podría serlo, ya que si era negro uno de los que se acostaban con su mujer, negro era el uniforme de la Gestapo del que se convirtió en amante de la mía... —¡La muy zorra! —dijo con amargura y rabia—. No dejé de enviarle mi paga ni un solo mes. Además, la colmaba de regalos y nunca llegué a mi casa con las manos vacías. Siempre procuraba, en cada permiso, llevarle algo que le gustase. —¿Tienes hijos? —Uno. Se llama como yo, Hans. —¿Qué años tiene? —Siete. Y tú, ¿eres casado? Se me llenó la boca con un sabor amargo, como si la hiél me subiese por el esófago. —Soy viudo —contesté—. Sin hijos. —Es una verdadera suerte —dijo francamente; luego, rectificando, añadió con presteza—: ¡Perdona, Karl! Soy un animal... de veras que siento la muerte de tu esposa... —Gracias. Volví a invitarle a fumar. Yo también encendí un cigarrillo. La presencia de Hans, que al principio pensé fuese importuna y molesta, se tornó necesaria. Le hice un sitio para que se sentase más cómodamente en el jergón. —No digo —murmuró al cabo de un rato— que no haya engañado nunca a mi mujer. Tú debes de saber lo que pasa en el frente. Pero te juro que salvo algunas veces que, habiendo levantado el codo, fui de furcias, jamás pensé seriamente en otra mujer que no fuese la mía. —Te comprendo. —Y uno se pregunta hasta qué punto puede fiarse en alguien al que se ama de verdad... Sentí que una dolorosa punzada me atravesaba el pecho. —Yo —prosiguió Hans— estuve siempre enamorado de Sieglinde. Nos conocimos muy jóvenes. Era muy hermosa. La más guapa del barrio. Yo estaba orgulloso cuando me paseaba cogido de su brazo. Suspiró. —Por aquel entonces trabajaba yo en unos talleres metalúrgicos. Fue ella la que me dijo que no quería tener un marido sucio, manchado de grasa. Soñaba ya con los uniformes, quizá porque su hermano acababa de ingresar en la policía de tráfico. "No supe entonces percatarme de que su amor hacia los uniformes era una verdadera (1) Caza-bombardero.

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enfermedad. Algo que estaba unido, como vosotros los médicos decís, a sus ovarios. —Veo que estás informado, Hans — le dije amablemente. —Me hizo entrar en el ejército. Ella no sabía lo que yo padecía lejos de Colonia, ni todo lo que tenía que aguantar en el cuartel. Lo único que le interesaba era mi uniforme, al que deseaba poner muchos galones, y cuanto antes, mejor. "Alcancé pronto el grado de Gefreiter, luego el de Obergefreiter. En Polonia, ya en pleno "cacao", me hicieron Feldwehel. Cuando lo de Grecia me trasladaron a las "Waffen-SS". Allí conseguí, en Rusia, el grado de Unterscharführer (1), luego el de Oberscharführer (2), y finalmente, ya en plena retirada, cuando fui trasladado al frente del Oeste, el de Hauptacharführer (3). —Tu mujer estaría orgullosa, ¿verdad? : —No digas tonterías, Karl. Debo llevar cuernos desde hace mucho tiempo. Había en Colonia demasiados uniformes mucho más bonitos que el mío. ¡Así es la vida! Tú no sabes lo que es eso...

(1) Sargento de las «SS». (2) Ayudante de las «SS». (3) Ayudante-jefe de las «SS».

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO II

Éramos unos cincuenta hombres, completamente desnudos, formando una larga fila en el piso bajo de unas antiguas escuelas que habían sido requisadas por el ejército francés. Al final de la sala, tras el pupitre, sobre la tarima, que otrora debió ocupar un maestro alemán, habían tres médicos militares franceses y un sargento-enfermero o practicante, con cara de gorila y muy malos modales. Los médicos eran jóvenes. Reían como locos y gastaban bromas, mofándose de detalles anatómicos que hubieran hecho ruborizar a cualquiera. El conocido pudor alemán les divertía en extremo. Hombres que habían peleado por toda Europa, algunos de ellos con el cuerpo cubierto por cicatrices, se cubrían con la mano el pubis, bajando la mirada, deseosos de terminar cuanto antes con aquella situación embarazosa. —¡Los muy cerdos! —musitó un Feldwebel de estatura enorme que estaba delante de nosotros. —¡Una pandilla de pederastas! —lanzó tranquilamente Hans—. Eso es lo que son... El Feldwebel se volvió sonriendo a mi nuevo compañero. —No me extrañaría nada — repuso —. Esas risitas no me dicen nada bueno. ¡A ver si acabamos de una vez! —Hay que tener paciencia — suspiró Hans. Luego, movido por su insaciable curiosidad, preguntó al gigante: —Tú eres de la Wehrmacht, ¿no? —"Panzers" — repuso el otro —. Era Panzerführer de un "P-IV". Hans se echó a reír. —Pues ya puedes ir diciendo adiós a la buena vida, compañero. —¿Por qué? — se amoscó visiblemente el otro. —Porque no esperarás que te den un tanque en la Legión, ¿verdad? —¿Es que no tienen tanques? Te aseguro que soy un verdadero especialista en blindados. —¿De veras? —Puedes creerlo o no. Me he cargado diecinueve tanques enemigos desde 1939. De ellos, once "T-34"... —No levantes demasiado la voz. Si esos tipos se enteran, son capaces de entregarte a los rusos. —No tengo miedo a nadie, ni siquiera a los rusos — manifestó tranquilamente —. Pero si esta gente espera que me dedique a andar con un fusil a la espalda, se equivocan. Prefiero quedarme aquí, en la cárcel, pudriéndome. —¿Por qué te han condenado? Nos miró con desconfianza. Pero como todo ser humano, aquel gigante tenía ganas de hablar. Y lo hizo, aunque, bajó la voz. —Mi "Panzer" estaba cerca de un asqueroso pueblo de Baviera de cuyo nombre no me acuerdo. Nos rendimos a los ingleses, ya que no había nada que hacer. No me quedaba ni un obús, ni una bala de ametralladora y, además, tenía el depósito del tanque más vacío que mi estómago.

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Se rascó descaradamente la entrepierna. —Ni siquiera nos encerraron, ya que nos habíamos rendido por las buenas. Nos dijeron, eso sí, que no nos marcháramos del pueblo. Los tipos a los que nos rendimos se largaron al día siguiente. En el pueblo no quedó más que un destacamento de Intendencia y unos cuan tos "Military Pólice". Hizo una corta pausa, ya que la fila avanzó un poco. Luego se volvió nuevamente hacia nosotros. —Como os iba contando, no estábamos muy mal. Nos mataron el hambre y hasta nos dieron cigarrillos. "Al llegar la noche y como no podía dormir, salí a dar una vuelta por el pueblo. Todo estaba tranquilo y los ingleses ni siquiera habían puesto guardia. "No es que pensase escapar. Porque, ¿adonde podría ir? Estaba convencido que todo había terminado y que tenía que apechugar con las consecuencias. "Estaba en las afueras del pueblo, respirando tranquilamente el aire de la noche, cuando oí un grito. Sonrió tristemente. —He estado demasiado tiempo en Rusia para no poder identificar esa clase de gritos. Los he oído decenas de veces. Y siempre se me han revuelto las tripas al escucharlos. Escupió rabiosamente en el suelo. —Corrí. La cosa estaba ocurriendo en un pajar. Tres tipos de la Intendencia estaban violando a una chica que no debía tener más de diecisiete años. —¿Y qué hiciste? —Lo que hubiese hecho cualquiera. La emprendí a golpes con aquellos puercos. Tumbé a dos de ellos, pero el otro me pegó en la nuca con algo verdaderamente duro. "Aquella misma noche me trasladaron aquí. "Nadie quiso creer lo que dije. Ellos me acusaron de haberles agredido para fugarme. El fiscal pidió cinco años de prisión para mí. Me dieron ganas de vomitar... —¿Y no te han encerrado? —Lo hicieron. Pero luego se presentó un franchute, un teniente, quien me propuso de alistarme a la Legión para no pasar cinco años en la cárcel. ¡Y aquí me tenéis! Escupió otra vez. —¡Todo esto es una mierda! Para el resto del mundo, nosotros, los alemanes, nazis o no, somos asesinos, violadores, ladrones y todo lo demás. ¡Como si la guerra no estropease más que a unos cuantos y que los otros fuesen santitos con uniforme! "A mí me hubiera gustado que se castigase a aquellos puercos del pajar. Poco importa que un tipo que abusa de una chica sea alemán o chino. ¿No os parece? Hicimos un gesto de asentimiento al unísono. —¡En fin! No hay más que hablar. Gana una guerra y tus crímenes se convertirán en hazañas gloriosas, piérdela y todo lo que hayas hecho te costará caro... Tendió una de sus manazas hacia nosotros. —Me llamo Otto Funker. Nos presentamos. La fila avanzaba ahora más aprisa. Los médicos franceses se habían cansado de reírse y hacer comparaciones de muy poco gusto. Ahora nos despachaban a toda velocidad. —Fijaos —nos dijo Hans—, ni quiera miran los sobacos (1).

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—¿Qué les importa? — gruñó Otto —. A la carne de cañón no se le pide nada... Para esa gentuza estamos más muertos que los que hay en los cementerios. —¡Alto ahí! —dijo Hans—. No cuentes conmigo, tanquista. —¿Qué quieres decir? No serás uno de ésos, como mi suegra, que lleva una medalla que, según ella, es infalible y le evita todo mal. ¡La muy bruja! Ya podía haberse quedado soltera antes de liarme con su hija. —¿Cómo? —preguntó Hans riéndose como un loco—. ¿No irás a decirme que tienes una mujer como la mía? —¿Y cómo es la tuya? — inquinó inocentemente Funker. —Como esas que se encuentran en Moabid (2). Otto denegó fuertemente con la cabeza. —No. Mi mujer no es de ésas, aunque si lo fuese hubiera salido ganando. Lo que ocurre es que mi suegra no me avisó, o yo no me di cuenta de que las dos brujas pertenecían a una raza de conejas. "Tengo nueve hijos — resumió —. Para dar de comer a esas fieras, he tenido hasta que quitarme del tabaco. Si no hubiésemos perdido la guerra, mis acreedores me hubieran matado de todos modos. Espero que todos ellos hayan reventado... —¿Sabe tu mujer que vas a ingresar en la Legión? —¿Estás loco, Hans? Primero, que mi media naranja vive en Hamburgo. Y segundo, que yo no soy tan tonto como parece. Cuando me rendí, quemé todos mis papeles. En realidad, no me llamo ni Otto ni Funker, pero eso no importa. "Dije que era de un pueblo de Prusia Oriental que, naturalmente, como está en la zona rusa, me evita jaleos. Decírselo a mi mujer... sería capaz de pedirme el sueldo de tres años anticipados. Sonreí. —¿Y tus hijos? — le pregunté. —Que los alimenten los aliados. No se quedarán sin comer, no te preocupes. Cada vez que pienso en el pobre tipo inglés o americano que caiga en mi barrio de Hamburgo, me dan ganas de llorar por él. —¿Por qué? —Porque si supiera lo que le espera, se volvería a su casa más que corriendo. Mi suegra y mi mujer arruinarán a los ocupantes. ¡Lo juro! Llega nuestro turno. Otto, o como se llamase, pasó el primero. Fue rápido. Luego le tocó el turno a Hans, al que despacharon en breves minutos, tras responder, como lo había hecho Funker, a las preguntas de rigor. —¡Tú! — me gritó uno de los franceses. Me acerqué a la tarima. —Nombre y apellidos. —Karl von Vereiter. —Lugar y fecha de nacimiento. —Berlín, el 25 de agosto de 1918. —Profesión y grado en el ejército nazi. (1) Los investigadores aliados examinaban la axila de los combatientes alemanes, ya que los miembros de las temidas «SS» llevaban un tatuaje con su número de matrícula. Muchos «SS» intentaron, por cualquier medio, borrarse el tatuaje, pero muy pocos lo consiguieron. (2) Barrio berlinés donde, antes y durante la guerra, se concentraba gran parte de la prostitución.

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Lo de "nazi" no me gustó, pero respondí sin pestañear. —Capitán-médico. Hicieron más atención en mí. Me miraron los tres. El sargento-enfermero lo hizo con odio, como si no concibiese que un "cabeza cuadrada" pudiera ser doctor. —¿Así que eres médico? ¿Qué especialidad? — me preguntó el más joven de los tres. —Cirugía. Otro llamó su atención, mostrándole algo que tenían escrito en una gran ficha de cartón. La expresión de aquellos hombres cambió como por ensalmo. El que tenía la cartulina me miró con desprecio. —Por lo que aquí dice, te gustaba hacer experimentos con los pobres detenidos de los campos. ¿A cuántos franceses has matado, hijo de perra? Estaba acostumbrado a los insultos. No me conmoví. —He sido juzgado — repuse con calma — y condenado a no volver a ejercer la profesión de médico. También debe decir esa ficha que no he sido acusado de ninguna experiencia con seres humanos y que, además, yo era un prisionero, no un doctor oficial del "Lager", donde estuve. Una sonrisa irónica se dibujó en los labios del más joven, y el más agresivo, de los médicos franceses. —Quiero advertirle, "doctor" Von Vereiter — me dijo poniendo veneno en cada palabra que iba pronunciando —, que esta ficha será enviada a los jefes de la Legión Extranjera. Espero que el jefe de la unidad a la que vaya destinado piense como nosotros... y que algún indochino le abra las tripas y le deje morir lentamente en la jungla. —Merci beaucoup, docteur! — le contesté en su propia lengua. Echaba espuma por la boca cuando me contestó, congestionado, con los ojos fuera de las órbitas: —Fous-moi le champ, fils de putei Dehors! Si tu restes encoré devant tnoi, je vais t'éyasculer de mes propres rnains! (1). No hizo falta que me fuese. El sargento me hizo salir, dándome de patadas en el trasero, hasta que me reuní con mis nuevos amigos. Aquella misma tarde nos llevaron a una especie de cuartel, vigilado por senegaleses armados hasta los dientes. Ni nos dieron ropa, ni jabón, ni calzado. Sólo comida, no muy buena ni abundante. Y polvos de DDT. Nos espolvoreaban dos veces al día, intentando desembarazarnos de los piojos que, ellos sí, se estaban dando un banquete pantagruélico con nuestra pobre sangre... Por fortuna, ahora tenía dos amigos. Los demás habían formado también pequeños grupos, buscando en una nueva y flamante amistad lo que todos deseábamos: escapar a la realidad y, sobre todo, huir de los recuerdos como de la mismísima peste. —Lo que me pregunto — dijo Hans — es cuándo van a acordarse de nosotros. Tengo unas ganas locas de encontrarme en un barco. Y aunque la comida sea tan mala como la que nos dan ahora, poder, al menos, tenderme al sol, mirando al mar, comprobando cómo voy alejándome de esta repugnante Europa. (1) ¡Largo de aquí, hijo de p...! Si te quedas aquí, delante de mí, voy a caparte con mis propias manos

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Todos, sin excepción, quizá por los desengaños sufridos más que por las penalidades que habíamos pasado, deseábamos ir lejos de este continente que se nos aparecía como la cloaca del mundo. —¡La civilización occidental! — solía decir Hans con un deje de amargura en la voz —. ¡La porquería más grande que nadie haya podido imaginarse nunca! Fijaos. Alguien pierde la guerra y los que ni la deseaban ni la han hecho, las mujeres y los niños, tienen que sufrir, más que los verdaderos responsables, las consecuencias. "Los niños, muriéndose de hambre, sin ropa de abrigo, sin un hogar normal, llenos de miseria y de enfermedades, peleando como perros junto a los restos que tiran a las puertas de los cuarteles. "Y las mujeres, peor aún: entregándose por un pedazo de pan o por un poco de jabón. Me pregunto qué clase de Alemania va a salir de todo esto... Puse mi mano sobre su hombro, sonriéndole. —Todo pasará, Hans. No lo veas tan negro. —¿Es que no ocurre así? —Sí, ya lo sé. Pero no existe ser que olvide más rápidamente que el hombre. Si cerrando los ojos pudiésemos ver a nuestro país dentro de veinte años... —...verías — me dijo interrumpiéndome — una colección de esqueletos vivientes y muchos niños hablando inglés, francés, americano y ruso. —No, amigo mío. Te sorprendería volver a ver a Alemania en 1965, por ejemplo. Yo estoy seguro de que nuestro pueblo saldrá de este estado en el que se halla postrado ahora. Al mundo le interesa una Alemania rica, no lo olvides. En estos momentos, ya es nuestro país una seria carga para los vencedores. "Ya verás, si es que vivimos para entonces, que se habrán arreglado las cosas y que nuestras fábricas volverán a trabajar con mayor intensidad que nunca. Los alemanes volverán a ser ricos y hasta puede que lo sean como nunca lo fueron hasta ahora. —¡Sueñas, Karl! —No. No hay más que reflexionar unos instantes. Alemania está dividida en dos partes, aunque parezcan cuatro. Antes de un año, las diferencias existentes ya entre Rusia y los demás aliados se habrán hecho más profundas. "Ahora mismo, los alemanes, desarrapados, llenos de piojos y miseria, viven mejor en las zonas ocupadas por los occidentales. En la prisión he oído decir que florece en muchos sitios el mercado negro y que hay quien hace fabulosos negocios en las zonas occidentales de Berlín. "Y esto no es más que el principio. "Para que existan mayores diferencias entre las dos Alemanias, los aliados occidentales se esforzarán por hacer que su sector sea el más rico, donde mejor se viva, donde florezca una industria más potente. —¿Y los rusos? ¿Crees que van a chuparse el dedo? —No, porque no obrarán del mismo modo. Primero, porque desmontarán toda la vieja industria alemana. Segundo, porque actuarán sobre el hombre, haciendo lo imposible por convertir a todos los alemanes que controlan en perfectos comunistas. "Mientras, en las zonas occidentales, florecerá el comercio. No importa qué clase de comercio con tal de que el dinero corra. Será una primera fase de trampas, engaños económicos. Pero cuando el obrero alemán tenga trabajo y cobre regularmente su salario, cuando pueda alimentar y vestir a los suyos, cuando le sea posible instalar a su familia en una casa decente, hará horas extraordinarias, trabajará día y noche, hasta conseguir una situación como la que nunca tuvo.

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"Entonces, amigo Hans, serán los alemanes los que vuelvan a controlar la industria, y hasta me atrevería a decir que no pasarán muchas décadas sin que Alemania vuelva a tener su propio ejército... —...y entonces aparecerá un nuevo Hitler. —No. Eso es muchísimo más improbable. No digo que, aunque me taches de agorero, no habrá gente que, oculta o no, vuelva a levantar el brazo y a gritar "Sieg!" o "Heil!". Pero serán cosas sin importancia... Otto se echó a reír. —Si es verdad lo que dices, Karl, me están entrando unas ganas terribles de quedarme aquí. Total, una espera de veinte años... pero las cosas no pasarán como tú dices. —¿Por qué no? —Porque mi mujer y mi suegra arruinarán todos los créditos americanos que puedan llegar a Alemania. Nos echamos a reír.. Fue en aquel momento cuando un grito salvaje, una especie de alarido agónico, llegó hasta nosotros procedente del otro lado de la inmensa sala en la que habían instalado simples jergones en fila. Nos pusimos en pie. —¿Qué ocurre? . Se abrieron las puertas. Precedidos por un oficial colonial, una docena de negros senegaleses, con la bayoneta calada, irrumpieron en la sala.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO III

Nos acercamos rápidamente al otro extremo de la sala donde se amontonaban ya, en corro curioso, los demás "legionarios". No pude por menos que sonreír al murmurar para mis adentros un apelativo que me sonaba a demonios encerados. Pero debía ir acostumbrándome a oírlo y a pronunciarlo. Nos mantuvimos, sin embargo, a una cierta distancia de los negros y de su oficial. No obstante, desde donde nos encontrábamos, en primera fila, pudimos ver al hombre que yacía en el suelo, con algo plateado saliéndole del pecho. Tuve que hacer un esfuerzo y, entornando los ojos, llegué a identificar aquel extraño objeto de cuya base salía gran cantidad de sangre que iba extendiéndose, en amplia charca, en el suelo de baldosas. El oficial francés examinaba el cuerpo, pero sin atreverse a tocarlo. Luego, levantando la mirada hacia el corro de caras, hizo una mueca y gritó: —¡Sé que hay un médico entre vosotros, pandilla de cerdos nazis! ¡Que se presente ahora mismo! Dudé unos instantes. Yo había dejado oficialmente de ser médico desde el mismo momento en que el tribunal juzgó mi caso. Pero la verdad es que ningún tribunal humano puede arrancar definitivamente algo que es consustancial con uno mismo. Di un par de pasos hacia adelante. —Yo era médico, mi teniente; pero... Me miró, cortando mis palabras con el brillo despectivo que lucían sus pupilas. Hizo un gesto hacia el hombre tendido en el suelo. —¡Examínalo! ¡Es una orden! No pareció extrañarse de que yo le hablase en francés, ni hizo caso alguno de mi buena voluntad, ya que la orden me la dio en un alemán bastante correcto. Me arrodillé junto al hombre. Un somero examen bastó para que me percatase de que ya era cadáver. El objeto punzante le había atravesado el pecho, penetrando directamente en el corazón. Levanté la cabeza, optando esta vez en expresarme en mi propia lengua. —Ha muerto —dije —¡Sácale eso del pecho! Obedecí. Tuve, no obstante, que hacer fuerza con ambas manos para conseguir extraer el objeto que había causado la muerte a aquel desgraciado. Se lo mostré al francés. Era una cuchara, una de cuyas puntas había sido afilada frotándola contra la piedra. Constituía un arma tosca pero eficaz. De todos modos, el hombre que la utilizó debía poseer una fuerza nada común, ya que, normalmente, las costillas debieron ejercer una resistencia que obligó al agresor a utilizar todas sus energías para conseguir sus propósitos. El teniente levantó la mirada de la cuchara, cuyo extremo puntiagudo chorreaba aún sangre. Se fijó en el hombre que tenía más cerca. —¡Tú debes saberlo! —aulló—. Dime ahora mismo quién lo ha hecho... El hombre, que debía haber dejado atrás la cuarentena, se puso intensamente pálido. Desde donde yo estaba, arrodillado aún junto al muerto, vi las gotas de sudor que perlaban la frente del interesado. Su nuez bajaba y subía al ritmo de su creciente angustia.

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—Mi teniente, yo no sé nada, yo no he visto nada... Sin apenas volverse, el oficial lanzó un rugido en forma de orden. —Vas-y, sergent! Me percaté entonces de que uno de los senegaleses llevaba los galones de suboficial. Poco tiempo tuve para darme cuenta de algo más. Obedeciendo ciegamente al oficial, el sargento se adelantó y, antes de que el germano pudiera hacer algo para defenderse, le atravesó el pecho con la larga y acerada bayoneta. El hombre cayó de rodillas, con los ojos desorbitados. Su boca se abrió, dejando escapar un torrente de sangre espumosa. —Volveré esta tarde —dijo el francés—, y el sargento hará lo mismo si no ha aparecido el asesino de este hombre... Dio media vuelta y salió, seguido por los negros. La bayoneta del suboficial dejó un rastro rojo sobre las baldosas grises. Me precipité, con ánimo de ayudar al otro alemán. Fue inútil. La hemorragia interna era demasiado intensa y yo no poseía medio alguno para detenerla. Se estremeció aún durante un par de minutos, como un conejo que acaba de recibir un golpe mortal. Luego, palideciendo intensamente, abrió desmesuradamente la boca y se quedó rígidamente inmóvil. El largo silencio se prolongó varios minutos. Nadie osaba alejarse, y el corro de rostros serios y graves permaneció allí como una colección de estatuas. Luego, lentamente, los hombres se fueron separando, los unos de los otros, sin hablarse ni mirarse, llenos de recelo y desconfianza. Yo me puse también en pie. Al lado de los demás, yo era un afortunado, ya que mis compañeros me esperaron y, juntos los tres, volvimos al rincón que ocupábamos cuando la tragedia se desencadenó con la velocidad del rayo. —Es increíble... — suspiró Hans al cabo de unos instantes de intolerable silencio —. ¡Nos tratan peor que a perros! Ese oficial... —Piensa un poco, amigo — le dije —. Ese oficial es sin duda responsable de nuestras vidas... —¡Querrás decir dueño absoluto de ellas! Ya has visto cómo ha matado a ese pobre hombre.... —Ha sido un asesinato... —rugió Otto. —De acuerdo —tercié de nuevo—, pero no hay otro medio, al menos para ellos, de encontrar al verdadero asesino. Funker escupió desdeñosamente en el suelo. —Lo que no comprendo —dijo— es que empecemos a matarnos como bestias, los unos a los otros. —Algún motivo tendrá el que clavó la cuchara en el pecho del otro —musitó Hans. —Lo cierto es que ese teniente de todos los diablos va a volver, y que continuará cargándose tíos hasta que descubra al que lo hizo. Volvimos a encerrarnos en un denso silencio. Todos estábamos sentados en la amplia sala. Por eso vimos claramente al que se ponía en pie y, muy despacio, iba a situarse en el centro de la estancia, en un lugar en el que no había nadie. Todas las miradas se concentraron en él.

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Era joven, unos veinticinco años. Alto, muy rubio, con los ojos claros. Un poco de escasa barba dorada ponía una especie de pelusilla en sus mejillas. El silencio era tan intenso que parecía como si el aire se hubiese enrarecido bruscamente y que costase un trabajo enorme respirar. —Yo he matado a ese cerdo... Nadie se movió. Pero los rostros de los presentes se endurecieron y un brillo metálico se encendió en muchos ojos. —Se llamaba Strunger —siguió diciendo el joven— y era el jefe de mi pelotón. El Feldwebel Julius Strunger... Si esperaba que alguien le animase, si no con una palabra al menos con un gesto, se equivocó. El obstinado silencio siguió pesando sobre todos, y más aún sobre él, como una losa. —Ingresé en la "Feldgendarmerie" en 1941. Me llamo Erich Loeffer. La palabra "Feldgendarmerie" hizo aún más hoscos algunos rostros, casi todos. Nadie amaba a aquellos hombres despiadados, con su collar en forma de media luna, implacables, sin conocer la piedad y tan aficionados a la fina soga, a veces una cuerda de piano, con la que ejecutaban a cualquiera... Era muy lógico que el soldado alemán odiase más al Feldgendarme que al traidor y oculto miembro de la mismísima "Gestapo". La "Gestapo" tenía su reino en la retaguardia, en las zonas ocupadas, en las ciudades de toda aquella desdichada Europa que conquistamos para Hitler. Pero la "Feldgendarmerie" estaba justo detrás de la línea del frente, y su espectro se levantaba amenazador para todo aquel que pensase alejarse del peligro o desease visitar a su madre, a su esposa o a sus hijos. También el que sentía miedo temblaba ante la posibilidad de que su cuerpo, obedeciendo las leyes primarias de la vida, le lanzase a una deserción a la que los hombres "con collares de perro", como los llamábamos, ponían un rápido y trágico fin. —Tuve que acostumbrarme a cosas horribles que hasta entonces no había creído posible —prosiguió diciendo Erich—. Si lo hubiera sabido, si hubiese tenido el valor de desertar, ¡me habría ido en seguida! Bajó la cabeza. —Lo resistí todo —murmuró después—. Ejecuciones, fusilamientos y hasta las torturas indecibles que el Feldwebel nos obligaba a aplicar a los prisioneros y sobre todo a los partisanos rusos. Extendió las manos hacia nosotros. —¡Nunca!— gritó de repente —. ¡Nunca habéis conocido a un hombre que se despreciase como yo me despreciaba, que se odiase como yo me odiaba! Me estaba dando cuenta de que me convertía rápidamente en una bestia, en un asesino, en un ser despreciable que merecía las mil muertes que él había aplicado... "Pero lo soporté todo. La naturaleza humana es mucho más fuerte de lo que parece, sobre todo cuando se ama la vida, cuando se es un cobarde, incapaz de poner término a una situación degradante... Sentí simpatía hacia aquel muchacho. Comprendía perfectamente sus sentimientos, quizá mejor que ninguno de los presentes.

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Porque yo los había sufrido en mi propia carne, porque también me obligaron, durante mi estancia en el Campo de Exterminio, a hacer cosas de las que no dejaré nunca de arrepentirme. —Yo hubiese resistido todo... —su voz había bajado de tono, haciéndose casi quejumbrosa—. Hacía cuatro años que había nacido mi hijo Fiedrich. Le pusimos ese nombre porque Fiedrich se llamaba mi padre... "Había visto a mi hijo dos veces. Diez días después de nacer y cuando tenía dos años y medio. Mi esposa me enviaba fotos del niño. "Digo esto para que comprendáis lo que pasó luego. Observando los rostros atentos de los hombres que escuchaban el relato, me percaté de que la dureza se había borrado de muchos de ellos y de casi todos el brillo acerado de las pupilas. Empezaban a comprender la tragedia de un ser humano, quizá porque cada uno de ellos tenía la suya, celosamente guardada, pero con puntos de contacto con la que estaba relatando el infortunado Erich. —Hace seis meses, llegamos a un poblado polaco, no muy lejos de Lublin. Recuerdo el nombre: Stawola Wola. Un montoncito de casas, una sola calle mediocremente adoquinada... Me di cuenta, mirándole, que estaba reviviendo algo verdaderamente estremecedor. Su piel se había tornado blanca y un temblor insistente agitaba sus delgados labios. Se estrujaba las manos, sudorosas, trémulas, presa de una angustia que no hacía más que crecer por momentos. —Estábamos en plena retirada y hacía muy poco habíamos sido atacados por un grupo de guerrilleros. Los partisanos, a los que hicimos muchas bajas, mataron a dos de los nuestros. "El Feldwebel estaba loco de rabia. . "Yo no me di cuenta hasta que penetramos en el poblado. No había allí, como pudimos comprobar en seguida, más que viejos, mujeres y niños. Se calló, mordiéndose los labios, con la mirada alucinada como si se encontrase de nuevo en aquel pueblecito polaco. —Strunger maltrató a algunas mujeres y mató a un anciano de un tiro en la nuca. Era terrible, pero nosotros parecíamos inmunizados contra los reproches de conciencia. "Entonces, cuando yo pensaba que íbamos a abandonar el pueblo, el Feldwebel, iluminado bruscamente por una idea satánica, nos ordenó que recogiésemos a todos los niños y los llevásemos a la diminuta plaza del pueblo. "Todavía me parece oír los gritos desesperados de las mujeres. Yo no podía imaginarme lo que iba a ocurrir después. Ahora, el silencio parecía tan palpable como un objeto material. Todos estaban pendientes del relato de Erich. —Dándonos ejemplo, cogió a uno de los niños, tomándolo por los enflaquecidos y delgados tobillos. Luego, mirándonos, le hizo girar como una honda y le estrelló la cabeza contra la pared. "—¡Ahora te toca a ti, Erich! —me dijo riéndose—. Vamos a terminar con esta maldita raza de degenerados. Y cuando regresemos a estas tierras, cosa que haremos muy pronto, no existirá ni la semilla de los enemigos del Reich. Bruscamente Erich cayó de rodillas, bajando la cabeza hasta que el mentón le tocó el pecho.

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—¡Lo hice! —empezó a gritar como un poseso—. ¡Lo hice! Imité al sargento y estrellé la cabeza de un niño, luego la de otro y después la de otro... Mientras, mis compañeros repartían culatazos matando a las madres que se precipitaban sobre mí para sacarme los ojos... Permaneció de rodillas, pero levantó la cabeza. Nos percatamos entonces de que tenía el pálido rostro arrasado de lágrimas. —No dormí durante muchas noches. Un mes más tarde, me concedieron un permiso urgente, pero sin decirme qué era lo que motivaba aquellos cuatro días de alejamiento del frente. "Cuando llegué a Hamburgo, vi a mi vieja madre que me esperaba en la estación. El que fuese vestida de negro no me extrañó, ya que siempre la he conocido así. Mi padre murió en la otra guerra y ella debe guardarle un luto eterno. "Pero adiviné, nada más mirar a sus ojos enrojecidos por el llanto, que algo terrible debía haber pasado. "Me lo contó después, en el coche que nos llevaba a la clínica en la que se encontraba mi mujer. Me lo contó despacio, cogidas mis manos entre las suyas, mirándome con sus grandes ojos de madre... "Durante un bombardeo, mi hijo fue alcanzado por una bomba de fósforo. Al verle arder, mi mujer lo cogió en brazos y, sin dudarlo, lo tiró al agua, lanzándose ella en su pos, ya que Frieda es una excelente nadadora. "Lo horrible era que cada vez que sacaba un poco el cuerpo de nuestro hijo, el fósforo, al contacto con el aire, volvía a inflamarse. Y ella volvía a sumergirlo, cuidando de que la cabeza quedase fuera del agua. "Nadie sabe cuánto tiempo duró aquella terrible cosa. Erich se limpió el llanto con las manos. Cuando volvió a hablar, su voz era ronca, casi salvaje, como si las palabras le quemasen la garganta al pasar por ella. —No sé si sabéis lo que la policía hacía en Hamburgo. Pero yo sí lo supe de labios de mi madre. Cuando era imposible salvar a un quemado, ya que faltaban medios, medicamentos, y que los desdichados se arrojaban al agua intentando apagar el maldito fósforo, los agentes disparaban desde la orilla para abreviar los sufrimientos de los que estaban condenados a la peor de las muertes. "Hicieron salir a mi mujer... y mataron al niño. "Cuando llegamos a la clínica me enteré que Frieda había perdido la razón. No sé lo que hice en Hamburgo, pero permanecí mucho tiempo allí, mucho más de los cuatro días a los que tenía derecho. "Después, no queriendo ser un desertor, eché a andar con el deseo de incorporarme a cualquier unidad de infantería. Había destrozado mi uniforme y arrojado al agua la maldita media-luna. Suspiró, poniéndose lentamente en pie. Estaba deshecho, como si hubiera vuelto a vivir todo lo que nos había contado. —No tuve tiempo ni para presentarme a nadie. Los aliados me capturaron. Luego me trajeron aquí. Y anoche descubrí al Feldwebel, al hombre culpable de todo, ya que Dios me castigó con mi propio hijo, y me castigó justamente, puesto que yo había asesinado vilmente a muchos seres inocentes... Nos miró con fijeza.

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Por un momento, volvió a ser un hombre. Sus ojos brillaron y el color empurpró de nuevo sus hasta entonces pálidas mejillas. —Ahora ya sabéis por qué he matado a ese cerdo.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO IV

Tuve la franca impresión de que todos, absolutamente todos los presentes, habían sentido lo mismo que yo y que la misma emoción debía embargarnos. Se llega así a conclusiones erróneas. Pronto iba a darme cuenta de que algo extraño "vivía" entre nosotros. Por el momento, y aquello fue lo que seguramente me hizo errar, descubrí miradas cargadas de simpatía y de comprensión en cuantos rostros me atreví a mirar. —Pobre muchacho —suspiró Hans—. Y yo que creía que todos los Feldgendarmes eran hijos de la misma mala madre... —No hay que juzgar tan aprisa —intervino Otto—. De todos modos, no creo que haya ganado mucho al confesarse públicamente... Como si alguien hubiese oído las palabras de nuestro compañero, un hombre joven, no mucho pero sí lo bastante para que su belleza contribuyese a quitarle años de encima, se puso en pie. Era alto, muy rubio, blanco de piel y con ojos profundamente azules. Si Goebbels hubiese querido escoger un ejemplar humano como para demostrar la indudable superioridad de la raza aria, sin duda alguna que hubiera presentado el hombre que todos mirábamos en aquellos momentos. Bajo la camisa sucia que cubría su torso, se adivinaba una anatomía perfecta, una copia exacta de la extraña belleza de sus facciones, que, sin embargo, poseían ese no sé qué, que, sin saber por qué, produce una indefinible sensación de malestar. El hombre paseó una mirada fría sobre los asistentes. Cuando mis ojos tropezaron con los suyos, y aquello no duró más que una cortísima fracción de segundo, no pude por menos de estremecerme. Jamás hasta entonces habían tropezado mis ojos con algo tan frío y desprovisto de humanidad. Era, y lo he pensado muchas veces después, como si hubiera mirado a los ojos a un reptil. Su voz, cuando comenzó a hablar, me demostró en seguida que aquel hombre estaba acostumbrado a mandar y a ser obedecido sin dilación ni duda. —Hay que tomar una determinación —dijo—. El teniente francés va a volver de un momento a otro. Nadie dijo nada. Todo el mundo estaba pendiente de sus labios. Y él, seguro de ello, debía de experimentar ese raro placer que sólo sienten los que saben que nadie se atreverá a contradecirles. Presentí, antes de que la cosa se produjera, que todos iban a estar bebiendo las palabras de aquel raro ejemplar de raza aria. No conocía aún profundamente a Otto, pero casi adiviné que mi nuevo compañero no iba a callarse así como así. Se puso, en pie, encarándose con el que había tomado la palabra. —No creo que a ninguno de nosotros, y menos a ti, te importe lo que haga el francés cuando ese muchacho le diga la verdad. Y se la dirá si quiere. No estamos aquí para obligar a nadie... Los ojos del rubio lanzaron chispas. —¿Cómo te atreves?

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Otto lanzó aquellas palabras como una baladronada. Y se echó a reír. Pero yo me percaté de que algo extraño estaba sucediendo. Seis hombres, todos ellos tan siniestros como el rubio, se movieron silenciosamente, sin que el otro hubiese dicho nada o hecho un gesto cualquiera. Otto vio a los hombres que avanzaban lentamente hacia él. Cerró los puños, dispuesto a defenderse. Pero cuando vio que aquellos sujetos esgrimían largos nervios de buey, aquellas armas que con el nombre de "gummis" habían hecho temblar a los detenidos de los campos de concentración, el gigante retrocedió prudentemente, aunque sin abandonar su actitud defensiva. Todo el mundo estaba sorprendido al comprobar que alguien hubiese logrado introducir armas en el cuartel. Tras los registros y cacheos a los que fuimos constantemente sometidos, aquello parecía un acto de magia. Los hombres se miraron entre sí, en silencio, pero dando claramente a entender que no podían explicarse lo que estaba ocurriendo. Y no era el hecho de las porras tan singularmente aparecidas lo que les preocupaba más. Después de todo, se puede pagar a un centinela para que haga la vista gorda. Era otra cosa muchísimo más importante lo que nos preocupaba y nos intrigaba. Por lo menos, a mí. Pero no tuve tiempo de reflexionar acerca de todo aquello. La actitud de los hombres armados hacia Otto era inequívoca. Y yo no podía dejar que algo desagradable ocurriera a mi nuevo amigo. Me puse en pie, colocándome entre los hombres y Funker. —Un momento, amigos —les dije haciendo un esfuerzo tremendo para acompañar mis palabras de algo que debía parecerse a una sonrisa. —No te metas en esto —me advirtió el que iba el primero. —¡Claro que voy a meterme! No vais a ganar nada golpeando a ése. Si se le ha ido la lengua, perdonadle. No volverá a ocurrir... —¿Respondes por él? —Desde luego que sí. El hombre volvió rápidamente la cabeza para posar sobre el rubio una mirada interrogativa. El otro se limitó a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza. Se volvió nuevamente hacia mí. —Está bien. Di a ese gorila que no vuelva a jugar más... Se retiraron, pero el rubio permaneció en pie, delante de los otros. Era evidente que tras la interrupción provocada por Otto, la cosa iba a tener una continuación. No me equivoqué. Levantando la mano en un gesto que seguramente indicaba el deseo de atraer la atención, el rubio volvió a hablar: —Decía antes que hay que tomar una determinación. En cuanto el teniente francés regrese, le comunicaremos que este hombre ha confesado. Se acercó al desdichado, que parecía estar muy lejos de allí, con la mirada perdida y una expresión de completo abandono en su rostro. —Personalmente —dijo el rubio con aquella voz que nos producía escalofríos—, tengo que decirte que tu historia me ha dejado tan tranquilo como antes. Lo único que no he olvidado, de cuanto has dicho, es que desertaste. Eso te condena irremisiblemente ante mí... A mi lado, Otto lanzó un gruñido.

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Me volví, agarrándole fuertemente por el brazo, ya que estaba dispuesto, así lo leí en sus ojos, a saltar de nuevo. Y esta vez definitivamente. —Deja que le aplaste la jeta a ese chulo... —murmuró con voz sorda. —¡No te muevas, idiota! —repuse en el mismo tono—. Bastantes jaleos tenemos encima como para buscar más complicaciones. Además, eres tan tonto que no has notado nada... —¿A qué te refieres? —Luego hablaremos. Cierra el pico ahora... Nos pusimos a escuchar atentamente al rubio. —Un desertor —decía— es algo peor que un traidor, mucho peor que un ladrón dedicado al pillaje, peor que un violador de tumbas... Un desertor falta al juramento de lealtad hecho a su patria, abandona ésta al enemigo. Es como si personalmente entregase al adversario a todas las mujeres de su país, como si su mano artera asesinase por la espalda a todos sus compatriotas. ¡Así serás juzgado! No por ese francés que no entiende nada de lo que aquí pasa, sino por nosotros. ¿Has entendido? Fui yo quien comprendió al ver que Erich se cuadraba militarmente. No sé si lo hacía de una manera inconsciente y automática, pero su gesto acababa de desgarrar el último velo de duda que me quedaba. —Jawolh! —repuso. Nos sirvieron la cena bastante tarde, pero el teniente francés no hizo acto de presencia. Comimos en silencio, sentados sobre los jergones. Mis dos amigos y yo formábamos el grupo de siempre. Otros hacían lo mismo, y allá, en el fondo de la sala, estaban "ellos". —Fijaos en ese desdichado —dijo Hans—. Lo han dejado solo, como si tuviera la peste. Nadie ha vuelto a dirigirle la palabra... —Porque somos una pandilla de cobardes —gruñó el impulsivo Otto—, un grupo de maricas temblorosos... Y volviéndose a mí: —No debiste detenerme, Karl. Que lo creas o no, nunca he tenido miedo a nadie. —Lo sé. —Hubieran terminado dándome una paliza, pero antes, te lo prometo, un par de esos chulos se hubiera tragado todos los dientes. Ni siquiera pestañeó. Y seguí mirándole a los ojos. —También lo sé —le dije. —¿Entonces? —No te hubieran dado una paliza, Otto. Te habrían matado. ¿Es que no te ha llamado la atención el encontrarte aquí dentro con un grupo organizado? —Un poco... —También formamos nosotros un grupo —intervino Hans. Me eché a reír. —¡No seáis bobos! —les dije cariñosamente—. Hay infinidad de grupos aquí dentro. Los hombres han buscado el calor de una amistad, uniéndose por ciertas afinidades o simplemente por casualidad... "Pero todos esos grupos se han formado aquí o en la prisión. Y no existe, en ninguno de ellos, ninguna conexión especial, ninguna clase de disciplina.

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"Todos, dentro de cada grupo, somos iguales. Y ninguno se atrevería a dar órdenes a otro. ¿No es cierto? —Así es... — dijo Otto. —Ahora empiezo a comprenderte —terció Hans—. Es verdad que me ha llamado la atención la intervención de los tipos de los "gummis". Parecía como si obedeciesen órdenes del rubio. Incluso cuando tú interviniste... —Así es —le dije, cortando su perorata—. Mucho me temo que nos esperen graves conflictos en un futuro. Ese hombre rubio es, no tengo la menor duda, un pez muy gordo... —¿Un jefazo? —Sí, un jefazo... Otto me miró con una intensidad que estuvo a punto de hacerme sonreír. —Me gustaría saber lo que entiendes por un "jefazo". Yo he conocido a muchos y ese rubio no me parece ser alguien verdaderamente importante. Es muy joven y le falta ese empaque que he visto siempre en los jefes... —Pero si te has pasado la vida encerrado en un tanque —sonrió Hans—. ¿Qué clase de jefes has podido ver desde tu lata de sardinas? Funker le fusiló con la mirada. —¿Y tú qué sabes? El mismísimo Guderian estuvo un día junto a mi panzer. Yo sé lo que me digo, muchachos. Ese tipo no es un jefe, al menos de la clase que yo conozco: de los de verdad. La noche llegó antes de que nada especial se produjera. El teniente francés no apareció, ni tampoco sus senegaleses. Acabamos, un poco antes de que apagaran la luz, por dejar de prestar atención a Erich. El muchacho seguía aislado de todos, con la cabeza inclinada sobre el pecho, en estado de profunda meditación. No puedo negar ahora que aquella noche fue una de las más agitadas de mi vida. Tampoco durmieron mucho Hans y Otto. Ya antes de tumbarnos en los sucios jergones que nos servían de lecho, a nosotros, legionarios, futuros defensores del maravilloso occidente; antes de echarnos, repito, expresamos en diferente forma, pero con la misma preocupación en el fondo, ciertos temores que la presencia del rubio y sus acólitos nos habían producido. De todas maneras, y aunque estaba de acuerdo con mis dos amigos, dije con la intención de calmarles: —No creo, sin embargo, que se atrevan a hacerle algo... —¡Son unos puercos! —gruñó Hans—. No hay más que mirarles a la cara para darse cuenta de que pertenecen a esa clase de enchufados, hijos preferidos de Hitler y su maldita casta, de esa gente que no ha visto el frente más que en las películas y los documentales de la U.F.A. —Yo vigilaré un rato —intervino Funker—. Ese pobre chico no se ha movido de donde estaba. Dentro de poco, cuando nos acostumbremos a la oscuridad, podremos verle desde aquí bastante bien... Meneé la cabeza de un lado para otro. —Sigo creyendo —afirmé— que no se atreverán. Pensad un poco en lo que diría el teniente francés, si en vez de presentarle un culpable, se le enseña otro fiambre...

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Aquello pareció calmarles, pero su inquietud, así como la mía, a pesar de mis propios razonamientos, no tardó en reaparecer, más fuerte que nunca. Eso quiere decir que permanecimos despiertos, turnándonos, durante toda la noche. Como en los buenos tiempos del frente. Aunque ahora para evitar, para evitar... ¿El qué? Se me llenó la boca de amargura. Después de todo, hiciésemos lo que hiciésemos, no íbamos a conseguir más que prolongar la vida de aquel desdichado unas horas... Un poco antes de medianoche, cuando me disponía a despertar a Otto, me sorprendió ver que, sentado en el jergón, estaba hablando con alguien. Con la atención puesta en Erich, no me había dado cuenta de nada. El pobre muchacho, sin atreverse a ir en busca de su colchón, había terminado por tenderse en el suelo y quedarse profundamente dormido. Me irritó, lo confieso, ver que algo había ocurrido a mi alrededor sin que yo me hubiese percatado de ello. "¡Menudo centinela hubieras hecho!", me dije con sorna. No muy contento, me acerqué a los dos hombres que parecían enzarzados en una animada conversación. De vez en cuando, Funker lanzaba una risita breve, cortante como un cuchillo. Fue el primero en verme y se volvió para lanzarme con un tono jovial: —¡Ven aquí, Karl! Quizás encuentres interesantes las proposiciones que me está haciendo este tipo... Sin sospechar lo más mínimo de qué se trataba, me senté al lado de mi compañero, mirando hacia el otro, intentando reconocerle. Mis ojos, después de mi "guardia", se habían acostumbrado perfectamente a la oscuridad. Ello me permitió distinguir una cara redonda, un cuerpo algo obeso, aunque las facciones no eran muy visibles. El rincón que ocupábamos, mis compañeros y yo, era el más alejado de la única ventana que poseía la sala, y, por lo tanto, el más oscuro. —¡Anda! Dile a mi amigo Karl lo que quieres... El otro pareció dudar. Miró largamente a Funker, volviéndose luego hacia mí. —Si no os conviene —dijo con voz áspera—, no tenéis por qué incomodaros. Yo os propongo algo. Eso es todo. —Habla —insistió Otto—. Mi amigo no entiende nada. No te andes con rodeos y hazle la propaganda como me la has hecho a mí. No temas nada, no se enfadará. Es un hombre muy bien educado. —De acuerdo —dijo el gordito—. Te llamas Karl, ¿no es así? —Así es. —¿Cuánto tiempo hace que no vas con una mujer? Me olí la tostada, pero no quise estropear la diversión a Funker. No me extrañaba nada que con la complicidad de algún guardián, excelentemente pagado, fuera posible salir por un par de horas de aquel recinto. A pesar del teniente francés y de sus negros. —Bastante tiempo —le dije para complacerle.

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Pero, como por ensalmo, los recuerdos me asaltaron y me vi penetrando en el barracón de la doctora... con las manos aún manchadas y los músculos doloridos de sacar dientes de oro de las bocas de los muertos... ¡No! ¡No! Había jurado olvidarme de todo aquello. Y no iba a permitir ahora que los más sucios recuerdos de mi vida atravesasen la barrera prohibitiva del olvido, donde los había colocado para que no volvieran a angustiarme nunca más. —¿No te gustaría pasar un buen rato? El deseo de olvidar lo que, por un instante, había penetrado en mi mente, me empujó a seguir la broma. —¿Y por qué no? —Te costará muy barato. Dos paquetes de cigarrillos. —¿Y cómo vas a arreglártelas para que salgamos de aquí? Se echó a reír. Y Otto le imitó de muy buena gana. —No es necesario abandonar esta sala —murmuró misteriosamente el gordito—. Con que vengas conmigo, a aquel rincón, bastará... ¿Qué dices? La verdad es que me había quedado sin habla. Primero los "gummis", ahora lo otro. Estaba visto que la puerta de esta sala se abría con demasiada facilidad... para ciertas cosas. —¿De acuerdo? —insistió el gordo. —Un momento —le dije—. Lo que no entiendo es cómo habéis conseguido pasar mujeres aquí dentro... No me di cuenta de que Funker, con la mano ante la boca, intentaba vanamente ahogar la risa que sacudía su enorme cuerpo. El gordo me miró como a un bicho raro. —¿Quién ha hablado de mujeres? —me preguntó con una indecible insolencia. La verdad me penetró como un rayo de luz. Cosa curiosa no reaccioné inmediatamente. Los recuerdos, otra vez, me asaltaron. Me pareció ver de nuevo, contoneándose por entre las barracas, perfumados, los jóvenes rusos con los que los "kapos" saciaban sus más bajos y bestiales instintos. —¡Largo de aquí, hijo de perra! —grité al mismo tiempo que me abalanzaba sobre mi interlocutor. Pero Otto se retuvo mientras el otro ponía pies en polvorosa. —Déjale, doctor. Los negocios son los negocios...

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO V

Normalmente, el traqueteo del tren hubiese debido adormecerme.. Pero cuando nos metieron en aquellos vagones de ganado, contando hasta setenta antes de cerrar las puertas con candado, nos dimos cuenta de que apenas si teníamos sitio para permanecer sentados, con las rodillas a la altura del mentón, sin posibilidad de moverse, a menos de provocar un escándalo con los que teníamos al lado. —Siguen considerándonos como puercos... — gruñó Otto. —Y somos legionarios — se echó a reír Hans —. ¿No os dais cuenta, amigos? ¡Legionarios! Voluntarios para luchar defendiendo la bandera de Francia... —Quizá quieran vengarse un poco... — dije. —¿Vengarse? — ladró Otto —. ¿Es que no lo han hecho bastante? No irás a decirme que esa pandilla de sádicos no ha gozado de lo lindo... No, ellos no podían comprenderme. Ni comprender a los demás. Yo había visto estos mismos vagones con doscientas personas cada uno, asfixiándose durante interminables trayectos a través de Europa, para ser descargados, muertos y vivos, mujeres y niños, antes de pasar a las "duchas" para, una vez gaseados, ser quemados en los "Krematorium". Y no eran solamente judíos, ni rusos, ni gitanos. Había holandeses, alemanes que no comulgaban con el nacionalsocialismo. Y, lo más importante ahora, franceses. No, no me extrañaba el duro trato al que nos estaban sometiendo. Y, cosa curiosa, quizás era yo quien menos sufriera de todo aquello. La costumbre endurece el Cuerpo y el espíritu. Yo había tenido ocasión de que ambos se fortalecieran, puesto que, de todos los presentes, era el único que había vivido en el infierno de un campo de exterminio. Otto se había hecho amigo de un muchacho que estaba sentado a nuestro lado. Era el que estaba más cerca de la fisura de la puerta y, por lo tanto, el que respiraba un poco de aire puro. Me sorprendió cuando, expresándose en un alemán correctísimo, dijo que no era alemán. —¿De dónde eres entonces? — le preguntó Funker —. Por el color de tu pelo, estaba convencido de que eras de Baviera... aunque eres bastante más moreno que la gente de por allá. —Soy español. —¿Español? —Sí. —Entonces, estabas en la División Azul, ¿no es así? —Sí. —¿Y por qué te has alistado en la Legión? Todos tus compañeros han regresado a España. Lo hicieron hace tiempo... —Es cierto. Pero yo estaba de permiso. Hubiera debido regresar a mi unidad. Si lo hubiese hecho, estaría ahora tranquilamente en casa. —¿Alguna mujer? — inquinó Hans con una sonrisa burlona. —No. Hubo mujeres en todos los permisos anteriores. Las alemanas, sin querer ofender a nadie, son muy guapas y muy amables... Otto le propinó un codazo amistoso.

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—¡Granuja! ¡Pobres alemanas! No sé lo que resultará de todo esto, pero te aseguro que habrá tal mezcla de razas que será como para volverse loco. Y, sobre todo, con los rusos... —Déjale hablar, pesado... — le incitó Hans. —Como os decía, fue durante el último permiso. Una verdadera casualidad. Encontré a algunos españoles del otro bando... —¿Rojos? El muchacho pegó un brinco. —¡Mierda! Ni rojos ni azules. Eran españoles. Al verlos, se me llenó el corazón de gozo. Poco importaba que ellos llevasen la asquerosa ropa de los detenidos de los campos y que yo vistiese el uniforme alemán. "Nada nos importaba más que nuestro origen, nuestra tierra que estaba muy lejos, nuestros recuerdos y nuestra lengua. "Estaban cavando trincheras. Hablé con el Feldwebel que mandaba a los guardianes y fue lo bastante amable para permitir que descansasen un rato y se sentaran a mi lado. "Les di todo lo que llevaba en el macuto. Tenían un hambre de lobos. Después, cuando hice pasar la botella de coñac que mi madre me había enviado, los ojos se les llenaron de lágrimas, y no fue, os lo juro, por el alcohol... Esbozó una triste sonrisa, como si estuviera viviendo de nuevo aquellos momentos. —Hablamos de muchas cosas. Ellos pertenecían a un "Kommando" exterior de un campo que estaba situado cerca de Berlín. Habían sido hechos prisioneros en 1940, al norte de Francia, cuando combatían en los "Batallones de Marcha" "Fumamos todo el tabaco que yo llevaba, tabaco español que no habían visto desde hacía muchos años. Y entonces, uno de ellos, cuando le dije que me llamaba Lorenzo Alsina, frunció el ceño, miró a los otros y me espetó luego: "—¿De veras que te llamas Alsina? "—Sí. ¿Por qué me lo preguntas? "Estaba temblando, sin atreverme a hacer más preguntas, temiéndome lo peor. Esperé, con el corazón casi completamente paralizado, que el que hablaba conmigo siguiese haciéndolo. "—Hay un Alsina en el campo... "—¿Cómo es? —inquirí con una voz que no pude evitar que temblase. "—Unos cincuenta años. Alto, moreno como tú... "Se volvió a otro de los españoles. "—Oye, Nacho. Tú conoces a Alsina, ¿verdad? El viejo estuvo en las canteras contigo hasta que... "Se interrumpió, de repente, volviéndose hacia mí. Pero fue Nacho quien, sin darse cuenta, dijo: "—...hasta que él perdió el brazo. Fue una desgracia. Todo por culpa de aquel maldito "Kapo". Le dio un empujón y la máquina le segó el brazo como si fuese de mantequilla... "Recuerdo que tuve que cerrar los ojos para vencer el mareo que me hacía bailar como si estuviese sobre una nube. "—¿Ha muerto? —pregunté con un hilo de voz. "—¡Oh, no! —se apresuró a responder el que hablaba conmigo—. El viejo es duro como la piedra. Ahora trabaja en las cocinas... "Frunció el ceño antes de preguntarme directamente: "—¿Le conoces?

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"—Es mi padre... La parada del tren interrumpió el relato del español. Abrieron las puertas y nos precipitamos al exterior como fieras enjauladas. El convoy se había detenido en pleno campo. Los senegaleses, con sus fusiles con bayoneta calada, nos vigilaban. Cada uno corrió hacia un lugar donde poder hacer sus necesidades. Vejigas e intestinos estaban repletos. Nos hicieron formar luego para distribuirnos un pobre y sucio rancho. Luego montamos en los vagones, cerraron las puertas y la locomotora silbó tres veces antes de tirar bruscamente de la larga hilera de unidades. Todos nos dimos cuenta de que, tras la locomotora, había una serie de vagones de primera clase. Era normal, ya que oficiales y soldados franceses nos acompañaban en nuestro viaje hacia Marsella, donde íbamos a embarcar, aunque aún no sabíamos hacia dónde... Pero lo que nos llenó el corazón de rabia fue el comprobar que de uno de aquellos hermosos vagones descendían el "rubio" y sus amigos. Me planté ante mis compañeros. —¿Os dais cuenta, pedazos de adoquines? ¿Tenía yo razón o no? Ese tipo es un pez gordo, pero que muy gordo. Y ya veréis como, a pesar de todo, van a ser él y sus amiguitos los que nos manden. —¡Es imposible! —se defendió Hans—. En la Legión sólo mandan los oficiales franceses... —Ya veremos —dije subiendo al vagón, ya que uno de los senegaleses se disponía a sacudirme un culatazo en los riñones. —Mi padre había combatido del lado republicano —siguió contando Lorenzo Alsina—. Salió para Francia cuando se acabó la guerra. Y, según me dijeron aquellos compatriotas, luchó, como teniente, en uno de los Batallones de Marcha que más se distinguieron en la guerra contra Alemania. "Fue hecho prisionero más tarde. Y siguió la suerte de tantos, ya que fue llevado a un campo de concentración nazi. Hans le dio un cigarrillo. —Te alegraría saber que estaba vivo, ¿verdad? —Ya puedes imaginártelo. Antes de salir de España, cuando en la Estación del Norte, de Madrid, me despidieron mi madre y mi hermana, se me quedaron grabados en la mente los ojos de mi madre. Ojos que ya estaban secos de tanto llorar. "Mi madre no entendía nada de política, pero amaba a mi padre por encima de todas las cosas de este mundo. Yo sólo tenía quince años cuando él salió para el frente. Vivíamos en Toledo, una ciudad cercana a la capital. Cuando Toledo fue ocupado por las tropas nacionales, yo ingresé en las juventudes. No me dio tiempo a luchar, pero en cuanto pude, después de nuestra guerra, me alisté como voluntario en la División Azul. Otto se echó a reír. —Los españoles sois unos tíos cojonudos —dijo—. No podéis estar mucho tiempo sin armar jaleo. Todavía recuerdo, de cuando fui a la escuela, del lío que armasteis en el mundo. Además de América, creo que dominabais la mitad de Europa... —Hemos sufrido mucho —dijo Lorenzo con un deje de tristeza sincera en la voz—, pero no somos rencorosos. Un buen español es justiciero, pero no vindicativo. Sólo los cobardes, los tarados y los acomplejados aman la venganza... Yo estaba prendido por lo que contaba aquel muchacho. Por eso, aprovechando el silencio que se había hecho, le pregunté:

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—¿Pudiste encontrar a tu padre? —No, por poco. Ya sé que hice una barbaridad no volviendo a mi unidad, pero ni siquiera puede calificarse como deserción, ya que mientras yo cumplía mi permiso, mi batallón se retiró definitivamente del frente... Lanzó un poco de humo por la nariz. —Me fui a Berlín, pero las cosas andaban ya muy mal. Me fue imposible encontrar el "Kommando" en el que mi padre hacía de cocinero. Anduve escondido, ya que temía que los Feldgendarmes o la "Gestapo" me echasen la zarpa encima. Mi comandante, estoy seguro, no me hubiera perdonado la jugarreta que le había hecho desapareciendo así, por las buenas... Suspiró. —Así aguanté hasta que los rusos se acercaron a Berlín. Entonces abandoné la ciudad y me eché a andar hacia el sur, ocultándome en las granjas durante el día y prosiguiendo la marcha de noche. "La gente me recibía bien. Todo el mundo, como yo, estaba de la guerra hasta la coronilla. Se echó a reír. —Una noche... Había llegado a una granja que regentaba, como tantas otras, una viuda de un suboficial que se había quedado en Stalingrado. —Y consolaste a la pobre viuda, ¿verdad? —rió Otto. —De alguna manera tenía que pagar la comida y la habitación. Pero no vayáis a creer que ésas eran mis intenciones cuando llegué a la casa. Como venía haciendo desde que salí de Berlín, me ofrecí a trabajar en la granja, en lo que fuese. Pero ella dijo que la cosecha se había perdido, que la guerra se estaba terminando y que no valía la pena hacer nada... —¡Hombre! —exclamó Funker—. No irás a decirnos que no hiciste nada... de nada... —Cierra el pico y deja que continúe —le gruñó Hans. —Pues... Estábamos durmiendo en el piso de arriba, cuando alguien llamó a la puerta. Desperté a la mujer y ella me dijo que me escondiese. Luego bajó a abrir... Su voz se truncó, dejando de ser jovial para hacerse ronca. —Cuando la oí gritar, me olvidé de todo, incluso de mi propia seguridad. Bajé los escalones de cuatro en cuatro, pero por fortuna me detuve en el descansillo. Fueron sus ojos los que me pararon... Se nubló bruscamente la mirada del español. —Tres negros americanos se estaban aprovechando de ella. La habían tendido en el suelo, después de golpearla. Ella me miró intensamente y yo comprendí que deseaba que me fuera. Sin embargo —y rechinó de dientes—, ya podéis imaginaros con qué gusto me habría cargado a aquellos tres puercos... —No sería por celos, ¿verdad? —inquirió Funker. Lorenzo se volvió hacia él con los ojos echando chispas. Por primera vez, desde que íbamos en el vagón, me di cuenta de que el español podía llegar a ser muy peligroso. .. —¡No digas tonterías! —lanzó Alsina al tanquista—. Para nosotros, una mujer es siempre algo sagrado. Si no quiere... ¡pues en paz y hasta la vista! A la gente de mi tierra no le gusta obligar a nadie, y menos a una mujer. Hay dos clases de tipos para los que, en España, no tenemos piedad: los violadores y los invertidos... —Está bien, está bien —contemporizó Otto—. No te enfades. No he querido ofenderte. Estaba bromeando... —Me fui. Dos días después me cogían unos americanos. Cuando se enteraron que había luchado en Rusia, al lado de los alemanes, me sacudieron unas cuantas palizas. Luego, tras

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meterme en un calabozo, vino un tipo muy amable, me invitó a fumar y me dijo que era francés y que si deseaba enrolarme en la Legión Extranjera. "Hubiese podido negarme y regresar a mi país, pero pensar en el disgusto que iba a dar a mi madre, me hizo aceptar lo que aquel hombre me proponía. "Y aquí estoy”. El brusco frenazo del tren nos despertó sobresaltados. A través de las rendijas de la puerta, una claridad grisácea se filtraba en el interior del vagón. Otto lanzó un gruñido de protesta. —¿Otra vez? —Se están volviendo muy amables —rió Lorenzo—. Hace sólo cuatro horas que pararon. —¡A lo mejor creen que tenemos diarrea! —exclamó Hans. Sin embargo, las puertas no se abrieron. Momentos después, el estampido de unos disparos de fusil hizo polvo el pesado silencio que reinaba en el convoy. —¡Arrea! —dijo Otto—. ¡Nos han llevado directamente al frente! Y sin necesidad de embarcarnos... —No digas jilipolleces —soltó Alsina—. Estamos siempre en Francia. Y que yo sepa, por aquí hace tiempo que se acabó el jaleo. —Calla —le dije. Se oían voces, en francés, aunque nos era imposible entender lo que decían. Nuevos disparon estallaron en la luz tenue del alba. La intranquilidad se adueñó de nosotros. No era aún miedo, sino rabia de no saber lo que estaba ocurriendo. —Por lo menos —dijo Hans con voz ronca—, podrían habernos dado armas. Después de todo, somos, lo quieran o no, soldados de Francia... —Asquerosos cerditos, por el momento —rectificó Otto—. Eso es lo que somos, camarada... —¡Silencio! —intervino el español—. Me parece que están abriendo las puertas... No se equivocaba. Momentos después se abría la nuestra, pero al contrario que cada vez que ocurría una cosa semejante para que pudiésemos vaciar nuestros cuerpos, nadie, absolutamente nadie, saltó fuera. —Sortez! —nos gritó un sargento francés—. Mais ne vous éloigne surtout pas! Formez par trois devant chaqué wagón! Le obedecimos. La claridad del día no era aún completa y una especie de bruma pegajosa flotaba a ras del suelo, dando a la escena un aspecto fantasmal. Vimos entonces, a unos cincuenta metros del convoy y frente a los vagones de viajeros, a los oficiales franceses que hablaban animadamente con un denso grupo de paisanos, entre los que distinguimos un par de gendarmes. —Fijaos —dijo Hans, que no perdía detalle—. El "rubio" y sus amiguitos no han bajado de su elegante vagón de primera... —A lo mejor se constipan... —rió Otto. El grupo de oficiales y paisanos echó a andar hacia los vagones de ganado. El nuestro era el quinto después de los de viajeros. Y quiso la casualidad que el grupo se detuviera exactamente frente a nosotros.

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Un comandante francés, el que mandaba las tropas coloniales que nos custodiaban, dio un par de pasos hacia adelante y empezó a hablar, muy fuerte, expresándose en un alemán bastante correcto: —Nos encontramos muy cerca de un pueblecito de la región de Lyon. Aquí, hace algunos meses, los alemanes fusilaron a muchos guerrilleros, asesinando también a mujeres y niños indefensos. Estos señores que me acompañan son las autoridades y vecinos más importantes de ese pueblo. "Sólo desean comprobar si hay, entre vosotros, alguno de los culpables de esa terrible matanza. Ya les hemos explicado que esto es una unidad militar de la Legión Extranjera, formada por voluntarios, y que todos vosotros habéis sido juzgados ya por las autoridades aliadas. "No tenéis que temer nada, ya que se trata, como acabo de deciros, de una sencilla y rápida inspección... Y tras un corto silencio: —Primera fila, ¡seis pasos al frente! ¡Mar...! Adelantamos los seis pasos. Los paisanos empezaron entonces a pasar delante de los de la primera fila. En ella, junto a nuestro vagón, nos hallábamos Otto y yo. Lorenzo y Hans se encontraban en la segunda. A pesar de no haber estado hasta entonces en Francia, y muchísimo menos en la región de Lyon, no pude evitar que un dolor agudo me recorriese el abdomen. Igual debía ocurrimos a todos. Porque nada más fácil que equivocarse. Y no me parecería nada extraño que un error se despertara en las brumas de la memoria. Porque, como pude leer en los ojos de los hombres que nos estaban examinando, el odio estaba en sus miradas. Un odio atroz. Pasaron sin embargo ante nosotros, pero apenas habían empezado a examinar a los componentes de la primera fila del siguiente vagón, cuando uno de ellos extendió un dedo acusador hacia uno de los alemanes. —Je reconnais celui-ci! Je n'oublierai jamáis sa sale gueule! II a tiré sur les enfants qui s'étaient refugies, avec leurs mamans, dans l'église! Et c'est lui qui a incendié le temple! (1).

(1) ¡Conozco a éste! ¡No olvidaré nunca su sucia cara! Fue él quien disparó sobre los niños que se habían refugiado, con sus madres, en la iglesia! ¡Y también fue él uno de los que quemaron el templo!

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO VI

El oficial francés bramó entonces, dirigiéndose al germano y expresándose en la lengua de éste: —¡Tú, sal de la fila! El hombre, un ex soldado ya nada joven, con una frente muy amplia en la que el cabello iba retrocediendo implacablemente hacia la nuca, no comprendió, al principio, lo que pasaba. Pero uno de sus vecinos de fila, que debía comprender perfectamente el francés, le dijo algo mientras que el hombre, obedeciendo la orden que acababan de darle, se separaba de la fila, saliendo de ella. Se volvió entonces hacia el oficial galo. —¡Me están acusando falsamente! ¡Yo no he estado nunca en Francia, señor oficial! No he salido nunca de Polonia y el resto del tiempo lo pasé en el frente del Este... Vimos entonces al cura del pueblo que corría hacia los vagones, remangándose cómicamente la sotana. Y también vimos, aunque no estaban muy lejos, a un grupo de jóvenes armados con fusiles y metralletas que se habían mantenido apartados de los representantes oficiales del lugar. El sacerdote llegó jadeando. —¡Señor alcalde! ¡Señor alcalde! El alcalde, que era el que llevaba la voz cantante y no se había separado del comandante francés, se volvió hacia él. —Qu'est-ce qu'il y a, monsieur le curé? (1) —Cuidado, señor alcalde. No debemos dejarnos arrastrar por incontrolables pasiones. Lo que estamos haciendo necesita de mucha reflexión, de mucha meditación... —Villier acaba de reconocer a uno de ellos... El cura se volvió hacia el acusador. No debían manifestarse una gran simpatía, ya que el hombre no ocultó su desprecio al mirar al sacerdote. —¡Villier! Nos conocemos desde hace mucho tiempo. ¿Estás seguro de que es este hombre? —Mélez-vous de vos oignons! (2) —Ten en cuenta que puedes condenar a un inocente... El otro se puso intensamente rojo. —¿Inocentes? ¿Y se atreve usted a llamar inocentes a estas bestias? ¿Ha olvidado lo que hicieron con los chicos de nuestro maquis? Y hasta quemaron su iglesia... aunque eso no me desagradó mucho... —Poco importa a mi iglesia lo que tú y los de tu partido piensen de ella — respondió el cura con viveza —. Lo que ocurre aquí es lo que importa. Luego no me vengas con escrúpulos de conciencia... El llamado Villier se echó a reír con grandes risotadas.

(1) ¿Qué pasa, señor cura? (2) ¡No meta las narices donde no le importa!

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—¿Escrúpulos de conciencia yo? ¡Ha perdido usted la chaveta! Yo no formo parte de esas viejas beatas que le babean las manos... —Otros más duros que tú me han llamado en el último instante. Recuerda a tu camarada Dominique... —¡Ni camarada ni nada! Ése era un social-traidor que no supo mantener su dignidad hasta el último instante. Pero dejemos eso. He dicho que conocía a este asqueroso nazi, y lo afirmo... —Con eso basta, señor Villier... Acababa de hablar uno de los jóvenes, de aquellos que se habían mantenido al margen. Dos de ellos se apoderaron del alemán, que ni siquiera se defendió, llevándoselo unos metros más abajo. El áspero ladrido de las metralletas me sobresaltó. —¡Pues sí que hemos caído en buen sitio! —suspiró Hans—. Ahora me alegro de no haber pisado nunca "la dulce Francia". Tres más fueron sacados de la fila. Las metralletas volvieron a ladrar ásperamente. —¡Atención! ¡Segunda fila! ¡Tres pasos al frente! Los del pueblo desfilaban ahora a nuestras espaldas. Así pudimos oír lo que decían en voz baja, los insultos que nos dirigían, sobre todo el llamado Villiers, que hubiese deseado fusilarnos a todos. Estábamos tan lejos de pensar que la tragedia podía tocarnos de cerca, que ni siquiera nos movimos cuando alguien, que no era Villier, gritó a nuestra espalda: —Celui-ci aussi! II a violé una filie avant de la tuer á coups de botte dans le ventrel (1) Fui el primero en volverme, horrorizado por lo que acababa de oír. El francés intentaba golpear a alguien. El oficial y el alcalde intervinieron, tirando con fuerza del agresor. Entonces, al ver de quién se trataba, me dio un vuelco el corazón. Ahora tiraban de él, sacándole de la fila, haciendo que nos separásemos para alejarle de los vagones. —¡Lorenzo! —exclamó Hans—. ¡Están completamente locos! El español intentaba defenderse, pero los tres hombres que le arrastraban consiguieron llevarle junto al cura y al alcalde, que se habían quedado fuera de las filas. —¡Yo no he hecho nada! —gritaba Alsina debatiéndose como un demonio—. ¡Yo he pasado una sola vez por Francia en un tren que me llevaba a Alemania! Fuimos por Burdeos. Pertenezco a la División Azul... Viendo al cura, consiguió arrastrar a los que le sujetaban hacia el sacerdote. —¡Padre! Le juro que le estoy diciendo la verdad. Soy español y no estuve nunca aquí... Evidentemente, el cura no entendía ni una sola palabra, limitándose, con rostro que expresaba su tristeza de lo que estaba pasando, a bendecir al muchacho. —¡Vosotros! ¡Venid a por éste! —gritó uno de los que sujetaban a Alsina, dirigiéndose al grupo de jóvenes ejecutores.

(1) ¡También este! Violó a mi hija antes de matarla dándole de patadas en el vientre...

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Tres de ellos se acercaron, empuñando sus metralletas. Entonces, bruscamente, sucedió lo que parecía imposible. Uno de los jóvenes se volvió hacia el que le seguía: —¡Mira quién es, López! —¡Me cago en la leche! —fue todo lo que el otro pudo decir. Y el tercero, que corrió hacia ellos, dio un empujón a los que sujetaban a Lorenzo. —¡Soltadle! Nadie comprendía nada. El alcalde y el cura fueron a enterarse de lo que pasaba. Completamente libre, Lorenzo se vio abrazado por los otros tres. Luego, uno de ellos llamó al hombre que había acusado a Alsina. Le miró con rabia, hundiéndole el cañón de la metralleta en el vientre. —¿Con que era este muchacho el que había violado a tu hija? ¡Pedazo de cabrón! A este chico le conocimos en las cercanías de Berlín y, como te ha dicho, no ha estado en Francia más que para atravesarla y dirigirse a Rusia. ¿Qué dices ahora, imbécil? —De todos modos, es un cerdo fascista. Vosotros estáis diciendo siempre que tenéis gana de cortarle el cuello a todos estos... El puño del joven salió disparado, chocando contra la nariz del hombre, que empezó a sangrar. —Lo que nosotros hagamos o pensemos hacer, únicamente nos incumbe a nosotros. ¡Estamos hasta donde tú sabes de que todo el mundo nos diga lo que tenemos que hacer! Miró amenazadoramente a su alrededor. —...y si alguien se atreve a hacer algo a este español, que lo diga... porque le saco las tripas de una ráfaga. ¿Entendido? El cura se acercó, sonriente. —No te pongas así, Pascual. Yo ya sabía que estábamos cometiendo un error. ¡Que Dios nos perdone! Porque sospecho, y eso me hace temblar, que alguno de los otros puede ser tan inocente como vuestro compatriota... —¡Se acabó lo que daban! —dijo el llamado López—. Volvamos al pueblo... Cogió a Lorenzo por la mano, mirándole sonriente. —Quédate con nosotros, Alsina. Pronto podremos regresar a casa. Las cosas se arreglarán en seguida... —No. Yo sigo, muchachos. Pascual, muy serio, estrechó la mano del divisionario. —Te lo hubiera dicho más tarde, Lorenzo. Porque pensaba que ibas a quedarte con nosotros. Aquí no te faltará nada y nadie se atreverá a mirarte de reojo. Pero puesto que deseas irte, voy a decirte algo que te importa... Hizo una pausa. —Alguien nos dio noticias de tu padre. Uno que trabajaba con él en la cocina del Kommande. Lorenzo se le quedó mirando con la boca abierta. Una expresión de incredulidad se pintó en su rostro. —¿Es verdad? Pascual hizo un rápido gesto de asentimiento con la cabeza. —¡Claro que es verdad! No son cosas como para bromear... Según lo que dijo aquel tipo, tu padre había esperado la llegada de los rusos, en un pequeño pueblo al este de Berlín. Dijo claramente a su compañero que se iría a Rusia para siempre.

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Lorenzo no dijo nada. Impaciente, el oficial francés, que había estado hablando en voz baja con el alcalde, llamó al español. Poco después, se nos dio la orden de volver a subir a los vagones, cosa que hicimos con verdadero placer. Cerraron las puertas y el convoy se puso lentamente en marcha. Llegamos a Marsella en plena noche. Habíamos tenido tiempo de conversar largamente con Lorenzo, comentando lo ocurrido, aterrorizados aún de aquella aventura que podía haber tenido un trágico final para nuestro compañero. —Esto que hemos visto —dije cuando acabamos de hablar— ha pasado sin duda en mil sitios distintos. Y ya podéis imaginar cuántas víctimas inocentes han caído por culpa de un desagradable recuerdo, que el odio ha alimentado hasta convertirse en una nefasta pasión. —Lo que ocurre —expresó más a la llana Hans— es que el mundo se ha convertido en una verdadera porquería. Y en lo que respecta a nosotros, vamos a continuar pasándolo bastante mal, durante mucho tiempo aún. Otto lanzó un gruñido. —Tiene toda la razón. Tal y como van las cosas, hasta nuestros nietos, si los tenemos, estarán expuestos a que un tipo cualquiera, recordando los tiempos del nacionalsocialismo, le pueda romper la cabeza sin ninguna responsabilidad. Desde la estación, unos viejos y asmáticos camiones nos llevaron hasta un edificio de las afueras, donde volvieron a encerrarnos. Estábamos tan cansados del larguísimo viaje, ya que tardamos cerca de ocho días en atravesar Francia, que apenas si tocamos el primer rancho caliente que nos dieron desde nuestra salida de Alemania. En Marsella tuvimos más suerte. No es que los jergones fuesen más blandos que en el célebre cuartel alemán. Pero, por lo menos, había camas, a las que nos lanzamos buscando rápidamente un sueño que nos llevase, por lo menos, a una región donde olvidásemos todo cuanto habíamos pasado. No pudimos ver, al entrar en el cuartel, al "Rubio" y a sus amiguitos. En realidad, tampoco los vimos bajar del tren, ya que fueron los vagones de ganado los primeros en ser evacuados al llegar a la estación de Marsella. Yo pensaba dormir, como los demás. No tardé en estar rodeado por un coro intenso de ronquidos, entre los que destacaban los que surgían del poderoso tórax del ex tanquista. Funker dormía a mi derecha y roncaba como una locomotora. Intenté pensar en cosas banales, pero muy pronto, al empezar a perder consciencia, me hundí bruscamente en los recuerdos. Recorrí mi vida, como si estuvieran proyectándola en una pantalla, secuencia tras secuencia. A veces, como si en el que manejaba el proyector desease aumentar mi angustia, la escena se detenía y las imágenes se movían como en una desesperante "cámara lenta". Así volví, sin darme apenas cuenta, al momento en que en el cuartel de Alemania, muy de mañana, tras la grotesca escena del gordo homosexual, penetró en la sala el teniente francés. Iba seguido por los mismos senegaleses silenciosos, con el fondo de los ojos tremendamente blancos, casi tan brillantes como la acerada punta de las bayonetas que calaban sus fusiles.

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Nada más entrar, se percató del muchacho que permanecía aislado, exactamente en el mismo sitio donde, horas antes, había confesado su tragedia. Pero fue el "Rubio" quien levantándose se acercó a él, señalando a Erich. Habló con el francés en voz baja, aunque todos sabíamos lo que estaba diciendo. Leyendo mis pensamientos, Hans me musitó al oído: —Apostaría cualquier cosa a que no le cuenta lo de la Feldgendarmerie. —Puedes estar seguro —terció Otto. La expectación se hizo general. Finalmente, el teniente francés de tropas coloniales, cuya teatralidad sólo tenía parangón con la de "El Rubio", se acercó al desdichado Erich, que se puso respetuosamente en pie, adoptando una extricta posición de firmes. —¿Así que tú mataste a tu compañero? Incapaz de pronunciar una palabra, el joven se limitó a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza. El francés le miró de hito en hito, con un brillo de desprecio en sus ojos. —Debería entregarte a las autoridades para que recibieras el castigo que mereces. Pero sé que aquí, tus propios compañeros sabrán hacer justicia. Giró sobre los talones, saliendo de la sala seguido por sus senegaleses. Nada pasó en el curso de aquel día. Nos dieron el rancho, tan malo como el de costumbre. Ninguno de nosotros se atrevió a acercarse a Erich, que sentado en el centro de la sala, permanecía en una especie de estado hipnótico. Ni siquiera probó la comida y más tarde, colocándose un cigarrillo entre los labios, se olvidó de encenderlo. —Me da miedo de lo que pueda pasar esta noche —dijo Hans, mirando con fijeza al condenado. —Nadie debería atreverse a tocarle —dijo Otto con voz ronca. Hice un gesto afirmativo. —Desde luego que no. Pero para que tal cosa ocurriera, los hombres que estamos aquí deberíamos pensar como la mayoría. No olvidad, sin embargo, que hay unos cuantos que no son como nosotros. Funker escupió rabiosamente en el suelo. —¿Os habéis fijado cómo ese cerdo ha hablado al teniente francés? Me ha hecho el efecto de que estaban de acuerdo. Si tuviese solamente un cuchillo... Le sonreí. —No adelantarías nada, Otto —le dije—. Te he dicho ya que hay algo de misterioso en la presencia de esos hombres. Por el momento, sólo podemos hacer conjeturas. Pero, tarde o temprano, descubrirán su juego y veremos entonces de dónde salen y qué papel van a jugar entre nosotros. Los ojos del ex tanquista llamearon. —Yo sólo sé una cosa —dijo con tono amenazador—. Si ese hijo de mala madre, por muy importante que sea, se me cruza en el camino, le sacaré las tripas con muchísimo gusto. No tengo nada que perder. Cuando terminó esta asquerosa guerra, no pensaba volver a casa. Que se armase aquel lío con las chicas del pueblo o no, me había dado cuenta de que ya no servía para volver a la vida corriente... "Muchas veces, en el frente, hablábamos de esto con los otros compañeros de los tanques. No hay cosa que le cambie a uno más profundamente que una guerra. Se pierde el hábito del

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trabajo y se vive de una manera especial, sabiendo que en cualquier momento puede acabarse todo. "Sin embargo —suspiró—, existe algo tan hermoso como la esperanza de no ser uno de los que se quedan en el campo de batalla. Y esa esperanza es la que alimenta el espíritu, la que hace llevadera una vida que en el fondo no es más que una tremenda colección de cabronadas. Me eché a reír. —No sabía que fueras un filósofo, Otto. —Déjate de palabras raras, doctor —repuso huraño—. Lo que quiero decirte es que nunca he tenido miedo a nada, y que ningún hijo de su madre va ahora a jugarme ninguna mala pasada. Si ese "Rubio" de todos los demonios intenta hacerme la vida imposible, yo puedo enseñarle la manera de no volver a molestarme más. Las últimas horas del día me parecieron verdaderamente interminables. Por mucho que hacía, intentando buscar en mi espíritu alguna diversión, no conseguía separar mis ideas de la obsesión que las invadía en cuanto miraba hacia el pobre muchacho. Poco a poco, la sala se fue oscureciendo. Luego encendieron la luz, distribuyeron la cena y las tinieblas volvieron a instalarse a nuestro alrededor. La angustia me atenazaba el pecho. Echado sobre el jergón, me hubiese tapado con mucho gusto los oídos. Pero la verdad es que ningún sonido extraño, ningún paso cauteloso, ningún gemido llegó hasta mí. Debí quedarme dormido. Cuando desperté, una sucia claridad grisácea penetraba ya por el único ventanal de la estancia. Oí el cuchicheo de muchos que estaban hablando a mi alrededor. No tuve que levantarme ni mirar hacia el centro de la sala. —Le han ahorcado esta noche. Han utilizado un cinturón. Y no hay duda de quién ha sido.

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Segunda parte La locura

«Hay un placer en la locura que sólo conocen los locos.» J OHN DRYDEN

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CAPÍTULO VII

—¡Mis pies! ¡No puedo más con mis pies! Me detuve. Igual me pasaba a mí. Y a todos. Los lamentos que Otto acababa de proferir eran copia exacta de los que los demás lanzábamos constantemente. —¡Fíjate, Karl! Mira esto y dime si no es para... El juramento lo ahogó en su garganta. Me acerqué a él, que se había sentado en la cuneta, quitándose las botas. Al hacerlo, lanzó un profundo suspiro de satisfacción. —Tengo los dedos en sangre —gimió mientras contemplaba sus pobres pies—. ¿Cuánto tiempo llevamos haciendo estas puñeteras patrullas? —No lo sé exactamente —repuse—, pero por lo menos siete meses. —¡Y para eso nos trajeron aquí!. Recuerdo el discurso que nos lanzó aquel coronel cuando desembarcamos en Hanoi... Engoló la voz para imitar la del viejo y condecorado militar que nos había arengado: —"¡Olviden, caballeros, todo aquello que ha podido hacernos diferentes. Fíjense bien que no empleo la palabra "adversario", y menos aún la de "enemigo". "Francia, siempre generosa, les ha abierto las puertas de una de sus mejores instituciones militares, la que seguramente ha alcanzado más gloria en el curso de la historia de Francia. Por lo menos, en las últimas décadas... "La Legión es un crisol donde sólo lo puro, lo fuerte y lo entusiasta quedan... lo mezquino, lo impuro y lo pusilámine desaparecen, se funden rápidamente. "Sin conocerles, caballeros, adivino que son ustedes de aquellos que honrarán la bandera de la Legión Extranjera. Hay en ustedes, lo intuyo, esa fuerza nacida de un pueblo guerrero, que si bien ha planteado serios problemas a Europa y al mundo, no deja por eso de formar parte del grupo selecto de las naciones civilizadas, dispuestos siempre a defender lo que conquistaron con tanto esfuerzo... Otto se echó a reír, recobrando en seguida su voz ronca de siempre. —Nos trató de "caballeros", pero se olvidó de darnos de comer convenientemente. Y encima, ¡maldito puerco!, nos proporcionó viejas botas que debieron calzar indochinos de pie de gachí, lanzándonos luego a estas estúpidas patrullas que están acabando definitivamente con nuestros pobres pies. Funker tenía razón. " Funker ". Seguíamos sin conocer su verdadero nombre. Pero eso nos importaba un comino. En la Legión, lo que importa es lo que un hombre tiene en el vientre. Los demás detalles no cuentan. Llevábamos meses y meses patrullando por las carreteras de Hanoi, por los caminos, vigilando el paso de los convoyes militares, pidiendo la documentación a los indígenas. No habíamos tirado un solo tiro. Comíamos mejor y habitábamos un viejo caserón de Hanoi que reunía bastantes condiciones. Teníamos camas, mantas bastante limpias, ropa interior y dos uniformes. La verdadera pega residía en el calzado. 43


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¿De dónde diablos habían sacado unas botas tan pequeñas? Desde luego, Otto exageraba, como de costumbre. Las botas que nos habían distribuido eran completamente nuevas, pero la más grande correspondía al número 40. ¡Y Funker calzaba un 43! Naturalmente, nos habíamos visto obligados a adoptar ciertas medidas para poder seguir andando. La primera y la más general fue la de no ponerse calcetines. La segunda consistió en rajar las botas por la parte de atrás, de manera que el sargento Santin, nuestro jefe de pelotón, no se diese cuenta de nada. Si las hubiésemos abierto por delante, aquel pedazo de bestia de suboficial nos las hubiera hecho comer. Funker se acariciaba los doloridos dedos. —Mañana tenemos día libre. ¿Qué vas a hacer, Karl? —¡Descansar! Echarme en la cama, completamente descalzo, y permanecer así todo el día. —Eres un bicho raro. —¿Por qué? —Porque nunca quieres venir con nosotros. Hans y Lorenzo tienen también día libre. Creo que les han mandado hoy con los de intendencia. Tendrán que cargar como mulos, pero mañana nos divertiremos de lo lindo. —Ya conozco vuestras diversiones. —¿Y qué? Beberemos un poco, iremos a comer a alguna parte. Y después, ya sabes... las chicas. —Tu plan no me ilusiona nada. —¿Es que no te gustan las mujeres? —¡No digas idioteces! Las que vosotros vais a visitar son las que no me gustan... —¡No hay otras, amigo! Aquí no estamos en Rusia... Entornó los ojos. Parecía revivir algún recuerdo del pasado. Una sonrisa flotó sobre sus labios. Luego se puso a hablar en voz baja, como si se dirigiera a sí mismo. —Aquello si que era estupendo. Duro, es verdad, pero estupendo. Y no vayas a creer que estábamos obligados a ir a un burdel. Eso sólo ocurría cuando nos daban permiso e íbamos a alguna ciudad de la retaguardia donde todo estaba organizado. "Pero junto al frente, las cosas eran muy diferentes. Siempre había alguna joven rusa que estaba más que harta de trabajar en las granjas colectivas, donde la trataban peor que a las bestias de tiro. "Nos daban permiso para tener a alguien que nos hiciese la comida. Los panzers estaban bien camuflados o algunos se los habían llevado a los parques de mecánica para repararlos. "Escogíamos una buena hembra. Lo primero que había que hacer, antes de pensar en la juerga, era alimentarla. La cebábamos bien hasta que su cuerpo se volvía apetitoso. "Yo no sé explicarme el misterio, Karl, pero las rusas tienen una rápida y curiosa manera de engordar. Una semana y nuestra famélica muchacha nos ofrecía redondeces capaz de cortar el aliento a un ciego de nacimiento. Lanzó un profundo suspiro. —¡Y qué forma de hacer el amor, doctor de mi alma! Las pobres estaban acostumbradas seguramente a ser tomadas a lo cosaco. Ya sabes cómo lo hacen esos bárbaros. Las tiran en el suelo, se sirven de ellas... ¡y si te he visto no me acuerdo! Me eché a reír. —Eres un verdadero especialista, Funker.

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—Cualquiera de nosotros es un especialista para esas pobres mujeres. Yo te aseguro que no sabían lo que era una caricia; una terneza o, menos aún, un beso. "Los hombres rusos se besan entre ellos, en las mejillas, cada vez que se encuentran, pero no saben besar a sus mujeres. Ni las cuidan. Nosotros instalábamos una cuba cerca del tanque, tapábamos bien el recinto con la tienda y nos lavábamos después de que lo hubiese hecho nuestra muchacha. —No hace falta que sigas, Otto. Me imagino lo que pasaba inmediatamente después... Soltó una carcajada. —No vayas a creerte, Karl, que me has engañado. —¿Qué quieres decir? —Que supe, desde que te vi, que eres un tímido. Te sonrojas como un niño. Parece mentira que seas médico... Tú sí que has debido ver docenas de mujeres desnudas, ¿verdad? —Sí, pero no las miraba más que como a enfermas. —¡Sube aquí y verás París! —me dijo haciendo con la mano derecha un claro signo—. Voy a contarte algo. Karl. Mi mujer, cuando era joven, antes de empezar a parecerse a mi suegra, estaba bastante bien. "Cuando se quedó encinta por primera vez, la bruja de mi madre política insistió para que fuésemos a ver a uno de los mejores tocólogos de la ciudad. "Decía mi suegra que su hija estaba demasiado delicada, porque yo no la alimentaba suficientemente, que era estrecha de caderas, que iba a morirse en el parto y que «el animal de su marido (yo naturalmente) podía haber esperado un poco más antes de desear un hijo». "Total que fuimos a ver al médico. Y volvimos cuatro o cinco veces. Al principio, el doctor me dejaba entrar en la sala de reconocimiento. Pero se dio cuenta en seguida de que no me gustaba ver a mi mujer en aquella posición, espatarrada, y el tipo con un cacharro luminoso en la frente y aquella especie de pico de pato en la mano... El lenguaje de Otto me causaba siempre la misma delectación. Tenía una manera "sui generis" de explicar las cosas. —La segunda o tercera vez, no lo recuerdo bien, me quedé en la sala de espera. Leía revistas y charlaba con las mujeres que esperaban su turno. No puedes imaginarte, Karl, lo frescales que se vuelven las mujeres en la antesala de uno de esos "sobólogos". "Fue una de aquellas brujas la que me puso la mosca tras la oreja. Decía a las otras que el tipejo del médico tenía unas manos de oro, que más que examinar parecía acariciar y que, en una palabra, les hacía cosquillas ... "Aguanté un par de visitas más. Luego, ya hasta la coronilla de los comentarios de aquellas zorras, le dije a mi mujer que me bastaba yo para hacerle cosquillas. A la suegra le dije cosas peores y cuando me llamó monstruo y hombre primitivo, tuve que contenerme para no romperle los morros... —¿El parto fue bien? — le pregunté con los ojos arrasados de lágrimas y conteniendo la risa a duras penas. —¿Que si fue bien? Mi primer hijo, Joham, nació en la cola de la carnicería. La mujer que estaba detrás de la mía lanzó un grito y le dijo a Frieda que se le había caído algo. Era el niño. Lo tuvo sin darse cuenta. —¡Eres un exagerado! —Juro que te he dicho la verdad. Los otros nacieron aún más aprisa, pero eso es comprensible. Después de la primera maternidad, Frieda se convirtió en la masa de grasa que es mi

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suegra. ¡Estrecha de caderas!, decía la muy bruja de su madre. Con una falda de una de las dos se hubiese montado una tienda de campaña para la dotación de un Panzer-IV. Me sequé los ojos. Y fue entonces cuando apercibí la bicicleta que avanzaba lentamente por la carretera. —Tenemos trabajo, Otto —dije a mi compañero. —Pídele tú el pase. Yo voy a calzarme, si es que puedo... —Como quieras. Me coloqué en el centro de la calzada, con el fusil en las manos, pero sin adoptar ninguna postura teatralmente amenazadora. Generalmente, todos los que circulaban por allí poseían salvoconductos firmados por la Comandancia Militar de Hanoi. Nuestra misión consistía principalmente en evitar que paisanos indocumentados pudieran salir o entrar de la ciudad, ya que se temía que los viets estuviesen intentando fomentar una sublevación armada en Hanoi. La bicicleta iba acercándose, pero yo no podía distinguir aún quien pedaleaba el vehículo. Desde que habíamos llegado a Indochina nos había llamado la atención el número enorme de bicicletas, casi todas ellas de origen japonés, compradas durante la ocupación nipona, pero también había francesas, de tipos tan antiguos que muchos de ellos parecían prehistóricos. Todavía estábamos lejos de olvidar el papel que las bicicletas iban a jugar en aquella estúpida e interminable contienda. Cuando divisé finalmente al ciclista, no pude menos de echarme a reír, volviéndome hacia Funker que luchaba desesperadamente con las botas. —Hablando de tocólogos, Otto. Esta mujer debe ir a visitar a uno de ellos a Hanoi. ¡Fíjate qué avanzada está! En efecto. La mujer, puesto que era una, que pedaleaba trabajosamente el viejo vehículo, debía estar en el octavo mes del embarazo. Su vientre enorme le obligaba a ir sentada muy atrás, posando el trasero casi en el paquete que llevaba en el portapaquetes. La máquina rechinaba como una puerta oxidada. Las ruedas no eran perfectamente circulares. Viéndola aproximarse parecía como si aquella bicicleta estuviese bajando unos escalones. —¡Alto! — grité cuando la mujer estuvo a pocos metros de mí. Frenó con un pie, ya que los frenos no debían funcionar. Avanzó así grotescamente, como a la pata coja, con un pie en el pedal y otro en el suelo. —Papiers! —le pedí en francés. Ella metió la mano en su escote, sacando de entre sus pechos una vieja cartera que cerraba una goma. Extrajo de dentro un papel que me tendió. Yo la había estado observando. Era joven y muy bonita. Parecía llevar muy bien el embarazo y no descubrí, en su fino cutis color aceituna, la menor mancha. Sus ojos eran muy lindos. Empujado inconscientemente por el lado profesional de mi persona, bajé la mirada para ver si había en sus piernas algunas venas varicosas, pero no pude descubrir nada ya que como casi todas las indígenas vestían con pantalones largos de color negro. El salvoconducto estaba en orden. Mientras yo lo leía, Otto, que se había calzado afortunadamente ya, se había acercado a nosotros y quitaba las gomas que sujetaban el pequeño bulto situado sobre el portapaquetes. Ella se volvió para mirarle con rabia.

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—Es la ropa del niño que voy a tener en el hospital —dijo. Pero Funker no pareció escucharle. Deshizo el bulto y sonrió al ver los pañales y las camisitas. —No seas estúpido —le dije en alemán—. Envuelve eso bien y colócalo en su sitio... Pero la mujer se lo arrancó de las manos y lo envolvió de cualquier manera. Francamente, y así se lo dije luego a Otto, aquel gesto brusco me extrañó. Si hay algo que despierta la ternura de una mujer encinta, son precisamente los "trapitos" que tan amorosamente prepara para su hijo. Estuve a punto de decir a Funker que la dejase tranquila de una vez, pero la verdad es que las cosas se precipitaron a la velocidad de la luz. Al volverse, el vestido de la muchacha se abrió y un seno turgente se escapó de entre la ropa. Vi a Otto ponerse bizco, al tiempo que su nuez bajaba y subía al ritmo de la saliva que deglutía con visible dificultad. Entonces, sin pensarlo, echó mano al seno libre. La mujer, con los ojos llameantes, se echó hacia atrás. Y la mano que intentaba aprisionar con fuerza el hermoso pecho, cayó, desviándose, sobre el vientre de la mujer. Algo insólito aconteció entonces. Se oyó un chasquido seco... y el vientre cayó hacia las rodillas de la indochina. Al mismo tiempo, algo se desgarraba en su interior. Y como por ensalmo, dos pistolas, algunos cargadores y media docena de granadas se precipitaron hacia el suelo donde produjeron un estrépito formidable. Reaccioné en seguida, echándome el fusil a la cara y apuntando a la falsa embarazada. Otto, por su parte, se echó a reír, mirándome: —¡Vaya parto, ¿eh, doctor?! La muchacha, intensamente pálida, había dejado caer su bicicleta y nos miraba con los ojos muy abiertos. Estaba segura de lo que iba a ocurrirle. En el mejor de los casos, la detención, seguida de brutales interrogatorios, una vez que la llevásemos a Hanoi. Pero también podíamos, estando autorizados para ello, ejecutarla allí mismo si lo creíamos conveniente. Nunca habíamos hecho nada semejante. Preferíamos llevar los sospechosos al cuartel, confiándolos al sargento que, a su vez, se los llevaba a la Comandancia Militar. Pero esta vez, las cosas iban a transcurrir de una manera especial. Ya me di cuenta de que Funker me miraba de una manera muy rara, con una misteriosa sonrisa a flor de labios. Luego, volviéndose hacia la asustada muchacha: —Tu sais que notre devoir est de te jusiller tout de bien —. Mais si tu es gentille avec moi, tout peut s'arran-suiete — le dijo en francés, que hablaba ya bastante ger... (1). Una luz de esperanza se encendió en los ojos de la vietnamita. —Tu me laisserais partir? (2). —Naturellement... aprés! Allez! Prends ton velo et viens avec moi dans les fourrés! (3). Se alejaron, desapareciendo poco después de la espesura. Me agaché para recoger el armamento que ocultaba la chica en su falso vientre. Luego, pensando en lo que estaba haciendo Otto, gruñí, en voz baja: —Schwain! (4).

(1) (2) (3) (4)

Sabes que nuestro deber es fusilarte ahora mismo. Pero si eres amable conmigo, todavía podríamos arreglarlo. ¿Me dejarías irme? Naturalmente... después. Vamos. Coge tu bicicleta y ven conmigo a la espesura. Cerdo.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO VIII

Hacía ya tiempo que Funker había regresado, completamente solo, sonriente y satisfecho. Me guiñó el ojo. —¡Estupenda, Karl! La próxima vez que intentará pasar, dentro de unos meses, no desconfíes de ella porque estará embarazada de verdad. —¡Asqueroso cochino! Si crees que una guerra puede hacerse de esta sucia manera... aprovechándote del miedo de una muchacha... —¡Ojalá se hicieran todas las guerras así, doctor! En vez de luchas fatricidas, puesto que todos somos hermanos, combates amorosos a diestro y siniestro. En vez de quirófanos donde vosotros, los matasanos, no paráis de cortar piernas y sacar tripas, amplias y limpias salas de maternidad con cunitas rosas y azules. —¡Eres el sinvergüenza más grande que me he echado a la cara! —¿No te gustaría que la guerra fuese así? Las mujeres serían los jueces. Y ellas designarían a los vencedores, halagados aún por el "tratamiento" recibido... —¡Vete a hacer gárgaras! Se echó a reír. Luego, ya serio, me miró, preguntándome: —¿Dónde has puesto las armas y las bombas? —En mi mochila. —¡Tíralas! —¿Por qué? —Porque nos asarían a preguntas para enterarse dónde las hemos encontrado ...a menos que pienses contar al sargento toda la verdad. —¿Me tomas por idiota? Tiré las armas entre la espesura. Allí era muy difícil que alguien las encontrase. —Ya es hora de volver —dijo Otto tras haber consultado su reloj—. Y ese camión sin venir a recogernos. —Tenemos que esperarle. Ya lo sabes. No podemos abandonar el puente hasta que haya llegado el relevo. —Estoy cansado... Esa clase de ejercicio me hace polvo. ¡Debo estar volviéndome viejo! —Un viejo sátiro. Eso es lo que eres... —Mira. Allí llega el camión. El viejo "Ford" se acercaba, en efecto, temblando como si fuera a deshacerse de un momento a otro. Todo lo malo, lo viejo, se había asignado al "batallón" alemán de la Legión. Quizá fuera que no merecíamos otra cosa... Lo que nos extrañó, cuando el vehículo se detuvo junto a nosotros, fue ver que quien lo conducía no era otro que Lorenzo Alsina, nuestro compañero español. Otro motivo de extrañeza fue comprobar que Lorenzo venía solo y que no había nadie en la caja del vehículo. —¡Arrea! —exclamó el ex tanquista—. ¿Desde cuándo te han hecho chófer, enchufado de m...? —¿Y el relevo? —pregunté yo. La sonrisa que ornaba los labios del español se borró como por ensalmo. Bruscamente serio, advertí una extraña luz que se encendía en el fondo de sus pupilas.

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Bajó del camión, sin decir una palabra, tendiéndonos después su paquete de cigarrillos. Nos sentamos en la cuneta, fumando, en silencio, pero con esa expectación que precede a las. malas noticias. —Durante todos estos meses —empezó diciendo Alsina—, hemos ido viviendo así así, no mal del todo a pesar de las botas... Otto miró a las suyas, echando pestes en voz baja. —¡No nombres la cuerda en casa del ahorcado, Lorenzo! —gruñó. —De seguro que no habéis echado de menos a nadie, ¿verdad? Le miré, preguntándome a dónde quería ir a parar. Una ligera sospecha atravesó mi mente, pero la rechacé, considerándola imposible. —¿A quién te refieres? —le pregunté. —¡No lo digas, Alsina! —explotó repentinamente Otto, que parecía absorto en la contemplación de sus botas —. Estoy seguro que voy a adivinarlo... ¿a que se trata de aquel maldito rubio? Lorenzo abrió unos ojos como platos. —¿Cómo lo has adivinado? —Listo que es uno... —¡Un momento! —intervine sintiendo que un escalofrío me recorría la espalda—. ¿Hablas en serio, Alsina? —Completamente. —Pero ese tipo... y sus amigos desaparecieron misteriosamente cuando desembarcamos en Hanoi. —Lo sé. —¿Y ahora han vuelto? —Sí. Pero no los reconoceríais. El rubiales lleva un magnífico uniforme de, ¡agarraos!, comandante de la Legión... —¡No! —exclamamos al unísono Otto y yo. —Sí, amigos míos. Y los otros se han convertido, como por arte de magia, en flamantes capitanes, con uniformes rutilantes... —Pero —dijo Otto—. ¿Cómo es posible que los franceses puedan ser tan idiotas? Lorenzo le sonrió. —Te has dado cuenta, ¿eh, Funker? Eso mismo nos hemos preguntado todos, en el cuartel, al ver llegar a esos tipos. Pero no hemos tenido mucho tiempo para extrañarnos. Porque en cuanto nos hemos quedado solos y que los franceses se fueron, los "nuevos", es decir, el "rubiales", ya que los otros parecían de piedra, nos ha dicho la verdad, así, sin rodeos, sonriendo como si estuviese haciendo un chiste... —¿Qué os ha dicho? —Poca cosa. Se ha limitado a cuadrarse, levantando el brazo derecho, como en los buenos tiempos. Ha dicho: Soy el Obergruppenführer Wenzel. Y estos señores son, respectivamente, los Standartenführer Lachmann, Hartman, Stüwe, Loóse y Holmers. —¡Santo Dios! Un general de las "SS" y cuatro coroneles... —Así es, mi querido doctor Von Vereiter. De nada nos ha servido la huida, ni el haber recorrido miles y miles de kilómetros, huyendo de algo detestable que odiábamos en el fondo de nuestro corazón. Aquí los tenemos de nuevo, convertidos en nuestros jefes, disfrazados de comandante y capitanes, pero igual que antes: lobos con los mismos collares... Lorenzo hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

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—Tienes toda la razón del mundo, Otto. Yo me encuentro lo mismo que vosotros: sometido a la férula de alguien al que nunca pude amar. Durante mi corta estancia en Rusia, junto a vosotros, pude admirar el espíritu de lucha de los soldados de la "Wehrmacht", pero también aprendí, muy pronto a odiar a las "SS", a la "Feldgendarmerie" y a esos puercos polizontes de la Gestapo... —¿Dijeron algo más? —inquirí. Alsina se echó a reír, aunque su risa sonaba a falso. —Demasiadas cosas —dijo con un tono de voz lúgubre—. Nos anunciaron, así, por las buenas, que el batallón dejaría de dedicarse a hacer "estúpidas patrullas", así dijeron. Y que el honor y el valor del soldado alemán no se demostraba pidiendo documentaciones y registrando a los indígenas en las carreteras, sino peleando, como lo habíamos hecho desde... —Querrás decir como lo habéis hecho... tú no eres alemán... —Es igual. Con vosotros, me siento unido de tal forma que no es raro que me haga un lío. —¡Deja que siga hablando, doctor! —me riñó Funker. —Hay poco que decir —resumió el español—. Me mandaron a buscar a todas las patrullas. La vuestra, que estaba más lejos que ninguna, quedó para la última. Y una cosa más: mañana salimos para ocupar una posición cerca de un lugar llamado Dien Bien Phu. ¿lo conocéis? —¡Ni idea! —respondimos los dos al unísono. Ojalá no lo hubiésemos conocido nunca. Notamos que todo había cambiado desde que el viejo "Ford" se detuvo ante el portalón del cuartel de Hanoi. Conocíamos perfectamente a los centinelas que nos dieron el alto. Sabíamos sus nombres, así como su historia. Pero no eran los mismos. Sus uniformes eran nuevos. Y sus botas reglamentarias. Lo vimos en cuanto comprobamos que no andaban como nosotros, como si fuesemos pisando huevos. —¡Hola, Hunter! —gritó alegremente Lorenzo—. Ya estamos aquí. Abre el portillón... Hunter, muy serio, miró de arriba a abajo al español. —Voy a tener que enseñarle el respeto a sus superiores, legionario Alsina. Cuando se dirija a mí, llámeme cabo Hunter. ¿Entendido? Nos quedamos boquiabiertos. Habían bastado unas horas, muy pocas, para que aquella pandilla de indisciplinados, cuyo mayor deseo era el vivir lo más tranquilamente posible, se hubiese convertido en algo cuyo recuerdo me hacía estremecer. Cuando Lorenzo dijo lo que tenia que decir, y cómo tenía que decirlo, nos dejaron pasar. Pero nada más detener el camión y cuando apenas habíamos descendido de él, nos encontramos ante Dummerg, con flamantes galones de sargento y una metralleta nueva en bandolera. —¡Firmes! Nos gritó en alemán. Nosotros, como si hubiésemos retrocedido bruscamente en el tiempo, nos pusimos rígidos, como palos, los pulgares en la costura del pantalón, el pecho fuera, el mentón alto, la vista al frente.

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—Pasad al almacén del furriel —nos dijo Dummerg—. Soy vuestro jefe de pelotón. Que os den ropa nueva. Luego os ducháis. Más tarde iré al dormitorio para ver si todo está en orden. Y tras una corta pausa: —¡Rompan filas! —aulló—. Enjabonados, duchados, limpios al fin, nos vestimos. Todo era correcto y nuevo en los uniformes que nos entregaron en el almacén. Pero lo que más nos maravilló fueron las botas. Pudimos, al fin, ponernos calcetines y andar normalmente, sin parecer patos mareados. También los dormitorios habían sufrido una profunda transformación. Todo estaba limpio, ordenado. Pero yo me fijé en seguida en los rostros serios, huraños, de los que se había borrado definitivamente la sonrisa. Lorenzo, por su manera de ser, fue el único en querer romper el hielo que reinaba allí dentro. Se había hecho muy amigo de un berlinés pequeño, un antiguo Panzergranadiere, un hombre que las había visto de todos los colores, especialmente negras. Se llamaba Heinz Kolpermann. Sonriente, Alsina se acercó a él, como solía hacer cada vez que regresaba de alguna patrulla. —¡Hola, Heinz! ¿Sabes que ese uniforme de legionario te sienta como un tiro? Kolpermann reaccionó de una manera inusitada. Fue tal nuestra sorpresa que tardamos unos segundos más de lo normal en comprender lo que estaba ocurriendo. Como si acabase de ofender gravemente a su madre, el antiguo granadero de panzers saltó sobre el español, propinándole un formidable puñetazo en el rostro. Lorenzo salió disparado hacia atrás, cayendo de espalda como si acabase de recibir la coz de una mula furiosa. Pero Alsina no era hombre de reflejos enmohecidos. Conociéndole como le conocía, adiviné su reacción unas décimas de segundo antes de que se desencadenara. Por eso pude hacerme ayudar por Otto, más lento que yo y que todavía debía estar preguntándose qué diablos pasaba allí. Incorporándose a la velocidad de un rayo, Lorenzo esgrimía ya el machete. Yo le había oído decir muchas veces que la gente de su tierra, los hombres naturalmente, no pueden soportar que alguien "les toque la cara". Consideran un puñetazo o una bofetada como el principio de lo que tiene que acabar como un duelo a muerte. —¡Ayúdame, Otto! —grité abalanzándome sobre Lorenzo, al que agarré por un brazo—. De no haber sido por la decidida colaboración de Funker, Alsina me hubiese arrastrado, llegando —cosa que yo no deseaba— a las cercanías de Heinz, que esperaba el ataque del español a pie firme. También Hans jugó un positivo papel en aquella contienda. Se colocó entre los dos contendientes, pero dando la espalda a Alsina. Así, mirando con rabia al Panzergranadiere, le dijo con furia: —¿Has perdido la chaveta, idiota? ¿O es que ahora hay que tratarte de usía? Merecerías que dejásemos libre a Lorenzo para que te arreglase las cuentas como mereces... Yo esperaba que Kolpermann reaccionase normalmente, que pidiera excusas y que todo se terminase con una sonrisa y un apretón de manos. Pero los ojos de Heinz lanzaban chispas. Y su voz sonaba de una forma que no me gustó nada.

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—¡Soltadme si queréis! Después de todo, no me extraña que desprecie el uniforme que vestimos, ya que él no es de los nuestros. Y hasta me pregunto lo que está haciendo aquí, donde no hay más que alemanes... —Pero —insistió Hans—, ¿qué mosca te ha picado? —¡Ninguna mosca! Lo que ocurre es que no voy a consentir que nadie, ¿me entiendes?, que nadie insulte a nuestro uniforme. Somos legionarios alemanes y tenemos que demostrar a todo el mundo que somos los mejores, los más valientes y los más disciplinados. Y mirando a Hans de hito en hito: —Yo te aconsejaría, os aconsejaría —rectificó—, que echaseis de vuestro lado a ese tipo que, después de todo, no es más que un sucio desertor. Al principio, mientras sujetaba a Lorenzo, tengo que confesar que me quedé con la boca abierta. Pero luego, á medida que las palabras de Kolpermann llegaban hasta mí, sonreí. Primero, porque no eran palabras suyas, ni de quien se las había dicho aquel mismo día. Uno de nuestros nuevos jefazos. No. Aquellas palabras eran las hermanas gemelas de las que surgieron de lo más profundo de mi memoria. Palabras que yo estaba seguro haber olvidado para siempre, pero que seguían ancladas en el trasfondo de mi alma, unidas a dolorosos recuerdos, húmedas de dolores y sufrimientos pasados. Palabras que ningún alemán podría olvidar. Y menos recordar sin estremecerse de asco, con unas inconcebibles ganas de vomitar. Aquellas palabras eran de Goebbels, el siniestro ministro de Propaganda del Tercer Reich. Se nos proporcionó, a la mañana siguiente, antes del alba, la explicación clara y concisa de todo lo que ocurría allí. Tocaron diana a las cuatro y media. A las cinco y cuarto estábamos formados en el patio, con material y equipo, casco y fusil o metralleta. Y en el cinturón, bombas de mano. Pronto llegaron los jefes de compañía. Habíamos notado ya que los sargentos y ayudantes franceses habías desaparecido, nombrándose suboficiales alemanes. Y para el colmo, nuestro nuevo sargento era, lo supimos al ver que se había cosido los galones durante la noche, el adversario de Lorenzo, el ex Panzergranadiere Heinz Kolpermann. Alguien había colocado un pequeño estrado, algo así como una tribuna a la que se dirigió directamente el comandante del batallón. Juro por lo más sagrado que la escena me trajo a la memoria otras que había vivido personalmente durante la guerra en mi país. A la luz grisácea del alba, a pesar del uniforme y de los cascos que eran típicamente americanos, la tropa tenía el aspecto de una unidad especial de las "SS", como aquella que Hitler lanzó, con uniformes estadounidenses, en el infierno de las Ardenas... —¡Soldados! —aulló nuestro jefe—: constituye para mí y para toda la oficialidad de este batallón una gran satisfacción el tener a nuestro mando hombres que han pertenecido hasta ahora al mejor ejército del mundo: ¡el ejército alemán! "No creáis que no nos ha costado llegar a convencer a los que pensaban convertirnos en una unidad mixta, imponiéndonos, como lo han hecho hasta ayer, mandos extranjeros que jamás hubiesen conseguido identificarse con vosotros.

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"Un soldado alemán necesita un jefe alemán. Y un jefe alemán tiene que tener a su mando soldados alemanes. Sólo así pueden cumplirse los objetivos que se nos impongan; sólo así se consigue cualquier cosa. Me parecía estar soñando. Miré, de reojo, sin abandonar la rígida posición de firmes en la que estábamos. No había ningún francés en el patio. Intenté comprender cómo era posible que aquel hombre del estrado hubiera convencido a las autoridades galas. Pero no era difícil de entender. Francia se encontraba en una situación extremadamente delicada en aquellas tierras de Indochina. El Viet iba haciéndose cada vez más fuerte. Ayudas extranjeras, que nadie ignoraba, estaban convirtiendo al ejército rebelde en algo verdaderamente serio. ¿Qué podía importarles a los franceses que una unidad alemana, camuflada en la Legión Extranjera, jugase un poco a volver al pasado, siempre que cumpliese con su deber? Tampoco era duro el intuir qué papel íbamos a jugar en aquella terrible guerra en la que hasta ahora habíamos representado el de simples policías patrulleros. De todos modos, y por si me quedaba alguna duda, el "comandante" lo estaba diciendo muy claramente. —Nos esperan faustos días de gloria. Y vamos a demostrar, una vez más, que puede confiarse, más que en nadie, en el soldado alemán. En nuestro corazón, debajo de estos uniformes que no son los nuestros, irá siempre el recuerdo de nuestra bandera inmortal. El mundo entero, y sobre todo nuestra patria que sufre hoy más que nunca, estarán pendientes de nuestros actos. Seamos, para la juventud alemana, un vivo ejemplo que ella ha de seguir en un futuro no muy lejano... Sólo faltaba algo, al final de aquel fogoso discurso, pero yo estaba seguro que la idiotez de mis compatriotas, envenenados por las palabras, pudiera llegar a tanto. ¡Me equivocaba! El grito brotó de todas las gargantas. O de casi todas: —Heil!

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO IX

—Deberían haberle dado el premio Nóbel —sonrió Lorenzo. —¿A quién? — inquirí intrigado. —Al tipo que calificó la jungla como un "infierno verde". ¿Os habéis dado cuenta? Llevamos apenas tres horas aquí y ya no se puede ni respirar. ¡Imaginaos lo que ocurrirá cuando el sol esté más alto! Otto, sentado al pie de un árbol, gruñó de satisfacción mientras se rascaba la pelambrera que le cubría el pecho. —No seas idiota, Alsina. Aquí no llega nunca el sol... —¡Mira que eres listo, Funker! —le respondió el español—. No es el sol el que me preocupa, al menos directamente como tú crees. Pero el calor evaporará el agua del suelo y parecerá, ya lo verás, que estemos dentro de un autoclave... —¿Y eso qué es? Lorenzo se echó a reír. —¿Cómo queríais ganar la guerra con tipos como éste? Está visto que los tanquistas alemanes, si todos eran como tú, Otto, debieron cazarlos a lazo en plena Selva Negra. —¡Pues vaya con el hombre culto! Para que lo sepas, aprendiz de ladilla, lo que un Panzerführer necesita no es saber palabrejas raras sino conocer su máquina hasta el último tornillo. Y tener una cosa de la que muchos presumen sin haberla conocido nunca... Me percaté de que estábamos nerviosos. Después de haber viajado durante toda la noche, una gran parte del tiempo en un camión, luego a pie, caminando en fila india detrás de un guía indígena, no era raro que empezásemos a estar hartos. Sobre todo habiendo caminado por lugares inverosímiles, penetrando más y más en esta espesa selva cuyo suelo rezumaba agua. Sabíamos, además, que estábamos solos. El batallón, dividido en pequeños grupos, cubría una amplísima zona de la que no teníamos que movernos por ningún motivo. Nos habían dado, además de municiones en cantidad, víveres para tres días. Y pastillas antipalúdicas. Y otros comprimidos, que sabían a rayos y que debíamos chupar antes de beber el agua de las charcas que nos rodeaban por doquier. Desde que el sol apareció, bandadas de mosquitos grandes como abejas cayeron sobre nosotros, sometiéndonos a un martirio indescriptible. Hasta que Lorenzo, que se las sabía todas, nos aconsejó fabricar un poco de barro y untarnos con él las partes desnudas. —Si hubieseis trabajado en los campos de Castilla y de la Mancha sabríais lo que son mosquitos... Hans lanzó un suspiro. —Y yo que pensaba visitar España —dijo—. Si allí hay mosquitos como éstos, iré a pasar mis vacaciones en cualquier otra parte... —Tus vacaciones —intervino Otto—, vas a pasarlas donde yo sé. En un agujerito muy fresco, con metro y medio de tierra encima... y una cruz de madera, si es que tenemos tiempo de hacértela. —Todavía no estoy muerto —rió Hans—. Y es muy posible que sea yo quien tenga que echarte las paletadas de tierra sobre la jeta...

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—Lo que no me explico —intervine cansado de todas aquellas idioteces— es que nos hayan dejado solos, con la única misión de impedir que los viets pasen por aquí. —Pues te lo han explicado muy bien, doctor —dijo Otto—. Nos han dicho que estamos al norte de una gigantesca posición francesa, actualmente en construcción, llamada Dien Bien Phu. ¿No es así, compañeros? —Hablas como un libro se mofó Lorenzo. —¡Tú, cierra el pico! Como os decía, nuestra misión consiste en detener a todos los tipos que quieran pasar por aquí... —¡Alto ahí! —exclamó Hans—. Si explicas las cosas, hazlo bien por lo menos. No tenemos que detener a nadie. Recuerda las palabras de nuestro capitán: el batallón no puede permitirse el lujo de hacer prisioneros, ni nuestro comandante tiene tiempo que perder en interrogatorios. —Eso es verdad. —Déjame seguir, Lorenzo. El capitán dijo también que la gente que pasa por este sector, por los cien caminos y veredas que cruzan la selva, van a reunirse no lejos de Dien Bien Phu para hostigar a los que se fortifican allí, y que más tarde, cuando hayan formado un ejército, al mando de ese general comunista llamado Giap, atacarán Dien Bien Phu. —¡Ya comprendo! —dijo Otto—. Mientras los franceses se fabrican unas trincheras de primera clase, con refugios de cemento y todas las comodidades que penséis, nosotros, los legionarios de mierda, debemos cargarnos a todos los que intenten molestar a esos señores. ¿No es así, mi querido Hans? —Así es. Y no olvides, pedazo de animal, que los viets no son tan tontos como parecen, que conocen esta selva como su propia casa y que nos la jugarán en cuanto puedan. —Somos mil hombres, pedazo de idiota... —Mil hombres diseminados en una selva que podría tragarse sin que se notase un cuerpo de ejército. Ya nos lo advirtió el sargento: abrir los ojos porque esos hijos de puta son capaces de pasaros entre las piernas. —Si es una linda vietnamita —suspiró Otto—, la dejaré pasar... a medias. —¡Milagro que no hablases de mujeres! —lanzó Alsina—. Me parece que tu tanque era más un burdel ambulante que un carro de asalto. —¡Han dado en el blanco, "divisionario"! Más de una vez, lo creas o no, las mujeres visitaron mi panzer. Y puedes estar seguro de que el precio de la visita fue siempre el mismo... Me incorporé. —Tenemos que establecer el turno de guardia, por parejas. Nos ordenaron hacerlo en cuanto se hiciera de día... —Y por la noche — agregó Hans —, colocar los cepos... Porque nos habían dado cepos. Terribles cepos de lobo, con dientes de acero capaces de seccionar una pierna. Sí, daba gusto. La guerra, después de la experiencia de la que había terminado, se hacía cada vez más "humana"... Como todas las posiciones elegidas, la nuestra se encontraba en lo alto de un altozano. Una sencilla plataforma sobre las ramas más elevadas de un árbol permitía a los que estaban de guardia divisar un valle profundo y el camino que subía serpenteando por la ladera. Otto y Lorenzo hicieron la primera guardia.

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Sabiendo lo que nos esperaba cuando llegase nuestro turno, Hans y yo no perdimos el tiempo, envolviéndonos en nuestras mantas, a pesar del calor y de la humedad. Pero cualquier cosa era soportable con tal de escapar a las asesinas picaduras de los mosquitos. Antes de que el sueño me hundiese en la dulce dimensión de la inconsciencia, repasé mentalmente lo que había sido mi vida durante aquellos meses. La amistad de los hombres con los que ahora estaba me había procurado, eso era cierto, una facultad de olvido que necesitaba más que ninguna otra cosa. Pero, en el fondo, lo quisiera o no, seguía sintiendo el peso horrible de la frustración. Porque, ¿qué estaba haciendo yo en aquellas tierras? ¿Me importaba acaso algo la guerra de Indochina? No. Y mil veces, no. Lo que yo había deseado era sencillamente huir, pero no para encontrarme de nuevo en un mundo de odio y de violencia. Deseaba vivir en paz, olvidando para siempre el contacto con las armas, el olor a muerte que flotaba como una atmósfera pestilente alrededor mío. Huir. Era la palabra clave, mi primordial objetivo. Y hacia él deberían tender todos mis esfuerzos. Poco importaba el lugar hacia el que me dirigiese. Lo interesante era escapar al cepo en el que había vuelto a caer tan estúpidamente. Lo que mis compañeros hicieran o pensaran no podía importarme demasiado. Aunque les apreciaba sinceramente, ellos poseían sus propios planes, y no era yo nadie para intentar modificar sus proyectos. La verdad es que nunca había hablado de ello con ninguno de los tres. Me habían prohibido volver a ejercer la medicina, pero no me prohibieron volver a empuñar las armas, ni matar, aunque ahora se convirtiese el asesinato en una acción heróica en defensa de la integridad de las democracias occidentales. Daban ganas de vomitar. Pero lo que más me encolerizaba no era la actitud de los vencedores. Después de todo, si había muchos idiotas de nuestra especie, ellos se aprovechaban para disminuir el número de muertes francesas en este alejado rincón del mundo. Lo que me ponía frenético era la actitud de nuestros nuevos jefes. Todos sabíamos, y los franceses mejor que nadie, que aquellos hombres habían ocupado cargos importantes en las "SS".Y que, con toda seguridad, pesaban sobre sus conciencias centenares de muertes por violencia, miles de torturas y otras tantas violaciones. ¡Y les habían confiado el mando de nuestra unidad! Claro que el "rubio" y sus secuaces debían haber hecho promesas formidables. Promesas que iban a hacerse realidad con nuestro miedo, nuestro dolor y nuestra sangre. ¿Cuántas veces había escuchado aquella frase y otras aún más estúpidas y vacías? ¿Por qué se empeñaban en demostrar algo que no importaba a nadie? El valor de un soldado no significa nada en un mundo civilizado. Lo que tiene verdadero valor es demostrar la eficacia de un trabajo, las excelencias de un especialista, los logros de investigadores y científicos, las maravillas conseguidas por los artistas de un pueblo. Hacía poco, poquísimo, que las ciudades del mundo habían celebrado estruendosamente la paz. ¿Qué paz? Que viniesen aquí para comprobar que la muerte, el odio, el rencor y la violencia seguían siendo dueños del Hombre... —¡Despierta, Karl!

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Lo hice, sobresaltado. El corazón golpeaba frenéticamente mi caja torácica. Tenía el cuerpo empapado en sudor. —¿Sí? —inquirí incorporándome trabajosamente y con la vista aún nublada. El rostro de Lorenzo se precisó como cuando se rectifica el enfoque de un objetivo. —¿Qué hay? —le pregunté. —Vienen. Los viets —precisó al ver que yo fruncía el entrecejo—. Hay que prepararse... —¿Y Hans? —Ya está con Funker. Ven. Y no hagas ruido, por favor... Salí del improvisado lecho, pero no por abandonar las mantas sentí menos calor. Al contrario. El aire era tan denso que teníamos que hacer esfuerzos para hacerle penetrar en nuestros pulmones. Nuestra respiración cobraba así el aspecto de una intensa disnea. Tampoco se veía muy bien, y si yo atribuí, en un principio, la poca nitidez de mi visión al hecho de estar aún dormido, tuve que rendirme a la evidencia al percatarme de que la brutal evaporación del suelo encharcado era lo que levantaba aquella espesa niebla. Mis otros dos amigos ocupaban ya sus puestos, con las metralletas y las bombas al alcance de la mano. Habíamos elegido el lugar ideal para una trampa. Al fondo, entre los árboles, las lianas y los juncos, desembocaba el único camino existente, dando a un calvero de unos treinta metros de diámetro. La senda pasaba después entre los dos puestos desde los que abriríamos fuego sobre el enemigo. Lorenzo se colocó a mi lado. Desde donde estábamos dominábamos perfectamente el calvero, pero no podíamos ver ni a Hans ni a Otto. La pregunta brotó bruscamente de los labios del español: —¿Has matado alguna vez, Karl? Luego, súbitamente, se echó a reír y me dio un codazo amistoso. —Perdona. ¡Qué animal soy! Mira que preguntar a un cirujano si ha matado... —¿Crees acaso que los médicos no matamos? —No quise decir eso, Karl. Perdona otra vez. Ya sé que vosotros, los doctores, podéis tener un accidente, en el curso de una operación, por ejemplo... Ahora fui yo quien se echó a reír. —Me estás haciendo recordar cosas amargas, muchacho. Hace ya mucho tiempo, una eternidad, yo estaba en Stalingrado. Tenía entonces un ayudante, casi tan joven como tú. Esa tan iluso, tan bueno, que creía que todo lo que hacíamos allí estaba bien hecho. —¿Y no lo estaba? —No. Rotundamente, no. ¡Asesinábamos, Lorenzo! —¡No puede ser! —Lo era. Quiero ahora que te imagines ser un excelente conductor. Te confían un autobús con sesenta viajeros, pero te advierten que el vehículo no tiene frenos y que los neumáticos se encuentran en malísimas condiciones. ¿Harías el viaje? —¡Claro que no! Sería una locura... —Eso es lo que nosotros hacíamos: locuras. Porque operábamos sin medios adecuados, sin anestesia o con tan poca cantidad que hubiera sido mejor no darla a los heridos. Y sin vendas, ni algodón, ni alcohol, ni éter, ni cardiotónicos, ni sustancias para normalizar la respiración. En pocas palabras: con nada. —No era culpa vuestra...

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—¿Y qué importa de quién era la culpa? Éramos, Fischer y yo, como dos conductores a los que se hubiese confiado el vehículo de marras. Pero en vez de hacer como tú has dicho, negándonos a hacer el loco viaje, Emil y yo seguíamos, cada día, matando a hombres que cualquier cirujano de segunda hubiese salvado con sólo tener algunas cosas indispensables. —Era la guerra, Karl... —¡La guerra! Ella mataba a su modo, con armas, pero nosotros asesinábamos conscientemente, que no es lo mismo. No, no era la guerra, ni la disciplina. Era nuestra cobardía, la mía más que la de Fischer, ya que yo era quien mandaba. —Y ese Fischer, ¿ha muerto? —No. Aunque para ir a parar a donde se halla... Las últimas noticias me las proporcionó el juez que me juzgó; es decir, uno de los jueces, un soviético. Fischer fue hecho prisionero con los restos del Sexto Ejército de Von Paulus (1). Lorenzo me cogió por el brazo. —¡Silencio! Alguien se acerca... Pronto oí el ligero fru-frú que producían los viets al rozar la espesa vegetación que bordeaba el estrecho camino de la selva. —Ahora vas a matar de un modo directo... —musitó el español con una expresión muy seria. Mi corazón empezó a latir velozmente. También latían mis sienes, y hasta en mis manos, que apretaban con fuerza la metralleta, sentía el ritmo acelerado de mi pulso. "Es normal lo que te ocurre —pensé como médico—. No eres ninguna criatura extraordinaria. Limítate a cumplir con tu deber y procura pensar menos..." El primer viet apareció en el calvero. Llevaba un fusil en la mano. Se detuvo, en la desembocadura de la senda, mirando con desconfianza a uno y otro lado. Permaneció así, inspeccionándolo todo, durante un par de minutos. Luego, sin hacer un solo gesto, echó a andar de nuevo. Los otros surgieron tras él. Eran quince. Trece de ellos empujaban trabajosamente viejas bicicletas sobre las cuales se habían colocado unas descomunales alforjas. Los abultados paquetes debían estar llenos de armas, lo que me hizo suponer que el peso de cada uno de ellos debería ser enorme. Sólo el viet que iba a la cabeza y el que cerraba la marcha iban aparentemente armados. —Esperemos a que disparen los otros... —dije en voz muy baja. —Tienes escrúpulos, ¿verdad, doctor? —rió Lorenzo—. No te preocupes. A mí también me desagrada disparar sobre hombres desarmados, pero cuanto antes acabemos, mejor... Y uniendo el gesto a la palabra, se echó a la cara la metralleta y apretó furiosamente el gatillo. Un fuego infernal brotó entonces del otro lado de la vereda. Sorprendidos, los viets se desplomaron como soldados de plomo. El que iba a la cabeza soltó una ráfaga antes de caer, con los brazos en cruz, lanzando un alarido formidable. —¡Aquél se escapa! —rugió Alsina. Vi, en efecto, que el que cerraba la marcha corría como un desesperado hacia la maleza. Lorenzo apretó una vez más el gatillo, pero el percutor golpeó en vacío. Su cargador se había agotado. (1) Pero el doctor Emil Fischer escapó de la Unión Soviética. Y volvió a encontrarse con su jefe, el doctor Karl von Vereiter. Otro «Papillón» alemán cuyas aventuras escalofriantes puede leer en Yo fui huésped de los campos rusos, publicada en esta colección.

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—¡Tira, Karl! ¡Cárgatelo antes de que se escape! Tiré, pero estaba seguro de haberlo hecho demasiado tarde. Las balas mordieron rabiosamente la espesura, justo en el momento en que el guerrillero se tiraba de cabeza a la maleza, donde desapareció como tragado por el verde muro de vegetación. —¡Me das asco! —gruñó Alsina volviéndose hacia mí—. ¿Es que no te das cuenta de que si los otros ven a ese tipo las vamos a pasar moradas? El teniente... Sentí que la cólera me subía a la boca. —¡Mierda para el teniente! ¡Mierda para todos! Yo no he venido aquí a matar... El español se echó a reír, aunque su risa sonó falsa.—¡Eres cojonudo, Karl! ¿Puedes decirme, pedazo de idiota, a qué has venido aquí y por qué te has alistado en la Legión Extranjera? Sentí que había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa. —Voy a irme de aquí, Lorenzo. Me miró con los ojos inmensamente abiertos. —¿Irte? ¿A dónde? —Donde sea. Esperaré el momento adecuado y me largaré. —¿Sabes lo que te harían los franceses si desertases? —No pienso ir al sur. —¿Cómo? ¿No irás a decirme que vas a ir hacia la frontera china? ¡Lo que faltaba! ¡Un alemán que trabajó en un campo de exterminio nazi...! ¡Qué recibimiento más fabuloso te harían los comunistas! —No lo sé, Lorenzo. Me importa un bledo la clase de recibimiento a que tú aludes. Quiero escapar, de una vez para siempre, de todo aquello que odio. Por desgracia, no he conseguido nada. Aquí, a miles de kilómetros de Alemania, los que nos mandan son los mismos que nos mandaban allí. —¡Estás completamente loco, Karl!

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO X

Después de haberme mirado de arriba abajo, como se mira a un bicho raro, Alsina se volvió, justo a tiempo para ver algo que le hizo saltar como si acabase de picarle una serpiente. —¡Otto! ¡Cuidado! Me incorporé también, viendo correr a Funker que, con la metralleta en la mano, se precipitaba hacia el otro lado del calvero. —Está como un cencerro —gruñó el español abandonando la posición que ocupábamos —Ese maldito viet va a acribillarlo a balazos. Le seguí, sintiéndome culpable de todo lo que ocurría. Desde el otro puesto, Hans envió algunas ráfagas hacia la maleza, con el fin evidente de cubrir el avance del ex tanquista. Alsina y yo corríamos, juntos, atravesando el calvero, dando un pequeño rodeo para no pasar sobre los cuerpos de los viets, que habían caído unos sobre otros. Hans dejó de tirar y le oímos correr tras nosotros. Hacía ya unos segundos que el coloso de Otto se había internado en la floresta. No sé por qué, pero algo así como un peso gravitaba sobre mi estómago. Muchas veces, en el curso de mi vida, he experimentado tan desagradable sensación, cuando algo malo iba a ocurrir... El sendero era tan estrecho que tuvimos que marchar en fila india para progresar por él. Lorenzo, tan impetuoso como siempre, iba delante. Yo le seguía, con Hans detrás de mí, jurando por lo bajo. —Erais dos y no habéis podido con él. Otto y yo nos hemos cargado a casi todos los tipos de las bicicletas... ¡No comprendo! Todo eran reproches que me herían más que el peor de los insultos. ¿Qué me ocurría? Era tan estúpido que no alcanzara a adaptarme a una situación que había escogido voluntariamente. No había venido a la Legión, como había dicho Alsina, a soñar. En la Legión no se sueña: se mata y se muere. Pronto nos dimos cuenta de que era imposible avanzar tan aprisa como lo deseábamos. Además, la senda no mostraba huella alguna que demostrase que Otto hubiera pasado por allí. —Ha debido seguir al viet a través de la maleza — dijo Alsina secándose la frente. —Ya debe tener cuidado... —musitó Hans. —¿Quién? —pregunté. Lorenzo me fulminó con la mirada. —¿Quién quieres que sea, "doctor"? ¿El viet? Él conoce la selva como la palma de su mano. Hans tiene razón: si Otto no se muestra cuidadoso... Fue en aquel preciso instante cuando un alarido infrahumano llegó hasta nosotros. Nos quedamos helados, mirándonos en silencio, sin saber qué decir ni qué hacer. Me pareció que el grito seguía flotando en el aire, o quizá fuesen los pájaros asustados por aquel terrible lamento. El silencio que siguió a aquel grito fue mucho más espantoso aún. Era un silencio hecho de duda, de incógnita y seguramente de muerte. Recordando el peso que tenía sobre el estómago, me estremecí. La sola idea de que algo malo le hubiera ocurrido a Otto me daba escalofríos. —Hay que hacer algo —dijo Hans. Alsina guardaba silencio, mordiéndose nerviosamente los labios. Estaba atento a los ruidos que pudieran llegar de la espesa vegetación que nos rodeaba.

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Finalmente, mirándonos, se decidió. —Vamos a cortar por aquí. Estoy seguro de que el grito procedía de este lado. Dame tu machete, Hans. Yo no he tenido tiempo de coger el mío. —Yo lo haré —se brindó el otro. Los golpes de machete fueron el único sonido que nos envolvió durante las dos horas que duró la penosa progresión a través de la maleza. Dos horas para recorrer una distancia que, como pudimos comprobar luego, no excedía los ochenta metros. Nos fuimos relevando en el terrible trabajo de abrirnos paso en aquel dédalo de plantas y lianas que formaban una intrincada y espesa red, un obstáculo prácticamente infranqueable. Sudorosos, respirando como fuelles, con la piel arañada y cubierta de cadáveres de mosquitos que acudían en bandadas, atraídos seguramente por el olor de la sangre, llegamos finalmente a una especie de minúsculo calvero, un claro insólito en aquel laberinto de vege tación. Fue Hans, con el machete en la mano, quien rompió la última barrera que nos separaba del claro. Más tarde descubrimos una raquítica e invisible senda que lo atravesaba. Por aquel insólito camino debieron perseguirse el viet y Funker. Pero únicamente Otto estaba allí. Boca arriba, con los brazos en cruz, casi completamente en cueros, ya que le habían arrancado a tiras el uniforme de legionario que llevaba. Le habían matado de una terrible cuchillada en el vientre. Pero no fue aquella tremenda herida lo que hizo que Hans lanzase un espeluznante grito de rabia. Le empujamos, Lorenzo y yo, hasta que vimos lo que nuestro camarada había visto. La herida en el vientre, sí. Pero aquello no era nada. El viet, después de destripar a Otto, le había cortado los testículos y se los había puesto en la boca. Transportamos a Otto hasta nuestro calvero, donde le dimos sepultura. Lo hicimos lo más lejos posible del montón de viets sobre los que se movía una montaña de moscas. Cuando hubimos llenado la fosa, Hans nos miró un instante. Luego, haciendo un gesto hacia los cadáveres amontonados junto a sus bicicletas: —No podremos resistir el hedor dentro de unas horas —dijo—. Va a ser peligroso quedarnos aquí. Lorenzo hizo un gesto afirmativo con la cabeza. —Lo mejor que podríamos hacer es quemarlos. —¡No digas bobadas! —exclamé—. Ardería toda la selva. ¡Menudo incendio armarías! —Entonces no hay más remedio que avisar al sargento —me miró a los ojos—. ¿Quieres ir tú, Karl? Comprendí perfectamente lo que estaba pensando. No había vuelto a reprocharme nada, desde el momento en que descubrimos el cuerpo de Otto tan inhumanamente mutilado, pero seguía considerándome como el único culpable de lo ocurrido. También sabía que, al ir a avisar al sargento, que se encontraba al otro lado del valle, había más de una posibilidad de que me tropezara con el viet que había matado a Funker... —¿Quieres ir o no? —insistió con un tono áspero en la voz. —Iré. En seguida —respondí. Cogí mi cantimplora y colgué algunas granadas de mi cinturón. Luego eché a andar hacia el calvero.

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—¡Karl! Era la voz del español. Me volví a medias. Su rostro me decía que no me guardaba rencor alguno y que todo estaba completamente olvidado. —Ten cuidado... —Gracias. —Y si tropiezas con ese hijo de perra —terció Hans—, dale su merecido. Atravesé rápidamente el claro introduciéndome en la selva por el estrecho sendero. No se presentó el miedo hasta mucho más tarde. En realidad, durante la primera hora de camino, mi única preocupación era liberarme de toda la culpabilidad que pesaba sobre mí. Al recordar lo ocurrido, no dejaba de decirme que, en cierto modo, lo quisiera o no, la muerte de Otto estaba íntimamente ligada a mi falta de decisión. —...a tu cobardía —dije en voz baja, agregando con amargura—: ¿Por qué tienes miedo a las palabras? La senda, que conocía poco, ya que no la habíamos utilizado más que una vez cuando fuimos a instalarnos a lo alto de la colina, se hacía más y más ancha a medida que descendía hacia el valle. Animales ocultos, pájaros y seguramente pequeños monos, chillaban o aullaban a mi paso, como protestando una vez más de la presencia incómoda y siempre peligrosa del hombre. La primera vez que sentí miedo fue, exactamente, al desembocar en un calvero mucho más amplio que aquel en el que habíamos combatido y aniquilado a los viets. Una de las cosas que yo no podía hacer —y en ello pensé y repensé a lo largo del camino — era engañarme. Jamás, hasta aquel momento, había sido un combatiente en el sentido estricto de esta palabra. Quizá por eso, antes de que me separase de él, Lorenzo había comprendido la verdad, librándome de una responsabilidad con la que me acusó injustamente. ¡Yo no podía matar! Por algo había huido de cuantas situaciones me colocaron ante tan grave disyuntiva. No quería decir esto que no hubiese sentido ganas de eliminar a algunos hombres. Todavía hervía mi sangre al recordar aquel uniforme negro que vi, colgado en mi casa, cuando fui a ver a mi mujer tras visitar la tumba de mi madre... (1). También deseé matar en el campo de aniquilamiento. Me hubiese gustado estrangular con mis propias manos a aquellos falsos doctores que hacían experimentos horribles con los desdichados detenidos, obrando en nombre de una Ciencia de Falsedad, de una Medicina del Crimen, de una Filosofía Racista y Antihumana... (2). Me mordí los labios hasta hacerme sangre. Luego, la súplica brotó de ellos, suave como un murmullo pero llena de fe y de sinceridad: —¡No lo permitas, Señor! Sólo el pensar en que, voluntaria y arteramente, he segado una vida, me impediría volver a dormir tranquilo durante el resto de mis días... ¡No lo permitas! Te lo ruego. No sabía yo entonces que miles, quizá millones de hombres habían elevado a su Dios la misma súplica, pero que leyes implacables, que yo conocía sin embargo, leyes que rigen la (1) Yo fui médico del Diablo, del mismo autor. (2) Idem.

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defensa de nuestra propia existencia, habían hecho desplomarse estrepitosamente tan ardientes deseos. Lo que quería decir, en pocas palabras, que a pesar de mis intenciones de no ejercer la violencia, me vería obligado a matar. Vi al hombre junto a un arroyo, al otro lado del calvero donde mi intuición me hizo empezar a sentir miedo. Estaba sentado sobre la hierba y me daba la espalda. Se había quitado los pantalones y pude observar que, sirviéndose de un trozo de lienzo, limpiaba una profunda herida que tenía en el muslo derecho. Eso quería decir que una de mis balas, disparadas sin embargo al azar, le había alcanzado. ¡Cosa increíble! A pesar de los buenos propósitos que acababa de formularme hacía tan sólo unos minutos, sentí una especie de alegría, una satisfacción salvaje que borró de mi mente los temores que momentos antes la acuciaban. La imagen de Otto y su espantosa, inútil y bárbara mutilación se sobrepuso a cualquier otra consideración. Por primera vez, el doctor Von Vereiter y su humanismo se vieron sustituidos por un cazador de hombres que estaba experimentando esa sensación de gozo que se siente al alcanzar por fin la presa ansiosamente deseada. La herida y la sangre que de ella brotaba, tiñendo las aguas del minúsculo arroyo, atrajeron toda mi atención. Era mi primera bala y mi primer objetivo alcanzado, y me parecía como si, invisible, a mi lado, Funker me sonriese, agradeciéndome lo que iba a hacer... Porque estaba dispuesto a matar. Mis manos, trémulas y cubiertas de sudor pegajoso, apretaban con una fuerza salvaje la metralleta, que me parecía ligera, como si formase parte de mí. Tan absorto estaba en la contemplación del hombre al que iba a matar que no vi a la mujer. Para decir verdad, ella estaba casi completamente oculta entre los juncos, con la mirada clavada en la herida del hombre, con el fusil del guerrillero sobre las rodillas. Pero de todo esto me enteré más tarde... casi demasiado tarde. Una de las cosas que un novato suele hacer, cometiendo así un error fatal, es gozar anticipadamente del miedo de su víctima impotente y desarmada. Sin duda alguna, el hombre obra así movido por ocultos resortes sádicos y ancestrales, que le vienen seguramente del pasado, cuando consiguió acorralar por vez primera a un adversario animal o humano. Seguro de que tenía la sartén por el mango, me adelanté, sin preocuparme, todo lo contrario, por el ruido de mis pasos. —¡Ponte en pie, asesino! —grité al viet en francés—. Y procura no hacer ningún gesto sospechoso si no quieres morir antes de tiempo... El hombre se volvió. Era muy joven, casi un niño. También eran muy jóvenes los que habíamos matado allá arriba, en el calvero. Yo ya me había percatado que los guerrilleros del Viet-Minh eran casi infantes, pero no por eso carecían de coraje. Estaban amamantados con odio y probaban a cada instante que habían asimilado a la perfección las enseñanzas recibidas. —¡En pie! —le insté con una voz que no reconocía como la mía. Obedeció.

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Fue entonces cuando observé que sonreía. No había ninguna muestra de temor en su expresión. Hubiérase dicho que me despreciaba. O que "me conocía", que se daba perfecta cuenta de la lucha interna que estaba librando para poder apretar el gatillo de mi metralleta. —Vas a pagar lo que has hecho a mi compañero, asqueroso cerdo... aunque no pienso mutilarte. Sólo tocar tu sucio cuerpo me daría ganas de vomitar... La sonrisa se amplió en sus labios. Debía sufrir, sin embargo. La hemorragia era intensa y desde su herida, en el muslo, la sangre le caía por la rodilla. Su pierna estaba completamente roja. Fue aquella consideración de estúpida sensiblería la que estuvo a punto de costarme la vida. El fogonazo, mucho antes de que el estampido del disparo llegase hasta mí, brotó de la maleza. De una manera puramente mecánica, formando parte del gesto que hice, encogiéndome al tiempo que la bala silbaba muy cerca de mi cabeza, apreté espasmódicamente el gatillo. La metralleta se encabritó salvajemente en mis manos, pero no por eso dejé de ejercer la presión que mi dedo hacía sobre el gatillo. Vi, como a través de una ligera bruma, que el viet levantaba los brazos, echándose hacia atrás. En realidad, eran las balas las que le empujaban con fuerza incontenible. También pude ver, con horror, cómo desaparecía su rostro, ya que, al elevarse la metralleta, las últimas balas le destrozaron la cara. En las centésimas de segundo que tuve a mi disposición, sólo quedaron los ojos, con una masa sanguinolenta debajo, habiendo desaparecido, en un abrir y cerrar de ojos, toda la parte inferior de su rostro. Estaba muerto antes de caer de espaldas sobre los juncos. Oí entonces una nueva ráfaga, pero comprendí que no era mi arma quien la disparaba, ya que a pesar de que seguía apretando el gatillo, mi metralleta había quedado muda e inmóvil tras agotarse por completo el cargador. Un grito horrible brotó de la espesura. Otra vez, ahora con mayor intensidad, apareció el miedo en mi cuerpo, produciéndome dolorosos espasmos en el vientre, una sudoración profusa, aceleración en el ritmo cardíaco y unas incoercibles ganas de orinar. Durante unos minutos, muy pocos, quedé como paralizado. Luego, al ver surgir del sendero a los hombres que llevaban mi mismo uniforme, y al reconocer al que iba en cabeza, comprendí el origen de la segunda ráfaga. El flamante sargento Heinz Kolpermann, el hombre que se había peleado con Lorenzo cuando llegamos al cuartel de Hanoi, se acercó a mí con una enigmática sonrisa en los labios. —No la habías visto, ¿eh, Vereiter? —No entiendo, sargento... —Pues mírala... aquí la tienes, la muy zorra... Fue entonces cuando vi a la mujer, que yacía muerta en el cañaveral, con el fusil en las manos. Acercándose a ella, Kolpermann le propinó un puntapié en la cabeza. —Si la dejamos disparar por segunda vez, te tumba... Pero tú te habrías cargado de todas maneras a ése... Me tendió un cigarrillo, que tuvo la amabilidad de encenderme antes de hacerlo al suyo. Yo estaba verdaderamente sorprendido de cómo me trataba. Quizá la muerte del viet le había hecho cambiar de opinión a mi respecto, aunque jamás se había mostrado tan amable conmigo como lo era ahora.

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—Hemos oído disparos, esta mañana —me dijo—. ¿Alguien ha intentado atravesar la zona? Le expliqué detalladamente lo ocurrido en lo alto de la colina — los franceses llamaban a esas alturas "pitons" —. Cuando le relaté lo que le había pasado a Otto, sus ojos llamearon. —No hay que fiarse nunca de estos hijos de perra. Nosotras, al otro lado del valle, nos hemos cargado a cerca de doscientos. ¡Son como hormigas! Están interesados en acarrear material de todas clases a las cercanías de Dien Bien Phu. Hizo una pausa. —Respecto a los cadáveres de estos cerdos, habrá que enterrarlos, si no queréis morir de infección allá arriba... Me cogió familiarmente del brazo, llevándome lejos de los otros legionarios. —Te vas a sorprender, "doctor" —me dijo con una sonrisa—, pero íbamos justamente en tu busca. —¿En mi busca? — inquerí no sin dominar, no sé cómo, un estremecimiento. —Sí, el comandante desea verte con urgencia.

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CAPÍTULO XI

No quiso darme más detalles. Se volvió hacia sus hombres, llamando a uno de ellos: —¡Dressmer! El legionario se acercó, juntando los talones en un saludo impecable. —¿Sí? —Ya conoces el camino. Ve a lo alto de la colina y di a los otros que entierren esa carroña de viets muertos. Te quedas con ellos. Ahora que recuerdo... ¡Sttuger! Un muchacho alto y rubicundo se unió a nosotros. —Ve con Dresmer y quedaos allá arriba. Sustituiréis a Funker, al que han matado... y al "doctor", que viene conmigo. ¿Entendido? Contestaron a la alemana, como en los viejos tiempos. —Jawolh, mein Feldwebel! ¡Dios mío! ¿Hasta cuándo iba a tener que seguir escuchando aquellas palabras que me recordaban algo tan horrible? Era como si volviera al pasado, como si los horrores que creía olvidados se despertaran en mí con una fuerza invencible... —Vamos, "doctor". ¡Y aquella manía de llamarme "doctor"! De todos modos, no era, ni mucho menos, para tranquilizarme, ya que Heinz ponía un acento burlón en la palabra, como si ocultase una ignorada pero cercana amenaza. Estaba harto de hacer cabalas. Conseguí, no sin esfuerzo, acallar la voz de mi espíritu, prohibiéndole que siguiese formulando preguntas que no hacían más que aumentar mi angustia... Poco me importaba que el comandante me llamase para hacerme fusilar o para condecorarme. Todo me daba igual. Había llegado a un estado de completa y absoluta indiferencia. "Después de todo —pensé recordando los montones de cadáveres que había visto ante los Krematorium—, puedes darte por satisfecho, ya que has vivido demasiado." Un camión de Intendencia me llevaba ahora, a través de la noche, rumbo a lo desconocido. Había cenado en la posición principal, antes de que Heinz me ordenase subir al camión. Junto a la portezuela — tomé asiento al lado del conductor —, Kolpermann me entregó un paquete de cigarrillos. —Pórtate bien, "doctor" —me dijo sonriéndose—. Quizá sea ésta la oportunidad que estabas esperando... Sus palabras produjeron en mí una nueva oleada de ideas confusas. Pero no me dijo más. El camión se puso en marcha, tomando la carretera que conducía a Hanoi. —Estoy hasta la coronilla de estos viajes —dijo el chófer cuando llevábamos pocos minutos de marcha—. ¡Cuando pienso que los camiones franceses de la Intendencia van protegidos con jeeps armados con metralletas! —¿Y por qué nosotros no? —pregunté, contento de que la posibilidad de una conversación alejase de mí las ansiosas preguntas que me formulaba sin cesar.

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—¡Porque somos legionarios alemanes! —dijo echándose a reír—. Nosotros, amiguito, no tememos a nadie. Y para demostrarlo, viajamos así, sin protección, atravesando cerca de cincuenta kilómetros de un territorio infestado de viets. Lanzó un juramento en voz baja. —Y yo que me quejaba, allá en Rusia, de la poca protección que teníamos los convoyes... —¿Estabas ya en la Intendencia? —No. Artillería del 88. Llevábamos las municiones a las baterías. Pero junto a los camiones, que iban armados con ametralladoras, había siempre un par de vehículos blindados. "Panzerpáhwagen". ¿Los recuerdas? —Sí. —Eran unos cacharros estupendos. Dieciséis ruedas, un blindaje de primera y una movilidad formidable. Los partisanos los temían de veras... Suspiró. —¡Buenos tiempos aquéllos! Digan lo que digan, a pesar de todo, lo pasamos como nunca. Nos temían, éramos gente a la que se respetaba en Europa... Bajó un poco la voz. —Y no vayas a creer que yo era nazi. No. Nunca me ha importado la política. Ni entiendo nada de esa porquería. Para mí, los políticos son una pandilla de embusteros capaces de hacer creer que lo blanco es negro, para demostrar al día siguiente lo contrario. ¿Tú eres nazi? —No. —He oído que Heinz te llamaba "doctor". Era una broma, ¿verdad? —No, no era broma. Yo era médico... —¿Eras? ¿Ya no ejerces? Sonreí. —Sí, ejerzo como tú, con una metralleta en las manos. —¡Comprendo! Nosotros, allá en el Este, teníamos un médico que se hizo famoso entre nosotros. ¡Qué tipo! Era un as. Aunque más que doctor era un hombre de negocios. En menos de dos meses montó lo que él llamaba "servicio del amor". ¡Un genio! Puedes creerme... —¿Se ocupaba de enfermedades venéreas? —En cierto modo, cuando era necesario. Fíjate bien... ¿cómo has dicho que te llamas? —No lo he dicho, pero me llamo Karl. —Yo soy Fritz Strasser. Como te iba diciendo, nosotros suministrábamos municiones a doce baterías. Había montones de artilleros que, cuando no había "cacao", se morían de aburrimiento. El doctor Luká, así se llamaba aquel fenómeno, comprendió que allí había un asunto muy interesante. Él estaba en los alrededores de Varsovia, donde teníamos una especie de hospital destinado a los artilleros y también a nosotros. "Como yo era sargento mayor y llevaba el mando de los transportes, va un día y me llama. Me invita a beber un coñac francés de primera categoría. Y va y me dice: "—Oye, Strasser. Piensa bien antes de contestarme. ¿Qué crees tú que pagarían los artilleros por pasar un rato con una chica? "Le miré, echándome a reír. Pero él estaba muy serio y comprendí que esperaba una respuesta justa. "—Creo, doctor —le respondí—, que darían hasta cien marcos, si la mujer vale la pena. "Movió la cabeza de un lado para otro.

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"—Poco dinero es ése —dijo—, sobre todo que pensaba darte veinticinco marcos de comisión por cada mujer. Si pudiesen llegar a ciento cincuenta... "—¡Es una fortuna! Además, hay que contar con obtener un permiso. Aunque las mujeres estén bastante cerca, habrá que "untar" al Feldwebel... Usted me comprende, doctor... "—Te comprendo perfectamente, pero estás equivocado, muchacho. Lo que yo quiero es llevar a las mujeres hasta la batería. No, no pongas esa cara. Son chicas que, con un uniforme, podrán pasar por soldados... hasta el momento en que tengan que demostrar lo que verdaderamente son... El conductor soltó una carcajada. —No puedes imaginarte, Karl, lo que nos proporcionó aquel asunto. Cada noche, en cada convoy, seis o siete muchachas, vestidas de "feldfrau", llegaban hasta las baterías. Naturalmente, los artilleros pagaban lo que se les pedía. Ahorraban, vendían sus objetos personales o pedían prestado, empeñándose hasta los ojos... Suspiró, al tiempo que cambiaba de marcha, ya que el camión llegaba al comienzo de una áspera pendiente. —Todo fue maravillosamente bien hasta que una noche los rusos se lanzaron a un ataque tremendo. Perforaron las líneas y llegaron hasta una de las baterías. "Ya sabes que en esas ocasiones se echa mano a las armas cortas y se defienden los cañones, sea como sea. Todo el mundo interviene, oficiales y artilleros, sin distinción de clase ni de grado. "Las chicas acababan de llegar. Y el jefe de la batería, un teniente que no se había enterado de nada, que estaba, como se dice, en Babia, echó mano a los conductores... y a las chicas que iban sentadas en la cabina, vestidas naturalmente de soldados. "Puedes imaginarte la que se armó. "Las muchachas estaban dispuestas a combatir "a su modo". Eran unas campeonas de "la batalla amorosa", pero de eso a liarse a tiros y a bombazos contra los rusos, había un abismo. "Empezaron a gritar como locas. Y como el teniente no parecía dispuesto a creer que aquellas voces agudas eran de mujer, las chicas... ¡plaf!, se quitan las guerreras y las blusas y demuestran al incrédulo oficial unas tetas que no podían pertenecer, en modo alguno, a ningún artillero por desarrollado que estuviera. "Fue la monda. El teniente, que era en el fondo un caballero educado, era oficial de academia, ordenó que se tapasen y que se escondieran donde pudiesen. "Por fortuna, uno de mis chóferes, un Gefreiter llamado Sluschs, aprovechando el jaleo, las metió en una "Volkswagen" y se las llevó lejos de allí. El teniente gritó como un condenado, pero al no encontrar "la prueba del delito", tuvo que jorobarse. Escupió por la ventanilla. —Aunque yo creo, Karl, que aquel oficial, después de las emociones del combate y tras rechazar a los rusos, hubiese querido volver a contemplar lo que tan generosamente le habían enseñado las asustadas muchachas. No llegamos, tal y como, yo lo creía, hasta la misma ciudad de Hanoi. El camión se detuvo junto a una casa apartada, de aspecto de hotelito burgués, ante cuya puerta había dos legionarios con la metralleta en la mano. —Es uno de los puestos de mando del capitán —me explicó el chófer—. Yo te dejo aquí, compañero. No sé para qué te han llamado, pero abre bien los ojos. Las reuniones con los jefazos suelen esconder siempre alguna cosa mala... Me apeé, despidiéndome de él.

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—El capitán me ha convocado aquí —le dije a uno de los centinelas—. Me envía el sargento Kolpermann. Soy el legionario Karl von Vereiter... El tipo me miró de hito en hito. —¿Eres el "doctor"? —me preguntó. Estaba visto que no escaparía nunca más a aquel mote. Porque eso era todo lo que aquella palabra, antes sagrada, significaba ahora para mí. —Sí, soy yo... —le repuse. —Un momento. Voy a comunicar que has llegado. Espera aquí. Le oí llamar por un teléfono situado en la misma garita. Momentos después volvía, haciéndome entrar en el cuerpo de guardia, donde me examinó detenidamente. —¿Qué talla tienes? —me preguntó de repente. Se lo dije y él asintió con la cabeza. Luego, haciéndome un gesto que indicaba la puerta del fondo: —Ven conmigo al almacén —dijo. El jefe de almacén, un sargento cuyo rostro no me era completamente desconocido, me procuró en poco rato un uniforme "a la medida", ropa interior limpia; calcetines y unas flamantes y brillantes botas. El centinela no se había movido de mi lado, y cuando tuve todo el nuevo equipo sobre los brazos, me ordenó nuevamente que le siguiese. Tuve que ducharme y, como me aconsejó el centinela con un tono claramente amenazador, "quitarme el olor a cerdo que llevaba encima". Hubiera podido contestarle agriamente, diciéndole que aquel olor era el de un camarada muerto y mutilado con cuyo cuerpo había cargado una gran parte del trayecto que iba hasta la colina... No comprendía el porqué de todo aquel teatro. Indudablemente, en otros tiempos, hubiera pensado con cierta lógica que el comandante deseaba ponerme a la cabeza de un desfile militar... Hice cuanto me ordenaron. Estaba acostumbrado a obedecer desde hacía demasiado tiempo para que mi espíritu osase rebelarse. Limpio y vestido, tuve que someterme a una nueva inspección de aquel centinela que no me quitaba el ojo de encima. Algo así como una mueca, que quizá significaba una sonrisa, hizo que sus labios se entreabriesen dejándome ver un instante los cuatro incisivos de oro que ornaban su boca. —Vamos. Ahora ya estás presentable. Subimos por una escalera de caracol cuyos escalones de madera estaban tan bien encerados que tuve que agarrarme al pasamanos para no resbalar. Arriba, todo era lujoso. Muebles, cortinas, alfombras, cuadros. Parecía como si nos hallásemos a miles de kilómetros de aquel pequeño y desgraciado país que se desangraba en una guerra tan inútil como todas las guerras. Cuando penetramos en el enorme despacho del comandante y me acerqué a la grandiosa mesa tras la que estaba sentado el jefe del batallón, tuve que hacer un esfuerzo para reconocer al "rubio" en aquel personaje, impecablemente vestido, que respiraba orgullo y poder. Visto ahora, aunque fuese con uniforme francés, podía congratularme de haber olido, allá en el cuartel de Alemania, que bajo su vestimenta tan sucia y desaliñada como la que todos llevábamos, se escondía alguien importante. Ahora no había engaño posible.

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Para quien ha vivido en el seno del Tercer Reich, un Obergruppenführer, un general de las "SS", no puede pasar desapercibido aunque vaya disfrazado de hermanita de la caridad. Hay algo en los jefes de las "SS" que no pueden ocultar. La soberbia, el orgullo, ese claro concepto de su superioridad sobre los demás hombres. Y el poder ilimitado que poseían de manos de Himmler, lo que les hacía dueños de vidas y haciendas, señores absolutos de la Vida y de la Muerte, dioses en el negro Olimpo que coronaba la cruz gamada. Se puso en pie y vino de este lado del despacho para observarme con la misma atención, con idéntico detenimiento que lo había hecho el centinela. —Bien... —dijo con aire satisfecho—. Has hecho un buen trabajo, Kreutzer. —¡Gracias, herr Obergruppenführer! ¡Utilizaban los viejos grados de las "SS"! Durante un instante, el odio que siempre había sentido hacia los hombres de la calavera se tornó en conmiseración. Eran, a mis ojos, desdichados que no podían vivir sin el recuerdo de lo que habían sido, gentes incapaces de adaptarse a nuevas situaciones. Desgraciadamente, eran, al mismo tiempo, peligrosos como serpientes de cascabel. —Puedes irte, Kreutzer. —¡A sus órdenes! Sólo faltó que levantase el brazo saludando a estilo nazi. Quizás hubieran dejado de hacerlo para no correr el peligro de un olvido delante de los franceses... Cuando el centinela se hubo ido, Wenzel se volvió hacia mí. —Vamos a ir a Hanoi. Quiero que examines a una persona... Sentí que los músculos de todo mi cuerpo se contraían. Miré con fijeza al nazi. —¿Examinar? Creo no entender, mi comandante... No hizo caso del grado que le había aplicado, aunque seguramente esperaba que le llamase Obergruppenführer. —¿No eres médico? —preguntó con un tono agrio en la voz. —Lo era. Un comité de desnazificación me prohibió seguir ejerciendo. Me fulminó con la mirada. —¡Un comité de desnazificación! —exclamó con desprecio—. Una pandilla de idiotas que creyeron que con unos cuantos ahorcamientos y algunos miles de castigos menores iban a aplastar algo tan verdaderamente grandioso, inmortal. Tendió hacia mí un índice que la rabia hacía temblar. —Tú sigues siendo médico, ¿entiendes? Ningún hijo de perra puede decir lo que ha de ser un alemán. Lo quieran o no, tú continúas siendo el doctor Karl von Vereiter. Preferí no decir nada. —He estudiado tu historial —siguió diciendo con el mismo tono de hombre que no yerra jamás—. Sé que te portaste muy bien en el frente, que tuviste una estúpida historia con tu mujer. Se encogió de hombros. —Todo eso me importa un bledo. Ahora te necesito. Y no se te ocurra negarte... No, no quiero formular ninguna amenaza concreta. Sólo voy a decirte una cosa... Fue hacia la mesa de despacho, extendió un mapa y me hizo un gesto para que me acercase. —Fíjate en este círculo marcado de rojo. Esta línea azul que lo atraviesa es un arroyo, como tantos hay en Indochina. Se llama Tukor. Un nombre cualquiera en un punto cualquiera.

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Pero es por ahí por donde bajan, en juncos, los suministros comunistas que luego, a través de la selva, se dirigen a los alrededores de Dien Bien Phu. "Yo he conseguido que ninguno de los hombres de mi batallón fuera destinado allí. En realidad, aquello es un matadero. Mira esta cruz. Marca un minúsculo "blockhaus" donde sólo caben tres hombres. Cada dos o tres días, los franceses tienen que mandar una patrulla que se limita a enterrar a los muertos del bunker y a dejar tres hombres allí. Tres hombres que viven, cuando mucho, tres días. . Esbozó una cínica sonrisa. —Los franceses, siempre humoristas, llaman a esa posición “Le Chemín du Paradis”. Generalmente, hasta ahora, envían únicamente a los reclusos de las prisiones militares de Hanoi y Saigón. No quiero entrar en detalles de lo que los viets hacen a los que capturan en ese minúsculo fortín. ¿Estás dispuesto a ayudarme? Porque te advierto que no irás solo. Te haría acompañar por tus dos mejores amigos: Hans Trumpzer y ese español renegado de Lorenzo Alsina. —Vamos donde sea —dije sintiendo que un gusto amargo me subía por la boca.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XII

Hacía muchísimo tiempo que no subía a un auto tan elegante como el que poseía el comandante. Un “Ford” último modelo, procedente con toda seguridad del Plan Marshall. ¡Si los contribuyentes americanos hubiesen sabido que sus impuestos se convertían en gozo y uso de los nazis! Fui a sentarme junto al conductor, pero Wenzel me indicó un sitio a su lado. —Sube conmigo. Así charlaremos durante el viaje. Ocho motoristas custodiaban el. Vehículo. Era evidente que Wenzel no había perdido las buenas costumbres de cuando era general de las “SS”. Seguía siendo el mismo, aunque con más arrogancia que antes, ya que debería decirse que había sido lo suficientemente listo como para huir de la quema. Lo que significaba que mientras hombres menos importantes que él estaban en prisión o habían sido ahorcados por los rusos, él volvía a encontrarse en todo su apogeo situado, una vez más, frente al enemigo número uno del nacionalsocialismo: los comunistas. Poco le importaba que estos a los que ahora combatía con la misma furia que a los soviéticos, tuviesen la piel amarillenta y los ojos oblicuos. Lo interesante era no abandonar aquel maravilloso poder que Hitlér le entregó, sentir, como el más delicado de los placeres, el miedo de los demás, la sumisión completa, la obediencia ciega y automática. —Estamos demostrando lo que valemos —me dijo después de ofrecerme un cigarrillo—. En pocos días hemos dado muerte a más de dos centenares de viets. Pero ha sido necesario que los franceses comprendiesen que únicamente con mandos alemanes pueden los soldados germanos dar el cien por cien. "¡Pedazo de asqueroso hipócrita! —pensé—. Ya sé que estás endiosado por lo que fuiste en Alemania, pero aquí, como allá, especulas con la sangre de tus hermanos de raza. Lo que te interesa verdaderamente es vivir bien a costa del dolor de los demás..." No sabía, además, el número de bajas que habíamos sufrido. Y le formulé tranquilamente la pregunta. —Doce. Ese es el número de muertos que hemos tenido hasta ahora. Una cifra insignificante... "No para los que ya no están", me dije. Estaba de vena, contento por algo que yo iba a tardar muy poco en comprender. Me trataba como a un amigo, o quizá como aun invitado al que hay que explicar los detalles de todo... —Es una lástima que los franceses no hayan querido escuchar ciertos de mis consejos. Es decir, los han escuchado, pero no se han atrevido a seguirlos. "No comprenden que en el mundo de hoy, somos nosotros, los alemanes que lucharon en el Este, los únicos capaces de comprender cómo se hace la guerra a las guerrillas. "Cuando les propuse de aplicar la táctica de la " tierra quemada", se llevaron las manos a la cabeza. Y lo más formidable es que estaban sinceramente asustados. No obstante, con el mapa de Indochina delante de nosotros, les expliqué que no puede haber guerrillas, cuando el enemigo carece de arma aérea de represalias. "¿Cuál es el terreno que facilita la existencia de partisanos?, les pregunté. Todos sabían perfectamente que sin la selva, el Viet Minh dejaría de ser un peligro. Entonces les grité: "¡Quememos las selvas! ¡Destruyamos la vegetación! Y cuando no quede más que tierra que-

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mada, unos cuantos aviones bastarán para evitar que un solo viet ponga el pie en la llanura calcinada. Movió la cabeza de un lado para otro. . —No quisieron escucharme. Y es, doctor, que los franceses, se diga lo que se diga, son y serán siempre unos románticos inveterados. Claro que si no fuese así —y dejó escapar una risita breve—, "nosotros no hubiésemos entrado en París, ni en 1870, ni en 1940... (1). Lanzó un suspiro, añadiendo a modo de colofón: —Mi querido Von Vereiter, no se puede hacer una guerra a medias. Si se hace, hay que llevarla al terreno de la guerra total. No se trata de un simple combate de boxeo en el que existen ciertas reglas. La guerra es una oportunidad, a veces única, para un pueblo. Perderla puede significar el fin de un esfuerzo de siglos... Se había puesto tierno. Yo comprendía ahora los inhumanos métodos utilizados por los nazis durante el conflicto. Para muchos, el concepto de "guerra total" puede aparecer como una frase sin mucho sentido. Sin embargo, ello se tradujo en la muerte de millones de seres humanos que no combatían en frente alguno, que estaban lejos del campo de batalla. Y que sufrieron vejaciones sin cuento, torturas indecibles, siendo tratados peores que bestias... porque era necesario hacer "la guerra total". Estábamos llegando a Hanoi. El coche no penetró directamente en la ciudad, sino que tomó una carretera secundaria, deteniéndose, diez minutos después. Noté entonces que los motoristas habían desaparecido. Quizá, pensé, porque el comandante no deseaba llamar la atención en aquellos lugares. Comprobé, un poco más tarde, que no me había equivocado. Después de bajar del coche, Wenzel me guió, a través de un pequeño pero bien cuidado jardín. Abrió una puerta de densa madera oriental, cerrándola después silenciosamente tras sí. . Nos encontrábamos en un amplio vestíbulo, lujosamente amueblado, repleto de detalles preciosos, figurillas de marfil y cuadros de pintores asiáticos, sobre todo japoneses. —Siéntese —me dijo Wenzel mostrándome una cómoda mecedora—. Volveré en seguida. Le ruego que me espere... Subió por una escalera alfombrada, desapareciendo en el rellano del piso superior. Encendí un cigarrillo, preguntándome una vez más el motivo de mi presencia allí. Mi calidad de médico me hacía suponer cientos de cosas, aunque la respuesta más lógica a cuantas preguntas me había formulado in petto, era que Wenzel deseaba mis servicios para operar a alguien a quien los demás médicos habían desahuciado. —¡Bonita papeleta! —dejé escapar entre dientes. Porque estaba dispuesto a negarme, pasara lo que pasase. Primero: mis manos debían haber perdido su vieja habilidad; segundo, y más importante aún: se me había prohibido seriamente ejercer mi profesión. Y si este maldito Obergruppenführer comunicaba a las autoridades francesas que había hecho caso omiso de mi condena... era muy posible que terminase mis días en una prisión. Recordé entonces las claras amenazas de Wenzel. El nombre de "Chemin du Paradis" (1) En aquel tiempo, no pude darme exacta cuenta de lo que encerraban las palabras de Wenzel. Mucho más tarde, cuando se informó al mundo que los americanos habían lanzado poderosos herbicidas para destruir la vegetación de la selva del Viet-Nam, comprendí que el antiguo general de las «SS» sabía perfectamente lo que se decía. Y debió mostrarse satisfecho de sí mismo, si es que estaba aún con vida. (N. del A.)

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acudió a mi espíritu, sembrado en él la confusión y el miedo. No un temor personal, aunque también estuviese oculto. El terror a que mis dos compañeros, completamente inocentes de cuanto yo hiciese o decidiera, pagasen, por mi culpa... —Ya estoy aquí... No le había oído llegar y me sobresalté. Sonriente, fue a un mueble vecino y sirvió dos copas de excelente licor. Me tendió la mía, al tiempo que se sentaba ante mí. Estábamos separados por una mesita de laca con incrustaciones de oro. Y en ella posé mi copa tras haber bebido ansiosamente su contenido. Él bebió más despacio, degustando el alcohol. Luego, sin dejar de sonreír, pero con un brillo metálico en las pupilas: —Va usted a examinar a una mujer — me dijo de sopetón. Debí ponerme blanco. Pero si tal cosa aconteció, Wenzel no pareció notarlo y siguió hablando. —Quiero que la reconozca a fondo, doctor Von Vereiter. Cuando lo haya hecho, bajaremos de nuevo aquí y discutiremos de lo que haya que hacer... —¿Está enferma? — pregunté con voz trémula. —No lo sé. Por eso está usted aquí. Ya había notado que no me tuteaba, pero aquello no disminuyó en un ápice la sensación de indefinible miedo que me atenazaba. —En ese maletín —dijo mostrándome el objeto en que yo no había reparado hasta entonces y que estaba sobre un canapé— encontrará una bata, unos guantes nuevos y todo el instrumental que necesita para su exploración. Me puse en pie, yendo hacia el maletín, que abrí con mano temblorosa. Sin tocar las cosas que había en su interior, me quité la guerrera, remangándome a renglón seguido la camisa. Sólo entonces saqué la bata y me la puse. Cuando calzaba los guantes, después de haber echado un poco de talco en mis manos, mis ojos tropezaron con el gran espejo que había al fondo de la salita. Me estremecí de pies a cabeza. Por un instante, mientras el fondo elegante del vestíbulo se borraba del espejo, me pareció encontrarme de nuevo en el "Ranvier" del campo de concentración, esperando la llegada de los desdichados que habían de jugar el triste papel de conejillos de Indias. —Dése prisa, doctor. Ella está esperando arriba... La voz de Wenzel me arrancó del paréntesis emocional en el que me hallaba sumido. Cogí el maletín, sirviéndome para ello de un pedazo de gasa. Y me volví hacia el hombre. —Cuando usted quiera. —Vamos. No estaba decidido a nada. Un reconocimiento médico no me comprometería en absoluto. No quería ir más lejos en mi decisión. Hacerlo hubiera significado tener que volver a pensar en las consecuencias que podrían caer sobre Hans y Lorenzo. Wenzel caminaba delante de mí. Al llegar al rellano, torció a la derecha, deteniéndose ante una puerta, a la que llamó golpeándola con suavidad. —¿Podemos, querida? La última palabra de la pregunta me abrió los ojos. Se trataba de su amante. No era raro que estuviese satisfecho de haber convencido a los franceses de la necesidad de que los germanos de la Legión fuesen mandados por jefes alemanes. Empujó la puerta, que sólo estaba entreabierta, haciéndome un gesto para que le siguiese.

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La alcoba era amplia, con grandes cortinajes que caían hasta el suelo, ocultando lo que debían ser grandes y luminosos ventanales. Los muebles eran del mismo estilo que los del salón. La cama, de dimensiones colosales, ocupaba el centro de una pared. Sobre la cabecera, un pintor oriental había creado una versión original del mito de Leda y el cisne. Poco pudieron mis ojos detenerse en cuantos objetos ornaban la estancia. Desde que penetré en la habitación, toda mi atención se concentró en la mujer que, sobre la cama, estaba completamente desnuda, la cabeza posada en un cojín de raso negro, lo que hacía resaltar hasta lo increíble su larga y sedosa cabellera de color dorado y su piel blanca como el marfil. Jamás había contemplado yo un cuerpo tan hermoso como aquél. Como médico, comprobé en seguida la perfección de las dimensiones, la pureza de las líneas, la armonía maravillosa del conjunto. Bajo el óvalo correcto de un rostro donde una naricilla ligeramente respingona ponía quizás una nota de discordancia al conjunto clásico del cuerpo, un cuello fino, largo como el de ciertas bailarinas de ballet, enlazaba la cabeza con un tronco del que emergían los pequeños senos turgentes y firmes como si fueran de mármol. Las caderas poseían una incurvación ni grande ni pequeña, conjugándose en los muslos finos que se prolongaban con unas piernas de pantorrilla apenas aparente, tobillo delgado y pies pequeños. . Noté, eso sí, un vientre un tanto abultado. Quizás era aquél el único detalle inarmónico del perfecto conjunto. Wenzel se había acercado al lecho, inclinándose sobre la mujer. —Tu es préte, Béatrice? — le preguntó con voz dulce (1). Ella le sonrió con ternura. —Tu le vois, Rudolf. Je suis préte á tout ce que tu voudras... mais tu verras que que je n'ai absolument rien! (2) Incorporándose, Rudolf (ahora ya sabía su nombre) se dirigió a mí: —Empiece, doctor... Me hablaba en alemán, haciéndolo rápidamente. Me di cuenta de que no deseaba que ella entendiese lo que me estaba diciendo. —No puede imaginarse el esfuerzo que me cuesta el ofrecer su cuerpo desnudo a un desconocido. Si estuviésemos en otra época —añadió con voz silbante—, le arrancaría los ojos después de este examen. Pero —y una mueca que quería ser una sonrisa se pintó en sus delgados labios—, estoy bromeando. De todos modos, no se atreva a quitarse los guantes para tocarla... ¡Le mataría aquí mismo! Yo hubiese comprendido perfectamente una pasión como aquélla, pero no en un hombre como el ex general de las "SS". De todos modos, comprendí lo peligroso que era aquel hombre y el motivo de las amenazas que estaba expresando y que había expresado. —¡Empiece! Saqué del maletín el fonendoscopio. Luego me acerqué a la mujer, que me miraba con la sombra de una triste sonrisa sobre sus hermosos y rojos labios. Fue entonces cuando recordé su cara. Mientras me inclinaba para iniciar la auscultación, mi memoria trabajó intensa y rápidamente hasta encontrar la respuesta a las preguntas ansiosas que yo le estaba formulando. ¡Ahora ya lo sabía! (1) (2)

¿Estás dispuesta, Beatriz? Ya lo ves, Rudolf. Estoy dispuesta a todo lo que quieras. ¡Ya verás cómo no tengo absolutamente nada!

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Había visto la foto de aquella mujer en algunas revistas francesas. Siempre junto a un hombre cuyo rostro conocía todo el mundo. No pude por menos de estremecerme al recordar el nombre de aquella personalidad política francesa. Huyendo como de la peste de lo que mi espíritu acababa de descubrir, concentré todos mis sentidos en lo que estaba haciendo. La campánula del fonendo fue dejando sobré el pecho de la mujer los círculos rojos originados por la presión ejercida sobre la piel marfileña. Procedí primero al examen de su aparato respiratorio. Le murmuré, en francés: —Respirez profotidement, madame (1). —Qa va comme ga? —me preguntó al cabo de unos instantes (2). —Oui, vous le faites tres bien —le contesté (3). Sus pulmones estaban maravillosamente bien. Eché una ojeada a sus dedos y comprobé que no fumaba. Entonces moví el fonendoscopio, disponiéndome a escuchar los latidos de su corazón. Casi en seguida fruncí el ceño. Insistiendo, cerrando los ojos para absorberme mejor, no tardé en percibir aquel pequeño soplo mitral que hacía temer la existencia de una lesión cardíaca. Naturalmente, había de mostrarme muy prudente respecto a la formulación de un diagnóstico. Mejor sería esperar a hacer un electrocardiograma y algunas radiografías. Continué el examen, no sirviéndome ya del fonendo. Mis manos enguantadas presionaron sabiamente las zonas gástricas, delimitaron las dimensiones hepáticas, señalaron la presencia del bazo y pasaron luego al abdomen intestinal. La tumoración que había visto antes de iniciar el reconocimiento no constituyó misterio alguno para mí. No me atreví, no obstante, a volver la cabeza hacia Rudolf. Wenzel estaba allí, a los pies de la cama, siguiendo con una atención intensa —y era de suponer que también celosa— cada uno de mis gestos. Me incorporé definitivamente. —Ya está — dije, en alemán, volviéndome hacia el comandante. —No del todo —replicó con viveza—. Tiene usted un instrumento más en el maletín... Me dirigí hacia la mesita en que había colocado el maletín. Yo ya había visto el espéculo vaginal, pero no creí que Rudolf se atreviese a tanto. Cogí el instrumento y le pregunté: —¿Lo cree usted necesario, mi comandante? —¡Es una orden! Yo sentía vergüenza por la mujer. Pero ella no dejó de sonreír mientras me ofrecía su intimidad orgánica. Gracias al espejo frontal, pude llevar a cabo un reconocimiento rápido y eficaz. Estaba nervioso y ella debió notarlo, ya que cuando terminé, poniéndome en pie, me dijo con aquella sonrisa amable: —Je vous remercia infiniment, docteur... Murmuré algo tan confusamente que no debió oírme. Luego me precipité hacia el maletín, guardé el instrumental, me quité los guantes y la bata, empuñé la pequeña maleta y me dirigí hacia la puerta. —Bajo en seguida — me dijo Wenzel. Fumé dos cigarrillos en la salita, la mente llena de confusiones y los nervios a flor de piel. (1) (2) (3)

Respire profundamente, señora. ¿Lo hago bien? Sí, lo hace usted muy bien.

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Todo lo ocurrido era demasiado importante para que dejase de darme cuenta de las responsabilidades en las que podía incurrir si me dejaba convencer por el taimado "SS". ¡Cielo Santo! ¿Para esto había escapado de Alemania? Era como si el destino me persiguiese implacablemente: un destino con el uniforme de las "SS" y la tétrica calavera en el cuello... —¿Y bien? Rudolf estaba ante mí, con sus ojos clavados en los míos. Tuve que hacer un esfuerzo, tragando penosamente la saliva que empastaba mi boca. —La señora está encinta. De unos tres meses y medio, aproximadamente. . —¿Algo más? —Sí —repuse—. Tiene una lesión cardíaca. No puedo precisar su importancia. Tendríamos que hacer un examen más profundo, un electrocardiograma, algunas radiografías... Esbozó una sonrisa cínica. —No creo que lo de su corazón tenga importancia. Estoy seguro que resistirá perfectamente la operación. —¿La operación? —inquirí sin comprender—. ¿Qué operación? —La que usted le hará. Quiero que la haga abortar.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XIII

Le miré, horrorizado. Tenía el cuerpo tan dolorosamente contraído como si acabasen de aplicarme un electro-schock. Fui incapaz, en un principio, de dar crédito a lo que acababa de oír. Pero tuve la suficiente fuerza de voluntad como para responder de una manera tajante: —¡No! ¡No lo haré nunca! Ni siquiera pestañeó. La misma sonrisa cínica siguió flotando sobre su boca, pero sus ojos aumentaron bruscamente de brillo. —Lo hará, doctor. —No podrá obligarme —me defendí. —¿Puedo saber qué clase de estúpido prejuicio, ya que no puede ser más que eso, le empuja a negarse? No le pido nada extraordinario, Karl: un simple raspado... —Primeramente —le respondí con mucho más valor del que yo mismo creía poseer—, no soy ginecólogo. Nunca he realizado una intervención de ese tipo. Pero, además, no podría hacerla. Es cierto que la guerra ha hecho desaparecer muchos escrúpulos, pero nunca llegaré a segar una vida sin darle la oportunidad que merece... —¡Es usted un estúpido! Quizá no se haya percatado de los profundos motivos que me empujan a tomar esta decisión, pero sé, de antemano, que va a ser completamente inútil que se los exponga. Usted, para su desgracia, no es más que medio alemán. —Creo serlo tanto como usted, mi comandante. —No. Y usted lo sabe bien. Yo no puedo permitir que la semilla aria vaya a abonar campos que no darán el fruto requerido. ¡No! En Alemania, hemos luchado por impedir que hijos espúreos naciesen de uniones esporádicas o fortuitas entre alemanes puros y mujeres de otras razas. "Y ahora, cuando quedamos solamente unos pocos, ¿quiere usted que permita el nacimiento de un bastardo que degeneraría, con su sangre francesa, la esencia misma de la pureza aria? Comprendí entonces que aquel hombre estaba completamente loco. —De todos modos —dije buscando otro tipo de argumentos para convencerle de que no debería hacer tal cosa—, esa mujer tiene una dolencia cardíaca. Una intervención como la que usted propone... No me dejó terminar. —¡Basta! Ya hemos hablado de eso... yo sé que su corazón resistirá. Después de todo, no se trata de una operación peligrosa ni complicada. Estuve a punto de llamarle ignorante y atrevido, pero juzgué mejor atacar por otro lado. —Si algo le ocurriese a esa señora —y recalqué la última palabra—, el escándalo sería mayúsculo... Parpadeó, mirándome con una intensidad salvaje. Temí que fuese a estallar, pero terminó esbozando una de sus ladinas e hipócritas sonrisas. —La has reconocido, ¿verdad? —inquirió tuteándome de nuevo—. No sabía que fueses tan listo, doctor. ¿Es que la has visto antes en alguna parte? —Varias veces, retratada en una revista. —Comprendo. Ahora, las cosas cambian... y comprenderás que no puedo exponerla a un escándalo que, como bien has dicho, podría tener consecuencias difíciles de precisar. Su ma-

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rido está viajando hace año y medio. Una matemática elemental, en el caso de que el niño naciese... Vi que no había nada que hacer con él. Tenía lo que los franceses llaman "de la suite dans les idees". Era, hablando claro, imposible hacerle apearse del burro. Por eso, buscando deses-peradamente una nueva escapatoria, le pregunté: —¿Por qué no se dirige a un buen tocólogo de Saigón? Los hay de primera calidad... Se echó a reír. —¿Me tomas acaso por un imbécil? Si tú, extranjero y legionario, has reconocido el rostro de esa mujer, ¿con qué cara la presentaría yo a un médico de Saigón? No, no estoy loco, Karl. ¡Y ya hemos perdido demasiado tiempo hablando! Hizo una corta pausa, acercándose a mí. —Lo harás mañana. Si te niegas, además de que haré que te corten las manos, enviaré a tus dos mejores amigos al "Chemin du Paradis". Quiero que me contestes ahora mismo. ¡Te escucho! Me sentí vacilar. La habitación me daba vueltas y me vi obligado a cerrar los ojos, al tiempo que me apoyaba en la consola que tenía a mi lado. No me daba miedo lo que hicieran conmigo. Hacía ya mucho tiempo que esperaba que mi buena estrella, si así podía llamarla, me abandonase definitivamente. Pero la sola idea de que Hans y Lorenzo pagasen tan cruelmente me hizo ver con claridad que no tenía otra salida, aunque jamás volvería a ser el mismo, aunque nunca más podría volver a mirarme en un espejo sin escupirme despectivamente al rostro. —Lo haré —dije con un hilo de voz. La sonrisa se alargó en su boca. —Van a llevarte a un pabellón que te he hecho preparar, al fondo del jardín, detrás de la casa. Allí encontrarás cuanto necesites. Ya verás que he montado un pequeño quirófano. Si notas algo a faltar, llama al criado y pídeselo. Quiero que operes mañana por la mañana, a eso de las once. Pásalo lo mejor posible esta noche. No seas estúpido. Un hombre como tú no puede saber nunca lo que le reserva el minuto siguiente. No presté demasiada atención a sus últimas palabras. Hice mal. Muy pronto iba a experimentar, en mi propia carne, que no las había pronunciado en balde. El criado que me recibió a la puerta del pabellón al fondo del jardín era un indochino viejo, de barba blanca y puntiaguda, ojos profundamente hundidos en las cuencas, con sendas bolsas hinchadas en los párpados inferiores. —Sus habitaciones están dispuestas, señor —me dijo inclinándose levemente—. Tenga la amabilidad de seguirme. Todo era tan lujoso como lo que había visto en la casa, aunque de tamaño más reducido. La salita estaba amueblada con mucho gusto, así como el pequeño comedor y la alcoba, que tenía un cierto parecido a la habitación donde yo había examinado a la francesa, al menos por la dimensión impresionante del lecho. —Voy a servirle la cena —me dijo el viejo indígena. No tenía mucho apetito, pero el indochino me ofreció una serie de platos minúsculos que terminaron por vencer mis reparos. Probé un poco de todo y hasta repetí tres veces del aromático café que me fue servido al final de la cena. —Que el señor descanse.

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Hablaba un francés con entonaciones orientales, dando al lenguaje una singular dulzura. Le di las gracias, correspondiendo a su inclinación con un gesto. Luego desapareció. Encendiendo un cigarrillo, intenté poner mis ideas en orden. Me ocurría como tantas veces en el pasado. No había conseguido aún "digerir" la ultrarrápida marcha de los acontecimientos, que no me dieron tiempo a asimilarlos. Una cosa era cierta: O realizaba aquella sucia operación, provocando el aborto en la persona de la esposa del político francés, o mis amigos — sin contar lo que me pasara personalmente— iban a parar a aquella diabólica posición en la que, según me había contado Rudolf, la vida de un hom bre se calculaba por horas. No, no era la primera vez en que "alguien" me imponía su voluntad, obligándome a llevar a cabo alguna cosa que por nada del mundo habría querido hacer. Desde que Hitler, con su locura, me había hecho trabajar en aquel sótano de Stalingrado, sin medios, operando como lo hubiese hecho el más sucio de los carniceros, no había dejado de sufrir el influjo de alguna voluntad que era mucho más poderosa que la mía. Luego, en Dachau, donde me vi obligado a trabajar junto a los médicos malditos, los pseudocientíficos, los dementes de bata blanca que convirtieron la pobre humanidad detenida detrás de las alambradas en los seres más desdichados que ha conocido el mundo. No sé cuánto tiempo permanecí allí, fumando cigarrillo tras cigarrillo, absorto en mis tristes reflexiones. Cuando me puse en pie, alejándome de la mesa, no tomé el camino de mi dormitorio, sino que me dirigí hacia la única puerta que no había franqueado todavía. El pequeño quirófano, que no era en realidad más que la copia exacta de la sala de consulta de un ginecólogo, comprendía una mesa ginecológica completamente nueva. Nuevo era también el instrumental perfectamente ordenado en una flamente vitrina. Había jeringuillas e inyectables de todos los tipos, algodón, gasa, compresas, grandes rollos de esparadrapo, toallas y paños en cantidad ingente. El autoclave estaba bien provisto, así como el pequeño frigorífico, en cuyo interior pude ver una gran cantidad de frascos de penicilina (1). Todo estaba en orden, todo preparado para el salvaje sacrificio. Y yo iba a ser el verdugo, el ejecutor, a menos que me negase. Aunque entonces... Me dolía la cabeza. Y tenía que estar en buenas condiciones para lo que me esperaba la mañana siguiente. Puesto que se me obligaba a llevar a cabo algo que iba en contra de mí mismo y de mi manera de pensar, puesto que se me obligaba a segar una vida que no había recibido aún la luminosa herida de la luz, no quería causar más mal y deseaba que aquella pobre mujer, que ignoraba seguramente los criminales propósitos de su amante, se salvase... quizá para que un día pudiera manifestarle su odio, su desprecio. O vengarse de él como yo, pobre gusano cobarde, me hubiera gustado hacerlo. Cerré la puerta de "la sala de operaciones", arrastrando los pies hacia mi alcoba. Me encontraba cansado, pero sabía que debería luchar durante horas y horas hasta conseguir encontrar un sueño que, desdichadamente, se convertiría ipso facto en una escalofriante colección de pesadillas. No creo que nadie que haya estado en un campo de exterminio pueda dormir tranquilo. Porque nadie, lógicamente, lo haría después de haber permanecido en el infierno. (1) En aquel tiempo, la penicilina no era aún estable.

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—Bon jour! Estuve a punto de pegar un salto. Acababa de abrir la puerta de mi dormitorio, todavía presa de las ideas más descorazonadoras. Entonces la vi, minúscula estatua de marfil, desnuda, tendida en el lecho. No sé por qué adiviné casi en seguida que no se trataba de una indochina. Su piel era mucho más clara que la de las mujeres que yo había visto desde mi llegada al país. Tampoco sus ojos eran como los de las indígenas. No tan oblicuos, muy grandes. Y vistos de cierta manera, casi redondos. —¿Quién es usted? —le pregunté en francés. —Mitsuko —repuso con un tono dulcísimo—. Creí que el capitán le habría dicho algo. Porque... usted es el doctor, ¿verdad? Casi me eché a reír. Tuve que hacer un esfuerzo para dominar la oleada de hilaridad que me invadió. Pensaba en que Rudolf, aquel sinvergüenza loco, me estaba procurando una clientela internacional. Y que no tendría más remedio, si las cosas seguían así, que colocar una placa en la puerta: Doctor Von Vereiter. Abortos de todas clases. Garantizados. El asco me subió nuevamente a la boca al recordar lo que tendría que hacer a la mañana siguiente. La muchacha debió percatarse del brusco cambio de expresión de mi rostro, ya que se incorporó a medias para preguntarme: —As-tu des ennuis, mon chéri? Je suis ici pour te les enlever! Prés de Mitsuko, les ennuis s'envolent tout de suite! (1). Estaba claro. Recordé entonces que Rudolf me había aconsejado pasar una buena noche, de forma a estar preparado para la operación. Había pensado en todo... Durante unos momentos, llevado por esa especie de quijotismo que opone casi siempre mis deseos a mis remordimientos, pensé decir a la japonesa que se fuese al diablo, aunque ella no era culpable del papel que debía jugar en aquella farsa. Mi cuerpo me impidió demostrar una hipocresía que no me hubiera conducido a puerto alguno. El deseo nació en mí bruscamente. Hacía tantísimo tiempo que no había estado con una mujer... Una hora antes, contemplando el maravilloso cuerpo de la francesa, tuve que luchar, en mi fuero interno, contra aquel calor que ladinamente me inundaba. Hacerlo ahora habría significado negarme "algo" que sinceramente ansiaba desde hacía muchos meses. Además, deseaba apartarme fuera como fuese de la realidad, de las preocupaciones que dominaban mi angustiado espíritu. —Nous állons voir si tu dis vrai, Mitsuko! —exclamé acercándose al lecho (2). Ella me tendió sus brazos color nácar.

(1) ¿Tienes preocupaciones, querido? Estoy aquí para quitártelas. Cerca de Mitsuko, las preocupaciones se van enseguida. (2) ¡Vamos a ver si dices la verdad, Mitsuko!

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¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre! ¿Estaba soñando? Así lo creí, durante unos instantes. Porque lo que sucedía no podía ser real... He visto a muchos enfermos de la mente, también a neuróticos, retroceder espantados ante el color rojo. Ese "schock" es conocido por todos los psiquiatras, por todos los psicoanalistas y constituye uno de los más interesantes datos en el curso del test de Rorschach. Quizá todo aquel rojo que se materializaba en sangre era el desbordamiento de cuanto había visto en la guerra y el campo de Dachau. He conocido a soldados heridos en combate, que después de permanecer lejos del frente, en un tranquilo centro de recuperación, gritaban como locos, salían huyendo por los pasillos, bajaban las escaleras de cuatro en cuatro, se ocultaban en los sótanos, temblorosos, con los ojos fuera de las órbitas, orinándose de miedo, sin que nadie consiguiera convencerles de que el ruido de los aviones que oían estaban sólo en su imaginación. Durante años, incluso a lo largo de toda una vida, hay recuerdos que permanecen anclados en lo hondo del alma, despertándose por sí mismo, desencadenando crisis de angustia que dejan a su víctima con el cuerpo cubierto de sudor frío, el corazón golpeando furiosamente el pecho. ¿Qué me ocurre, Señor? ¿Dónde me encuentro? ¿De dónde viene tanta sangre? ¡Tengo las manos llenas! ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre! Me quité los guantes y los arrojé, con rabia, en la cubeta. No quería volverme. Hubiese dado cualquier cosa por no hacerlo... Por no volver a verla jamás. Pero no se es médico por nada. Ahora, que todo había terminado, yo pensaba en su corazón. Me parecía estar oyendo aquel soplo traidor, aquel fallo rítmico que había descubierto, al auscultarla, la víspera. Dios mío... he dicho "la víspera". —No, no puede ser. Debo llevar aquí años enteros. Porque se necesitan años para ver correr tanta sangre. Muchos años y muchas víctimas. Más que un sacrificio personal, una hecatombe, en el sentido que los griegos daban a esta palabra. Me volví, con los ojos entornados, como si desease "enfocar" únicamente la parte del cuerpo que me interesaba. Guiándome por el incurvado seno, me acerqué, coloqué la campánula del fonendoscopio sobre la piel húmeda de sudor. Y escuché. El soplo estaba allí, reproduciéndose de vez en cuando. Todo lo demás seguía igual. Volví la espalda a la mujer. Rudolf, que había permanecido a mi lado sin despegar los labios, palideciendo un poco en determinados momentos, me hizo un gesto para que saliera. Me quité la bata, dejándola caer simplemente en el suelo. Y salí. —¿Su corazón? — me preguntó. —Como siempre. —Ya te lo dije, Karl. Es una mujer muy fuerte. ¡Con qué ganas le hubiese escupido en el rostro!

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Pero cada vez que el odio me subía a la garganta y que sentía que todo mi cuerpo estaba dispuesto a saltar sobre él, los rostros de mis dos amigos aparecían tras Rudolf, como dos fantasmas, formulando un ruego, una advertencia en sus mudos labios. —¿Puedo regresar a mi unidad? —Sí. Un soldado te llevará hasta el camión. Irás en él hasta el valle. Allí te espera el sargento Kolpermann. —Bien. Me volví, sin saludarle, sin esperar sobre todo que me dijese "gracias". Si hubiese pronunciado aquella palabra, quizá no hubiese podido contenerme. Ni siquiera pensando en Lorenzo y Hans. Porque... ¿se pueden dar las gracias a un asesino?

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XIV

Por paradójico que parezca, mi espíritu se fue tranquilizando a medida que íbamos internándonos por una zona cada vez más selvática, de vegetación exuberante. La carretera fue estrechándose, dejó de estar asfaltada para convertirse finalmente en un camino de tierra, no muy ancho, ya que la caja del vehículo frotaba con las plantas que se levantaban a ambos lados como sendos muros verdes. Nunca deseé tanto caer en una trampa de los viets como en aquellos espantosos momentos. La conciencia me pesaba como jamás lo había hecho. Me sentía tan intensa y completamente culpable, que cualquier cosa que me hubiese sucedido, por mala que fuese, hubiera sido calurosamente recibida. La Muerte. No debe extrañar a nadie que haya momentos en que se desee. Cuando los caminos de la lógica se cierran por completo, cuando nos encontramos en el centro mismo de la desolación y la desgracia, cuando se pierde ese impulso vital que nos hace luchar contra lo que sea, aparece lo que los psicólogos llaman "el instinto tanático", el negro deseo de la muerte. Los que dicen o escriben que el deseo de este final está formulado en el ansia de terminar o en la tendencia a que todo problema desaparezca, los que califican esta situación de cobarde, no saben lo que se dicen o hacen simplemente literatura. Se desea el propio aniquilamiento cuando se descubre el vacío mismo de la existencia, cuando se llega a la verdad, una verdad desnuda que muy pocos se atreven a contemplar. Es en ese momento cuando el instinto de la Muerte penetra en el alma, cuando se solicita íntimamente su llegada, no por lo que de final significa, sino, mucho más crudamente dicho, porque se maldice el momento en que uno llegó a la vida. —Hace calor, ¿eh? El conductor es mucho más joven que el me acompañó la vez anterior. Y cosa inconcebible. No es alemán. Ahora que puedo contemplarle a mi guisa, tras haber superado la angustia que ha ido abandonándome poco a poco, me doy cuenta de que es un legionario francés, y esta curiosa constatación me hace sonreír. —Sí, hace mucho calor. —Yo cojo siempre este camino —continúa hablando—. El otro es más corto pero mucho más peligroso. Por aquí —y hace un gesto con la cabeza hacia el muro verde que nos rodea por doquier— no se encuentra ni uno solo de esos cochinos viets. —¿De dónde eres? Se vuelve y me sonríe. Es muy joven. Quizá no haya cumplido aún los veintidós. Tiene unos dientes perfectos y en sus ojos azules brilla una intensa luz de simpatía. —Soy del mismo mundo donde tú naciste. —¡Curiosa respuesta! Creí que eras francés... —Y lo soy. —Yo soy alemán. —Lo sé. Alemán, francés, italiano, español, griego, inglés... Todo lo que es europeo es desgraciado. ¡Ay! Si mi madre hubiese tenido la ocurrencia de parirme en los Estados Unidos. O en América del Sur...

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—¿Tú crees que hubiera sido mejor para ti? —¡Desde luego! Por lo menos, no estaría aquí. Le di un cigarrillo y, durante un par de minutos, fumamos en silencio. —Me movilizaron después de la liberación de París —empezó a explicarme—. Yo les dije, con toda franqueza, que no quería ir a la guerra. Se echaron a reír. De nada sirvió que les explicase mi caso... Estaba despertando mi curiosidad. —¿Tu caso? —inquirí al ver que se callaba. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. —Soy lo que los americanos llaman un objetor de conciencia. —¡Ah! —exclamé. —Me llamaron cuentista. Y me enviaron al frente. Al principio, tuve suerte. Mi división pertenecía a la reserva del ejército y no nos acercamos nunca a la línea de fuego. Me había ganado ya algunas broncas. El sargento, cuando hacíamos ejercicios de tiro, se dio cuenta de que yo cerraba los ojos cada vez que apretaba el gatillo. —¡Pero si tirabas simplemente sobre un blanco! —observé. —Era igual. El sólo hecho de empuñar un fusil me producía vómitos. Yo sabía que en el ejército americano se hacía caso de los objetores de conciencia. Se les examinaba, se les estudiaba, y si no eran unos simuladores, se les enviaba a ciertos puestos en donde no tenían que manejar las armas. Se echó a reír. —Pero ya sabes lo que pasaba por aquel entonces en el ejército francés. Todos los jefes estaban hinchados como pavos. Los que habían llegado de Inglaterra con DeGaulle, y los que se incorporaron en Francia. "Tenemos que demostrar a nuestros aliados, gritaban, que el soldado francés..." Lo de siempre. Los mismos tópicos. "Para mi desgracia, Hitler nos gastó, en Navidad, la broma de las Ardenas. Y allí fuimos a ayudar a los pobres yankees, que habían pasado un miedo terrible. "No estuve mucho tiempo en el frente. Yo ya lo sabía. Me pusieron en una posición, con un fusil y un montón de cartuchos. Y un sargento me dijo: "Mira ese sendero. Por él puede infiltrarse el enemigo, aunque creo que no se atreverá a hacerlo. Pero no hay que fiarse de nadie. Fritz que veas, Fritz que te cargas. ¿Entendido? "Le dije que sí. que lo había entendido, pero que le rogaba que pusiera a otro en mi puesto. Me mandó a un sitio feo y se largó. —¿Pasó algún alemán por el sendero? Me miró muy fijamente, luego sonrió. —Olvidaba que eras alemán. Pero no temas. Jacques Fourrier, y ése soy yo, no ha matado nunca ni una mosca... Y tras una pausa: —Sí. Pasaron alemanes. Exactamente seis. Yo me encogí en mi agujero y recé para que nada malo ocurriese a nadie, ni alemán, ni francés... Su voz se tornó bruscamente ronca. —Pero yo confundía mis deseos con la realidad. Aquellos alemanes mataron a todo un pelotón... y fueron muertos por otro que ocupaba una posición vecina. —Te hicieron un consejo de guerra, ¿verdad?

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—Sí. Y faltó poco para que me viera ante el pelotón de ejecución. Me condenaron a diez años en Prisiones Militares. Pasé cuatro detrás de las rejas. Luego, alguien llegó para reclutar gente para la Legión en Indochina... y aquí estoy. —Pero... —observé—, no creo que hayas adelantado nada. Aquí te encuentras de nuevo en plena violencia. Se volvió hacia mí, guiñándome un ojo. —No, amigo mío. He aprendido mucho. Les hablé claro, al llegar aquí, convenciéndoles de que no debían mandarme a pegar tiros. Como necesitaban buenos conductores, me dieron este camión. "Pero hay algo más. "Esta guerra, como cualquier otra, no me dice nada. Todos los hombres son hermanos para mí. Y pronto, en el primer viaje que hice, conseguí lo que deseaba. Me pararon unos viets, pero cuando les demostré que llevaba el fusil descargado, tuvieron que escucharme. "Desde entonces, paso por aquí, incluso sabiendo que los viets me observan. Como me dedico exclusivamente a llevar raciones, me han hecho de Intendencia, pero sin que me digan nada. O a veces les doy alguna cosa para comer. "Es gracioso. Soy el único conductor que atraviesa este camino cuando y como le da la gana. —Antes, si mal no recuerdo, al hablar de los viets les llamaste cochinos. —Era para disimular. Todavía no tenía confianza contigo. —¿Y ahora la tienes? —Claro. Si contases a alguien lo que te he dicho, te trataría de loco. Nadie puede creer que los viets y yo seamos verdaderamente amigos... Empecé a experimentar una cierta desconfianza hacia aquel parlanchín. Después de todo, no era el primer mitómano que me había encontrado en la guerra. No es raro que los hombres sometidos a una tensión constante, con el peligro de muerte o mutilación a la vuelta de la esquina, se refugien en el ensueño, la fantasía, la mentira... —¿Y sois verdaderamente amigos? — le pregunté con un tono burlón en la voz. Creí que no iba a contestarme. Así entendí el silencio con el que me parecía que había acogido mi pregunta. Pero entonces, bruscamente, me gritó con voz perentoria: —¡Tira tu metralleta al suelo! Obedecí, sin saber aún por qué. Pero no tardé en ver, a través del sucio parabrisas, las negras y conocidas siluetas de los viets. Eran cuatro, armados hasta los dientes, situados a ambos lados del camino, junto al follaje donde seguramente otros comunistas debían ocultarse. —Ahí los tienes —dijo entre dientes—. Ahora verás si te he mentido. Frenó despacio, hasta detener el camión a menos de tres metros de los guerrilleros. Éstos eran jóvenes, como casi todos los que había visto. A pesar de las armas que empuñaban y que nos apuntaban, vi que todos ellos sonreían. —Baja del camión y no digas ni una sola palabra. Deja que hable yo... y no se te ocurra hacer nada sospechoso... o serás hombre muerto. Saltamos del vehículo, cada uno por un lado de la cabina. Comprobé en seguida que los negros cañones de las armas se volvían exclusivamente hacia mí. —Bonjour, les ahtis! — saludó alegremente el francés. —Bonjour, Jacques! — respondió el que parecía ser el jefe de los viets y que avanzó hacia el galo. —¿Quién es éste? —preguntó luego.

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—Un legionario. —¿Francés? —No, alemán. El jefe viet volvió hacia mí una mirada áspera, cargada de odio. Comprendía perfectamente sus sentimientos, no solamente porque veía en mí a un representante de una raza que consideraba a las demás como simple basura, sino porque, desde que el batallón estaba Instalado al norte de Dien Bien Phu, muchos de los suyos habían caído para no levantarse más. Jacques puso su mano sobre el hombro del indochino. —No es de los que tú crees, Ho-Lang. Me he informado bien sobre él. Ya sabes que si se hubiese tratado de alguien verdaderamente peligroso, te hubiera hecho la señal para que no salieseis al camino. Ha pasado mucho tiempo en un campo de concentración alemán. Me quedé boquiabierto. Había subvalorado evidentemente a aquel joven francés que, como acababa de demostrarme, era muchísimo más inteligente y avispado de lo que parecía. La sonrisa volvió a los labios del viet. —Está bien. ¿Llevas algo para nosotros? —Ya sabes que nunca os olvido. Hoy traigo latas de carne y tabaco. Di a los tuyos que lo descarguen. Ho-Lang lanzó una breve orden en su lengua. Dos viets descargaron tres pequeños sacos de la caja del camión. Fue entonces cuando me llevé la mayor sorpresa de mi vida. Separándose de Jacques, HoLang se acercó a mí, tendiéndome la diestra, que me apresuré a estrechar. —Espero —me dijo con una luz amistosa en los ojos— que no nos encontremos jamás con las armas en la mano. Y pido que algún día, cuando nuestro país sea libre, venga a trabajar a nuestro lado. Un médico será siempre bienvenido. Yo no sabía entonces que íbamos a encontrarnos de nuevo. Más pronto de lo que yo mismo imaginaba. A pesar de mi sincero asombro por todo lo que estaba ocurriendo en aquel singular viaje, tuve que convenir, el reflexionar más tarde sobre ello, que el caso de Jacques no era demasiado extraordinario y que se conocían decenas como él, de fraternidad entre soldados enemigos. Aunque, sin duda alguna, el fondo del asunto, el que el simpático francés fuera un "objetor de conciencia" que se había salido con la suya, lo convertía, bajo ese aspec to, en un caso poco frecuente. El resto del viaje, comparado con lo que habíamos pasado hasta entonces, transcurrió sin historia. Charlamos de muchas cosas, pero me abstuve de preguntarle cómo estaba tan bien informado de mi vida. No sé si hice bien, pero había algo, en aquella cuestión, que no me gustaba absolutamente nada. Estaba deseando volver junto a mis compañeros, ya que quería, de una manera determinativa, plantearles la cuestión que no me había abandonado ni un solo instante desde que los había dejado en lo alto de la colina. Ahora me había dado cuenta por completo de que habíamos sido objeto de una especie de chantaje. Porque, personalmente yo, ¿qué diablos estaba haciendo en la Legión? Era muy posible que Hans y Lorenzo pensasen de diferente forma y que les fuese igual estar aquí o allá.

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Pero, por mi parte, sobre todo después de lo que había pasado aquella mañana —y sólo de pensarlo me horrorizaba—, estaba harto de que la gente, aprovechándose de mi profesión, sin ninguna decencia en lo que exigían, me obligasen a seguir cometiendo actos que habían empezado en Dachau y que, de seguir así, no terminarían jamás. Al español y a Hans, como el pobre Otto, se les podía exigir, como legionarios, que matasen. También se me exigía a mí. Pero, además, sabiéndose médico, se me pedían otras cosas quizá más horrible que el mismo hecho de matar... La voz de Jacques rompió el hilo de mis pensamientos. —Estamos llegando, Karl. Mira allá abajo. Ya veo tu comité de recepción... Vi también yo los uniformes de legionarios. Estaban al final de la bajada que el camión del francés descendía prudentemente en segunda. No conocía aquellos lugares, pero descubrí, mientras el vehículo giraba hacia la izquierda, las aguas verdosas y tranquilas de un arroyo. Momentos después, el camión frenaba junto a los soldados. Heinz estaba allí, con seis números, todos armados con metralletas. —Voy a fumar un pitillo antes de volver —me dijo Jacques—. A ese sargento —añadió mientras sacaba el cigarrillo del paquete— le he visto en alguna parte, pero no recuerdo dónde. Desde luego —y sonrió—, no tiene cara de buenos amigos... Bajé del camión, esbozando un saludo hacia Kolperman, quien se acercaba despacio a mí. —¡Contento de volverle a ver, mi sargento! —le dije, más por romper su molesto mutismo que por otra cosa. —Yo también estoy contento. Yo no me había dado cuenta de nada. El grito de Jacques, que estaba junto a su camión, llegó demasiado tarde. Estaba claro que el francés se sorprendió tanto como yo. El golpe, no muy fuerte, dado con el cañón de la metralleta en mi espalda, me hizo envararme. Sin comprender aún lo que ocurría, miré con fijeza a Heinz. —¿Qué pasa, sargento? —Deja caer la metralleta, muchacho. Y no hagas tonterías... Obedecí, dejando caer el arma, que no estaba cargada, a mis pies. El que tenía a la espalda se apresuró a quitarme los cargadores. Luego me registró por si llevaba alguna granada de mano oculta. Esperé pacientemente a que acabasen de sobarme. Luego, sin dejar de mirar a Kolpermann, insistí: —¿Puede decirme lo que ocurre, sargento? ¿Por qué se me trata así? Vengo de cumplir una misión... Me cortó con un gesto, antes de ladrar: —¡Orden del comandante! —¿Del comandante? Le he dejado, hace unas horas... Es imposible. Señaló a uno de los legionarios que llevaba la emisora portátil en banderola. —El Obergruppenführer —me dijo haciendo uso de la terminología "SS"— me ha llamado esta mañana. “Parece ser, me dijo, que nuestro querido doctor es demasiado curioso. He cometido la debilidad de presentarle a alguien que viajaba de incógnito, pero Von Vereiter lo ha reconocido. No creo que Karl sea todo lo discreto que nosotros desearíamos." Eso es lo que me ha dicho, poco más o menos. —El comandante sabe que guardaré silencio. Sonrió.

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—¡Claro que lo sabe! Más aún, puede estar completamente seguro. Tuviste una oportunidad, la de callarte, y no lo hiciste. Vosotros, los intelectuales, sois una pan dilla de idiotas. —¿Quiere decir eso que estoy arrestado? —¿Arrestado? ¿Crees acaso que estás en un cuartel? Una idea atravesó mi mente. Fue como un relámpago. Normalmente, debería haberme hecho temblar, pero me hizo reír. —Entonces es muy posible que me fusilen... —No. No es ésa la orden que he recibido. Pero voy a satisfacer tu curiosidad. Acércate un poco y mira hacia el arroyo. Hay un lanchón en la orilla. Lo hice, entornando los ojos. —Veo el lanchón y algunas siluetas sobre él, pero no distingo bien ... —Toma mis gemelos. Enfoqué cuidadosamente, pero sintiendo al mismo tiempo una rara sensación en la boca del estómago, como si intuyese algo verdaderamente terrible. No me equivocaba. Al verlos, sentados en el lanchón, un dolor fulgurante me atravesó el pecho. Apreté con tal fuerza los gemelos que estuve a punto de romperlos. Heinz debió percatarse de ello, ya que me los arrancó bruscamente de las manos. —¡Trae! Sorprendido, ¿eh? —Pero... —¡No hay pero que valga! Tú mismo te lo has buscado, ¡pedazo de imbécil! Y como yo no dijese nada, aplastado aún por la incongruencia de cuanto ocurría, me lanzó una mirada de desprecio. —¡Doctor Von Vereiter! ¡Una mierda! ¡Eso es lo que eres! Ahora comprendo que te mandasen a un campo de concentración. ¿A cuántos mataste antes, asesino? Debía conocer los detalles de lo ocurrido. Y yo que creía que Rudolf no diría nada a nadie, ocultando así sus relaciones con aquella francesa. —Pero... ¿y mis amigos? ¿Por qué? —Ya te lo dijo el Obergruppenführer. Ellos pagarán por ti. A lo mejor, al saberlo, te rebanan el pescuezo antes de que lleguéis al "Chemin du Paradis". —¿Es que nos llevan allí? Se echó a reír. —¿Dónde esperabas que te llevásemos, idiota? ¿A un burdel de Hanoi? —y bajando la voz, escupiendo casi las palabras, me dijo con un tono terrible—. La mujer que operaste ha muerto, ¡carnicero!

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XV

—Vamos, "doctor" —me dijo Heinz con sorna—. Ve a reunirte con tus queridos amigos... —Pero —me atreví a preguntar—, al menos dígame lo que tenemos que hacer. Sonrió. —Nada más sencillo, Karl. Hay una lancha junto al río. Subís a ella y remáis aguas abajo. A unos tres kilómetros de aquí, a la derecha, veréis otra barca. La hemos llevado allí, esta noche, con víveres para una semana, armas y municiones. Hizo una breve pausa, aprovechándola para encender un cigarrillo. El humo era una de las armas eficaces contra los mosquitos que revoloteaban, en densas bandadas, a nuestro alrededor. —A menos de cien metros del lugar en que hemos dejado la barca —continuó explicándome—, se encuentra el fortín, si es que así puede llamarse, del "Chemin du Paradis". —¿Cuánto tiempo tenemos que permanecer allí? Se echó a reír. —¡Pedazo de iluso! —exclamó luego con los ojos arrasados de lágrimas—. En principio, ya te he dicho que te hemos dejado comida para una semana, pero no tengas miedo, no la terminaréis... Y precisando aún más, con el visible deseo de aumentar mi pánico, agregó: —La última patrulla, la que más duró de todas, vivió tres días y medio. Me contempló unos instantes, gozando interiormente del temor que debía estar leyendo en mis ojos. Luego, bruscamente: —¡Ya puedes largarte, imbécil! Eché a andar, con paso cansino, como si acabase de recorrer cientos de kilómetros. No me atrevía a levantar la vista y mirar a mis dos compañeros, aunque todavía estaban bastante lejos como para que pudieran ver la expresión entristecida de mi rostro. Lo que más daño me hacía era aquel sentimiento de culpabilidad que pesaba sobre mi conciencia. No era capaz de liberarme de él. Y aunque razonaba, diciéndome que la culpa de cuanto había ocurrido no era totalmente mía, mi calidad de médico me aparecía como la causa importante y primordial que había movido todo aquel asunto. "Veamos —pensé mientras bajaba la cuesta hacia el embarcadero—, si no hubiese sido médico, ese canalla de comandante no hubiera pensado en mí para hacer abortar a esa pobre mujer..." Y una voz, dentro de mí, una voz que yo conocía perfectamente bien, exclamó entonces: "¿Por qué lo has hecho? Te juraste, al abandonar la Facultad, que jamás harías nada que fuese contra tu propia conciencia. ¡Y ha bastado una pequeña amenaza para que te olvidaras por completo de tus hermosas promesas!" ¡No era cierto! Todos los hombres, sin excepción alguna, faltamos a nuestras más sagradas promesas. Pero, muchas veces, casi todas, son los otros los que nos obligan a delinquir de ese modo. Yo sabía perfectamente que no había cumplido mi deber en Stalingrado, que no se puede operar con mal instrumental, sin medicamentos y sin anestésicos... ¡Y lo había hecho! ¿Se me podía exigir, en tal caso, una completa responsabilidad? Algo justificaba lo que hice. Y lo mismo ocurría ahora. Quizá, si la amenaza hubiese recaído únicamente sobre mí,

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no me hubiese acercado a la francesa, pero se me habló, desde el principio, de la suerte de mis dos únicos amigos... La voz interior se echó a reír. Luego, con aquel tono desagradable pero enormemente sincero, masculló: "Karl, no disimules... ¡eres un infecto gusano!" Lorenzo se acercó a mí, sonriente, pero con una pregunta muda en el brillo expresivo de sus ojos. —Te estamos esperando —dijo—. El sargento nos ha dicho que se trataba de una idea tuya... ¿de qué se trata, Karl? Seguí andando hasta detenerme ante Hans. —Hola —saludé. —Hola, doctor. —Te he hecho una pregunta —insistió el español. —Sí, ya lo sé —repuse esquivando su mirada—. Subamos a la barca y vayamos en busca de las armas cuanto antes. Están junto a la posición, en otra lancha. Obedecieron. Las aguas eran densas como aceite, pero nos arrastraban con una cierta facilidad, y no teníamos más que dar algunos golpes de remo para evitar que la corriente nos llevase hacia la orilla opuesta. Entonces empecé a hablar. Lo hice lentamente, explicándoles todo, con detalle, desde el principio. Me di cuenta de que Heinz les había contado mi aventura con el viet herido. Salté rápidamente aquel doloroso episodio, prosiguiendo mi relato. Recalqué bien, al repetirlas, las amenazas del comandante, su juego sucio y la artera manera con que me obligó a intervenir a su amante. Les hice comprender, sin que me importase nada lo que ocurriera después, que me consideraba el único culpable de todo, que íbamos a la peor posición de toda Indochina, que allí caían los hombres como moscas, y que seguramente acabaríamos nosotros igual. Cuando terminé de hablar, me di cuenta de que mis compañeros habían dejado de remar y me miraban con fijeza. Seguí remando, haciendo que la lancha no se separase demasiado del margen izquierdo del arroyo. —Ahora, ya lo sabéis todo —dije molesto por el silencio que guardaban y que empezaba a hacérseme intolerable. Hans lanzó un suspiro. —¡Son unos puercos! —murmuró con un tono ácido en la voz—. Si hubiera sabido que esos bicharracos iban a mandarnos de nuevo, me quedo en Alemania... —No creo que toda la culpa sea tuya, Karl —dijo Alsina—. Pero he oído hablar muy mal de "Le Chemin du Paradis". —¡Es como una condena a muerte! —gruñó Hans—. Los tipos que han estado por aquí cerca se preguntan qué diablos puede hacer una patrulla en un lugar tan infecto como ése... —¿No es un puesto de vigilancia? —preguntó. —¡Qué va! —me dijo Hans—. Te digo que nadie comprende lo que pasa ahí y, sobre todo, por qué diablos han colocado un fortín en esa parte del arroyo. Es como si en los viejos tiempos, allí, en el frente ruso, hubieran enviado a unos pobres tipos a controlar la circulación en Moscú, en el mismísimo centro de la Plaza Roja.

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—¡No seas animal! —se echó a reír Alsina—. Nadie puede circular por el centro de esa plaza... —¿Es que has estado allí? —le preguntó Hans con sorna. —No, no he estado, pero todo el mundo sabe que en el centro de esa plaza se encuentra el Mausoleo con los restos de Lenín. Yo sabía que hablábamos por hablar, por disminuir en lo posible la tensión emocional que nos embargaba. La lancha se deslizaba silenciosamente por las aguas densas del arroyo. Nunca había visto aguas como aquéllas. Ni eran transparentes ni opacas. Transparentes como las que había visto, hacía muchísimo tiempo, en los claros torrentes de los Alpes; aguas que cuando se detenían para formar, abriéndose y extendiéndose, anchas lagunas, dejaban ver el fondo al que prestaban irisaciones de una incomparable belleza. Tampoco eran éstas del arroyo opacas y turbias como las de los colosales ríos rusos: aguas densas, duras, espesas y rudas como los salvajes paisajes que las enmarcaban. Las del arroyo por las que nuestra lancha se deslizaba eran verdes y no únicamente porque reflejaban y copiaban la espesura de la jungla que encañonaba al arroyo. Eran verdes por dentro. Como si la vegetación estuviera también en su seno, como si una extraña y peligrosa jungla viviera en el insólito mundo subacuático sobre el que íbamos. —Mirad —dije de repente—. Allí veo la otra lancha. —¿La de las armas y los víveres? —preguntó Hans. —Seguro —repuse. Alsina juró en voz baja. —¡Son unos hijos de perra! Le miré, extrañado. —¿A quién te refieres? —A nuestros queridos y amados jefes. Imagínate que los viets estuviesen ahora aquí. ¿Qué haríamos sin armas? —Todo esto me huele pero que muy mal... —terció Hans. —¡No hay que ser tan optimista! —suspiré, riéndome. Hacía lo imposible para evitar que cayésemos en la terrible trampa del miedo. Se notaba en todo. En los gestos, en las palabras, en el tono en que eran pronunciadas, en las miradas y en esos imperceptibles temblores que agitaban las manos... Ya no era únicamente mía la premonición, ni era yo solo quien intuía el peligro. La sensación se había hecho colectiva, y mis amigos, por mucho que intentasen simular tranquilidad estaban tan enervados y angustiados como yo. —Remad despacio —les dije cuando nos íbamos acercando a la orilla. Ellos miraban intensamente la barca hacia la que nos aproximábamos. Y, al mismo tiempo, lanzaban tímidas ojeadas a la selva circundante. Era como si supiesen que una vez en posesión de las armas nos convertiríamos en otros hombres... —¿No oís nada? —preguntó Hans de repente. Escuchamos con la máxima atención. Hasta el canto de las aves y el griterío lejano de los monos había cesado. El silencio, no completo ya que la lancha al avanzar susurraba contra el agua y que el sonido de los remos, una especie de succión, cortaba la quietud a intervalos regulares, era, no obstante, positivamente onminioso.

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Un silencio como el que precede a las situaciones límites. Estábamos envarados, tensos como las cuerdas de un arco. Pero, a pesar de que el miedo iba penetrando en nuestros cuerpos por cada resquicio, por cada poro, albergaba la esperanza en forma de lancha a cuya proximidad llegábamos ya. Más impaciente que nosotros dos, Hans, cuando tuvimos la otra embarcación a nuestro alcance, se inclinó hacia adelante, agarró la borda con la mano, y cuando juzgó prudente dio un salto cayendo en su interior. Yo sólo había tenido tiempo de ver la lona verde que cubría el fondo de la lancha a la que acabábamos de abordar. El español y yo frenamos el impulso de la nuestra, cuya proa acababa de chocar contra la orilla. Fue entonces, en el momento justo en que ambos nos volvíamos hacia Hans, que estaba en la otra barca, cuando el grito de rabia y de impotencia, un grito verdaderamente salvaje, brotó de los labios de nuestro compañero. Alsina y yo nos quedamos petrificados, mirando a Hans con los ojos muy abiertos, sin llegar a comprender por el momento lo que le ocurría. Fue Lorenzo quien se atrevió a preguntar: —¿Qué ocurre? Hans, pálido como un muerto, levantó más aún la lona que tenía cogida con ambas manos. Lorenzo y yo nos inclinamos, viendo el montón de latas de conserva que llenaban la parte baja de la lancha. —¡Hijos de perra! —rugió el español—. ¡Malditos hijos de zorra! —Y que lo digas... —silbó rabiosamente entre dientes Hans—. Ni un solo fusil, ni una bala, ni una bomba... ¡nada! No encontré palabras qué decir. Un frío extraño me recorrió la espalda. Mientras, mi espíritu intentaba digerir todo aquello, que seguía pareciéndome imposible casi una broma... Quizá fuese mi complejo de culpabilidad quien me selló los labios. En el fondo, lo quisiera o no, directa o indirectamente, yo era el responsable de que ellos dos se encontrasen aquí. —No comprendo —dijo Alsina al cabo de unos segundos de silencio—. Está bien que nos envíen a esta asquerosa posición... pero no darnos con qué defendernos... Rechinó de dientes. —...hubiese sido mejor que nos mataran de una vez... Hans obró como solía hacerlo, bruscamente. Dejó caer la lona, empuñó los remos que yacían sobre ella y separó rápidamente su embarcación de la nuestra. Gritaba como un poseso, remando a una velocidad increíble. —¡Ahora van a ver, esos puercos! ¡O me dan armas y municiones, o tendrán que matarme como a un perro! ¡Cerdos! ¡Más que cerdos! ¡Seguís siendo los mismos asquerosos nazis de siempre! Ni Lorenzo ni yo le dijimos nada. Estábamos íntimamente de acuerdo con él y quizás hubiésemos hecho lo que él hacía de habernos encontrado en la otra lancha. Hans seguía remando, ahora un poco más lentamente, ya que se encontraba con la fuerte corriente del arroyo, la misma que nos había empujado favorablemente al venir hacia la posición. No oímos los disparos hasta ver los geysers que se levantaban delante de la lancha de Hans, salpicándole de agua.

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Nuestro amigo frenó el impulso de la embarcación, la hizo girar a toda velocidad y se dirigió hacia nosotros. La segunda ráfaga, cuando aún el estridente staccato de la primera moría en los ecos de la selva, alcanzó de lleno la popa de la lancha, segándola como un gigantesco serrucho. Al unísono, el español y yo saltamos al agua, nadando hacia Hans. Él también se había percatado del peligro de que el frágil esquife se hundiese. Allí estaba todo el alimento de que dispondríamos en los días a venir. La suerte, que parecía habernos vuelto resueltamente la espalda, nos favoreció esta vez. Conseguimos, no sin esfuerzo, arrastrar a la embarcación, casi anegada por el agua, hasta la orilla. Sacamos rápidamente todas las latas de conserva, pasándolas a la otra barca. Luego, jadeantes, empapados de agua, calados hasta los huesos, nos dejamos caer en la orilla, con los ojos fijos en el cielo, incapaces de pensar en nada, gozando primitivamente de estar aún vivos, pero sin osar preguntarnos hasta cuándo lo estaríamos. Permanecimos una larga hora sin movernos. Luego, lentamente, cuando las fuerzas tornaron a nuestros cuerpos, nos incorporamos. Ofrecíamos un aspecto lamentable, con los uniformes empapados, restos de algas en los cabellos, las manos y el rostro sucios de lodo. Más práctico que nosotros dos, Lorenzo empezó a asearse, dedicándose inmediatamente después a contar los botes que habíamos salvado. Hans y yo, tras unos instantes de duda, le imitamos, lavándonos en el arroyo. —No hay que desesperarse tan pronto— nos sonrió Alsina :—. Tenemos dieciséis latas de carne. —¿Y para beber? — preguntó Hans. —El agua del arroyo — repuso tranquilamente el español. Y antes de que Hans tuviese el tiempo de discutir, agregó—: sí, ya sé que es infecta, como todo el agua de este maldito país. También sé que no tenemos ni una sola pastilla para desinfectarla antes de bebería, pero no tenemos más remedio. Peor hubiese sido encontrarnos en un desierto... Estuve a punto de sonreír. Lorenzo era sencillamente formidable. Austero como todos sus compatriotas, sabía adaptarse a cualquier tipo de situación, y era muy raro que se dejase arrastrar así como así por la desesperación... —¿Puede saberse lo que vamos a hacer? —pregunté a ambos. Fue Lorenzo, naturalmente, quien me contestó: —Largarnos, Karl. Acabamos de romper las amarras que nos unían a un mundo que nos ha tenido presos mucho tiempo. Tenemos que huir, escapar de este cochino lugar, cuanto antes y lo más lejos mejor. —¡Bonita perspectiva! —exclamó desdeñosamente Hans—. ¡Huir! Eso se dice muy fácilmente. Pero quisiera saber hacia dónde piensas huir, Alsina. —No hay más que un camino: —¿Cuál es? —insistió Hans. —Hacia el norte. La carcajada que brotó de los labios de Hans sonaba trágicamente. Era como esas risotadas huecas, falsas, que suenan en algunas obras de teatro para recalcar una situación exageradamente dramática. —No le veo la gracia... —se amoscó el español. —¡La tiene, Lorenzo, la tiene! ¡Y mucha! —Hans no podía contener las lágrimas que le producía su risa nerviosa. Por un momento, creí que iba a caer en plena crisis de histerismo —¡Qué si tiene gracia!

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Y volviéndose hacia mí. —¿No te ríes, Karl? Es una pena. Porque fíjate en lo que nos propone el "divisionario". Huir hacia el norte. Adentrarnos en plena zona controlada por los comunistas. Nosotros, dos alemanes que han hecho la guerra con Hitler, que han sido castigados por los aliados y él, un español que ha luchado en Rusia contra el padrecito Stalin. ¿No es realmente como para mondarse? —No hay otro camino —insistió Alsina muy serio—. Piensa lo que quieras, Hans, pero tenemos que jugarnos el todo por el todo. —Pero —y Hans dejó bruscamente de reír—, ¿quieres decirme adonde quieres llegar si caminamos hacia el norte? —No lo sé. No tenemos mapas, ni brújulas. Apenas si contamos con alimentos y no tenemos una sola arma para defendernos. Pero yo pienso en el mar. Una vez allí, ya veremos hacia dónde nos dirigimos. —...si es que llegamos a ese lindo mar... —Si no llegamos, habremos muerto —resumió Alsina—. Pero al menos que nos des una buena solución, no nos queda más remedio que ir hacia el norte. No creo —añadió con una sonrisa— que desees intentar de nuevo acercarte a nuestras queridas tropas. Ya has visto el mensaje de plomo que te han enviado... —¡Esos hijos de zorra! ¡No me hables de ellos! Si lo hubiera sabido... —¿Si hubieras sabido el qué? —insistió Lorenzo con sorna. —Que esos hijos de mala madre, y me refiero naturalmente a los nazis, no querían más que lucirse ante el mundo, convertirse en los amos absolutos del resto de los países, y que nosotros, los cabrones que nos partíamos el pecho para defender sus intereses, no éramos, después de todo, más que gentuza de la misma clase que los judíos, los gitanos o los rusos... Porque las cosas se han puesto mal, esos hijos de perra de las "SS", de la Gestapo y del Partido se las han arreglado para escapar de la quema y seguir gozando de sinecuras y privilegios, como nuestros queridos jefes de la Legión. Lanzó un suspiro. —Si lo hubiera sabido —repitió con un tono amargo en la voz—. Conocí a un tipo que estuvo liado con aquel asunto de julio, cuando le pusieron una bomba bajo el culo al cabrito de Hitler. Aquel oficial quería ganarme para su causa. Claro que luego ya sabéis lo que pasó. Adolfo se lió a colgar a todos los que habían pringado en el asunto. Pero os juro que me hubiese gustado ser el que puso la bomba... y casi estoy seguro que me habría quedado allí, aunque me hubiese costado la vida, con tal de, en el último instante, haber visto saltar las tripas de ese hijo de perra... Lorenzo se echó a reír. —No querías mucho a tu Führer, Hans, a pesar de que habrás gritado, como todos los alemanes, miles de veces un "Heíl Hitler!". —Sí —repuso—. Es cierto. Lo grité miles de veces. Y voy a decirte algo más, pedazo de idiota: lo gritaba con ganas, con entusiasmo. Porque por aquel entonces aún creía en él... —Aidez-moi! Je créve! (1). La voz, que venía de nuestras espaldas, nos hizo estremecer.

(1) ¡Ayudadme! ¡Me muero!

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XVI

Nos volvimos. No vimos nada, en un principio, ya que más allá del arroyo, a cuya orilla nos encontrábamos, se extendía la espesa vegetación de la jungla. —La voz ha sonado por ahí —dijo Háns señalando con la mano el nacimiento de una estrecha vereda. Alsina estaba un poco pálido. Se volvió hacia nosotros y noté, por el tamaño pequeño de sus pupilas y las gotas de sudor que perlaban su frente, que el miedo había hecho presa en él. No es que yo estuviera completamente tranquilo. También sentía un dolor agudo en las tripas. Mi corazón latía desacompasadamente. —Parece increíble —musitó el español— que haya alguien vivo por aquí. Esperamos un par de minutos por si la voz volvía a dejarse oír. Pero nada ocurrió. El silencio era completo. Parecía incluso que el rumor de las aguas del arroyo se hubiese acallado. Impetuoso como de costumbre, Hans lanzó un reniego. —Sakrement! ¿Qué diablos estamos haciendo aquí? Ese pobre hombre está pidiendo auxilio... Avanzó decididamente hacia el sendero, pero se detuvo antes de penetrar en él. Nos dimos cuenta de que la falta de armas nos hacía pensar que estábamos desnudos. Parece mentira, pero la costumbre de ir armado proporciona, se quiera o no, un sentimiento de seguridad formidable. Hans se sentía así. Por eso, lanzando una ojeada a su alrededor, terminó por descubrir una rama medio podrida y se inclinó a recogerla. La empuñó, volviéndose sonriente hacia nosotros. —Por si acaso... —nos dijo guiñándonos un ojo. Luego se adentró sin más por la vereda. No tuvimos más remedio que seguirle. Lorenzo, que generalmente demostraba un valor y entereza ejemplares, dejó no obstante que pasara yo delante. Yo sabía perfectamente que el temor del español no tenía como motivo la posibilidad de una pelea. Lo que le intranquilizaba de aquel modo era el misterio de todo aquello. Nos habían repetido, mil veces, que nadie que iba al "Chemin du Paradis" vivía demasiado tiempo. Y ahora, bruscamente, alguien pedía auxilio, con una voz hiriente y cavernosa, como la de un fantasma. La senda era estrecha, muy angosta. Las zarzas arañaban nuestros uniformes y debíamos estar haciendo un ruido formidable al avanzar así, al buen tun-tún. De repente, la vereda empezó a ensancharse para desembocar bruscamente en un amplio calvero. Allí en medio, el "fortín" se elevaba, un ridículo montón de sacos terreros entre los que asomaba el cañón de una ametralladora. Nos quedamos boquiabiertos. —¡Vaya "bunker"...! —exclamó despectivamente Hans—. Ahora me explico por qué nadie puede defenderse aquí... —Hay una ametralladora... —musitó Alsina con un brillo de esperanza en los ojos. —Vamos a ver si funciona —replicó Hans echando a andar hacia el "fortín".

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No había más que una excavación redonda, con una doble fila de sacos terreros a su alrededor. Por el lado que miraba al calvero, habían instalado una rústica banqueta de madera sobre la que reposaba el trípode de la ametralladora. Pero todo esto lo detallamos después, ya que nuestra atención se concentró, desde el mismo momento en que nos acercamos a los sacos terreros, en el hombre que yacía en el fondo del "fortín". Era sin duda el que nos había llamado poco antes, pero ahora yacía sin conocimiento, los brazos en cruz, boca abajo, con el demacrado rostro vuelto hacia el lado derecho, la cara y los labios manchados de tierra y de algo verde que no reconocí hasta más tarde. Estaba tan delgado que el uniforme de legionario flotaba sobre él como sobre un esqueleto. Pero tampoco reparamos en todos estos detalles. Había otros que miramos con horror, estremeciéndonos, pálidos como muertos. Aquel desdichado no tenía pies ni manos. Cuatro muñones ennegrecidos los sustituían. Muñones que aparecían por las mangas de la guerrera y los bajos de los pantalones. La horrible mutilación me produjo un escalofrío. —¡Santo cielo! —no pude por menos de exclamar. —Es horrible —musitó Hans—. Hubiese sido mil veces mejor matarlo de una vez... Algo me empujó a bajar al fondo de la posición, inclinándome para examinar de cerca los muñones. Comprendí en seguida que habían sido quemados para provocar una rápida cicatrización y evitar una fatal hemorragia que le hubiese acarreado la muerte. Pero me pregunté cómo se habían tomado aquellas precauciones tras haberle salvajemente mutilado. A menos que... Me estremecí. Mis compañeros habían saltado como yo por encima de los sacos terreros, pero mientras Alsina, con los ojos inmensamente abiertos, miraba al desdichado legionario, Hans, más práctico que nosotros, estaba examinando la ametralladora. Le oímos lanzar un gruñido mientras se acercaba a nosotros. —¡Maldita sea! —exclamó malhumorado—. ¡Lo que me imaginaba! La han inutilizado. Es un montón de hierro que no sirve para nada... Se fijó en el examen que estaba haciendo yo. —Le cortaron las manos y los pies, ¿verdad? —inquirió al cabo de unos instantes. —Sí —repuse sin levantar la cabeza—. Luego le quemaron las heridas, cauterizándolas para que no perdiese toda su sangre. —¡Qué humanitarios! ¡Así da gusto! —rezongó Hans. —¿Está vivo? —preguntó entonces Alsina. —Sí, pero su estado es lamentable. Ha debido perder más de la mitad de su peso. Y hubiera muerto de no haber comido algunas hierbas... —añadí mostrando las manchas verdes que había en los labios. —¡Canallas! —rugió el español—. Lo han convertido en una bestia que tiene que arrastrarse para comer yerba... pero, ¿cómo bebía? Me puse en pie antes de contestar. —Tú acabas de decirlo, Lorenzo —repuse con dulzura—. Se arrastraba hasta el arroyo, como una serpiente... —¿Tiene para mucho? — preguntó bruscamente Hans.

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Había algo, en su voz, que me hizo volverme rápidamente hacia él. —¿Por qué dices eso? Se encogió de hombros. —No irás a pensar que vamos a llevarlo con nosotros. —¿Por qué no? —terció indignado Alsina—. Ese hombre puede vivir tal y como está... Una breve risita, que no tenía nada de cómico, escapó de los labios de Hans. —Sois una pareja de memos —dijo mirándonos con fijeza—. Si queréis ayudar a este pobre desgraciado, ¡matadle! Estoy seguro de que si pudiera hablar, estaría de acuerdo conmigo y os lo agradecería... Me disponía a responderle con acrimonia, pero ante nuestra estupefacción, fue el hombre que yacía a nuestros pies quien dejó oír una voz extrañamente dulce: —Comprendo muy mal el alemán, pero creo haber entendido lo que su amigo ha dicho... Se dirigía a mí, que estaba más cerca de él que los otros dos. Bajé los ojos hacia él. Se estaba incorporando, apoyándose en las rodillas y en los muñones de las manos. De un mismo impulso, Lorenzo y yo nos precipitamos para sentarle, con la espalda apoyada en los sacos terreros. —Gracias —dijo esta vez en francés—. Hace poco, antes de desmayarme como un estúpido, cosa que me ocurre cada vez con mayor frecuencia, creí volverme loco de alegría al oírles. Les grité, pero cuando intenté arrastrarme hasta el arroyo, me faltaron las fuerzas y me desvanecí... —Lo comprendo —le dije—. Está usted muy débil. Pero no se preocupe: tenemos algunas latas de carne. Le alimentaremos... Una triste sonrisa flotó unos instantes sobre sus pálidos labios. —¿Les han enviado aquí? —me preguntó, ignorando lo que yo acababa de prometerle. —Sí. —¿Sin armas? —Sí. ¿Cómo lo sabe? Su sonrisa se alargó un poco, pero continuaba siendo tremendamente triste, pareciendo más bien una mueca. —Hacen siempre lo mismo. Ustedes deben pertenecer a ese nuevo batallón alemán, ¿verdad? —Así es. Lanzó un suspiro. —No sé cómo han cometido el grave error de venir a Indochina —dijo con un tono grave en la voz—. Sobre todo, después de lo que han pasado... Claro que algo semejante me ocurrió a mí. —¿También estuvo usted en la Segunda Guerra Mundial? —le pregunté. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. —Sí, estuve. Primero en África, luego en Italia y finalmente en Francia y Alemania. Era teniente en una compañía de tiradores marroquíes. Estuvimos en Monte Cassino... —Un infierno. —No peor que otros. Todo, en la guerra, es un infierno. Pero lo curioso es que el verdadero infierno no está generalmente en el frente de batalla, al que uno acaba acostumbrándose, sino en la retaguardia. Me estremecí.

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Aquel hombre pensaba como yo. También a mí me había ocurrido lo mismo. No encontré el infierno en Stalingrado, sino en Berlín, antes de ser enviado a Dachau (1). —Yo no conocí —continuó diciendo— el miedo hasta que regresé a París, pocos días antes de que se acabase la guerra. En realidad, abandoné el frente sin permiso. En una palabra: deserté. —¿Y no le fusilaron? —preguntó ingenuamente Hans. —No, puesto que estoy aquí... Hizo una pausa, entornando los ojos, como si desease reunir los recuerdos que debían vagar a su antojo en su mente debilitada por el hambre. —Yo tenía un hermano, Marcel. En 1940, Marcel era demasiado joven para ir a la guerra. Acababa de cumplir catorce años. Así lo veía yo siempre, cuando pen sabaen él, en mi lejana guarnición de Fort Lamy... Le veía con sus pantalones cortos, demasiado alto para su edad, delgado como un alambre y con el rostro lleno de granos... Suspiró, quizá para recobrar fuerzas. —Yo no me daba cuenta de que los años pasaban y que Marcel estaba convirtiéndose, allá en la patria, en un hombre. "No tenía noticias suyas, ni tampoco conseguí tenerlas cuando se liberó París. La guerra me absorbía por completo, pero estaba seguro de que Marcel se encontraba bien... Se pasó la lengua por los labios. Una bandada de mosquitos cayó sobre su rostro. Los espanté con mi pañuelo. —Merci —me dijo lanzándome una mirada agradecida. Luego prosiguió—: Nuestros padres murieron antes de la guerra. Marcel y yo vivíamos juntos. Ya comprenderán que tuve que ser para él hermano, padre y madre al mismo tiempo. "Mientras Marcel estudiaba con aprovechamiento, yo trabajaba en la Renault. Estaba en la sección de pintura y ganaba lo suficiente para que viviésemos con decencia. En cuanto a mujeres, fuera de algunas furcias a las que estaba obligado a rendir visita de largo en largo, mis economías no daban para más, no pensaba dirigirme a ninguna muchacha hasta que Marcel hubiera terminado la carrera... quería ser arquitecto... "Resumiendo. La primera noticia que me llegó de él la leí en uno de los periódicos que nos llegaban al frente: "Liberation". Allí estaba su nombre, entre cuatro más de condenados a muerte por colaboracionistas y haber pertenecido a las milicias... Se mordió los labios mientras yo continuaba espantando las moscas verdes que zumbaban a su alrededor. —Llegué demasiado tarde a la capital. Ya le habían ejecutado. Sólo tuve tiempo para reclamar su cuerpo, al que di sepultura junto a nuestros padres. Naturalmente, la Policía Militar me detuvo y fui conducido a una prisión antes de pasar ante un tribunal militar. El fiscal pedía la pena de muerte por deserción delante del enemigo. ¡Ojalá se hubiera salido con la suya! Hubo un largo y penoso silencio que ninguno de nosotros se atrevió a profanar. —La guerra terminó mientras me juzgaban. Mi abogado defensor, que el diablo confunda, consiguió que me conmutasen la pena capital por prisión perpetua. Poco después, un oficial de la Legión vino a verme. Había leído mi historial, conocía las dos medallas que me habían concedido, una en Bir-Harmein, la otra en Monte Cassino... Y así vine a Indochina. (1) Ver Yo fui médico del Diablo, mismo autor, misma colección.

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—Pero... —no pude por menos de preguntarle—, ¿habrá otro motivo para que le enviasen al "Chemin du Paradis"? Sonrió levemente. —El azar, amigo mío. El capitán de mi compañía era, precisamente, el que había dirigido la captura de Marcel, que se había escondido en los alrededores de París, exactamente en Malmaisen, cerca de Versalles. Escupió rabiosamente en el suelo. —¡El muy cerdo! Seis meses después fue detenido y degradado, entonces era comandante, por un asunto sucio de drogas con los tiradores marroquíes, a los que también pertenecía, aunque yo no le había visto hasta aquí... "Pero ya deben saberlo lo mismo que yo. Todos los cerdos tienen suerte. Y éste no tardó en recobrar parte de sus galones en cuanto llegó a esta tierra. Claro —y su voz se hizo muy ronca— que le sirvió de poco. Cuando estuve seguro... le hundí un cuchillo en el corazón... —¿Y qué pasó aquí? —inquirió el español. —Lo de siempre. Vine con dos más, dos excelentes chicos que habían hablado demasiado de un cierto coronel y de sus queridas... Los viets nos sorprendieron, sin armas, a la noche siguiente. Como ya saben que aquí no hay más que una asquerosa e inútil ametralladora, llegaron como quien da un paseo. A los otros dos, que intentaron resistirse, los decapitaron... A mí, que estaba tan desesperado que me atreví a tomarles el pelo... me hicieron eso... Se calló unos instantes; luego: —Pero no les culpo. Ellos hacen su guerra, en su país. Lo único que lamento es no haber hecho como mis camaradas. A estas horas descansaría para siempre... y lo necesito. Estoy muy cansado, muy cansado... Su voz se fue apagando, pero subió luego de tono: —Afortunadamente —y ahora miraba a Hans—, han llegado ustedes aquí. No van a quedarse, ¿verdad? —No —me apresuré a decir—. Ya hemos visto bastante. Vamos a coger la lancha y bogar río abajo. Si debemos morir, no será sin haber intentado escapar. —Hacen muy bien y les deseo sinceramente mucha suerte. —Usted vendrá con nosotros —prometí. Se echó a reír, aunque su alegría era ficticia y duró muy poco. —No diga eso, amigo. No me imponga una vida de la que hubiera debido librarme hace mucho tiempo. Pero ya saben ustedes lo que ocurre: se apega uno a este miserable pellejo, como si se tratara de algo que va a durar siempre... —Esperaremos que llegue la noche. Luego nos iremos. Le di de comer, aunque no probó más que algunos bocados de carne en lata. Después montamos un turno de guardia. Estábamos rendidos. Me dormí como un tronco. Cuando desperté, estaba anocheciendo casi, había muerto. Una sonrisa flotaba en su boca. Tenía los ojos abiertos y brillantes. Hans, al que yo debía sustituir, me miró fijamente a los ojos. —Nos iremos muy pronto, Karl. Sólo pienso descansar una hora. Ya sabes que los viets suelen venir por la noche. —Sí... —luego, bruscamente, le pregunté lo que estaba quemándome los labios—: ¿Lo has hecho tú? Hizo un breve gesto de asentimiento con la cabeza. Luego, con una voz que no era más que un murmullo:

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—Me lo pidió, ¿sabes? Tenía que hacerlo. Me dijo que no deseaba vivir así, convertido en un trasto humano, en un estorbo. Me dijo también que la vida carecía de significación para un hombre al que le faltan las manos... Vi que Hans tragaba saliva con visible dificultad. —Nos mintió... —¿En qué? —pregunté permaneciendo a la defensiva, seguro de que mi compañero buscaba ciegamente algo que justificase su horrible crimen. —Tenía una novia, en París, y me dijo que, incluso si conseguía volver allí, jamás podría volver a acariciarla. "¿Te imaginas, me preguntó, qué clase de caricia puede hacerse con estos repugnantes muñones?" Hans se calló. Algo inconfesable me empujó a preguntarle cómo lo había hecho. Me miró con extrañeza, pero contestó a mi pregunta: —Le di un golpe en la cabeza, cuando estaba distraído, para atontarle. Luego... le estrangulé. Fue rápido, te lo aseguro, Karl... —¡Me das asco! Deberías haber trabajado en un campo de exterminio, junto a los Kapos... Ni siquiera se sobresaltó. —Te equivocas. Creo que nunca podré olvidarlo. Pero tenía que hacerlo. Sé que él lo deseaba. Y aunque cargue por el resto de mi perra vida con los remordimientos, no me arrepiento de haberle hecho ese favor... Ahora me voy a descansar. No lo olvides. Despiértanos, a Lorenzo y a mí, dentro de una hora. No envidié sus sueños... si es que consiguió conciliarios.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XVII

La lancha se deslizaba, río abajo... Llevábamos una hora navegando, en medio de aquella densa oscuridad, vigilando únicamente que la embarcación se mantuviese en el centro de la corriente, ya que las orillas constituían para nosotros la frontera donde el peligro empezaba. Sin mapas, sin brújula, sin armas. No creo que nadie, ni siquiera un fugado de presidio, estuviese tan desprovisto de medios. Tan sólo la pequeña navaja de Alsina con la que habíamos abierto dos latas de carne. —Tú, el doctor —dijo bruscamente Hans volviéndose hacia mí—, tú debes saber mucha geografía. ¿No es cierto? —¡Hombre! —exclamé encogiéndome de hombros—. Un poco... —Entonces, dinos hacia dónde nos dirige este asqueroso arroyo. No pude por menos que sonreírme. —Lo que me pides no es geografía, sino adivinación. ¿Qué quieres que sepa? Lo que tú. Cuando estábamos en nuestra posición, sabía que nos encontrábamos al oeste de Hanoi y al norte o noroeste de Saigón. Eso es todo lo que puedo decirte... —Pero, ¿tú crees como yo que nos estamos adentrando en territorio viet, no es cierto? —Puede ser. Con una brújula, podríamos saber aproximadamente el rumbo del arroyo, deduciendo de ello si nos dirigimos hacia el norte, como creemos, o si vamos en otra dirección. —No has contestado a mi pregunta —gruñó. —Sí, la he contestado explícitamente... —¡Habla claro! —De acuerdo. Vayamos en la dirección que vayamos, a menos que me equivoque por completo, nos estamos adentrando en una zona enemiga, controlada por completo por los viets. ¿Estás satisfecho ahora? —¡Vete a la mierda! —Os estáis poniendo demasiado nerviosos —intervino Lorenzo—. Mientras sea de noche, creo que podemos seguir navegando como lo estamos haciendo. Sería tener muy mala pata si nos tropezásemos con una embarcación enemiga. Además, como la noche es bastante oscura, no creo que puedan vernos desde las orillas. Guardó silencio unos instantes. Quizás esperaba que alguno de nosotros dos opinase sobre lo que acababa de decir. —Lo que hay que vigilar mucho —añadió más tarde— es el día. En cuanto empiece a clarear, hay que abordar una orilla, sacar la barca y escondernos... —¿Qué orilla? — preguntó Hans. —Es igual —repuso el español—. A menos que tengamos tiempo de examinar ambas, habrá que elegir al azar. —Todo eso está muy bien —volvió a decir Hans—, pero yo os pregunto, ya que parecéis tan listos, adonde vamos a ir a parar, incluso si llegamos hasta el mar, cosa que me extrañaría...

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—¡El mar! —suspiró Lorenzo—. ¡Ojalá estuviésemos ya en él! El mar, pedazo de cabezota, es nuestra única esperanza. Quien dice mar, dice puerto, pequeños puertos pesqueros donde no será muy difícil robar una embarcación con la que alejarse de la costa. Después, un barco... —¿Y si el barco es francés? No olvides que somos legionarios... y desertores. Alsina se echó a reír en voz baja. —Como dicen en mi tierra, tú lo que quieres es que me coja el toro. Si el barco es francés, no lo cogemos... y en paz. No pensarás que después de todo lo que nos queda por pasar, hasta llegar al mar, vamos a ser tan estúpidos como para embarcarnos en el primer navio que se nos presente. Hans no parecía muy convencido de todo aquello. Torció el gesto y dijo: —Creo que estamos empezando la casa por el tejado. Hablamos del mar, que es o será la última fase de nuestra huida, pero hay mucha tela aún para llegar hasta él. Y entre el mar y nosotros, creo que lo olvidas demasiado fácilmente, están los viets. —Eso ya lo sé. —Soy yo quien quisiera saber lo que ocurriría si caemos en las manos de los comunistas. Lorenzo se encogió de hombros. —Ya lo he dicho antes, Hans. Lo que tú necesitas es un mago o una gitana que te diga el porvenir. ¿Qué quieres que te diga? Guardó silencio unos instantes. Luego, sin mirarnos, con los ojos semicerrados como si estuviese mirando hacia el interior de sí mismo: —Muchas veces —dijo con voz trémula—, allá en el frente del Este, pensé en lo que podría ocurrirme si caía prisionero de los rusos. Vosotros no podéis entenderlo... Cuando se ha vivido, aunque fuese de niño, una guerra como la de España, habitando un pueblo peque ño que empezó perteneciendo a la zona republicana y luego fue conquistado por las tropas nacionales, las cosas toman un sabor especial, se mueven en una dimensión tan estrecha, tan mezquina, que vive uno en el angosto canal que delimitan los prejuicios y los tópicos y donde las palabras están cargadas de una definitiva generalización que no admite excepción alguna... —¡Hablas como un libro! —le dijo Hans. Pero yo estaba interesado por lo que el español estaba contando. Y sabía además que aquella confesión le era muy necesaria. Porque no hay nada tan beneficioso como la descarga emotiva, la confesión o, como dicen los entendidos, la "catarsis". Por eso me volví hacia Hans, llevándome el índice a los labios. —¡Cierra el pico y deja que Lorenzo siga! —le dije. La barca seguía moviéndose por el centro de la corriente. Todos nosotros habíamos notado que el arroyo se hacía cada vez más ancho, lo que nos tranquilizó, ya que así se alejaban de nosotros las siempre peligrosas orillas. —Luego conocí personalmente a los rusos. Tengo facilidad para las lenguas, y allá, en las trincheras, con un librito muy pequeño, aprendí poco a poco la lengua rusa. No perfectamente, claro, pero sí lo suficiente para que, algunos meses más tarde, el comandante de mi batallón me diese el cargo de "intérprete" con la misión de asistir a los interrogatorios de los prisioneros soviéticos. Se encogió de hombros. —En fin, ¿qué voy a explicaros? Vosotros habéis estado allí, en Rusia, seguramente mucho más tiempo que yo. Pero lo que deseo deciros es que conocí a rusos y que los había de todas clases: analfabetos, cultos, simpáticos y humanos, antipáticos y arrogantes, hermosos y

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feos, altos y bajos. Y comprendí que eran como nosotros, que luchaban y sufrían como nosotros. Un día pude leer, aunque me costó mucho, una carta que encontramos en un cadáver, después de un golpe de mano. Era una carta que un soldado escribía a su madre. Lo creáis o no, aquella carta me hizo llorar. No por saber que la pobre mujer no la recibiría nunca, sino porque parecía que la había escrito yo. Decía las mismas cosas que yo contaba a mi madre. ¡Lo que me hubiese gustado haber hecho dos grandes copias! —¿Para qué? —le pregunté. —Muy sencillo —repuso—. Hubiese enviado una de ellas a Goebbels, ese idiota que nos llenaba la cabeza de infames mentiras, pintándonos a los rusos como seres despreciables e infrahumanos... —¿Y la otra? —Se la hubiera enviado a Stalin. Y no porque dijese que los nazis y sus amigos eran hienas al servicio del capitalismo. Todo eso no son más que palabras. Se la hubiera enviado para que supiera que los hombres que enviaba por oleadas, por miles, eran criaturas humanas. Y que su deber era el de economizarlas, sin enviarlas, como hacía, por manadas, como animales al matadero. Así, por lo menos, muchas de aquellas cartas llegarían a su destino. Pero... —y su voz se truncó— ningún gobernante, en tiempo de guerra, tiene como consejeros a las madres de sus soldados. Una tenue claridad azulada parecía disolver, hacia nuestra derecha, la intensa negrura de la noche. Hans y Lorenzo descansaban en el fondo de la barca. Habíamos montado un turno de guardia y a mí me tocó el último. Nunca había conocido una paz tan completa. Sin el pegajoso calor del día, sin los molestos e insoportables insectos, en aquella era límite, entre el día y la noche, el arroyo ofrecía un aspecto insólito. Por un momento, contemplando las irisaciones que la primera claridad matutina rielaba sobre las aguas, me olvidé de nuestra horrible situación, cautivado por el silencio que me rodeaba, por el suave deslizar de la embarcación, por aquella quietud que hablaba de la inmensa belleza de nuestro mundo. Desgraciadamente, aquella vena de romanticismo tuvo muy poca duración. Agazapados en mi mente, los temores la asaltaron. Volví a pensar en nuestra quimérica fuga, ya que a pesar de cuanto habíamos hablado y sobre todo de cuanto deseábamos, yo estaba seguro de que nunca alcanzaríamos el lejano mar. —Veamos —soliloqueé en voz baja—: ¿cuántos kilómetros habremos recorrido esta noche? Imposible saberlo. La velocidad de la corriente variaba constantemente. Además, no podíamos calcular nuestra marcha, ya que carecíamos de puntos de referencia. De todos modos, hube de confesarme, no sin tristeza, que no habíamos recorrido más de ocho o diez kilómetros en aquella primera noche. Había otros problemas. El curso del arroyo, que se iba convirtiendo poco a poco en río, al menos por la anchura que ahora tenía, nos era completamente desconocido. Era, además, sinuoso y retorcido como

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una serpiente. Eso quería decir que igual habíamos podido seguir hacia el norte como dirigirnos en dirección opuesta. —Por el momento —seguí hablando en voz baja—, el sol sale a mi derecha, y como miro hacia el sur, eso quiere decir que hacia el sur nos dirigimos... —¿Qué tonterías estás diciendo? Me volví. Hans se había despertado. Se incorporó y se acercó a mí, sentándose en el banco central, a mi lado. —Si empiezas a hablar solo —sonrió—, vas a terminar cazando moscas. —Estaba intentando calcular nuestro rumbo. Se llevó la mano a la sien, en una especie de saludo. —¡Bravo, capitán! Pero lamento decirle que ha metido usted la pata hasta el corvejón. —¿Qué quieres decir? —me amosqué. —¿Cómo sabes que vamos hacia el sur? —Porque tengo el sol a mi derecha... —me di cuenta del error que había cometido—. ¡Perdona, Hans! He querido decir que íbamos hacia el norte, pero la palabra "sur" me ha salido sin querer. —Ahora ya me dejas respirar tranquilo. La verdad es que, al despertar y oírte decir que íbamos hacia el sur, me has puesto los pelos de punta. —Perdona otra vez. Vamos hacia el norte. Eso es bueno, ¿verdad? Asintió con la cabeza. —Sí —dijo tras una corta pausa—, pero lo que ya no es tan bueno es que está haciéndose de día a toda velocidad. ¡Despierta al español! —En seguida. Sacudí a Lorenzo hasta que se incorporó, bostezando. Le dije que se estaba haciendo de día. —Entonces —dijo con voz aún somnolienta—, hay que buscar rápidamente un lugar en el que varar y esconderse. —¿Y qué crees que estoy haciendo? —protestó Hans volviéndose hacia nosotros. Y al cabo de un par de minutos: —¡Mirad allá! —nos dijo Hans—. Hay una pequeñísima playa y en seguida mucha vegetación, lo bastante espesa como para ocultarnos y esconder la barca. ¿Qué os parece? —Estupendo —repuso Alsina. Remamos con fuerza, sacando a la embarcación del centro de la corriente. Nos bastaron unos diez minutos para arribar a la minúscula playa. Saltamos a tierra, hundiéndonos un poco en la fina arena. Arrastramos la embarcación, haciéndola penetrar por la fuerza entre los troncos flexibles de un cañaveral. Momentos más tarde, jadeantes aún por el esfuerzo que acabábamos de hacer, contemplábamos desde la playa el lugar en el que la barca estaba oculta. —Nadie puede verla —dijo Hans. —Hemos hecho un buen trabajo —opinó Lorenzo. Nos escondimos cerca de la embarcación de la que habíamos sacado un par de latas de carne. El cuchillo de Lorenzo siguió haciendo las veces de abrelatas. —¡Daría cualquier cosa por un pedazo de pan! —musitó el español. —Yo preferiría un buen jarro de cerveza fresca —dijo Hans. Y volviéndose a mí—: ¿A ti que te gustaría, Karl? Le sonreí.

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—Yo daría lo que fuese por estar en alta mar, a vuestro lado, mirando el humo de la chimenea de un barco que nos llevase a cualquier parte... —¡No pides nada! —rió Hans. Y después de tragar un pedazo de carne en conserva, que cogía, como nosotros, con los dedos: —No hemos hablado nunca del lugar hacia el que nos dirigiríamos... si es que logramos escapar. Lorenzo no lo dudó ni un solo instante. —Yo vuelvo a España. —Pero —le dije—, nos dijiste, antes de salir de Alemania, que seguramente iban a castigarte como desertor. —No creo que lo hagan. Me habrán dado por desaparecido. Pero, aunque me castigasen, me vuelvo a casa. Quiero estar al lado de mi madre. Además, todo esto me tiene harto. Lo que pasa en Indochina, me importa un comino. Quiero descansar, vivir como una persona... —¿Y tú, Hans? —pregunté a mi compañero. —Yo pienso irme a América del Sur. Quiero romper con mi pasado, iniciar una nueva vida, olvidarme para siempre de lo que fui. Incluso creo que cambiaré de nombre. Ya lo he pensado... Y volviéndose hacia Lorenzo: —Oye, Alsina, a ver si te gusta este nombre. Lo leí en un libro, hace muchísimo tiempo... no me acuerdo exactamente qué libro era, pero trataba de España. Y hubo un nombre que me gustó muchísimo. —¿Cuál? —inquirió Alsina con una franca sonrisa en los labios. —Francisco de Quevedo y Villegas. ¿Te gusta? Lorenzo soltó una carcajada, que yo coreé. —¿Qué diablos os pasa? —se amoscó Hans—. ¿He dicho algo malo? —Has dicho una barbaridad —le contestó Lorenzo—. Quevedo es uno de nuestros mejores escritores. Le conocen por todas partes. Y si llegas a Argentina o al Perú, o donde sea, diciendo que te llamas así... —¿Me meterían en chirona? —le interrumpió Hans. —No, amigo mío. Lo que te pondrían, inmediatamente, sería una camisa de fuerza. Reímos. Hacía tiempo que no lo hacíamos. Por un instante, perdidos en una selva inhóspita, sin armas y apenas con algunos víveres, fugitivos de un mundo que nos había tratado peor que a bestias, olvidamos todo para reír como tres amigos tranquilamente sentados a la terraza de un café. Lo que no sabíamos era que nunca más volveríamos a hacerlo.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XVIII

—¿Dónde vas otra vez, Hans? El sol pesaba sobre nosotros como una plancha cadente de hierro, al rojo vivo. A pesar de la semipenumbra que reinaba en el cañaveral, el calor era casi tan insoportable como los mosquitos. No lejos de mí, Lorenzo había terminado por dormirse, pero se movía todo el tiempo, con el rostro perlado de sudor y cubierto por las asquerosas moscas verdes que le daban el aspecto de un muerto. Hans se volvió hacia mí. —Tengo una diarrea terrible, Karl. Con ésta, ya son siete veces las que tengo que bajar los pantalones. ¡Y el líquido que suelto huele a demonios! —Debe ser una infección. —¿La carne? Con este calor, las conservas son peligrosas. Eso es por lo menos lo que he oído decir. Moví la cabeza negativamente. —Debe tratarse del agua del arroyo, Hans. O quizá llevabas la infección intestinal encima, sin que se manifestase hasta ahora... —Me duele mucho, ¡perdona! Y echó a correr. Miré a Lorenzo, envidiando con franqueza la facilidad que tenía para dormirse en cualquier parte, en cualquier postura. Era el más joven de nosotros tres y aquello explicaba un poco su manera de actuar. Recordé entonces, al volver a pensar en Hans, que guardaba en uno de mis bolsillos un tubo de sulfamidas. Sonreí al pensar que lo había cogido del "quirófano" preparado por el canalla que me había obligado a hacer un raspado a la francesa... En cuanto vi a Hans, que regresaba abrochándose los pantalones, le entregué el tubo que había encontrado en un bolsillo de la guerrera. —Toma una pastilla cada tres horas —le dije—. No es una sulfamida específica para las afecciones abdominales, pero hará su efecto... —Gracias, Karl. —Lo guardaba por si se presentaba alguna infección por picadura o herida... —Hasta ahora, vamos teniendo suerte, ¿verdad? —me preguntó. —Sí, no podemos quejarnos. Se fue hacia el arroyo para beber un poco de agua y tragar el comprimido. "Suerte —me quedé pensando—. Sí, dentro de todo, la teníamos. Aunque podía abandonarnos en cualquier momento. Como le había ocurrido a Otto, como le ocurrió a aquel pobre desgraciado al que Hans había... Se me anudaron los músculos del cuello. Había olvidado al hombre sin manos ni pies. Y, sobre todo, había olvidado que Hans puso fin a sus sufrimientos, a su angustia, de una forma que no lograba convencerme del todo. Hans regresó en aquel momento, sonriente, con los labios todavía húmedos. Se sentó ante mí, en el suelo, mirándome. —Pareces muy serio, Karl —me dijo—. ¿Ocurre algo? —Estaba pensando en el mutilado de "Le Chemin du Paradis".

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—¡Ah! Noté que, como yo, lo había olvidado por completo. Así son las cosas. Pero él, por lo menos, debería recordarlo con más fuerza, ya que había... Seguía mirándome. Y me preguntó sin ambages: —Sigues creyendo que obré mal, ¿verdad? —Sí. —Ya te dije que no iba a arrepentirme. Lo hice, porque me lo pidió. Y no creo que tú hubieras resistido a la mirada suplicante de aquel desgraciado... Sonreí amargamente. —Conozco esas miradas, Hans. Muchísimo más que tú. Las he visto miles de veces. Y he escuchado súplicas en todos los tonos, promesas y hasta amenazas. No olvides que soy médico. —¿Te han pedido alguna vez algo semejante? —Cientos de veces, Hans. Me han pedido una muerte liberadora. Me la han pedido hombres que tenían las tripas cogidas con las manos para evitar arrastrarlas por el suelo. Me lo han pedido hombres con el rostro destrozado, castrados por balas o metralla, ciegos, amputados... Y ha habido otros que deseaban que les cortase algo no importante para ser evacuados y volver a sus casas. —Yo encuentro lógicas esas peticiones. —Sí, es cierto. Pero dejan de serlo cuando lo que te solicitan es la muerte. No creas, amigo Hans, que el problema es nuevo. La eutanasia es vieja como el mundo. Ya en la antigüedad, los griegos tiraban a los niños deformes y contrahechos al fondo de un abismo, desde una célebre roca... —Yo no sé tantas cosas como tú. Eso no importa. Quizá te hubieses negado a hacer lo que yo hice. Yo no pude. Me puse en el lugar de aquel desgraciado y sentí que lo que me pedía era razonable... —¿Cómo puedes estar seguro de que no hubiese sido mejor dejarle como estaba? No se puede disponer "así como así de la vida de un hombre, aunque él parezca dispuesto y decidido a abandonarla. Se encogió de hombros. —¡Déjame en paz con tus monsergas! —gruñó malhumorado—. Y si alguna vez te pido que me mates, hazlo y no pienses más. Durante la segunda noche de camino nos percatamos muy pronto de que la fuerza de la corriente había disminuido en más de la mitad. Nuestra velocidad también se redujo en un cincuenta por ciento. Como habíamos dormido durante todo el día, pudimos, Lorenzo y yo, permanecer despiertos y vigilantes durante toda la noche, sin necesidad de relevarnos. En cuanto a Hans, cuya colitis se había calmado, seguía sintiendo fuertes dolores abdominales, y como no teníamos nada para calmarlos le aconsejamos que se echase en el fondo de la barca, donde, para su suerte, no tardó en quedarse dormido. La noche era tan oscura como la precedente, pero se anunciaba ya, como una gajo amarillento y difícilmente visible, una luna que seguiría creciendo en los próximos días. Alsina, que había estado observando, como yo, el cielo estrellado y aquella pincelada rojizo amarillenta, dijo en voz baja: —Con la luna, será casi imposible navegar...

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—Todavía deben faltar dos o tres días para que su claridad sea peligrosa —le dije con ánimo de aminorar sus inquietudes. Movió la cabeza de un lado para otro. —Lo sé —dijo—, pero todo esto parece transcurrir de una manera demasiado tranquila. ¿No te parece, Karl? —Las cosas son como son— repuse—. Nosotros hemos sido seguramente los primeros que han abandonado "Le Chemin du Paradis" con vida. Si otros lo hubiesen intentado, lo más seguro es que les hubiera ocurrido lo mismo que a nosotros. —No me convences. —¿Por qué? —Porque tienes que reflexionar sobre algunos puntos. Estamos penetrando, desde que salimos de aquella maldita posición, en territorio enemigo. ¿No es cierto? —Lo es. —Y bien, ¿no te parece extraño, pero que muy extraño, que podamos movernos en territorio viet como si estuviésemos en nuestra propia casa? Le puse una mano sobre el hombro. —Exageras, Lorenzo. Es cierto que penetramos en territorio no controlado por los franceses, lo que no quiere decir que pertenezca a los comunistas. Los viets se aprovechan de esa zona, eso es todo. No son tan numerosos como crees. Y es muy posible que, seguros de que los franceses no vendrán por aquí, vigilan poco o casi nada, esta zona. Se sonrió, mirándome con simpatía. —Gracias por darme ánimos, Karl. En el fondo, creo que tienes razón. De todos modos, todo esto me huele pésimamente mal. No creo que nadie se haya atrevido a emprender una huida tan alocada como la nuestra. Sin armas para defendernos, apenas sin comida... y sin saber ni remotamente hacia dónde vamos. —Cálmate. Mientras estemos vivos, podremos albergar alguna esperanza. --¡No me vengas con refranes baratos, Karl! —rió. Desembarcamos en un lugar bastante parecido al que no había servido de refugio la noche anterior. Fue más sencillo arrastrar la barca fuera del agua, ya que allí no había arena, sino cantos rodados que la erosión de las aguas había arrastrado a lo largo del curso del arroyo. Comimos nada más desembarcar. —¿Cómo van tus tripas? —le pregunté a Hans. —Un poco mejor. Estas pastillas han disminuido la diarrea, pero sigue doliéndome de vez en cuando. —Si tienes sed —le aconsejé—, bebe muy poco, tan poco como puedas. El agua de este arroyo no debe ser potable. —¡Asqueroso país! —gruñó Alsina—. Y pensar que hay gente que se está matando por él... No pude por menos que echarme a reír. —Siempre tan exagerado y tan vehemente, Lorenzo. Como buen español que eres. Este país es hermoso y muy rico. Si todo el dinero que se malgasta en armas y municiones se emplease en obras y en sanidad, sería maravilloso pasar por aquí o por cualquier parte de Indochina. —Seguid discutiendo —dijo Hans poniéndose en pie—. Yo tengo que hacer algo verdaderamente urgente ...

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Encogido, apretándose el vientre con las manos, echó a correr, perdiéndose en la espesura. Lorenzo se echó casi en seguida, quedándose inmediatamente dormido. Tenía una facilidad extraordinaria para conciliar el sueño en los lugares y momentos más insólitos. Me recosté en el tronco de un árbol y pensé lo delicioso que sería poder fumar un cigarrillo, hacerlo lentamente para que durase, paladeando cada chupada, aspirando el humo hasta conseguir aquella deliciosa sensación que casi había olvidado. En realidad, me dije, no has fumado mucho en los últimos años. Desde que te detuvieron en Berlín, el número de cigarrillos ha sido mucho más inferior del que normalmente hubieras consumido. El tabaco... Parece una nimiedad, una tontería, pero juega un papel determinante en la vida de muchos hombres, cuando se atraviesan circunstancias especiales. Los cobardes de cualquier color o raza que gozan quitando la libertad a sus semejantes, no olvidan nunca el tabaco. Ellos sí que saben lo importante que es un cigarrillo para un hombre encerrado, solo, sometido a vejaciones y castigos corporales. Yo había visto cosas increíbles, en Dachau. Judíos que entregaban un montón de joyas por un paquete de cigarrillos, prisioneros que vendían su cuerpo y su decencia por lo mismo. Y miles, millones de veces, he visto a un grupo de detenidos pelear a muerte por coger la colilla que acababa de tirar un "SS". Pero cuando el vencedor se precipitaba sobre ella, el soldado la pisaba con el talón de su bota resplandeciente... No, los dictadores y sus lacayos no tienen bastante con quitar la libertad, con golpear, con humillar al que tiene la desgracia de caer en sus manos. Ellos piensan en todo. Y como saben que un poco de tabaco puede hacer más soportable la estancia en el infierno por ellos creado, tienen buen cuidado en arrancar de cuajo esta intranscendente salida a la angustia por ellos provocada. Durante la guerra, los soldados rusos fumaban de todo. Pelos de maíz y hasta estiércol seco, mezclado con toda ciase de hierbas. Todavía recuerdo sus malolientes "papyrossi", que hacían envolviendo la infecta mezcla en pedazos de periódico. Mientras, a Stalin no le faltó jamás el excelente tabaco con el que llenaba su pipa... Entorné los ojos, aplastados por el calor reinante. Luego debí cerrarlos por completo, cayendo en un estado de duermevela, sintiendo el desagradable zumbido de moscas y mosquitos, el rumor cercano del agua y el sudor que caía lentamente por mi nuca como un líquido espeso y pegajoso. El horrible alarido me despertó con tan tremendo sobresalto, que me encontré en pie, con el corazón latiéndome en la boca, un sudor helado pegado al cuerpo. Alsina se despertó también, pero tardó unos segundos más que yo en reaccionar. —¿Qué ha sido eso? —preguntó incorporándose rápidamente. —No lo sé. —¿Y Hans? —Fue por allí... a bajar los pantalones... pero creo que se fue hace bastante tiempo. —¿No habrá sido él? —No lo sé, francamente. No sabíamos que hacer.

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Mil ideas contradictorias desfilaban por mi mente a una velocidad vertiginosa. Sobre ellas, una se me ofrecía con mayor nitidez que las demás: temía que Hans acabase de ser capturado, herido o muerto por una patrulla viet. Así se lo dije, en voz baja, a Lorenzo. Él español me miró con fijeza. Estaba muy pálido y los labios le temblaban, así como las manos. Pero reaccionó normalmente al cabo de unos pocos segundos. —Tendremos que ir a ver lo que pasa, Karl. —Sí, creo que sí —repuse sin moverme no obstante. No es que sintiera miedo. Era la fría lógica la que me impedía obrar precipitadamente. Si Hans había caído en manos de los comunistas, nada podríamos hacer por él. —¡Vamos! —instó Lorenzo haciéndome abandonar mis últimos temores. Avanzamos despacio, siguiendo el camino que había tomado nuestro compañero. La vegetación era bastante espesa, pero una senda serpenteaba entre la verdura. La seguimos. Pronto nos percatamos de que estábamos dando vueltas sobre un mismo lugar, ya que el sendero se había multiplicado y cogíamos siempre el que no convenía. —¡Maldita sea! —gruñó Lorenzo—. Esto es peor que un laberinto... No hubiésemos conseguido nada, a no ser por los gritos que desgarraron bruscamente el silencio. Esta vez, Alsina y yo nos miramos, con los ojos inmensamente abiertos. —¡Es la voz de Hans! —¡No hay ninguna duda! Parece que viene por allá... —¡Vamos! Guiados por los quejumbrosos lamentos de nuestro compañero, no tardamos en desembocar, siguiendo una de las sendas, en un camino bastante amplio, lo suficiente al menos para que el español y yo pudiésemos caminar juntos. Nos sorprendió un poco, algunos minutos después, comprobar que el camino se terminaba, así, llanamente, ante un muro de verdura, de cerca de metro y medio de alto. Alsina fue el primero que miró al otro lado, poniéndose de puntillas. —¡Dios mío! —exclamó con voz aterrada—. ¡Mira esto, Karl! Me coloqué a su lado, inclinándome como él hacia adelante. Hans estaba allí. Un cepo de dimensiones gigantescas, rudimentariamente fabricado por los viets, le había cogido por la pierna derecha, que tenía presa hasta la altura del muslo, bastante más arriba de la rodilla. La sangre seguía manando de las aceradas púas profundamente insertas en la carne, pero la hemorragia, como pude comprobar de visu, era mansa, lenta. La sangre se escurría en curiosos arroyos, pierna abajo. No, la femoral no había sido afectada.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XIX

—¡Sacadme de aquí! ¡Sufro como un condenado! Saltamos cuidadosamente el muro verde. Antes de hacerlo, sirviéndonos de sendas ramas, hurgamos al otro lado para evitarnos la sorpresa de un nuevo cepo. No había más que el que había atrapado a nuestro amigo. A pesar de ser de fabricación casera, nos costó bastante conseguir abrir sus fuertes mandíbulas metálicas. Hans no dejaba de quejarse, pero lo hacía en voz baja, mordiéndose los labios, intensamente pálido, con la frente surcada de profundas arrugas en las que el sudor se detenía antes de correr por sus mejillas. Cuando conseguimos abrir el cepo, Hans se desplomó hacia un lado, lanzando un profundo gemido. Me arrodillé, examinando los orificios que había hecho cada diente del cepo. Seis, tres por cada lado, ya que la trampa era lo bastante grande para haber partido a Hans en dos pedazos si le hubiese cogido por el vientre. El metal estaba limpio, pero no podía uno fiarse de nada. En un ambiente como el de aquella jungla, la infección está por doquier, y era muy difícil hacerse ilusiones respecto a la ulterior evolución de las heridas. No me extrañó comprobar un par de fracturas en tibia y peroné. El golpe, al cerrarse el cepo, debía haber sido terriblemente brutal. No podía hacer mucha cosa, ya que carecía de todo. Desgarré parte de mi camisa, maldiciendo in petto de tener que usar cosas tan poco limpias. Vendé como pude las heridas, examinando después el estado general de nuestro amigo. El pulso latía un poco aprisa, pero aquella taquicardia podía ser imputada al miedo, a la angustia y al shock, así como a la hemorragia. —¿Cómo diablos viniste a saltar por aquí? —oí que preguntaba Lorenzo. —¿Es que no ves el fusil? —repuso amargamente Hans. —¡Es verdad! ¡Mira, Karl! Después de todo, Hans tenía razón. Yo voy a... Eché una mirada al flamante fusil que se veía en medio de la senda. Era evidente que los viets habían colocado el arma, estableciendo la barrera de verdura para que quien intentase cogerla hubiera de saltar, cayendo inexorablemente en la trampa. No sé qué clase de rara intuición se apoderó de mí. Incorporándome como una flecha, cogí a Lorenzo por el brazo, echándole hacia atrás. —¡No lo hagas! —le grité. Me miró, extrañado. —¿Cómo? ¿Quieres que deje ahí esa preciosidad? Con ese fusil, Karl, ya no temeremos a nadie. Quiero volver a tener la seguridad que da la posesión de un arma... —Espera. Razona un poco, Alsina. Si han puesto aquí el cepo, seguro que bajo el arma hay una sorpresa desagradable... —¿Estás seguro? —me preguntó con un aire de duda en mis deducciones. —Vamos a comprobarlo. Pero saquemos primero a Hans de aquí. Ven, ayúdame.

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Transportamos a nuestro compañero lejos, al otro lado de la barrera de verdura. Yo ya había observado que aquel falso muro de plantas ofrecía un fresco y hermoso color verde, lo que significaba que había sido colocado muy recientemente. Cuando hubimos dejado a cubierto a Hans, que seguía sufriendo, nos acercamos a la pequeña muralla de vegetación. Yo tiré de unas hojas, desgarrando un fino tallo del que salió una gota de líquido de color ambarino. —¿Te das cuenta, Lorenzo? —le pregunté, mostrándole el tallito. —¿Qué quieres decir con eso? —Que este muro ha sido colocado hace muy poco. Juraría que esta misma mañana. —¡Estás loco! —No. Piensa un poco. Ya nos parecía bastante raro que pudiésemos pasearnos por el arroyo sin ser descubiertos. Ahora bien, si los viets conocen nuestra presencia y han colocado esta trampa, ha tenido que ser después de nuestro desembarco, ya que no podían adivinar en qué lugar íbamos a pararnos hoy. Se echó a reír. —¡Sí que das ánimos, Karl! Pero no estoy de acuerdo contigo. Lo que ocurre es que esta zona debe ser visitada por las patrullas francesas... —Estamos muy lejos de los franceses —le dije. —Esa es tu opinión. Me he estado fijando, esta noche, y me he dado cuenta de que ese maldito arroyo da más vueltas que un trompo... ¿es que no te has percatado de que cuando el sol iba a salir lo teníamos a la izquierda? —Sí. —Eso quiere decir que parte de la noche hemos navegado hacia el sur, hacia los franceses. —Es posible, pero no estés tan seguro de lo que afirmas. El arroyo tiene muchos meandros, de acuerdo. He llegado, no obstante, a la conclusión lógica que puesto que se dirige hacia el mar o hacia un río más importante, su curso, en general, se dirige hacia el este... —¿Y por qué hacia el este? —Porque —le respondí con aplomo— el mar está en oriente. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. —Creo que tienes razón —reconoció—. Y ahora, ¿qué quieres hacer con el fusil? —Comprobar si tengo o no razón —le dije—. Vamos a tirar algo sobre él, una piedra por ejemplo... Sonrió, buscando por el suelo. No tardó en recoger un guijarro redondo y bastante pesado. —Deja que sea yo quien lo lance —me rogó—. Allá, en la provincia de Toledo, yo era el capitán en todas las pedreas entre chicos. —Tírala, pero échate en seguida al suelo. —¡Eres un exagerado! —se rió. Agitó el brazo, lanzando luego la piedra. Ambos nos tiramos al suelo al mismo tiempo. La explosión nos dejó sordos. Barrido por la deflagración, el muro de verdura desapareció como por ensalmo. —¡Cúbrete la nuca con las manos! —le grité al tiempo que lo hacía. Pero el español no había olvidado aquel gesto. Piedras y trozos de ramas desgarradas llovieron sobre nosotros durante unos segundos. El silencio volvió después...

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Me puse en pie y echando una rápida ojeada al cráter que había abierto la explosión, corrí hasta el lugar en que habíamos dejado a Hans. Estaba asustado pero no había sufrido daño alguno. —¿Qué ha ocurrido? —me preguntó. Fui a contestarle, pero Alsina, que me había seguido, se me anticipó: —¡Los muy hijos de perra! Habían colocado, además del cepo, una mina debajo del fusil. —Era natural... —musitó Hans. —Lo que quiero haceros entender, de una vez para siempre —les dije—, es que no hay duda de que nos han descubierto. Yo no sé por qué no nos han atacado aún, pero esa doble trampa, puesta esta misma mañana, demuestra bien a las claras que conocen nuestra presencia en estos parajes. —¡Vámonos! —suplicó Hans—. Salgamos de aquí... Espero que no me abandonaréis, ¿verdad? —¡No digas idioteces! —refunfuñó el español. No nos atrevimos a abandonar aquel escondite durante el día, pero pasamos la jornada más angustiosa de todas, desde que habíamos dejado "Le Chemin du Paradis". Naturalmente, ni Alsina ni yo pegamos un ojo. Cualquier ruido se nos antojaba emitido por los invisibles viets, a los que sospechábamos observándonos desde detrás de cada rama, de cada hoja... La noche no llegaba nunca. Hans tenía fiebre y yacía, medio atontado, bajo la escasa sombra del árbol que nos ocultaba. Nerviosos, angustiados, Alsina y yo empuñábamos sendos bastones que habíamos hecho con ramas del árbol, pero ambos sabíamos de lo poco que servirían aquellos cayados si los viets deseaban atacarnos. Nada ocurrió en aquel largo, interminable día. Nada ocurrió aparentemente. Porque nosotros sufrimos lo indecible, consumiéndonos de angustia y de impaciencia, maldiciendo al sol, que parecía moverse con una lentitud desesperante... En cuanto oscureció un poco, nos decidimos a salir de allí. Ayudado por el español, trasladamos a Hans, casi inconsciente, a la barca. En seguida la empujamos, subiendo a ella, y no respirando libremente hasta que nos vimos en el centro de la corriente. —¡Creí que no saldríamos nunca de aquel lugar! —exclamó Alsina. —No te hagas demasiadas ilusiones —le dije—. Incluso si no estaban cerca, han debido oír el ruido de la explosión de la mina... y habrán venido a echar una ojeada, —¿Y si nos creyesen muertos? —sugirió Lorenzo. —¡Ojalá! De todos modos —dije con tono siniestro—, estamos muertos. Somos muertos que siguen andando y hablando, pero muertos al fin y al cabo. Como si temiésemos la zona en la que nos habíamos detenido las dos primeras veces, siempre lo hicimos en la margen izquierda del arroyo, escogimos esta vez la orilla opuesta. En cuanto al lugar, todos eran parecidos. Minúsculas lenguas de arena o cantos rodados y, en seguida, la vegetación, aplastante, lujuriosa, densa y surcada por sendas cuyo origen era inexplicable. Contra lo que me temía, Hans había recobrado su buen humor y apenas si tenía unas décimas de fiebre.

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Alsina y yo empujamos la barca, cargamos con nuestro compañero y ocultamos luego la embarcación, abriendo dos latas de carne. Sólo quedaban siete. Hans comió con bastante apetito, mirándonos de una manera especial, mostrándose amable, excesivamente a mi parecer. No comprendí momentáneamente aquella forma suya de tratarnos como a dos héroes, dándonos las gracias por cuanto habíamos hecho por él, repitiendo hasta la saciedad que éramos dos valientes, dos excelentes camaradas y que había tenido una suerte loca al tropezar con nosotros. Ni Lorenzo ni yo le hicimos demasiado caso, al menos por el momento. Otras cosas nos preocupaban. Después de la experiencia de la víspera, examinamos con cuidado los alrededores. Y no respiramos tranquilos hasta que nos percatamos de que no había trampas ni minas por los alrededores. —Seguro que imaginaban que íbamos a pararnos en la misma orilla de siempre —me dijo el español. Regresamos junto a Hans. Estábamos cansados, Alsina y yo, ya que no habíamos pegado el ojo en toda la noche, así como tampoco el día anterior. No fue extraño, pues, que el sueño nos venciese. No me despertó ningún ruido. Fue mi olfato quien envió a mi cerebro una clara señal de alarma. Mi memoria olfativa reaccionó de inmediato, encontrando en el arsenal almacenado de olores aquel que estaba influyendo de forma tan persistente sobre las células de mi pituitaria. Lo curioso fue que estando soñando, mis ensueños se orientaron hacia donde les empujaba el olor que llegaba hasta mí. Me vi de nuevo, como tantas veces me ocurría por la noche, cuando dormía, en el pequeño sótano de Stalingrado, operando a una velocidad vertiginosa a los heridos que me llevaban a cada momento, a un ritmo endiablado. Emil Fischer, mi joven ayudante, me estaba señalando el brazo de un teniente. "—Hay que amputar, doctor Von Vereiter. "—¿Gangrena? —le pregunté. "—Sí —repuso—. ¿No huele usted?" Asentí, ya que a pesar de la mascarilla de gasa que cubría la parte inferior de mi rostro, cabalgando sobre mi nariz, percibía ese olor dulzón y característico, a veces picante, siempre insidioso y tremendamente desagradable. Observé con mayor atención al herido. Noté entonces que el descubrimiento de Emil había sido sólo parcial. Los ganglios de la axila estaban muy inflamados, demasiado para constituir una barrera definitivamente efectiva ante la infección. "—No le operaremos —manifesté. "Me miró, extrañado. "—¿Por qué? "—Porque, sencillamente, este hombre no tiene salvación. La gangrena se ha generalizado." Abrí entonces los ojos. Como cada vez que sueño, tenía la boca pastosa y con un pésimo sabor. Pero estaba contento de haber escapado a una de aquellas insoportables y angustiosas pesadillas. Abrí la boca para respirar a plenos pulmones y dejar de oler lo qué me parecía únicamente producto de mí imaginación.

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Pero el olor persistía. Más aún, era mucho más intenso que en mis sueños, como si se hubiera convertido en una realidad, salvando la barrera del espíritu para concretarse en mi estado de vela. Mis ojos se clavaron en la pierna de Hans. Él también me miraba, con una luz de pánico en lo hondo de las pupilas, como si adivinase lo que estaba pensando. —¡Gracias a Dios que te has despertado, Karl! —me dijo con un tono demasiado amable —Me estabas haciendo pasar un rato horrible. —¿Yo? —inquerí extrañado. —Sí. Soñabas en voz alta. Estabas operando a no sé quién, o ibas a operarlo, pero dijiste que no valía la pena. Comprendí que Hans no había adivinado mis pensamientos. Sabía perfectamente lo que pasaba por mi mente, ya que había oído gran parte de mi sueño. —Es cierto —le dije—. Tengo frecuentes pesadillas. No hubiese querido decir más. Incluso, para que no se diese cuenta de nada, dejé de mirar su pierna con la obstinación y fijeza que lo estaba haciendo. Pero Hans era demasiado inteligente como para cogerle en trampa tan infantil. —Quisiera que echaras una ojeada a mi pierna, Karl —me dijo—. No es que me duela mucho, pero... huele bastante mal. —¡Imaginaciones tuyas, Hans! —Es posible. Haz el favor, no obstante, de echar una ojeada a las heridas. Obedecí. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para que no notase la repugnancia que hubiera debido leerse en mi rostro. Desde antes de quitarle el somero vendaje que le había puesto, el olor estuvo a punto de producirme náuseas. Quité las tiras de mi propia camisa que hacían de vendas. —¿Qué te parece? —me preguntó. Tenía que mentirle. Pasara lo que pasase, no podía decirle la verdad. Porque me bastó echar una ojeada a los agujeros que habían causado los dientes del cepo. Ni siquiera me permití subir la mano a lo largo del muslo... Fue él quien lo hizo. —Hay ganglios, Karl. ¿Quieres tocarlos? No es necesario —sonreí—. Es natural. Los ganglios están encargados de detener la infección... —Pero tú dijiste en sueños que, a veces, los ganglios sucumben a esa infección. ¿Es ése mi caso? Me encogí de hombros. —¡Estás majareta, Hans! Me cogió por un hombro, apretándome con todas sus fuerzas, hasta obligarme a que le mirase a la cara. —Me estás haciendo daño, Hans... —le previne. —Más daño me haces tú a mí, Karl —repuso con cólera—. Sé perfectamente que estoy perdido, a menos que me atiendan convenientemente y a toda prisa. ¿No es verdad? Lancé un suspiro. —Tu caso —concedí— es bastante grave, pero no mortal. —¿Hay gangrena?

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Asentí tristemente con la cabeza. —¡Lo sabía! —exclamó—. Y ahora me haces recordar lo que hice con aquel mutilado francés. Estás pensando lo mismo, ¿verdad? —¿Yo? —Sí, tú. Puesto que yo eliminé a aquel desdichado, tú deseas hacer lo mismo conmigo, ya que no soy más que una carga para vosotros. —¡Estás loco! —No. Y te comprendo. Puedes echarme en cara mis propias palabras lo que te contesté cuando me dijiste que no debía haber estrangulado al francés. ¡Pero yo no quiero morir, Karl! ¡No quiero morir! Profundamente conmovido, me acerqué a él, deseoso de consolarle. —Ya me conoces, Hans. Nunca te haría daño alguno, aunque tú me lo pidieses... —¿De veras? —preguntó con un brillo de infantil esperanza en los ojos. —¡Te lo juro! Yo... Sentí que el mundo vacilaba a mis pies. Apenas tuve tiempo de comprender, antes de hundirme en la nada, que Hans me había golpeado con algo muy duro en la cabeza.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XX

Alguien me estaba sacudiendo con fuerza, agitándome como una cocktelera... Abrí los ojos. Cerca de mi rostro, el de Lorenzo expresaba ansiedad. Me miraba con los ojos muy abiertos, sin dejar de sacudirme. —¿Qué ha ocurrido, Karl? Tienes sangre en la frente. Y un chichón. Alguien te ha golpeado... Me senté trabajosamente. Me dolía mucho la cabeza, peto no lo bastante como para impedirme reunir las ideas en mi mente. —Hans no está, ¿verdad? —le pregunté, incapaz de mover la cabeza para mirar a mi alrededor. —No —dijo con voz trémula—. Los que te golpearon debieron llevárselo. Estoy seguro que la sonrisa que dibujaron mis labios fue una especie de rictus amargo. —No, Lorenzo, amigo mío. Fue Hans quien me golpeó... Y como si la idea surgiese bruscamente en mi cerebro, despabilándome definitivamente, me incorporé, gritando: —¡La barca! ¡Vamos, Alsina! El español me siguió. Bastó que llegásemos a la orilla para convencernos de que la embarcación había desaparecido. Y Hans. Y los botes de conserva que nos quedaban. —¡El muy cobarde! —silbé entre dientes. —Pero, ¿es cierto que ha sido Hans? ¿Estás seguro de lo que afirmas? —Claro que sí —repuse con una cierta acritud en el tono de la voz—. Tenía miedo, el muy puerco. Tenía miedo a que hiciésemos con él lo que él hizo con aquel pobre francés... —¿De qué estás hablando? Le expliqué, en pocas palabras, lo que había ocurrido en "Le Chemin du Paradis" y cómo había descubierto que Hans estranguló al mutilado, por petición de éste. —¿Cómo? —se asombró el español—. ¿Fue capaz de hacer una cosa así? ¡Pero si es un crimen! —Lo que quieras, pero lo hizo. —¿Y por qué no me lo has dicho hasta ahora? —me reprochó con viveza. —Me rogó él que no te dijese nada. Después de todo, era agua pasada... —¡Dios mío! Nos estamos convirtiendo en bestias, Karl, en algo peor que animales... —¿Ahora te enteras? Lanzó un suspiro, al tiempo que bajaba la cabeza. —Ahora estamos listos. Sin barca y sin comida... —Él está peor que nosotros —dije con rabia, recordando con rencor el golpe artero que me había propinado—. No durará mucho... la gangrena lo matará antes de dos días... ¡y sufrirá como un condenado antes de morir! No temas, no terminará de comerse las latas de carne que se ha llevado... Lorenzo me miró como si me viera por primera vez. Mi expresión debía ser horrible, más aún que las palabras que acababa de pronunciar.

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—¿Cómo puedes hablar así, Karl? —me preguntó con un tono sinceramente apenado en la voz—. No creí que pensaras así. Te consideraba incapaz de dejarte llevar por el odio... ¡La gangrena! ¡Señor! ¡Comprendo que una cosa así le haya hecho perder la cabeza! La rabia seguía quemándome las tripas. —¡Ha obrado como un canalla! A nuestro lado, hubiésemos podido ayudarle un poco... incluso a morir. Ahora, ese cerdo tendrá su merecido: ¡morirá como un perro, completamente solo! Volvimos prudentemente al lugar en el que habíamos pasado la mañana. El sol acababa de pasar por su cénit. Todavía quedaban, aproximadamente, siete largas horas de luz. —La desaparición de la barca —le dije a Lorenzo después de un largo y penoso silencio— cambia por completo nuestros planes. Ya no podemos utilizar el río para proseguir la huida... —No nos queda más que seguir la orilla —repuso el español con voz truncada—. ¿Te das cuenta? Tardaremos días en recorrer unos pocos kilómetros. No, Karl, no hay nada que hacer. ¡Jamás saldremos de este maldito país! Me apenó verle tan desanimado, pero decía la verdad. Reducidos a seguir la orilla, cosa que no podríamos hacer por la noche, no íbamos a tardar en caer en manos de los viets, si antes no moríamos de hambre o picados por algún venenoso bicho de la selva. Intenté animarle, aunque quizá lo hacía con la oculta intención de calmar mis propios temores. —Iremos por la orilla, Lorenzo, poco a poco, con cuidado. Nos alimentaremos con bayas o con los animales pequeños que iremos matando. No hay que darse por vencido... —Como quieras, Karl. No nos separaremos nunca. Pero ahora, por favor, déjame dormir un rato. Tú también deberías descansar. Avanzaremos aprovechando las últimas horas de la tarde y las primeras de la mañana. Así, el sol nos hará sufrir menos. ¿Qué te parece? — Perfecto. Le imité, tendiéndome a la sombra. Yo también necesitaba descanso. Y, sobre todo, olvido. Dejar atrás todas las angustias que se iban amontonando en la mente, hasta convertirse en una fuerza compulsiva tan intensa que no podía conducirme más que a la locura. El sueño llegó afortunadamente pronto. Y como de costumbre, en cuanto rompí las amarras con la realidad, volví a encontrarme en mi pequeño sótano de Stalingrado, teniendo a mi vera a Emil Fischer, con el bisturí en la mano... Lo esperaba desde hacía tantísimo tiempo, que juro que no me extrañé cuando, al abrir los ojos, vi a los hombres vestidos de negro, con sus ojos oblícuos fijos en mí, los negros cañones de sus armas apuntándome. Me senté, frotándome los ojos, aunque sabía que lo que tenía ante mí era la más pura y concreta realidad. Estuve a punto de sonreír, al ver que el español, como de costumbre, seguía durmiendo. Pero, junto en aquel instante, un viet le dio una patada y Lorenzo se incorporó, aún medio dormido. —¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pasa? No hizo falta que le dijese nada. Vio a los viets y se puso en pie, acercándose a mí. Uno de los indochinos, que debía ser el jefe, aunque no llevaba insignia ni distintivo alguno, nos dirigió la palabra. —Venid con nosotros. La motora nos espera un poco más abajo. Y no intentéis nada. Sería mucho peor para vosotros.

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Atravesamos la selva por uno de los caminos que habíamos inspeccionado aquella mañana, cuando quisimos comprobar si había cepos o minas a nuestro alrededor. Cuando desembocamos en el río, vimos la motora, bastante grande, con dos hombres armados en la popa. —Subid —ordenó el de siempre. Al comprobar que la lancha atravesaba el río, me di cuenta de que habíamos acertado a escoger aquella vez la orilla derecha. Quizá, si hubiésemos obrado como las otras noches, nos hubiéramos tropezado con alguna trampa o cepo. "Las minas y los cepos" —pensé— "eso quiere decir, si las pusieron para nosotros, que no van a tardar en liquidarnos." Nos habíamos sentado en el banco central y nos apoyábamos sobre la entrada a la cabina, tras la cual estaba situado el piloto de la motora. Ascendimos, navegando río arriba, durante unos veinte minutos. La lancha no se arriesgaba a moverse por el centro del río, haciéndolo cerca de una de las orillas, protegida por la vegetación que crecía junto al margen. A veces, el piloto tenía que desviarse hacia el centro, bien porque apareciese ante nosotros un enorme sauce, o una planta semejante al sauce que yo conocía, bien porque algún árbol gigantesco sacaba sus gruesas raíces, caprichosamente, hundiéndolas hasta tres metros más allá de la orilla. Bruscamente, la motora viró a estribor, penetrando por un arroyo bastante estrecho. Las ramas acariciaron los flancos de la embarcación, y Lorenzo y yo, así como los viets, tuvimos que bajar la cabeza para evitar que las ramas nos arañasen. Cuando levanté la vista, vi el muelle al que ya estábamos aproximándonos. Un poco más allá, había chozas y algunas tiendas de campaña. Grupos de guerrilleros estaban sentados en el suelo, formando corros, escuchando a otros que, de pie, se dirigían a ellos moviendo mucho las manos y los brazos. —Bajad —nos ordenó el que llevaba la voz cantante. Nos condujeron directamente a una de las chozas. Imaginándome, o mejor dicho presintiendo que iban a encerrarnos, me armé de valor y volviéndome hacia el viet, le dije: —Hace tiempo que no hemos comido, ni tampoco bebido agua potable... Me miró con fijeza, sin que un solo músculo de su rostro se moviese. —Todos nosotros hemos pasado hambre desde que vinimos al mundo. Hambre, mientras vosotros, cerdos occidentales, tirabais a los perros las sobras de vuestra mesa. Pero, no te preocupes. Comerás y beberás lo que se come y bebe en este campamento. Momentos después, la puerta se cerraba a nuestras espaldas. Nos sentamos sobre la paja húmeda que cubría el suelo de tierra. —No hemos llegado muy lejos, ¿verdad, Karl? —me preguntó Lorenzo con un tono amargo en la voz. —Era natural —repuse—. La lancha hubiese sido nuestra salvación. Pero el egoísmo incomprensible de Hans lo ha echado todo a rodar. —¿Qué crees que van a hacer con nosotros? Me encogí de hombros. —No lo sé, amigo. Es muy probable que nos hagan trabajar hasta destrozarnos, que nos afecten a cualquier equipo de prisioneros... —...o que nos maten. ¿No ibas a decirlo? —Sí, Alsina. También pueden matarnos. Por lo menos, después de lo ocurrido a Hans, han demostrado no tener otras intenciones hacia nosotros.

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—Es cierto. Si después de sacar a Hans del cepo, nos hubiésemos acercado al fusil, tú y yo estaríamos ahora muertos. Pero fue gracias a ti que nos libramos... —...quizá —le interrumpí— sólo haya sido un simple aplazamiento. Se echó a reír, aunque su risa sonaba a falso. —Es curioso —dijo luego—. Si me hubiesen dicho cuando salí de la Estación del Norte, en Madrid, que iba a morir probablemente en Indochina, me hubiese echado a reír. —Todavía no sabes si vas a morir, Lorenzo. Creo que te anticipas demasiado... Se volvió bruscamente hacia la puerta. —Alguien viene... —musitó. La puerta se abrió, dando paso a dos hombres, uno de los cuales traía dos grandes platos de arroz que humeaban. Debajo del brazo llevaba una botella de agua. El otro, armado con una metralleta, permaneció en el umbral mientras el primero nos daba los platos y ponía la botella en el suelo. —Comed aprisa —nos dijo el que acababa de servirnos—. El camarada Bao-Li desea hablar con vosotros dentro de diez minutos. Vendremos a buscaros... —Gracias por la comida —no pude menos de decir. No me contestó y salió, cerrando la puerta con cerrojo. Lorenzo y yo nos lanzamos como fieras sobre el arroz. Hacía una eternidad que no habíamos probado nada caliente, y aunque el plato no contenía más que arroz hinchado por su cocción en agua y un poco de sal, nos supo a gloria. Cuando terminamos, al ver que habíamos lamido los platos, limpiándolos maravillosamente bien, Lorenzo y yo nos miramos, echándonos a reír. —Estaba bueno, ¿verdad, Karl? —¡Maravilloso! La carne de bote nos "había estragado un poco el estómago. Además, esa asquerosa agua del arroyo no era como la que acabamos de beber. —Ya ves que nos cuidan como cerdos antes de llevarnos al matadero —dijo amargamente el español. —¡Eres un gafe, Alsina! Deja de pensar en la muerte, muchacho. Si ha de llegar, ni tú ni yo podremos hacer nada para evitarlo. Son ganas de mortificarse por anticipado. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Momentos más tarde, la puerta volvió a abrirse y dos hombres nos ordenaron salir de la choza y seguirles. Nos condujeron hasta una de las tiendas de campaña, la más grande y espaciosa de todas. —Entrad. De la tela, en la parte interior de la tienda, pendían mapas de todos los sectores de la lucha. Pude observar, en una rápida ojeada, que uno de ellos representaba a la perfección los trabajos que los franceses estaban realizando en el baluarte más importante de todo el territorio: Dien Bien Phu. El hombre que estaba sentado tras la pequeña mesa plegable que le servía de despacho debía frisar en los cuarenta años. Era delgado, de tórax estrecho, rostro anguloso y amplísima y alta frente. Algunas canas blanqueaban ya sus sienes. Nos miró largamente, con una pequeña boquilla entre los labios. —Soy el coronel Bao-Li —dijo después—. A vosotros, no hay necesidad de presentaros. Sé que sois dos asquerosos nazis que no merecéis ni el aire que respiráis. Nadie os llamaba aquí, pero sabemos que los hitlerianos están siempre sedientos de sangre. No tuvisteis bastante con la guerra de vuestro Führer... y habéis venido aquí a matar viets, intentando impedir que el pueblo indochino recobre su libertad y expulse a los capitalistas occidentales.

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Ni Alsina ni yo dijimos nada. Yo podría haberle contado la parte de mi historia que había empezado en Dachau... Pero, ¿para qué? Puesto que nos consideraba como enemigos, lo mejor era que siguiese en sus trece. Cualquier manifestación hubiese sido tomada como una petición de clemencia. Yo no quería clemencia, y muchísimo menos el español, cuyo carácter orgulloso conocía yo tan bien. —De todas formas —dijo tras una corta pausa—, y aunque yo os hubiera matado con muchísimo gusto, parece ser que el comisario general tiene otros planes para vosotros. Llegará esta noche. Pero os juro que si no servís para lo que él piensa, me dará la mayor ale gría de mi vida, ya que podré pasaros por las armas antes de que amanezca. No dijo más, limitándose a ordenar que nos volvieran a conducir a nuestra choza-prisión. —Seguramente —dijo Alsina—, habrán pensado en esa eventualidad... Se echó a reír. —¿No habrás cogido una infección intestinal como Hans? —me preguntó. No le dije nada. Alucinantes dolores me atravesaban el abdomen. No debía ser nada grave. Quizás el arroz, que comí sin masticar, ávidamente, había empezado a pesar sobre mi estómago, y ahora, en el intestino, seguía haciendo de las suyas. —Voy a llamar —se decidió el español. Golpeó la puerta, que se abrió al instante. Un centinela armado estaba allí, mirándonos fijamente con sus ojos oblicuos. La luz solar declinaba lentamente y las primeras sombras se alargaban sobre el calvero. —Mi amigo desea ir a las letrinas —dijo Lorenzo en francés. Era evidente que el indochino no le entendía. Volvió a cerrar la puerta, pero le oímos gritar algo en su lengua. Instantes después volvieron a abrir, y vimos, junto al centinela, al que nos parecía ser el jefe de la patrulla que nos capturó en la selva. —¿Qué pasa? —nos preguntó ásperamente. Lorenzo repitió lo que había dicho al soldado. —Bien —dijo el indochino—. Las letrinas están al otro lado del campamento. Voy a enseñarte el camino —añadió volviéndose hacia mí. Salí con él. El centinela cerró la puerta de la choza. Caminé junto al hombre media docena de pasos. —Es allí —señaló con la mano el final de la calle que formaban chozas y tiendas de campaña—. Cuando llegues allí, tuerce un poco a la derecha... Fui a echar a andar, pero me retuvo por el brazo. —No hagas tonterías. Hay centinelas alrededor del campamento. Y tienen orden de matar al que quiera pasar. ¿Entendido? Le miré con fijeza, haciendo poderosos esfuerzos para dominar los retortijones que me abrasaban el vientre. —No pienso hacer tonterías. Sólo quiero c... Se echó a reír, volviéndome la espalda y dirigiéndose hacia una de las tiendas. Avancé rápidamente, encontré las letrinas y allí satisfice la urgente necesidad que tenía. Luego, más tranquilo, empecé a andar de nuevo por la "calle", avanzando lentamente hacia la choza que nos servía de celda. De repente, al pasar delante de una de las chozas, me quedé helado. Sentada en el dintel, una mujer joven y hermosa me miraba, sonriéndome. La reconocí en seguida.

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Era la falsa embarazada que Otto y yo habíamos detenido en la carretera. La muchacha que llevaba las armas en su falso vientre. La joven que Funker se había llevado a la espesura... Presa de pánico, sabiendo lo que aquel fatal encuentro podía significar para mí, le dirigí una tímida sonrisa. Estaba muy cerca de ella. Y me puse intensamente pálido cuando se incorporó, avanzando hacia mí. —¿Me has reconocido? —me preguntó. —Sí —repuse, sabiendo que era inútil mentirle. . —¿Y tu amigo? —Murió. Noté que parpadeaba. Guardó silencio unos instantes. Luego, tras haber lanzado un profundo suspiro: —Es una lástima —dijo—. Era un verdadero hombre. Espero que tú serás como él. No temas. Lograré que vengas conmigo. —Estamos esperando al comisario general —le dije a guisa de advertencia. —No te importe. El comisario general es una buena persona. Le conozco bien, ya que me acuesto con él cuando lo desea...

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XXI

Expliqué a Alsina lo que me había ocurrido. Él conocía ya la historia, puesto que Funker y yo se la habíamos relatado cuando vino a buscarnos a la carretera. —No creo —dijo el español cuando terminé mi relato— que puedas fiarte de lo que te ha dicho esa mujer. —No me fío ni poco ni mucho —le aclaré—. Lo único que deseo, y creo que igual te ocurrirá a ti, es encontrar la manera de largarme de aquí y llegar al mar. —No te hagas ilusiones. Ahora va a ser más difícil que nunca... Noté con satisfacción que mis dolores cólicos habían desaparecido. Alsina y yo charlamos aún un poco más. Luego noté que ambos empezábamos a bostezar. Las emociones de las últimas horas terminaron por vencernos, pero, como siempre, fue Lorenzo el primero en caer profundamente dormido. Le imité, dando cabezadas, inquieto, abriendo los ojos de vez en cuando, perseguido como de costumbre por esas horribles pesadillas que, estoy seguro, sólo cesarán cuando haya dejado de vivir. Oí perfectamente los pasos que se acercaban a la choza, así como un apagado rumor de voces. Pero no reaccioné inmediatamente. Me dejé llevar por aquella deliciosa sensación de bienestar que acababa de ofrecerse a mí, justo en el momento en que mis pesadillas habían cesado. El áspero sonido del cerrojo al correrse, seguido del chirriar de los goznes de la puerta, me despabilaron por completo. Vi, delante de los centinelas, al coronel Bao-Li. Un desconocido, más alto que él, le acompañaba. No podía verle bien, ya que aquel hombre se mantenía en la zona más sombría de mi horizonte visual. Me incorporé, dando una nueva patada a Lorenzo, que se despertó a medias, refunfuñando. Los dos hombres penetraron en la choza. Una linterna me envolvió en una luz clara y cegadora. Por fortuna, separaron su foco de mi rostro para pasearlo por la cara del español. —¡En pie! —rugió el coronel. Lorenzo y yo obedecimos. No podíamos ver los rostros de los dos hombres. La barrera luminosa de la linterna nos lo impedía. —Preséntate al camarada comisario general —me ordenó Bao-Li, apuntándome de nuevo al rostro con la linterna. —Me llamo Karl von Vereiter. —¿Nacionalidad? —Alemana. —¿Legionario? —Sí. —Entonces, voluntario, ¿no es así? El tono mordaz de la voz del coronel me encabritó. —¡Nada de voluntario! —repuse—. Estuve en Dachau, condenado hasta el final de la guerra. Los americanos me juzgaron, prohibiéndome volver a ejercer mi profesión de médico.

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—¡Ah, eres doctor! —intervino el comisario—. ¿Puedo saber por qué te juzgaron los americanos? —Los nazis me obligaron a trabajar como médico en el campo de Dachau. —Comprendo. Hubo una pausa. Y de nuevo tomó la palabra Bao-Li: —¿Qué grado tenías en el ejército fascista? —En la Wehrmacht —rectifiqué rabioso—. Era capitán-médico. El coronel se calló. Luego, al cabo de unos instantes, habló en su lengua a su acompañante y éste le contestó. —Ahora te toca a ti —dijo el indochino volviéndose hacia mi compañero—. Nombre y nacionalidad. —Lorenzo Alsina, español. El rugido que brotó de la sombra me hizo estremecer. Intenté ver algo, pero la luz de la linterna caía ahora de lleno sobre la cara de mi amigo, que se vio obligado a cerrar los ojos. —¡Baje esa puñetera luz! —gruñó Alsina. Cosa extraña. El comisario lanzó una orden en indochino y el coronel bajó la linterna. Su luz dibujaba una especie de elipse sobre el suelo cubierto de paja. —¿De dónde eres? —preguntó a Lorenzo el comisario. —De España, ya lo he dicho. —¿De la provincia de Toledo? Lorenzo abrió inmensamente los ojos. Intentaba ver quién le estaba hablando, pero la luz de la maldita linterna se lo impedía. —¿Cómo diablos sabe usted que soy de la provincia de Toledo? Se oyó un profundo suspiro. Luego, en español, lengua que yo conocía muy poco, pero sí lo suficiente para entender lo que allí se dijo, oí: —Soy tu padre, Lorenzo. Al mismo tiempo, la luz de la linterna iluminó la silueta del comisario. Era un hombre alto, pero a pesar del cansancio de su rostro arrugado, encontré inmediatamente algunos rasgos que coincidían con los de mi amigo. Además, el brazo que le faltaba no mostraba más que la manga doblada a la altura de la axila. Alsina se quedó como si acabasen de propinarle un mazazo en la cabeza. Miraba a aquel hombre mientras sus labios estaban agitados por un continuo temblor. Finalmente, cuando la verdad penetró en su mente, se lanzó hacia el otro, con los brazos abiertos, estrechándole fuertemente contra su pecho. —¡Padre! ¡Es increíble! —Cálmate, Lorenzo. Nunca hubiera imaginado encontrarte aquí. —Aquí estoy, padre, por haberte buscado en Alemania. Dejé mi unidad, pero no pude encontrarte. —¿Luchabas en las filas alemanas? —Estaba en la División Azul. —¡Ah! Hubo un corto silencio. Luego, el comisario se echó a reír. —Era natural. Pero madre no me dijo nada... —¿Madre? —inquirió Lorenzo con voz trémula—. ¿Es que la has visto, padre? El hombre suspiró.

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—No, no la he vuelto a ver. Cuando acabó la guerra, volví, como lo hicimos todos, a Francia. Creíamos que las cosas iban a arreglarse para nosotros y que volveríamos rápidamente a casa. No ocurrió así, pero tuve la oportunidad de conocer a un grupo de Toulouse que entraba y salía de España como quería. Hizo una corta pausa. —Así pude comunicar con tu madre, pero ella, en sus cartas, me dijo que estabas en el ejército, haciendo el servicio. Jamás me mencionó que te habías alistado en la División Azul. —Lo haría por no preocuparte. —Seguramente... Tengo que decirte algo, hijo... —Te escucho. —Madre ha muerto. —¡Ah! El silencio fue ahora mucho más largo. Padre e hijo se miraban intensamente, con los ojos brillantes, tan brillantes que me pareció descubrir unas lágrimas en ellos. —Me lo comunicó, hace unos meses, uno de esos amigos de Toulouse. Cuando marché a China, le di mi dirección. Pasó su única mano sobre el hombro del joven. —¡Mira que encontrarte aquí! ¡Parece imposible! Lorenzo se había recuperado de la emoción. Y fue con una voz clara y firme, sin dejar de mirar a los ojos de su interlocutor, que preguntó: —¿Qué va a pasar con nosotros, padre? El viejo Alsina tardó unos segundos en contestar. —El coronel me llamó para decirme que había capturado a dos legionarios. Erais tres, ya lo sé, pero el otro estaba muerto cuando recogieron la lancha... Así que Hans había dejado de existir. —Yo estaba con Giap y Hochi-Mihn. Nos pareció excelente la idea de emplear a los dos prisioneros en una emisión especial que nos proponemos lanzar. —¿Una emisión de propaganda? —Sí. —¿Y cuál sería nuestro papel? —Muy sencillo. Leer simplemente las respuestas a una serie de preguntas. —Comprendo, padre. Contar que nos han tratado muy bien, que estamos del lado de los viets y que comprendemos sus razones para luchar contra el capitalismo occidental. El viejo Alsina frunció el ceño. Había captado el tono burlón en la voz de Lorenzo. —Sí, algo así —dijo. —Lo siento, padre. Y conste que hablo únicamente por mí. Karl hará lo que quiera. —Yo tampoco jugaré a ser marioneta de nadie —dije. —Compréndelo —siguió diciendo Lorenzo—. Nunca me ha interesado la política. Todo lo contrario: la odio. Ella fue la culpable de que te fueras de casa... de todo lo que madre sufrió. Y también ha sido culpable de su muerte. Los ojos del comisario brillaron como ascuas. —¿No has pensado, Lorenzo, que tu madre murió de pena, al creerte muerto? —Es posible. Pero de eso, como de todo lo que tú hiciste, tiene la culpa la maldita política. Yo quiero volver a casa, a España. Y ya comprenderás que nunca podría hacerlo si te obedeciese, si jugase, como ha dicho Karl, el papel de marioneta delante de un micrófono. El comisario movió la cabeza de un lado para otro, cansinamente.

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—Me pones en un brete, hijo. He venido a este campamento para conseguir lo que acabo de decirte... por eso he venido únicamente... —Comprendo. Y si no hubieses venido, el coronel nos habría fusilado, ¿no es así, padre? El viejo español bajó la cabeza. —Así es, Lorenzo. —De acuerdo. Olvida que me has visto, regresa con tus importantes amigos. Karl y yo nos las arreglaremos como podamos. —Sé que habéis huido de "La Chemin du Paradis". Al venir hacia acá, ¿qué pensabais? Sabíais que, tarde o temprano, seríais capturados... —Lo que deseábamos era salir del país, yo para regresar a España. Karl para irse a cualquier parte, ya que ha sufrido demasiado... —Todos hemos sufrido, hijo. Ya veo que no entiendes. Aquí, las cosas han llegado a un punto en el que no hay más remedio que ponerse a un lado o a otro. No hay sitio para los neutrales. "Normalmente, y debes saberlo tan bien como yo, si un viet cae en manos de los legionarios, muere al cabo de muy poco. Aceptamos que las cosas sean así porque sabemos que el enemigo también las acepta. Se pasó la mano por la frente. —Tú has hecho la guerra y sabes que sólo hay generosidad, caballerosidad y todas esas mandangas en las novelas o en las películas. Al adversario, sobre todo si se trata de una guerra política, se le mata... y en paz. —Pues ya puedes ir ordenando a tu coronel que nos mate. —No hables así. No soy una fiera. Tú, aunque me conoces muy poco, tendrías que saber, por lo que de mío te corre en la sangre, que no sería capaz de matar a mi propio hijo. Tampoco te creo capaz, si las cosas fueran al contrario, de mándarme fusilar tranquilamente. ¿Lo harías? —No, pero yo no estoy tan comprometido como tú. Se encogió de hombros. —Está bien. Voy a decir que os traigan la cena y unas mantas. Meditad durante el resto de la noche. Mañana vendré a verte, hijo... —Sabes que pierdes el tiempo, que no. cambiaré de opinión. Pareció como si el padre de Lorenzo envejeciese diez años en unos pocos segundos. Las arrugas se hicieron más profundas en su frente, alrededor dé sus ojos y de su boca. Hasta la luz viva que lucía al principio en sus pupilas pareció extinguirse... El coronel había seguido la conversación con el ceño fruncido, sin comprender una sola palabra, ya que padre e hijo, desde el mismo momento en que se reconocieron, habían hablado en español. El comisario lanzó un suspiro. —Es posible —dijo—. También es posible que tu opinión se modifique... Me percaté de que no había dicho "cambiarás de opinión". También debió darse cuenta Lorenzo de la fineza de su padre, ya que no agregó una sola palabra. —Hasta la vista, Lorenzo. —Hasta cuando quieras, padre. Momentos después estábamos solos. No hablamos hasta mucho más tarde. Cuando el comisario y Bao-Li abandonaron la choza, Lorenzo y yo nos sentamos, permaneciendo en silencio, sin ni siquiera mirarnos.

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Yo comprendía, en cierto modo, la actitud de aquel viejo español, que estaba mucho más atado de lo que parecía a los viets. Su pomposo cargo de "comisario general", cuya exacta significación se me escapaba, no le daba, por lo visto, prerrogativas tan naturales como la de poder liberar a su hijo sin la humillación de aquella comedia ante los micrófonos. Que el padre de Alsina se había ido con el corazón destrozado, no cabía la menor duda. Fue entonces cuando me atreví a mirar hacia Lorenzo. Poca luz había en el interior de la choza pero la luna —aquella luna con la que habíamos contado en cierto modo durante nuestra huida— brillaba lo suficiente para que pudiese contemplar el rostro serio de mi amigo, su frente fruncida y el brillo intenso de sus ojos ligeramente entornados. —Lorenzo... Se volvió lentamente hacia mí. —¿Sí? —Quizás haya metido la pata —continué—. Creo que no hubiese debido manifestar mi manera de pensar de forma tan explícita. Sonrió levemente. —¿Por qué no? Pensabas como yo, en aquel momento, e hiciste bien en decirlo. Si tú hubieses plegado sin resistencia, deseoso de salvarte de cualquier manera, me habrías defraudado. —¿No crees que exageramos un poco? Te hablo así porque estamos solos. Comprende bien lo que quiero decirte: hemos escapado con el único deseo de salvar el pellejo... —¿Crees que no lo he pensado? Quizá, si hubiera sido otra persona, ese mismo coronel, quien me hubiese propuesto lo de la radio, lo habría pensado un poco más y... ¿quién sabe?, incluso aceptado... Movió la cabeza, enérgicamente, de un lado para otro. —Pero ha sido "él", ¿comprendes? Él quien me ha ofrecido ese canallesco mercado. Y lo que más asco me da es que haya pensado que siendo su hijo iba a obedecerle. —No creo que haya sido ése su deseo. Me he dado cuenta de que tu padre venía a cumplir una orden. Está más sujeto de lo que te imaginas. —Lo sé. Pero sabiendo que soy de su misma sangre, debió morderse la lengua antes de hacerme esa sucia proposición. —Parecía muy afectado por mi actitud. —No lo creas. Sabía, antes de proponérmelo, que iba a negarme. A pesar de que no nos vemos desde hace años, es mi padre, no lo olvides. Y sabe cómo soy... —se pasó la lengua por los labios—. Nunca ha dejado de querernos. La prueba: ha hecho cuanto ha podido por saber de mi madre y que ella supiese de él. De todo esto, como le he dicho bien claramente, tiene la culpa la zorra de la política. —No sé si podrá hacer algo por nosotros —dije tímidamente. —Tampoco lo sé yo. Por un lado, creo que intentará salvarnos. Pero ignoro hasta dónde llega su compromiso con los comunistas indochinos. Es muy posible que esté completamente atado de pies y manos. No dije nada. No hubiese querido encontrarme en el pellejo del padre de Lorenzo. El viejo Alsina se estaba convirtiendo ante mis ojos en uno de aquellos terribles personajes de las tragedias griegas, luchando desesperadamente entre las sagradas órdenes de los dioses y las pasiones de los hombres. No sé exactamente cuánto tiempo pasó.

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Bruscamente, y sin que hubiésemos oído ningún ruido que lo precediera, la puerta se abrió, silenciosamente. La luz de la luna nos dejó vislumbrar apenas una silueta que se introdujo en el interior, cerrando rápidamente la puerta tras ella. —Karl... Me estremecí. Era una voz de mujer. Y la única mujer que me conocía en aquel lugar era la falsa embarazada, la muchacha que se había acostado con Otto entre los matorrales que bordeaban la carretera. -¿Sí? No contestó, pero encendió, posándola en el suelo, una de esas lamparillas que se ven en los templos orientales. Pudimos verla entonces, con sus largos cabellos que le caían en cascada sobre los hombros, sus grandes ojos rasgados, el abultamiento de sus senos bajo la blusa, el firme contorno de sus muslos enfundados en los pantalones negros... —Vengo a salvaros —dijo mientras nos tendía sendos paquetes de cigarrillos.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XXII

Nos quedamos sin habla. Lorenzo aprovechó el tiempo para descapsular el paquete de cigarrillos, que era de marca americana. Extrajo dos pitillos, me tendió uno y miró a la mujer, quien comprendiendo lo que el español deseaba, se apresuró a entregarnos dos cajas de fósforos de marca china. Tengo que confesar que durante unos instantes, mientras aspiraba con indecible placer las primeras chupadas, me olvidé completamente de todo, concentrándome en extraer el humo que se paseaba por mis bronquios la sensación más deleitosa posible. Una vez más, Alsina me demostró que era un hombre práctico. Sin quitarse el cigarrillo de los labios, miró a la muchacha y, sin ambages, demostrando que no había olvidado lo que yo le conté, le espetó, sin ironía pero con cierto tono mordaz en la voz: —Te acuestas con mi padre, ¿verdad? Ella no se inmutó. Una sonrisa irónica entreabrió sus hermosos labios. —Sí. —¿Hace mucho? —No mucho. Lo hago porque considero que es el hombre más inteligente que he conocido en mi vida... y el más bueno también. —Gracias por la parte que me toca. Ella pareció no hacer caso del tono burlón de la voz de Lorenzo. Yo comprendía que mi amigo reaccionaba así porque en su mente estaba el recuerdo de la madre, de aquella mujer que aún joven se había quedado sola, en una sociedad que se hubiese mostrado implacable con ella si hubiese dado el menor motivo... —Me sorprendió mucho el saber que eras su hijo —dijo la muchacha—. No te conozco, ni sé cómo piensas, pero sólo puedo decirte una cosa: puedes estar orgulloso de tu padre. —Lo estoy. —Tienes que comprenderle —dijo aún la mujer—. Te aseguro que es completamente normal. Y hay algo que voy a decirte, para demostrarte cómo es Ignacio, tu padre. Me juró, la primera noche que pasamos juntos, que no había tocado una mujer desde que salió de España... Lorenzo se mordió los labios. —Podía haber resistido un poco más —su voz estaba cargada de amargura—. Después de todo, poca vida sexual puede quedarle. Creo que ha cumplido cincuenta y seis años... —Cincuenta y dos —rectificó la indochina con los ojos brillantes—. Y puedes creer que es todo un hombre. ¡Quizá más que tú! —¡Basta! —gritó Lorenzo poniéndose en pie—. No estoy aquí para seguir escuchando lo que mi padre hace en la cama con una furcia... Noté la luz que se encendía en las pupilas de la indígena. La muchacha se mordió los labios, pero no dijo nada. Hubo un largo y penoso silencio. La muchacha se volvió entonces a mí, hablándome como si mi amigo hubiese dejado de existir.

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—Dentro de dos horas —me explicó con un tono dulce en la voz— vendré a buscaros. El centinela se habrá ido. Hay una pequeña lancha motora que nos espera cerca, en un muelle del arroyo. Iré con vosotros. —¿Hasta dónde? —no pude por menos de preguntarle. Me sonrió. —Ya veremos. Todo depende de ti. Alargó el brazo. Su mano me acarició el rostro. Tenía la piel suave... —Hasta luego. Nos quedamos nuevamente solos. Y, de nuevo, un silencio embarazoso cayó sobre nosotros. Aunque pareciese mentira, desde que la muchacha se había ido, un abismo extraño, increíble, se había abierto entre el español y yo. Pareció adivinar lo que estaba pensando. —No estás contento conmigo, ¿verdad? —No lo estoy —le repuse con franqueza. —Está bien —suspiró—. Ya sé que no puedes entenderlo... —No debes mostrarte duro con tu padre. Antes te he dicho que estaba mucho más ligado de lo que parece. Es un tornillo más de esa implacable máquina que se mueve desde Pekín y Moscú. —Puede que sea cierto. Pero no me importa. Y aunque le quiero, no tengo más remedio que confesarme que se ha convertido en un extraño para mí. —¿Vendrás con nosotros? —Sí —se limitó a decir, mirando hacia otro lado. Su respuesta me llenó de inquietud. La mujer llegó a la hora justa. Abrió la puerta muy despacio y, sin penetrar en el interior, nos llamó en voz baja: —Venid. Y no haced ruido. Salimos. La luna se había ocultado casi por completo. Un amarillento cuarto creciente se escondía ya tras las altas copas de los árboles. El cielo estaba cuajado de estrellas. El silencio parecía cósmico, indescriptible. Dando la vuelta a la choza, la muchacha nos hizo salir inmediatamente del campamento. Tomó un estrecho sendero. Un intenso olor a humus me acarició la pituitaria. Sentía, en mi pecho, el latir un tanto precipitado de mi corazón. Tenía la boca seca. Lorenzo, que me seguía, respiraba con fuerza, lo que me demostró que estaba tan emocionado como yo. La senda serpenteaba entre una vegetación de una gran altura. Durante un buen rato, perdí de vista el cielo estrellado. La oscuridad se hizo tan intensa que tuve que acercarme a la muchacha. Dándose cuenta, ella me tendió la mano y yo hice lo mismo con Lorenzo. Así unidos y guiados por la joven, que parecía conocer el terreno como su propia mano, avanzamos mucho más aprisa y más seguros. Salimos bruscamente del sendero y de la selva. El cielo me pareció más hermoso y grande que nunca. Hasta la luna, escondida la mitad en el horizonte, había dejado de ser de un amarillento macilento para convertirse en un gajo de naranja de color marfil, como una defensa de elefante. Me sorprendió ver el río, más ancho que hasta entonces lo había visto, liso como un espejo, con reflejos plateados en su corriente.

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La motora era pequeña, pero comprobé en seguida que poseía un motor potente. Encontramos víveres en cantidad y agua en la minúscula cabina. —La llevaré yo —dijo la muchacha haciéndose cargo del motor. No pude por menos de mirar atrás. Estaba tan acostumbrado a que las cosas saliesen mal, que me parecía imposible que la suerte se mostrase tan complaciente con nosotros. El motor carraspeó antes de lanzarse. El ruido me pareció enorme. Y temí que lo oyesen hasta en los confines de la selva. Tranquila, la muchacha despegó la embarcación del pequeño muelle y la lanzó hacia el centro de la corriente. Era ligera y navegaba bien. Pensé en cómo se comportaría una vez en alta mar. Saqué el precioso paquete de cigarrillos y tendí uno a Lorenzo. El corazón me rebosaba alegría. —Dame uno también a mí, Karl. Me acerqué a ella. —Enciéndemelo. Obedecí. Luego lo cogí de mis labios y lo inserté entre los suyos. Sus ojos me miraban con fijeza. —¿Dónde quieres ir, Karl? —me preguntó, entornando los ojos para que el humo no le molestase. —No lo sé... —Llámame Arlette. —¿Arlette? —Sí. ¿No te has fijado en mi piel? Mi madre era francesa, mi padre había nacido en Saigón. Bonita mezcla, ¿verdad? —Un poco. Ella se echó a reír. —¡La vida, Karl! Mi madre era una prostituta en el barrio de Cholón. Se ocupaba solamente de los tipos importantes de la ciudad. Y de algunos clientes, no me nos importantes, que desembarcaban en Saigón. Trabajaba demasiado, con una sola idea: volver a Francia, a Lyon, comprar una tienda allí y acabar su vida como mujer decente. Un oficial colonial la perdió y sus padres la echaron de casa. Cosas de aquellos tiempos, ¿sabes? —Sí. —Trabajaba demasiado. En seis años, perdió la belleza y la salud. Cogió tuberculosis, adelgazó demasiado para seguir perteneciendo al grupo de muchachas "de anchas caderas" como las solicitaban los viejos comerciantes franceses de Saigón. Dio una chupada a su cigarrillo. La luz de las estrellas ponía reflejos azulados en sus largos cabellos negros. —La echaron de la "casa" en la que trabajaba. Tuvo que ir a otra, después a otra, cada vez menos importante. Hasta que terminó en un burdel del puerto... La lancha hendía las aguas con su fina proa. El agua se iba haciendo más llana a medida que nos acercábamos al mar. —Por aquel entonces —siguió diciendo la muchacha— empezaba la lucha por la liberación de Indochina. Un hombre joven, agente del Viet-Mihn en Saigón, tuvo que esconderse precipitadamente, perseguido por la policía francesa. "Aquel hombre iba a ser mi padre.

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"Mi madre se apresuró a esconderle. Luego, enamorados, salieron juntos de Saigón. Mi padre llevó a mi madre, ya encinta, hacia estas hermosas tierras del norte, no lejos de Chjna. "Mi madre murió al nacer yo. Mi padre me cuidó, haciendo de madre. Luego, más tarde, estalló la guerra. Llegaron los japoneses. Mi padre fue torturado y fusilado por los nipones. Cuando la guerra terminó, yo me alisté con los míos, ofreciendo todo, incluso mi cuerpo, en la lucha que ha de darnos la victoria. Se echó a reír, pero su risa tenía un tono histérico. —Era natural que yo siguiese, en cierto modo, el mismo camino que mi madre. Pero no te equivoques, Karl. Me he entregado a muchos hombres. Los unos fueron medios para obtener informaciones... y me alegré que más tarde mis camaradas les rebanasen el pescuezo. Suspiró. —Respecto a los otros, con los que me acosté porque así lo deseaba, fueron dulces experiencias, necesarias para una mujer. Momentos que valieron la pena ser vividos... —Comprendo. —Te he hablado de tu amigo, aquel grandote que me tomó, un poco por la fuerza, en la carretera. ¿Cómo se llamaba? —Nunca conoceremos su verdadero nombre, pero se hacía llamar Otto Funker... —Lloró, Karl. Como un niño. Porque nunca había conocido el amor. Me dijo que su mujer era un ser repugnante. —Así es. —Por eso no le guardo rencor. Hice, en cierto modo, lo que vosotros llamáis un acto de caridad. —¿Y el padre de Lorenzo? —no pude por menos de preguntar. Frunció el ceño. Estaba más bonita que nunca. —Ignacio es punto y aparte — confesó —. Es un hombre maravilloso. No puedes imaginarte toda la ternura que es capaz de proporcionar a una mujer. Está lleno de bondad... —¿Le quieres? —Sí. Pero no me gusta su hijo —añadió en voz baja—. Es muy posible que lo que Alsina ha hecho le cueste terriblemente caro. Ya comprenderás que ha sido él, a espaldas del coronel Bao-Li, quien ha organizado esta fuga. —Me lo imaginaba. —¡Y ese niño estúpido! Ignacio es incapaz de hacerle el menor daño. Por encima de sus ideas políticas, la fuerza de la sangre le domina. Me había hablado de su hijo, creyéndolo en España. Hubiese dado cualquier cosa por volver allí. Ya sabes que no se acostó conmigo hasta que supo que su mujer había muerto. —Lorenzo no es malo... —Pero cree ser el único que tiene razón. Como otros muchos jóvenes, que no ha sufrido lo que nosotros, sigue creyendo en muchas cosas que la guerra ha borrado para siempre de la faz de la tierra. El honor, el respeto, la honradez... todo eso ha sido barrido, Karl. —Lo sé muy bien —dije pensando en Dachau. —La vida humana, en este mundo que se está super poblando, a pesar de todo, carece de importancia. Como os ha dicho Ignacio, un enemigo capturado es más útil muerto que vivo. No hay tiempo para detenerse a pensar, hay que actuar, día y noche, porque nunca sabremos lo que nos reserva el minuto siguiente... Había tanta amargura en su voz que me sentí profundamente impresionado.

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Una hora después, desembocábamos en un gran delta. Allá al fondo, plateadas, las olas venían a morir mansamente centra el agua del río. El alma se me inundó de gozo. Antes de que desembocásemos en el mar, las primeras luces del alba se encendieron en el cielo. Arlette dirigió magistralmente la maniobra, que consistió en introducir la motora a lo largo de un estrecho canal bordeado por un denso cañaveral. Los altos tallos verdes cubrieron muy pronto a la embarcación. —Es un lugar perfecto —dije cuando la muchacha hubo parado el motor—. Estamos maravillosamente camuflados. Me sonrió. —Conozco este sitio desde hace muchísimo tiempo, Karl. Han salido de aquí muchas embarcaciones que, rozando la costa, han desembarcado a grupos de acción y de agitadores que trabajan más al sur. —Comprendo. —Pero dejemos eso. Voy a preparar un buen almuerzo. Ignacio me dio un poco de todo. Haré también un poco de té en el infiernillo de la cabina. Dio unos pasos hacia la proa, pero se volvió de nuevo hacia mí: —Hay una playa pequeña, pero muy hermosa. No tienes más que seguir esa vereda. Si queréis bañaros, hacedlo. Ya verás que delante de la playa hay una isla de rocas que impedirá que os vean. —Gracias —le dije siguiéndola con la mirada hasta que desapareció en la cabina. Lorenzo seguía en la proa, sentado en la cubierta, con la barbilla sobre las rodillas, envolviendo con sus brazos sus piernas. No se había movido de allí durante todo el viaje, y no nos dirigió la palabra ni en una sola ocasión. —Lorenzo... Volvió la cabeza, sin modificar en lo demás su postura. Me sonrió, aunque me pareció que lo hacía de manera afectada, como a la fuerza. —¿Sí, Karl? —¿Qué te parecería si tomásemos un baño? —Sería algo estupendo. Estamos tan sucios que tendríamos que frotarnos con un cepillo de raíces para llegar hasta la piel. Se puso en pie. Tuve que contenerme, ya que era completamente estúpido el haber tenido que repetir las palabras de la muchacha. La embarcación era lo suficientemente pequeña para que hubiese oído perfectamente la invitación de Arlette. Para entrar en la cabina, ella pasó a menos de un metro de Lorenzo, que ni siquiera se había vuelto para saludarla. Saltamos de la motora a tierra firme; el canal era tan estrecho que sus bordes rozaban los flancos de la embarcación. Mientras avanzábamos por la senda que la joven nos había indicado, pensé que algo profundo estaba separando a Lorenzo de la indochina. No podía adivinar los motivos que tendría mi amigo para obrar así. El lugar al que desembocamos unos minutos más tarde correspondía perfectamente a la descripción que Arlette me había hecho. La minúscula playa me recordó las calas de la costa italiana, donde había pasado un permiso, en el verano del 40.

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Me estremecí. ¡Qué lejos me parecía todo aquello! A veces me parecía como si hubiese vivido varias vidas. Me habían sucedido tantas y tantas cosas en los últimos años, que mi mente era incapaz de poder concebir que todo aquello formase parte de, una simple existencia humana. Alsina se había desnudado y le vi correr hacia el agua, donde se zambulló bruscamente. Me desnudé despacio. Todo parecía decididamente arreglado. Dentro de poco, al llegar la noche, nos adentraríamos en el mar, alejándonos para siempre de aquel país donde tanto habíamos sufrido. Como en todos... Claro que lo que siguiese iba a depender de esta misma suerte que ahora parecía dispuesta a favorecernos. Yo ignoraba hasta dónde podría conducirnos la motora, cuándo encontraríamos un barco y si éste sería el adecuado para conducirnos lejos de allí. Demasiadas incógnitas en aquella ecuación. ¿Y Arlette? Estaba desnudo y avancé lentamente por la fina arena. El español nadaba vigorosamente hacia la isla de rocas que nos tapaba el horizonte marino. Si la joven deseaba venir con nosotros, yo estaba dispuesto a aceptarla a bordo, incluso si tenía que imponerme a Alsina. Pero, ¿deseaba la joven abandonar su país y la lucha? Me lancé al agua. Estaba deliciosa. Nadé, sintiendo que mis músculos volvían a encontrar el juego de la natación. No quise, sin embargo, seguir a Lorenzo, al que vi incorporarse sobre las rocas de la isla. ¿Qué estaba pasando?, me pregunté, angustiado. Una amistad como la nuestra no podía fundirse al primer calor como una nieve floja e inconsistente. Sin embargo, lo quisiera aceptar o no, algo estaba cambiando entre nosotros. Quizás estuviese yo influido por lo que Arlette me había dicho, por lo que ella me contó del viejo Alsina, al que ahora me parecía conocer desde siempre. No sé. Ni quería pensar en ello. Me lancé en un crawl vertiginoso hasta que sentí que los pulmones me ardían. Hice entonces la plancha, flotando sobre las mansas aguas, mirando al cielo, de un azul purísimo, por el que navegaban lentamente, hacia el oeste, los blancos bajeles algodonosos de las nubes.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XXIII

Arlette había preparado un sabroso y abundante almuerzo. Pude darme cuenta de que el padre de Lorenzo no había olvidado nada y que además de víveres para una larga semana, había pensado en el tabaco: diez hermosos cartones estaban envueltos en un papel de seda junto a unos paquetes de cajas de cerillas. Alsina no despegó casi los labios durante la comida. Elogió con unas breves palabras el arte culinario de la indochina. Eso fue todo. Por el contrario, Arlette y yo hablamos á bátons rompus, charlando de cosas intranscendentes pero que acortaron el tiempo. Después de comer, Lorenzo bostezó varias veces. Luego, mirándome y sonriéndose: —Creo que voy a dormir un poco. Perdonadme. Se fue hacia popa y tras haber cogido una manta de la cabina, la extendió sobre cubierta y se echó. Momentos después, mientras yo ayudaba a la muchacha a limpiar el sitio que nos había servido de mesa, llegaron hasta nosotros los primeros ronquidos del español. —¡Es una verdadera marmota! —dije riéndome—. Duerme en cualquier sitio y en cualquier momento. Esa clase de gente poseen una felicidad que ellos mismos no valoran: el poder aislarse de la realidad tan fácilmente. Ella se acercó a mí, mirándome a los ojos de una manera que me turbó. —Vamos a dar un paseo hasta la playa, ¿quieres, Karl? —Con mucho gusto. —Seguimos el mismo sendero que Lorenzo y yo habíamos tomado para ir a bañarnos. Una vez en la pequeña cala, nos sentamos, sobre la arena, en una zona en la que los cañaverales de bambú proyectaban una agradable sombra. Encendimos sendos cigarrillos, permaneciendo echados, en silencio. Hasta que Arlette, sin mover la cabeza, me preguntó bruscamente: —¿Estás casado, Karl? —Viudo —le mentí. —Lo siento. —Yo no —le dije sintiendo que los recuerdos me quemaban dentro con la fuerza de una úlcera. Noté que había vuelto la cabeza hacia mí y que me examinaba curiosamente. Pero yo no me moví. Continué mirando al cielo, donde las nubes parecían perseguirse como monstruosos infusorios en una preparación microscópica. —Me engañó miserablemente —le dije—. Y causó mi ruina. Por su culpa, pasé mucho tiempo en un campo de exterminio. Por ella estoy aquí... Se sonrió. —Lo noté en cuanto te vi. Los hombres que han sufrido por culpa de una mujer, lo llevan escrito en el rostro. Son cosas que no se borran jamás. Pero tú estás cargado de dulzura, Karl. Lo sé... Y tras una corta pausa: —¿Quieres hacer el amor conmigo? No esperó mi respuesta. Antes de que yo hubiese reaccionado, estaba completamente desnuda, sobre la arena. Se inclinó sobre mí, acercando su rostro al mío.

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—Quiero que me recuerdes como algo dulce, Karl. No me juzgues, por favor. Ya te lo expliqué anoche. Tú perteneces a esa clase de hombres que no pueden vivir sin un poco de ternura... —¿Es que no vas a venir con nosotros? —No pensemos ahora en eso. Olvidemos todo. Sólo así podremos conseguir un poco de felicidad. Ven... Tendido sobre la arena, ahíto, la vi correr hacia el agua, en la que zambulló su cuerpo oliváceo, sirena oriental, belleza salvaje, símbolo de todo lo que merece ser vivido. No me moví. Arlette tenía razón. El mundo deja de parecer sucio cuando se ama. Y no importa la duración de ese amor. El eterno pertenece únicamente al reino de los poetas. Se puede amar en una hora, incluso en menos, mucho más intensamente que a lo largo de toda una vida. Sólo así, bajo este, sincero y generoso prisma, podía analizarse la manera de actuar de Arlette y de muchas mujeres como ella, a las que un estúpido puritanismo, de estrechas y ramplonas miras, podría calificar gratuitamente de perdidas. Un recuerdo se vino a mi mente. Otra mujer, Frida, la doctora Koch. Una criatura acomplejada, angustiada, lanzada a la pasión morbosa de los médicos nazis. También Frida me dio todo lo que pudo, poniendo el bálsamo de su ternura en el pobre deportado que era yo (1). No, las mujeres se habían portado honestamente conmigo, me habían dado, en el momento oportuno, esa luz que necesitaban mis tinieblas y sin la cual me hubiese perdido definitiva e inexorablemente. Las mujeres me habían amado... Excepto la mía. Regresamos a la motora. La tarde caía dulce y perezosamente. Se tiñó de rojo una parte del horizonte y los gruesos tallos de los bambúes cobraron un tono sangriento con los reflejos del poniente. Eran como lanzas después de un colosal combate. Noté, nada más subir a la embarcación, el aire adusto y demasiado serio de Alsina. Ni siquiera me dirigió un saludo. Todas sus miradas eran para Arlette. Había en los ojos del español brillos acerados que no me decían nada bueno. Deseoso de romper el hielo que venía a enfriar el gozo que me inundaba aún, rompí voluntariamente el pesado silencio que nos rodeaba. —Hay que prepararse, Lorenzo. El momento de la partida se acerca. —Yo ya estoy preparado —repuso con voz ronca. —Estupendo. Dentro de poco, en cuanto se haga de noche, saldremos al mar. ¿Qué te parece, amigo? Me miró con fijeza. —Me parece estupendo... siempre que esa zorra se quede aquí. Me había hablado en alemán. Lo hizo adrede para que Arlette no le entendiese. De todos modos, la muchacha había penetrado en la cabina. —¿Por qué la tratas así? Se echó a reír.

(1) Véase Yo fui médico del Diablo, mismo autor, misma colección

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—Comprendo que la defiendas. Os he seguido hasta la playa. Y te he visto hacer el amor con esa asquerosa furcia. Desde luego, Karl, creí que tendrías un poco más de gusto... —No has obrado noblemente al seguirnos y espiarnos, Alsina. Eso no dice nada en tu favor. Yo he obrado como un hombre, mientras que tú lo has hecho como un cochino voyeur. —Sólo deseaba comprobar si esa perdida le ponía los cuernos a mi padre con el primero que llegase. ¡No vayas a creer que me regocijé viéndoos cohabitar! Me marché en seguida, profundamente asqueado... No hice caso de la segunda parte de lo que acababa de decir. Fue su primera frase la que me hizo hervir de cólera. —¿Poner los cuernos a tu padre, Lorenzo? ¿Te has vuelto loco? ¿Con qué derecho hablas así? Arlette no es más que una muchacha que ha querido dar un poco de ternura a Ignacio. Seguro que él no le ha exigido fidelidad jamás. —¡Es una inmunda zorra! —rugió el español—. Si pensaba entregarse a cualquiera, no hubiese debido engatusar a mi padre. ¿Es que no te das cuenta? el es viejo y una mujer como ésta es capaz de hacerle perder la cabeza... —No conoces a Arlette. —Ni quiero conocerla. Desde luego, Karl —y su voz silbó entre sus dientes—, no vendrá con nosotros. Se me envararon los músculos. No tenía miedo a Lorenzo. En realidad, nunca he temido a ningún hombre, en igualdad de condiciones. Aquello me recordó al Kapo de Dachau, pero Alsina no tenia en sus manos el horrible "gummi"... (1). —No creo que puedas oponerte a que venga —le espeté mirándole con fijeza—. Escucha, Lorenzo. Hemos sido buenos amigos y creo que seguimos siéndolo. Pero si así no fuera, estamos embarcados en la misma aventura y nuestros intereses coinciden. Deseamos salir de aquí. Una vez hayamos encontrado el barco adecuado, cada uno de nosotros podrá elegir su destino... Denegó enérgicamente con la cabeza. —Esa furcia no viene con nosotros, Karl. No me obligues a hacer algo que no quisiera... Cerré los puños. Estaba dispuesto a golpearle si era necesario. Fue en aquel momento cuando la muchacha salió de la cabina, dirigiéndose a mí: —¡Karl! Había traído una pistola para ti... pero no la encuentro. Me había vuelto hacia Arlette cuando oí, a mi espalda, una risa breve, algo que me hizo recordar la risa de una hiena. Alsina empuñaba la pistola desaparecida. Durante el tiempo que la indochina y yo pasamos en la playa, él debía haber registrado a fondo la embarcación, apoderándose del arma que Arlette había traído para mí. No me gustó nada el brillo de los ojos del español. —¿Comprendes ahora por qué va a quedarse aquí? —me preguntó con un acento burlón. Ahora se expresaba en francés. Arlette frunció el ceño y me lanzó una rápida mirada de cierva acorralada. —¿Es que no quiere que os acompañe? —inquirió.

(1) Arma que utilizaban los feroces guardianes de los campos nazis. El «gummi» estaba hecho con un nervio de toro.

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—No, no quiere —repuse lealmente—. Pero podemos convencerle, hacerle cambiar de opinión... —¿Tú crees? —rió Alsina. No le miré, ignorando el arma con la que seguía apuntándome. Posé mi mirada sobre el rostro de la muchacha. —Dime, Arlette. ¿Deseas venir con nosotros? Hizo un rápido gesto de asentimiento con la cabeza. —Sí, Karl. Quiero irme de aquí. —¿Por qué? Noté que despegaba la mirada de mi rostro, volviéndose ansiosamente hacia Alsina. —Tu padre será castigado —explicó con voz trémula—. En cuanto descubran vuestra huida, sospecharán de él, ya que fue personalmente quien ordenó al centinela que se fuese, que deseaba interrogaros y que se bastaba para vigilaros... Lanzó un breve suspiro. —El centinela me vio con Ignacio. Sabrán en seguida que yo soy su cómplice. Incluso si regresara ahora, sería demasiado tarde... Los ojos de Lorenzo lanzaron chispas. —¿Me tomas acaso por un idiota, pedazo de zorra? —estaba tan colérico que escupía las palabras —. Llevamos todo el día aquí. Si fuera verdad lo que dices, se habrían dado cuenta de nuestra huida y ya estarían buscándonos... Ella le miró con desprecio. —Agradece a tu padre que no haya ocurrido así, Lorenzo. Ignacio se ha quedado en la choza que os servía de celda. Allí simula estar interrogándoos. Y habrá dicho a Bao-Li que ha de esperar hasta convenceros para que habléis por la radio viet. Colérica, estaba más hermosa que nunca. —Esta noche, cuando tu padre esté seguro de que la motora se encuentra en alta mar, fuera del alcance de los guerrilleros, saldrá de la choza y confesará la verdad. —Y tú, que eres su querida, ¿vas a abandonarle tan miserablemente? —inquirió con sorna Alsina. —El me dijo que me fuese con vosotros. Nunca me perdonaría que regresara, ya que no desea mi muerte... Lorenzo se echó a reír. —Mi padre fue siempre un idiota romántico —exclamó con amargura. —No hables así —le dije. Estaba empezando a hartarme de jugar un papel secundario a su lado. Desde un principio, creí que merecía llevar la iniciativa. Ahora me percataba de que tal cosa no era posible. —Dame la pistola — dije. Retrocedió un paso. Sus ojos brillaban furiosamente, pero adiviné que la fuerza de su cólera había disminuido bastante. —Una cosa —hablé para ganar tiempo —es que desprecies a esta mujer, aunque no lo merece... —¡Tú qué sabes!

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—Calla y deja que siga... Lo que te ocurre es que has dejado de tomar contacto con la realidad, y crees que estás en España y que debes borrar la ofensa que esta chica ha hecho a tu difunta madre. —Esta chica, como tú dices, es una zorra. —No, Lorenzo, no lo es. Me había ido poniendo entre los dos, y ahora servía de perfecto escudo a la indochina. Alsina se percató de mi maniobra. Pero ya era tarde. Lanzó un rugido y me fusiló con la mirada. —¡Quítate de en medio o te mato a ti primero! Dejar pasar aquella ocasión hubiera sido una terrible estupidez por mi parte. Antes de que pudiera hacer algo por evitarlo, le aprisioné el brazo, torciéndoselo hasta que el arma cayó al suelo. Le di un empujón para mantenerle lejos de la pistola. Me incliné luego y la empuñé, aunque apuntando al suelo. —¡Eres un estúpido, Lorenzo! Y nos has hecho perder un tiempo precioso... Bajó la cabeza. No me sorprendió aquella actitud sumisa. Empezaba a conocerle y me arrepentía sinceramente de haberle dejado llevar el mando del grupo. Ahora sería yo quien tomase las decisiones. —Vamos a largarnos de aquí. Ya hemos perdido demasiado tiempo. Alsina levantó la cabeza, mirándome intensamente. —Perdona, Karl. He sido un estúpido... —No hay nada que perdonar. —Sí —insistió—. Lo que yo debería haber hecho, en vez de insultar a Arlette, hubiese sido correr para volverme a reunir con mi padre... —No digas idioteces. Su sacrificio sería inútil, y no te lo perdonaría jamás. Todo lo que ha hecho, lo ha hecho por ti... ¿quieres tirar por tierra el proyecto más hermoso de su vida? —Pero van a matarle. —¿Y lo impedirías regresando a su lado? Intervino la muchacha, que se había incorporado, acercándose a mí. —Os matarían a los dos, Lorenzo. —Tienes razón —dijo, convencido al fin—. No hago más que decir idioteces. —Vámonos —tercié—. Los tres estamos obrando como estúpidos. Momentos más tarde, puse la lancha en, marcha y nos separamos de la costa. Naturalmente cogí el timón y coloqué la pistola en mi cintura. Era curioso... Hubiese debido estar loco de alegría, ya que la huida en la que tanto había pensado se estaba convirtiendo en una realidad. Pero no lo estaba. Todavía me parecía imposible que consiguiésemos escapar. El mar estaba completamente oscuro. Ni siquiera reflejaba la lejana luz de las estrellas. Más calmado, Lorenzo se había sentado en la proa. La muchacha estaba en la cabina, seguramente preparando en el infiernillo de alcohol algo caliente. Me pregunté si alguna vez volvería a Europa. Lamentaba haber abandonado aquella tierra en la que, sin embargo, había sufrido lo indecible.

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Quizás hubiese un lugar donde pudiera dedicarme a escribir; un sitio donde ser alemán no significase hacerse escupir en la cara. No sé cómo se me ocurrió la idea, pero pensé de repente que me gustaría poder vivir en España.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XXIV

Cuando volví al timón, después de que Lorenzo me sustituyese parte de la noche, una bruma pegajosa y fría nos envolvía. La luz diurna luchaba desesperadamente por abrirse paso a través de la niebla. Era como si navegásemos por un mar proceloso, algo así como aquellos mares de los que con tanto temor nos hablan los antiguos navegantes griegos. Con las manos en el timón, los ojos fijos en la brújula fosforescente, sentía vibrar a mi espalda, como un organismo vivo, el poderoso motor de la lancha. Mantenía un rumbo fijo sur-sudeste, ya que por una parte deseaba mantenerme regularmente alejado de la peligrosa costa, pero no separarme demasiado de ella y adentrarme en alta mar, sabiendo que llegaría fatalmente el momento en que nos quedaríamos sin combustible. r —Karl... Arlette estaba a mi lado, con una taza metálica en la mano. —Buenos días ...—le dije. —Buenos días —me respondió—. Tómate esto. —¿Qué es? Nos había dado, a Lorenzo y a mí, durante toda la noche, tazas de té muy caliente y azucarado. —Chocolate. —¡Eres una maravilla! No dijo nada, pero bajó la cabeza sonriendo. —Espero —le dije después de haber bebido un sorbo del líquido, que ardía— que ese idiota de Alsina no te habrá dicho nada ofensivo esta noche... —No. No me ha dicho nada. —¿De veras? —insistí. —Sí, Karl. Se ha limitado, cada vez que le he servido de beber, a darme las gracias. —¡Empieza a civilizarse! —No es culpa suya, Karl —suspiró la muchacha—. En el fondo, es un excelente muchacho. Lo que le ha pasado es perfectamente comprensible. —No lo entiendo. —Pues está muy claro. Ha sufrido, en muy poco tiempo, demasiadas emociones para poder reaccionar normalmente. —Es posible —dije devolviéndole la taza vacía. —La sorpresa —continuó Arlette— de encontrar a su padre en un lugar en el que ni siquiera sospechaba que tal cosa se produciría... —Sí, ya sé que ha sido una verdadera casualidad. —No tanta, Karl, no tanta. Después de la victoria de los aliados en Europa, muchos españoles que no podían o no querían regresar a su patria, emigraron del territorio galo. Unos se fueron a América, donde ya estaban los que salieron de Francia en 1939. "Los otros, aquellos que gozaban de protección politica por parte de los rusos, se fueron a la Unión Soviética. También había allí españoles que habían luchado con los rusos durante la guerra.

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"Pero ya no había guerra en Europa. "Era natural, por lo tanto, que estos hombres fueran destinados a los lugares peligrosos y conflictivos. Algunos fueron a China y otros vinieron aquí. "Como el padre de Alsina, debido a su mutilación, no podía combatir, ingresó en el cuerpo de comisarios políticos. Es un hombre inteligente y, puedo decirlo porque lo conozco, posee una gran facilidad para aprender lenguas. Me sonrió. —Ya ves que la casualidad no fue tanta como aparentemente parece. —Sí, tienes razón. —De todos modos, padre e hijo no se habían visto desde hacía una eternidad. "Lorenzo guardaba una imagen del padre que no podía ser ni remotamente la verdadera. Lo veía con sus ojos de niño, al lado de su madre. No es extraño, por lo tanto, que haya reaccionado violentamente contra mí, que constituía, por así decirlo, la única impureza que manchaba la imagen de Pedro. —Eres muy buena... —No lo sé. Estoy cansada, Karl. Mi vida está tan terriblemente vacía, que ni siquiera merece la pena de ser vivida... —No digas eso, por favor, Arlette. ¡Cuántas veces he pensado en las palabras de aquella extraordinaria mujer! Pero entonces, quizá obsesionado por el problema de nuestra libertad, sabiendo que estábamos aún muy lejos de conseguirla, no presté demasiada atención a lo que Arlette acababa de decirme. Ella había vivido una existencia desgraciada, pero había algo en su interior que le exigía vivamente una razón de ser, una justificación clara y determinante. Era como si se dijera: "Arlette, no has hecho nada importante en tu vida. Y si sigues así, yendo y viniendo de un lado para otro, sin dejar nada constructivo detrás de ti, ¿crees que tu existencia tendrá sentido?" —¡Vaya asquerosa niebla! —Y que lo digas, Lorenzo. Si no fuese por la brújula, estaríamos dando vueltas como tontos. —Karl... —Dime. —Deseo justificarme de nuevo. Obré como el último de los imbéciles. He estado reflexionando y, si me atreviera, pediría perdón, incluso de rodillas, a Arlette. —No lo hagas. —¿Por qué? —Sería contraproducente. Hablando con claridad: no está el horno para bollos. —¿Quieres decir que sigue enfadada conmigo? —No. —¿Entonces? —Arlette está atravesando una penosa crisis de conciencia. Déjala tranquila. Si le pides perdón, aumentarás aún más su angustia. —¿Y no podemos ayudarle? —No. Sólo puede ayudarse ella. —Quizá sea culpa mía de que le ocurra eso..

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—¡No seas idiota! A todos los seres humanos nos ocurre alguna vez lo mismo que le pasa ahora a Arlette. "Hay instantes en que la persona tiene que enfrentarse consigo misma. No hace falta que haya un espejo ante ella. El alma le sirve de superficie reflectora. "En esos momentos, amigo Alsina, se pregunta uno, fríamente, sin hipocresía, si lo que ha hecho hasta el momento ha valido para algo. Es entonces cuando el hombre asiste a la proyección de la película de su existencia. "Se ve, por vez primera, con ojos de espectador y de crítico. Y, desgraciadamente, las conclusiones no suelen ser lo satisfactorias que podría esperarse. "Nos damos cuenta en aquel momento de todas las idioteces que hemos cometido y, sobre todo, y eso es lo peor, del terrible vacío de la existencia, de cómo hemos dejado pasar los años, desaprovechándolos por completo, dejándonos arrastrar por lo nímio y por lo intranscendente, sin hacer nada positivo. —Es una visión pesimista de la vida. —Pesimista, de acuerdo, pero tremendamente real. —Es posible. —Hay pocos hombres que se consideren satisfechos de lo que hicieron. Los unos fueron en busca de dinero, pero terminaron percatándose de que le sacrificaron demasiado tiempo y que acabaron convirtiéndose en sus esclavos. "Otros buscaron en las mujeres la esencia misma de la vida. Pero su hedonismo no les condujo a parte alguna. "Acabaron dándose cuenta de que el placer es un paréntesis tan corto que no merece una dedicación completa, ya que su satisfacción es terriblemente efímera. —¿Qué queda entonces? —La vida misma, Alsina. La esencia de lo que nos fue dado, el enfrentamiento con algo que merezca la pena. Los ricos, los viciosos, los comodones y los cobardes suelen reírse de los idealistas. "Pero si el cuerpo humano, y sobre todo el cerebro, pudiera ser transparente, esos estúpidos orgullosos no se reirían de los que desprecian. "Porque verías por la calle, por el campo, que la mayoría de los hombres están huecos, vacíos por dentro. Son como globos hinchados de sueños de grandeza, de memez, de ambición sórdida que no vale para nada. "Y esos hombres se morirían dé envidia al poder ver a los que están llenos de vida, de ilusión, los que se mueven en un mundo que está terminantemente vedado al resto. "Esos son, amigo Lorenzo, los hombres que pueden mirarse al espejo del alma, y sonreír satisfechos. Porque han sabido llenar su vida de ilusión y de entusiasmo, porque viven por encima del estiércol dorado y sedoso de los que sólo ambicionan una cómoda existencia de cerdos. —¿Y qué tiene que ver todo eso con Arlette? —Pues que nuestra joven ha despertado bruscamente y desea hacer algo que la justifique ante sus propios ojos. —Acabas de hacerme mucho daño, Karl. Ahora me doy cuenta de que mi vida ha sido terriblemente vacía. —¡No tanto! —Sí. Yo también, aunque no lo creas, pienso. Y, tarde o temprano, como le ocurre ahora a Arlette, tendré que enfrentarme conmigo mismo.

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No sabía, en aquellos momentos, la enorme verdad que estaba diciendo. Tampoco lo sabía yo. Aunque le faltaba a Alsina mucho tiempo para que tuviera que llegar al momento crucial de su propia vida. Ese momento en que el hombre se sacrifica, seguro de haber hecho algo que merecía la pena. El motor de la lancha se paró a media tarde. Creímos, en un principio, que se trataba de una avería más o menos grave. Pero no tardamos en convencernos de que el momento fatal había llegado. No había, en los depósitos, ni una sola gota de gasolina. Tuvimos que montar, como pudimos, la vela que llevábamos. El tiempo seguía brumoso y la visión apenas llegaba a más de una docena de metros. La claridad del día nos llegaba gris y amortiguada, como si procediese de un lejano planeta. Todo a nuestro alrededor ofrecía un aspecto misterioso y fantasmagórico. —¡Estamos listos! —exclamó Lorenzo después de que colocamos la vela en el mástil. —No se mueve ni una gota de viento —le dije—. Eso es lo peor. —¿Y qué vamos a hacer? —Esperar. No creo que este maldito tiempo dure mucho. En cuanto la bruma se levante, el viento soplará, bien hacia alta mar o hacia la costa. De todos modos, no podemos hacer nada ahora. Arlette nos preparó una comida caliente. Comimos juntos, en la parte de atrás de la lancha, que era la más amplia. Sin darnos cuenta, estábamos calados hasta los huesos. Aquella bruma nos había empapado sin que nos apercibiésemos de ello. Arlette, después de comer, nos sirvió un poco de café caliente. —Lástima que no podamos secarnos la ropa —dijo—. Pero en cuanto levante el día y haya viento, pasaremos por turno a la cabina y secaremos todo. —No te hagas demasiadas ilusiones —repuse—. No tardará en caer la noche y esta niebla no parece dispuesta a ceder. Oímos, un poco antes de que la oscuridad se hiciera, un extraño chapoteo que venía del misterioso muro de bruma. El sonido permaneció presente unos instantes, desapareciendo luego. —No era un barco, ¿verdad? —me preguntó el español. —No. Una lancha acaso, pero me extraña que alguien se atreva a navegar en una barca pequeña por estos andurriales. La noche se nos echó encima. Volvimos a entablar turnos de vigilancia, más que nada para mantener el rumbo y, sobre todo, para evitar que chocásemos con un escollo, aunque yendo al garete como íbamos no era muy sencillo predecir lo que ocurriría al minuto siguiente. Cuando me llegó el turno de descansar y me dirigí a la proa, para meterme debajo de la lona, ya que habíamos cedido galantemente la cabina a la muchacha, oí que Arlette me llamaba. —Karl... —¿Sí? —dije acercándome. —Entra un momento.

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El espacio era, reducido, pero suficiente para que dos personas estuviesen sentadas, naturalmente muy juntas. La indochina estaba fumando un cigarrillo y me invitó, tendiéndome otro que me encendió. Luego, mirándome a través del humo, llevábamos un pequeño farol de aceite en la cabina: . —Tengo miedo, Karl —me dijo de sopetón. —¿Miedo? —le pregunté —. ¿De qué? —No lo sé. Es algo indefinible. Ni siquiera acierto a explicármelo. Es una sensación rara, que me proporciona un desasosiego y una angustia terribles. —Tienes que calmarte, Arlette —le aconsejé. —Sí, ya lo sé. Pero cada vez que pienso en esta aventura, menos convencida estoy de que escapemos. —No hay que perder las esperanzas. —Gracias por darme ánimos, Karl. Tú eres médico y sabes muchas cosas... Guardamos silencio. Yo escuchaba con atención su respiración densa, de ritmo lento pero fuerte. Estaba junto a mí y la curva de su cadera rozaba la mía. —Karl... —¿Sí, Arlette? —¿Te enfadarás si te hago una pregunta? —No, desde luego que no. —Es que se trata de una pregunta un poco especial. —No importa. —¿No te enfadarás? —No. Tardó unos instantes en decidirse. Por la intensidad de su voz, adiviné que estaba positivamente emocionada al formularla. —¿Cuánto tiempo hace que no has estado con una mujer? Me quedé parado, sin saber qué decir. Algo me apretaba el cuello, haciendo difícil la deglución de la saliva, como si estuviese bruscamente afectado de anginas. Mi mente dio un poderoso salto hacia atrás, hacia el pasado. Y me pareció hallarme en otro lugar, ante otra mujer que me formulaba una pregunta idéntica: —¿Cuánto tiempo hace que no has tocado a una mujer, Karl? No era Arlette, sino Frida quien estaba ante mí, en el barracón del Ranvier del campo de Dachau, mirándome fijamente con sus grandes ojos azules. Me eché a reír. Arlette me miró, sorprendida y un tanto molesta. —Ya sabía que ibas a reírte de mí. Nunca debí preguntarte eso. —No tiene importancia. Hace mucho tiempo, Arlette, muchísimo tiempo... una eternidad. —Y... ¿no has pensado nunca en eso? —Sí, muchas veces. Pero no creas que sea algo que se haya convertido en una obsesión. Más que nada, lo que he encontrado a faltar ha sido la ternura... —Te comprendo.

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—Lo demás, lo sé, es importante, pero se puede uno pasar de ello. Sobre todo cuando se piensa en la brevedad de algo a lo que, realizado así, a salto de mata, se le da demasiada importancia. Eché una chupada al cigarrillo. —Hacer el amor con una mujer, Arlette, puede significar, y significa, mucho antes de llevarlo a cabo. Hablo, naturalmente, de esa clase de amor anónimo que tiene la misma importancia biológica que comerse un bocadillo cuando, te azuza el hambre... —Entiendo. —Después, saciado el apetito, y te aseguro que ambos son casi idénticos aunque más vital es el ansia del estómago que la sexual. Después, repito, sientes asco. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Asco y remordimiento. Sólo los hipócritas y los cobardes niegan que tales cosas ocurran. —No has contestado a mi pregunta —me dijo dirigiéndome una sonrisa maliciosa. —Dos años y medio, si las fechas concretas pueden satisfacer tu curiosidad. Puso su mano sobre la mía, dulcemente. —Perdona. No quise herirte, Karl... El contacto con su mano me produjo una sensación extraña. Pero no soy de los que se dejan vencer por sus deseos. Me incorporé prestamente. —Buenas noches, Arlette. Que descanses... —Te deseo lo mismo, Karl. Su risa me acompañó hasta que me envolví la cabeza con la luna. Por fortuna, caí enseguida profundamente dormido.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XXV

—¡Un barco! ¡Un barco! Lorenzo me daba de golpes, sacudiéndome con brusquedad. Me desperté, asustado, sentándome en cubierta, con los ojos aún cargados de sueño. Tuve que cerrar los ojos, ya que la luz hiriente del día me cegaba. Poco a poco, en mi espíritu brumoso, las ideas se fueron colocando en orden. —¡Es de día y no me has despertado hasta ahora! Me sonrió. —Quise que descansaras un poco más —confesó—. ¡Pero, levántate, holgazán! Hay un barco en el horizonte... Arlette está sobre la cabina, haciéndoles señas con una tela. Abrí los ojos, mirando la silueta de la muchacha, sobre el tejado de la cabina. Agitaba una vieja camisa. Me incorporé, mirando al mar. Una densa humareda se erguía en la línea del horizonte. —Un buque de una sola chimenea —observé. —¿Y qué importa el número de chimeneas? —inquirió el español con voz gozosa—. Aunque no tuviese ninguna... ¡es un barco! —¿Y si fuese francés? Se echó a reír. —En mi tierra —comentó— se dice que alguien quiere que te coja el toro cuando se empeña en ser gafe. Aunque sea francés... cualquier cosa antes de seguir así. —No digas tonterías, Lorenzo. —Era una broma —dijo bruscamente serio—. Ya verás como no es francés. —¿Se acerca? Fue Arlette quien contestó desde lo alto de la cabina. —Sí, Karl. Nos ha visto y se acerca. Es mucho más grande que cuando le apercibimos, hace un rato. —Mejor. Relevamos a la muchacha, a la que ya le dolían los brazos. Poco después, convencidos ya de que el buque se acercaba, cesamos de hacer señales con el trapo. Nos sentamos en cubierta, mirando la silueta que iba aumentando de tamaño. —No es muy grande —dije al cabo de un rato. —Y tiene velas —señaló la muchacha—. Velas chinas. —Un carguero, sin duda —completó Lorenzo—. Un pequeño navío de cabotaje. Me froté el mentón. —Déjame pensar —dije al cabo de unos instantes—. Si es chino, puede que se dirija a Birmania o a Singapur... Desde luego, no creo que tengamos la mala pata de que vaya a Saigón. Lorenzo se echó a reír. —Si va a Saigón, no lo cogemos y en paz. Puede remolcarnos, si es que no quiere darnos un poco de carburante... —¿Carburante? Puede ir con carbón o con aceite pesado... ¡y nosotros gastamos gasolina! —De todas formas —dijo Lorenzo—, pronto vamos a saberlo. Aquí llegan...

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En efecto. El barco era ahora completamente visible. No era muy grande y tenía apariencias de junco transformado y mejorado con motores y hélices, pero guardaba aún el mástil y el bauprés, con un velamen que al abrirse debía ser triangular. El navío se acercaba rápidamente a nosotros. Todavía no podíamos ver a los tripulantes, pero había manchas claras en la borda, lo que quería decir que estábamos siendo curiosamente observados. Sentí que alguien me cogía fuertemente por el brazo. Al volverme, me encontré ante el rostro de Arlette. Sus grandes ojos expresaban temor. —¿Qué te ocurre, pequeña? —le pregunté en voz baja como si los del barco pudiesen oírme. —Creo que hemos tenido mala suerte. —¿Por qué? —Fíjate en ese buque. Es un junco... —¿Y bien? —insistí mordido por la curiosidad. —Desde que se inició la guerra con los franceses, sólo hay una clase de buques, fuera de los de guerra de ambas partes, que se aprovechan de la situación para el comercio de municiones... y hasta de drogas, que venden igualmente a los guerrilleros o a los franceses. —¿Y tú crees que ese buque es de ésos? —Sí. ¡Dios nos asista, Karl! Es un junco pirata... Me quedé helado. Ajeno a nosotros, Lorenzo, que estaba apoyado en la barandilla de la cabina, en la parte más alta de la lancha, seguía haciendo gestos amistosos a los del junco. —¡Piratas! —exclamé como si intentase comprender que aquel vocablo anacrónico... no lo era tanto. Para mí, la palabra "piratas" sonaba a vieja novela de Salgari. Por eso dudaba en identificar a los tripulantes del junco, que ya eran visibles, a aquellos bucaneros que habían llenado de emoción mis horas mozas. Los tripulantes del junco eran chinos. Nos miraban, sonrientes, desde cubierta. Había uno, en pie, a la proa, que se disponía a lanzarnos un cabo para facilitar el abordaje mutuo. Momentos después, gracias a Alsina que ató el extremo del cabo a la argolla de estribor, el casco del junco, que parecía enorme junto a nuestra embarcación, rozaba el de la lancha. Casi en seguida, dos hombres saltaron a bordo. No me cupo la menor duda. Arlette no se había equivocado, desdichadamente. Los dos hombres, dos chinos, empuñaban sendas pistolas ametralladoras. —Ton feu! — me ordenó uno de ellos (1). Tuve que entregarle la pistola. Por el momento, y a pesar de lo que Arlette me había dicho, no me parecieron, por su aspecto, tan terribles "piratas" como me había imaginado, aunque quizá mi inexperiencia en asuntos orientales no me permitiese discernir las cosas claramente. Los dos hombres que habían saltado a la cubierta de nuestra lancha iban vestidos de manera semejante, con ropa negra, pies descalzos y una especie de gorrito, igualmente negro, que parecía ceñirse perfectamente a su cabeza. Ninguno de los dos llevaba coleta, tal como yo hubiera debido imaginarlo, aunque mi idea seguía anclada a mis viejas lecturas de Salgari. (1) ¡Tu pistola!

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Nos invitaron; sin amenazarnos con las armas, a que subiésemos al junco. Poco pude ver de la embarcación oriental, ya que nos condujeron directamente a la bodega. El espacio era amplio, pero insuficientemente iluminado. Una extraña mezcla de olores reinaba allí. Había barriles y también cajas, todo perfectamente arrimado. En el centro de la bodega, la raíz del mástil sirvió para que nos atasen, lo que hicieron sirviéndose de argollas que estaban unidas a un ancho anillo de hierro que rodeaba la base del palo mayor. Una vez solos, nos miramos. El español, aunque pálido, tenía una simpática sonrisa en los labios. Arlette estaba muy seria. Y fui yo quien rompió el ominoso y molesto silencio en el que nos hallábamos. —Hemos jugado y hemos perdido. En realidad, nunca pensé que pudiésemos escapar. Eran demasiadas las dificultades que debíamos vencer. ¿No os parece? Lorenzo volvió su rostro hacia mí. Su hermosa sonrisa había desaparecido. —Tienes razón. Pero nadie nos previno contra la existencia de piratas. ¡Y pensar que, estúpido de mí, me rompí los brazos haciéndoles señas! —Yo debí preveniros —intervino la muchacha—. Desde que empecé a trabajar para los viets, he oído hablar de esta gentuza sin escrúpulos. —¿Qué hacen, en realidad? —le pregunté intrigado. —Se valen de que sirven a los dos bandos. Por eso los soportan y toleran, tanto los viets como los franceses. Aunque, de vez en cuando, estos últimos bombardean un junco y lo hunden... —Lo que no comprendo —insistí— es que los franceses tengan necesidad de esta gente. No puedo creer que esperan recibir de ellos los suministros que llegan a Saigón y Hanoi, directamente desde Francia. Arlette sonrió. —El asunto es mucho más complicado de lo que parece... Y tras una corta pausa: —Los piratas, chinos en su mayoría, aunque hay algunos malayos, proporcionan a los franceses informes de la mayor importancia. Muchas veces falsos, pero también verdaderos. Y hay algo más, que supe en Saigón... muchos soldados, sobre todo legionarios, se han aficionado al opio. —¿Eh? —pregunté con sincera incredulidad. —Así es. Y no olvides que en Indochina ha dejado de cultivarse hace mucho tiempo. Ese opio llega directamente de los campos chinos. —Ahora comprendo. —Y por si fuera poco, los grandes comerciantes de Saigón, que hacen su agosto desde que empezó la guerra, ya lo hacían cuando los japoneses estaban aquí, utilizan a los piratas para obtener pingües beneficios. Cuando los nipones ocupaban Indochina, había opio y mujeres. Ahora debe ser lo mismo. —Todo eso está muy bien —terció Alsina—, pero en lo que nos concierne, ¿qué piensas que van a hacer? Iba a contestar la muchacha cuando un rumor de voces llegó hasta nosotros. Arriba, en cubierta, los chinos discutían ásperamente. —Callaos —dijo Arlette—. Están hablando de nosotros. Y afortunadamente, entiendo su lengua...

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Tuvimos que esperar cerca de veinte minutos a que la discusión cesase. Lorenzo y yo, comidos por la curiosidad, no separábamos los ojos de Arlette que escuchaba atentamente, con la mirada fija en el bajo techo de la bodega. —¿Qué han dicho? —pregunté cuando cesaron las voces. La joven no pudo contestarme. Dos chinos aparecieron en la escalera. Llevaban un perol humeante. Y mientras uno de ellos, con una pistola en la mano, precisamente la que me habían quitado, nos apuntaba, el otro nos dejó una mano libre, colocando el caldero a nuestro alcance. Luego se fueron. El perol, lleno de arroz, contenía una sola cuchara de madera. Lorenzo se apoderó de ella, cogió un poco de arroz y se lo llevó a la boca. —¡Puah! —dijo escupiéndolo—. Sabe a demonios. Arlette sonrió tristemente. —Tendrás que irte acostumbrando, amigo. Comed un poco, yo lo haré luego. Así podré contaros lo que he oído antes. Empezó hablando de que los chinos no estaban de acuerdo en lo que debían hacer con nosotros. Un grupo, el más numeroso, deseaba entregarnos a los franceses. Pensaban, y lo adivinaban ciertamente, que éramos desertores, y parecía que las autoridades de Saigón pagaban muy bien esa clase de mercancías. Otro grupo de piratas, más pequeño que el anterior, pero que contaba con el apoyo de su jefe, parecía tener otros proyectos. —Thien-Li —nos explicó la indochina—, que es el jefe de todos ellos, opina que si nos entregasen a los viets conseguirían menos dinero, pero sí una seguridad de navegación que resultaría, al final, mucho más beneficiosa que la prima que pagan los galos. —¿Y qué han decidido? —inquirió Lorenzo. —Todavía no han llegado a un acuerdo definitivo —comentó la muchacha—. De todos modos, lógicamente, se hará lo que quiera el jefe. Eso quiere decir que viraremos para dirigirnos hacia el norte. Suspiré. —De todos modos, que nos entreguen a los franceses o a los otros, el final para nosotros será siempre el mismo... ¡el paredón! Ella me sonrió. —No os enfadéis, pero sólo han hablado de vosotros dos. Fruncí el ceño. --¿Qué quieres decir? —Que no se han referido a mí, al menos en lo que puede significar beneficio para ellos. Han hablado exclusivamente de vosotros dos. —¿Y no han dicho nada de ti? —insistí sin llegar a creer lo que me estaba diciendo. —No. Es decir... vosotros no comprendéis que aquí, en esta parte del mundo, la mujer no cuenta para nada. Es un objeto del que puede obtenerse un cierto placer y que llega a ser útil y barata en el trabajo. "Es eso precisamente, lo segundo, lo que desean que yo haga. La cocina, la limpieza. No dijo más, pero yo adiviné en sus ojos un brillo de resolución que me dio miedo. Una hora más tarde, uno de los chinos vino a desatarla. Poco después oímos perfectamente el sonido que hacía el cepillo de raíces sobre la cubierta que teníamos encima de la cabeza. La bruma volvió muy pronto. No llovió sin embargo y tampoco hizo viento.

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Arrodillada sobre un saco doblado en cuatro, Arlette continuaba fregando la cubierta. No le pesaba el trabajo. En realidad, lo hacía mecánicamente, como si su cuerpo trabajara fuera del control de su cerebro. Y así era: su espíritu seguía analizando fríamente muchas cosas en las que hasta entonces no se había atrevido a pensar. No podía engañarse a sí misma. Su vida le aparecía como algo vacío, un absurdo del que se arrepentía con todas las fuerzas de su alma. ¿Qué había hecho de positivo? Hija de una prostituta, creyó encontrar en los viets un aliciente, una fuerza que justificase una existencia que mereciera ser vivida. No consiguió nada de lo que anhelaba con tanta ansia. Ahora, después de su aventura con el padre de Lorenzo, al que se había entregado más por piedad que por otra cosa; después también del severo juicio que el español le había hecho, la muchacha llegaba a la irremediable conclusión de que había vivido por nada y para nada. ¡Tenía que hacer algo! Un gran sacrificio, el que fuese. Poco importaba el precio que habría de pagar. Al menos, y esta idea le hizo sonreír, podría decir que había llevado a cabo algo constructivo de lo que se podría enorgullecer siempre. Siguió trabajando, envuelta en la niebla, sin parecer cansarse lo más mínimo. —¡Fíjate, Karl! ¡Me he soltado! Me hubiese gustado congratularme de lo que Lorenzo acababa de conseguir, pero tenía el deber de ponerle en guardia, deshaciendo al mismo tiempo sus vanas ilusiones. —No va a servirnos de nada, Alsina; pero, dime, ¿cómo lo has logrado? Me mostró la argolla oxidada por completo. —Se ha abierto sola. Fíjate. Está completamente cubierta de orín. ¡Prueba con la tuya! Lo hice. No fue necesario llevar a cabo ningún esfuerzo sobrehumano. La anilla metálica se abrió en cuanto ejercí un poco de fuerza sobre el enganche. —Estamos libres... —No seas iluso —repliqué—. Ni siquiera podemos arriesgarnos a subir a cubierta. Aunque lo hiciésemos, ¿cómo íbamos a enfrentarnos con todos esos chinos armados hasta los dientes? Vi una luz peligrosa que se encendía en sus ojos. —¿Crees que voy a dejar que me lleven al matadero como un simple borrego? Una sorda cólera se apoderó de mí.. Le cogí por el brazo, zarandeándolo sin piedad. —¡Cierra el pico de una vez, estúpido! Si tenemos que hacer algo para escapar, no serás tú quien lo planee. Estoy harto de dejar que los demás tomen la iniciativa. "Acuérdate de Hans. También él deseaba hacer las cosas a su manera. Y así terminó. En cuanto a ti, has estado a punto de matar a esa pobre muchacha, a la mujer que había dado un poco de felicidad a tu padre. "De aquí en adelante, yo seré quien diga lo que hay que hacer. Y por el momento, puesto que estamos libres, en vez de lanzarnos locamente a cubierta, para acabar acribillados a balazos, vamos a aprovecharnos y echar una ojeada a lo que hay en la bodega. Bajó la cabeza, plenamente convencido de que la razón estaba de mi parte. —Como quieras, Karl... —musitó.

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Nos pusimos a husmear en la bodega. No tardamos en descubrir que, como había dicho Arlette, había opio en cantidad, en saquitos que llenaban los barriles. En cuanto al contenido de las cajas, que esperábamos ansiosamente se tratase de armas de fuego, estaba formado por apretados haces de cartuchos de dinamita. —Lo suficiente para volar el barco —sonrió el español. —Y nosotros con él —dije con acrimonia. Estaba a punto de decirle algo más, cuando oí que alguien levantaba la tapa de la bodega. —¡Rápido! —ordené—. Alguien viene. Pongámonos las argollas. Volvimos a ocupar nuestro sitio junto al mástil. Nos sorprendió ver a Arlette, llevando un perol humeante y un jarro con agua. —Soy vuestra humilde sirviente —nos dijo, sonriéndonos. —¿Cómo es posible que te hayan dejado venir sola? Me guiñó un ojo. —Hay un chino en lo alto de la escalera. Lorenzo le mostró como sacaba la mano de la argolla. —¡Mira, Arlette! Estamos libres... Le fusilé con la mirada. —¡Ponte la argolla! Arlette acaba de decir que uno de ellos está arriba. Puede asomarse y... —Tienes razón —dijo poniéndose nuevamente la argolla—. Perdona, Karl. —Lo importante —intervino la muchacha— es que el jefe se ha salido con la suya. Volvemos a la zona de los viets. Si nada pasa, arribaremos dentro de seis horas. —¡Magníficas noticias! —exclamó el español. —De acuerdo —tercié mirando a la muchacha—. No creo que podamos dejar que nos entreguen a los comunistas. Estamos dispuestos a hacer algo, Arlette. —¿El qué? —Hemos descubierto que hay explosivos en aquellas cajas. Si es necesario, volaremos el barco... Ella se mordió los labios. —No creo que haya que llegar a esos extremos, Karl. Deja que yo intente algo. Luego veremos lo que hay que hacer. Lo de la explosión sería terrible para todos. Nuestra motora va a remolque, detrás del junco. Incluso sin carburante, su vela permitiría alejarse mar adentro. Pero si el junco saltase, la pequeña embarcación sería igualmente destruida. —Es cierto —Concédeme un par de horas. ¿De acuerdo, Karl? La miré a los ojos. Si hubiese sospechado, aunque no hubiera sido más que remotamente, lo que intentaba hacer, no la habría dejado moverse de nuestro lado. —De acuerdo —le dije. Recogió los restos de la comida y se fue.

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YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XXVI

En cuanto el chino cerró la escotilla que conducía a la bodega, Arlette se dirigió a la cocina, que no era más que un pequeño cubículo bajo el puente. Había un pequeño espejo en aquel lugar. Arlette se lavó el rostro y las manos. Luego dobló al máximo las solapas de su blusa, haciendo que los turgentes y jóvenes senos se hiciesen perfectamente visibles. Mirándose en el espejo, la muchacha se estremeció. Había guardado durante mucho tiempo una foto de su madre, y ahora le parecía contemplar la cartulina amarillenta. Sí, tenía el mismo cuerpo magnífico que su madre, aunque la vida junto a los guerrilleros viets no le habían brindado oportunidad alguna de aparecer bajo su verdadero aspecto de mujer. Dudó unos instantes, ya que tenía que jugar un papel importante, demasiado importante para permitirse el más pequeño fallo. No había visto más que una vez a Thien-Li, que ni siquiera le había dedicado una sola mirada. Imaginaba, y temía, que el jefe de los piratas fuera un hombre difícil. Cuando se navegaba, el carácter se fortificaba, sobre todo en la azarosa existencia de un pirata cuya vida está puesta a precio incluso por los que utilizan sus sucios servicios. Preparó un poco de té, colocó la tetera y la taza sobre una bandeja, puso debajo una servilleta en la que ocultó uno de los cuchillos de la cocina. Y salió a cubierta, encaminándose hacia el camarote de Thien-Li. El jefe pirata estaba sentado tras una mesa, con un cigarrillo en los labios. Su camarote era el único lugar bien iluminado del junco. Por prudencia, los ojos de buey estaban cubiertos por densas cortinillas. Levantó la cabeza, mirando fijamente a la muchacha. —¿Qué quieres? —Te traigo un poco de té —repuso ella en chino. —No te lo he pedido. ¡Lárgate! Arlette sabía que estaba jugándose el todo por el todo. Sonriendo, se inclinó, poniendo la bandeja sobre la mesa, aunque tiró de la servilleta y su contenido, el cuchillo. Los ojos oblicuos de Thien-Li se clavaron en el amplio escote, recreándose en la madurez protuberancia de los senos. Una vena azul empezó a latir en su sien derecha. Ella permaneció unos instantes en una inmovilidad casi completa. Luego, muy despacio, se incorporó. —Si no quieres el té, me lo llevaré... El chino se limitó a parpadear. —No —dijo luego—, espera. No me había fijado en ti. Tampoco los hombres me han dicho nada a tu respecto... Como vas vestida, no me extraña... pero ahora me doy cuenta de que mereces la pena. —Eres muy amable. Thien-Li se puso en pie, muy despacio. Dio la vuelta a la mesa y cerró la puerta, guardándose la llave en el bolsillo. —Pierdes el tiempo —dijo luego mirando fijamente a la mujer.

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—¿Por qué?—inquirió Arlette con un estremecimiento que intentó ocultar. —Puedo hacer contigo lo que quiera... pero de nada te servirá si es que intentas favorecer a tus dos amigos. —¡No son amigos míos! —protestó ella con vehemencia. —No te creo. Las mujeres sois unos bichos extraños. De todos modos, me gustas... Ella no dijo nada. Él la miraba intensamente. Se sintió penetrada por aquellos ojos agudos como la punta acerada de un puñal. —Desnúdate... Comprendió Arlette que ninguna otra mujer que se hubiese encontrado en su lugar no hubiese podido desobedecer al chino. Sin embargo, Thien-Li no había hablado fuerte ni dado a su voz el tono imperativo de una orden. Había dicho sencillamente que se desnudase y ella empezó a hacerlo sin ni siquiera darse cuenta. Al dejar caer la falda-pantalón que llevaba, dejó también caer la servilleta que envolvía el cuchillo. Una a una, fue quitándose las prendas medio masculinas que llevaba. El chino la miraba en silencio. Cuando estuvo completamente desnuda ante él, que ni siquiera había parpadeado, estuvo a punto de gritar. Estaba tan intensamente avergonzada de lo que acababa de hacer que, de haber podido, hubiese pedido que la tragase la tierra. No obstante, una voz interna le dio las fuerzas que amenazaban abandonarla. "Nunca has hecho nada, Arlette. Ahora tienes ocasión de demostrar que sirves para algo." Pensó en Karl, al que se había prometido íntimamente. Y fue aquello lo que más daño le hizo. "Deberías haber sido otra vez suya antes de entregarte a este cerdo. Karl merecía llevarse un hermoso y cálido recuerdo de ti..." —Vístete. Abrió los ojos, sin percatarse que los había tenido cerrados, mirando al chino sin comprender. Fue entonces cuando vio que el rostro de Thien-Li se había transfigurado. Densas gotas de sudor grasiento perlaban por su frente. Tenía los anchos agujeros de la nariz terriblemente dilatados y parecía respirar con visible dificultad. —Pero... —¡Vístete! —y su voz se hizo imperativa—. Me has proporcionado un intenso placer... —¿Placer? —El primer placer. ¿O no lo entiendes? La primera vez que voy con una mujer, me basta mirarla desnuda. Te repito que es la primera fase. Ven luego... y no faltes. Ella se vistió, recogiendo la servilleta y el cuchillo. Luego salió. Ahora se permitió el lujo de temblar. Porque conocía la verdadera personalidad de ThienLi, sabía que era un anormal, un sádico sin ninguna duda... Y ahora sabía lo que le esperaba. Apretó el cuchillo en la mano. Allí estaba su liberación. El único obstáculo estaba en el capitán del junco y en el piloto, al que vio junto al timón, en la popa. Los otros, después de la jornada, buscaban en el opio un mundo que les alejase de sus vidas míseras. Lorenzo dormía como un tronco. Le envidié. Pero la juventud es así. Antes de acostarse me había pedido permiso para quitarse la argolla. Se lo di, ya que no podía echarse bien de otra manera.

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También yo me liberé de la maldita "pulsera". No había dejado de pensar un solo instante en todas las posibilidades de evasión que me pasaban por la cabeza. Desdichadamente, tuve que ir rechazándolas, una por una, ya que ninguna de ellas podía aplicarse a la práctica. No estaba dispuesto, sin embargo, a dejar que nos entregaran mansamente a los comunistas indochinos. Políticamente, su credo me importaba tan poco como el de los antiguos amos de Alemania, aunque nunca, durante la guerra, dejé de manifestar mi simpatía por el pueblo ruso. Todavía recordaba a aquellos valientes pilotos soviéticos que conocí en Dachau. Pero la vida es como una caprichosa veleta, y ahora corría peligro por ambas partes: franceses e indochinos eran, para nosotros, igualmente peligrosos. Fui con paso quedo hasta la escalera, subiendo después los escalones de madera de uno en uno. Comprobé, al llegar arriba, que la pesada trampilla estaba cerrada por fuera. Un cerrojo debía mantenerla así. Lancé un juramento. Aquélla era la mayor dificultad, a menos que la única persona amiga que teníamos en cubierta pudiera abrirnos en el momento justo. Arlette... Volviendo junto al mástil, me pregunté qué podía estar haciendo en aquellos momentos. No era tan tonto como para no considerar los terribles peligros que una mujer joven y hermosa, como ella, podía correr en medio de aquellos cerdos sin escrúpulos. Me senté, apoyando mi espalda en el mástil. Hubiera dado cualquier cosa por un cigarrillo, pero aunque busqué con afán en todos mis bolsillos, no encontré nada que fuese "fumable". Sin quedarme dormido, creo que me adormilé un poco, pero mis sentimientos estaban alerta, ya que no podía permitir que descubriesen a Lorenzo, desatado y durmiendo, como estaba, al otro lado de la bodega, encima de los sacos que había junto a las cajas de explosivos. Por eso, al oír que levantaban la pesada trampilla, me incorporé de un brinco. La oscuridad era densa. Eso me permitió ver, a la luz del fanal que empuñaba en la mano derepha, el rostro de Arlette. Di unos pasos hacia la escalera. —¿Vienes sola? —le preguntó a sottovoce. —Sí, no temas. Cerró, bajando los escalones. Luego de haber echado una ojeada hacia el fondo de la bodega, preguntó: —¿Es el chico quien duerme allá abajo? —Sí. —Mejor. Me hizo seguirla hacia el extremo opuesto al lugar donde Alsina descansaba. Había, no obstante, dejado el fanal junto al mástil, colgado de un garfio, pero noté que había tenido la precaución de colocarlo de manera que su luz no molestase al español. —Siéntate a mi lado, Karl —me dijo mostrándome un montón de sacos en los que había tomado asiento. Obedecí. Me miró unos instantes, con una dulce sonrisa en los labios. *

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No sé por qué, pero la encontré más hermosa que nunca. Sin embargo, una luz triste parpadeaba en el fondo de sus grandes y rasgados ojos negros. —Estamos navegando hacia el norte, Karl —me dijo al cabo de unos instantes. —Lo supongo. ¿Tienes algún plan? Y sin esperar a que me contestase, añadí: —Yo me he estado devanando los sesos, pero sin obtener nada práctico. La sonrisa se amplió en sus labios. —Tampoco tengo yo una idea precisa, Karl —dijo luego—. Sin embargo, habrá que intentar algo. —¿El qué? Se encogió de hombros. —Por el momento, voy a dejar la trampilla abierta; es decir, la dejaré cerrada pero sin pasar el cerrojo. —¿Y los de arriba? —Casi todos, por no decir todos, duermen bajo los efectos del opio. Sólo hay dos hombres alerta: el timonel y el capitán. —Navegamos a vela, ¿verdad? —Sí. Desde que se acercan demasiado a la costa, estos puercos dejan de utilizar el motor para que nadie oiga el junco. —Esos dos hombres... podríamos eliminarlos, Alsina y yo. —No. Los neutralizaré yo. —¿Cómo? —Distrayéndolos. Tengo que servir té al timonel cada hora. Lo mismo hago con el capitán... Me miró con fijeza. —Dentro de una hora aproximadamente, ya que no tenemos reloj, salís los dos y os dirigís hacia la popa. Será muy sencillo saltar en la lancha y cortar las amarras. —¿Y tú? —Yo, seguramente, estaré ya en la lancha, esperándoos. —Bien. Comprendo tu plan, aunque no por entero. Lo que podríamos hacer, antes de subir a nuestra motora, es hacer volar este maldito junco. Hay suficiente dinamita para ello. —Sería un error lamentable. —¿Puedo saber por qué? —Porque la explosión atraería a las lanchas de las patrullas costeras francesas. ¿Lo entiendes? —Tienes toda la razón. ¡Soy un estúpido! Me cogió una mano entre las suyas. —Karl... -¿Sí? —No digas nada. Júzgame como quieras, trátame como a la peor de las mujeres, pero he venido a entregarme otra vez a ti. No, me has prometido no decir nada. No pongas esa cara de asombro... Hizo una pausa, sin dejar de acariciar mi mano. —No vayas a creer que lo hago por aquello que me dijiste. Sí, cuando te pregunté el tiempo que hacía que no habías estado con una mujer. "Soy yo quien necesito entregarme a ti. Quizás —añadió con una inflexión triste en la voz — necesite un baño de ternura antes de penetrar decididamente en el infierno.

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—¿Qué quieres decir? — le pregunté intrigado. —¡Silencio! Me has prometido no decir una sola palabra. Algún día lo comprenderás... Y atrayéndome hacia ella: —Ven, Karl... El mundo es absurdo, pero lo curioso es que los seres humanos son capaces de hacer el amor en las circunstancias más inverosímiles. Es como si de seasen afirmar su deseo de supervivencia... Decía la verdad. Yo había tenido ocasión de ver unidas a parejas cuando les rodeaba el estrépito salvaje de la guerra, y había oído hablar de hombres y mujeres que no abandonaron el lecho cuando la sirena advertía la presencia de los aviones enemigos. Habían muerto amándose. Y en ello, en contra de lo que los fariseos de siempre afirman, no había nada sucio, ni pecaminoso, ni carnal. Era la esencia misma del hombre, su ansia de demostrar, en medio de un mundo de odio y de horror, que sigue siendo capaz de amar... Tuve que luchar desesperadamente para salir de aquella especie de nirvana en el que Arlette me había sumido.

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KARL VON VEREITER

YO NO CONOCÍ LA PAZ CAPÍTULO XXVII

Arlette, todavía colmada de dicha, pasó unos minutos en la minúscula cocina del junco. Se daba cuenta de que había llegado el momento de pasar a la acción. Una dulce sensación la embargaba. Había conseguido entregarse otra vez al hombre al que, sin embargo, no había confesado su amor. Y se congratulaba de que el chino vicioso no la hubiese tomado en un principio, ensuciándola para siempre. Empuñando el cuchillo, echó a andar silenciosamente por la oscura cubierta. No tardó en ver la espalda del timonel, que seguía con las manos apoyadas en la barra. Jamás había matado a un hombre, pero la Arlette que avanzaba ahora empuñando el arma con decisión era aquella que deseaba hacer algo importante que revalorizase su vida para siempre. Obraba conscientemente, pero su brazo pareció moverse por sí mismo, irguiéndose por encima de su cabeza para descargar un golpe mortal en la espalda del chino. El pirata se desplomó pesadamente, sin vida. La muchacha limpió el arma en la servilleta en la que la envolvió luego. Con un suspiro, sin atreverse a mirar el cuerpo yacente a sus pies, continuó su camino hacia la cabina de Thien-Li. Estuvo a punto de gritar al encontrar al jefe chino completamente desnudo. —Te esperaba —le dijo él—. Quítate la ropa. ¡Aprisa! Ella notó que el hombre había bebido. Todavía había una botella casi vacía en la mesa que él había empujado para dejar más libre el espacio existente junto a la estrecha litera. Ella se desnudó como lo había hecho antes, dejando caer la servilleta al lado de sus ropas y no muy lejos de la litera. —Acuéstate. El primer golpe llegó antes de que Arlette supiera lo que ocurría. No había visto la corta fusta que ahora empuñaba el chino. Otro golpe llegó, éste con mayor precisión que el anterior. La punta de la fusta arrancó un trozo de piel. Tuvo que morderse los labios para no gritar. Lo hubiera hecho con gusto, pero pensó en KarI y en Alsina. Ellos, al oír sus gritos, se hubieran lanzado en su ayuda, echando todo el plan a rodar. No había que olvidar que a pesar de estar adormecidos por el opio, al que estaban acostumbrados, los piratas se despertarían, actuando con rapidez y energía tremendas. Otro golpe. Thien-Li sonreía ferozmente. Arlette no se había equivocado al adivinar en aquel hombre a un sucio sádico. Siguió recibiendo golpes, dominando el dolor de manera increíble. Hasta que él, tirando el látigo, se precipitó sobre ella. A pesar de su sufrimiento tremendo, Arlette no perdió el norte. El peso del hombre aumentaba el dolor de sus heridas, pero ella alargó el brazo, hurgó en sus ropas y apretó con fuerza entre sus dedos el mango del cuchillo. Lo demás fue sencillo.

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El primer golpe no fue lo mortal que ella esperaba, aunque alcanzó el pulmón izquierdo del chino. Con un rugido de dolor, las manos del pirata abandonaron las caderas y se ciñeron con rabia al cuello de Arlette. Ella supo entonces que iba a morir. Pero no dejó por ello de golpear sañudamente, una y otra vez, hundiendo la hoja hasta la empuñadura en aquella infecta carne. El chino tuvo un fuerte estremecimiento espasmódico. Pero sus dedos, durante la corta agonía, tuvieron tiempo de consumar su obra. Arlette notó que se hundía en un abismo del que jamás saldría. Su último pensamiento fue, no obstante, optimista. ¡Al fin había conseguido consumar un sacrificio por aquellos que amaba! Su vida, que se iba ya, había tenido el valor de una hermosa existencia útil. —Ya hemos llegado a tres mil seiscientos. El número de segundos que tiene una hora. Vamos, Lorenzo. —Cuando quieras. Tosió un poco, pero me siguió con paso ligero. Tuve, no obstante, que levantar solo la pesada trampilla, ya que Alsina no tenía fuerzas suficientes para ello. Un extraño silencio reinaba en cubierta. —Vamos a la lancha —dije—. Arlette debe estar esperándonos ya. Ayudé al español a saltar a nuestra motora. —¡Arlette! —llamó en voz baja. Nadie le contestó. —Mira en la cabina —le dije. Momentos después se acercaba a la proa, moviendo negativamente la cabeza. —No hay nadie, Karl. Rechiné de dientes. —Espera un poco. Voy a buscarla. No tardé mucho en tropezar con el cadáver del timonel. Comprobé que lo habían apuñalado por la espalda. Luego continué por cubierta, presa de una excitación angustiosa. Una extraña intuición me producía la sensación de llevar un dogal en el cuello. Me encaminé hacia la cabina, de cuya puerta entreabierta se escapaba un rayo de luz amarillenta. Abrí la puerta. Tuve que apoyarme en el dintel. Mis piernas flaqueaban. El espectáculo que se ofrecía a mis pies era sencillamente indescriptible. La litera estaba empapada en la sangre del chino, que ya empezaba a coagularse, cobrando un feo color negro. Comprendí entonces todo: el sacrificio maravilloso de aquella mujer, su entrega a mí antes de consumar su último y valeroso acto de amistad, de amor, de bondad hacia nosotros... Acercándome a los dos cuerpos, aún entrelazados, hice caer el del hombre, que rebotó sordamente en el suelo. Luego me incliné sobre ella. A pesar de los sufrimientos que Thien-Li le había infringido y de los síntomas de asfixia por estrangulamiento, una tenue sonrisa de triunfo flotaba en los labios de Arlette. Me incliné y la besé en la boca. Luego salí.

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EPÍLOGO

Llevamos seis días navegando en alta mar. La vela hinchada por un viento providencial, nos hemos alejado de la tierra a una velocidad formidable. ¿Para qué? Lorenzo se ha agravado en los últimos tres días. Ayer escupió sangre, pero hoy por la mañana, después de haber comido un poco de arroz y carne cruda, ya que no queda ni una gota de alcohol en el infiernillo, ha tenido su primera hemotipsis. Un vómito de sangre que le ha dejado blanco como un papel. Lo he acostado en la cabina, único sitio en el que está un poco resguardado de esta horrible bruma húmeda y pegajosa que no se separa de nosotros ni un solo instante. Tan sólo al mediodía, cuando el sol llega a su cénit, la niebla se disipa y puedo ver la superficie azulada del mar, hasta el lejano horizonte. No se ve tierra por parte alguna. —¡Karl! Me acerco a la cabina. —¿Quieres algo, Lorenzo? —Tengo sed. No hace más que beber. Y es poca el agua que nos queda. Yo no he bebido ni una sola gota desde anteayer. Reservo lo que puedo para él, al que la pérdida de sangre, más que la fiebre, produce una sed inextinguible. —Bebe poco, amigo —le digo—. Hay que ahorrar el agua. Bebe, tose y vomita sangre de nuevo. —Estoy perdido, ¿verdad? —me pregunta cuando la crisis pasa. —Tienes cura. No te alarmes. —Nunca te dije que cuando dejé la División Azul para buscar a mi padre, pasé mucha hambre y mucho frío. Estaba escondido y los alemanes no podían mostrarse amables hacia un desertor. —No pienses ahora en nada de eso. —Entonces debí coger lo que tengo ahora... —Seguro. —Estoy tuberculoso perdido, ¿no es así, Karl? —No exageremos... Una sonrisa se pinta en sus labios blancos, exangües. —¡Mira que tiene gracia! Tantos sacrificios para nada... —No hay que perder las esperanzas. Suspira. —Y esa pobre Arlette, a la que traté de manera tan estúpida... Me mordí los labios. Al dejar el junco, estaba tan furioso que no pude por menos de relatar a Alsina lo que había visto. Ahora me arrepentía de haberlo hecho.

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—Una mujer valiente. Ahora comprendo que mi padre la quisiera... ¿Sabes una cosa, Karl? —Te escucho. —Si todo hubiera salido bien, como en las novelas, me hubiera gustado que mi padre y Arlette volviesen juntos a España, con nosotros... Se mordió los labios para evitar la tos. —Bien sabes que no me olvidaré nunca de mi madre, pero estoy seguro que ella hubiese aprobado el que mi padre se casase con Arlette. ¡Qué muchacha más estupenda! —Sí. Será difícil que encontremos una chica como ella, Lorenzo. —También tú la querías, ¿verdad? —Sí. —Todo el mundo la quería... ¡y yo estuve a punto de matarla! —Fue un momento de arrebato. —Yo... La tos pareció partirle por la mitad. Se incorporó, congestionado por el esfuerzo. Luego, bruscamente, tuvo un nuevo vómito, mucho más abundante que todos los anteriores. Yo sabía perfectamente que la tisis se había declarado, como suele hacerlo, de manera fulminante, y que mi buen amigo no tenía salvación. Tardó bastante en calmarse. Estaba intensamente blanco y respiraba con tremenda dificultad. —Karl... —No hables. Descansa. —No, quiero decirte algo. —Bien. —Mira en mi bolsillo. Está mi pasaporte. Será muy fácil que pongas tu foto en lugar de la mía. —Pero... —Déjame hablar. Estoy muy cansado. —Habla. —España es un lugar tranquilo. Con un poco de suerte puedes llegar allí, ya verás cómo te gusta... —Iremos juntos. —¡No seas tonto! ¡Yo estoy acabado... coge mis papeles! Obedecí. —Abre el pasaporte. —Está muy estropeado. —Mejor. Así será más fácil que no noten el cambio de la foto. Por el momento, te llamarás Lorenzo Alsina. Luego podrás decir la verdad. No te harán nada... —Iremos juntos... Hizo un gesto de enfado, pero su voz se dulcificó al decirme: —Déjame descansar, Karl. Vigila por si un barco se acercase. Hice lo que me decía. Justamente, la niebla se levantaba en aquellos momentos. Controlé el rumbo, desatando la barra, que había dejado fija para que no se modificase la dirección que seguíamos. Una infinita tristeza me invadió. Lorenzo no tenía salvación.

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Incluso si éramos descubiertos pronto, su estado no mejoraría a pesar de cuantos cuidados médicos se le prodigasen. Y si seguíamos así, casi sin agua, yo también acabaría muriendo de sed. Un barco... No. Debía estar soñando o sufrir alucinaciones. Trepé sobre la cabina, mirando hacia el horizonte. No me había equivocado. Dos finas columnas de humo subían hacia el cielo como dos largos y negros dedos. Hice señas con un trapo que tenía ex profeso. Durante más de media hora, grité, agité los brazos. Tenía los ojos arrasados de lágrimas, no sé si de pena o de rabia. Finalmente, la masa del buque pareció dibujarse sobre el horizonte, aumentando progresivamente de tamaño. ¡Me habían visto! No me atreví a alejarme del techo de la cabina y seguí haciendo gestos con el trapo. Poco a poco, el casco y los palos crecieron, así como la cubierta, con gente que se agolpaba en ella. Mis ojos se clavaron en la bandera. Tuve que hacer un esfuerzo para distinguir en el azul de su tela los puntos dorados de las estrellas. ¡Era un buque brasileño! Cuando la nave se detuvo y vi que echaron una lancha al agua, no pude contenerme más, salté a cubierta y penetré gozosamente en la cabina. —¡Estamos salvados, Lorenzo! ¡Estamos salvados! No me contestó. Yacía, con el rostro hacia un lado, con los ojos extrañamente abiertos. Una mancha de sangre roja y espumosa salía de su boca y se extendía hasta el suelo. Lorenzo Alsina había muerto. El barco hizo escala en Málaga y allí me quedé. No podía ni quería engañar a nadie. Cuando me llevaron a la policía de la aduana, entregué el pasaporte de Lorenzo, con su foto. Incluso si hubiese querido cambiar la foto no habría tenido ocasión de hacerlo. Expliqué la muerte de mi amigo y toda nuestra aventura. —Me llamo Karl von Vereiter — les dije. Me hicieron infinidad de preguntas. Luego, acompañado por dos policías de paisano, me condujeron en tren a Madrid. Pasé allí quince días. No me encerraron en prisión. Pude albergarme en una pensión, aunque di palabra de no abandonar mi cuarto hasta que me lo permitieran. Se portaron muy bien conmigo, dejándome en libertad. Me facilitaron incluso la dirección de unos alemanes que habían solicitado y obtenido asilo político en España. Se trataba de unos comerciantes de Prusia Oriental, ya viejos, que habían conseguido huir de la avalancha rusa y que deseaban, como yo, vivir en paz el resto de sus días. Me acogieron como a un hijo, como a su hijo que había quedado en aquella tumba abierta que fue Stalingrado... Les ayudé en la pequeña industria que habían montado en los alrededores de la capital. Después del trabajo, cuando regresaba a casa, me ponía a escribir.

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Mi primera novela, "YO FUI MEDICO DEL DIABLO", apareció un año más tarde. Tuvo éxito, quizá más del que yo merecía. Pero ahora estaba libre y con medios para hallar el lugar donde seguir escribiendo. La Costa Brava. Allí tengo mi casita, junto al mar. No es muy grande, lo suficiente para contener algunos millares de libros, mi máquina de escribir y mis ensueños. Una vez al año, voy a Madrid para pasar unos días junto a la pareja que me tendió tan generosamente la mano. Y hablamos. Ellos no han leído mis libros, ni quieren leerlos. Desean, como todos los viejos que han sufrido, olvidar. Y hacerse ilusiones. Yo soy su más importante ilusión. Porque estoy seguro que cada vez que me ven piensan en su hijo perdido en el infierno de Stalingrado. Yo también estuve allí. Y en otro infierno mil veces peor, el de Dachau. Sólo he ido una vez a Toledo, al pueblo de Lorenzo. Llevé unas flores a la tumba de su madre. Y allí, ante la lápida coronada por una cruz, pensé y reviví todo el pasado. No queda ningún Alsina en el pueblo, pero todos ellos siguen vivos en mi corazón: el padre, Hans, Lorenzo... y Arlette. Eso es lo que nos queda a los hombres: recuerdos. ¡Y ay de aquel que no puede sonreír y llorar al recordar a los muertos!

FIN

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