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IGNACIO ELLACURIA JON SOBRINO
MYSTERIUM LIBERATIONIS Conceptos fundamentales de la teolog铆a de la liberaci贸n
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EDITORIAL TROTTA
CONTENIDO
TOMO I Presentación
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I. HISTORIA, METODOLOGÍA Y ESPECIFICIDAD DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
© UCA Editores, 1990 © Para esta edición, Editorial Trotta, S.A., 1990 Ferraz, 55. 28008 Madrid Tels. 549 14 43-549 09 79 I S B N : 84-87699-00-6 (Obra completa) I S B N : 84-87699-01-4 (Tomo I) Depósito Legal: VA-495/90 Imprime: Simancas Ediciones, S.A. Pol. Ind. San Cristóbal C/ Estaño, Pare. 152 47012 Valladolid
Historia de la teología de la liberación: Roberto Oliveros Recepción en Europa de la teología de la liberación: Juan José Tamayo Epistemología y método de la teología de la liberación: Clodovis Boff Teología de la liberación y marxismo: Enrique Dussel Teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia: Ricardo Antoncich Hermenéutica bíblica: Gilberto da Silva Golgulho Teología en la teología de la liberación: Pablo Richard Cristología en la teología de la liberación: Julio Lois Eclesiología en la teología de la liberación: Alvaro Quiroz Magaña .. Moral fundamental en la teología de la liberación: Francisco Moreno Rejón Teología de la mujer en la teología de la liberación: Ana María Tepedino y Margarida L. Ribeiro Brandáo
II. CONTENIDOS SISTEMÁTICOS DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
15 17 51 79 115 145 169 201 223 253 273 287
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1. TRASCENDENCIA Y LIBERACIÓN HISTÓRICA Pobres y opción fundamental: Gustavo Gutiérrez Historicidad de la salvación cristiana: Ignacio Ellacuría Libertad y liberación: Juan Luis Segundo Utopía y profetismo: Ignacio Ellacuría Revelación, fe, signos de los tiempos: Juan Luis Segundo Centralidad del reino de Dios en la teología de la liberación: Jon Sobrino
301 303 323 373 393 443
2. EL DESIGNIO LIBERADOR DE DIOS Trinidad: Leonardo Boff
511 513
7
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CONTENIDO
Dios Padre: Ronaldo Muñoz Jesús de Nazaret, el Cristo liberador: Carlos Bravo Cristología sistemática: Jesucristo, el mediador absoluto del reino de Dios: Jon Sobrino María: I. Gevara y M. C. Lucchetti Bingemer Espíritu Santo: José Comblin
531 551 575 601 619
PRESENTACIÓN T O M O II 3. LA LIBERACIÓN DE LA CREACIÓN Creación y mundo material: Pedro Trigo Antropología. Persona y comunidad: José Ignacio González Faus . Gracia: José Comblin Pecado: José Ignacio González Faus Sexualidad: Antonio Moser
9 11 49 79 93 107
4. IGLESIA DE LOS POBRES, SACRAMENTO DE LIBERACIÓN . La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación: Ignacio Ellacuría Evangelización: Juan Ramón Moreno Pueblo de Dios: Juan Antonio Estrada El pueblo crucificado: Ignacio Ellacuría Comunión, conflicto y solidaridad eclesial: Jon Sobrino Comunidades eclesiales de base: Marceño de C. Azevedo Sacramentos: Víctor Codina Sacerdocio, episcopado, papado: José María Castillo Ministerios laicales: Alberto Parra Religión popular: Diego Irarrazaval Inculturación: Paulo Suess Sectas: Franz Damen
125 127 155 175 189 217 245 267 295 319 345 377 423
5. EL ESPÍRITU DE LA LIBERACIÓN Espiritualidad y seguimiento de Jesús: Jon Sobrino Sufrimiento, muerte, cruz y martirio: Javier Jiménez Limón Esperanza, utopía, resurrección: Joao Batista Libinio Vida religiosa: Carlos Palacio
447 449 477 495 511
6. LA PRAXIS DE LIBERACIÓN Justicia: R. Aguirre y F. J. Vitoria Cormenzana Ideología: / . B. Libánio y F. 7aborda Revolución, violencia y paz: Juan Hernández Pico
537 539 579 601
Bibliografía índice de citas bíblicas índice de materias índice de autores Nota biográfica de autores índice general
623 635 645 669 677 683 8
La presentación de este libro la tendríamos que haber escrito Ignacio Ellacuría y yo. Como es sabido, Ignacio Ellacuría no está ya entre nosotros. El 16 de noviembre fue asesinado junto con otros cinco hermanos jesuítas, Juan Ramón Moreno, Amando López, Segundo Montes, Ignacio Martín Baró, Joaquín López y López, la cocinera Julia Elba y su hija Celina en la residencia del Centro Monseñor Romero de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Me toca, pues, escribir esta presentación —cuando todavía está fresca su sangre martirial— en mi nombre y en el suyo, en nombre de los vivos y en nombre de los mártires salvadoreños. No es, pues, una presentación habitual, y se comprenderá que tenga un tono muy personal. Quisiera decir, ante todo, que estos martirios, y tantos otros en América latina, hacen que la presentación de este libro sea, en muy buena medida, innecesaria. Si se reflexiona, en efecto, por qué mataron a los jesuítas y a dos sencillas mujeres que simbolizan a todo el pueblo salvadoreño y latinoamericano, se comprenderá también cómo vivieron, cómo fue su fe, su esperanza y su compromiso. Y de esto, precisamente, trata este libro, de vida y de muerte, de pecado y de gracia, de Dios y de los pobres, de Jesús y de su cuerpo en la historia. En el libro se conceptualizan y teologizan todas estas realidades, pero sin esas realidades no podría haberse escrito este libro, y en base a estas realidades —hechas centrales en la reflexión— se hace la teología de la liberación que ofrece este libro. La vida y muerte en América latina no sustituyen a la reflexión teológica, pero sin aquéllas ésta no puede crecer como teología latinoamericana de la liberación ni puede ser correctamente comprendida. Por eso me permitirá el lector que le sugiera y le 9
PRESENTACIÓN
encarezca que tenga muy presentes a los mártires latinoamericanos y la realidad pascual que expresan. Esta realidad pascual —negrura de asesinato y luminosidad de martirio, cruz de muerte y resurrección de vida— es el verdadero Sitz im Leben y —añadámoslo porque suele ser ignorado en otras teologías— también el Sitz im Tode de la teología de la liberación, es el más radical lugar hermenéutico de comprensión de estas páginas. Por ello, invito de nuevo al lector a que las lea como se leen los evangelios, relatos pascuales que son a la vez interpelación y buena noticia.
PRESENTACIÓN
y menos tratados con anterioridad por esta teología: la religiosidad popular, las sectas, la inculturación... Como en toda obra colectiva no ha sido fácil lograr una coordinación perfecta de los diversos artículos. Se dan variedad de estilos y enfoques, y la libertad con que cada autor ha trabajado. Tampoco se han podido evitar algunas repeticiones —sobre todo el énfasis en la realidad de los pobres desde la que se hace la teología—. Como ayuda a profundizar en algunos temas y a estudiar otros que no están en los títulos de los artículos se ofrece un índice final y una amplia bibliografía.
Desde esta perspectiva fundamental digamos ahora unas breves palabras sobre la finalidad y contenidos de este libro, y también sobre las dificultades por las que ha pasado en su elaboración y sobre su significación última. La finalidad de este libro consiste en ofrecer de manera sistematizada lo central de la teología de la liberación porque creemos que ésta sigue siendo necesaria y beneficiosa para la liberación de los pobres y el cultivo cristiano de la realidad de América latina. Pudiera pensarse que al sistematizar esta teología se la estaría dando muerte —como sucede a veces—, pero no pensamos que sea éste el caso de este libro pues todas sus páginas rezuman la intuición original que dio vida a la teología de la liberación. Sistematización es vista aquí como potenciación, como oportunidad y desafío a un mayor rigor teórico, a un serio diálogo entre los teólogos latinoamericanos y de todas las latitudes, a tomar mayor conciencia de esta teología, tanto de sus logros, como de sus limitaciones y de lo que le falta por hacer, cosas todas en que insistía Ignacio Ellacuría, quien por ello concibió con ilusión la presente obra. En la elección de los contenidos hemos optado por presentar unos pocos conceptos teológicos fundamentales que expresan la esencia de la fe cristiana y de la teología de la liberación. No se han podido recoger todos los conceptos que se encuentran en los tratados sistemáticos. Existen, por ello, lagunas, y la sistematización que se ofrece es hasta cierto punto fragmentaria, no acabada. Pero pensamos, con todo, que el libro ofrece abundante material que apunta a una síntesis, siempre provisional, de la teología de la liberación. Los contenidos se han agrupado en dos grandes bloques. El primer bloque —aspectos históricos y metodológicos— recoge el desarrollo histórico y los presupuestos fundamentales del quehacer de esta teología. El segundo bloque —contenidos sistemáticos— trata los temas fundamentales de toda teología desde la perspectiva de la teología de la liberación: la relación entre trascendencia e historia, la realidad de Dios y de su creación, la realidad eclesial y la realidad antropológica y social, más algunos temas más actuales
Digamos también una palabra sobre el proceso por el que ha pasado la confección de este libro, pues ilustra también en algo las condiciones reales en que se produce la teología de la liberación. Ante todo no ha sido nada fácil coordinar desde El Salvador, país en guerra, el trabajo de tantos colaboradores, pero como contrapartida está la dedicación y el cariño que todos ellos han puesto en esta obra, aun estando como están urgidos por muchos otros trabajos. Y cuando el libro estaba casi terminado el asesinato de Ignacio Ellacuría y de Juan Ramón Moreno dejó truncados los artículos que ellos estaban preparando. Ignacio Ellacuría estaba encargado de escribir los artículos «Historia de salvación», «Iglesia de los pobres», «Conflicto eclesial»; Juan Ramón Moreno estaba escribiendo el artículo sobre «Justicia». Ninguno de los dos pudo terminarlos de escribir de su puño y letra, aunque ahora los hayan escrito con su sangre. Para no posponer más la publicación de este libro nos hemos decidido por introducir algunos artículos que ambos ya habían escrito y que encajan perfectamente en esta obra. Así, de Ignacio Ellacuría publicamos «Historicidad de la salvación», «Profetismo y utopía», «La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación» y «El pueblo crucificado». De Juan Ramón Moreno publicamos el artículo «La evangelización en el mundo contemporáneo». El significado último de este libro está en mostrar una vez más, a través de la teología, la realidad de los pueblos latinoamericanos y de todo el Tercer Mundo —la realidad más universal—, mostrar qué fe, esperanza y amor responden mejor a esa realidad y mostrar qué teología cristiana recoge mejor esa fe, esa esperanza y ese amor como modo de responder y corresponder hoy al Dios de Jesucristo. Lejos de decaer, creemos que la intuición fundamental de la teología de la liberación es más relevante que nunca. La teología de la liberación ha puesto el dedo en la llaga en la realidad del continente latinoamericano. Esa llaga —que sigue ensanchándose y enconándose— es 'la que quiere limpiar la teología de la liberación, que por ello se comprende a sí misma como «teoría de
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PRESENTACIÓN
una praxis histórica y eclesial» (I. Ellacuría), intellectus amoris, misericordiae, justitiae, como lo hemos reformulado. Pero la realidad del continente latinoamericano está transida también de esperanza, creatividad, entrega y martirio, y esa realidad es también la que quiere tomar la palabra en la teología de la liberación. Del sufrimiento y de la creatividad, del compromiso y del amor, del martirio y de la esperanza de esos pueblos crucificados quiere, pues, vivir la teología de la liberación para darles voz, para combatir la mentira y la injusticia y alentar la verdad y la fraternidad. Esta teología no es una moda pasajera. Su correlato —la opresión— muy desafortunadamente no es una moda sino que va en aumento. Por ello la teología de la liberación sigue siendo muy necesaria, pues la fe cristiana tiene que responder hoy con credibilidad —y, teológicamente, con racionalidad— a la pregunta más antigua y más actual: «Cómo decir a los pobres de este mundo que Dios les quiere» (G. Gutiérrez). Y por ello, también, este libro puede ser muy útil para celebrar —como Dios manda— la fecha importante de 1992. Qué es lo que se celebra en esta fecha es lo que está en discusión. Lo que nos parece que no puede discutirse, sin embargo, es que sólo desde el compromiso por la liberación de los pueblos latinoamericanos se puede celebrar cristianamente esa fecha. Desde esa perspectiva puede analizarse lo que en el pasado ha habido de gravísimo pecado y también de gracia; pero, sobre todo, lo que hay que hacer para que el futuro sea inequívocamente de gracia y no de pecado. Para terminar esta presentación, quisiera agradecer en mi nombre y, postumamente, en el de Ignacio Ellacuría a todos los hermanos teólogos y hermanas teólogas que han colaborado en este libro. Quisiera recordar también muy especialmente a Javier Jiménez Limón, autor del artículo «Sufrimiento, muerte, cruz y martirio», quien falleció repentinamente el 27 de febrero de este año. Con su muerte los pobres de América latina pierden un gran defensor y la teología pierde un gran teólogo. A todos agradecemos su paciencia y comprensión ante las vicisitudes por las que ha pasado la publicación de este libro y a todos agradecemos el esfuerzo, dedicación y cariño que han puesto para que este libro sea posible. Marzo, 1990 En el décimo aniversario del martirio de monseñor Romero
Ignacio Ellacuría, S. J. Jon Sobrino, S. J. Universidad Centroamericana José Simeón Cañas San Salvador
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SIGLAS Y ABREVIATURAS LIBROS BÍBLICOS
Abd Ag Am Ap Bar Cant Col 1 Cor 2 Cor 1 Cr 2 Cr Dan Dt Ecl Eclo Ef Esd Est Ex Ez Flm Flp Gal Gen Hab Heb Hech Is Jer Job Jl Jon Jos Jn 1 Jn 2Jn 3 Jn
Abdías Ageo Amos Apocalipsis Baruc Cantar de los Cantares Colosenses 1.a Corintios 2. a Corintios 1.° Crónicas 2.° Crónicas Daniel Deuteronomio Eclesiastés Eclesiástico Efesios Esdras Ester Éxodo Ezequiel Filemón Filipenses Gálatas Génesis Habacuc Hebreos Hechos Isaías Jeremías Job Joel Jonás Josué Juan 1.a Juan 2. a Juan 3. a Juan
Jds Jdt Jue Lev Le 1 Mac 2 Mac Mal Me Mt Miq Nah Neh Núm Os 1 Pe 2 Pe Prov Qo 1 Re 2 Re Rom Rut Sab Sal 1 Sam 2 Sam Sant Si Sof 1 Tes 2 Tes 1 Tim 2Tim Tit Tob Zac 13
Judas Judit Jueces Levítico Lucas 1.° Macabeos 2.° Macabeos Malaquías Marcos Mateo Miqueas Nahún Nehemías Números Oseas 1.a Pedro 2. a Pedro Proverbios Qohelet 1.° Reyes 2.° Reyes Romanos Rut Sabiduría Salmos 1.° Samuel 2° Samuel Santiago Ben Sirá Sofonías 1.a Tesalonicenses 2. a Tesalonicenses 1.a Timoteo 2. a Timoteo Tito Tobías Zacarías
SIGLAS
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ABREVIATURAS
DOCUMENTOS DEL CONCILIO VATICANO II AA AG CD DH DV GE GS IM LG NA OE OT PC PO SC UR
Apostolicam actuositatem. Decreto sobre el apostolado de los seglares. Ad gentes. Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia. Christus Dominus. Decreto sobre el deber pastoral de los obispos. Dignitatis bumanae. Declaración sobre la libertad religiosa. Dei Verbum. Constitución dogmática sobre la divina revelación. Gravissimum educationis. Declaración sobre la educación cristiana. Gaudium et spes. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. ínter mirifica. Decreto sobre los medios de comunicación social. Lumen gentium. Constitución dogmática sobre la Iglesia. Nostra aetate. Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Orientalium ecclesiarum. Decreto sobre las Iglesias orientales católicas. Optatam totius. Decreto sobre la formación sacerdotal. Perfectae caritatis. Decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa. Vresbyterorum ordinis. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros. Sacrosanctutn Conciliutn. Constitución sobre la sagrada liturgia. Unitatis redintegratio. Decreto sobre el ecumenismo. OTROS DOCUMENTOS
CP CT EN ES LC
Pablo VI, Instrucción pastoral Communio et progressio, 1971. Juan Pablo II, Exhortación Catechesi tradendae, 1979. Pablo VI, Exhortación Evangelü nuntiandi, 1975. Pablo VI, Encíclica Ecclesiam suam, 1964. Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia, Sobre libertad cristiana y liberación, 1986. LE Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, 1981. MC Pablo VI, Encíclica Marialis cultus, 1974. Medellín II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. MM Juan XXIII, Encíclica Mater et magistra, 1963. LN Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius, Sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, 1984. OA Pablo VI, Carta apostólica Octogésima adveniens, 1971. PP Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, 1967. PT Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris, 1963. Puebla III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. QA Pío XI, Encíclica Quadragesimo anno, 1931. RH Juan Pablo II, Encíclica Kedemptor bominis, 1979. RN León XIII, Encíclica Kerum novarum, 1891.
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I HISTORIA, METODOLOGÍA Y ESPECIFICIDAD DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
HISTORIA DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Roberto
Oliveros
Hace veinticinco años se iniciaba el concilio Vaticano II. Parece tan cerca y tan lejano. Todavía se sienten las expectativas y gozos del papa Juan XX111. Sin embargo, ¡cuántos caminos abiertos y transitados en estos pocos años! Por otra parte, nos acercamos al año 1992, en el cual conmemoramos el encuentro de Europa y América. En América latina se intensifica el enorme reto de la «nueva evangelización» que el papa Juan Pablo II asumió en Bogotá en 1986. Nueva evangelización que se va abriendo paso de manera profundamente significativa, como lo demuestran las comunidades eclesiales de base en Latinoamérica, «que ahora constituyen motivo de alegría y esperanza para la Iglesia» (Puebla 96). Ahora bien, la práctica de esta «nueva evangelización en América latina» implica el recoger sus experiencias, iluminarlas y profundizarlas a la luz de la fe y reimpulsarlas en la vida cristiana y eclesial. Y la práctica de la nueva evangelización de nuestro mundo, que se rejuveneció en el Vaticano II, está acompañada y alentada por la teología de la liberación, especialmente en América latina. Hablar de teología en América latina lleva a hablar de la teología de la liberación. En ella se presenta, por primera vez en la historia de nuestro subcontinente, una reflexión propia y encarnada en la situación de las personas y pueblos de América. La realidad latinoamericana actual, reflexionada y profundizada a la luz de la fe en la teología de la liberación, ha ofrecido reorientación y ha rejuvenecido la tarea del cristianismo y de la Iglesia. ¿Qué es la teología de la liberación? ¿Cómo ha surgido y crecido? ¿Cuáles son sus aportes centrales? ¿Por qué suscita controvesia? Estas y otras preguntas similares es lo que trataré de 17
ROBERTO
OLIVEROS HISTORIA
iluminar y responder en este trabajo. Para facilitar la exposición y lectura del mismo, voy a concentrarme en seis puntos: la experiencia fundante de la teología de la liberación, su método, su desarrollo histórico que comprende los rasgos centrales de la relectura de los grandes temas teológicos, las críticas y retos, los aportes centrales y las conclusiones de la teología de la liberación. I.
TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: SU EXPERIENCIA FUNDANTE
¿Cuál es la experiencia fundante de la teología de la liberación? ¿Qué hechos han marcado su surgimiento? Como condición, aparece el concilio Vaticano II y su llamado y puesta en práctica de apertura al mundo en el cual la Iglesia debe actuar como sacramento de salvación. El Vaticano II derribó muros objetivos y subjetivos que nos distanciaban de y deformaban la realidad \ Al entrar, en América latina, al mundo de las mayorías y al abrir los ojos a ellas, nos encontramos cara a cara con la injusticia secular e institucionalizada que somete a millones y millones de personas a inhumana pobreza. Tropezar a cada paso con esa injusta pobreza sacudió profundamente los corazones cristianos bien intencionados. Esta experiencia, aunque lejana en el tiempo, permitió acercarnos a la de Moisés ante la situación de sus hermanos israelitas en Egipto: ¡esa situación de esclavitud no podía ser la voluntad de Dios! Y desde la fe en el Dios de Israel comprendió su misión. El hecho brutal de la esclavitud y pobreza de las mayorías latinoamericanas empujaron decisivamente a reflexionarlas a la luz del Dios de Jesucristo y recomprender nuestra misión. Cómo anunciar y vivir la Buena Nueva del Reino implicó el adquirir una nueva conciencia del ser y quehacer de la Iglesia. ¿Cuál fue la experiencia e intuición originales de las que brota la teología de la liberación? No fue otra que la experiencia cotidiana de la injusta pobreza en que son obligados a vivir millones de hermanos latinoamericanos. Y en esta experiencia y desde ella emerge la palabra contundente del Dios de Moisés y de Jesús: esta situación no es su voluntad. En esta experiencia fundante destacamos tres elementos importantes: los pobres, las formas de la caridad cristiana hoy y la conversión.
1. En las actas conciliares de la constitución Gaudium et spes aparece cómo expresamente se supera la dicotomía natural-sobrenatural desde la comprensión de la encarnación. En esta perspectiva la realidad tiene también la vocación hacia la liberación {Rom 8, 18-25).
1.
DE
LA
TEOLOGÍA
DE
LA
LIBERACIÓN
Los pobres y la pobreza
La década de los setenta fue escenario de un continuo debate sobre quién es el pobre y qué se entiende por pobreza evangélica 2 . En Medellín se había destacado proféticamente la injusticia en que vivían pueblos enteros: El Episcopado Latinoamericano no puede quedar indiferente ante las tremendas injusticias sociales existentes en América latina, que mantienen a la mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la inhumana miseria. Un sordo clamor brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte 3 .
Esta constatación abrió el corazón de muchos a la causa de los pobres, además de promover el enriquecimiento de la fe desde la perspectiva de los oprimidos de la tierra. Pero suscitó también reacciones de desconfianza y aun de rechazo. Es más, se generó un clima de confusión y oscuridad que intentó nuevamente ocultar la realidad. Hacia el final de los años setenta todavía era posible escuchar que los pobres estaban en esa situación por ser flojos y viciosos; o que los ricos materialmente eran muy pobres en valores espirituales; o expresiones como «el pobre Nixon sufre más que muchísimos, pues le quitaron de la presidencia». Semejantes frases, al generalizar el mal y no distinguir causa y efecto, pretendían mantener, al menos, la conformidad ante las tremendas injusticias sociales. Sin embargo, la experiencia del dolor secular de los campesinos, de los indígenas y de los negros, que toma nuevas formas en las barriadas y campos latinoamericanos y cuyo clamor, si en momentos apareció sordo, se fue haciendo cada día más claro y lacerante (Puebla 89), siguió empujando la reflexión de la teología de la liberación. La Conferencia episcopal de Puebla tuvo la paciencia de volver a describir quién es el pobre y que el motivo de su situación no es casualidad, sino causal: Comprobamos, pues, como el más desvastador y humillante flagelo, la situación de inhumana pobreza en que viven millones de latinoamericanos 2. El Documento de Trabajo, en sus dos etapas, para el Sinodo de Puebla es símbolo del debate de esos años. 3. Medellín, Pobreza, 1, 2. El término original «opción por los pobres» recibe en Puebla el añadido «preferencial» para que no se caiga en un reduccionismo de la salvación, como si fuera sólo exclusiva y posesión de un sector o clase. Pero cuando se violenta este sentido y se quiere entender por «preferencial» que es indiferente la perspectiva desde los ricos o desde los pobres, se vacía de sentido a la opción por los pobres. Esta señala la estrategia salvífica de Jesús de salvar a todos desde los pobres, no desde los ricos.
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expresada, por ejemplo, en mortalidad infantil, falta de vivienda adecuada, problemas de salud, salarios de hambre, desempleo y subempleo, desnutrición, inestabilidad laboral, migraciones masivas, forzadas y desamparadas, etc. Al analizar más a fondo tal situación, descubrimos que esta pobreza no es una etapa casual, sino el producto de situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas, aunque haya también otras causas de la miseria*.
Esta situación de las grandes masas de nuestros pueblos, que proviene, en buena parte, del sistema social que padecemos (Puebla 92 y 311-313), no es la voluntad de Dios. Esta experiencia fundante, que va a reorientar a construir la fraternidad, es retomada en la conferencia de Puebla y expresada con claridad profética: Vemos, a la luz de la fe, como un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, la creciente brecha entre ricos y pobres... Esto es contrario al plan del Creador y al honor que se le debe. En esta angustia y dolor, la Iglesia discierne una situación de pecado social, de gravedad tanto mayor por darse en países que se llaman católicos 5 .
Pocas líneas más adelante, los obispos afirman cómo en los rostros de los niños pobres, indígenas, campesinos marginados, ancianos, etc., debemos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo (Puebla 31-39). La experiencia concreta y golpeante del dolor de los pobres nos abre a la experiencia de quien está presente en ellos: el Señor Jesús (Mt 25, 31-46). Hablar sobre Dios es hacer teología. En la experiencia fundante de la teología de la liberación se ha redescubierto que hablar de los pobres es hablar de Cristo, el «pobre de Yahvé». Pero hablar hoy de los pobres es hablar de los hombres explotados del Tercer Mundo, es hablar de las mayorías latinoamericanas. En la solidaridad de Cristo con los empobrecidos de la tierra se encierra el misterio del hombre. Cristo se encuentra y revela en los pequeños y olvidados a los ojos de los mundanos (Mt 11, 25-27). El tema central de nuestras vidas y de toda espiritualidad —cómo encontrarse con Dios, dónde se le ama y conoce— conduce al corazón mismo del evangelio: amar a Dios y al prójimo. Pero este tema adquiere realidad radical cuando se plantea desde los pobres: ¿qué significa amar a Dios y al prójimo hoy en América latina?
4. Puebla 29 y 30. 5. Puebla 28. El compromiso con el pobre y su liberación se va convirtiendo en la tarea que va unificando ecuménicamente, en América latina, a los protestantes de las antiguas denominaciones con los católicos, especialmente en el Brasil.
2.
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TEOLOGÍA
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LA
LIBERACIÓN
Amar a Dios y al prójimo hoy en América latina
Este segundo elemento central en la experiencia fundante que dio origen a la teología de la liberación hace fácilmente comprensible y esclarece el porqué de su impacto en la conciencia cristiana latinoamericana. «El que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor» (Jn 4, 7-8). Ahora bien, cuando vivíamos de espaldas a las grandes mayorías empobrecidas, ¿cómo las íbamos a amar? A lo sumo se hacía con ellas ciertas donaciones de caridad, en forma paternalista y asistencialista. Abrir los ojos y el corazón hacia los pobres permitió descubrir su situación y vivir la experiencia de ser evangelizados por ellos. La parábola de Epulón y Lázaro se hizo nítida. El rico se encerró en sus cosas y se olvidó de su hermano (Le 16, 19-31; Gen 4, 9). El rico Epulón no salió de su camino, no entró en el camino del necesitado y no conoció a Dios. El mismo mensaje central aparece en la parábola del samaritano, la cual comienza con la cuestión sobre el mandamiento central (Le 10, 25-37). El prójimo no es primordialmente el pariente cercano, el círculo de amistades: Prójimo no es aquel que no encuentro en mi camino, sino aquel en cuyo camino yo me pongo. Aquel a quien yo me acerco y busco activamente 6 .
El Señor Jesús y los fariseos conocían el decálogo y las prescripciones de la torah. Sabían que el primer y principal mandamiento es el amor a Dios y al prójimo. Es más, ambos lo predicaban y lo tenían como piedra capital de su doctrina. ¿Por qué el enfrentamiento con esos hombres «piadosos» si coincidían en lo esencial del mensaje? El meollo del asunto está en qué experiencia se tiene de y qué contenido se le da al prójimo y consiguientemente al «amor fraterno». Los fariseos afirmaban amar a Dios y al prójimo: y crucificaron a Jesús. Hoy en América latina se relee la Escritura, en la teología de la liberación, desde el pobre, desde la clase explotada con la que se hizo solidario Cristo. Y de ahí surge la pregunta: ¿qué exigencias entraña hoy el amor al prójimo? Este no es un tema más en la teología de la liberación. Es su corazón. Es la vida, es la sangre que anima la experiencia e intuición original y la existencia de los grupos cristianos en la praxis de la liberación. Amar a Dios y al prójimo significa salir de mi camino, entrar en el camino del oprimido, del golpeado por la injusticia y comprometerse con su causa. 6. G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Salamanca, 1972. La primera edición de este libro apareció en Lima, 1971. Para las citas, usaré la edición de 1972.
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Ciertamente, lo anterior lleva a menudo al riesgo de la misma vida, como lo anunció Jesús, el Buen Pastor 7 . Pero ese hacernos hermanos desde los pobres y no sólo sabernos hermanos y quedarnos en palabras, es lo que lleva a construir sobre roca (Mt 7, 21-27). El compromiso con el pobre permite superar el reduccionismo de considerar el amor al prójimo como «amor a las almas» o todo tipo de espiritualizaciones deformantes. Lo mismo se diga de la reducción del amor al prójimo, entendido éste como la propia familia o grupo cerrado que nos rodea. El amor al prójimo pobre abre a la universalidad, al reconocimiento que todos somos hijos de un mismo Padre. La universalidad del amor al prójimo adquiere el peso de la verdad, cuando tiene, como preocupación prioritaria, amar a aquellos hermanos que los «mundanos» desprecian y denigran: los indígenas, los analfabetos, los marginados, los negros: «Si amas a los que te aman, ¿qué recompensa tendrás? ¿No hacen eso también los publícanos?» (Mt 5, 46). El sentido y significado de este elemento de la experiencia fundante de la teología de la liberación fue también recogido y expresado por el sínodo regional de Puebla, atento a la voz del Espíritu que clama desde el pueblo pobre: El amor a Dios, que nos dignifica radicalmente, se vuelve por necesidad comunión de amor con los demás hombres y participación fraternal; para nosotros, hoy, debe de volverse principalmente obra de justicia para los oprimidos, esfuerzo de liberación para quienes más la necesitan. En efecto, «nadie puede amar a Dios, a quien no ve, si no ama al hermano a quien ve» (1 Jn 4, 20). El evangelio nos debe enseñar que, ante las realidades que vivimos, no se puede hoy en América latina amar de veras al hermano y por lo tanto a Dios, sin comprometerse a nivel personal y en muchos casos, incluso, a nivel de estructuras, con el servicio y la promoción de los grupos humanos y de los estratos sociales más desposeídos y humillados, con todas las consecuencias que se siguen en el plano de esas realidades temporales 8.
Cristo vivió el amor efizcamente, con eficacia profética, con eficacia de cruz. Amar como Cristo conlleva hoy también tomar la cruz y seguirlo. No ocultó el Señor que su seguimiento, dolorosamente, traería escisiones aun de padres contra hijos, de amigo que traiciona al propio amigo, del discípulo que entrega el maestro. La misión hoy de crear una sociedad fraternal, amar en la historia, implica una dimensión política; una caridad, al modo de Jesús, subversiva del desorden social, de la injusticia institucionalizada. 7. La figura de monseñor Osear Arnulfo Romero se ha convertido en América latina en paradigma del Buen Pastor. Poco antes de morir, monseñor Romero dejó el testimonio de la entrega libre de su vida en favor de todo su pueblo. 8. Puebla 327.
DE
LA
TEOLOGÍA
DE
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El amor evangélico lleva a la unidad: «Padre, que sean uno, como tú y yo somos uno» (Jn 17, 21). Ahora bien, la unidad de los seres humanos no se logra sino superando las contradicciones en que históricamente nos encontramos situados; y las tieneblas se oponen a la luz: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11). Hoy, la sangre amorosa de Dios ha vuelto a teñirse de rojo. Sangre derramada del oprimido en su lucha contra el opresor para que deje de serlo. Sangre sin odio, pero con misión. El color de la sangre de Cristo, el amor, se recoge en la teología de la liberación. El calor humano del amor, también sus rasgos afectivos, se resitúan evangélicamente al vivirse desde el pobre y su causa. El «nuevo estilo» de amar a Dios y al prójimo de Jesús de Nazaret sorprendió a muchos entendidos de su época. Y todavía hoy nos sorprende su estilo de amar y construir la unidad desde los pobres, y sus consecuencias. ¡Qué contradicción! Amar, esforzarse por construir la fraternidad, acarrea persecución y muerte. «No es el discípulo mayor que el maestro. Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes» (Jn 15, 20). Pero esta lucha y dolor tiene la certeza del triunfo: «Confíen, yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). 3.
El pobre y la conversión
cristiana
En nuestra historia, la comunión con el prójimo pasa necesariamente por la «opción por los pobres». Amar al prójimo se hace verdad cuando amamos a los emprobrecidos de la tierra. La conversión, etimológicamente, significa el «volverse hacia». La conversión cristiana es «volverse hacia el pobre», sintonizar el corazón con él, llorar con su dolor, alegrarse con sus gozos. El impulso del Espíritu no termina al descubrir al herido al lado del camino, sino en el comprometerse con él: entrar efizcamente en su camino, comprometerse en su liberación. Este elemento de la experiencia fundante permitió comprender y profundizar la metanoia, la conversión cristiana a la cual todos somos llamados. Convertirse a Cristo significa hacerse hermano con el pobre. Cuando aquel muchacho rico, bien formado y cumplidor de los mandamientos, preguntó a Jesús sobre lo que tenía que hacer para ganar la vida eterna, recibió una respuesta clara y amorosa del maestro, pues se había ganado su afecto con su sinceridad: «Vende cuanto tienes, repártelo entre los pobres y ven y sigúeme» (Me 10, 21). Aquel joven fue sorprendido de lleno. Esa respuesta no se la habían enseñado sus profesores. Le habían enseñado, y cumplía, las normas morales de no robar, respetar a la mujer del prójimo,
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no emborracharse, etc. Pero hacerse pobre con los pobres p a r a vivir la fraternidad, eso se le había pasado por alto. Lo mismo ocurrió con Nicodemo. El anuncio del Señor: «cumplido es el tiempo y el reino de Dios está cercano; conviértanse y crean en el evangelio» (Me 1, 15^ encerraba un compromiso muy concreto: vende tus bienes, hazte hermano con el pobre y tendrás un tesoro en el reino de los cielos. Desde la experiencia del caminar con los empobrecidos de nuestras ciudades periféricas o en las zonas rurales se ha iluminado y recogido en la teología de la liberación lo nuclear de la conversión cristiana. Hemos comprendido en su amplia dimensión lo que significa la pobreza evangélica. Todos somos llamados a la opción por los pobres y a vivir la pobreza evangélica. La división entre ricos y pobres es un pecado. Esta división no es querida por Dios. Hay que denunciarla y superarla. Jesús y sus discípulos ofrecieron un modelo de vida proclamado como bienaventuranza: «Este modelo de vida pobre se exige en el evangelio a todos los creyentes en Cristo y por eso podemos llamarlo pobreza evangélica» (Puebla 1148). Los religiosos son llamados a vivir en radicalidad dicha pobreza, pero éste es patrimonio de todo el pueblo de Dios. Sin compartir los bienes, la fraternidad queda en deseos. El que comparte los bienes entra en el reino de los cielos (Mt 25, 31-46). La pobreza evangélica no es «fakirismo», ni escuela de ascetismo. La pobreza evangélica, que implica el amor al prójimo como vimos, es la roca donde se construye la hermandad. Esto no es algo utópico o lejano a toda posibilidad: La Iglesia se alegra de ver en muchos de sus hijos, sobre todo de la clase media más modesta, la vivencia concreta de esta pobreza evangélica (Puebla 1151).
Este compartir los bienes libera el corazón para vivir la misión: «liberar los cautivos, dar vista a los ciegos, poner en libertad a los oprimidos y proclamar el año del Señor» (Le 4, 18-19). Convertirse es liberarse de todo lo que nos ata para construir y vivir la fraternidad desde los pequeños. Cuando los apóstoles contaron a Jesús cómo las gentes sencillas estaban recibiendo el mensaje del reino, que somos hermanos hijos de un mismo Padre, su corazón se llenó de alegría y bendijo a su Padre que esto revelaba y era recibido por los sencillos y humildes (Mt 11, 25-27). De esa misma frecuencia participan nuestros obispos al comprender el llamado e invitación a la conversión a la fraternidad de la opción por los pobres y su liberación: 24
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Volvemos a tomar, con renovada esperanza en la fuerza vivificante del Espíritu, la posición de la II Conferencia General que hizo una clara y profética opción preferencial y solidaria por los pobres, no obstante las desviaciones o interpretaciones con que algunos desvirtuaron el espiritu de Medellín, el desconocimiento y aun la hostilidad de otros. Afirmamos la necesidad de conversión de toda la Iglesia para una opción preferencial por los pobres, con miras a su liberación integral'.
La renovada esperanza en la fuerza del Espíritu no oculta que la situación de injusticia se sigue agravando: La inmensa mayoría de nuestros hermanos siguen viviendo en situación de pobreza y aún de miseria que se ha agravado (Puebla 1135).
Esta realidad urge todavía con mayor impulso a una solidaridad profética con nuestros hermanos empobrecidos. Solidaridad profética que pasa necesariamente por la conversión permanente al siervo de Yahvé: Su servicio (a los pobres) exige, en efecto, una conversión y purificación constantes, en todos los cristianos, para el logro de una identificación cada día más plena con Cristo pobre y los pobres» (Puebla 1140).
Así, pues, la conversión evangélica no es algo puramente sentimental, o el cumplir los diez mandamientos del decálogo, sino hacerse eficazmente hermano con el pobre y desde ahí vivir la fraternidad universal. Esta experiencia vivida por muchos cristianos comprometidos con el pobre y su liberación constituye el tercer elemento del núcleo de la experiencia fundante de la que brota la reflexión teológica latinoamericana.
II.
PRAXIS DE LIBERACIÓN Y MÉTODO TEOLÓGICO
Ya el Vaticano II, en la introducción a la Gaudium et spes (GS 111), apuntó hacia una teología que partiera de la palabra viva de la realidad de nuestros pueblos y que la reflexionara críticamente a la luz de la fe. Fue una rica intuición el final del Concilio. Su profundización y expresión metodológica se realizará en la teología latinoamericana. Antes del Vaticano II, el saber teológico aparecía reservado a quienes se preparaban al sacerdocio ministerial y a unos pocos más. El saber y método teológico, que se polarizaron en y se redujeron casi exclusivamente a los seminarios, había influido fuertemente en nuestro modo de considear y entender la fe. 9. Puebla 1134. El tema de la opción preferencial por los pobres fue muy discutido en el aula sinodal, pero al final obtuvo amplia mayoría.
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1.
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Saber racional y método teológico
académico
«La fe que busca la intelección racional» de san Anselmo encontró en Tomás de Aquino un artífice genial. El instrumental científico con el cual contó en su época fue el filosófico. Su riqueza y limitación. Fue un teólogo revolucionario en su momento. Lonergan, en su estudio sobre el método teológico, analiza cómo con la superación del saber, a través del aporte de las ciencias naturales y humanas, la filosofía pierde y gana en cuanto racionalidad con respecto a la teología. Pierde la exclusividad de la racionalidad, así como el derecho a tener palabra en el terreno de las ciencias. Gana en el situarse debidamente como teoría del conocimiento, epistemología y ontología 10. Ahora bien, la teología que, después de Trento fue paulatina y fuertemente influenciada por el magisterio, comenzó a reducirse a disciplina auxiliar del magisterio, de modo que su función sería exponer y explicar las verdades definidas y denunciar y desmontar las doctrinas falsas u . La reducción de la teología como saber racional a una teología escolar constituyó un serio empobrecimiento. Lo anterior no quiere decir que no sea un valor y se requiera en el quehacer teológico el esfuerzo académico por profundizar el sentido de nuestra fe. Pero, ¿desde qué perspectiva, en qué contexto se verifica dicha reflexión? Pretender comparar la reflexión teológica con un «país neutral», viene a situarla en la realidad al servicio de los grandes poderes económicos y políticos del sistema capitalista liberal. La reflexión teológica es objetiva e intencionada. Tiene que estar al servicio de la acción liberadora del pobre hacia la fraternidad. 2.
Optatam totius y método teológico en el Vaticano 11
La reducción de la teología y su método a la exposición de verdades definidas y refutar errores, así como reducir el servicio teológico a su ámbito académico, fueron ampliamente superados y enriquecidos por el Vaticano II. Al subrayar que la Iglesia es el pueblo de Dios en la historia y que todos somos llamados a la santidad por el Espíritu que recibimos en el bautismo y confirmación, se recupera el sentido del pueblo portador del evangelio. Un pueblo que puede y debe comunicar el mensaje salvífico recibido. Un pueblo evangelizador, que, por lo tanto, tiene como una de sus funciones hacer teología. 10. 11.
B. Lonergan, Method in tbeology, London, 1972, pp. 85-99. J. Comblin, Historia da teología católica, Sao Paulo, 1969.
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«El estudio de la sagrada Escritura debe ser como el alma de toda la teología» (OT 16). Esta frase condensa cómo el Concilio recupera la Biblia en el quehacer teológico. La Biblia, como norma que no se subordina a ninguna otra norma, será criterio permanente que ilumine el caminar eclesial. El quehacer teológico se enriquece al no quedar reducido a repetir verdades, sino a investigar e iluminar la vida eclesial con la sagrada Escritura. Y esta tarea se amplía a la luz de los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente. El estudio de los dogmas se enriquece, contextúa y equilibra. El método que ofrece el Vaticano II para el quehacer teológico recupera el sentido histórico, el sentido de proceso de un pueblo cuya vocación es ser sacramento de salvación, y que tiene como instrumento y luz privilegiada la Escritura. Ahora bien, ¿cuál es la perspectiva cristiana para hacer teología? ¿Desde qué compromisos fundamentales? El Vaticano II ya no explícito estos temas: se quedó a la puerta, invitó a ello (GS 4). 3.
La teología como reflexión crítica sobre la praxis de liberación
El valor de lo humano, de la historia, de nuestras culturas, de nuestra materialidad, fue recuperado por el Concilio al afirmar que «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22). Y poco después, en el mismo número, lo subraya al expresar: «Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina». Con ello se supera el maniqueísmo de considerar lo material y lo espiritual , o dicho desde otra perspectiva, lo natural y lo sobrenatural, como dos realidades distintas y aún a veces opuestas, en las cuales lo temporal y lo natural no tienen peso salvífico y por ello carecen de valor cristiano. Al volver a sacar a la luz el hecho de la encarnación del Verbo y sus consecuencias respecto a todo lo humano, aquella frase de Rahner: «la cristología es fin y principio de la antropología» 12, expresa los alcances de la encarnación. No va por un lado la historia profana y por otro la historia «sagrada». Sólo hay una historia y vocación: la divina. Ahora bien, en nuestra realidad latinoamericana la escandalosa brecha entre ricos y pobres empujó a descubrir el rostro sufriente de Cristo en los pobres y situar así correctamente la perspectiva teológica. La teología no es la palabra primera. Es acto segundo. La palabra primera está en la vida del pueblo, cuya fe opera por la caridad. Y en este pueblo, Cristo se revela privilegia12.
K. Rahner, Escritos de teología, vol. IV, Madrid, 1965, p. 153.
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damente en los pobres. Por ello el papa Juan Pablo II, en su reunión con los marginados de Guadalajara, les dijo: «El papa os ama porque sois los predilectos de Dios» 13. La reflexión teológica deberá estar atenta a la situación de los pobres, recoger sus anhelos, profundizarlos a la luz de la fe y devolverlos al pueblo. Este proceso refleja el por qué vivimos el quehacer teológico como palabra segunda. La función y servicio de la teología como reflexión crítica del acontencer humano y eclesial resume el sentido y aporte del método teológico latinoamericano 14 . Esta reflexión teológica, como palabra segunda, se hace desde el pobre y su liberación. «El creer para entender» de san Anselmo se comprende sólo desde el camino de Cristo: nació, vivió y murió por la liberación de los pobres y la consiguiente construcción del reino de los hermanos. «El que ama conoce a Dios. El que no ama, no conoce a Dios» (1 Jn 4, 7.8). Pascal lo retoma al expresar que «el corazón tiene una lógica y conocimientos que se ocultan a la razón». Un ateo disertará y podrá escribir sobre Cristo con muchos conocimientos sociales científicos, pero no será un teólogo cristiano y bíblico como los escritores de la sagrada Escritura, modelos y paradigma del quehacer teológico. El teólogo es un creyente. Por ello su reflexión brota y se hace de la compasión por el pobre crucificado y la pasión por la buena noticia de Jesucristo. La revelación plena de Dios en la historia se dio en Jesucristo. Se manifestó en los pobres. Ese contexto, desde entonces, se hace el lugar privilegiado para conocer y recoger la experiencia del Dios de Jesús. Por ello, el lugar teológico privilegiado es el pobre y su causa de liberación. La pregunta sobre cuál es la perspectiva y compromisos fundamentales para hacer teología recibe, en la teología de la liberación y su método, esta clara respuesta: los pobres y su causa. El clima, el contexto, la perspectiva para teologizar al modo de Cristo son los pobres. En su vida se expresa privilegiadamente el Espíritu, son la palabra primera que nos invita a la fidelidad. La riqueza teológica y apertura del Concilio encontraron nuevo impulso al ser aplicados en América latina. De acuerdo a la dinámica conciliar, el método teológico fue enriquecido en la teología de la liberación fundamentalmente con: — el pobre como lugar teológico privilegiado de la manifestación de Dios;
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— la perspectiva del pobre y su liberación como óptica desde la que leer los acontecimientos y releer la historia; — el servicio de la teología como palabra segunda, como reflexión crítica del accionar humano y eclesial. Con esta riqueza, con estos ojos nuevos, se ve y retoma el saber bíblico, la tradición, el dogma y magisterio, el servicio y sistematizaciones teológicas pasadas y presentes. Los aportes y necesidades del exegeta y del trabajo teológico académico se aprecian, enriquecen y sitúan correctamente. Se supera el reducir la teología a las universidades, a los libros. Esto es útil y necesario en la reflexión teológica. Pero también el pueblo es teólogo. En él se expresa la voz de Dios. El pueblo también hace teología en sus cantos, en sus oraciones, en sus reflexiones vertidas en su lenguaje popular. El método teológico conciliar y su clave hermenéutica se ven enriquecidos y resituados al colocar a los pobres y su causa como lugar teológico privilegiado y desde cuya perspectiva se asumen los diversos temas teológicos fundamentales. En particular destaca la relectura bíblica que se condensa en la expresión: «Los pobres nos enseñan a releer las sagradas Escrituras» 15. En el compromiso con el pobre y el dinamismo histórico-bíblico, la teología de la liberación aprovecha el material y lenguaje de las ciencias humanas y entre ellas destacan las sociales. Estas ciencias ofrecen valiosos acercamientos y explicaciones sobre los fenómenos sociales de hoy. La validez de este esfuerzo en la vida eclesial y la necesidad del mismo son destacadas por el sínodo de Puebla: R e c o n o c e m o s los esfuerzos realizados p o r m u c h o s cristianos de A m é r i c a latina p a r a p r o f u n d i z a r en la fe e i l u m i n a r c o n la p a l a b r a d e Dios las situaciones p a r t i c u l a r m e n t e conflictivas de n u e s t r o s p u e b l o s . A l e n t a m o s a t o d o s los cristianos a seguir p r e s t a n d o este servicio evangelizador y a discernir sus criterios de reflexión y de investigación 16 .
El método teológico latinoamericano, enraizado en la vivencia de muchas comunidades eclesiales que viven su fe como praxis de liberación, sitúa al teólogo al interior de la realidad histórica y eclesial del hoy y a su servicio como palabra segunda. La forja de la teología de la liberación y su método, así como la comunidad eclesial, no surgió adulta, sino que ha ido creciendo y consolidándose en un proceso.
13. Puebla 1143. Estas palabras, dichas a los marginados de los suburbios de Guadalajara, fueron un profundo estímulo para los grupos de comunidades de base que estaban ahí presentes. 14. Este enfoque fue trabajado básicamente por G. Gutiérrez en la obra ya citada. Era entonces muy importante «liberar» la teología de una hermenéutica puramente académica y situarla en la vida.
15. Por su claridad metodológica y seriedad exegética destaca Carlos Mesters y su vasta producción. 16. Puebla 470. En el grupo de trabajo hubo una fuerte discusión sobre si se mencionaba expresamente a la teología de la liberación. No pareció oportuno, pero se daba como sobreentendido.
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III.
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GESTACIÓN, GÉNESIS, CRECIMIENTO Y CONSOLIDACIÓN DE UNA REFLEXIÓN
En los siguientes párrafos presentaré los períodos importantes en el proceso de formación de la teología de la liberación. Aparecen cuatro claramente: gestación, génesis, crecimiento y consolidación. 1.
Gestación (1962-1968). El hito histórico del Sínodo regional de Medellín
Las venas abiertas de América latina fueron la matriz donde se elaboró la teoría de la dependencia que se concentró en mostrar las causas profundas del empobrecimiento de las mayorías de nuestros pueblos. Según esa teoría sólo se podrá superar dicha situación injusta rompiendo con el sistema capitalista imperante. En los círculos intelectuales y universitarios dichos estudios causaron profunda impresión. Nuestra situación de explotación no era casual, sino causal 17 . Juan XXIII inauguró el concilio Vaticano II en 1962 para poner al día a la Iglesia y su misión. En aquel entonces los episcopados latinoamericanos, por su escasa participación en el Concilio, fueron denominados la Iglesia del silencio. Las preocupaciones y problemática de los grupos europeos dominaron la temática. Pero el Concilio abría puertas y ventanas para que las regiones e iglesias locales se preguntaran sobre cómo evangelizar desde su propia situación. Los teólogos en América latina, hasta el Vaticano II, habían hecho aportes muy escasos a la Iglesia universal. La fuerza y riqueza del empuje misionero en nuestros pueblos contrastaba con la exigua producción teológica. Sin embargo, la oportunidad de reunirse que el Concilio ofreció a los obispos latinoamericanos y algunos teólogos, y el clima eclesial de apertura, búsqueda y creatividad teológica, facilitó el que algunos de ellos se reunieran y empezaran a reflexionar a la luz de la fe, desde la originalidad de nuestra situación y cultura 18. Pablo VI recibió gustoso la propuesta de monseñor Larraín, portavoz del episcopado, de reunir la segunda Conferencia general del Episcopado en el año 1968 en Medellín. Los años de 1966 a 1968 supusieron una eclosión impresionante de reuniones, declara-
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ciones, documentos, ya sea a nivel nacional o regional, de diversos grupos cristianos situados en los diferentes estratos del pueblo de Dios. Contrastaba esta vitalidad y efervescencia con la anterior de una «Iglesia del silencio». La raíz de este hecho fue que, al abrir ojos y ventanas a la realidad circundante, ésta penetró en la Iglesia con toda su vitalidad. La problemática que aflora en dichos documentos muestra la influencia de los cristianos que ya estaban comprometidos con los cambios sociales. El hecho de la explotación de las masas populares saltaba a la vista en los cinturones de miseria urbanos, en los campesinos a los que merodeaba continuamente la miseria. Estas experiencia y los estudios sociales sobre el por qué de esta situación de dependencia se difundieron y sacudieron la conciencia cristiana de muchos buenos pastores. Una nueva conciencia eclesial empezó a tomar forma a partir del modo nuevo de vivir la fe de aquellos que estaban comprometidos con los pobres y su liberación 19 . El Sínodo regional de Medellín es un hito que parte la historia de la Iglesia latinoamericana en este siglo. De una Iglesia dependiente de Europa para su reflexión teológica y su pastoral, se pasa a una Iglesia con temas y elaboraciones propias, aunque sea en forma incipiente. En la variedad de asuntos tratados en Medellín, no desaparecen ni quedan opacados estas realidades y temas centrales. La preparación de la Conferencia había recogido en sus diversas reuniones la voz y situación de nuestros pueblos 20 . Por ello, los temas nucleares en Medellín fueron: — los pobres y la justicia; — amor al hermano y la paz en una situación de violencia institucionalizada; — unidad de la historia y dimensión política de la fe. La sensibilidad de nuestros pastores recogió en Medellín la dolorosa realidad de las masas de empobrecidos. El episcopado latinoamericano no puede quedar indiferente ante las tremendas injusticias sociales existentes en América latina, que mantienen a la mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la inhumana miseria. Un sordo clamor brota de millones de hombres pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte 2 1 .
17. Entre otros muchos estudios sobre el tema, véase Kaplan y otros ha crisis del desarrollismo y la nueva dependencia, Buenos Aires; F. Cardoso y E. Faletto, ha dominación de América latina, Buenos Aires. 18. Los documentos de estas reuniones originales, como la de Petrópolis, se pueden encontrar en los archivos del centro Bartolomé de las Casas de Lima, Perú.
19. R. Muñoz, Nueva conciencia de la Iglesia en América latina, Salamanca, 1974. 20. Para algunos comentarios sobre las reuniones previas a Medellín, véase R. Oliveros, hiberación y teología, Lima, 1977. Ahí ofrezco un estudio detallado de la formación de la teología de la liberación hasta el año 1977. 21. Medellín, Pobreza, 1 y 2.
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Sobre esta situación, los obispos ofrecieron el siguiente juicio: Existen muchos estudios sobre la situación del hombre latinoamericano. En todos ellos se describe la miseria que margina a grandes grupos humanos. Esa miseria, como hecho colectivo, es una injusticia que clama al cielo 21 .
Ahora bien, como pastores, lúcidamente señalaron que el avance no consistía sólo en conocer y denunciar esa injusticia, sino, sobre todo, en trabajar para poner remedio a esa situación: La pobreza de tantos hermanos clama justicia, solidaridad, testimonio, compromiso, esfuerzo y superación para el cumplimiento pleno de la misión salvífica encomendada por Cristo 23 .
El tema del amor a los hermanos oprimidos, que implica luchar por la justicia y la paz, es clave en la teología de Medellín. ¿Cómo vivir el amor cristiano en esta situación? ¿Qué tareas se deben privilegiar? ¿Cómo ser constructores de la paz? Si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, el subdesarrollo latinoamericano con características propias en los diversos países es una injusta situación promotora de tensiones que conspiran contra la paz 24 .
Más adelante señalarán que allí donde se encuentran desigualdades sociales, se da un rechazo a la paz del Señor y por consiguiente al mismo Señor. Ante estas realidades se invita a transformaciones globales y audaces: América latina se encuentra, en muchas partes, en una situación de injusticia, que puede llamarse de violencia institucionalizada... Tal situación exige transformaciones globales, audaces, urgentes y profundamente renovadoras ".
La reflexión sobre la realidad expresada por los obispos y los compromisos consiguientes pudieran parecer entonces como la irrupción en terreno vedado: el mundo de lo social, de lo político. Para abordar la temática de la unidad de la historia y de la teología de la encarnación que la sustenta, se aprovecharon los avances del Vaticano II, puestos a producir también en su rica dimensión pastoral. El progreso humano es crecimiento en Cristo. 22. Medellín, Justicia, 1. Los provinciales de los jesuítas de América latina dijeron pocos años antes de Medellín: «La mayor parte de los habitantes del continente se halla en una situación de miseria, cuya injusticia, con frase de Pablo VI, "exige en forma tajante el castigo de Dios" {Populorum progressio, 30)»: Signos de renovación, Lima. 23. Medellín, Pobreza, 7. 24. Medellín, Paz, 1. 25. Medellín, Paz, 14.16.
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La tarea de la pastoral es «pasar de formas menos humanas a más humanas de vida» {Populorum progressio). El crecer humano es ya divinización. Nuestra divinización se da en el crecimiento, en el progreso humano. Ante esta temática aparece el reto de profundizar qué sentido tiene la liberación humana y la acción eclesial en ella; qué relación existe entre reino de Dios y emancipación humana 2 6 . La realidad latinoamericana, los retos teológico-pastorales que brotaban de ella y el modo de acercarse a ellos en la reflexión de fe, se fueron delineando en los años posteriores al concilio y preñaron y dieron forma al profético Sínodo regional de Medellín. 2.
Génesis (1969-1971): «Teología de la liberación»
Las instituciones, esbozos, artículos, simposios, las orientaciones de Medellín, las búsquedas y profundizaciones posteriores vinieron a cristalizar en el libro de Gustavo Gutiérrez: Teología de la liberación27. El esfuerzo teológico de los sesenta encontró forma y cauce en ese trabajo. En él se expresa con claridad y penetración el tema central del quehacer teológico en América latina: Hablar de una teología de la liberación es buscar una respuesta al interrogante: ¿qué relación hay entre la salvación y el proceso histórico de liberación del hombre? 28 .
Se aborda el tema con el método teológico que hemos descrito con anterioridad, el cual se delinea y profundiza en ese estudio. Y se abren las perspectivas para repensar y resituar los grandes temas de la teología. El libro de G. Gutiérrez es un hito, un salto cualitativo en la teología latinoamericana; marca el antes y después. Mencionarlo como hito, no significa que la obra quedó concluida, ni que no tuviera raíces previas. Está todavía en proceso. Pero este libro dibujó los trazos maestros para elaborar una teología de la liberación. Los trazos y cimientos de una construcción no son ya toda la casa, pero esa casa surgirá sobre esos cimientos. El pensamiento teológico latinoamericano llegó a alcanzar vida propia con dicho estudio. Es importante recalcar el hecho de que ni en el campo teológico ni, significativamente, en el campo pastoral surgió la indiferencia ante la reflexión y compromisos consecuentes de la 26. Cf. Conferencia de Chimbóte de G. Gutiérrez, Hacia una teología de la liberación, Montevideo, 1969. 27. G. Gutiérrez, o. c; ver nota 6 de este trabajo. 28. Ibid., p. 73.
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teología de la liberación tal como la expresó G. Gutiérrez. Decenas de libros surgieron desde esa perspectiva y decenas lo criticaron. ¿Qué libro y teología proveniente de Latinoamérica ha desencadenado tal quehacer teológico? Esto es lo que queremos enfatizar al destacarlo como un hito en el pensamiento eclesial latinoamericano. El trabajo de G. Gutiérrez tiene carácter de paradigma para entender y juzgar lo que se entiende por «teología de la liberación» y así diferenciarla de otras reflexiones teológicas. Además de lo dicho, conviene destacar algunos puntos importantes que han marcado la dirección de la teología posterior. a) Método teológico. Se estudiaron y resituaron las tareas clásicas de la teología, que se enriquecen ahora con la función de la teología, también como crítica del accionar humano y eclesial. Se aprovechan los avances y el lenguaje de las ciencias sociales. b) Elaboración de los conceptos fundamenales de la teología de la liberación. Conceptos tales como el pobre y la pobreza, liberación, utopía, salvación, son esclarecidos y expuestos de tal forma, en sus varios niveles y perspectivas, que se evitan confusiones e impulsan a una mejor práctica. c) Reorientación desde la praxis de liberación de los grandes temas de la existencia cristiana. La recuperación de la manifestación privilegiada del Señor en el pobre y la consiguiente perspectiva teológica, ofrece renovada riqueza y correcta visión al encuentro con y seguimiento de Cristo. Se analizan también la fe y su dimensión y responsabilidad política en una situación de injusticia y violencia institucionalizada, la comunidad eclesial y su misión ante la tarea de constuir una sociedad fraterna, la vivencia, en esta tarea, de la escatología. d) Espiritualidad y teología espiritual. Se enfatiza, al presentar el quehacer teológico de forma unida, vital y orgánicamente a la vida humana y eclesial, que toda auténtica teología es teología espiritual. Esta no es un tema o cuestión aparte. La reflexión de fe debe ser y traducirse en sabiduría cristiana. é) Temporalidad de la teología de la liberación. Mérito no pequeño logra G. Gutiérrez al destacar que esta y toda reflexión teológica tiene significatividad histórica, en tanto prevalezcan los problemas, necesidades y características en la sociedad y la Iglesia que le dieron origen. Es una teología en la historia de la salvación. El momento de génesis que significó la reflexión «teología de la liberación» fecundó y dinamizó de manera decisiva el quehacer teológico en toda América latina. Recogió y relanzó el espíritu y dinámica del Concilio y Medellín. La década de los setenta será el escenario del crecimiento de esta reflexión.
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Crecimiento (1972-1979). Temores y esperanzas: sínodo de Puebla
El fervor profético emanado del Concilio y Medellín encontró eco en muchos cristianos latinoamericanos. Estos se empeñaron en poner en práctica los «cambios radicales y audaces» a que invitaban los obispos. Se abrieron valiosas experiencias apostólicas. Se reabrieron sendas y caminos que habían quedado cubiertos por el tiempo. Ese fervor profético pronto topó con la reacción del sistema dominante. Cristianos y no cristianos empeñados en la liberación sufrieron duros golpes. El golpe de Pinochet en Chile marcó la pauta. Los regímenes de seguridad nacional se difundieron por todo el subcontinente. Se apoyó económicamente a esos gobiernos dictatoriales y corruptos con petrodólares que era necesario hacer circular para la transnacionalización de la economía y su comercio. Es más, fuertes sectores de las jerarquías eclesiásticas dieron la espalda al Concilio y Medellín. Por otra parte, bajo capa de frenar el avance del comunismo internacional, muchos sacerdotes, religiosos, y aún algunos obispos, no sólo fueron vistos como sospechosos por su compromiso con el pobre, sino que fueron seriamente atacados y marginados en sus iglesias locales o congregaciones 29 . La liberación del oprimido acarreó pesadas cargas a las ya existentes (Ex 5, 6-23). Sin embargo, a pesar de las muchas dificultades y persecuciones, el nuevo germen de Iglesia, en el espíritu del Vaticano II y Medellín, fue avanzando. Baste considerar el crecimiento de las comunidades eclesiales de base del año 1968 a 1979. Asimismo, la reflexión de fe, que acompaña a ese proceso social y eclesial, fue creciendo y purificándose en las pruebas. Presento el proceso de crecimiento bajo tres aspectos: los momentos significativos que jalonan esta etapa antes de Puebla, los aspectos teológicos que ofrecen avances inspiradores, y el hito histórico de la Conferencia Episcopal de Puebla. a)
Acontecimientos significativos de 1972 a 1979
Considero que son cinco los más importantes. Estos acontecimientos ayudaron a recoger y profundizar elementos centrales ya bosquejados en Teología de la liberación y, sobre todo, temas 29. Baste pensar en monseñor Angelelli de Argentina. Hace unos meses, con amplia difusión en los diarios de su pais, el juez encargado de su expediente afirmó que la muerte del obispo había sido premeditada y no un accidente.
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surgidos desde la praxis de liberación. Asimismo, esos acontencimientos fueron punto de arranque o incentivo para abordar o profundizar diversas cuestiones. 1. El encuentro de El Escorial (8-15 de julio de 1972). Se caracterizó por el compartir de teólogos latinoamericanos con algunos europeos el sentido y método del pensamiento teológico en la línea y enriquecimiento de teólogos latinoamericanos y europeos, particularmente españoles 30 . 2. El encuentro efectuado en México (11-15 de agosto de 1975). Se centró en el intercambio sobre el método teológico. No se trataba de presentar con exclusividad el método de la teología de la liberación, pero fue reconocido como el más rico y el que recogía la inspiración del Vaticano II y, además, como el más apropiado para la situación y necesidades de nuestra Iglesia latinoamericana 31 . 3. El encuentro de Detroit (18-24 de agosto de 1975). Reviste singular importancia por la forma en que se preparó y efectuó. Durante un año se fueron trabajando por diversos grupos de base de Estados Unidos las aportaciones a la reunión. El encuentro fue decisivo para el compromiso de dichos grupos con sus hermanos cristianos que luchan por la liberación. Asimismo, fue un acercamiento y conocimiento de teólogos latinoamericanos y algunos norteamericanos. Va a significar también un paso en el acercamiento y trabajo común con hermanos de otras denominaciones cristianas 32 . 4. El encuentro de Dar es Salaam (5-12 de agosto de 1976). Fue la ocasión para reunir algunos de los mejores teólogos de Asia, África y América latina. Marcados por situaciones de colonialismo y opresión en sus respectivos pueblos, se inició el fecundo trabajo y las reuniones del grupo llamado «teólogos del Tercer Mundo». Se da un paso adelante en la conciencia y praxis eclesial en la lucha por la liberación integral de nuestros pueblos 33 . 5. La convocatoria y preparación de la Conferencia de Puebla (1977-1978). A finales de 1976 se convocó una nueva reunión general del Episcopado latinoamericano que tendría lugar en Puebla. Su finalidad, se afirmaba, era intentar recoger y evaluar el proceso eclesial desde Medellín. Dicha convocatoria suscitó un intenso trabajo teológico. De hecho fue un estímulo eficaz para purificar, profundizar y ampliar el servicio de la teología de la
30. Cf. Fe cristiana y cambio social en América latina, Salamanca, 1973. 31. Cf. Liberación y cautiverio, México, 1976. 32. Cf. Theology in the Americas, New York. 33. Los teólogos del Tercer Mundo comenzaron a reunirse con periodicidad, cada trienio. A esta reunión siguió la de Sao Paulo, Brasil (1980). La siguiente fue en la India (1983) y la más reciente en México (1986$.
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liberación. Los estudios y aportes de las Iglesias locales y nacionales exigieron a las mismas el reflexionar sobre su ser y su quehacer. A aquel grupo de Segundo Galilea, J. L. Segundo, H. Assmann, Míguez Bonino, Gustavo Gutiérrez, etc., que ayudó a gestar la teología de la liberación, se sumaron en la década de los setenta, entre otros, varios teólogos como Leonardo y Clodovis Boff, Raúl Vidales, Ronaldo Muñoz, Jon Sobrino, Pablo Richard, Enrique Dussel, Ignacio Ellacuría, etc. Con este conjunto de teólogos, y los que colaboran en torno a ellos, se avanzó en el tratamiento de los diversos temas teológicos. b)
Avances importantes en la teología de la liberación (1972-1978)
Destacan siete temas en los que se avanza en este período. No ocurre esto en un orden cronológico exacto, pues no obedece a un programa preestablecido, sino que los temas se van perfilando muchas veces desde la situación y necesidades sentidas por las diversas comunidades eclesiales. Aunque algunos temas se van entrelazando, trataré de presentarlos aproximadamente tal como van siendo profundizados. 1. El interlocutor de la teología de la liberación. En el encuentro de El Escorial, Gustavo Gutiérrez desarrolló y valoró el esfuerzo de la teología europea moderna, que llegó a fructificar en el Concilio, al tratar de responder a los retos del no creyente. Ahora bien, en América latina la increencia es mínima. Por el contrario, la miseria y pobreza son generalizadas. De ahí considérase como el interlocutor de la teología latinoamericana a las muchedumbres en situación de no hombre. El asunto no es, pues, cómo hablar de Dios en un mundo «adulto» y secularizado, sino cómo anunciarlo como Padre en un contexto deshumanizado e injusto 34 . El esclarecer y determinar el interlocutor teológico ayudó a situar correctamente los avances y las críticas al pensamiento emergente latinoamericano. 2. La Biblia releída y ahondada desde los pobres. Si bien son varios teólogos quienes viven en su práctica e iluminan este aspecto 35 , el que coronó muchos esfuerzos y logra plasmar un método es Carlos Mesters 36 . La invitación e impulso conciliares para la utilización de las Escrituras se van haciendo realidad en miles y miles de cristianos y comunidades que aprovechan los 34. G. Gutiérrez, «Praxis de liberación: teología y anuncio»: Concilium 96 (1974) p. 366. 35. Es muy conocida la obra de Ernesto Cardenal sobre su experiencia de la lectura del evangelio con los pobres en Solentiname. 36. Cf. C. Mesters, El ABC de la Biblia, Bogotá.
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elementos metodológicos de Mesters. Punto clave en la hermenéutica bíblica es la vida y solidaridad con los pobres. De esta comunión surge el escuchar juntos los pasajes bíblicos y recoger sus intuiciones y reflexiones. Con este material se profundiza, junto con otros exegetas, el sentido de los textos. Y esto se sistematiza y ofrece en folletos populares. Mesters y un puñado más realizan esa siembra a lo largo de esa década. 3. Releer la historia de la Iglesia desde el reverso. Sobresale el estudio de Enrique Dussel, Historia de la Iglesia en América latina37. Es el primer intento de reorientar la lectura de la historia eclesial desde la praxis de la liberación. Este enfoque marca la distancia entre la lectura de Dussel y las lecturas tradicionales. Usa como instrumento y paradigma de análisis el de Fessard, en sus tres relaciones fundamentales: hermano-hermano (político-justicia); hombre-mujer (erótico-sexual-familiar); padre-hijo (pedagógica). Ella configura el núcleo ético-mítico, y es el núcleo que da sentido a la vida de los pueblos. Con el colonialismo español, ese núcleo, en los indígenas, fue oprimido; fue la etapa de la cristiandad colonial. En la segunda etapa (1808-1930), la de los «Estados modernos», señala Dussel que se cambió de dueño, pero siguió la dependencia, ahora de las ideologías y formas políticas surgidas de la revolución francesa. La tercera etapa, que se inicia en 1930, apunta hacia el despertar del subcontinente hacia su liberación. Este intento de relectura ayudará a iluminar y reenfocar la labor de muchos estudios de historia de la Iglesia 38 . 4. La fuerza histórica de los pobres y la justicia. En los libros de Gustavo Gutiérrez La fuerza histórica de los pobres y Desde el reverso de la historia*9 se recalcó que los pobres no son sólo el lugar privilegiado de la manifestación de Dios, sino que son también los portadores fundamentales de la buena noticia de la liberación. Los pobres nos evangelizan al constituir el sujeto histórico del reino. Desde ellos se puede cambiar la historia hacia la fraternidad; tienen el potencial del Espíritu del siervo de Yahvé. Mientras los poderosos ofrecen su propia visión histórica es muy otra la lectura del Espíritu de Dios, que opera desde los humildes y sencillos. 5. Cristología desde América latina. Profundizar en la praxis de la liberación implica ahondar en la praxis histórica de Cristo. La cristología, corazón de toda teología cristiana, fue lógicamente la que empezó a ser más trabajada en la teología de la liberación. En este período, los estudios de L. Boff y J. Sobrino sobre el tema 37. E. Dussel, Historia de la Iglesia en América latina, Buenos Aires, 31974. 38. Así lo muestra la formación y trabajo de los historiadores en CEHILA. 39. G. Gutiérrez, La fuerza histórica de los pobres, Lima, 1980. En este estudio recoge Gutiérrez la experiencia y reflexiones de una teología que lee y acompaña la vida de los pobres.
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son sin duda los mejores frutos de una abundante producción. El estudio de L. Boff pone de relieve y manifiesta lo certero de calificar a Jesucristo como el Liberador, título muy estimado por los cristianos comprometidos con el pueblo. Además, ofrece una sólida presentación bíblica de Cristo desde una perspectiva latinoamericana 40. El estudio cristológico de Jon Sobrino representa un avance cualitativo en la reflexión teológica sobre este tema. Critica profundamente puntos de partida cristológicos que no se fundan en el Jesús de la historia. Y retoma y relee, desde la perspectiva de los pobres, los aspectos centrales del acontecimiento histórico de Jesucristo. Quizá no sea demasiado arriesgado afimar que este estudio fue la mejor aportación a la teología de la liberación en la década de los sesenta 41 . 6. Espiritualidad y método teológico. Una espiritualidad, una evangelización que no ayuden al cambio de corazón y de mente son falsas. Una teología que no manifieste el porqué del cambio y sus orientaciones es como un foco fundido. Monseñor Proaño ayudó en esta iluminación 42 . Muestra cómo la evangelización tiene una clara dimensión concientizadora y politizadora. En esa perspectiva escribió: «Contemplar para el cristiano es transformar la fe cristiana verdadera en la que produce obras, no discursos (Mt 7,21 s, etc.)» 43 . Una contemplación, una espiritualidad que no están enraizadas en la misión liberadora de Cristo no son auténticas. Y lo mismo cabe decir del quehacer teológico. El método teológico latinoamericano surge y bebe de la espiritualidad del Verbo encarnado y liberador. J. L. Segundo ofreció un magnífico aporte sobre la teología y la correcta hermenéutica 44 . Asimismo, Pablo Richard, en diálogo con la teología europea, subrayó cómo el método teológico latinoamericano parte de la situación opresión-liberación. Por tanto, no se centra, a diferencia de teologías europeas progresistas, en la oposición abstracto-concreto, sino en la dominación-liberación; ni en la deductivo-inductivo, sino en la de interpretación-transformación 45 . 7. Iglesia y liberación. Tierra fértil donde surge la fisonomía, el rostro rejuvenecido de la Iglesia en el espíritu de Medellín, son las comunidades de base. En ellas va creciendo una reflexión sobre sus características, sus notas como Iglesia. Momentos que recogen y sistematizan muchas experiencias y reflexiones fueron los en40. L. Boff, Jesucristo Liberador, Buenos Aires, 1975. 41. J. Sobrino, Cristología desde América latina, México, 1976. Para un acercamiento a este estudio, cf. R. Oliveros, o.c, pp. 416-439. 42. L. Proaño, Concientización, evangelización, política, Salamanca, 1974. 43. Ibid, pp. 216-217. 44. J. L. Segundo, Liberación de la teología, Buenos Aires, 1975. 45. P. Richard, «Teología de la liberación: un aporte crítico a la teología europea»: Páginas, 3 (1976).
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cuentros nacionales de las comunidades eclesiales de base, entre los que destacan los del Brasil. Su primer encuentro nacional se efectuó en la ciudad de Vitoria. Allí, el proceso de Iglesia y teología alcanzaron un nuevo nivel. Se realizan con una periodicidad de tres años y vienen marcando las etapas por las que va pasando dicha Iglesia y su misión liberadora al interior del pueblo. En distintas formas, según situaciones y momentos propicios de los diversos pueblos, se va dando un proceso similar. La elaboración y desarrollo de estos temas fueron delineando las características propias de la teología de la liberación latinoamericana. Al crecer esta reflexión, con sus rasgos específicos, se fue distinguiendo de otro tipo de reflexiones. Sus valores fueron iluminando el caminar eclesial, y a la vez, experimentó la exigencia de mayores esfuerzos para responder al clamor y urgencia de los que sufren en la pobreza. Asimismo fueron apareciendo algunos temores y críticas, que tomarán fuerza pasado el primer fervor de la Conferencia Episcopal de Puebla. c)
Un paso adelante: el hito histórico del Sínodo Regional de Puebla: febrero 1979
El caminar de iglesias locales y grupos cristianos con su acento original e independiente, en el espíritu del Concilio, suscitó temores y esperanzas. En ese clima se vivió una verdadera efervescencia de experiencias y reflexiones, no sólo en el ámbito eclesial, sino en buena parte de la sociedad. ¿Qué posiciones asumiría la reunión de Puebla? ¿Qué diría sobre la misión de la Iglesia en el subcontinente? ¿Qué posición asumiría con respecto a Medellín? ¿Qué juicio haría sobre la inspiradora y ahora temida teología de la liberación? Durante el año 1977, el grupo directivo del CELAM preparó un documento de trabajo para la Conferencia, desde una ideología lejana al pueblo, y consiguientemente lejana a sus logros; pero fue rechazado por la mayoría de los episcopados nacionales. Tuvo que rehacerse y disminuir un poco su tono negativo. Para evitar que se difundiera, y sobre todo que se le criticara, se envió con tiempo justo para que se recibiera poco antes de la reunión episcopal. Fue enviado con la aprobación de Juan Pablo I, que en agosto de 1978 había sucedido a Pablo VI. Juan Pablo I anunció que iría a Puebla, y pocos días antes de su muerte ya se había enviado el documento de trabajo. La Conferencia se retrasó de octubre de 1978 a enerofebrero de 1979. El ambiente y metas puestas por el documento de trabajo se diluyeron. Tal como se vivió Puebla, y como puede verse en sus actas, dicho documento careció de relieve: ni ayudó, ni estorbó. 40
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Lo que impacta es recordar los muchos modos en que los pequeños grupos eclesiales buscaron hacer llegar su voz hasta los obispos. Reuniones, envío de delegaciones, desplegados periodísticos, etc., llenaron el ambiente previo a la Conferencia. Muy iliminador fue el documento preparatorio de los religiosos, elaborado por la CLAR. Por lo que toca a los obispos se asesoraron de muy diversas maneras. Pero lo que fue común y muy profundo, fue la oración del pueblo de Dios impetrando al Señor que enviara su Espíritu a Puebla. El papa Juan Pablo II, en su primer viaje, quedó impresionado por la cálida y cariñosa bienvenida que le dio el pueblo de México. Inauguró el Sínodo, y en marzo de 1979 aprobaría el documento final. En éste se responde a las principales inquietudes de aquellos momentos. Fue producto de la amplia y sincera oración de millones de católicos y el esfuerzo de los que participaron de alguna manera en esos trabajos. El eje central del llamado y de las orientaciones de la Conferencia de Puebla responde a las cuestiones centrales, que no son otras que las abordadas por la teología de la liberación, y son así una evaluación crítica de la misma. Lo podemos sintetizar en cuatro puntos: 1. Análisis de la realidad, visión pastoral y discernimiento. En esos años el tema del análisis de la realidad era candente. En algunos medios muy conservadores, se confundía hacer ese tipo de análisis con ateísmo; analizar los aspectos económico, político, ideológico para acercarse a la realidad, con atacar a la Iglesia. En el capítulo primero, denominado visión pastoral, sin embargo, no sólo se aprueba, sino que se usa el análisis de la realidad en los niveles económico, político e ideológico. Lo importante viene a ser ahora cómo se usa bien un instrumento. Y los obispos lo usan con la perspectiva de los pastores: el énfasis está en la visión pastoral, en contraposición a otra visión sociológica, etc. Unos pastores sin visión de la realidad, mal podrían juzgar de ella y discernir el bien del mal. El instrumental metodológico central en la teología de la liberación viene a ser aprovechado y avalado en Puebla 46 . 2. Misión de la Iglesia: evangelización liberadora. Ante el pecado social discernido en el capítulo primero, se urge a una evangelización liberadora, a ejemplo de Cristo, cuya continuadora es la Iglesia. Se señala que «la Iglesia, del modo más urgente, debería ser la escuela donde se eduquen hombres capaces de hacer historia» (Puebla 274). Este llamado y necesidad se hacían más apremiantes, ya que la situación de injusticia institucionalizada se había agravado en la mayoría de nuestros pueblos, como enfatizan los obispos: «Los pastores de América latina tenemos razones 46.
Puebla 28-30.
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gravísimas para urgir la evangelización liberadora» (Puebla 487). Así se recoge y hace suyo el núcleo central de la teología de la liberación que manifiesta cómo el Señor llama a la liberación. Liberar, hacer la justicia, es hoy el modo verdadero de amar a Dios y los hermanos (Puebla 327). 3. Liberación y reconfiguración de la Iglesia y la sociedad. «Por sus frutos los conoceréis», enseñó Jesús. «En esto conocerán que son mis discípulos, si se aman unos a otros» (Jn 13, 35). Cuando los hermanos viven unidos y compartiendo sus bienes, con especial atención a los pobres y desamparados, es señal de la presencia del Señor. Los pastores reunidos en Puebla elevaron su voz para destacar que la evangelización liberadora estaba en marcha en las comunidades eclesiales de base, «que ahora constituyen motivo de alegría y esperanza para la Iglesia» (Puebla 96). Medellín no sólo generó conciencia, sino impulsó eficazmente a vivir como hermanos, cuya concreción son las comunidades. La renovación propia empieza en casa, no sea que suceda que la Iglesia, en sus llamados, «sea oscuridad en la casa y candil de la calle», como enseña la sabiduría popular. Desde la renovación propia en las comunidades eclesiales, y de modo particular desde ellas, la Iglesia latinoamericana se lanzó a su misión de cooperar en la liberación de nuestros pueblos y en la construcción de la nueva sociedad pluralista (Puebla 1206). El documento indica que las comunidades «se han convertido en focos de evangelización y en motores de liberación y desarrollo» (Puebla 96). La Iglesia ofrece sus brazos y corazón a todos los que se empeñan en la construcción de una sociedad justa y fraterna en que se respeten los derechos humanos (Puebla 1206-1293). Los grupos humanos y eclesiales, que alimentan privilegiadamente la reflexión teológica de la liberación, son avalados y reimpulsados por el Sínodo de obispos latinoamericanos. 4. Evangelización liberadora y opción por los pobres. El modo, el estilo, la estrategia, no puede ser otra que la dejada por Jesús, que nació, vivió y evangelizó en pobreza, solidario con los pobres (Puebla 190). Esta realidad se ha recuperado en todo su vigor y cuestionamiento en la teología de la liberación. Y nuevamente los obispos apoyan con su magisterio la opción por los pobres, subrayada por Medellín (Puebla 1134). Es más, a partir de esta opción la Iglesia quiere llamarse «Iglesia de los pobres». En comunión solidaria con el pobre y su proyecto histórico camina la evangelización. Esta orientación enmarca la opción por la justicia que subrayan los obispos y que presentan como tarea: constructores de la nueva sociedad, como vimos en el párrafo anterior. Desde esta perspectiva de la opción por los pobres y su justicia se subraya proféticamente la opción por los jóvenes, como opción por el futuro, como rechazo del presente pecaminoso, como actitud
transformadora y activa ante la realidad. «La juventud no es sólo un grupo de personas de edad cronológica. Es también una actitud ante la vida, en una etapa no definitiva, sino transitiva» (Puebla 1167). Así pues, la opción preferencial por los pobres no se ve como algo romántico o «místico», sino que entraña la búsqueda de la justicia con corazón joven cargado de esperanza. Como es normal en el caminar de la Iglesia en concilios y sínodos se ventilaron diversos puntos. Pero éstos —como vocaciones, ministerios, educación, salud, etc.— quedaron reorientados desde la perspectiva del eje, del núcleo central del mensaje de esos sínodos. Ciertamente la Conferencia de Puebla respondió a las graves cuestiones que se le plantearon. Clara y repetidamente avaló a Medellín y su profetismo. Subrayó que la misión, hoy, de la Iglesia está en la práctica de la liberación en el espíritu de Jesús. Recogió, aprovechó y reimpulsó el servicio de la teología de la liberación, como hemos ido destacando.
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Consolidación (1979-1987): Hacia la maduración en medio de conflictos
Al trabajo realizado en Puebla por los teólogos de la liberación siguió el de facilitar la lectura y difusión de su mensaje. Esta labor llenó buena parte del año 1979. Era muy importante que el pueblo, que había orado y reflexionado sobre su caminar, conociera y comentara los aportes de los obispos. Con aire primaveral, en muchas comunidades eclesiales de base, fueron recibidos los documentos de Puebla. Se abrieron algunos espacios para vivir la fe y esperanza en la práctica de la liberación. La tarea descrita evitó la ignorancia o deformación del documento de Puebla en algunos sectores del pueblo de Dios. Pero la consolidación que se fue logrando en estos años, será también polémica, pues se irá generando un tono general que enlaza con el ambiente anterior a Puebla: sospechas, desconfianza, ataques. En medio de conflictos, la teología de la liberación seguirá ahondando en sus rasgos propios y pasará a ocupar un lugar primordial en la teología de los ochenta. La riqueza de la reflexión teológica latinoamericana seguirá dependiendo de la gran riqueza evangelizadora de varias Iglesias locales y de muchas comunidades eclesiales de base; signo de la esperanza de que algún día se hará presente una realidad diferente a la explotación que sufren las mayorías de nuestros pueblos. En julio de 1979 es derrocada la dictadura de los Somoza, y de Estados Unidos en Nicaragua. Es notable la presencia destacada de sacerdotes y cristianos en el proceso de liberación, que fue y sigue siendo signo de contradicción. Ese proceso del pueblo, que
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nos cuestiona, y los pastores que lo alientan, llegó a tener un modelo en monseñor Romero, obispo y mártir. Desde su muerte el 24 de marzo de 1980, no sólo el pueblo salvadoreño, sino el pueblo latinoamericano, lo reconoce como ejemplo de pastor. Su vida, su compromiso, su palabra, cuestionan y alientan la evangelizado!!. El espíritu y orientaciones de Medellín y Puebla encontraron en él a un hombre cristiano dócil al Señor. Aunque a diverso nivel y ritmo, muchos procesos eclesiales han vivido en ese espíritu. Este caminar, esta vitalidad eclesial de la que van surgiendo tantos mártires, esclarece algo de dónde surge la fuerza que se encuentra en la teología de la liberación. Históricamente, en la década de los ochenta se va ahondando la brecha entre ricos y pobres. Las grandes deudas contraídas en los años setenta, inducidas por el gran capital financiero mundial y canalizadas por los gobiernos corruptos, en general de la seguridad nacional, se convierten en carga insoportable para nuestros pueblos. La planificada alza de intereses (de un 4 a 5 por 100, hasta el 23 por 100 a principios de la década), ha significado una sangría interminable, que se traduce en menos pan, más enfermedad y muerte «antes de tiempo» en diversas formas; a lo que se añade la baja de las materias primas de los productos latinoamericanos. Por otra parte hay un resurgir de democracias formales en América latina, aunque impotentes e inoperantes en la práctica. En algunos países la democracia alcanza ciertos niveles de dignidad, como en Argentina; pero en otros sigue generando tristes realidades, como en Honduras o El Salvador 47 . Tan inocultable es el agravamiento de la injusticia social en América latina, que aun personas que se mantenían distantes de los procesos sociales se van implicando en ellos al lado de sus pueblos. A continuación me centraré en dos puntos que muestran el proceso de la teología de la liberación en estos años, que culminará, quizás, en el año 1992, en que se cumplen quinientos años del inicio de la evangelización en América. El primer punto se refiere a los documentos de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. El segundo, al significado de la elaboración de una suma teológica en perspectiva de la liberación. a)
«La teología de la liberación no sólo es conveniente, sino útil y necesaria» (Juan Pablo II)
La evangelización liberadora recibió nuevo impulso en Puebla, lo que animó a proseguir la reflexión teológica en esa dirección. 47. En su última visita a USA, en septiembre de 1987, el presidente Duarte de El Salvador fue a besar la bandera norteamericana. ¿Y qué decir de las bases militares abiertas en Honduras por los norteamericanos?
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Ahora bien, el incremento en las publicaciones y el creciente número de teólogos, ocasionó, otra vez, dudas y ataques. En la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por el cardenal Ratzinger, se recibieron y recopilaron quejas sobre las principales obras y teólogos, centradas en particular en Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff. Se intentó entonces que el episcopado del Perú pusiese en entredicho a Gustavo Gutiérrez. Es más, se intentó que, durante su visita ad limina, los obispos peruanos le condenaran; pero esto no se logró y el caso fue remitido a un estudio posterior. El caso no está cerrado y se sigue buscando cómo obstaculizar los cursos, centro de reflexión y publicaciones del reconocido teólogo. La presión y los ataques a la teología de la liberación suscitaron fuerte solidaridad, no sólo en el Tercer Mundo, sino en los mejores teólogos europeos. Estudiosos como Congar, Chenu, González Faus, Metz, Karl Rahner, Schillebeeckx, etc., se solidarizaron con esta forma de hacer teología 48 . Diveros centros y universidades europeas han condecorado ya a teólogos de la liberación, como apoyo y reconocimiento a su trabajo eclesial. Sin embargo, a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe le pareció conveniente establecer un diálogo o juicio al teólogo más reconocido de la Conferencia Episcopal Brasileña: Leonardo Boff. Se le exigió guardar silencio 49 . Boff aceptó el silencio obsequioso, pero los obispos brasileños se molestaron por el procedimiento, pues no se les tomó en cuenta, siendo L. Boff uno de sus teólogos oficiales. El silencio impuesto a L. Boff ocurrió un mes después —y en el contexto— de la publicación de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, denominada Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, aparecida el 6 de agosto de 1984. Esta, en su primer número, señala: La p o d e r o s a y casi irresistible aspiración de los p u e b l o s a u n a liberación constituye u n o de los principales signos de los tiempos q u e la Iglesia debe discernir e i n t e r p r e t a r a la luz del evangelio™.
Pero enseguida se advierte que esa aspiración sana y querida por el Creador puede ser ideologizada y manipulada. Por ello se pide un discernimiento, pues no parecen suficientes las orientaciones de la Tercera Conferencia General del Episcopado realizada en 48. K. Rahner, poco antes de morir, envió una carta al Papa, donde pidió que se reconsideren las posturas tan ofensivas a la teología de la liberación. 49. L. Boff presentó una amplia réplica al cardenal Ratzinger, donde no sólo aclara los puntos en cuestión, sino muestra la firmeza de las posiciones del libro suyo más criticado: Iglesia, carisma y poder, México, 1985. J. L. Segundo realizó también un fino análisis de la Instrucción. 50. Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, n. 1.
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Puebla. Más grave aún, la Instrucción recalca repetidamente que la teología latinoamericana se funda en el análisis marxista, manipula los textos bíblicos y los reduce a la dimensión política; que se vacía de contenido el magisterio y que se confunde la liberación cristiana con la promoción exclusivamente temporal; y todo ello porque reduce a Jesucristo a una dimensión puramente terrestre. A estas acusaciones se puede responder que basta una lectura rápida de obras como la mencionada de Jon Sobrino, Cristología desde América latina, o la más reciente de G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo, o la de L. Boff, El rostro materno de Dios, para que se vea la falta de fundamento de semejantes afirmaciones. Sí observamos el testimonio de sus vidas y sus funciones en las comunidades eclesiales en que trabajan, no deja de admirar lo dicho en la Instrucción51. También el trabajo teológico participa de la realidad pascual: se llega a la gloria por la cruz, cuando todavía está muy fresca la memoria del sufrido quehacer de muchos teólogos que prepararon el Vaticano II, como fue el caso de De Lubac o de Daniélou, con la nouvelle théologie, de Teilhard de Chardin, etc. Estos conflictos no impiden el caminar, pero, ciertamente, lo hacen penoso e innecesariamente conflictivo. El «silencio obsequioso» exigido a L. Boff y la publicación de la Instrucción movió a buena parte del episcopado brasileño a buscar caminos más eficaces para hacer llegar su voz al Papa y al Vaticano. Consiguieron que Juan Pablo II, en su visita ad limina en marzo de 1980, recibiera por tres días a una comisión representativa de los mismos. Juan Pablo II pidió que se levantase el castigo a L. Boff. Y pocos días después, el 22 de marzo, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó una nueva instrucción titulada Sobre libertad cristiana y liberación. En ésta se observa una perspectiva más positiva y algunos avances, aunque tímidos. Lo que vino a culminar este proceso fue la carta que Juan Pablo II dirigió a los obispos del Brasil a raíz de la reunión de tres días en que pudieron intercambiar y profundizar puntos de vista sobre el trabajo pastoral y teológico. En abril de 1986, el cardenal Gantin llevó la carta de Juan Pablo II al episcopado brasileño, en que afirma: «La teología de la liberación no sólo es conveniente, sino útil y necesaria» 52. Es más, el Papa urge a dicho episcopado y 51. Me parece que aquí se puede aplicar la frase del Señor «ven la paja en el ojo ajeno...». El porcentaje de la increencia en América latina es bajísimo; mientras en Europa es significativo. En ocasiones, como en el caso de los obreros franceses, no se supo acompañar pastoralmenre sus movimientos. Desde esta perspectiva sorprende que no se aprenda de estas experiencias. 52. No faltará quienes arguyan diciendo que se refiere a la «sana» teología de la liberación. Pero ¿cuál es ésa"' La existente, la que se ha elaborado y ha crecido en América
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le encomienda la tarea de difundirla y cuidar de su pureza, lo cual ofrece un nuevo marco eclesial para el desarrollo de la teología de la liberación. b)
Suma teológica desde la perspectiva de la liberación (1985-1988)
A la difusión de los documentos de Puebla se unió el avance y profundización en los grandes temas del quehacer teológico. Brevemente me limito a señalar la temática en que se va profundizando y algunas publicaciones más importantes. 1. Biblia. La inspiración de Carlos Mesters se extiende por toda América latina. En su producción destaca el libro Flor sin defensa. Además de la exégesis, que sigue avanzando, se imparten cursos muy valiosos en lenguaje popular, lo que va haciendo realidad que el pueblo recupere la Biblia. Destacan las contribuciones de Xavier Saravia en esta línea 53 . 2. Cristología. Uno de los más prometedores teólogos jóvenes, Hugo Echegaray, muere poco después de Puebla, pero deja un importante escrito: La práctica de Jesús, en que madura el método teológico latinoamericano. Jon Sobrino, con su libro Jesús en América latina, sigue profundizando en el tema 54 . 3. Mariología. Entre los varios aportes destaca el de L. Boff El rostro materno de Dios, que enlaza con la dinámica de Jesucristo Liberador. 4. Eclesiologia. En esta etapa se logran las primeras síntesis. Sobresale el libro de J. Sobrino Resurrección de la verdadera Iglesia, en cuya base está la apasionante historia y testimonio de monseñor Romero. En este estudio ya se alude, aunque inicialmente, a cómo la pneumatología se comprende y profundiza desde la historia de la Iglesia desde la perspectiva de los pobres. Un buen estudio comparativo lo ofrece Alvaro Quiroz en su Eclesiologia en la teología de la liberación55. 5. Antropología y escatología. Ya desde antes de Puebla, J. Comblin había elaborado estos temas. Desde el punto de vista del discernimiento histórico y la dimensión política de la fe, sobresalen los escritos de J. B. Libánio 56 . latina, es la de Boff, Gutiérrez, Sobrino, etc. Ciertamente existen críticas a la misma, pero no hay otra teología de la liberación. 53. Sobresale en su producción: El poblado de la Biblia, México, 1986; además, El Apocalipsis, México, 1987. 54. En España son muy valiosas y conocidas las aportaciones de González Eaus: cf. su Acceso a Jesús, Salamanca, 61987. 55. A, Quiroz, Eclesiologia en la teología de la liberación, Salamanca, 1983. 56. Cf., además, J. B. Libánio, Formación de la conciencia critica, Bogotá.
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6. Espiritualidad. Como en la eclesiología, en este terreno se van dando avances muy importantes, como las publicaciones de la CLAR y sus servicios de animación y formación. Todo ello va ayudando a clarificar y vivir la vida religiosa en la inserción profética. Asimismo, los inspiradores escritos de G. Gutiérrez Beber en su propio pozo y el comentario al libro de Job sientan las bases para el camino espiritual de los cristianos empeñados en la liberación 57 . 7. Historia de la Iglesia. La organización de varios historiadores de la Iglesia en el CEHILA, que preside Enrique Dussel, va contribuyendo a recuperar la historia eclesial desde el compromiso liberador. Todavía es desigual el valor de los equipos y la producción en los diversos países; pero la organización ya alcanzada, el avance en metodología y la relectura histórica, como, por ejemplo, la del Brasil, hacen esperar próximos buenos frutos. Los estudios de Diego Irarrazaval y otros sobre la religiosidad popular van ayudando al aprecio y lectura de la teología del pueblo. Antonio Moser está elaborando novedosamente una teología moral fundada en y proyectada hacia la línea de liberación. Recoger gran parte del trabajo ya realizado por la teología de la liberación y avanzar en campos todavía no suficientemente tratados es un viejo deseo de los teólogos de la liberación. Para hacerlo realidad, a mediados del año 1985, se preparó el proyecto de elaborar una colección de teología de la liberación, en la que participaran sus mejores autores y en la que se trataran los temas fundamentales. Se trata de una colección de 52 títulos, esfuerzo y fruto sin precedentes en América latina. El proyecto fue aprobado; la colección llevaría como título «Teología y Liberación», y contaría con el apoyo de más de 150 obispos. Pronto aparecieron los primeros libros. Sin embargo, las presiones y conflictos que originaba esa nueva colección han hecho imposible que mantengan el carácter de colección. Siguen apareciendo los libros del proyecto inicial, pero ahora fuera de la colección. Lo importante, por supuesto, no es que aparezcan como colección, sino el contenido de esos 52 libros. Pero la unidad teológica que se ha conseguido a través del proyecto y el valor de los aportes teológicos, dan muestra de la consolidación que va alcanzando la teología de la liberación.
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TEOLOGÍA
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LA
LIBERACIÓN
57. Esta dimensión de la teología, como teología espiritual, está ya presente en los inicios del trabajo de los teólogos de la liberación, como lo manifiesta la experiencia espiritual de donde brota esta reflexión.
recorrido. Falta mucho, pero se ha caminado notablemente. De una participación mínima en el concilio Vaticano II, de ser denominada la Iglesia del silencio, en veinticinco años apenas, el caminar de las Iglesias locales, las comunidades eclesiales de base y la reflexión teológica latinoamericana están siendo inspiración, esperanza y futuro para la Iglesia universal. El contraste no deja de ser realmente impresionante. En el campo teológico, antes la producción latinoamericana surgida de y respondente a las necesidades de nuestros pueblos, y nada digamos de su proyección universal, era casi nula. En estos momentos, además de los aportes enriquecedores e inspiradores sobre diversos temas teológicos, se está logrando consolidar una reflexión propia con la publicación de los 52 volúmenes del proyecto «Teología y Liberación». También desde su surgimiento, aunque con diversos tonos en el proceso, y todavía hoy, ha habido sospechas y temores ante la teología de la liberación. Si volvemos la vista atrás y recordamos la mentalidad teológica prevaticana, cómo se impartía la enseñanza teológica y el tipo de textos en que se estudiaba, podemos explicarnos por qué se ha juzgado tan duramente esta reflexión, en muchas ocasiones desde situaciones vitales muy diferentes. Los conflictos no han cesado. Estos han ayudado, en parte, a purificar su reflexión, como lo han mostrado estos veinticinco años; pero también, en parte, retrasan y hacen la marcha más pesada. Finalmente, esta pequeña historia de veinticinco años desde el Concilio va mostrando que el caminar de los pobres y su liberación es alentado por el Espíritu, pues de los varios conflictos ha surgido crecimiento y maduración. La responsabilidad histórica nos empuja; el amor cristiano nos urge a cuidar y alentar las comunidades que son esperanza y alegría, y a mantener la reflexión de fe que las acompaña y sirve. Siempre duele recordar cómo pudo la Iglesia destruir el trabajo misionero creativo en China, Japón, Paraguay, India, etc., en el pasado siglo XVIII. La responsabilidad eclesial y, sobre todo, el amor a los pobres y su liberación nos invitan a seguir trabajando, no sólo para que no ocurra lo del siglo XVIII, sino para impulsar los procesos liberadores latinoamericanos y su reflexión teológica, y para que los pobres tengan y comuniquen vida en abundancia. La primavera eclesial está tierna; todavía caen recias heladas. En América latina el pueblo trabaja y hace oración para que en el año 1992, a quinientos años de su llegada a estas tierras, el evangelio de Jesús no sea puro recuerdo ni se exprese en puras celebraciones burocráticas. Se necesita un nuevo esfuerzo y una nueva etapa. Juan Pablo II invitó en Bogotá, el año 1986, a apoyar intensamente la «nueva evangelización» que exige el subcontinente. Los sínodos de Medellín y Puebla trazaron las orientaciones.
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CONCLUSIÓN
A veinticinco años del Concilio y de cuando comenzó a ponerse en pie la Iglesia latinoamericana, se puede apreciar ya el camino
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Sólo resta que las vivamos, que se hagan carne y sangre del pueblo, como el Señor Jesús. «Y la Iglesia se hizo pueblo» para, como Jesús, «traer la Buena Noticia a los pobres, anunciar a los cautivos la libertad... y proclamar el año de gracia del Señor» (Le 4, 18.19).
RECEPCIÓN EN EUROPA DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Juan
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La teología latinoamericana de la liberación constituye un fenómeno sin precedentes en la reciente historia del pensamiento cristiano. Por primera vez una creación teológica del Tercer Mundo ha adquirido relevancia y significación en Europa, donde ha producido un impacto insospechado y ha concitado las más encontradas reacciones. Por una parte, ha calado hondo en no pocas conciencias cristianas adormecidas, ha contribuido a revitalizar importantes movimientos eclesiales renovadores, entre ellos de manera muy especial las comunidades de base, ha penetrado en las viejas aulas de seminarios y facultades de teología, y está dejando su impronta en los más prestigiosos y creativos teólogos de nuestro continente. Por otra, ha recibido duras condenas —si bien últimamente matizadas— de los más altos organismos vaticanos y de un sector de la teología académica. La teología de la liberación se presenta como un discurso teológico no estructurado miméticamente a partir del europeo, sino elaborado desde la propia realidad latinoamericana, con unas señas de identidad propias, con una metodología original, y quiere responder, desde la fe interpretada en clave liberadora, a los desafios políticos, socio-económicos, culturales y religiosos de América latina. El siguiente testimonio del teólogo uruguayo J. L. Segundo, uno de los más importantes iniciadores de la téelogía de la liberación, viene a confirmar lo dicho:
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Nuestro intento aquí es reflexionar en la condición de alienación propia de la teología en el continente latinoamericano. Porque es evidente que una realidad humana con características propias no debe carecer de teología, es decir, de una tradición del mensaje cristiano a la propia realidad... La teología latinoamericana, como la europea, no lo será por «aplicar» a
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RECEPCIÓN
1.
1. J.L. Segundo, De la sociedad a la teología, Buenos Aires, 1970, pp. 11.12.15. 2. J. B. Metz, «La teología en el ocaso de la modernidad»: Concilium 191 (1984), p. 34.
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I. LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN ANTE LA TEOLOGÍA PROGRESISTA EUROPEA
América latina la teología hecha en Europa, a la manera con que una sucursal se limita a tratar una cierta temática más concreta que la casa central. No será más auténtica la teología aquí por dejar a los teólogos europeos el cuidado de estudiar la gracia o la Trinidad'.
La teología de la liberación tuvo conciencia, desde el comienzo de su carácter regional o particular, habida cuenta del contexto socio-cultural en que se estaba gestando, pero en ningún momento ha renunciado a su voluntad de universalidad. Situacionalidad y universalidad son dos notas que identifican a la teología de la liberación; entre ambas no hay oposición, sino correlación dialéctica. Esta teología no se elabora en lo recóndito de las bibliotecas monacales de antaño, ni en los emporios académicos del saber, ni en los clásicos lugares donde se concentran el saber teológico y el poder eclesiástico. Se gesta, más bien, en el marco de los procesos y movimientos históricos de liberación de América latina —de ahí su dimensión socio-política, que le es consustancial aunque no exclusiva—, en los anchos espacios del no saber y del no tener •—de ahí su carácter profético y de denuncia— y en la periferia del mundo —de ahí que sea acusada con frecuencia de marginal y parcial—. Esto no significa, empero, que renuncie a lo que tradicionalmente ha definido a la teología, es decir, a dar razón de la fe y de la esperanza. Lo que pasa es que se mueve no en el ámbito de la razón pura, sino en el de la razón práctica. La pretensión profunda de la teología de la liberación es dar razón de la fe en el Dios de los pobres y de la esperanza que anuncia un futuro más justo para las mayorías oprimidas o, en expresión feliz del teólogo salvadoreño I. Ellacuría, «dar razones de la razón del pueblo creyente». Hasta no hace mucho tiempo, y todavía hoy entre no pocos teólogos de escuela, la única teología reconocida como tal era la cultivada en la academia, es decir, la elaborada por teólogos profesionales en facultades de teología o seminarios, al servicio de la institución eclesiástica y del magisterio. Hoy, como observa atinadamente el teólogo alemán J. B. Metz 2 , junto a esta forma de hacer teología, aparece otra no menos importante, que no puede caracterizarse simplemente como teología de base, uno de cuyos ejemplos es, además de la teología negra y de la teología feminista, la teología de liberación; teología ésta que quiere armonizar adecuadamente esfuerzo metodológico y voluntad profética.
EN
¿Rechazo o desinterés?
Suele acusarse con relativa frecuencia a los teólogos latinoamericanos de la liberación de sentir desprecio o rechazo, o al menos desinterés, hacia la teología europea de corte progresista. El teólogo francés Claude Geffré afirmaba lo siguiente en la presentación del número 96 de la revista Concilium, dedicado todo entero a la teología de la liberación y en el que colaboraba buena parte de sus creadores: Pero lo que a nuestro parecer resulta más sorprendente es que los teólogos latinoamericanos rechazan (de manera aún más radical que el neointegrismo que se desarrolla actualmente en Estados Unidos y en algunos países de Europa) las distintas teologías «progresistas» del mundo occidental, ya se trate de las «teologías de la secularización» o de la «política» 3.
Un año después, en el Congreso de teología latinoamericana celebrado en México, Jon Sobrino retomaba esa apreciación de Geffré y matizaba el sentido preciso de ese desinterés, que, a su juicio, no debía entenderse como desconocimiento de la teología europea, ni como desprecio o sentimiento de superioridad, ni como desdén hacia los logros innegables de esa teología. Se trata, más bien, de la falta de sintonía de interés del conocimiento teológico. Sobrino observaba entonces, y con razón, que mientras la teología europea se comprenda a sí misma desde el centro geopolítico del mundo, le será imposible captar la miseria y hará el juego, aun inconscientemente, a la sociedad capitalista occidental. Con todo, hay que constatar que buena parte de los teólogos latinoamericanos de la liberación se ha formado en universidades europeas y en ellas han adquirido un bagaje intelectual que les ha servido para mejor articular su reflexión teológica. Ellos mismos utilizan instrumentos propios de la tradición teológica europea; y muy especialmente de la llamada progresista. Reconocen de forma explícita la riqueza conceptual y los importantes logros de esa teología, fijándose, entre otros, en los siguientes: los avances en la investigación exegética; la liberación del dogmatismo y de la ortodoxia abstracta; la preocupación por dar sentido a una fe que parecía carecer de él; el redescubrimiento de las mediaciones sociopolíticas de la fe, con el consiguiente esfuerzo por superar actitudes privatizadoras del cristianismo; la recuperación de la
3. Cl. Geffré, «La conmoción de una teología profética»: Concilium 96 (1974), p. 303.
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memoria peligrosa y subversiva de la tradición judeo-cristiana, que pone en marcha un proceso de transformación social, etc. 2.
Elementos diferenciadores y momento de ruptura
Los teólogos de la liberación no rechazan globalmente las teologías elaboradas en el centro, si bien toman sus distancias, adoptan una actitud crítica y, con la intención de reafirmar su originalidad y especificidad, destacan el momento de ruptura con ellas: — de una parte, ruptura política, como subraya G. Gutiérrez, definida por la conflictividad política entre sus respectivos interlocutores; — de otra, ruptura epistemológica con los viejos modos de conocer, que no son capaces de dar cuenta de los problemas propios del Tercer Mundo. El momento de ruptura deriva, cree Girardi, de la centralidad que la teología de la liberación reconoce, en su análisis de la realidad, a la conflictividad social y de la centralidad que concede a la praxis de liberación. Veámoslo con más detalle. a) Un primer elemento diferenciador se refiere a los intereses y al modo de acercarse a la realidad en una y otra teología. Es algo que ha puesto de relieve con agudeza y precisión Jon Sobrino 4 , para quien la teología europea se acerca a la realidad en cuanto pensada, es decir, preferentemente desde las mediaciones del pensamiento (cultura, filosofía, teología) y tiende a reconciliar la miseria dentro del pensamiento teológico, y no a liberar a la realidad de su miseria. De hecho, la teología europea enlaza con la primera Ilustración, y su interés se centra en liberar a la razón del autoritarismo y del dogmatismo, en liberar a la subjetividad esclavizada. La teología de la liberación intenta responder, más bien, al reto de la llamada segunda Ilustración. Para ella, la función liberadora del conocimiento se concreta en la transformación de la realidad, recuperando, así, el sentido amenazado de la fe. Para la teología de la liberación, el conocimiento no posee un carácter puramente interpretativo, «no es nunca ni práxica ni valorativamente neutral, tiene siempre implícita o explícitamente un carácter práxico y ético» (Sobrino). b) Un segundo punto de diferencia-ruptura se refiere a los interlocutores, sujetos sociales, desafíos y preguntas a los que una y otra teología intentan responder. En este aspecto ha profundiza4. J. Sobrino, «El conocimiento teológico en la teología europea y latinoamericana», en Varios, Liberación y cautiverio, México, 1976, pp. 177-207; Id., «Teología de la liberación y teología europea progresista»: Misión Abierta 4 (1984), pp. 11-26.
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do Gustavo Gutiérrez 5 , quien constata que el interlocutor privilegiado de la teología europea progresista es el burgués no creyente, ateo o escéptico, el espíritu moderno y la ideología liberal, cuyo sujeto es la clase burguesa. Según esto, el desafío le viene a esa teología de la crítica de la religión, de la secularización, del ateísmo. La tensión se da entre teísmo-ateísmo y fe-increencia, y ello de forma más acusada en la teología europea oficial. Un buen ejemplo de ello puede verse en la contraposición que determinados teólogos españoles establecen entre la cultura laica y la cultura de la fe. Las preguntas a las que intenta responder la teología europea son las mismas que ya se planteara el Bonhoeffer de las cartas de la prisión: ¿cómo hacer creíble a Dios en medio de la increencia? Pues bien, la teología elaborada como respuesta a esas preguntas, por lo demás insoslayables y muy importantes en Europa, no tiene en cuenta con frecuencia, cree Gutiérrez, «que las personas son los nuevos sujetos dominantes en la humanidad y que ellas han dado, como subproducto, las no personas, los pobres de hoy» 6. Es más, «pensar dentro de la mentalidad moderna, sin asumir teológicamente que ella ha acompañado, y justificado, un proceso creador de un mundo nuevo de despojo e injusticia, no da más». «Porque si bien es cierto que el origen de la opresión humana no se encuentra en la modernidad, también es cierto que el hombre moderno que interroga a la fe y al que intenta responder la teología europea «es el mismo que pertenece a grupos sociales, a culturas, a países que crean nuevas formas de dominación» 7. Los interlocutores privilegiados de la teología de la liberación son, por el contrario, las mayorías oprimidas de América latina, «los ausentes y anónimos de la historia», los «Cristos azotados», clases explotadas, culturas despreciadas, razas marginadas. Y las preguntas a las que quiere dar respuesta son de otro orden que las de la teología moderna: ¿cómo anunciar a Dios como Padre de todos y generador de hermandad, en un mundo no humano, injusto e insolidario? ¿cómo hablar de Dios a las víctimas de la historia moderna de la libertad? ¿cómo hablar de Dios desde la otra cara, desde «el reverso de la historia»? ¿cómo anunciar el evangelio que es proclama de vida en una situación que lleva el sello de la muerte? ¿cómo ser cristianos en un mundo pobre y empobrecido, sin rebelarse contra la miseria que clama al cielo? Y, así, otros muchos interrogantes que podríamos lanzar. En consecuencia, el desafío de la teología de la liberación no es 5. Id., La 6. 7.
G. Gutiérrez, La fuerza histórica de los pobres, Salamanca, 1982, espec. pp. 213-290; verdad los hará libres, Lima, 1986. G. Gutiérrez, La verdad los hará libres, op. cit., p. 38. ¡bid.
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el ateísmo, sino la idolatría, ese conjunto de ídolos que siembran la muerte por doquier y exigen sacrificios humanos en aras del mantenimiento de un orden que favorece sólo a unos pocos. c) Una tercera diferencia radica en el modo de entender las relaciones entre esperanza cristiana y realidad histórica. Sobre ella ha llamado la atención de manera especial Juan Luis Segundo 8 , que observa cómo la teología europea, partiendo de la reserva escatológica, relativiza las utopías intrahistóricas por igual, como si todas ellas fueran equidistantes del reino de Dios, mientras que la teología de la liberación entiende que no todos los proyectos históricos se encuentran a la misma distancia del reino de Dios. Por ello establece una jerarquización de los mismos: en la medida en que determinados proyectos consigan mayores cotas de justicia, fraternidad, igualdad, libertad y reconciliación entre los hombres y los pueblos, esos proyectos se encuentran más cerca del reino de Dios que los que actúan en contra de los valores mencionados. Es más: Juan Luis Segundo establece una relación de causalidad, si bien efímera y frágil, entre los proyectos históricos de liberación y el reino de Dios. d) La teología de la liberación echa en falta, en cuarto lugar, en las teologías europeas la importancia de la praxis liberadora en la construcción del reino. Laguna que hay que corregir, a juicio de Sobrino, insistiendo en que el reino de Dios exige una práctica que lleva a realizaciones parciales de ese reino a través de mediaciones históricas concretas. Porque, aun cuando el reino de Dios, en cuanto utópico, no llega a ser adecuadamente realizable, lo cierto es que «principia realidades, prácticas, actitudes y valores históricos» 9. Por eso, ser fieles al reino comporta «realizarlo, ser atraído siempre de nuevo por esa plenitud y ser movido siempre de nuevo a su realización. Esa realización del reino de Dios es la finalidad última de la teología de la liberación, que por ello ha sido como el momento ideológico de una praxis eclesial e histórica (Ellacuría)» 10. e) Hay, en quinto lugar, una crítica del cautiverio intrasistemático en que se encuentra la teología europea, teología constituida en un sistema de conceptos y elaborada mediante interpretaciones de interpretaciones, como observa Boff11. Crítica que se extiende a su alto grado de abstracción, lo que le hace sentir miedo a nombrar directamente los mecanismos de dominación. Crítica 8. J. L. Segundo, «Capitalismo-socialismo, crux tbeologica»: Concilium 96 (1974), pp. 401-422. 9. J. Sobrino, «Teología de la liberación y teología europea progresista»: Misión Abierta 4 (1984), p. 16. 10 lbid. 11 L. Boff, Teología de la liberación y del cautiverio, Madrid, 1978, p. 94.
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también, y por igual, al imperio y a la omnipotencia de la razón ilustrada como instancia última, lo que comporta, a su vez, una gran fragilidad, como en el caso del dinosaurio, que recuerdan Boff y Alves, el animal más grande y poderoso de la tierra, que desapareció por ser excesivamente fuerte y, a la postre, demasiado frágil para resistir las transformaciones de la vida. f) La crítica se centra de manera especial en la teología de la esperanza de Moltmann y en la teología política de Metz. Al primero se le critica su dificultad para proponer, más allá del proyecto vigente del sistema y más acá del proyecto escatológico, un proyecto histórico de liberación política, económica, cultural y sexual 12 . A juicio de Dussel, la teología de la esperanza de Moltmann opera solamente como reactivante ético profesional y no como movimiento subversivo de la totalidad del sistema. Especialmente crítico con la teología de la esperanza de Moltmann se ha mostrado el teólogo brasileño Rubén Alves 13 , según el cual el fututo al que se refiere Moltmann ya está predeterminado, es un objeto y no un horizonte; el futuro que se anticipa ya como presente no tiene capacidad para negar el presente, para cuestionarlo en sus elementos constitutivos. En la teología de la esperanza ve Alves una tendencia hacia el docetismo, pues no es la encarnación la madre del futuro, sino que es el futuro trascendental el que hace al hombre sabedor de la encarnación. A Metz la teología de la liberación le hace ver que su crítica profética se enmarca dentro del ámbito nacional, pasándole inadvertida la injusticia internacional provocada por el Primer Mundo, y que su crítica desprivatizadora sólo afecta a elementos internos del sistema, no al sistema en cuanto tal ni a sus raíces. g) Pero, aun reconociendo la existencia de diferencias y de un momento de ruptura entre la teología de la liberación y la teología europea progresista, la cuestión fundamental no pasa necesariamente por la contraposición entre una y otra teología. El límite entre opresión y liberación, como apunta Pablo Richard, no pasa entre continentes, sino entre opresores y oprimidos, y se encuentra también en el interior de cada uno de nosotros. Conviene recordar a este respecto que también en América latina se elabora una teología ligada a los centros de poder y dependiente de Europa, y que en Europa se elabora una teología sensible y ligada al Tercer Mundo y a las periferias. La raíz de la contradicción principal en la actual confrontación teológica hay que buscarla en la dialéctica opresión-liberación. Ello explica que los teólogos de la liberación luchen denodada12. E. Dussel, «Dominación-liberación. Un discurso teológico distinto»: Concilium 96 (1974), pp. 328-352. 13. R. Alves, Cristianismo, ¿opio o liberación?, Salamanca, 1973, pp. 95-114.
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mente por huir tanto de cierto chauvinismo como de cierto complejo de culpa general europea. 3.
Diálogo y
comunicación
Concluyendo, podemos decir que la actitud crítica y el hecho de acentuar el momento de ruptura no significa cerrarse al diálogo con la teología europea progresista; antes al contrario, cada vez son mayores y más amplias las plataformas de comunicación. En los diferentes encuentros de la Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo, la mano sigue tendida y las llamadas al diálogo entre la teología de la periferia y la del centro son constantes, aunque con importantes salvedades, como pone de manifiesto Dussel: En los diálogos de la periferia se han manifestado las diferencias entre África, Asia y América latina, y también las del centro con la periferia. También se han descubierto los puentes de posibles soluciones para comprender la posición del otro y, así, alcanzar métodos y categorías (paradigmas) capaces de abrirse a una futura teología mundial, nueva totalidad analógica que se construirá en el siglo xxi desde los particularismos afirmados y desarrollados (entre ellos, como particulares, Europa y Estados Unidos) 14 .
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Buena parte de los cultivadores de la teología de la liberación han sido honrados por diferentes universidades católicas y facultades de teología europeas con el título de doctores honoris causa; lo que, más allá del título en sí, significa un reconocimiento académico a su quehacer teológico. Teólogos nada sospechosos de jugar a tercermundismo, como Rahner, Schillebeeckx, Chenu, Duquoc, Alfaro, Metz, Moltmann, han ejercido el no siempre bien visto papel de defensores de esa teología. Pero las reacciones de los teólogos europeos están muy lejos de ser unánimes y van desde la sospecha, la amenaza y la condena hasta el apoyo más entusiasta. Vamos a pasar revista a algunas de esas reacciones, ordenándolas por razones de afinidad.
1.
Indiferencia y condena
14. E. Dussel, «Teologías de la "periferia" y del "centro", ¿encuentro o confrontación?»: Concilium 191 (1984), pp. 141-154, esta cita se encuentra en la p. 154.
Cuando la teología de la liberación comenzó a difundirse en Europa en los inicios de la década de los setenta, no pocos sectores teológicos europeos, los vinculados sobre todo a la teología oficial y académica, adoptaron una actitud de desinterés e indiferencia, mezclada con un no disimulado complejo de superioridad, por entender que la teología de la liberación no podía aportar nada nuevo al debate teológico. Lo mismo que los coetáneos de Jesús se preguntaban con escepticismo si de Nazaret podía salir algo bueno, dichos sectores se preguntaban si de América latina, continente subdesarrollado cultural y teológicamente, podían surgir aportaciones para la teología europea, para responder negativamente, habida cuenta de que Europa era la cuna del pensamiento, de las revoluciones científicas, del buen hacer teología, de los métodos histórico-críticos y de otras conquistas. Con una arrogancia desmedida consideraban a la teología de la liberación una corriente de moda a la que no había que prestar demasiada atención por tratarse de un producto pasajero y poco consistente. Quienes así reaccionaban entonces venían a demostrar lo arraigado que se encontraba el eurocentrismo teológico y eclesial. Con su actitud denotaban una gran insensibilidad hacia la problemática Norte/Sur, países pobres/países ricos; pueblos desarrollados/pueblos subdesarrollados, iglesias del Primer Mundo/ iglesias del Tercer Mundo. Mostraban, asimismo, una injustificable insolidaridad con los más desfavorecidos y un desdén ante la invitación que había hecho el concilio Vaticano II a hacer la reflexión teológica a partir de las señas de identidad de cada pueblo. Su estrechez teológica quedaba bien a las claras, pues para esos sectores —y ése era el problema de fondo— la problemática
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Para que el diálogo sea posible y fructífero es preciso, de una parte, que las teologías noratlánticas dejen de operar como formas de dominación cultural para con el Tercer Mundo; y, de otra, que unas y otras teologías se reconozcan como respuestas particulares a situaciones particulares, pues es desde los particularismos como puede construirse esa futura teología universal por la que aboga Dussel.
II.
LA TEOLOGÍA EUROPEA ANTE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
La teología de la liberación ha tenido un amplio eco en toda Europa, aunque con reacciones muy dispares y encontradas: ha sido objeto de estudio en números monográficos de prácticamente todas las revistas de pensamiento cristiano, en simposios, congresos, cursos de teología, encuentros de pastoral. Ha servido de fuente de inspiración para la reflexión teológica, la vida y la praxis emancipadora de las comunidades de base y de los movimientos cristianos proféticos surgidos en la Iglesia después del Vaticano.
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planteada por la teología de la liberación resultaba ajena a la teología. Una variante del posicionamiento que estamos comentando la constituyen quienes no reconocen a la teología de la liberación el estatuto teológico y la reducen a mera teoría sociológica de la sociedad latinoamericana o consideran a sus cultivadores como teólogos menores. Este es el caso del ex-secretario de la Conferencia episcopal española, Fernando Sebastián, quien ha llegado a afirmar que los teólogos de la liberación no son teólogos de raza, pues no se ocupan de los grandes temas teológicos como la Trinidad. Tras las tomas de postura vaticanas contra la teología de la liberación, algunos de estos sectores, otrora diferentes, han adoptado una actitud beligerante. Se han aproximado a ella desde una lectura deformada y llena de prejuicios, para atacarla más de forma visceral que con argumentos de fondo. Ven en la teología de la liberación una grave y mortífera amenaza contra la fe cristiana, ya que, a su juicio, ésta es colocada al servicio de una política revolucionaria y de la ideología marxista. En esta línea hay que situar la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, elaborada por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, que acusa a la teología de la liberación: — de recurrir a una hermenéutica dominada por el racionalismo; — de haber tomado préstamos no demasiado críticos de la ideología marxista, ruinosa para la fe; — de hacer una lectura exclusivamente política de la Biblia; — de entender la Iglesia popular latinoamericana como Iglesia de clase; — de reducir la fe cristiana a un proyecto puramente terrestre vaciándola de su dimensión trascendente. Los sectores europeos —tanto teológicos como episcopales— que se mueven en el horizonte del documento romano han hecho causa común con los sectores latinoamericanos más combativamente antiliberacionistas, representados por el cardenal López Trujillo, quien afirma que, a través de la teología de la liberación, el marxismo se ha infiltrado en el corazón mismo de la Iglesia y la lucha de clases ha venido a sustituir a la palabra de Dios 15 . Postura reafirmada en la llamada «Declaración de los Andes», donde se dice que, en ciertas teologías de la liberación, la praxis liberadora adquiere un sentido claramente tributario del marxismo y viene a constituir un peligro fundamental para la fe del pueblo de
15. Cf. Adista, 11, 12 y 13 de octubre de 1982.
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D i o s " . En la reunión que dio lugar a esa declaración participaron, junto a obispos y teólogos latinoamericanos, teólogos europeos (también españoles). En España esos sectores radicalmente contrarios a la teología de la liberación están organizados en torno a la Universidad de Navarra y al Seminario de Toledo, bajo la tutela del cardenal primado Marcelo González. Tenemos que referirnos también, aunque reconociendo una cierta distancia con los sectores citados, a los sucesivos pronunciamientos del ex-secretario de la Conferencia episcopal española Fernando Sebastián, quien, si bien valora positivamente la actitud moral de los teólogos latinoamericanos en favor de la liberación de los pobres, ha hecho descalificaciones más en la línea del cardenal Ratzinger que en la de otros obispos y teólogos europeos que, aun siendo críticos, mantienen una postura de diálogo y de apertura. Así se expresaba Sebastián en una «Carta abierta a Ignacio Ellacuría S.I.»: Lo que muchos en la Iglesia pensamos es que la elaboración teórica de ese compromiso con los pobres que algunos teólogos latinoamericanos están haciendo no nos parece adecuada, sino que nos parece deficiente, equivocada y peligrosa ".
Una sospecha más matizada es la que aparece en la declaración de la Comisión Teológica Internacional «Promoción humana y salvación cristiana» (año 1977), que llama la atención sobre la ambigüedad que supone el empleo de las ciencias sociales en el trabajo teológico y muestra su temor ante la utilización del marxismo en la reflexión teológica. En dos documentos romanos más recientes: la Instrucción sobre Libertad cristiana y liberación (22 de marzo de 1986) y la carta de Juan Pablo II a los obispos brasileños Orientaciones para la vida eclesial y para la tarea evangelizadora (9 de abril de 1986) se aprecia una actitud más comprensiva y menos condenatoria hacia la teología de la liberación. Pero los sectores a los que estamos refiriéndonos, aun cuando ejercen una influencia no pequeña y nada desdeñable en el conjunto de la teología y de las iglesias europeas, no agotan los posicionamientos de los teólogos europeos ante la teología de la liberación.
16. Cf. el informe publicado por Vida Nueva sobre este encuentro, n. 1498, p. 35. 17. Diario Ya, 22 de diciembre de 1985.
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Apertura y diálogo
Por ello, vamos a referirnos, a continuación, a quienes mantienen una actitud diferente: más abierta, dialogal y permeable, como es la adoptada por la llamada teología progresista. Su posicionamiento ante la teología de la liberación puede resumirse así: — reconoce, en líneas generales, la solidez teológica de la teología de la liberación; — valora positivamente, y asume en buena medida, sus grandes intuiciones (la opción por los pobres, la centralidad de la praxis liberadora, etc.), hasta el punto de ejercer una influencia notable en el quehacer intelectual de no pocos teólogos; — se muestra abierta a las interpelaciones que la teología de la liberación lanza a las iglesias y teologías del Primer Mundo; — manifiesta una decidida voluntad de diálogo, donde se destacan tanto las contribuciones irrenunciables de la teología de la liberación como sus límites. a)
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Testimonios de apoyo y solidaridad
De todos es conocido, como ya insinuamos anteriormente, el apoyo explícito que prestigiosos teólogos europeos han expresado a la teología de la liberación y a sus cultivadores, sobre todo ante los ataques que vienen de Roma. Rahner salió en defensa de la ortodoxia de la teología de la liberación en una carta dirigida al cardenal arzobispo de Lima, monseñor Landázuri, en la que indicaba que «la voz de los pobres debe ser escuchada en la teología en el contexto de la Iglesia latinoamericana» y que «una teología que debe estar al servicio de la evangelización concreta nunca puede prescindir del contexto cultural y social de la evangelización para que ésa sea eficaz, en la situación en la cual vive el destinatario» 18. Hacía ver igualmente al arzobispo de Lima la gran importancia de las ciencias sociales en la teología. En un testimonio de cálida solidaridad, el teólogo francés Chenu, recientemente fallecido, considera a Gustavo Gutiérrez como uno de los teólogos que más le han iluminado y que mejor le han acompañado en su itinerario teológico, que le ha llevado a descubrir la praxis histórica como parte de la inteligencia de la fe 19 . Duquoc niega fundamento a las acusaciones de mesianismo temporal y marxistización que recaen sobre la teología de la
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liberación y precisa que esa teología no viene a reeditar lo que fue la tentación permanente de la cristiandad: hacer del cristianismo una utopía política y el agente de una sociedad perfecta 20 . Schillebeeckx reconocer que la teología de la liberación es una teología joven y, por ello, puede mostrar «en algunos lugares enfermedades de infancia», pero, a renglón seguido, llama la atención sobre los enormes resultados cosechados en poco tiempo. Es más, «se la estudia en todo el mundo, también en sus puntos débiles. ¿Qué teólogo no se equivoca alguna vez?» 21 . Alfaro la considera más que justificada y no cree que tenga que presentar credenciales ante otras teologías. De ella destaca la autenticidad de su compromiso con los pobres y su emerger del pueblo. «Y mientras esto suceda, la teología de la liberación será una teología viva» 22. Pero estos pronunciamientos no son simples declaraciones retóricas de apoyo moral o algo parecido. Detrás de ellos, y de otros similares que podríamos citar, lo que se aprecia es la influencia notable que la teología de la liberación está ejerciendo en la orientación misma de la teología europea. Vamos a verlo de manera más concreta en dos teólogos pertenecientes a dos confesiones cristianas: en el evangélico Moltmann y en el católico Metz. Ambos son ejemplos paradigmáticos de la nueva sensibilidad europea hacia los problemas del Tercer Mundo y de la permeabilidad hacia la teología de la liberación. En ambos se ha producido una evolución bien significativa al respecto. b)
J. Moltmann: de la condena a la defensa de la teología de la liberación
En una carta abierta al teólogo argentino Míguez Bonino, que data de 1975 y que tuvo un amplio eco en los medios teológicos europeos y latinoamericanos, Moltmann reaccionaba con dureza ante las críticas que a su teología le hacía la teología de la liberación. Allí calificaba a la teología de la liberación de provincianismo teológico y criticaba, sin matices, su utilización del marxismo. Hay en ella, afirmaba entonces, más de teorías sociológicas de socialistas occidentales que de la historia de la vida y del pueblo latinoamericano 23 . Más que análisis detallados y precisos
18. Misión Abierta 4 (1984), p. 113. 19. M. D. Chenu, «La autoridad del evangelio y la teología», en Varios, Vida y reflexión. Aportes de la teología de la liberación al pensamiento teológico actual, Lima, 1983, p. 19.
20. Ch. Duquoc, «Mesianismo y teología de la liberación», en Varios, Vida y reflexión, op. cit., pp. 101-120. Este trabajo ha sido recogido posteriormente en la obra del mismo autor, Mesianismo de Jesús y discreción de Dios, Madrid, 1986. 21. E. Schillebeeckx, «Una opción equivocada»: Misión Abierta 1 (1985), p. 102. 22. J. Alfaro, en Varios, Liberación y cautiverio, op. cit., p. 582. 23. J. Moltmann, «La teología de la liberación. Carta abierta a José Míguez Bonino»: Iglesia Viva 60 (1975), pp. 559-570.
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de la situación del pueblo lo que Moltmann veía en las obras de esos teólogos eran «declamaciones del marxismo de seminario como cosmovisión». El proceso de liberación postulado para América latina por Gustavo Gutiérrez en su obra Teología de la liberación le parecía calcado de la historia europea de la libertad. Diez años después de aquella carta, Moltmann enjuicia la teología de la liberación de modo muy distinto: reconoce sin sombra de duda su solidez teológica. Este es su testimonio, que me parece elocuente: Los teólogos de la liberación se han enraizado en las comunidades de base, que son un signo prometedor de reforma de la Iglesia y de la sociedad, y que inyectan vida de un modo que tiene algo de milagroso en una Iglesia, un poco apática de centralismo. Y ahí, ahora, la teología de la liberación tiene su relación organizativa. ¡Distinta del marxismo! Por esto puedo hoy decir que la teología de la liberación es una teología sólida y sana y dejo caer por completo las complejidades que yo formulaba en aquella carta mía. Sé que existen muchas objeciones contra la teología de la liberación, sobre todo a propósito de la Iglesia popular. Creo, sin embargo, que la experiencia que hay bajo el nombre de Iglesia popular es una nueva experiencia del Espíritu Santo, una nueva experiencia pentecostal. Es la comunidad de los fieles que quiere ser sujeto de su propia historia 24 .
Punto de vista coincidente con el de Metz, como después veremos. La evolución del teólogo de la esperanza empieza a percibirse ya en El Dios crucificado, donde Sobrino aprecia una positiva influencia de la teología de la liberación. En esa obra retoma las cuestiones de la «dialéctica negativa» y de la «teoría crítica» de Adorno y Horkheimer, junto con los puntos de vista de la antigua teología dialéctica y de la filosofía existencial, para elaborar, desde esos interlocutores, una theologia crucis superadora tanto del teísmo como del ateísmo, redescubre la fuerza subversiva y liberadora de la cruz e inicia el nuevo camino por el que van a transitar las teologías históricas de la muerte de Cristo. «Sin percibir el dolor de lo negativo, sentencia Moltmann, la esperanza cristiana no puede ser realista ni actuar liberadoramente» 15. Una mayor cercanía de la teología de la liberación se observa en su obra ha Iglesia, fuerza del Espíritu, donde capta perfectamente el carácter abierto y la pluridimensionalidad con que emplean los teólogos latinoamericanos el concepto de liberación: Desde la supresión de la explotación basada en el dominio de unas clases sobre otras, pasando por la eliminación política de la opresión y de la 24. J. Moltmann, «Dalla teología política all'etica política»: // Regno 507 (1984), pp. 205 ss. 25. J. Moltmann, El Dios crucificado, Salamanca, 1975, p. 15.
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dictadura y la remoción del racismo, hasta la liberación de la esclavitud del pecado, experimentada en la fe, y la liberación escatológica del poder de la muerte " .
La opción por la liberación comporta, para Moltmann, tomar partido por los humildes y oprimidos, al tiempo que supone la conquista de un futuro libre y humano para ellos. Aspectos ambos que cree están presentes en la teología de la liberación. De ahí que, a su juicio, esa teología «puede superar la mentalidad particularista, que divide y domina a la humanidad, así como la mentalidad estrecha, fanática, que aparece en cada situación conflictiva» 27. Moltmann reconoce que la teología política europea y la teología de la liberación latinoamericana, aun desarrollándose en contextos diferentes, tienen una misma lucha en común: «por la vida contra la muerte, por la liberación contra la opresión». c)
J. B. Metz: Las víctimas del sistema como lugar teológico
También en el pensamiento del teólogo católico Johannes-Baptist Metz se ha producido una evolución notable a este respecto desde su primera orientación antropológica trascendental de los años sesenta, bajo la influencia de su maestro Rahner, pasando por la teología política, donde subraya el carácter público, crítico y práctico de la fe, hasta sus últimas obras, en las que diseña un paradigma de cristianismo profético, más allá de la religión burguesa, que devuelva el protagonismo a los sufrientes de la historia, a los perdedores, a las víctimas del sistema y haga justicia a los muertos. Metz, asevera Ramos Regidor, es «el teólogo católico europeo que mejor ha sabido expresar el desafío de las iglesias de los pobres a las iglesias de los países ricos» 2S. Creo, por ello, que no se pueden seguir dirigiendo a su teología hoy las mismas críticas que en los primeros años de la década de los setenta le hicieron de forma generalizada algunos teólogos latinoamericanos. Lejos de acorazarse ante las críticas de entonces, las ha asumido con una gran honestidad intelectural y ha caído en la cuenta de que los cristianos de su país han de vivir con la sospecha de ser opresores. Metz ha llevado a cabo como ningún otro teólogo europeo, y en sintonía con la teología de la liberación, una crítica a fondo de 26. J. Moltmann, La Iglesia, fuerza del Espíritu, Salamanca, 1978, pp. 34-35. 27. Ibid. 28. J. Ramos Regidor, «Europa y las teologías de la liberación»: Iglesia Viva 116/117 (1985), p. 177. Este trabajo de Ramos Regidor, así como su obra Gesú e il risveglio degli opressi (Milán, 1981) me han sido de gran utilidad para el estudio de las relaciones entre teología de la liberación y teología europea.
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la razón moderna y ha llamado la atención sobre los límites de los procesos de la Ilustración; procesos que, a su juicio, amenazan a la teología con una doble reducción: la reducción privatizante, que priva a la religión mesiánica de su consustancial dimensión críticopública; y la reducción racionalista, que lleva aparejada una renuncia radical a los mitos y símbolos por la sobrecarga cognoscitiva del abstracto mundo de las ciencias modernas 29 . Uno de los cometidos centrales que le asigna a la teología ante esta doble reducción es el de desenmascarar la idea de una sociedad totalmente secularizada y racionalizada como el auténtico mito generado por la absolutización no dialéctica de la Ilustración. Metz cree que las iglesias de los pobres, las comunidades de base y la teología de la liberación latinoamericana constituyen una poderosa ayuda para superar la doble reducción indicada, ya que en ellas se lleva a cabo una nueva relación entre gracia y liberación, entre experiencia de redención y experiencia de liberación; una nueva relación, «naturalmente no exenta de conflictos», entre religión y sociedad, entre mística y política; una nueva forma de aglutinar algo que a nosotros se nos presenta como compartimentado: teoría y praxis, lógica y mística, espíritu y resistencia, oración y política 30 . Las comunidades de base y la teología de la liberación comprometida con ellas dan un vuelco considerable a la manera tradicional de entender la autoridad en la teología. La autoridad de que están investidas les viene de la autoridad sin voz de los que sufren, a través de los cuales se escucha la voz del Espíritu y de la santidad místico-política. Los teólogos de la liberación pueden apelar a la autoridad de Jesús impotente, a la sabiduría nacida del discipulado y al consenso de buen número de obispos encarnados entre los pobres 31 . La teología, subraya Metz, «participa de esta autoridad en la medida en que participa en la praxis y la construcción de esta comunidad eclesial de base» 32. Este nuevo modo de hacer teología y la nueva idea de autoridad en el quehacer teológico comportan un cambio de lugar y posición, de sujeto y hasta de tema, con respecto a la teología tradicional, y obligan, asimismo, a replantearse los sujetos, lugares, contextos e intereses de la teología. Metz sigue considerando válida y necesaria la teología acadé29. J. B. Metz, «La teología en el ocaso de la modenidad», art. cit., p. 33. 30. Ibid., 38-39. 31. J. B. Metz, «Un nuevo modo de hacer teología. Tres tesis», en Varios, Vida y reflexión, op. cit., p. 54; cf. en esta misma línea el n. 200 de Concilium (1985), dedicado a «El magisterio de los fieles», y especialmente: E. Schillebeeckx, «La autoridad doctrinal de los fieles. Reflexión a partir de la estructura del Nuevo Testamento», pp. 21-32; J. Sobrino, «La "autoridad doctrinal" del pueblo de Dios en América latina», pp. 71-82. 32. J. B. Metz, «Un nuevo modo...» art. cit., p. 53.
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mica profesional, que él representa. A ella le atribuye, entre otras, las siguientes funciones: — integrar las nuevas experiencias en la Iglesia y la nueva praxis en la memoria total de la Iglesia, a fin de impedir que se queden en algo pasajero y corran el peligro de desintegrarse; — confrontar esas experiencias con las reservas de fe de la Iglesia, ofreciéndoles el apoyo de la tradición; — velar porque la «base» eclesial no caiga en el aislamiento conceptual de una secta. Pero tanto las comunidades de base como la teología de la liberación hacen tomar conciencia a la teología académica de su modestia y de la necesidad de autolimitación productiva. O, dicho con otras palabras, la teología académica sigue siendo necesaria, pero no ya como la única forma de hacer teología, sino como un modo subsidiario 33 . Metz considera necesario dar el paso de una Iglesia y una teología culturalmente monocéntricas —que fueron las que estuvieron vigentes durante los siglos de predominio del helenismo y de la cultura europea— a una Iglesia y una teología verdaderamente mundiales, universales, es decir, culturalmente policéntricas 34 . De forma que desaparezca el predominio de la teología europea sobre las teologías de los países pobres y se dé una inspiración mutua y una asimilación recíproca entre las diferentes teologías particulares. Esta nueva óptica da lugar a un giro copernicano en la comprensión de la Iglesia y lleva consigo la superación del imperialismo ejercido por las iglesias de Europa y Estados Unidos sobre las del Tercer Mundo: La Iglesia católica ya no tiene simples sucursales en los países fuera de Europa y América del Norte... no «tiene» simplemente una Iglesia del Tercer Mundo, sino que ésta, empíricamente hablando, «es» una Iglesia del Tercer Mundo, cuyo origen histórico es europeo-occidental 35 .
Metz aboga por una segunda Reforma como requisito indispensable para que el cristianismo pueda seguir afirmando su propia identidad histórica en este paso de la sociedad burguesa al mundo posburgués. Pero no cree que dicha reforma venga ni de Wittenberg, ni de Roma, ni de la Europa cristiana de Occidente, ni que sus protagonistas sean grandes reformadores, como en el pasado. Vendrá, más bien, del cristianismo liberador, tal como es vivido y formulado por las iglesias de los pobres, en las comunida33. 34. 35.
Ibid., pp. 55-56. J. B. Metz, «La teología en el ocaso de la modernidad», art. cit., p. 37. J. B. Metz, «Ante un mundo en cambio»: Concilium 190 (1983), p. 510.
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des de base, las cuales, desde la base de la sociedad y de la Iglesia, se esfuerzan por combinar su praxis religiosa y su praxis social y acogen, en su comunidad eucarística, los conflictos. De esa manera, los cristianos dejan de ser objeto de asistencia social y eclesial y devienen sujetos de su historia religiosa y política 36 . El catolicismo de nuestros países ricos tiene ante sí la gran oportunidad histórica de aceptar esa misión reformadora de las iglesias pobres e integrarla en la Iglesia universal, de acoger ese nuevo modo de entender y vivir la libertad, y no bloquearla objetando que nos encontramos ante una manifestación particular de las iglesias del Tercer Mundo. Si la teología de la liberación hace de los pobres y de la opción preferencial por ellos el lugar teológico y epistemológico por excelencia, Metz se propone «mirar al escenario de la historia con los ojos de las víctimas» y ha renunciado a hacer teología de espaldas a los sufrimientos de los pobres y oprimidos del mundo 3 7 . Las afinidades son manifiestas. 3.
Lagunas de la teología de la liberación
Pero no han faltado teólogos europeos progresistas que, aun estando en sintonía ideológica y vital con la teología de la liberación y con su hermenéutica liberadora, han llamado la atención sobre lo que consideran importantes lagunas en el discurso de los teólogos latinoamericanos. Fijémonos en algunas de ellas 38 . a) La teología de la liberación justifica su discurso sobre Dios apelando a la praxis liberadora de los creyentes. A Dios se accede, afirma G. Gutiérrez, no por complicadas pruebas filosóficas o por razonamientos abstractos, sino «contemplándolo y practicándolo». Siguiendo el mismo enfoque, J. Sobrino asevera que «se va conociendo al Dios liberador en la praxis de la liberación, al Dios bueno y misericordioso en la praxis de la bondad y de la misericordia, al Dios escondido y crucificado en el mantenerse en la persecución y en el martirio, al Dios plenificador de la utopía en la praxis de la esperanza». Pero con este planteamiento apenas llega a rozarse siquiera el debate abierto por la negación atea. No se consigue hincar el 36. J. B. Metz, Al di la della religione borgbese, Brescia, 1981, pp. 62-82. 37. J. B. Metz, «Teologia cristiana después de Auschwitz»: Concilium 195 (1984), pp. 209222. 38. Cf. J. J. Sánchez, «Teología política y teología de la liberación. Un discurso crítico liberador sobre Dios», en Varios, El Dios de la teología de la liberación, Salamanca, 1986, pp. 118-120.
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diente a la crítica que del discurso sobre Dios hace la modernidad y, más en concreto, la crítica de la religión de los llamados «maestros de la sospecha». Es verdad que en ciertos textos hay referencias a esa crítica, pero de pasada y sin considerarla relevante para su teología, por entender que no la afecta. ¡Y claro que la afecta! Precisamente por no afrontar directamente ese desafío, el discurso de la teología de la liberación sobre Dios ha sido calificado, a mi juicio abusivamente, de fundamentalista. Aquí parece encontrarse una de las causas, y acaso no la menos importante, de las dificultades para entablar un diálogo crítico entre la teología de la liberación y la razón ilustrada y postilustrada. Cuando ese diálogo se produce, suele centrarse en los presupuestos sociales y políticos, y no en el plano religioso, donde el problema resulta especialmente relevante para la teología. b) Algunos teólogos europeos han llamado la atención sobre la pobreza epistemológica de la teología de la liberación; ésta, a juicio de A. Fierro, «permanece al nivel de la simple conciencia cristiana como mero portavoz que la amplifica, y raras veces alcanza un rango de reflexión estrictamente teológica» 39. Esos mismos teólogos se refieren al empleo, por buena parte de los cultivadores de la teología de la liberación, de una fundamentación bíblica ingenua y precrítica, que no parece tener en cuenta la exégesis científica. Hay autores que radicalizan esa crítica y sitúan a la teología de la liberación del lado del discurso proclamatorio y testimonial; no la consideran propiamente teología por entender que carece del mínimo crítico exigible a una teología rigurosa 40 . c) La teología de la liberación da prioridad a la fuerza mesiánica del cristianismo y retoma las tradiciones y experiencias bíblicas más subversivas y desestabilizadoras del orden establecido, como el éxodo, la predicación de los profetas, el mensaje y la praxis liberadores de Jesús, etc. Hasta aquí nada que objetar. Antes al contrario, gracias a la teología de la liberación recupera operatividad histórica una corriente bíblica largos siglos secuestrada. Ahora bien, la teología de la liberación parece dar «por adquirida la coincidencia entre el mesianismo y la afirmación de Dios», la unidad entre praxis de liberación y discurso de Dios. Sin embargo, esa coincidencia y esa unidad no sólo no son evidentes, 39. A. Fierro, El evangelio beligerante, Estella, 1975, p. 382. 40. A. Fierro califica la primera obra de G. Gutiérrez Teología de la liberación de excelente libro testimonial y de profesión de fe de un cristianismo políticamente comprometido, y la cataloga entre la teología retórica, El evangelio beligerante, op. cit., pp. 277-278. Parecida valoración hace de la teología de la liberación en Presentación de la teología, Barcelona, 1980.
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sino que fueron cuestionadas por la modernidad y han sido negadas de forma explícita. Bloch, por ejemplo, considera el mesianismo como el núcleo central de la religión judeo-cristiana, que es necesario heredar, pero ello no implica, para él, la afirmación de Dios, sino su negación. Dios es presentado por Bloch como «ideal utópicamente hipostasiado del hombre desconocido» 41. El ateísmo constituye, según Bloch, el verdadero presupuesto de la utopía religiosa: «Sin ateísmo no hay lugar para el mesianismo». Se refiere a un ateísmo que no se limita a ser simple negación, sino que es asunción de la herencia de la religión en su sustancia mesiánica. A la vista de esa impugnación, no vale afirmar sin más la coincidencia antes señalada; hay que demostrarla *z. En esa misma línea se pide a la teología de la liberación que aclare una cuestión que permanece oscura: la relación de las promesas bíblicas con el movimiento de nuestra historia, es decir, cómo traducir el mesianismo bíblico y su fuerza transgresora del orden existente en una praxis histórica de liberación, sin caer en ingenuos mesianismos políticos. Cuestión que es necesario abordar, a partir de la originalidad del mesianismo de Jesús, como hace, a mi juicio con gran acierto, Duquoc 43 . d) Los teólogos europeos perciben también en la teología de la liberación indefinición y ambigüedad en lo que se refiere a las implicaciones sociales y políticas de esa teología. Así, por ejemplo, no aparece claro si la teología de la liberación asume, aun con todos los correctivos necesarios para América latina, el sistema democrático como forma de convivencia en libertad, o si se inclina, más bien, por ciertas formas de populismo revolucionario, cuyo elemento fundamental es la movilización espontánea del pueblo, sin saber muy bien en qué puede terminar. 4.
{Teología europea de la liberación}
Hemos de referirnos, por fin, a aquellos teólogos europeos que se preguntan por las posibilidades y por la viabilidad de una teología de la liberación en el Primer Mundo y, más concreto, en Europa. Esos teólogos comienzan por reconocer la complejidad del proble-
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ma; de ahí que hablen de la posibilidad, sin atreverse a dar una respuesta categórica. No se les oculta que la teología latinoamericana y la europea se sitúan en dos contextos bien diferentes, como también ha subrayado recientemente Cl. Boff, quien se refiere a una triple diferencia: histórica, social y religiosa. Consideran inadecuada igualmente la trasposición mimética de la teología de la liberación latinoamericana a nuestro Primer Mundo. Pero, ¿se dan condiciones de posibilidad para elaborar una teología europea de la liberación? a) Para los teólogos de la liberación, la teología es «acto segundo», y ello en un doble sentido. En primer lugar, el discurso teológico viene después de la experiencia de la fe vivida como praxis en el interior de los procesos históricos de liberación y como contemplación; en segundo lugar, la teología no resulta lo más importante; es algo secundario, pues está al servicio de la evangelización de los pobres y de la liberación de los oprimidos. Estas son más importantes que la teología. Y la liberación a la que se tiende «es en sí misma un proceso social, histórico, laico y autónomo, con su propia racionalidad» 44. Según esto, una primera condición de posibilidad de una teología de la liberación en el Primer Mundo sería la existencia de procesos de liberación, que impulsaran la transformación de las estructuras actuales y la existencia significativa y relevante de cristianos en dichos procesos. Obviamente esos procesos no tienen por qué ir a la zaga de los que se dan en América latina. b) Como bien ha subrayado Girardi, la teología de la liberación parte de dos presupuestos fundamentales: uno metodológico, y es que la reflexión sobre el hecho religioso y cristiano debe realizarse a la luz de la dialéctica dominación-liberación; otro histórico, que consiste en que, en este contexto, Jesús aparece como una alternativa a la sociedad de su tiempo 45 . Según esto, cabe preguntarse si existe en el Primer Mundo la dialéctica dominación-liberación, si es tan central como para exigir una toma de partido y cuáles son sus principales manifestaciones. Lo que sí parece claro es que en el Primer Mundo las situaciones de opresión ofrecen una gran complejidad, de forma que no resulta fácil establecer una bipolarización tan definida
41. E. Bioch, El principio esperanza, vol. III, Madrid, 1980; cf. el capítulo 7 de mi libro Cristianismo: profecía y utopía, Estella, 1987, que lleva por título «Utopía y esperanza en el cristianismo según Ernst Bloch». 42. Cf. Ch. Duquoc, «El Dios de Jesús y la crisis de Dios en nuestro tiempo», en Varios, Jesucristo en la historia y en la fe, Salamanca, 1977, p. 50. En este excelente trabajo Duquoc aborda el desafío blochiano y ofrece algunas vías de respuesta. 43. Ch. Duquoc, Mesianismo de Jesús y discreción de Dios, Madrid, 1986, pp. 137-138.
44. J. Ramos Regidor, «Europa y las teologías de la liberación»: Iglesia Viva 116/117 (1985), p. 185. 45. G. Girardi, «Posibilidad de una teología europea de la liberación»: Misión Abierta 4 (1984), p. 157. Cf. del mismo autor otros dos estudios de gran consistencia teológica y cultural: «Posibilita d'una teología europea della liberazione»: Idoc Internationale 1 (1983), pp. 30-47; «De la "Iglesia en el mundo" a la "Iglesia de los pobres". El Vaticano ü y la teología de la liberación», en C. Floristán y J. J. Tamayo, El Vaticano 11, veinte años después, Madrid, 1985, pp. 429-463.
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como en el Tercer Mundo. Entre los factores que dificultan el establecimiento de esa bipolarización, Girardi cita los siguientes: La diversidad y fragmentación de los p r o b l e m a s , necesidades y conflictos; la dificultad en d e t e r m i n a r un sujeto histórico calificable c o m o «los p o b r e s » ; la creciente i m p o r t a n c i a q u e en la sociedad m o d e r n a a d q u i e r e n las clases medias y la dificultad de e n c u a d r a r l a s en el conflicto o p r e s o r e s - o p r i m i d o s ; la fuerte diversificación de las clases p o p u l a r e s , p a r t i c u l a r m e n t e la clase o b r e r a , q u e n o p e r m i t e e n c u a d r a r l a s en u n p r o y e c t o histórico c o m ú n ; la ausencia de u n p r o y e c t o r e v o l u c i o n a r i o digno de credibilidad en los m i s m o s p a r t i d o s de la izquierda q u e priva de c o n t e n i d o político c o n c r e t o la o p c i ó n p o r los p o b r e s 4 6 .
c) Pues bien, teniendo en cuenta las cuestiones aquí apuntadas, hay teólogos europeos de talante progresista que creen necesaria en Europa la elaboración de una «teología política profética» *7 con unos rasgos peculiares: — «que tome plenamente en serio el desafío de la teología de la liberación y reflexione sobre Dios y el "primer mundo" bajo el signo de la opción preferencial por los pobres» *8; — que no renuncie a la historia de la libertad y a la Ilustración, pero siendo consciente, a su vez, de la dialéctica de la Ilustración; es decir, que sepa responder lúcida y críticamente a los desafios provenientes de la razón ilustrada y postilustrada, asumiendo sus conquistas irrenunciables y descubriendo sus límites y reduccionismos *9;
46. G. Girardi, «Posibilidad de una teología», art. cit., p. 153. 47. La propuesta es del teólogo alemán N. Gretnacher, «¿Teología de la liberación en el "Primer Mundo"?»: Concilium 207 (1986), pp. 253-264. En este artículo, que me parece programático, el autor esboza algunos de los elementos que él considera importantes a la hora de elaborar una teología profética en el Primer Mundo. Así, por ejemplo: luchar contra toda forma de neocolonialismo político y cultural; cuestionar de raíz el modelo consumista, que viene a destruir la culrura del individuo; combatir la alienación por la riqueza, que es específica del Primer Mundo; un nuevo estilo de vida en los ámbitos del individuo, de la familia, de la Iglesia y de la sociedad; crítica del sistema económico capitalista; opción por ios pobres, tanto los del Tercer Mundo como los que genera el sistema capitalista en el Primer Mundo; asumir la Teoría de la dependencia, reconociendo que también nosotros somos opresores; crítica de la ayuda al desarrollo; crítica del pecado estructural que supone el sistema económico mundial. 48. N. Greinacher, art. cit., p. 255. 49. Cf. J. I. González Faus, «Los pobres lugar teológico», en Varios, El secuestro de ¡a verdad, Santander, 1986, pp, 103-159, sobre todo el apartado ÍÍI, 2: «El pobre como crítica teológica a la Ilustración» (pp. 143-156). Los pobres dejan al descubierto, asevera con agudeza González Faus, tres grandes fallos de la Ilusttación, los tres presentados como ideales teóricos en el siglo xvw por el movimiento ilustrado. Ellos son: un progreso que es, en buena medida, contrarío a la igualdad; una razón que no tiene suficientemente en cuenta la fraternidad; el pecado contrario a la libertad. Frente a esas carencias de la Ilusttación, los pobres aportan tres categorías a la teología para su diálogo con el mundo: un progreso solidario, una razón dialogal y una referencia a las vícrimas del sistema imperante.
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— que dé centralidad a la praxis liberadora y se libere de la abstracción en que frecuentemente está atrapada la teología europea 50 . III. RECEPCIÓN DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN EN LOS MOVIMIENTOS CRISTIANOS RENOVADORES
¿Cómo ha sido recibida la teología de la liberación en los diferentes sectores de la Iglesia europea? Aquí conviene distinguir cuidadosamente, como hacíamos al referirnos a la recepción por parte de los teólogos, distintas reacciones. Hay sectores que, de manera emocional y sin ningún rigor, acusan a la teología de la liberación de politización del cristianismo, de marxismo, de comunismo y de otras lindezas por el estilo. Todos los dedos se les antojan huéspedes y detrás de cada expresión liberadora de la fe no ven otra cosa que conspiraciones anticristianas y laicistas que vienen a socavar los fundamentos de la fe. Son aquéllos que se resisten a aceptar la inculturación de la fe en la línea expuesta por el Vaticano II, tienen una concepción eurocéntrica de la Iglesia y siguen soñando con la reedición en América latina de una Iglesia colonial. Su principal preocupación es velar por la ortodoxia y salvaguardar el modelo de la Iglesia de cristiandad aliada con las clases dominantes 51 . Algunos movimientos eclesiales se han apropiado del lenguaje de la teología de la liberación sin asumirlo en toda su densidad histórica y en toda su profundidad teológica. Lo han vaciado de su fuerza escatológico-revolucionaria y le han dado un tinte espiritualista. A estos movimientos se les escapan las categorías socioanalíticas empleadas por la teología de la liberación y las mediaciones históricas de la liberación. La liberación se queda en la esfera personal e íntima y no incide en la sociedad. La praxis histórica apenas es tenida en cuenta. La solidaridad cristiana y el compartir se reducen a una comunión en la fe que no tiene su traducción en actividades y gestos visibles de apoyo a los países del Tercer Mundo. En el extremo opuesto ha habido grupos cristianos en Europa que han hecho de la teología de la liberación su evangelio y la han acogido de manera fundamentalista, haciendo caso omiso de las diferencias contextúales entre la realidad europea y la latinoameri50. G. Girardi, «Posibilidad de una teología», art. cit., p. 159. 51. Un ejemplo de actitud visceral y carente del más elemental rigor argumental contra la teología de la liberación lo encontramos en dos voluminosos panfletos de Ricardo de la Cierva: Jesuítas, Iglesia y marxismo. La teología de la liberación desenmascarada, Barcelona, 1986; Rebelión en la Iglesia. Jesuítas, teología de la liberación, carmelitas, marianistas y socialistas, Barcelona, 1987.
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cas y culturales. En otros, trabajando pastoralmente en las diferentes iglesias latinoamericanas. Para que la solidaridad con las luchas del Tercer Mundo sea creativa y mutuamente interpelante ha de tener, como apunta J. Ramos Regidor 52 , las siguientes características: una solidaridad basada en la conciencia crítica de las situaciones de una realidad lejana; que sepa llegar a la confrontación crítica y política en torno a la línea y a los objetivos de la lucha misma; que influya en la política exterior de Europa, al objeto de incidir críticamente en la lógica de la contraposición entre los dos bloques. Otro de los resultados del contacto de las comunidades de base europeas con la teología de la liberación ha sido el de la afirmación de la comunión eclesial. Veamos por qué. Nuestras comunidades de base tienen, desde su nacimiento, un cariz antijerárquico, es decir, son muy propensas a caer en actitudes y comportamientos hipercríticos para con la jerarquía eclesiástica, desde los obispos hasta el papa. Cosa por lo demás explicable, habida cuenta del rechazo inicial y del posterior acoso a que han sido sometidas por las instancias jerárquicas, así como de la baja temperatura profética que existe en la Iglesia oficial. La teología de la liberación tiende a acentuar, más bien, el elemento de comunión con la jerarquía, aun cuando no renuncia a la crítica de la misma. Acostumbra a hacer lecturas positivas de los documentos episcopales, curiales y papales, incluso cuando resultan admonitorios para ella y tienen tintes de condena. De todos es conocida la aceptación, por parte de L. Boff, del silencio temporal impuesto por el Vaticano y la justificación que dio a su actitud de acatamiento de la medida condenatoria: «Prefiero caminar con la Iglesia a ir solo con mi teología». Ese modo de proceder ha dejado su impronta en las comunidades de base europeas que, sin renunciar a la crítica intraeclesial —por tratarse de un componente intrínseco de la fe, de una constante en la historia del cristianismo y de un momento necesario en la construcción de una Iglesia profética—, se esfuerzan por tender puentes de diálogo con la jerarquía y por subrayar los lazos de comunión, si bien se trata de una comunión en tensión dialéctica. La acogida de la teología de la liberación por parte de las comunidades de base ha redundado en beneficio de éstas en lo referente a la articulación de las relaciones entre comunidades, teólogos y teología. La teología suele considerarse en los ámbitos eclesiales europeos como tarea exclusiva de los teólogos profesionales. Teología y comunidades de base aparecen como dos
cana. Se han limitado a hacer una importación harto simplificada de los temas, la problemática y las experiencias de la teología de la liberación, sin una reflexión propia, dándoles por válidos aqui y ahora. Los peligros que se corren con este enfoque son, entre otros, los dos siguientes: dejar a un lado la realidad europea y renunciar a dar una respuesta liberadora desde la fe a dicha realidad. Esta recepción mimética y carente de creatividad de la teología de la liberación entre los cristianos europeos, justo es decirlo, se reduce a casos muy aislados y puede considerarse irrelevante. Donde la teología de la liberación ha tenido sin duda una resonancia mayor ha sido en los movimientos cristianos renovadores que se mueven en la órbita del Vaticano II: desde los movimientos apostólicos y especializados de la Acción Católica y organizaciones como «Justicia y Paz» hasta «Cristianos por el Socialismo» y las comunidades de base, pasando por una amplia gama de grupos eclesiales comprometidos en la lucha por una sociedad más justa, igualatoria y fraterna. Todos ellos han prestado, aunque con diferentes acentos, una acogida serena, cálida, vital y sin fanatismos a la teología de la liberación. Los movimientos a los que estamos refiriéndonos leen la teología de la liberación desde la realidad que ellos están viviendo, si bien con la mirada puesta en la realidad latinoamericana. Se trata, en realidad, de una re-lectura que pretende descubrir la significación de la teología de la liberación para la sociedad y las iglesias europeas y, al mismo tiempo, la contribución de éstas a la transformación de la realidad latinoamericana. Creo que la teología de la liberación ha fecundado a los movimientos eclesiales de base, sirviéndoles de aliciente en su vivencia comunitaria de la fe, de ayuda en su reformulación del mensaje cristiano y de interpelación en su compromiso con los pobres. Desearía destacar aquí de manera especial el papel jugado por la teología de la liberación en las comunidades de base europeas. Y empiezo por decir que uno de los efectos más favorables del encuentro de estas comunidades con la teología de la liberación ha sido el de la solidaridad múltiple de aquéllas con las luchas del Tercer Mundo, el de la sensibilidad profunda hacia la situación de dominación/dependencia que vive América latina. Este continente se siente como algo muy cercano, como el prójimo desvalido más próximo al que hay que socorrer. Esa sensibilidad no se queda en el plano del sentimiento; se está traduciendo operativamente de múltiples formas. En unos casos, creando comités de solidaridad y apoyo. En otros, poniendo en marcha centros de estudio e información sobre la problemática latinoamericana. En otros, participando sobre el propio terreno en iniciativas sociales, políti-
52. J. Ramos Regidor, «Cristiani di sinistra, solidaritá con il Terzo Mondo e crisi del marxismo»: IDOC Internationale, 2-3.
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magnitudes independientes. Por una parte va la vida de las comunidades y por otra la teología y los teólogos. Cada cosa en su sitio. Es notorio el distanciamiento de los teólogos de las comunidades de base. Son muy pocos los profesionales de la teología que se muestran sensibles al movimiento comunitario y menos aún los que viven su fe en el seno de las comunidades. Esta situación dio lugar a una corriente anti-teología en los grupos cristianos de base, que resultaba comprensible dada la manera elitista de entender la teología que tenían los teólogos profesionales. Así las cosas, la nueva manera de hacer teología en América latina ha contribuido a la toma de conciencia del importante e insustituible papel que están jugando las comunidades en el quehacer teológico. Como afirma Cí. Boff53, el sujeto epistémico de la teología es la comunidad. La reflexión sobre la fe no es cometido exclusivo de los teólogos; es una exigencia de todos los cristianos que están llamados a dar razón de su fe. Las comunidades de base no son simples receptoras o destinatarias de la teología que hacen los profesionales; también ellas reflexionan sobre su fe a partir de la experiencia creyente vivida comunitariamente. Esa reflexión enriquece la fe. La teología es, antes que nada, una reflexión colectiva, comunitaria, que se realiza a través de diversos cauces: celebraciones litúrgicas, encuentros de reflexión, convivencias, lecturas comunitarias de la Biblia, declaraciones colectivas, etc. Tal forma de entender el quehacer teológico se sitúa en línea de continuidad con el cristianismo de los orígenes. Como han demostrado los métodos de «historia de las formas» y de «historia de la redacción», las comunidades cristianas primitivas intervinieron de forma activa y creativa en la primera elaboración teológica de la fe y su labor quedó reflejada en la redacción de los evangelios. Al redescubrir las comunidades de base su protagonismo en la reflexión cristiana, no intentan suplantar, minusvalorar o negar el papel que les corresponde a los teólogos profesionales en dicha reflexión. Lo que hacen es resituar la función específica de éstos en el seno de la comunidad, donde están llamados a vivir su fe junto a los demás creyentes. A ellos les corresponde «ayudar a la comunidad a pensar su fe con seriedad, es decir, de manera crítica y articulada» 54. En la línea de la teología de la liberación nuestras comunidades de base comienzan a entender la teología en su doble dimensión: como «práctica colectiva» y como «práctica orgánica». 53.
Cl. Boff, «Fisonomía de las comunidades eclesiales de base»: Concilium 164 (1981), p.
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Ibid.
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De la recepción de la teología de la liberación habría que destacar, finalmente, el planteamiento latinoamericano sobre la opción por los pobres, que ha calado muy hondo en nuestras comunidades. La solidaridad con los pobres solía ser considerada en nuestras comunidades como una cuestión relacionada con la ética, y la práctica de esa solidaridad aparecía como una exigencia moral que emanaba de la ética social del evangelio. El giro producido en este punto bajo la influencia de la teología de la liberación es notorio. La opción por los pobres ha dejado de ser una mera consigna para la acción; no se sitúa solamente en el campo de la ética y/o de la pastoral. Constituye el lugar hermenéutico y epistemológico de la fe y de la teología. La opción por los pobres es, antes que nada, una verdad teológico-cristológica: tiene su raíz en el misterio de Dios; un Dios que se ha manifestado históricamente en la forma de un pobre (Jesús de Nazaret), que asume la condición social de un pobre; un Dios que es justo y, por ello, parcial en favor de los pobres. Existe una unidad indisoluble e inquebrantable entre Dios y el pobre. Por lo mismo, entre Jesús y el pobre existe una relación directa e inmediata. Entender separadamente a Dios y al pobre, a Jesús el Cristo y al pobre, supone cercenar uno de los núcleos fundamentales y más originales de la revelación cristiana. De esto se deduce, como afirman J. Pixley y Cl. Boff, que «la opción por los pobres no es ni mucho menos marginal y adjetiva para los cristianos, sino que es central en la misión de la Iglesia; y lo es por el hecho de estar íntimamente vinculada al corazón mismo de Dios, al centro del misterio revelado» 55 .
55. J. Píxley-Cl. Boff, Opción por los pobres, Madrid, 1987, p. 131. La fundamentación teológica de la opción por los pobres es expuesta en los capítulos 6, 7 y 8 del libro.
57.
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EPISTEMOLOGÍA Y MÉTODO DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Clodovis
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Trataremos este tema bajo tres aspectos: el estatuto teórico de la teología de la liberación; las formas de esta teología; su método. I. ESTATUTO TEÓRICO DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN ¿Cuál es la identidad epistemológica de la teología de la liberación? En esta cuestión conviene reconocer, por un lado, que el rostro de la teología de la liberación no ha adquirido aún fisonomía plena, se encuentra aún en franco y creciente desarrollo; por otro lado, la verdad es que sus contornos, aunque no definitivos todavía (la teología de la liberación es aún demasiado joven para ello), están al menos bastante definidos. Asentemos cuanto antes algunas tesis de fondo con el intento de determinar, en la medida de lo posible, en qué situación se encuentra el perfil epistemológico de la teología de la liberación. Intentaremos así resolver ciertas aporías (aparentes) que se encuentran en dicha teología y que son objeto de polémicas y a veces de condenaciones. Tendremos además en cuenta las dos Instrucciones romanas: la Libertatis Nuntius (LN) de 1984 y la Libertatis Conscientia (LC) de 1986, así como el importante Mensaje de Juan Pablo II al episcopado del Brasil, de 9 de abril de 1986. Tesis 1: La teología de la liberación es una teología integral, pero que trata toda la positividad de la fe dentro de una perspectiva particular: el pobre y su liberación Hay que decir que, tanto en la teoría como en la práctica, la teología de la liberación se presenta como una teología global: 79
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abarca la totalidad de los temas teológicos. Pero no se detiene allí. No se contenta con una visión genérica y abstracta de la fe. A partir de lo general avanza hacia lo particular, es decir, desarrolla el sentido histórico-liberador del evangelio. «Declina» toda la teología en términos específicos, o sea, liberadores. Partiendo de la óptica global de la fe desarrolla una óptica particular (óptica privilegiada, pero no exclusiva). Más aún, agrega a la temática teológica otros temas, los ternas concretos de la opresión/liberación de los pobres, como por ejemplo: la producción económica, la gestión compartida del poder, la cuestión de la tierra, de la democracia, del proyecto histórico, etc. Pero, aunque sea general, la teología de la liberación no es genérica (o abstracta); y aunque sea particular, esto no quiere decir que sea sectorial (o parcial). Es materialmente global y formalmente particular. ¿Cuál es, en efecto, el objeto de la teología de la liberación? ¿Es la fe o es la historia? Es una cosa y otra: es todo el «depósito de la fe», en la medida en que desarrolla su significado liberador; y es también el mismo proceso de opresión/liberación, en la medida en que lo interpreta «a la luz de la fe». Lo que importa es que se ponga siempre en relación a la fe con la opresión, y esto de forma dialéctica. Pablo VI hablaba en la Evangelii nuntiandi de la «interpelación recíproca entre el evangelio y la vida concreta (n. 29). Sin embargo, es preciso añadir que en esa dialéctica el polo dominante sólo puede ser la fe positiva, como afirma de modo sistemático la Instrucción LC y como indicó Juan Pablo II al episcopado del Brasil con estas palabras: «Anteponer la segunda (dimensión, o sea, la ético-social) a la primera (la soteriológica) es trastocar y desnaturalizar la verdadera liberación cristiana» (n. 6). La misma Instrucción LC (la positiva), que sigue el camino de arriba hacia abajo, esto es, de la fe a la realidad de la opresión (aun cuando la estructura general del documento haya partido de abajo, es decir, del proceso real de la liberación), reconoce que es legítimo «partir de una experiencia particular», pero interpretándola «a la luz de la tradición y de la experiencia de la propia Iglesia», por tanto, a partir de un punto de vista más radical y primordial (n. 70). Si esto es así, es posible ofrecer dos definiciones de la teología de la liberación. Primera: Es la teología de la liberación histórica a la luz de la liberación integral. Aquí se subraya el carácter específico de la teología de la liberación, en cuanto distinta de la «teología clásica». Este carácter específico, interno a la teología, se daría en el nivel mismo de su objeto directo o materia prima: la liberación histórica. Segunda definición: Es la teología de la liberación integral, que
pone el énfasis en la liberación histórica. Aquí se subraya el carácter globalizante de la teología de la liberación, en la medida en que la liberación integral aparece como el horizonte general de toda su reflexión. En su evolución, la teología de la liberación empezó profundizando en la temática que surgía de la liberación histórica (primera definición), pero últimamente se dio cuenta de que su tarea consistía en cubrir todo el mysterium salutis, aunque manteniendo siempre el «punto» propio que le es congénito: la liberación concreta de los oprimidos. Una ilustración de ello es el hecho importante de que los teólogos de la liberación de América latina están elaborando toda una colección de más de 50 volúmenes que abarcan todo el área de la temática teológica (teología integral), pero conservando la perspectiva de la liberación histórica del continente latinoamericano (teología específica). Se trata de la colección «Teología y Liberación» que está siendo publicada en varias lenguas. En este sentido, «teología de la liberación» puede considerarse incluso como una designación provisional, pero la tarea teórica que indica es algo que pasa a pertenecer a la vocación de toda teología, como diremos más adelante.
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Tesis 2: La óptica primera y fundamental de la teología de la liberación, como la de cualquier otra teología, es la fe positiva; su óptica segunda y particular, como una teología entre las demás, es la experiencia del oprimido Esto significa que el horizonte ^mayor de la teología de la liberación será siempre el plano de la salvación, pero su horizonte segundo es realmente el proceso histórico de liberación de los pobres. En otras palabras, en la raíz última de la teología de la liberación está, temática u operativamente, la fe objetiva (o positiva), esto es, la palabra de Dios o la revelación. Esto es lo que la convierte en «teología». Pero eso no es todo; a continuación, estructural y dialécticamente ligada a la óptica de la fe objetiva, viene la óptica del oprimido, o sea, la fe subjetiva. Esto es lo que la convierte precisamente en teología «de la liberación». Este mismo problema puede plantearse en términos de «punto de partida» de la teología de la liberación. ¿Será la fe o la praxis? ¿Dios o el pobre? Aquí es preciso situar correctamente la cuestión. ¿Cuál es ese punto de vista? Si fuera la experiencia pre-teológica la que marca ¡a génesis de la teología de la liberación en términos de «experiencia espiritual del pobre», entonces hemos de decir que el punto de partida es efectivamente la fe viva o, en otras palabras, la praxis de
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fe, en cuanto «experiencia sintética». Aquí entran de hecho elementos no sólo de fe positiva (visión, interpretación, etc.), sino también de praxis (compasión, solidaridad, etc.). De ahí es de donde surge estructuralmente la teología de la liberación. Y es de ahí de donde viene su «modo propio» de teologizar, como veremos. Si pasamos ahora a la esfera propiamente teológica, podemos decir que el punto de partida se sitúa de manera distinta. Se trata ciertamente tanto de la fe como de la praxis, pero cada una en su lugar: la fe como punto de partida formal, o sea, a título de «principio hermenéutico determinante» (LN X, 2), y la praxis como punto de partida/material, esto es, como materia prima. Aquí no hay contradicción, sino sólo articulación de instancias distintas en relación recíproca y debidamente jerarquizadas. Como se ve, sólo la lógica dialéctica permite abordar correctamente estas cuestiones, que parecen aporéticas en una primera aproximación. Aunque el vocabulario de la teología de la liberación no siempre esté «a punto» en esta ocasión, su práctica teológica efectiva opera normalmente de forma correcta: «a partir de los pobres partiendo de Cristo». Pues siempre que se dice «partir de los pobres» o también «partir de la realidad», se parte efectivamente de más lejos, o sea, de la fe. Tan sólo metodológicamente es como se parte del «ver» o de la «realidad», cuando de hecho la fe está siempre allí, como el alfa y la omega de todo el proceso. Y esto es más evidente todavía en la reflexión teológico-liberadora hecha por el pueblo, al mismo tiempo oprimido y religioso. Tesis 3: La teología de la liberación representa una «nueva etapa» en la larga evolución de la reflexión teológica y constituye hoy una teología históricamente necesaria Es lo que afirmó Juan Pablo II en su Mensaje al episcopado brasileño de 1986 (n. 5). Así, la teología de la liberación está lejos de ser una teología «de moda», una teología puramente «coyuntural». Es más bien una teología epocal, como es epocal la cuestión de la liberación de los oprimidos. Los problemas que trata son realmente estructurales e históricos. Pero la teología de la liberación es algo más; en la medida en que la teología de la liberación descubrió el «continente historia» (siempre a partir del marginado), vino para quedarse. En adelante, toda teología tendrá que confrontar siempre la fe (y su fuerza de liberación) y la historia (y sus contradicciones). Si no lo hiciera, caería bajo la sospecha de teología «alienada», expuesta a toda clase de manipulaciones en la línea de la «religión-opio». Cada vez se entiende menos una teología que cierre los ojos a la historia real 82
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de los oprimidos. Esto vale incluso para una sociedad en la que se hubiera eliminado la miseria; también allí tendría vigencia la teología de la liberación en la medida en que siga preguntando: ¿quiénes son aquí los últimos, las víctimas? En este sentido, la teología de la liberación constituye una dimensión intrínseca, permanente desde ahora, de toda teología presente y futura. Aunque la teología de la liberación no sea una teología exclusiva, en cuanto que se define estrictamente como la que elabora la función social de la fe a partir del pobre, no es sin embargo una teología más entre otras. Es una teología que, a partir de su proyecto fundamental, interpela a todo teólogo, precisamente porque toca una cuestión que tiene relación con todas las demás: la cuestión histórica de la emancipación social de los oprimidos de hoy. Con sus documentos oficiales sobre la teología de la liberación, dirigidos a toda la Iglesia, Roma ha contribuido decisivamente a transformar esta teología en teología universal, es decir, «católica». Este hecho no ha pasado desapercibido a los ojos de los teólogos más atentos de la actualidad: Raramente se ha dado el caso de una oficialización de determinadas teologías... Desde hace pocos años [la teología de la liberación] ha sido hecha suya por la Iglesia universal... Ni siquiera ocurrió eso con el tomismo en un tiempo tan breve 1 . Hoy en América latina... está sucediendo una cosa muy importante para toda la Iglesia... El hecho nuevo de este momento es que en América latina está surgiendo una nueva conciencia cristiana del verdadero cristianismo, del mundo de la fraternidad y de la justicia. Esto, a mi entender, es un giro importantísimo, que repercutirá —y ya está repercutiendo— en Europa. La contribución más importante que ha ofrecido la teología de la liberación ha sido... suscitar en la fe cristiana la responsabilidad de un compromiso cristiano por la justicia 2 .
Vinculando la teología de la liberación a la opción por los pobres, dijo por su parte H. Urs von Balthasar: Allí [en América latina] está surgiendo algo absolutamente central para el cristianismo: la opción por los pobres. Esto se ha convertido en algo irrenunciable 3 .
Sin duda, no es esta o aquella teología de la liberación la que es por sí misma universal, sino su proyecto esencial. En este sentido, la teología de la liberación, más que un movimiento teológico 1. L. Sartori, en // Regno attuaütá (15.5.1986) p. 243. 2. J. Alfaro, Ibid. (15.7.1984) pp. 323 ss. 3. 30 Giorni (junio 1984) p. 78.
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específico, es la teología toda en movimiento. Lo que hoy se conoce como «teología de la liberación» es una provocación para ello. De ahí la respuesta del famoso teólogo Edward Schillebeeckx a la pregunta: «¿Qué teólogos de valor ve a su alrededor?: Los maestros de los teólogos de occidente, europeos o americanos, son ahora los teólogos de la liberación. Aprendemos mucho de ellos. Nosotros somos demasiado académicos y los teólogos de la liberación nos obligan a pensar partiendo de la vida de la comunidad cristiana 4 .
Por eso mismo, todo teólogo tiene que hacer de su teología una «teología de la liberación». Pero en teología no sólo hay que ocuparse de la liberación histórica. Hay que desarrollar también (incluso en favor de los oprimidos, que son y siguen siendo personas humanas) la dimensión personal (pre-política) y escatológica (post-política) de la vida de fe. Aún así, puede decirse que en el proceso global (no necesariamente individual) de la producción teológica, la cuestión del oprimido tendrá que constituir hoy la óptica dominante (es decir, no la óptica exclusiva, pero tampoco una más entre las otras). Juan Pablo II dijo que la teología de la liberación era «necesaria» para la Iglesia. Y esto en varias ocasiones 5 . En este mismo sentido van las dos Instrucciones romanas: No es posible olvidar por un solo instante las situaciones de dramática miseria de donde brota la interpelación lanzada a los teólogos (LN 1). Una teología de la libertad y de la liberación... constituye una exigencia de nuestro tiempo (LC 98).
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teologiza a partir y en favor de los pobres, hay que tratar siempre de todas las dimensiones de la fe: personal, social y escatológica. El cristianismo no es sólo transformación social, sino también conversión individual y resurrección de los muertos. Por eso, las cuestiones metafísicas o trascendentes no pueden quedar reprimidas en favor (o so pretexto) de las cuestiones físicas o inmanentes, incluso porque los pobres no son solamente pobres, sino hombres y mujeres llamados a la comunión eterna con Dios. No obstante, esta reflexión teológica ha de permanecer abierta a una posible ampliación temática y práctica en términos de liberación histórica. Tiene que permanecer muy atenta a la cuestión de la justicia social, pues de lo contrario podría ser manipulada como arma en favor de la alienación y de la injusticia. Es preciso recordar, además, que, si la gran cuestión de nuestra época es la liberación histórica de los oprimios, ésta debe ser también la óptica dominante o privilegiada en la reflexión teológica global de nuestros días. Hablamos aquí en términos epocales o kariológicos, y no en términos abstractos y a-históricos. Tesis 4: La teología de la liberación articula globalmente la «liberación ético-política», que tiene la primacía de la urgencia (y también por eso la primacía metodológica y, a veces, pastoral), con la «liberación soteriológica», que mantiene sin discusiones la primacía de valor
4. // Regno attualitá (15.10.1984) p. 447. 5. Cf. Exhortación a los representantes de la CNBB el 13 de marzo de 1986, n. 6; Al episcopado brasileño, 9 de abril de 1986, n. 5.
Evidentemente, la primacía de valor (o axiológica) le corresponde a la evangelización y a la dimensión «soteriológica» de la liberación. Sin embargo, el primado de la urgencia histórica no siempre coincide con la primacía de valor. Para un pueblo hambriento lo primum será el pan, como hizo Jesús al ver a la muchedumbre hambrienta (Me 6, 30-44). Pablo dice igualmente: «No es lo espiritual lo que va primero, sino lo animal; lo espiritual viene después» (1 Cor 15, 46). Como muestra la práctica del trabajo popular, esos dos niveles u órdenes pueden combinarse muy bien, sin problemas especiales. La confusión proviene del hecho de que frecuentemente se confunde lo «primero» en el orden de la jerarquía de valores con lo «primero» en el orden del tiempo; o también, se deja de distinguir lo «primero» en el orden de la intención de lo «primero» en términos de ejecución. De hecho, la «liberación» en teología de la liberación designa en primer lugar la liberación social. Es ésta «la cuestión» de nuestro tiempo. Y de allí fue de donde surgió la teología de la liberación. Ese fue el motivo de que naciera en el Tercer Mundo. A primera vista, o sea, de entrada, «liberación» es liberación de
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Se trata, por tanto, de una teología imperativa y no sólo facultativa, que se deje al gusto de cada cual. No se puede invocar aquí el «pluralismo teológico». Si hay pluralismo, será en el interior de la misma teología de la liberación: teología de la liberación latinoamericana, euro-teología de la liberación, teología de la liberación en el bloque socialista, africana, asiática, de los negros, de las mujeres, de los indios, etcétera. A partir de ahí, ¿se puede concebir hoy una teología que se ocupe de las grandes verdades de la fe, sin desdoblar temáticamente su contenido social y político? Hablando en abstracto, es posible. Y la razón es que la grandeza de la fe no se agota en la dimensión social y política. La fe tiene y conserva un significado altamente humano independientemente de su repercusión política directa. Incluso cuando se
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la miseria real. Sin embargo, esta idea está abierta hacia arriba, hacia la fe, hacia la comunión con Dios, o sea, hacia la liberación «soteriológica». Pero el punto de arranque histórico y metodológico fue y sigue siendo éste: el proceso de opresión/liberación de los excluidos de la historia. En cuanto al magisterio de la Iglesia, ha asumido la temática de la teología de la liberación. Pero lo ha asumido de un modo propio. Primero, transformó la noción de «liberación» en la gran noción que abarca todo el misterio de la salvación. Segundo, parte de la dimensión «soteriológica» de la liberación (liberación del pecado y de la muerte) en dirección hacia la dimensión social (liberación de las opresiones históricas). Por su parte, la teología de la liberación concreta partía de este último plano en dirección hacia el primero. Se jugaba de entrada in medias res, esto es, en la realidad cruda y desnuda de la opresión. De este modo, Roma da la liberación «ético-social» por descontada, mientras que la teología de la liberación latinoamericana lo hace en relación con la liberación «soteriológica». La «gravedad semántica» de «liberación» es distinta en cada uno de estos dos discursos. Pero no son contrarios. En efecto, las dos ópticas no se oponen mutuamente, sino que se completan: la una se abre a la otra. Pues bien, entrar por la puerta de la liberación material e histórica o por la muerte de la liberación espiritual y eterna, es una cuestión de conveniencia puramente metodológica y pastoral, y no de verdad teológica. Por ejemplo, en Europa la fe no está ni mucho menos garantizada, mientras que en América latina es el pan lo que no lo está; de ahí los énfasis distintos, sin ser contradictorios. ¿Cuál ha sido la influencia de la teología latinoamericana en la toma de posición de Roma y, por medio de ella, sobre la Iglesia universal? El principal mérito histórico de la teología latinoamericana ha sido el de haber introducido dentro de la Iglesia el grito de las masas pobres, y esto a partir de la óptica propia de las mismas y en una perspectiva, no ya iusnaturalista (la de los meros derechos humanos), sino bíblico-teológica. De hecho, lo que está realmente en cuestión en el debate sobre la teología de la liberación no es Dios, Cristo o la Iglesia, sino concretamente los oprimidos. Y es a partir de ellos como se sitúa de nuevo a Dios, a Cristo y a la Iglesia, incluso en los documentos romanos. Si esto es así, ¿por qué se habla de «teología de la liberación», y no, más en concreto, de «teología de lo político», de «teología crítico-social» o incluso de «teología de la praxis histórica»? Es por razones de evocación más que de indicación; de
connotación, más que de denotación. De hecho, «liberación» es una idea que atrae y no un concepto que designa. Así pues, las razones son más bien prácticas que teóricas. «Liberación» tiene la virtud de ser una idea que «habla» al hombre moderno, incluso y particularmente al pobre. En realidad, «liberación» es el nombre del «espíritu del tiempo» que nos toca vivir, como afirmaban las dos instrucciones romanas (LN I, 1; LC 1, 5, 17 y 61). Es una idea abierta a múltiples dimensiones. «Liberación» es una palabra de riquísimas resonancias bíblicas (LN III, 4), lo cual le da un título de plena ciudadanía en la Iglesia y en la teología. Además, es una palabra «concreta», mientras que «historia», «política», «sociedad» son palabras abstractas y poco movilizadoras. Así pues, el nombre de «teología de la liberación» es más recomendable como «signo distintivo» y como «lema» que como designación definida de un tema determinado.
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Tesis 5: Frente a las otras teologías, presentes y pasadas, la teología de la liberación no tiene una relación de oposición ni de sustitución, sino de complementariedad crítica. De todos modos, su novedad radical frente a ellas es el encuentro con el pobre como sujeto histórico En primer lugar, la teología de la liberación no se sitúa como contraria a las grandes teologías del pasado, como la patrística o la escolástica. Al contrario, se la puede considerar como su sucesora o heredera. Hemos visto que el papa, en su Mensaje al episcopado brasileño, dice claramente que la teología de la liberación «tiene que constituir una nueva etapa —en estrecha conexión con las anteriores— de la reflexión teológica» hecha a lo largo de la historia (n. 5). Más adelante insiste en este punto diciendo que «aquella correcta y necesaria teología de la liberación» tiene que «desarrollarse... de modo homogéneo y no heterogéneo respecto a la teología de todos los tiempos» 6. La relación de la teología de la liberación con las grandes teologías del pasado es, por tanto, de complementariedad crítica. La teología de la liberación recoge en el nivel de la liberación de los pobres las grandes intuiciones de la teología del pasado; así actualiza esas teologías aplicándolas a la problemática de los oprimidos. La relación de la teología de la liberación actual con esas teologías es la relación que tienen los frutos con la semilla: se trata de un desarrollo armónico, como el que se da en la historia de los dogmas. 6.
Al episcopado brasileño, n. 5 in fine, el subrayado es del papa.
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Desde el punto de vista de la perspectiva de la fe (pertinencia) y de los contenidos doctrinales, la teología de la liberación sólo puede ser homogénea con las grandes teologías antiguas. Pero aquí existe una heterogeneidad innegable en el nivel de los temas, del lenguaje, en el planteamiento de los problemas (problemática) y también en cuanto a la metodología concreta (mediaciones culturales, etc.). Habría que preguntar, por ejemplo, si las teologías de san Agustín, de santo Tomás de Aquino o de Karl Rahner no podrían ser consideradas como formas de teología de la liberación ya que —según los documentos romanos— tratarían particularmente de la «liberación soteriológica». Pero no conviene hablar en este caso de «teologías de la liberación soteriológica», pues se ampliaría demasiado y de forma abusiva la acepción del término «liberación», privando a la teología de la liberación de todo sus intereses y de su carácter específico. Existe ciertamente el peligro real de caer en generalidades, pero no es en ese sentido por donde va la semántica teológico-liberadora dominante, tal como se da en el Tercer Mundo. Es preciso además procurar que la liberación como conceptobase de la teología no lleve a eliminar la cuestión ineludible y dramática de la liberación material de los pobres. Usar el mismo término para hablar tanto de la liberación de la miseria como de la liberación del pecado parece ayudar a articular los diferentes niveles de una única «liberación integral». Sin embargo, este lenguaje tiende a absorber la liberación material en la liberación espiritual (contra la prescripción del papa a los obispos brasileños, n. 6 b), así como a eliminar las discontinuidades que existen entre la una y la otra (no se pasa directamente del pan a la fe, ni viceversa). En este sentido, la misma noción de «liberación integral», de uso corriente en la teología de la liberación latinoamericana, ha dado origen a esas soluciones de facilidad, que aunque poseen innegables ventajas prácticas, demuestran tener un reducido alcance teórico. Pero, ¿dónde se situaría la novedad de la actual teología de la liberación respecto a las teologías existentes que reflexionan sobre la dimensión social y política de la fe, como la «teología política», la «teología de la esperanza», etc.? ¿No serán todas ellas indistintamente «teologías de la liberación», lleven o no ese nombre? Hemos de responder lo siguiente: 1. La teología de la liberación actual, como se hace por ejemplo en América latina, se construye a partir del oprimido y no de temas abstractos o ideas generales, como «justicia», «política»,
¿Pero presupone siempre la teología de la liberación una teología de base o previa, tal como se expresa por ejemplo en la «teología clásica»? No necesariamente. Lo que presupone una teología de la liberación concreta, sobre todo con fines pastorales, es la fe. Realmente se trata siempre en ella de sacar las consecuencias sociales de tal o cual verdad salvífica o de reflexionar sobre tal o cual problema concreto (el hambre, la organización popular, etc.) a la luz de la fe. Es imposible hacer una teología de la liberación sin partir de la positividad de la fe o de su «depósito», esté o no teologizado. Por otra parte, una teología de la liberación que no confiera a su base de fe una calidad teológica más consistente corre el peligro de «perder gas» y de apagarse. Por eso mismo, en el nivel de la elaboración orgánica y sistemática de la teología de la liberación, sí que importa profundizar teológicamente en los propios fundamentos de la fe. Más que hablar de «teología 1» (que discutiría el «sentido-en-sí» de los misterios de la fe, como por ejemplo la resurrección o la divinidad de Jesús) y de «teología 2» (que desarrollaría las incidencias concretas del misterio en cuestión en el campo social e histórico), sería mejor hablar de «momento 1» y «momento 2» del mismo y único proceso teológico. Hay que advertir que el orden de los momentos en este caso se refiere a la estructura del acto teológico y no al proceso (temporal) de su
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«praxis» o hasta «liberación». La teología de la liberación concreta supone una relación práctica con la práctica y no una relación meramente teórica (temática). Implica un contacto vivo con la lucha de los pobres. El «teólogo de la liberación», tal como hoy existe, es una persona metida concretamente en la causa de los oprimidos. Por eso se dice que la teología de la liberación nació y sigue naciendo de la com-pasión con los que sufren y del compromiso con su marcha liberadora. 2. A partir de la praxis concreta al lado de los oprimidos, la teología de la liberación aparece como un «nuevo modo de hacer teología». Más que ser un método específico, es un nuevo espíritu teológico, es un nuevo estilo de teologizar. Este estilo se expresa en un lenguaje concreto y no abstracto, lleno de pathos y no frío y seco, profético y no doctrinario. 3. La teología de la liberación realmente existente es una teología dirigida a la praxis y a la praxis de transformación social. En este sentido es crítica y utópica al mismo tiempo. Por eso mismo, la actual teología de la liberación sufre la oposición de todos los que desean mantener el statu quo. Se la critica más por razones políticas que propiamente teológicas (aunque éstas también existan y sean legítimas).
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EPISTEMOLOGÍA
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método (que generalmente comienza con el «ver»). Entre los dos se da un movimiento dialéctico inequívoco. La verdad es que la teología de la liberación tiende a elaborar todo el «depósito de la fe» a partir de su sensibilidad específica, la que le viene de la «experiencia de Dios en el pobre». Así es como se va haciendo una teología integral. Busca de hecho tematizar incluso el «momento 1» del proceso teológico global, el momento que se refiere al aspecto fundamental y trascendente de la fe: las verdades sobre Cristo, el Espíritu, la gracia, etc. En este sentido, el método de la teología de la liberación incorpora el método de la «teología clásica», pero no sin «refundirlo» profundamente a partir de su óptica teológica específica: la del oprimido. Por ejemplo, una «cristología a partir de América latina» utiliza todos los instrumentos metodológicos de cualquier cristología clásica (exégesis crítica, hermenéutica de los dogmas, reflexión sistemática, etc.), pero según su propio «estilo». A estas alturas es preciso decir con claridad que la novedad de la teología de la liberación es verdaderametne «radical»: se encuentra en la raíz misma del acto teológico. Esta raíz tiene algo de pre-teológico: es el encuentro con el pobre, con el choque, la rebeldía y el compromiso que supone este encuentro. La originalidad radical de la teología de la liberación no está en sus temas (la opresión, la lucha, etc.), ni en su método (el uso de las ciencias sociales o del marxismo), ni en su lenguaje (profético y utópico), ni en sus destinatarios (los pobres y sus aliados), ni tampoco en su finalidad (la transformación social). Está más bien en la inserción viva del teólogo junto a los pobres, entendidos como realidad colectiva, conflictiva y activa (pobres-sujeto). Esto es lo que resulta decisivo en la teología de la liberación y lo que determina todo lo demás: la temática, la metodología, la relación con el marxismo, la lectura bíblica, etc. Todo esto se hace a partir del pobre. Es lo que distingue a la actual teología de la liberación de cualquier otra teología. Como se ve, es algo que se da en el teólogo antes que en la teología. Es este su «acto 1» lo que marca la anterioridad de la praxis de la fe sobre su teoría teológica («acto 2»). No cabe duda de que el encuentro con el pobre es la condición epistemológica indispensable para hacer teología de la liberación. Pero es una condición naturalmente insuficiente. No le basta al teólogo comprometerse, sino que además tiene que producir efectivamente la teología que se desea, y ello a través de la aplicación teórica al tema que se estudia. La experiencia teologal condiciona, pero no sustituye, a la inteligencia teológica. Porque si, por un lado, la teología se encuentra en una dependencia (externa) de la vida de fe, por otro lado posee su propia autonomía (interna) en lo que se refiere a las reglas de su producción.
Cuando se habla de teología de la liberación se piensa en seguida en sus teólogos más famosos como Gustavo Gutiérrez, Jon Sobrino, Pablo Richard, etc. Sin embargo, la teología de la liberación es un fenómeno eclesial y cultural harto rico y complejo para limitarla sólo a los teólogos de profesión. Se trata realmente de un tipo de pensamiento que recorre en buena parte todo el cuerpo eclesial, especialmente en el Tercer Mundo. De hecho, existe en las bases de la Iglesia, en las llamadas comunidades de base y en los círculos bíblicos, toda una reflexión de fe, a la que podríamos calificar de teología de la liberación difusa y generalizada. Es un tipo de pensamiento homogéneo con la teología de la liberación más elaborada, puesto que también ella pone en confrontación la fe cristiana y la situación de opresión. Como veremos, en eso consiste precisamente la teología de la liberación. Además, entre ese nivel más elemental y el nivel más elevado de la teología de la liberación encontramos un nivel intermedio. Es el campo en el que se sitúa la reflexión de los pastores: obispos, sacerdotes, religiosas y otros agentes de pastoral. Ese nivel es como un puente tendido entre la teología de la liberación más elaborada y la reflexión liberadora de las bases cristianas. Cada uno de esos niveles refleja la misma cosa: la fe confrontada con la opresión. Sin embargo, cada una refleja esa fe a su modo, como explicitaremos más adelante. Es importante observar aquí que, desde las bases hasta el plano más elevado, pasando por el plano intermedio, existe un mismo flujo continuo de pensamiento, un mismo proceso teológico global.
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Es éste un intento de definir mejor el perfil epistemológico de la teología de la liberación. Si no todo está todavía suficientemente claro es porque, en el fondo, esta teología, todavía tan nueva, va creciendo con el pueblo en su camino de liberación. II.
1.
LAS TRES FORMAS DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: PROFESIONAL, PASTORAL Y POPULAR
Una reflexión única
Efectivamente, la teología de la liberación se puede comparar con un árbol. El que en ella ve solamente teólogos profesionales sólo ve el ramaje del árbol. No ve aún el tronco, que es reflexión de los pastores y los restantes agentes; y menos todavía ve todas las raíces que están bajo tierra y que sustentan el árbol entero: el
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tronco y las ramas. Pues bien, así es la reflexión vital y concreta, todavía subterránea y anónima, de decenas de miles de comunidades cristianas, que viven su fe y piensan en clave liberadora. Por donde se ve que detenerse en los llamados «teólogos de la liberación» no es más que rozar la copa del árbol de la teología de la liberación. Esta continúa viva en el tronco, y más aún en las raíces profundas escondidas bajo tierra. Se ve, pues, que esa corriente teológica está íntimamente ligada a la propia existencia del pueblo: a su fe y a su lucha. Forma parte de su concepción de vida cristiana. Y, por otro lado, permanece orgánicamente ligada a la praxis pastoral de los agentes, como a la teoría de su acción. Ahora bien, cuando una teología ha llegado a ese nivel de enraizamiento vital y de encarnación; cuando ha penetrado en la espiritualidad, en la liturgia y en la ética; cuando se ha transformado en práctica social, se ha hecho prácticamente indestructible. Presentamos aquí un esquema que visualiza los tres planos de elaboración de la teología de la liberación mencionados y el modo como se relacionan entre sí (ver página siguiente). Este cuadro presenta a la teología de la liberación como un fenómeno amplio y diferenciado. Es toda forma de pensar la fe ante la opresión. Es evidente que cuando se habla de teología de la liberación se entiende casi siempre esa expresión en su sentido estricto o técnico, y sobre todo en ese sentido lo utilizamos. Pero es imposible no tener en cuenta toda esa base concreta, densa y fecunda de que se nutre la teología de la liberación profesional. ¿Qué es lo que unifica esos tres planos de reflexión teológicoliberadora? Una misma inspiración de fondo: una fe transformadora de la historia o, en otras palabras, la historia concreta pensada a partir del fermento de la fe. Quiere esto decir que la sustancia de la teología de la liberación de Gustavo Gutiérrez es la misma que la de un labrador cristiano del nordeste brasileño. El contenido fundamental es el mismo. La misma savia que corre por las ramas del árbol es también la que pasa por el tronco y la que asciende de las raíces secretas de la tierra. La distinción entre esos varios tipos de teología está en la lógica, y más concretamente en el lenguaje. En efecto, la teología puede estar articulada en mayor o menor grado. Es evidente que la teología popular se hace en los términos del lenguaje corriente, con su espontaneidad y su colorido, mientras que la teología profesional adopta un lenguaje más convencional, con su rigor y su severidad peculiares. Así, se puede entender fácilmente qué es la teología de la liberación examinando su proceso a partir de abajo, es decir, analizando lo que hacen las comunidades de base cuando leen el evangelio y lo confrontan con sus vidas de opresión, ansiosas de 92
EPISTEMOLOGÍA
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Teología de la liberación profesional
Teología de la liberación pastoral
Descripción
Más elaborada y rigurosa
Más orgánica con Más difusa y relación a la praxis capilar, casi espontánea
Lógica
De tipo científico: metódica, sistemática y dinámica
Lógica de la acción: concreta, profética, propulsora
Lógica de la vida: oral, gestual, sacramental
Método
Mediación socio-analítica, mediación hermenéutica y mediación práctica
Ver, juzgar y obrar
Confrontación, evangelio y vida
Lugar
Institutos teológicos, seminarios
Institutos pastorales, centros de formación
Círculos bíblicos, comunidades eclesiales de base, etc.
Momentos privilegiados
Congresos teológicos
Asambleas eclesiales
Cursos de entrenamiento
Productores
Teólogos de profesión (profesores)
Pastores y agentes pastorales: seglares, religiosas, etc.
Participantes de las comunidades eclesiales de base con sus coordinadores
Producción oral
Conferencias, aulas, asesoría
Discusiones, evangelio
Comentarios, celebraciones, dramatizaciones
Producción escrita
Libros, artículos
Documentos pastorales, mimeografiados varios
Itinerarios, mapas
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Teología de la liberación popular
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liberación. Pues bien, la teología de la liberación profesional no hace otra cosa, pero se expresa de un modo más sofisticado. Por su parte, la teología pastoral, del plano intermedio, adopta una lógica y un lenguaje que saca sus recursos tanto de la base (concretez, comunicación, etc.) como de la cima (sentido crítico y orgánico, etc.). 2.
Una teología integrada e integradora
EPISTEMOLOGÍA
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MÉTODO
humana y «desea entender» como decían los teólogos clásicos. Y todo el que cree desea entender algo de su fe. Y cuando se piensa en la fe, ya se hace teología. Así pues, todo cristiano es en cierto modo teólogo, y lo será tanto más cuanto más piense en su fe. El sujeto de la fe es el sujeto de la teología: la fe pensante y pensada, colectivamente cultivada en el contexto de la Iglesia. Una comunidad eclesial de base que intenta sacar lecciones para hoy de una página del evangelio está haciendo teología. Mejor dicho, la teología popular es un pensamiento de fe hecho en grupo: cada uno da su opinión, completando o corrigiendo las demás hasta asimilar con mayor claridad la cuestión. ¿O es que el pueblo no tiene derecho a pensar? ¿Es que sería sólo «Iglesia discente», es decir, la Iglesia que es educada y de ningún modo Iglesia educanda y educadora?
Importa mostrar que esos tres tipos de reflexión teológica no están aislados o yuxtapuestos. La mayoría de las veces progresan de un modo integrado. La integración se da en cualquier nivel: en el nivel de la teología de la liberación popular cuando, por ejemplo, se ve a un pastor (sacerdote u obispo) y a un teólogo sentados en medio del pueblo en un centro comunitario, reflexionando con ellos sobre su lucha y su caminar. La integración puede darse también en el nivel de la teología de la liberación científica cuando, por ejemplo, agentes de pastoral y laicos de base participan en cursos sistemáticos de teología. Por lo demás, cada vez vemos más laicos participando en los cursos de teología o asistiendo a conferencias de profundización de la fe. Pero la integración más clara tiene lugar justamente en el plano intermedio, o sea, el de la teología de la liberación pastoral, especialmente con ocasión de las asambleas eclesiales. Se ven allí agentes pastorales (obispos, sacerdotes, religiosas y personas liberadas) planteando sus problemas; cristianos de base contando sus experiencias, y teólogos contribuyendo con sus iluminaciones, profundizando los datos suscitados y sacando conclusiones. Es de notar que en tales acontecimientos, lo mismo que en las asambleas diocesanas o episcopales, participan también otros analistas sociales que se encuentran camino de la liberación: sociólogos, economistas, pedagogos, técnicos, los cuales ponen su competencia profesional al sevicio del pobre. Por ahí se ve que la teología de la liberación, al menos en el espacio de modelo que brota de la Iglesia, que es el de la liberación, integra cada vez más las figuras del pastor, del teólogo y del laico, articulados en torno al eje: misión liberadora. Estamos aquí lejos de la vieja fragmentación, en gran parte todavía vigente en la Iglesia, entre una teología canónica y oficial, hecha en las curias episcopales, una teología crítica y de contestación, realizadas en los centros de estudio e investigación, y una teología salvaje, elaborada en los márgenes de la Iglesia. El esquema arriba expuesto muestra también que todo el pueblo de Dios reflexiona sobre su fe; todo él, de alguna manera, hace teología, y no solamente los profesionales. Mejor dicho, no existe fe sin un mínimo de teología. ¿Por qué? Porque la fe es
La teología popular es sobre todo una teología oral. Es una teología hablada. Lo escrito obra ahí como función de diálogo de la fe (guía) o como residuo, es decir, como resumen de lo que se ha discutido y que se quiere guardar. Pero la teología de la liberación popular es más que oral: es una teología «sacramental»; se realiza por medio de gestos y de símbolos. Por ejemplo, «el pueblo de base» está acostumbrado a representar al capitalismo bajo la forma de un árbol con sus frutos podridos y sus raíces venenosas. Hace dramatizaciones de escenas evangélicas en una forma actualizada. Por ejemplo, un grupo de evangelio representó la situación de las prostitutas hoy mostrando una pancarta en la que se leía: «Ultimas en la sociedad - primeras en el reino». O aquel otro grupo que, en un curso sobre el Apocalipsis, preparó la oración de la mañana dibujando en el encerado un dragón de siete cabezas frente a un corderito herido y de pie. Invitó entonces a poner nombres en las siete cabezas. Se levantaron hombres y mujeres y escribieron como pudieron: multinacionales, ley de seguridad nacional, deuda externa, dictadura militar, incluyendo nombres de ministros considerados antipopulares. Y debajo del cordero, alguien escribió: «Jesucristo liberador». Una señora se levantó y añadió: «El pobre de los pobres». Ahí rige todo un pensamiento religioso, se hace presente toda una teología. Es claro que ella no se autodenomina así. Ni lo necesita. Se trata de hecho de una teología anónima y colectiva, pero con su vigor y verdad. Pero es teología de hecho y del hecho, lo mismo que la medicina casera es verdadera medicina. ¿Es teología crítica? Ciertamente es crítica, porque es lúcida y profética; crítica, no en el sentido académico, sino en el verdadero,
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3.
Una teología oral, simbólica y pastoral
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que deben liberar al pueblo de sus injusticias, las cuales, lo sé, son graves. Que ellos asuman ese su papel de libertadores del pueblo con los caminos y los métodos seguros». Ahora bien, un obispo liberador sólo puede hacer una teología liberadora. Su trabajo no se resume en producir teología en los centros de reflexión, estudio e investigación, que son normalmente las facultades e institutos de teología en los que la Iglesia forma a sus sacerdotes y laicos cualificados. Debemos reconocer que tales lugares constituyen el lugar principal de elaboración de la teología de la liberación. El teólogo de la liberación no es un intelectual de escritorio. Es antes un «intelectual orgánico», un «teólogo militante», que se sitúa dentro del caminar del pueblo de Dios y se articula con los responsables de la pastoral. Conserva un pie en el centro de reflexión y otro en la vida de la comunidad. Por lo demás, aquí asienta su pie derecho.
puesto que se da cuenta de las causas y propone los medios para llegar a ellas. Muchas veces, es preciso reconocerlo, supera con mucho la pretendida crítica de los doctores, que saben dar pelos y señales de la causa del monstruo, pero jamás le han mirado a la cara. Existe ciertamente una teología pastoral: es la que proyecta la luz de la palabra salvadora sobre la realidad de las injusticias en orden a la animación eclesial en la lucha de liberación. Es una teología de una especie particular. Se sitúa en la misma línea y en la misma inspiración fundamental que la teología de la liberación tal como es conocida. Ambas tienen la misma raíz: la fe evangélica, y persiguen el mismo objetivo: la práctica liberadora del amor. Estos dos tipos de teología se enriquecen mutuamente: los teólogos aceptan y profundizan los conceptos pastorales, y los pastores incorporan los puntos de vista y las conclusiones más fecundas de los teólogos profesionales. Los pastores saben cuánto deben al asesoramiento de los teólogos. Con ocasión de la Instrucción del cardenal J. Ratzinger sobre la teología de la liberación, los obispos de Brasil, en su asamblea general de abril de 1985, declararon que, a pesar de las eventuales «ambigüedades y confusiones», la conocida teología de la liberación «favorece la evangelización» por el hecho de «esclarecer el nexo entre los movimientos que buscan la liberación del hombre y la realidad del reino de Dios» (n. 5). Los obispos, igual que los sacerdotes y otros agentes de pastoral, no se contentan simplemente con apropiarse la teología de la liberación de los teólogos profesionales. Ellos mismos hacen su teología de la liberación en conformidad con su misión. Lo que ellos pueden hacer es enriquecer su reflexión propia con los desarrollos específicos de la teología de la liberación más elaborada y de tipo científico. Por lo demás, la Iglesia institucional nunca consideró (ni podría hacerlo) a ninguna teología científica como vinculante para la fe. Le basta el mensaje básico de las Escrituras y la gran tradición. Con todo, para ejercer su misión en cada época histórica, los pastores han recurrido siempre (y no podría ser de otro modo) a las corrientes teológicas que les prestaban mejor ayuda. Pues bien, eso es lo que está sucediendo entre los pastores de la liberación y los teólogos de la liberación. Por eso mismo se puede observar una armonía espiritual muy grande entre la teología de la liberación profesional y la teología de la liberación pastoral en la Iglesia del Tercer Mundo. Ello está particularmente claro en relación con los obispos que desean ser liberadores. En ese sentido, Juan Pablo II dirigió a los obispos brasileños reunidos en la asamblea del día 1 de mayo de 1984, la siguiente retadora exhortación: «Los obispos de Brasil recuerden
¿Por dónde anda el teólogo de la liberación? Se le puede encontrar en las bases. Está ligado a una comunidad concreta, inserto vitalmente en ella. Ejerciendo el servicio de la iluminación teológica, pertenece al caminar de la comunidad. Se le puede sorprender durante un fin de semana en alguna chabola, en un grupo de la periferia o en una parroquia rural. Allí está, caminando con el pueblo, hablando, aprendiendo, oyendo, interrogando y siendo interrogado. No existe el teólogo puro, solo teólogo que solamente sabe teología. Como hemos visto, el teólogo de la liberación debe poseer en alto grado el arte de la articulación: articular el discurso de la sociedad, el del mundo de las significaciones populares, con el discurso de la fe y de la gran tradición. En el ambiente de la liberación querer saber solamente teología es condenarse a no saber ni la propia teología. Por eso el teólogo de la liberación posee su momento de pastor, de analista, de intérprete, de articulador, de hermano de fe y compañero de camino. Debe ser siempre un hombre del Espíritu para animar y traducir, en reflexión de fe, de esperanza y de amor comprometido, las exigencias del evangelio confrontado con los signos de los tiempos, que aparecen en los medios populares. También se podrá encontrar al teólogo en los encuentros con el pueblo de Dios: será un retiro espiritual, un encuentro de diócesis para una revisión o programación; será un curso bíblico; será un encuentro sobre pastora! de la tierra o de la mujer marginada, o será un debate sobre los desafíos de la cultura negra o indígena. Allí está él sobre todo como asesor. Oye los proble-
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4.
Actuación concreta del teólogo
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mas, escucha la teología hecha en y por la comunidad, es decir, esa primera reflexión de base que es la teología del pueblo hecha a partir de su vida. Invitado por la asamblea, intenta entonces reflexionar, profundizar, criticar, replantear la problemática suscitada, confrontándola siempre con la palabra de la revelación, con el magisterio y con la gran tradición. Podríamos decir que entonces hace teología con el pueblo. Finalmente, encontramos al teólogo en su mesa de trabajo: leyendo, investigando, preparando conferencias, clases y cursos, escribiendo artículos y libros. Es éste el momento teórico o científico. Ahí, en ese laboratorio, es donde la experiencia de la base y la praxis de los agentes de pastoral son reconsideradas críticamente, reflexionadas en profundidad a la luz de la fe y elaboradas en forma de conceptos, es decir, dentro del rigor científico. De ahí sale el teólogo no solamente para la animación pastoral, para asesorar a los agentes de pastoral o para algún debate, sino también para las clases, conferencias, congresos, a veces viajando por el extranjero, hablando en los centros metropolitanos del poder y de la producción. Y ésa es una teología a partir del pueblo, y en nombre del pueblo. Dada la inmensa agenda de actividades y las exigencias prácticas y teóricas que esta forma de teología implica, no raras veces encontramos teólogos de la liberación cansados y hasta extenuados. Las cuestiones rebasan la capacidad de reflexión y elaboración del teólogo tomado individualmente. Por eso esa teología es fundamentalmente una tarea que ha de ser llevada a cabo colectivamente en articulación orgánica con toda la Iglesia y con las varias formas de elaboración que antes hemos descrito. Al final de todo, al teólogo de la liberación no le cuadran otras palabras que las del Señor: «Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Le 17,10). Y no hay que extrañarse de que el teólogo, unido para la vida y para la muerte con sus hermanos oprimidos, participe activamente en su destino de persecución y de martirio. De ello será siempre símbolo luminoso el P. Ignacio Ellacuría, teólogo de El Salvador, asesinado salvajemente, con otros cinco compañeros y dos colaboradoras en la capital del país, en noviembre de 1989. Aparte de otras atrocidades, este asesinato estuvo marcado por este detalle de un simbolismo atroz: al teólogo-mártir le abrieron el cráneo y le arrancaron el cerebro. No obstante, victor sub gladio, Ellacuría será honrado en adelante como un gran precursor de la América liberada y ciertamente como el proto-mártir de la teología de la liberación.
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III.
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MÉTODO DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
l o que vamos a exponer a continuación se refiere a la teología de la liberación en cuanto teología particular, esto es, la que trata de la liberación histórica de los oprimidos. Pero si concebimos la teología de la liberación como teología global y unitaria, entonces hemos de decir que aquí expondremos solamente lo que constituye la marca distintiva de la teología de la liberación, es decir, el •momento 2» de su proceso teórico integral. Así pues, dejaremos • le lado el método del «momento 1», que corresponde a la teología clásica» y que se estructura, como es sabido, en sus dos niveles: el auditus fidei («teología positiva») y la cogitatio fidei (••teología especulativa»). Añadimos que el resultado de esta operación puede ser asumido a continuación por la teología de la liberación en su «momento 2», a título de principios iluminativos («a la luz de»). Repetimos: no siempre la operación del «momento 1» es realizada por la teología de la liberación. Esta presupone, ciertamente, la fe positiva, pero no necesariamente en su forma teologizada. Y cuando lo hace (es el «momento 1»), la teología de la liberación actúa, si no con un método, al menos con un modo propio, integrando críticamente las teologías ya hechas, superándolas creativamente a través de la exploración de nuevas dimensiones y abriéndolas a su sentido liberador. Es lo que podría llamarse una obra de «refundición epistemológica», efecto dialéctico de retorno de la problemática del «momento 2» sobre el «momento 1». Dejemos, pues, este último para limitarnos aquí a lo que es más nuevo "y más típico de la teología de la liberación —el momento 2»—, marcado por la problemática histórica y por las incidencias de la fe en ella. I.
El momento
previo
Antes de hacer teología es preciso hacer liberación. El primer paso para la teología es preteológico. Se trata de vivir el compromiso de la fe; en nuestro caso particular, de participar de algún modo en el proceso liberador, de estar comprometido con los oprimidos. Sin esa condición previa concreta, la teología de la liberación -.e queda en mera literatura. Aquí no basta, pues, reflexionar sobre la práctica. Es preciso antes establecer un nexo vivo con la práctica viva. De lo contrario, pobre, opresión, revolución, sociedad nueva •e reducen a meras palabras que se pueden encontrar en cualquier diccionario. Es preciso que quede esto claro: en la raíz del método de la teología de la liberación se encuentra el nexo con la práctica 99
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concreta. Dentro de esa dialéctica mayor de teoría (de la fe) y praxis (de la caridad) es donde actúa la teología de la liberación. Verdaderamente, sólo ese nexo efectivo con la práctica liberadora puede otorgarle al teólogo un «espíritu nuevo», un estilo nuevo o un modo nuevo de hacer teología. Ser teólogo no es manipular métodos, sino estar imbuido del espíritu teológico. Pero antes de constituir un método nuevo teológico, la teología de la liberación es un modo nuevo de ser teólogo. La teología es siempre un acto segundo, siendo el primero «la fe que obra por la caridad» (Gal 5, 6). La teología viene después (no el teólogo); primero viene la práctica liberadora. Importa, pues, tener ante todo un conocimiento directo de la realidad de la opresión/liberación a través de un compromiso desinteresado y solidario con los pobres. Ese momento preteológico significa realmente conversión de vida e implica una «conversión de clase», en el sentido de llevar la solidaridad efectiva con los oprimidos y con su liberación. Sin duda el modo concreto y propio de un teólogo de comprometerse con los oprimidos es producir una buena teología. Con todo, lo que aquí queremos acentuar es que esa empresa es imposible sin un contacto mínimo con el mundo de los propios oprimidos. Es preciso un verdadero contacto físico para poder adquirir una nueva sensibilidad teológica. Ese contacto se puede dar en formas y grados distintos, dependiendo de las personas y de las circunstancias: — Hay teólogos de la liberación que mantienen con las bases cristianas una comunicación más o menos restringida, sea de carácter esporádico (visitas, encuentros, momentos fuertes, etc.), sea de carácter más regular (acompañamiento pastoral durante los fines de semana, asesoramiento teológico-pastoral de una comunidad o movimiento popular, etc.). — Otros alternan períodos de trabajo teórico (magisterio, estudio y elaboración) con períodos de trabajo práctico (trabajo pastoral o asesoramiento teológico en una Iglesia determinada). — Otros, en fin, viven insertos en los medios populares, habitando y hasta trabajando en unión del pueblo sencillo. Sea como fuere, una cosa está clara: si uno pretende hacer teología de la liberación adecuada, es preciso que se disponga a «pasar el examen preliminar» en unión de los pobres. Sólo después de haberse sentado en los bancos de los humildes estará en condiciones de entrar en la escuela de los doctores.
1.
MÉTODO
Esquema básico del método
La elaboración de la teología de la liberación se desarrolla en tres momentos fundamentales, que corresponden a los tres tiempos del conocido método pastoral: ver, juzgar y obrar. En teología de la liberación se habla de tres mediaciones principales: mediación socio-análitica, mediación hermenéutica y mediación práctica. Se habla de «mediaciones» porque representan medios o instrumentos de construcción teológica. Veamos rápidamente cómo se presentan esas tres mediaciones y cómo se articulan. La mediación socio-análitica contempla el lado del mundo del oprimido. Procura entender por qué el oprimido es oprimido. La mediación hermenéutica contempla el lado del mundo de Dios. Procura ver cuál es el plan divino en relación con el pobre. La mediación práctica, a su vez, contempla el lado de la acción e intenta descubrir las líneas operativas para superar la opresión de acuerdo con el plan de Dios. Expliquemos con más detalles esas mediaciones.
A.
Mediación
socio-analítica
La liberación es liberación del oprimido. Por eso la teología de la liberación debe comenzar por inclinarse sobre las condiciones reales en que se encuentra el oprimido, de cualquier orden que sea. Ciertamente, el objeto primario de la teología es Dios. Sin embargo, antes de preguntarse qué significa la opresión a los ojos de Dios, el teólogo necesita preguntarse más en la base qué es la opresión real y cuáles son sus causas. En realidad, el acontecimiento de Dios no sustituye ni elimina el acontecimiento del mundo real. «Un error acerca del mundo —afirma el gran santo Tomás de Aquino— redunda en error acerca de Dios» 7. Además, si la fe quiere ser eficaz, lo mismo que el amor cristiano, es preciso que tenga los ojos abiertos a la realidad histórica que quiere fermentar. Por eso, conocer el mundo real del oprimido forma parte (material) del proceso teológico global. Es un momento o mediación indispensable, aunque insuficiente, para un entendimiento ulterior y más profundo, que es el saber propio de la fe.
?•
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Sí'.mmü contra gentiles II, 3.
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a)
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Cómo entender el fenómeno de la opresión
Ante el oprimido, la primera pregunta del teólogo sólo puede ser: ¿por qué la opresión? ¿dónde están sus raíces? Ahora bien, el oprimido tiene muchos rostros. Puebla enumera: rostros de niños, de jóvenes, de indígenas, de campesinos, de obreros, de subempleados y desempleados, de marginados, de ancianos (nn. 32-39). Con todo, la figura característica del oprimido en el Tercer Mundo es la del pobre socio-económico. Son las masas desheredadas de las periferias urbanas y del campo. Es preciso que partamos de ahí, de esa opresión infraestructural, si queremos entender correctamente todas las demás formas de opresión y articularlas en la forma debida y aceptable. En realidad, según veremos mejor más adelante, esa forma socio-económica condiciona de algún modo a todas la formas restantes. Partiendo, pues, de esa expresión fundamental de la opresión que es la pobreza socio-económica, preguntémonos cómo se explica. Pues bien, a este respecto la teología de la liberación encuentra tres respuestas alternativas disponibles: la empírica, la funcionalista y la dialéctica. Vamos a exponer con brevedad cada una de ellas. — Explicación empirista: la pobreza como vicio. Es una forma de explicar la pobreza de manera corta y superficial. Atribuye las causas de la pobreza a indolencia, a ignorancia o simplemente a malicia humana. No se ve el aspecto colectivo o estructural de la pobreza: que los pobres son masas enteras y que aumentan cada vez más. Es la concepción vulgar de la miseria social y la más difundida de la sociedad. La solución lógica de esa visión a la cuestión de la pobreza es el conocido asistencialismo, que va desde la limosna hasta las más diversas campañas de ayuda a los pobres. El pobre es tratado aquí como un «infeliz». — Explicación funcionalista: la pobreza como atraso. Es la interpretación liberal o burguesa del fenómeno de la pobreza social. Esta se atribuye al simple atraso económico y social. Con el tiempo, gracias al propio proceso de desarrollo, favorecido en el Tercer Mundo por préstamos y tecnología extranjeros, el «progreso» habrá de llegar y el hambre desaparecerá; así piensan los funcionalistas. La salida social y política es aquí el reformismo, entendido como mejora creciente del sistema vigente. El pobre aparece aquí como «objeto» de la acción de la cumbre. Lo positivo de tal concepción es que ve la pobreza como fenómeno colectivo, pero desconoce su carácter conflictivo. O sea, ignora que la pobreza «no es una etapa casual, sino el producto de 102
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determinadas situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas», de modo que «los ricos son cada vez más ricos a costa de los pobres, cada vez más pobres» (Puebla 30). — Explicación dialéctica: la pobreza como opresión. Entiende la pobreza como fruto de la propia organización económica de la sociedad, que a unos explota —y son los trabajadores— y a otros los excluye del sistema de producción —y son los subempleados, los desempleados y toda la masa de los marginados—. Como indica Juan Pablo II en la encíclica Laborem exercens, la raíz de esa situación se encuentra en la supremacía del capital sobre el trabajo: aquél controlado por unos pocos, y éste ejercido por la gran mayoría (cap. III). En esa interpretación, llamada también histórico-estructural, la pobreza aparece plenamente como un fenómeno colectivo, llamado también conflictivo, exigiendo su superación en un sistema social alternativo. La salida a esa situación es, efectivamente, la revolución, entendida como la transformación de las bases del sistema económico y social. El pobre surge aquí como «sujeto». b)
Mediación histórica y lucha de los oprimidos
La interpretación socio-análitica, tal como ha sido arriba presentada, quedará convenientemente completada mediante el recurso a una aproximación histórica de la problemática de la pobreza. Tal aproximación muestra al pobre no sólo en su situación presente, sino como término de todo un proceso amplio de expoliación y de marginación social. Aquí se recuperan incluso las luchas de los pequeños a lo largo de todo su caminar histórico. En efecto, la situación de los oprimidos no se define solamente por sus opresores, sino también por el modo como reaccionan a la opresión, resisten y luchan para liberarse. Por eso mismo jamás se entenderá a un pobre sin comprenderlo en su dimensión de sujeto social coagente —todavía sojuzgado— del proceso histórico. Consiguientemente, para analizar el mundo de los pobres hay que tener en cuenta no sólo sus opresiones, sino también su historia y sus prácticas liberadoras, por más embrionarias que sean. r)
El caso de un marxismo mal digerido
Cuando se trata del pobre y del oprimido y se busca su liberación, ¿cómo evitar el encuentro con los grupos marxistas (en la lucha concreta) y con la teoría marxista (en el nivel de la reflexión)? Ya hemos podido verlo arriba, cuando nos referíamos a la interpretación dialéctica o histórico-estructural del fenómeno de la pobreza socio-económica. 103
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La teología de la liberación lo es de la liberación del oprimido —del oprimido entero: cuerpo y alma— y de todos los oprimidos: el pobre, el sojuzgado, el discriminado, etc. Es imposible detenerse en el aspecto puramente socio-económico de la opresión, esto es, el aspecto «pobre», por más fundamental y «determinante» que sea. Es preciso ver también otros planos de opresión social: la opresión de tipo racial: el negro; étnico: el indio; y la opresión de tipo sexual: la mujer. Esas diferentes opresiones, a las que algunos denominan «segregaciones», y otras más (como las de tipo generacional: el joven; las relativas a la edad: el niño, el anciano, etc.), poseen su
naturaleza específica y necesitan un tratamiento (teórico y práctico) también específico. Por consiguiente, hay que superar una concepción exclusivamente «clasista» del oprimido, como si éste fuese únicamente el pobre socio-económico. En las filas de los oprimidos encontramos algo más que los meros pobres. Sin embargo, importa observar aquí que el oprimido socioeconómico (el pobre) no existe simplemente al lado de otros oprimidos, como el negro, el indio o la mujer, para atenernos a las categorías más significativas del Tercer Mundo. No; el oprimido de clase, el pobre socio-económico, es la expresión infraestructural del proceso de opresión. Los otros tipos representan expresiones superestructurales de la opresión, y por este título están condicionadas profundamente por lo infraestructural. En efecto, una cosa es un negro conductor de taxi, y otra cosa un negro ídolo del fútbol. De idéntica forma, una cosa es una mujer empleada doméstica, y otra cosa una mujer primera dama de la nación. Una cosa es un indio expoliado de su tierra, y otra un indio dueño de su terreno. Esto permite entender por qué en una sociedad de clases las luchas de clase son las luchas principales. Ellas colocan frente a frente a grupos antagónicos, cuyos intereses esenciales son irreconciables. En cambio, las luchas del negro, del indio y de la mujer ponen en juego grupos no antagónicos por naturaleza y cuyos intereses fundamentales son en principio reconciliables. Si el patrono (explotador) y el obrero (explotado) no podrán nunca en definitiva reconciliarse, el negro puede hacerlo con el blanco, el indio con el «civilizado» y la mujer con el hombre. Se trata aquí, en efecto, de contradicciones no antagónicas, las cuales se articulan en nuestras sociedades con y sobre la contradicción antagónica de base, que es el conflicto de clase. Inversamente, hay que notar que las opresiones de tipo no económico agravan la opresión socio-económica preexistente. Un pobre es mucho más oprimido cuando, además de pobre, es negro, indio, mujer o anciano. Sin lugar a duda, para entender críticamente la situación del pobre y de toda suerte de oprimidos, es importante la mediación socio-análitica. Con ella, sin embargo, sólo se aprende de la opresión lo que puede aprender una aproximación de tipo científico. Ahora bien, semejante aproximación tiene sus límites, que son los de la racionalidad positiva. Esta capta únicamente (y ya es mucho) la estructura básica y global de la opresión, dejando fuera todos los matices, que sólo la experiencia directa y la vivencia diaria puede percibir. Quedarse meramente en el entendimiento racional y científico de la opresión es caer en el racionalismo y dejar fuera más de la mitad de la realidad del pueblo oprimido. En realidad, el oprimido es más de lo que dice de él el analista
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Por lo que hace a la relación con la teoría marxista, limitémonos aquí a algunas indicaciones esenciales: 1) En la teología de la liberación el marxismo no es nunca tratado por sí mismo, sino siempre a partir y en función de los pobres. Situado firmemente al lado de los humildes, el teólogo interroga a Marx: «¿Qué puedes decirnos tú de la situación de miseria y de los caminos para su superación?». Aquí se somete al marxista al juicio del pobre y de su causa, y no lo contrario. 2) Por eso la teología de la liberación se sirve del marxismo de modo puramente instrumental. No lo venera como venera a los santos evangelios. Ni tampoco se siente obligada a dar cuenta a nadie del uso que hace de las palabras e ideas marxistas (si las usa correctamente o no), a no ser a los pobres y a su fe y esperanza. Para ser más concretos, digamos aquí que la teología de la liberación utiliza libremente del marxismo algunas «indicaciones metodológicas» que se han revelado fecundas para la comprensión del mundo de los oprimidos, entre las cuales están: la importancia de los factores económicos; la atención a la lucha de clases; el poder mistificador de las ideologías, incluidas las religiosas, etc. Es lo que afirmó el entonces general de los jesuitas, el padre Arrupe, en su famosa carta sobre el análisis marxista, de 8 de diciembre de 1980. 3) Por eso también el teólogo de la liberación mantiene una relación decididamente crítica frente al marxismo. Marx (como cualquier otro marxista) puede sin duda ser compañero de camino (cf. Puebla 554), pero jamás podrá ser «el» guía. «Porque uno solo es vuestro guía, Cristo» (Mt 23,10). Siendo así, para un teólogo de la liberación, el materialismo y el ateísmo marxistas ni siquiera llegan a ser una tentación. A partir del horizonte más amplio de la fe el marxismo queda radicalmente relativizado y superado en principio. d)
Para ampliar la concepción del pobre
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social: economista, sociólogo, antropólogo, etc. Es preciso escuchar también a los propios oprimidos. De hecho el pobre, en su sabiduría popular, «sabe» mucho más de pobreza que cualquier economista. O mejor, sabe de otro modo y con más densidad. Así, ¿qué es el trabajo para la sabiduría popular y qué es para un economista? Para éste es las más de las veces una simple categoría o un cálculo estadístico, mientras que para el pueblo «trabajo» connota drama, angustia, dignidad, seguridad, explotación, agotamiento, vida; en fin, toda una serie de percepciones complejas y hasta contradictorias. Igualmente, ¿qué representa la tierra para un campesino y qué para un sociólogo? Para aquél la tierra es mucho más que una realidad económica y social. Es una grandeza humana, con un significado profundamente afectivo y hasta místico. Y esto vale mucho más todavía para el indígena. Finalmente, cuando el pueblo dice «pobre» dice dependencia, debilidad, desamparo, anonimato, desprecio y humillación. Por eso los pobres no acostumbran a llamarse «pobres», y ello por un sentimiento de honra y dignidad. Son los no pobres los que los llaman así. Como aquella pobre mujer de una pobre ciudad del interior de Pernambuco —Tacaimbó— que, al oír que la llamaban «pobre», respondió: «Pobre, no. Pobre es el perro. Nosotros somos desamparados, pero luchadores». Se sigue de aquí que el teólogo de la liberación, en contacto con el pueblo, no ha de contentarse con análisis sociales, sino que deberá captar también toda la rica interpretación que hacen los pobres de su mundo, articulando así la necesaria mediación socioeconómica con la indispensable comprensión de la sabiduría popular, la racionalidad de los conceptos científicos con la simbología de las ideas e imágenes del pueblo. Finalmente, en la fisión cristiana el pobre es todo eso y mucho más. La fe ve en el pobre y en todo oprimido justamente lo que la teología de la liberación procura explicitar (y aquí nos anticipamos ya a la mediación hermenéutica): — la imagen de Dios desfigurada; — el hijo de Dios hecho siervo paciente y rechazado; — el memorial del Nazareno, pobre y perseguido; — el sacramento del Señor y juez de la historia, etc. De ese modo, la concepción del pobre, sin perder nada de su sustancia concreta, se amplía infinitamente porque se abre a lo infinito. Por donde se evidencia que, para la fe y la misión de la Iglesia, el pobre no es tan sólo un ser de necesidades y un obrero; no es únicamente un oprimido social y un agente histórico. Es todo eso y mucho más; es también portador de un «potencial evangelizador» (Puebla 1147) y una persona con vocación para la vida eterna. 106
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Mediación
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hermenéutica
Una vez entendida la situación real del oprimido, el teólogo tiene que preguntarse: ¿qué dice la palabra de Dios sobre esto? Es ése el segundo momento de la construcción teológica; momento específico, por el cual un discurso es formalmente discurso teológico. Se trata, por tanto, de ver el proceso de la opresión/liberación «a la luz de la fe». ¿Y qué es eso? Esta expresión no designa algo vago o general. La «luz de la fe», en efecto, se encuentra positivamente registrada en las sagradas Escrituras. Por eso decir «la luz de la fe» o «la luz de la palabra de Dios» es lo mismo. Y así, el teólogo de la liberación va a las Escrituras llevando toda la problemática del dolor y de la esperanza de los oprimidos. Solicita de la palabra de Dios luz e inspiración. Realiza, pues, aquí una nueva lectura de la Biblia: la hermenéutica de la liberación. a)
La Biblia de los pobres
Interrogar a la totalidad de la Escritura desde la óptica de los oprimidos, tal es la hermenéutica o lectura específica de la teología de la liberación. Apresurémonos a decir que no es ésta la única lectura posible y legítima de la Biblia. Sin embargo, para nosotros hoy en el Tercer Mundo es la lectura privilegiada, la «hermenéutica actual». En el seno de la gran revelación bíblica desentraña los temas más luminosos y elocuentes en la perspectiva de los pobres: el Dios padre de la vida y abogado de los oprimidos, la liberación de la casa de la esclavitud, la profecía del mundo nuevo, el reino dado a los pobres, la Iglesia de la comunión total, etc. La hermenéutica de la liberación acentúa esos filones, pero sin exclusivizarlos. Puede que no sean los temas más importantes (en sí mismos), pero son los más apropiados (para los pobres en su situación de opresión). Por lo demás, es el orden de la importancia el que determina el orden de lo conveniente. Por otra parte, los pobres son más que simplemente pobres, según hemos visto. Ellos buscan vida y «vida plena» (Jn 10, 10). Por eso las cuestiones pertinentes o urgentes de los pobres se articulan con las cuestiones trascendentales: la conversión, la gracia, la resurrección. Efectivamente, la hermenéutica de la liberación pregunta a la palabra sin anticipar ideológicamente la respuesta divina. Como teológica, la hermenéutica se hace en la fe, o sea, en la apertura a la revelación siempre nueva y siempre sorprendente de Dios, al mensaje inaudito que puede salvar o condenar. Por eso mismo, la respuesta de la palabra puede ser siempre cuestionar a la pregunta 107
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e incluso al propio interrogante, en la medida en que llama a la conversión, a la fe o al compromiso de justicia. Hay, por tanto, un «círculo hermenéutico» o una «interpelación mutua» entre pobre y palabra (Pablo VI, EN 29). No obstante, es innegable que en esa dialéctica la preferencia le corresponde a la palabra soberana de Dios. Ella ostenta la primacía de valor, si bien no necesariamente metodológica. Sabemos, por otro lado, por el contenido intrínsecamente liberador de la revelación bíblica, que la palabra para el pobre sólo puede sonar como mensaje de consuelo y liberación radicales. b)
Rasgos de la hermenéutica teológico-libertadora
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cia en el contexto de la opresión del Tercer Mundo, donde la evangelización liberadora posee implicaciones políticas inmediatas y graves, según lo prueba la larga lista de mártires latinoamericanos. 4) Finalmente, la hermenéutica de la liberación quiere hacerse junto con los pobres, incorporando la contribución de la lectura popular de la Biblia en el nivel de mediación hermenéutica, así como incorpora la sabiduría popular en el seno de la mediación socio-analítica. De este modo, los pobres, o, mejor dicho, la Iglesia de los pobres, concretada en las comunidades de base, aparece como el «sujeto hermenéutico» privilegiado de la reflexión bíblica. c)
Los libros de la Biblia preferidos
La lectura de la Biblia que se hace a partir de los pobres y de su proyecto de liberación se caracteriza por algunos rasgos: 1) Es una hermenéutica que privilegia el momento de la aplicación sobre el de la explicación. En él, por otra parte, la teología de la liberación no hace otra cosa sino redescubrir lo que fue vocación perenne de toda sana lectura bíblica, según se ve, por ejemplo, en los Padres de la Iglesia; vocación que durante mucho tiempo se descuidó en favor de una exégesis racionalista y exhumadora del sentido en sí. La hermenéutica libertadora lee la Biblia como un libro de vida, y no como un libro de historias curiosas. Busca en ella el sentido textual ciertamente, pero en función del sentido actual. Aquí lo importante no es tanto interpretar el texto de las Escrituras cuanto interpretar el libro de la vida «según las Escrituras». Para decirlo en pocas palabras, la lectura bíblica nueva/antigua culmina en la vivencia hoy del sentido de ayer. Aquí viene el segundo rasgo. 2) La hermenéutica liberadora busca descubrir y activar la energía transformadora de los textos bíblicos. Se trata, en resumidas cuentas, de obtener una interpretación que lleve al cambio de la persona (conversión) y de la historia (revolución). Tal lectura no está ideológicamente preconcebida, puesto que la religión bíblica es una religión abierta y dinámica debido a su carácter mesiánico y escatológico. Ya lo confesaba E. Bloch: «Es difícil hacer una revolución sin la Biblia». 3) La lectura teológico-política de la Biblia acentúa, sin reduccionismos, el contexto social del mensaje. Coloca cada texto en su contexto histórico para hacer así una traducción adecuada, no literal, dentro de nuestro propio contexto histórico. Así, por ejemplo, la hermenéutica de la liberación enfatiza (sin exclusivizar) el contexto social de opresión en el que vivió Jesús y el contexto marcadamente político de su muerte en la cruz. Es evidente que, así relacionado, el texto bíblico adquiere una particular importan-
Ciertamente, la teología ha de tener en cuenta toda la Biblia. No obstante, las preferencias hermenéuticas son inevitables y hasta necesarias, como nos lo enseña la propia liturgia y el arte homilético. En lo que respecta a la teología de la liberación en cualquiera de sus tres niveles: profesional, pastoral y principalmente popular, los libros indudablemente más apreciados son: — El Éxodo, porque desarrolla la gesta de la liberación político-religiosa de una masa de esclavos que se convierte, en virtud de la alianza divina, en pueblo de Dios. — Los profetas, por su intransigente defensa del Dios liberador, su denuncia vigorosa de las injusticias, la reivindicación de los humildes y el anuncio del mundo mesiánico. — Los evangelios, evidentemente por el carácter central de la persona divina de Jesús, con su mensaje del reino, su práctica liberadora y su muerte y resurrección, sentido absoluto de la historia. — Los Hechos de los Apóstoles, por retratar el ideal de una comunidad cristiana libre y libertadora. — El Apocalipsis, por describir en términos colectivos y simbólicos la lucha inmensa del pueblo de Dios perseguido contra todos los monstruos de la historia. Hay sitios en los que se privilegian otros libros, como los Sapienciales, por recuperar el valor de revelación divina contenido en la sabiduría popular (proverbios, historias, etc.). Así también, en algunas áreas de América central, después de haber meditado las comunidades los libros de los Macabeos para alimentar su fe en un contexto de insurrección armada (legitimada, por lo demás, por sus pastores), terminada la guerra e iniciado el trabajo pacífico de la reconstrucción del país, se pusieron a leer sistemáticamente los libros de Esdras y Nehemías porque retratan el esfuerzo de restauración del pueblo de Dios después del período crítico del cautiverio de Babilonia.
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Es ocioso decir aquí que cualquier libro bíblico ha de ser leído en clave cristológica, o sea, a partir del punto más alto de la revelación tal como se encuentra en los evangelios. Así la óptica del pobre es situada en el interior de una óptica mayor: la del Señor de la historia, adquiriendo con ello toda su consistencia y vigor. d)
Recuperación de la gran tradición cristiana
La teología de la liberación es consciente de ser una teología nueva, contemporánea del período histórico vigente y adecuada a las grandes mayorías pobres, cristianas y también no cristianas, del Tercer Mundo. No obstante, intenta mantener un lazo de continuidad fundamental con la tradición viva de la fe del pueblo cristiano. Por eso mismo interroga al pasado buscando aprender de él y enriquecerse con él. Pues bien, ante la tradición teológica la teología de la liberación adopta una doble actitud: De crítica, tomando conciencia de los límites e insuficiencias de las elaboraciones del pasado, tributo en parte inevitable pagado por la propia época. Por ejemplo, en la teología escolástica (siglos XI a XIV), dejando a un lado sus innegables contribuciones a la elaboración precisa y sistemática de la verdad cristiana, se encuentra una no menos innegable tendencia al teoricismo, a vaciar el mundo de su carácter histórico (visión estática de las cosas) mostrando escasísima sensibilidad para la cuestión social del pobre y de su liberación histórica. En cuanto a la espiritualidad clásica, se intenta superar su intimismo ahistórico, su elitismo y el sentido insuficiente de la presencia del Señor en los procesos liberadores. De rescate, incorporando filones teológicos fecundos que fueron olvidados y que pueden enriquecernos, e incluso cuestionarnos. Así, de la teología patrística (siglos II a IX) podemos integrar: la concepción profundamente unitaria de la historia de la salvación, el sentido de las exigencias sociales del evangelio, la percepción de la dimensión profética de la misión de la Iglesia, la sensibilidad hacia los pobres, etc. Inspiradoras son también para la teología de la liberación las experiencias evangélicas singulares de tantos santos y profetas, muchos de ellos condenados como herejes, pero cuyo significado liberador percibimos hoy claramente. Así ocurrió con Francisco de Asís, Savonarola, el maestro Eckhart, Catalina de Siena, Bartolomé de las Casas y, más recientemente, los padres Hidalgo y Morelos, así como el padre Cicero, sin olvidar la contribución preciosa de los movimientos pauperistas medievales de reforma, lo mismo que las demandas evengélicas de los grandes reformadores. 110
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La doctrina social de la Iglesia
También en relación con la doctrina social de la Iglesia la teología de la liberación mantiene una relación abierta y positiva. Es preciso decir, en primer lugar, que la teología de la liberación no se presenta como una concepción concurrente de la doctrina del magisterio. Ni tampoco podría hacerlo, ya que se trata de discursos con niveles y competencias distintos. Pero en la medida en que la doctrina social de la Iglesia ofrece las grandes orientaciones para la acción social de los cristianos, la teología de la liberación intenta, por un lado, integrar esas orientaciones en su síntesis y quiere, por otro, explicitarlas de modo creativo para el contexto concreto del Tercer Mundo. Esa operación de intergración y explicitación se funda en el carácter dinámico y abierto de la enseñanza social de la Iglesia (cf. Puebla 473 y 539). Además, al hacerlo así, la teología de la liberación presta oído a la apelación explícita del propio magisterio que, en la Octogésima adveniens, de Pablo VI (1971), afirmó: Pronunciar una palabra única, como también proponer una solución con valor universal... no es nuestro propósito ni tampoco nuestra misión. Incumbe a las comuniades cristianas: — Analizar con objetividad la situación propia de su país. — Procurar esclarecerla mediante la luz de la palabra inalterable del evangelio... — Discernir las opciones y los compromisos que conviene asumir para realizar las transformaciones sociales... (n. 4; cf. también 42 y 48).
Pues bien, ahí están indicados justamente los tres momentos de la producción teológico-liberadora, a través de los cuales lo que era menos concreto en la doctrina de la Iglesia se torna más concreto. Ahora bien, en la medida en que responde al reto de Pablo VI, lanzado a la doctrina social de la Iglesia, afirmando que ella «no se limita a recordar unos principios generales; al contrario, es algo que se desarrolla por medio de la reflexión madurada al contacto con situaciones cambiantes de este mundo» (OA 42), la teología de la liberación se coloca plenamente en la línea de las exigencias de la doctrina de la Iglesia. Así es realmente considerada cuando es asumida y/o elaborada por los pastores en la forma de la teología de la liberación pastoral. Por lo demás, el propio cardenal J. Ratzinger, en la Instrucción sobre la teología de la liberación (cap. V), considera la doctrina social de la Iglesia como una especie de preteología de la liberación o como un tipo de «teología de la liberación pastoral» en la medida en que ha procurado «responder al desafío lanzado a nuestra época por la opresión y por el hambre» (n. 1). 111
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La conclusión de todo esto es una sola: no existe incompatibilidad de principio entre la doctrina social de la Iglesia y la teología de la liberación. Una completa a la otra para bien de todo el pueblo de Dios. f)
El trabajo creativo de la teología
Pertrechado con sus mediaciones propias y con todo el material así acumulado, el teólogo de la liberación se pone a construir síntesis de fe verdaderamente nuevas y a producir significaciones teóricamente nuevas para los grandes desafíos de hoy. El teólogo de la liberación no es únicamente un acumulador de materiales teológicos, sino un verdadero arquitecto. Por eso se arma de la necesaria osadía teórica y de una buena dosis de fantasía creadora, a fin de estar a la altura de los problemas inéditos que se alzan de los continentes oprimidos. Desentrañando y desdoblando creativamente los contenidos liberadores de la fe, intenta realizar una nueva codificación del misterio cristiano, ayudando así a la Iglesia a cumplir su misión de evangelización libertadora en la historia. C.
Mediación
práctica
La teología de la liberación está lejos de ser una teología inconcluyente. Sale de la acción y lleva a la acción, y ese periplo está todo él impregnado y envuelto en la atmósfera de la fe. Desde el análisis de la realidad del oprimido, pasa a través de la palabra de Dios para llegar finalmente a la práctica concreta. La «vuelta a la acción» es característica de esta teología. Por eso quiere ser una teología militante, comprometida y libertadora. Es una teología que conduce a la plaza pública, porque la forma actual de la fe hoy en el submundo de los desheredados es el «amor político» o la «macrocaridad». En el Tercer Mundo, entre los últimos, la fe es también y sobre todo política. Sin embargo, la fe no se reduce a acción, aunque libertadora. Es «siempre mayor» y comprende también momentos de contemplación y de profunda gratitud. La teología de la liberación lleva también al templo. Y desde el templo lleva de nuevo al fiel a la plaza pública de la historia, ahora cargado con todas las fuerzas divinas y divinizadoras del misterio del mundo, que es Dios. Es verdad; la teología de la liberación lleva también y principalmente hoy a obrar: acción por la justicia, obra de amor, conversión, renovación de la Iglesia, transformación de la sociedad. 112
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La lógica del tercer momento —la mediación práctica— posee su régimen interno propio. Naturalmente, el grado de definición de la acción depende del nivel teológico en que uno se encuentra: profesional, pastoral o popular. Así, un teólogo profesional sólo puede abrir grandes perspectivas para la acción. Un teólogo pastor puede ya ser más determinado en cuanto a las líneas de actuación. En cuanto al teólogo popular, está en condiciones de entrar en un plano de concretización práctica bastante preciso. Evidentemente, en los dos últimos niveles —pastoral y popular— la definición del obrar no puede ser más que obra colectiva, llevada adelante por todos los que están involucrados en la cuestión del caso, especialmente por los llamados «agentes». Extremadamente compleja es la lógica de la acción. Comprende muchos pasos, como la apreciación racional y prudencial de todas las circunstancias y la previsión de las consecuencias de la acción. Sea como fuere, la «mediación práctica» comprende varios niveles discursivos: 1. Nivel del análisis de la coyuntura. En él se aprecia la correlación de fuerzas presentes, como las resistencias de la sociedad y de la Iglesia, la capacidad del pueblo para llevar las propuestas hechas, etc. 2. Nivel de los proyectos y programas. Se constituye de las propuestas de lo que es históricamente viable: los objetivos que alcanzar a corto o largo plazo. Sin eso nos quedaríamos en las utopías puras y en las meras buenas intenciones. 3. Nivel de la estrategia y de las tácticas. Se definen aquí las medidas concretas para alcanzar los objetivos propuestos: alianzas, recursos, medidas varias; todo ello a través de juicios prudenciales que van hasta el nivel más concreto: la táctica. 4. Nivel ético y evangélico. Mediante los valores y criterios de la moral y de la fe se aprecian las metas y las medidas propuestas, privilegiando, por ejemplo, los métodos no-violentos: el diálogo, la presión moral, la resistencia activa, etc. 5. Nivel performativo. Se puede llegar hasta el discurso del obrar directo, apelando y arrastrando hacia la acción, y sirviendo de puente entre la decisión y la ejecución. En este tercer tiempo del método teológico-liberador se verifica un saber que está hecho más de práctica que de teoría. Esto significa que se procesa de modo más ejecutivo que sistemático. I'or eso, en esas alturas, más que la razón formal actúan la sabiduría de la vida y la prudencia de la acción. Y en esto el pueblo sencillo, «doctor en la escuela de la vida», lleva muchas veces la delantera sobre los «sabios y entendidos». 113
TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Y MARXISMO Enrique
D.
Dussel
La descripción de la temática de la relación entre la teología de la liberación y el marxismo al menos puede incluir cuatro dimensiones. En primer Vagar, los presupuestos de la praxis- la dimensión política como relación de fe y realidad histórica latinoamericana reciente. En segundo lugar, la dimensión epistemológica o los presupuestos de la teoría: la relación de fe y ciencias sociales en América latina. En tercer lugar, la crítica a la articulación de la teología de la liberación con el marxismo, desde fuera de la Iglesia y desde dentro, en especial desde las Instrucciones (de 1984 y de 1986) de la Congregación de la Doctrina de la Fe. Y, en cuarto lugar, las pistas que se abren en el presente a la utilización del marxismo por la teología de la liberación.
I.
DIMENSIÓN DE LA PRAXIS HISTÓRICA FE Y POLÍTICA
LATINOAMERICANA:
La teología surge desde la praxis cristiana, y por ello debemos buscar en la praxis histórica de la relación entre los cristianos y los marxistas en América latina la condición de posibilidad de la utilización teórica del marxismo en la teología de la liberación latinoamericana. 1.
Desencuentro
histórico
La doctrina social de la Iglesia impedía a los cristianos toda comprensión del marxismo. Desde la lejana encíclica Noscitis et 115
ENRIQUE
D.
nobiscum (de 1849) ] hasta la Rerum novarum (de 1891), donde se condena al marxismo porque sus seguidores «excitan en los pobres el odio a los ricos y pretenden acabar con la propiedad privada y sustituirla por la común» 2, y aún posteriormente en la Quadragesimo atino (1931)3, la posición es constante: una condenación sin atenuantes. En América latina, igualmente, el anticomunismo fue posición general de todos los cristianos —recuérdese que Cardin funda la MOC para combatirlo; el padre Hurtado lanza en Chile la acción social como cruzada anticomunista; lo mismo monseñor Franceschi en Argentina, y aún en 1968 en México el padre Velázquez continúa en la misma postura (y estamos nombrando a los más progresistas). Quizá nadie lo criticó con tanta pasión como monseñor Mariano Rossell y Arellano (1938-1964) en Guatemala, quien con sus pastorales Sobre la amenaza comunista (1945) o Sobre la excomunión de los comunistas (1949), permitió la caída del populismo de J. Arbens. Monseñor Víctor Sanabria (1899-1952) de Costa Rica será la gran excepción al vincular a la Iglesia con el Partido Comunista en 1948. De todas maneras, los marxistas (desde la fundación de los Partidos Comunistas a partir de 1920) tampoco estaban preparados para ningún diálogo, dado su dogmatismo teórico (ateísmo y materialismo filosófico) y sus errores históricos 4 . Los cristianos, que desde 1930 participaban militantemente en la Acción Católica s, o en las Democracias Cristianas (desde 1936 en Chile), cifraban mucho de su trabajo «apostólico» en luchar contra las juventudes comunistas (cuando las había). La confrontación tenía ya un siglo, y era total. 1. Cf. Colección completa de encíclicas pontificias, Buenos Aires, 1952. El papa Pío XI expresa que hay algunos que aceptan «los criminales sistemas del comunismo y del socialismo» (p. 120). Sobre el socialismo y marxismo en América latina véase G. D. Colé, Historia del pensamiento socialista, t. III, México, 1959; t. IV, 1960; t. V, 1961. También R. Alexander, Communism in Latin America, N. Brunswick, 1959; V. Alba, Historia del comunismo en América latina, México, 1954; M. Loewy, El marxismo en América latina, México, 1982; B. Liss, Marxist thought in Latin America, Berkeley, 1984; y nuestro artículo «Encuentro de Cristianos y marxistas en América latina», en Cristianismo y Sociedad (México) 74 (198X), pp. 19-36. Véase J. Samour, tesis doctoral sobre Valoración del marxismo en la teología de la liberación, México, 1988. 2. Colección completa cit-, p. 474. Véase sobre este tema mi obra Etica comunitaria, Buenos Aires-Madrid, 1968, cap. 19, pp. 221-234: «Doctrina social y evangelio». 3. «El comunismo... enseña y pretende dos cosas: la lucha de clases encarnizada y la desaparición completa de la propiedad privada» (lbid., p. 1294). Véase Divini Redemptoris (1937) (lbid., p. 1435), hasta Human: generis (1950) de Pío XII. 4. Véase mi artículo citado sobre «Encuentro de cristianos y marxistas en América latina». Los Partidos Comunistas latinoamericanos, al participar en algunos Frentes Populares desde 1936 (por indicación de Moscú), perdieron sus bases obreras (que fueron a veces absorbidas por los populismos); en 1941 se unen a los «Aliados» contra el nacismo —por nueva orden—. En 1945 se encuentran aliados al imperialismo anglosajón. Errores irreparables. 5. Véase mi trabajo Los últimos cincuenta años (1930-1985) en la historia de la Iglesia en América latina, Bogotá, 1986, pp. 13 ss.
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Fase inicial de encuentro (1959-1968)
En enero de 1959 el papa Juan XXIII convoca al concilio Vaticano II, y en ese mes Fidel Castro entra en La Habana triunfante. Es una nueva época. La renovación católica mundial, y muy especialmente latinoamericana, coincide con la muerte de Stalin y con el XX Congreso del Partido en Moscú (1956), bajo el liderazgo de Krutschev. La crisis del populismo (Vargas, Perón, Rojas Pinillas, etc.) lleva consigo la de la Acción Católica. La JOC y la JUC, especializadas, tienen oídos más atentos a los nuevos tiempos. En el Nordeste del Brasil surge el Movimiento de Educación de Base. En 1959 un grupo universitario cristiano funda la Acción Popular en Sao Paulo que por primera vez se declara de inspiración socialista 6 . Comienzan entonces los compromisos cristianos más radicales en política. La cuestión de «fe y política» es prioritaria. Lo cierto es que muchos cristianos, al entrar en la arena política, «pierden» su fe. La cuestión es: ¿por qué «pierden» la fe?, ¿no debería haber otra expresión de fe que pudiera resistir a la «prueba» de la política? El compromiso extremo de Camilo Torres 7 , que muere en 1966, es el fin de la experiencia «foquista» —muchos jóvenes se comprometieron en esta línea en la década del 60 8 —. Hay que descubrir otro camino. De todas maneras, el diálogo con los marxistas fue posible en la praxis. Ellos mismos, la «nueva izquierda», habían perdido mucho de su dogmatismo y se abrían a nuevas posiciones —se captaba mejor el problema «popular», y poco después el «althusserianismo» dará nuevo impulso a un marxismo pos-estaliniano. El fracaso del desarrollismo (Kubitschek en Brasil, Frondizi en Argentina, Rómulo Betancour en Venezuela, López Mateo en México, Frei en Chile, Caldera en Venezuela de nuevo) dará igualmente argumentos para nuevos tipos de compromisos cristianos. Es ahora el pobre, el pueblo, los oprimidos históricos los que llaman a su servicio tanto a cristianos como a marxistas. 3.
Convergencia (1968-1979)
1968 conmueve a América latina. Desde el Tlatelolco de México (con la muerte de más de 400 estudiantes) hasta el «cordobazo» 6. Cf. Acao Popular, Documento Base (multicopiado), Sao Paulo, 1963; E. Kadt, Catholic radicáis in Brazil, London, 1971; S. Silva Gotal, El pensamiento revolucionario cristiano en América y el Caribe, Salamanca, 1981. 7. Cf. Camilo Torres por Camilo Torres Restrepo (1956-1965), Cuernavaca, 1967; Obras escogidas, Montevideo, 1968; véase R. de Roux, cap. VII de la Historia general de la Iglesia en América latina, t. VII, Salamanca, 1977. 8. Cf. V. Bambierra y otros, Diez años de insurrección en América latina, t. I-II, Santiago, 1971; R. Goot, Las guerrillas en América latina, Santiago, 1971; INDAL, Movimientos revolucionarios en América latina, t. I-II, Bruselas, 1972; etc.
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argentino (con la caída de Onganía) hay movimientos estudiantiles y populares en todos los países. Es la realización, por otra parte, de Medellín —de enorme trascendencia histórica—, junto al fracaso de la Democracia Cristiana chilena (1964-1970). Por su parte ISAL (ligado al Consejo Ecuménico de Ginebra) aportaba a América latina toda la experiencia de los cristianos revolucionarios de África y Asia. El primer ejemplo de trabajo conjunto de cristianos y marxistas de gran significación fue el realizado, en el gobierno de Salvador Allende (1970-1973), en el seno del Frente Popular por el MAPU (movimiento cristiano surgido de la Democracia Cristiana). Esto fue fruto de dos procesos. Por una parte, de la ya emergente teología de la liberación, y, por otra parte, del movimiento «Cristianos para el Socialismo». Este último no sin relación con la crisis que se produjo en ILADES (Instituto Latinoamericano de Estudios Sociales), donde en 1969 el grupo Bigo-Vekemans se opuso al que optó por un análisis que asumía críticamente el marxismo (Arroyo-Hinkelammert)'. La Acción Católica universitaria y obrera (JUC y JOC) seguía estos acontecimientos de cerca y se comprometía en ello en todo el horizonte latinoamericano. Por su parte, la larga experiencia de diálogo entre cristianos y marxistas en Francia —desde las «Semanas de Intelectuales» de los años de la década del 50—, o de asesores de la Acción Católica (como los padres Blanquart o Cardonnel, por ejemplo), llegaba igualmente a América latina, que ya en la década del 70 popularizará la obra althusseriana de Martha Harnecker, propiamente de marxismo estructuralista; pero, no hay que olvidarlo, Martha fue presidenta de la JUC chilena. Fue el tiempo en que Fidel Castro llegó a decir: Yo creo que hemos llegado a una época en que la religión puede entrar en el terreno político con relación al hombre y sus necesidades materiales 10 .
Y en la declaración de «Cristianos para el Socialismo» se expresaba:
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Los cristianos tienen claro que su práctica política no puede deducirse directamente de su fe. El cristianismo revolucionario usa las mediaciones de la ciencia y de la teoría revolucionaria, para ir abriendo camino histórico para su acción junto a la clase trabajadora y el pueblo latinoamericano".
En Argentina, por el retorno del populismo peronista (1973), el tema del «pueblo» se hace central, y aunque es más difícil de asumir en las categorías marxistas, será rápidamente asimilado por la teología de la liberación 12 . Luis Corvalán, secretario del PC chileno, escribirá desde el exilio: En estas condiciones la religión pierde su carácter de opio del pueblo, y, por el contrario, en la medida en que la Iglesia se compromete con el hombre, se podría decir que, en vez de alienante, es un factor más de inspiración en la lucha por la paz, la libertad y la justicia".
El 1973 será sombrío: la caída de Allende y la represión generalizada en toda América latina. Las comunidades de base mostrarán, en medio de la noche, el camino hacia el pueblo, los pobres, los oprimidos. El análisis anterior se profundizará. 4.
Más allá de la alianza estratégica (1979-1984)
El triunfo de la revolución sandinista dio al diálogo entre cristianos y marxistas la primera prueba histórica de su posibilidad. Ahora era una realidad. En la declaración del 7 de octubre de 1980, el FSLN deja estampada la superación de una época histórica de incomprensión entre cristianismo y revolución poscapitalista en todo el mundo, y esta lección será aprendida, no sólo por África y Asia, sino aún por Cuba y la Unión Soviética: Los sandinistas afirmamos que nuestra los cristianos, apoyándose en su fe, necesidades del pueblo y de la historia, la militancia revolucionaria. Nuestra
experiencia demuestra que cuando son capaces de responder a las sus mismas creencias los impulsan a experiencia nos demuestra que se
9. I. Vaillancourt, «La crisis del ILADES»»: Víspera (Montevideo) 22 (1971), pp. 18-27; P. Richard, Cristianos para el socialismo, Salamanca, 1976; Id., Cristianismo, lucha ideológica y racionalidad socialista, Salamanca, 1975; R. Vekemans, Teología de la liberación y Cristianos para el Socialismo, Bogotá, 1976. Richard Shaull aportará elementos desde la experiencia de las luchas por la liberación del África y el Asia, de los movimientos ecuménicos —y pot ello debe considerársele como uno de los iniciadores de la teología de la liberación—: «Consideraciones teológicas sobre la liberación del hombre»: IDOC (Bogotá) 43 (1968); Id., «A theological perspective on human liberation», en S. Shapiro, Cultural Factors in ínter-American relations, traducido en Mensaje 168 (1968), pp. 175-179. 10. Véase mi obra Religión, México, 1977, pp. 212 ss.
11. Los cristianos y el socialismo. I Encuentro latinoamericano, Buenos Aires, 1973, pp. 18-19. Véase la antología de R. Vidales, Praxis cristiana y militancia revolucionaria (mimeografiado), México, 1978. Para el contexto de toda esta época consúltese mi obra De Medellín a Puebla, México, 1979 (traducción portuguesa, Sao Paulo, 1981). 12. Es interesante anotar que la posición «clasista»» (de Chile, Perú o Brasil, en la teología de la liberación) a partir de 1974, aproximadamente, adoptará la posición de aceptar la categoría «pueblo»» en el análisis sociológico y político —en El Escorial discutimos en 1972 estas cuestiones, y al fin el «pueblo» pasó a set el sujeto histórico (cf. G. Girardi, Sandinismo, marxismo y cristianismo en la nueva Nicaragua, Managua, 1986, libro de importancia sobte el tema del «pueblo» como sujeto histórico). 13. R. Vidales, op. cit., doc. I, IV.
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Si socialismo significa, como debe significar, preeminencia de los intereses de la mayoría nicaragüense y un modelo de economía planificada nacionalmente, solidaria y progresivamente participativa, nada tenemos que objetar 1 5 .
La muerte de cientos de mártires cristianos latinoamericanos sella estas afirmaciones, en especial la de monseñor Osear A. Romero, el 24 de marzo de 1980. El desbloqueo mutuo fue inmenso en esos años, no exentos de tensiones igualmente enormes dentro de las respectivas instituciones (de una Iglesia tradicíonalista que se opone a las nuevas corrientes de apertura, y de grupos dogmáticos que siguen repitiendo el ateísmo y el materialismo). 5.
Nuevas contradicciones que afianzan lo logrado (desde 1984)
La crítica de la Instrucción de 1984 contra la teología de la liberación, de la Congregación de la Doctrina de la Fe, fundaba todo su argumento en la contaminación marxista constitutiva de dicha teología. Esto produjo nuevos debates; pero, sustancialmente, convenció a los marxistas (y a los países del socialismo real) que la teología de la liberación no era una moda, sino una corriente eclesial profundamente arraigada y con convicciones, que defendía su posición públicamente aún ante el más alto tribunal de la Iglesia. Las persecuciones que se sufrían desde 1972 (por parte del CELAM de la época) habían pasado a Roma. Y, en ambos casos, la teología de la liberación había reafirmado sus principios: la opción fundamental por los pobres, por el pueblo oprimido, exige al discurso teológico tener instrumentos de análisis que le permitan efectuar una reflexión pertinente, real, adecuada. El uso de las ciencias sociales (y del marxismo si es necesario) es un requerimiento análogo, en cuanto instrumental científico, al de todas las teologías desde el siglo II de la era cristiana. Como veremos, el uso del instrumental marxista por parte de la teología de la liberación, en plena consonancia con la tradición y la doctrina de la Iglesia, ciertamente se profundizará en el futuro.
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II. DIMENSIONES EPISTEMOLÓGICAS: FE Y CIENCIAS SOCIALES
puede ser creyentes y a la vez revolucionarios consecuentes y que no hay contradicción insalvable entre ambas cosas 1 4 .
El uso de la teología de la liberación, que ha venido ejerciendo un análisis social, permite al episcopado nicaragüense escribir:
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La teología es una reflexión que, surgiendo de la praxis, necesita un instrumental teórico para llevar a cabo su propio discurso 16. Después de aclarado este primer asunto, nos quedan todavía otros tres: ¿de qué marxismo se trata?; ¿por qué se usa el instrumental marxista?; ¿cómo usan el marxismo los teólogos de la liberación? —siendo este último el descriptivamente más importante. 1.
Teología y discurso
científico
No nos alargamos en este punto, porque ha sido tratado en otro apartado de esta obra; sin embargo, queremos situar la cuestión. Toda teología, en todos los tiempos, usó un cierto discurso científico como mediación para la construcción de su reflexión. La fe es el momento fundamental del discurso teológico. La fe, por su parte, es un aspecto de la praxis: de la praxis cristiana. La acción (praxis) cristiana incluye la «luz» bajo cuya claridad puede constituir a dicho pensar como «cristiano». Es decir, en la praxis cotidiana la fe existencial, cotidiana o profética, ilumina ese acto como seguimiento de Jesús de Nazaret. De la misma manera, la praxis (que incluye la fe como su fundamento cristiano) es el antecedente constituyente de la teología. La teología no es sino un discurso teórico (espiritual, sapiencial y metódico, pero siempre igualmente «práctico» para Tomás de Aquino), que, partiendo de la praxis cristiana, a la luz de la fe, reflexiona, piensa, fundamenta racionalmente la realidad, los problemas que dicha praxis afronta cotidianamente. Lo propio de la teología es el ser un discurso «metódico»; es decir, según las reglas o exigencias más desarrolladas de la racionalidad de la época. En el contexto babilónico del VI siglo a . C , el «mito adámico» es una construcción teológica en correspondencia con lo mejor de la racionalidad simbólica de su tiempo (por ejemplo, con respecto al mito de Gilgamesh). En la época de Jesús, éste usaba los instrumentos teológicos de su momento (de las escuelas rabínicas, farisaicas, etc.). Desde el II siglo de nuestra era 17, con la aparición de las escuelas teológicas cristianas griegas (primero de los Padres apostólicos y después apologistas, los Alejandrinos, tales como Orígenes), la fe cristiana
14. Comunicado oficial de la Dirección Nacional del FSLN sobre la religión, punto 2 (San José, 1980, p. 8). 15. Compromiso cristiano para una Nicaragua Nueva, 17 de noviembre de 1979, p. 9.
16. K. Aman («Using marxism: A philosophical critique of liberation theology»: Internalional Philosophical Quaterly 4 (1985), pp. 393-401) critica el que la teología de la liberación • use» al marxismo como un «instrumento» (como la ancilla theologiae medieval). Sin embargo, el autor no comprende que no es posible para un creyente otra posición; que, por otra parte, en nada demerita al matxismo. Hay entonces criticas desde la derecha y desde la extrema i/.quierda contra nuestra teología. 17. Véase mi obra El dualismo en la antropología de la cristiandad, Buenos Aires, 1974.
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construyó el discurso teológico con la «ciencia» (episteme) de su época: la filosofía (y teología) platónica. Sus «categorías» permitieron construir una teología cristiana con instrumentos que habían sido considerados intrínsecamente perversos en el siglo I, por ser parte de la cultura «pagana», anticristiana. En el siglo XII, Alberto Magno y Tomás de Aquino, en tiempo en el que dicha filosofía había sido explícitamente condenada, usaron a Aristóteles. El Estagirita dio el sistema categorial para desplegar un discurso teológico que hegemonizará la teología católica hasta nuestro tiempo. En el siglo XIX Moehler, teólogo alemán, usó los instrumentos de la filosofía de su época para renovar profundamente la teología católica alemana, sumamente atrasada con respecto a la protestante, que se había instrumentado con la mejor filosofía de la Ilustración y del pensamiento hegeliano. Habrá que esperar hasta el siglo XX, para que, desde una filosofía existencial de tipo heideggeriano, un Rahner, o desde la «escuela crítica» de Frankfurt, un Metz, pongan a la teología a la altura del pensamiento de su tiempo. Es decir, siempre la teología ha debido empuñar un método (en la tradición casi exclusivamente filosófico) para, desde la praxis, desde la fe, construir un discurso metódico, racional, científico. Por esto, para Tomás de Aquino, la teología era una «ciencia» (aunque muy particular). 2.
¿Por qué se usa el instrumental de análisis marxista?
La teología de la liberación surge de una experiencia de la praxis cristiana, de la fe. Juan Luis Segundo cuenta que en 1953 recibió de Malévez en Lovaina la intuición fundamental 18 ; personalmente recuerdo haber recibido de Paul Gauthier en Nazaret, de 1959 a 1961, la exigencia de evangelizar a los pobres, ya que nuestra regla de vida se inspiraba en Is 61,1 (Le 14,18): «El Espíritu del Señor está sobre mí y me ha consagrado para evangelizar a los pobres» 19. Comblin escribió en 1959 su obra Fracaso de la Acción Católica, donde se inicia un pensar teológico desde América latina. Gutiérrez recuerda que en 1964 tuvo ya las primeras intuiciones, como experiencia de una espiritualidad, de una teología como sabiduría 20 . En realidad, históricamente, antes que la teología estuvo la
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praxis cristiana y la fe de la Iglesia, de grupos cristianos y de los futuros teólogos. Las cuestiones que la teología latinoamericana naciente debía exponer, justificar, para servir a los militantes cristianos, fueron las razones teológicas que dieran cuenta del sentido del «compromiso político» de dichos cristianos. Pero ¿por qué comprometerse políticamente? Para efectuar un cambio social, económico y político, que permitiera a las clases explotadas (primero), a los pobres (más teológicamente) y al pueblo latinoamericano (por último) 21 alcanzar una vida justa, humana, realizada. Es la doble exigencia de pensar teológicamente el «compromiso político» para servir a los oprimidos, a los «pobres», al pueblo, lo que exigía a la teología naciente usar otros instrumentos analíticos, interpretativos, que los conocidos por la tradición teológica anterior. Ante la ausencia de una filosofía adecuada constituida, era necesario echar mano de las ciencias sociales críticas latinoamericanas. No sólo ciencias sociales (como la sociología, economía, etc.), sino ciencias sociales «críticas» (porque se trataba de descubrir y situar la realidad de la injusticia) y «latinoamericanas» (porque nuestro continente tenía cuestiones «propias» que resolver). No fue entonces una decisión a priori, dogmática o epistemológica. Desde la praxis y la fe cristianas, y por criterios fundamentalmente espirituales y pastorales (el «hecho» de que los cristianos se comprometían en la política para luchar contra la injusticia, y tal como lo exigía la doctrina social de la Iglesia), se hacían necesarias categorías de análisis adecuadas. Es así como la naciente teología latinoamericana usó los instrumentos categoriales marxistas (históricamente procedentes del marxismo de tradición francesa, que ya se usaban en grupos estudiantiles y obreros). Juan Luis Segundo, J. Comblin, Gustavo Gutiérrez, yo mismo, fuimos de la generación que estudió en Francia (o Bélgica). Dicho instrumental —ya veremos cuál y de qué manera fue usado— permitió a la nueva teología, que desde 1968 comenzó a denominarse de la liberación —en tesis de Rubem Alves en Princeton 22 —, llegar a resultados insospechados en el plano del análisis de las realidades históricas, sociales y políticas (pero igualmente en otros planos, una vez descubierta su metodología, aplicable a otros niveles de la reflexión; tal como acontecerá con la teología de la liberación de la mujer, de las razas oprimidas, etc.). Se trata, si se nos permite, de una «revolución epistemológica» en la historia mundial de la teología cristiana. Por primera vez
18. J. L. Segundo, Teología de la liberación. Respuesta al cardenal Ratzinger, Madrid, 1985, pp. 98 ss. 19. P. Gauthier, Jésus, rEglise et les pauvres, Tournai, 1962. 20. Cf. R. Oliveros, Liberación y teología, México, 1977.
21. Sobre la evolución de los contenidos semánticos de «pobre» a «pueblo» véase mi artículo «El paradigma del Éxodo en la teología de la liberación»: Concilium 209 (1987), pp. 99-114. 22. Toward a Tbeology of Liberation, que se publicó bajo el título Tbeology of human ht)(>e, Washington, 1969 (en castellano, Montevideo, 1970).
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se usaron las ciencias sociales críticas. La economía política y la sociología, originadas en pleno siglo XIX, nunca habían sido usadas consecuentemente por la teología cristiana. Así como con el «modernismo» se produjo una crisis por el uso de la historia en la teología (desde Renán a Blondel), de la misma manera, la teología de la liberación produjo una crisis al subsumir las ciencias sociales, y, entre ellas, como su núcleo crítico, al marxismo. Cuando se observe esta crisis desde el siglo XXI, se verá la importancia que tuvo como función misionera en el mundo contemporáneo —a fines del siglo XX—, en el mundo de los pobres, en América latina, África y Asia, y, muy particularmente, en las naciones de «socialismo real», ya que allí es la única teología intelegible, comprensible, profética y posible. 3.
¿Cuál es el marxismo que subsume la teología de la liberación}
Volveremos sobre este punto más adelante, pero desde ya, como puede suponerse, los teólogos de la liberación asumen un «cierto tipo» de marxismo —y excluyen otro implícita, y a veces explícitamente. De los posibles marxismos, en primer lugar, hay una unánime negación del «materialismo dialéctico». Ninguno de los teólogos de la liberación acepta el materialismo de Engels en la Dialéctica de la naturaleza, o el de Lenin, Bujarín o Stalin, en cuanto «filosofía», a la manera de Konstantinov 23 . A Marx se le acepta y asume en cuanto crítico social. El acceso a Marx mismo es doble; por una parte, por lecturas secundarias (como Yves Calvez en Francia o Welte en Alemania); por otra parte, principalmente al comienzo, por el «joven» Marx (hasta el Manifiesto de 1848). En la primera generación de teólogos (desde Juan Luis Segundo a Comblin, Gustavo Gutiérrez, o en mi posición del comienzo de la década del 60), la influencia francesa fue muy determinante. De J. Maritain se pasó a asumir a E. Mounier, y de allí al pensamiento de Lebret en Economía y humanismo. Teilhard de Chardin igualmente inspiró el pensamiento de esa época. Pero Marx llega vía la revolución cubana (1959), y por ello la lectura es simultánea: el joven Marx, obras del Che Guevara, Gramsci y Lukács. Veremos después estas influencias en cada uno de los teólogos. Es decir, un Marx «humanista» —en la denominación de la época—, francamente no dogmático, ni economicista, ni materialista ingenuo. Los padres Cardonel y Blanquart, franceses, influirán igualmente en la primera «recepción» del marxismo en la futura 23. Véase mi obra La producción México, 1985, pp. 36-37.
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a los Grundrisse,
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teología de la liberación. No hubo un serio acceso directo al Marx «definitivo» (desde el 1857 en adelante; y, como veremos, será poco frecuente hasta hoy). Posiciones tales como las de Korsch, Goldmann o aun Trotsky (aunque este último indirectamente) no han influido en la teología de la liberación. En cambio, hubo varias corrientes que se hicieron presentes desde 1968. Además de la de Antonio Gramsci, ya indicada (y que crecerá con el tiempo, pero ya presente desde el inicio), la primera línea que se manifiesta es la de la Escuela de Frankfurt, en especial en el Marcuse «norteamericano» —tan presente en una obra como la de Rubem Alves en 1968—, y difusamente utilizado por los demás, también por la teología de J. B. Metz en Alemania. El pensamiento de Bloch impacta igualmente de manera global —en especial a través de Moltmann, en la cuestión de la utopía y la esperanza—. Y, principalmente, la obra de Althusser, que traducido pedagógicamente por Martha Harnecker en sus famosas obras 2 4 , influirá no sólo en la teología de la liberación (a su segunda generación principalmente) w , sino en la totalidad del pensamiento marxista latinoamericano. De los marxistas latinoamericanos, además del Che Guevara, un Mariátegui y un Sánchez Vázquez estarán presentes en algunas de las obras de nuestros teólogos. Por supuesto, el pensamiento de Fidel Castro, desde 1959, será lectura corriente, principalmente en su posición sobre la religión —en la línea de Rosa Luxemburgo, que tuvo influencia en Brasil en el movimiento de la Acción Popular—. Junto a los franceses nombrados, Giulio Girardi, teólogo italiano de la liberación, influirá igualmente por su clara postura marxista —al comienzo decididamente «clasista» y posteriormente asumiendo al «pueblo» como el sujeto histórico de la praxis de liberación. Pero, en realidad, mucho más que este marxismo que podríamos llamar «teórico», el marxismo que marcó a la teología de la liberación fue el marxismo sociológico y económico latinoamericano de la «dependencia» —desde un Orlando Fals Borda, hasta un Theotonio dos Santos, Faletto, Cardoso, etc. (muchos de los cuales, en realidad, no eran ni son marxistas)—. Es esta sociología de la «dependencia», en su crítica al funcionalismo y al desarrollismo (y un Gino Germani influenciará todavía a J. Comblin o J. L. Segundo), la que permite la ruptura epistemológica de la teología de la liberación. Por ello, la posición de un Gunder Frank —con todo lo criticable que se la considere— será determinante en la 24. Conceptos elementales del materialismo dialéctico, México, 1974, con más de 50 ediciones. 25. Véase Cl. Boff, Teología do político e suas mediacóes, Petrópolis, 1978.
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teología de la liberación anterior al 1972. De la misma manera, la postura de F. Hinkelammert —como marxista y teólogo— significará quizá la única presencia del Marx «definitivo», ya que al fin de la década de los 60, en Santiago, se estudió en grupo seriamente El capital (en el Centro de Estudios de la Realidad Nacional), lo que posibilitará un particular despliegue del marxismo en una corriente muy creativa de la teología de la liberación en la década del 80. Toda esta compleja historia no ha sido estudiada adecuadamente hasta el presente —ya que tampoco existe una historia del marxismo latinoamericano contemporáneo, y menos dentro de los movimientos cristianos 26 —. Pero de esta enumeración puede concluirse cuan simplista es la crítica del pensamiento conservador contra la teología de la liberación cuando la acusa de «marxista» —como imputación ideológica—. Ella misma, con total responsabilidad cristiana, tuvo mucho antes que sus críticos la lenta tarea de asumir un «cierto» marxismo compatible con la fe cristiana, de los profetas, de Jesús y de la más antigua y reciente tradición eclesial —y ecuménica, por supuesto—. El dogmatismo estalinista o el economicismo de manuales, el marxismo «filosófico», le es totalmente ajeno. 4.
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le dio dimensión hitórico-social. Hugo Assmann fue el primero en indicar adecuadamente el «desmarcaje» entre estas teologías (teología del desarrollo, de la revolución, de la esperanza de Moltmann, política de Metz, etc.) 30 . N o habría que olvidar, como punto de partida, el libro que hizo historia: Marx y la Biblia de Porfirio Miranda 3 1 , donde de manera frontal, y bíblica, se plantea la cuestión. Pero, paradójicamente, es un cristiano quien mira a Marx, y no una interpretación propiamente marxista de dicho encuentro. Rubem Alves, en su tesis en Princeton de 1968 (Toward a Theology of Liberation)32, manifiesta la problemática del 68 norteamericano, bajo la presencia de Marcuse —y desde la tradición protestante de la teología de la revolución, pero ahora superada por primera vez—. Para nuestro teólogo, el «humanismo político» —de un Marcuse— supera el tecnologismo mecanicista 33 , y muestra la importancia de lo político; por su parte, el «mesianismo humanístico» —el marxismo filosófico— no logra definir bien la trascendencia en el movimiento de la liberación (obra del «humanismo mesíanico» cristiano). Las citas del joven Marx, de Marcuse, de Alvaro Vieira Pinto 34 , de Bloch, de Paulo Freiré, nos muestran el tipo de marxismo en uso. No se trata todavía del análisis social. Por su parte, Hugo Assmann expresa:
¿Cómo asumen los teólogos de la liberación el marxismo}
Si tuviéramos que exponer el tema adecuadamente, el espacio de un libro entero sería insuficiente. En estas cortas páginas, entonces, efectuaremos un esbozo inicial de la cuestión en alguno de los teólogos, y más a manera de ejemplo parcial que de exposición del asunto. La teología del desarrollo fue premarxista 27 ; las primeras obras de J. L. Segundo o de Comblin igualmente 28 . En cambio, la teología de la revolución ya usó instrumentos marxistas de análisis 29 , pero no de la misma manera que la teología de la liberación. Pienso que la diferencia, históricamente, consistió en la teoría de la dependencia, que «latinoamericanizó» el marxismo y 26. Véanse las obras de S. Silva Gotay y R. Oliveros nombradas arriba. 27. F. Houtart-O. Vertano, Hacia una teología del desarrollo, Buenos Aires, 1967; V. Cosmao, Signification et tbéologie du dévéloppement, París, 1967. 28. Del primero: Función de la Iglesia en la realidad rioplatense, Monrevideo, 1962, o ¿IM cristiandad, una utopía?, Montevideo, 1964; y aún Teología abierta para el laico adulto, Buenos Aires, desde 1968; y del segundo Tbéologie de la paix, París, 1960-1963; Tbéologie de la révolution, París, 1970-1974. 29. Véase, por ejemplo, H. Gollwitzer, Die reicben Cbristen und der arme Lazarus, München, 1968; mucho antes E. Bloch, Thotnas Münzer, Madrid, 1969, o Carlos Pinto de Oliveira, Evangelho e revolucao social, Sao Paulo, 1962; J. Cardonnel, Vévangile et la révolution, París, 1968. Cf. R. Vekemans, op. cit., pp. 100-112.
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El lenguaje de «liberación» es lenguaje de articulación de las consecuencias revolucionarias que es preciso sacar, en el nivel socio-político, del lenguaje analítico de la «dependencia». Se liga directamente al nuevo enfoque analítico del fenómeno del subdesarrollo".
Es una crítica al lenguaje «desarrollista» que surgió entre ciertos científicos sociales latinoamericanos —no necesariamente marxistas—, que dieron razones para explicar la pobreza, la opresión del pueblo latinoamericano. Assmann usa categorías marxistas, pero, nuevamente, de tipo gramsciano y lukacsiano (crítica antieconomicista de las ideologías), aunque acepta el paradigma de supra e infraestructura. De una amplia formación en este pensamiento marxista —con conocimiento igualmente de la tradición alemana—, analiza la «verdad» de un discurso desde la 30. Cf. Teología desde la praxis de la liberación, Salamanca, 1973, pp. 27-102 (de 1971). 31. Véase su primera publicación en México, 1969; Salamanca, 1972; New York, 1974. 32. Véase más arriba nota 22. En castellano recibió el nombre de Religión: ¿opio o instrumento de liberación} 33. Rubem Alves oculta un tanto el significado de estas categorías: «humanismo político», «mesianismo humanístico», «humanismo mesiánico», etc. 34. Consciencia e realidade nacional, Rio, 1962. 35. H. Assmann, op. cit., p. 122.
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praxis que lo funda. Sin embargo, nuevamente crítico del marxismo tradicional, muestra la importancia revolucionaria de la lucha ideológica —en la que la teología toma parte igualmente?—. Por ello, como hemos dicho, es el primero que puede realizar la tarea de «desmarcar» o distinguir claramente la teología de la liberación de las teologías europeas posconciliares (teología de la esperanza, teología política, teología de la revolución del Tercer Mundo, etc.) 36 . Efectuó claros análisis de la estructura simbólica como supraestructura 37 . En su discurso es criticado el dogmatismo estalinista, y aún el pensamiento de Althusser —por no situar adecuadamente la cuestión del fetichismo, y la relación teoría y praxis. Por su parte, Juan Luis Segundo, que estaba formado en la sociología más bien funcionalista de la década del 50, asume también categorías marxistas de análisis, en especial el concepto de la ideología 38 . Usó las ciencias sociales desde sus primeras obras (Función de la Iglesia en la realidad rioplatense, 1962), y es un maestro en la práctica de la «crítica». Desvela los momentos encubridores y de falsificación en las teologías europeas o norteamericanas, y aún en los documentos romanos, como en el caso de su obra crítica Teología de liberación. Respuesta al cardenal Ratzinger39. Gustavo Gutiérrez, que desde 1964 comienza a descubrir las futuras pistas, en su Teología de la liberación —cuyos primeros trazos aparecen en 1968 como crítica al desarrollismo— cita a Gramsci en la primera nota de su libro 40, como una declaración de principio de cuál será el marxismo que interesa: el antieconomicista, no materialista dialéctico, decididamente político y de análisis cultural. De allí la tesis fundamental de que la teología —como la filosofía en sentido gramsciano— es una «reflexión crítica sobre la praxis» 41 cristiana. Como toda la teología de la liberación de la década del 60, parte de la crítica de la «noción de desarrollo» 4 \ y sitúa a la liberación como su antítesis. Se citan autores tales como
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Althusser 43 , Korsch 44 , Lukács 45 , Mariátegui 46 y Sánchez Vázquez 47 —y, por supuesto, a Marx mismo—. Todo ello muestra el uso de un marxismo crítico, latinoamericano y antieconomicista, que ayuda al análisis político. Y, citando al Che Guevara, escoge este texto: Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, q u e el r e v o l u c i o n a r i o v e r d a d e r o está g u i a d o p o r g r a n d e s sentimientos de a m o r . T o d o s los días hay q u e luchar p o r q u e ese a m o r a la h u m a n i d a d viviente se t r a n s f o r m e en hechos concretos48.
Al marxismo se le encuentra también indirectamente, entre las ciencias sociales pertinentes, como instrumento para descubrir y describir el hecho de la pobreza del pueblo latinoamericano y los proyectos de liberación concretos. Su trabajo Marxismo y cristianismo, nunca publicado como libro, muestra la manera ponderada y profundamente teológica del uso de categorías marxistas (como lucha de clases, revolución y utopía). La obra de José Míguez Bonino Cristianos y marxistas*9, con el subtítulo: «El mutuo desafío para la revolución», es quizá la única dedicada explícitamente a tratar las vinculaciones del marxismo y cristianismo entre los teólogos de la liberación —aunque Miranda, igualmente, lo trató en Marx y la Biblia50—. El conocimiento de Marx del teólogo argentino no es nuevo, y ya se pudo observar su profundidad en el prólogo crítico a la obra de R. Alves, cuando escribía en 1969: ¿ N o surge el r e n a c i m i e n t o del m a r x i s m o h u m a n i s t a de la situación de los países desarrollados...? ¿ N o es la n u e s t r a u n a situación m u y distinta, en la que la h u m a n i z a c i ó n requiere u n p l a n t e a m i e n t o m á s elemental y «materialista» q u e i n c o r p o r e eficazmente la r a c i o n a l i d a d política, científica y tecnológica, sin la cual la liberación p u e d e t r a n s f o r m a r s e en un m e r o juego dialéctico? 5 1
36. Cf. «Teología de la liberación. Una evaluación prospectiva» (1971), en nota 30, más arriba. 37. Clásico es el artículo: «El cristianismo, su plusvalía simbólica y el costo social de la revolución socialista», en op. cit., pp. 171-202; donde se critica la ceguera «simbólica» de las izquierdas. 38. Hasta su extenso análisis de un tomo completo al comienzo de su cristología (El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, t. I, Madrid, 1982). Sobre nuesrro tema había escrito: «Evangelio, política y socialismo»: Actualidad Pastoral (1972), pp. 303-306; 327-331; 356-357; y otro sobre La Iglesia chilena ante el socialismo, Talca, 1971 (p. 25, mimeografiadas). 39. Op. cit. más arriba. 40. Salamanca, 1972, p. 21. 41. Ibid., p. 26. 42. Ibid., p. 26.
43. Ibid., pp. 54, 57, 130, 134, 322, 359, 360. 44. Ibid., pp. 49, 59. 45. Ibid., pp. 59, 280. 46. Ibid., pp. 35, 129, 130, 131, 213. 47. Ibid., p. 31. También usa a Marcuse (pp. 53, 56, 59, 60, 310), Ernst Bloch (pp. 62, 279, 2X0, 281, 288, 282, 296, 311, en la cuestión de la utopía). 48. Ibid., p. 132. Cita a F. Castro en pp. 131, 140, 145. 49. Publicado sólo en inglés (Grand Rapids, 1976). 50. Citado en nota 31 más artiba. 51. En «Prólogo» a R. Alves, Religión: ¿opio o instrumento de liberación?, op. cit., pp. XXI.
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Como teólogo del movimiento «Cristianos para el Socialismo», en 1972, Pablo Richard 52 —junto a Gonzalo Arroyo, su fundador— incorpora categorías marxistas. Es Gramsci su referencia obligada, en especial en su tesis sobre Muerte de la cristiandad y nacimiento de la Iglesia53, que es usado de manera sistemática para definir el marco teórico. En Leonardo Boff el rechazo del capitalismo «se orienta a una liberación en el marco de una sociedad diferente» 5 \ La teología se construye desde dos ámbitos: la fe (bíblica, según el magisterio y la tradición) y la realidad social 55 . Para descubrir esa realidad, que es reflexionada por la teología, «es preciso recurrir a las ciencias sociales humanas, tales como la antropología, la sociología, la psicología, la politología, la economía y la filosofía social» 56. Es allí donde se encuentra el marxismo. Pero aclara que la teología latinoamericana «hace uso no servil del instrumento analítico elaborado por la tradición marxista (Marx y las diversas aportaciones del socialismo, de Gramsci, del marxismo académico francés, y otras), desvinculado de sus presupuestos filosóficos (materialismo dialéctico). En este caso se considera al marxismo como ciencia, no como filosofía» 57. La obra Teología do político e suas mediacóes de Clodovis Boff58, es quizá el más sistemático trabajo teológico que intenta asumir el marco teórico de Althusser. Es una práctica teórica sumamente rigurosa en la subsunción del marxismo francés de la década del 70. Muestra cómo puede usarse un marco categorial marxista en una teología estrictamente cristiana de lo político. Sería necesario efectuar ahora un trabajo análogo, pero ahora teniendo a Marx mismo como referencia. Volveremos sobre el tema más adelante. Por su parte, Jon Sobrino indica que muchas de las teologías europeas responden a las objeciones de la «primera Ilustración», la kantiana, que pone en cuestión la relación fe-razón. Mientras que la «segunda Ilustración», la de la Marx, pone en cuestión la relación «fe-cambio histórico». ¿Para qué sirve la religión en las transformaciones históricas? La fe como justificación de la dominación o de la liberación 59 . Es aquí donde la teología de la 52. «Racionalidad socialista y verificación histórica del cristianismo»: Cuaderno de la Realidad Nacional 12 (1972), pp. 144-153. Véase Origen y desarrollo del movimiento Cristianos por el Socialismo. Chile 1970-1973, París, 1975. 53. Sao Paulo, 1984 (en portugués). 54. La fe en la periferia, Santander, 1981, p. 125. 55. Ibid., p. 127. 56. Ibid., p. 12. 57. Xbtd., pp. 75-76. 58. Véase más arriba nota 25. 59. Liberación y cautiverio, México, 1970, pp. 177-207.
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liberación asume al marxismo: como teología que no sólo interpreta la realidad sino justifica su transformación —aun revolucionaria—. Otto Maduro efectuó innovadores estudios sobre la cuestión de la religión en el joven Marx, y en el católico joven Engels 60 . Mientras que un Juan Carlos Scannone 61 formaría parte del ala de la teología de la liberación que se opone al marxismo —debido a condicionamientos propios de la realidad nacional—, lo mismo que Lucio Gera 62 . No habría que olvidar el uso del marxismo en la más profunda corriente de la espiritualidad y la mística, en el caso de un Arturo Paoli 63 —debido a sus estudios hegelianos y marxistas en Italia, junto al futuro Pablo VI, como asesor de la Acción Católica Italiana—, o un Ernesto Cardenal en su libro Santidad en la revolución6*, que marca un desbloqueo histórico hacia los procesos revolucionarios, que en el caso de los guerrilleros del Teoponte alcanzan un real grado místico —dejando de lado su oportunidad o no política—: Néstor Paz Zamora 6 5 . Habría que nombrar todavía a muchos más, tales como Raúl Vidales", Luis del Valle 67 , Jorge Pixley 68 , Elsa Tamez 6 9 , Beatriz Melano Caouch 70 , Julio Santana 71 , Luis Alberto Gomes de Sousa 72 , Gilberto Giménez 73 , Alex Morelli 74 , y tantos otros. Dejamos para más adelante las posiciones de F. Hinkelammert, G. Girardi y la mía propia. 60. Véase especialmente O. Maduro, Religión y conflicto social, México, 1980. 61. Cf. Teología de la liberación y praxis popular, Salamanca, 1976. 62. Cf. «Aspectos eclesiológicos de la teología de la liberación», en CELAM, Liberación: diálogos en el CELAM, pp. 381-391; La Iglesia debe comprometerse en lo político, Montevideo, 1970. 63. Cf. Diálogo de la liberación, Buenos Aires, 1970; Meditazione sul Vangelo di Luca, llrescia, 1972. 64. Buenos Aires, 1971. 65. Edición de Assmann, Teoponte, una experiencia guerrillera, Oruro, 1971. 66. Cf. La Iglesia latinoamericana y la política después de Medellín, Bogotá, 1972; Id., Práctica religiosa y proyecto histórico, Lima, 1975. 67. Numerosas publicaciones en la revista Christus (México), desde 1968, y organizador ilcl Centro de Reflexión Teológica (México). 68. Sus comentarios sobre el Éxodo (New York, 1987) y su obra sobre el reino de Dios (New York, 1984) abren camino en la exégesis de liberación. 69. Pionera de la exégesis y la teología feminista latinoamericana. 70. Feminista y teóloga argentina. 71. Cf. «ISAL: un movimiento anti-imperialista y antioligárquico»: NADOC 95 (1969); "Teoría revolucionaria. Reflexión sobre la fe como praxis de liberación», en Pueblo oprimido, •.i'ñor de la historia, pp. 225-242; y muchas obras más. 72. Cf. «El futuro de las ideologías y las ideologías del futuro»: Víspera 12 (1969), pp. 23U; «Condicionamientos socio-políticos de la teología»: Christus 479 (1975), pp. 14-18. 73. Cf. «El golpe militar y la condenación de CPS en Chile»: Contacto 1-2 (1975), pp. 12116; y Cultura popular y religión del Anahnac, México, 1978. 74. Cf. Libera a mi pueblo, Buenos Aires, 1971; «Fundamenración teológica de la acción por la justicia»: Vida Espiritual, 47-9 (1975), pp. 36-63.
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Anticipando las conclusiones finales, podemos indicar que, como puede observarse, la teología de la liberación usa un cierto marxismo de una cierta manera, nunca incompatible con los fundamentos de la fe. Algunos tienen una posición más claramente «clasista»; otros más cercanamente «populista»; algunos usan sólo el instrumental de la crítica ideológica, otros social, y aun propiamente económica —como veremos en el parágrafo IV—. Al gunos, también, se oponen al marxismo globalmente —aunque les resultará difícil definirse como miembros del movimiento teológico—. Algunos se inspiran en una corriente más francesa del marxismo, otros en la italiana o alemana, en la mayoría de los casos simultáneamente en varias de ellas; todos, sin embargo, asumen las tesis de la corriente latinoamericana de la dependencia —definida con mucho cuidado, teniendo conciencia de las críticas levantadas en este aspecto—. Puede entonces afirmarse que es el primer movimiento teológico que asume el marxismo —teniendo en cuenta todas las limitaciones indicadas— en la historia mundial de la teología cristiana (y en esto se anticipa a las demás religiones universales).
III. LA ACUSACIÓN DE MARXISMO
La opción cristiana en favor de los pobres y oprimidos, y por ello el uso de un instrumental epistemológico de las ciencias sociales, fue interpretado por muchos —en la Iglesia y fuera de ella— como una «manipulación» o «infiltración» marxista en la teología. Esta acusación injusta —por su intención— es casi tan antigua como la misma teología de la liberación; es decir, no comenzó recientemente. 1.
La posición de la Instrucción de 1984
Si debiéramos remontarnos a la más antigua acusación de marxista contra la teología de la liberación, no podemos olvidar que en octubre de 1972 apareció en la televisión de Bogotá y en diarios matutinos un juicio a ese respecto del padre Jaime Serna 75. En El Tiempo del 5 de noviembre se lee: «EL CELAM acusado de marxismo». En ese año, la Conferencia de Obispos latinoamericana cambia de orientación. En el primer número de la revista Tierra Nueva, como primer artículo, monseñor López Trujillo escribe sobre la cuestión de «las teologías de la liberación» 76, siendo así 75. 76.
Mi obra cit. De Medellín a Puebla, pp. 282 ss. Instrucción (1984), IV, 3.
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que en realidad nunca ha habido sino una sola teología de la liberación. El «Informe Rockefeller» del 1969 77 hablaba de la infiltración marxista en la Iglesia; el de Santa Fe (New México), que fue como una plataforma para Reagan en 1980 78 , se refiere ahora explícitamente al peligro de nuestra teología. En 1975 R. Vekemans escribe un libro, Teología de la liberación y Cristianos para el Socialismo79; en 1978, Boaventura Kloppenburg 80 intenta igualmente unificar teología de la liberación y «Cristianos para el Socialismo»; Javier Lozano, en La Iglesia del pueblo*1, argumenta ahora de manera aún más parcializante. Para Vekemans, «Cristianos para el Socialismo» inspiran a la teología de la liberación y su resultado práctico es la opción marxista de la lucha armada, violenta. Para Kloppenburg, por marxistas, ambos movimientos terminan por caer en la constitución de una «iglesia popular», una nueva secta. Para Lozano la «iglesia popular» es el punto de partida, y la teología de la liberación su inspiración; pero, en realidad, el origen de ésta es el marxismo leninismo estalinista. En la Instrucción de 1984, y dejando de lado un análisis sobre la teología que implica " , desde el punto VII en adelante se trata la cuestión del «análisis marxista». Con respecto a nuestro tema el enunciado central se formula así: El pensamiento de Marx constituye una concepción totalizante del mundo en la cual numerosos datos de observación y de análisis descriptivo son integrados en una estructura filosófico-ideológica, que impone la significación y la importancia relativa que se les reconoce... La disociación de los elementos heterogéneos que componen esta amalgama epistemológicamente híbrida llega a ser imposible, de tal modo que creyendo aceptar solamente lo que se presenta como un análisis, resulta obligado aceptar al mismo tiempo la ideología " .
El «pensamiento de Marx» mismo —si dejamos de lado a Engels, Lenin, Stalin— es filosófico-económico, y en sus obras maduras y 77. Department of State Bulletin (Washington), 8 de diciembre de 1969, pp. 504 ss. 78. Cf. Ana María Ezcurra, El Vaticano y la administración Reagan, México, 1984. 79. Citado en nota 9 más arriba. 80. Informe sobre la Iglesia popular, México, 1978. 81. México, 1983. 82. Véase el libro de J. L. Segundo ya nombrado {Teología de la liberación...), donde se demuestran las contradicciones de la teología de la Instrucción con la del concilio Vaticano II (pp. 95 ss). 83. Libertatis nuntius VII, 6 (AAS 76, 1984); citamos de la «Instrucción sobre algunos •ispectos de la teología de la liberación», México, 1984, p. 18. Dejemos de lado las .inibigüedades en la formulación (porque si es una «amalgama híbrida» se podrían extraer diversas consecuencias y no una sola) y sus contradicciones (porque en VII, 8 se indica: «el pensamiento marxista se ha diversificado para dar nacimiento a varias corrientes que divergen notablemente unas de otras»; pp. 18-19).
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definitivas, «científicas» para la tradición posterior, nada podemos ver de lo que la Instrucción nos habla, como por ejemplo de que «el ateísmo y la negación de la persona humana, de su libertad y de sus derechos, están en el centro de la concepción marxista» 85. En nuestra lectura completa, línea por línea, de los tomos de la sección II del MEGA 86 , nada hemos visto de esto. Al contrario, Marx se opuso al ateísmo militante en la Internacional —Bakunin atacaba a Marx por dirigir la Internacional, «negadora del ateísmo»— 8 7 . En efecto, Marx escribe a Friedrich Bolte, el 23 de noviembre de 1871, que en 1868 no pudo aceptar la propuesta de Bakunin de la «exigencia de ateísmo como dogma de los miembros», porque «la Interncional no reconoce secciones teológicas (theologiscbe Sektionen)»™. El 4 de agosto de 1878 escribe a George Howell, indicando que la «sección de ateos socialistas» que pretendía imponerle Bakunin, nunca fue aceptada —como tampoco la YMCA, porque no se reconocen «secciones teológicas» en la Interncional 89 —. Marx se opuso explícitamente al ateísmo militante. La Instrucción ciertamente desconoce estos hechos y desconoce la diferencia entre Marx, Engels, Lenin, Stalin, Gramsci, Lukács, Bloch, etc. (véase el apartado 2 de la sección III). Con respecto a la persona humana, podemos afirmar que en Marx es dicha «persona» (Person en alemán) el punto de partida y la continua referencia en la constitución de sus categorías y en su crítica. El «trabajo vivo» (lebendige Arbeit) es la persona que, cuando es «subsumida» o «alienada» (el pecado para el cristiano) en el capital, deviene una «cosa», un «instrumento», una mera «mercancía» 90, como enseña Laborem exercens 91. Es decir, si se demuestra que existen diferentes tradiciones en el marxismo, y hasta profundas contradicciones (la negación del 84. «Ciencia» para Marx tiene un sentido estricto: Véase mi obra Hacia un Marx desconocido. Un comentario a los Manuscritos del 61-63, México, 1988, cap. 14. 85. Instrucción VII, 9. 86. Edición completa de las obras de Marx, en más de 100 volúmenes, todavía incompleta. La sección II contiene todos los materiales sobre El capital en cuatro redacciones. Estamos terminando un comentario —a la manera de santo Tomás— de estas «cuatro redacciones» (de 1857 a 1880) en tres tomos; dos de los cuales hemos citado en notas 23 y 84. 87. Carta de Marx a Liebknecht del 15 de noviembre de 1872 {MEW 33, p. 402). 88. MEW 32, p. 328. 89. MEW 19, p. 144. 90. «El trabajo como pobreza absoluta ... no separado de la persona (Person)» (Grundrisse, ed. castellana, T. 1, México, 1975, pp. 235-236; ed. alemana de Dietz, Berlín, 1974, p. 203). Véase mi obra La producción teórica de Marx, cap. 7, pp. 139 ss. «Como tal, según su concepto, es el pobre (pauper) como persona, portador de la capacidad de trabajo» {Manuscritos del 61-63; MEGA II, 3, pp. 34-35). Véase mi obra Hacia un Marx desconocido, cap. 3.2.b. «Por capacidad de trabajo ... entendemos la corporalidad, la personalidad viva de un ser humano» {El capital 1, 4.3; México, 1980, 1/1, p. 203; MEGA II, 5, 1983, p. 120). Seria fácil probar la «mala información» y hasta superficialidad de la Instrucción sobre estas cuestiones. 91. Números 13-15. Véase mi Etica comunitaria, cit., cap. 11-12 y 19.
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ateísmo militante en Marx y la rotunda afirmación del ateísmo militante en Stalin; la no existencia de un materialismo dialéctico en Marx, y en cambio su clara afirmación posterior, sólo por indicar dos cuestiones graves para la teología 92 ), todo el argumento de la Instrucción queda aniquilado en su raíz. Los teólogos de la liberación han podido tomar del marxismo (como en realidad lo han hecho) los elementos no incompatibles con su fe (y esto lo hemos demostrado en los apartados 2 y 2 de las secciones III y IV). Su conclusión, por ello, es errónea: Esta concepción totalizante impone su lógica y arrastra las teologías de la liberación a aceptar un conjunto de posiciones incompatibles con la visión cristiana del hombre' 3 .
2.
La segunda Instrucción de 1986
La aparente condena de la teología de la liberación, en la Instrucción de 1984, en realidad no pudo demostrar la heterodoxia de dicha teología. Pero lograba un efecto práctico intraeclesial: dar, a todos los que la pedían, una justificación para poder excluir a la teología de la liberación de los lugares de formación (de seminarios, religiosas, laicos, etc.), universidades, revistas, etc. Se le impedía ser la teología hegemónica de la Iglesia latinoamericana —creciente en África, Asia y aún en los países socialistas, Europa y Estados Unidos—. El efecto era entonces «político». La Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, del 22 de marzo de 1986, como su título indica, se refiere primeramente al problema de la libertad, y en especial la libertad religiosa -—indirecta relación a los países del socialismo real—, y mucho menos a la liberación. Por ello, «la verdad nos hace libres» abre la Instrucción, y no textos tales como: «Yo soy el pan de vida» o «Bienaventurados los pobres». La teología de la liberación parte de la miseria real, carnal: del hambre. La Instrucción se ocupa de verdades, de doctrinas, de la lucha por la libertad —suponiendo antes haber comido, bebido, dormido, tenido ropa, salud... los «criterios» del juicio final (Mt 25)—. Por ello, se llega a escribir: Bajo sus múltiples formas ... la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado 9 4 .
92. 93. 94.
Véase en mi obra La producción teórica de Marx, pp. 34, 36-37, 177-179. Instrucción VIII, 1. N. 68 (México, 1986, pp. 39-40).
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Y la respuesta a esa miseria son las «obras de beneficiencia» ' 5 o «la limosna» 96. Pero lo cierto es que no hay ninguna repetición explícita de acusaciones con respecto a la cuestión del marxismo, aunque sí indirectas, al remitirse frecuentemente a la Instrucción de 1984. Teológicamente se encuentra en posición muy semejante a la primera Instrucción97. IV. PISTAS QUE SE ABREN EN EL PRESENTE
La teología de la liberación usa su instrumental científico —en el sentido de Tomás de Aquino, es decir, que la teología es «ciencia» porque practica un método, en su caso aristotélico—, de manera habitual y según la tradición de las teologías anteriores, desde el tiempo de los Padres Apostólicos, los Padres de la Iglesia, los teólogos latinos medievales, etc. Es, sin embargo, la primera teología que usa el marxismo como una mediación válida —habiéndolo previamente constituido en su nivel no contradictorio con la fe cristiana—. Los Padres de la Iglesia hicieron uso del platonismo, santo Tomás del aristotelismo, la teología de un Rahner, por ejemplo, del heideggerianismo. En el siglo XIX el uso de la «ciencia» histórica causó la crisis del modernismo; y, sin embargo, hoy toda teología es «histórica» —la crisis ha pasado—. De la misma manera acontecerá en el siglo XXI con el marxismo. Lo interesante es que haya sido una teología de los países periféricos la primera en intentar —por la necesidad de su opción práctica y liberadora— su uso. Ha sufrido por ello la crítica, la incomprensión y hasta la condena, pero el camino transitado ha quedado abierto y generaciones futuras podrán atravesarlo con seguridad, ortodoxia, justicia. Consideremos sólo algunos retos «presentes», que abren un promisorio futuro. 1.
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Laborem exercens, encíclica de 1981, se usan ciertamente numerosas categorías y, paradójicamente, hay un conocimiento muy inteligente de Marx en muchos pasajes en contra del marxismo ingenuo, economicista, estalinista. Veamos algunos casos. La estructura fundamental de la encíclica describe las mutuas relaciones de trabajo-pan-vida98. La vida es el origen: la persona humana es un ser vivo; porque es vivo, consume su vida: tiene necesidades"; las necesidades exigen la actividad creadora del trabajo que produce el pan (el «producto» en cuanto tal en el pensamiento bíblico), que consumido, satisface la necesidad y repara y aumenta la vida. Este es el «ciclo vital» 10°. Marx enuncia rodo esto de manera prototípica: Y o h a b r í a o b j e t i v a d o mi individualidad y su p e c u l i a r i d a d en mi p r o d u c c i ó n [léase: mi p a n ] , h a b r í a p o r t a n t o g o z a d o d o b l e m e n t e : d u r a n t e la actividad, la experiencia de u n a e x p r e s i ó n vital individual, y al c o n t e m p l a r el objeto [el p a n ] , la alegría individual de saber q u e mi personalidad es un p o d e r objetivo. Mi t r a b a j o sería e x p r e s i ó n de vida libre, p o r t a n t o goce de la vida101.
Hablando de la relación entre trabajo o producción y consumo o satisfacción, indica Marx un claro «personalismo»: En la p r i m e r a [la p r o d u c c i ó n ] , el p r o d u c t o r se objetiva c o m o cosa; en el s e g u n d o [el c o n s u m o ] la cosa c r e a d a p o r él se hace persona (personifiziert) wl.
Y en el famoso texto se repite: La mercancía [léase: el p a n ] es un objeto exterior, u n a cosa q u e , merced a sus p r o p i e d a d e s , satisface necesidades humanas " " .
Las necesidades son humanas para Marx. «El trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas» 104, enuncia la encíclica.
Recepción de categorías marxistas en el magisterio eclesial
Deseo dar un solo ejemplo, aunque se podrían encontrar muchos otros, pero suficientemente fuerte como para permitir comprender la situación. La Iglesia vive ya en millones de sus miembros la realidad de un mundo no-capitalista, el del socialismo real. En ese mundo, el marxismo, con sus categorías, es parte de la vida cotidana —Lebenswelt lo llamaría Husserl o Harbemas—. En 9.5. 96. 97.
Ibid., p. 40. N. 67, p. 39. Por to que se haría objeto de una crítica semejante al análisis anterior indicado en nota
83.
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98. «Con su trabajo el hombre ha de procurarse el pan cotidiano» (primera línea de la encíclica y nn. I, 9, etc.). Sobre el «mantenimiento de la vida», véase: prólogo, nn. 1, 2, 3, 8, 10, 14, 18, etc. 99. «...por satisfacer las propias necesidades» (n. 4); «...adaptándolo a sus necesidades» (n. 5); etc. 100. Cf. mi obra Filosofía de la producción, sobre el «círculo pragmático» y el «círculo poético» o productivo. El primero, necesidad-consumo; el segundo, necesidad-producciónproducto-consumo. 101. Cuaderno de París (1844), México, 1974, pp. 155-156; MEGA 1, 3 (1932), pp. .546547. 102. Grundrisse, ed. castellana, t. I, p. 11; ed. alemana, p. 12. 103. El capital I, 1, inicio (ed. castellana, p. 43; ed. alemana, p. 17). 104. LE, prólogo. En el Manuscrito 1 de 1844, Marx explica claramente la diferencia del irabajo humano, que tiene conciencia y libertad, de la mera acción animal.
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En consonancia con la doctrina social católica, se enuncia en la encíclica que la dignidad de la persona humana es el fundamento de la dignidad del trabajo. En este punto la coincidencia con Marx es hasta literal: Algunos trabajos realizados p o r el h o m b r e p u e d e n tener un valor objetivo..., sin e m b a r g o . . . ellos se miden con el m e t r o de la dignidad del sujeto m i s m o del t r a b a j o , o sea de la p e r s o n a l o s .
Marx dice explícitamente: El t r a b a j o c o m o pobreza absoluta (absolute Armut)... existe sin m e d i a c i ó n , ... y sólo p u e d e ser u n a objetividad n o s e p a r a d a de la persona (Person): s o l a m e n t e u n a objetividad que coincide con su i n m e d i a t a carnalidad (LeiblichkeH)1"6. El t r a b a j o . . . es la existencia n o - o b j e t i v a d a , es decir, inobjetiva, es decir subjetiva del t r a b a j o m i s m o . El t r a b a j o no c o m o o b j e t o , sino c o m o actividad, ... c o m o fuente viva de v a l o r 1 0 7 . Por ... c a p a c i d a d de t r a b a j o e n t e n d e m o s el c o n j u n t o de las facultades físicas y mentales que existen en la carnalidad, en la persona viva {lebendige Personlicbkeit) de un ser h u m a n o 108 .
El autor de ciertas páginas de la encíclica conoce muy bien la obra de Marx. Habla de «capacidad de trabajo (Arbeitsvermóge)»109, que Marx usa en los Grundrisse (1857-1858), en los Manuscritos de 1861-1863 y de 1863-1865, pero que reemplaza por «fuerza de trabajo (Arbeitskraft)» en El capital de 1867 —y por ello el marxismo posterior dejó de usarlo—. Para Marx el «trabajo mismo no tiene valor» (económico), sino sólo la «capacidad de trabajo» 110, porque es la «fuente creadora de valor» 1M, porque tiene dignidad (es un fin) y no es un medio (el valor de la
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mercancía). Y para Marx, como para la encíclica, la persona, la subjetividad, la dignidad del trabajo (el «trabajo vivo») 112 es la fuente del valor de todas las cosas: aun de la cosa denominada capital1". Hay entonces total coincidencia en que el «trabajo objetivo» ll* —categoría propiamente marxista— funda su valor en el «trabajo subjetivo» 115 —también es categoría marxista: el trabajo como sujeto y subjetividad, del texto citado de los Grundrisse y otros muchos—. En la encíclica (la primacía del hombre en el proceso de producción 116, la primacía del hombre respecto a las cosas 117) se afirma «el principio de la prioridad del trabajo frente al capital» 118, porque el capital es sólo trabajo objetivado, acumulado. Por último, la encíclica critica el aislamiento de las personas en la sociedad capitalista, desde la existencia o «el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas» 119, lo que nos recuerda un texto de los Grundrisse: La libre individualidad f u n d a d a en el d e s a r r o l l o universal d e los individuos en la s u b o r d i n a c i ó n de su p r o d u c t i v i d a d comunitaria... como patrimonio social, constituye el tercer estadio. La p r o d u c c i ó n comunitaria (gemeinschaftliche) está s u b o r d i n a d a a los individuos y controlada comunitariamente p o r ellos c o m o p a t r i m o n i o p r o p i o . . . Es el libre i n t e r c a m b i o entre individuos a s o c i a d o s sobre el f u n d a m e n t o d e la a p r o p i a c i ó n y del control comunitario de los medios de p r o d u c c i ó n 120 .
Para Marx, como para la encíclica, el trabajo humano (el «trabajo vivo» o la «subjetividad del trabajo»), como individuali-
105. LE 6. 106. Grundrisse, ed. castellana, t. 1, pp. 235-236; ed. alemana, p. 203. Cf. La producción teórica de Marx, cap. 7, pp. 139 ss. 107. Ibid. Se encuentra el mismo texto en los Manuscritos del 61-63 (MEGA II, 3, p. 147; véase mi obra Hacia un Marx desconocido, cap. 3.1). 108. El capital (1873) I, 4.3 (ed. castellana, p. 203; MEGA II, 5, p. 120, del 1866). Esta cuestión la explicaremos en una obra en curso, donde expondremos El capital, a modo de comentario científico. 109. Por ejemplo: «como capacidad de trabajo o aptitud para el trabajo» (LE 5); «la capacidad de trabajo» (LE 12). 110. «Lo único que se contrapone ante el trabajo objetivado es el trabajo no-objetivado, el trabajo vivo... Uno es valor de uso incorporado, el otro se da como actividad humana en proceso; uno es valor, el otro es creador de valor. Se intercambiará valor dado por la actividad creadora de valor» (Manuscritos de 1861-1863, cuaderno I; MEGA II, 3, p. 30). Cf. Hacia un Marx desconocido, cap. 3.1. 111. Para Marx «creación» de valor es «desde la nada» del capital: «Cómo ha de salir de la producción mayor valor que el que ingresó en ella, salvo que se cree algo de la nada (aus Nichts)- (El capital III, cap. 1; ed. castellana, III/6, p. 43; MEW 25, p. 48).
112. Véase mi obra Hacia un Marx desconocido, cap. 14.2: «Crítica desde la exterioridad del trabajo vivo». Marx efectúa una crítica de la objetividad cósica del capital desde la subjetividad personal del trabajador. 113. El «fetichismo» no es sino la inversión: la persona del trabajador deviene cosa; y la cosa-capital persona. Cf. mi artículo «El concepto de fetichismo en el pensamiento de Marx«: Cristianismo y sociedad 85 (1985), pp. 7-60. 114. Marx habla de trabajo «objetivado» o sentido objetivo del trabajo. 115. Marx indica que el «trabajo vivo» es el trabajo como acto, como actividad, como subjetividad o sujeto: es el individuo mismo de la persona del trabajador, pobre, desnudo, la referencia continua de todo su pensamiento crítico. Toda su obra es una ética: «Si fuéramos animales, podríamos naturalmente dar la espalda a los sufrimientos de la humanidad para ocuparnos de nuestro propio pellejo. Pero me hubiera considerado poco práctico de haber muerto sin al menos haber terminado el manuscrito de mi libro» (El capital) (MEW 30, p. 542; carta del 30 de abril de 1867). 116. Para Marx, el «trabajo vivo» subsumido en el capital es usado, consumido como «proceso de trabajo» en el seno del capital (en los Grundrisse, Manuscritos de 1861-1863 y 1863-1865, y en El capital). 117. LEU. 118. Ibid., 11. 119. Ibid., prólogo. 120. Grundrisse (ed. castellana, I, p. 86; ed. alemana, 75-77).
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dad en comunidad, es el punto de partida de la crítica ética; es decir, la persona humana del trabajador. Categorías tales como «medios de producción» 121, el trabajo «objetivo» como tecnología 11Z, o como cuando se habla de «que no se puede separar el capital del trabajo, y que de ninguna manera se puede contraponer el trabajo al capital» I23 , son estrictamente categorías o distinciones de Marx mismo, que la encíclica usa para criticar al marxismo estalinista, dogmático y economicista, y con razón. La encíclica, como la teología de la liberación, hace un cierto uso categorial de Marx, así como santo Tomás usó a Aristóteles. 2.
Teología y economía crítica
La teología de la liberación usó desde su inicio las categorías sociológicas, políticas y análisis ideológico. Sin embargo, una teología de la economía, en el sentido de la sacramentalidad del pan (el producto) del trabajo 124, dentro de las relaciones sociales, como construcción del reino o su negación, es relativamente reciente. La obra de Franz Hinkelammert, Las armas ideológicas de la muerte125, desde una teología de la vida, abre nuevo camino. El uso del marxismo —en su nivel propio: económico y filosófico— es pleno, y asumido desde una fe cristiana que nada pierde de su propia tradición. La crítica del fetichismo en Marx se sitúa dentro de la crítica de la idolatría de los profetas y de Jesús. La revalorización de la «carnalidad» (basar en hebreo y sarx en griego, que no es el mero «cuerpo» 126) es coherente con la experiencia cristiana: Esta enorme valoración de la vida real en el materialismo histórico, sin embargo, tiene en el mensaje cristiano una correspondencia decisiva. En el mensaje cristiano la resurrección es una resurrección del hombre en su vida real... La valoración de la vida real ha sido siempre el punto de partida de las ideologías de los oprimidos, en oposición a la absolutización de los
121. LE 12, 13, 14, etc. 122. LE 5. 123. LE 13. Al comienzo del Cuaderno de París (1844), Marx anota que no se «puede separar» el trabajo del capital como si fueran dos «cosas» autónomas, porque todo el capital es sólo trabajo objetivado. No son dos cosas: es una «subjetividad» (el trabajo) y el capital es sólo esa misma subjetividad objetivada. Se supera así la «Trinidad» (los tres factores: trabajo, capital, tierra) criticada por Marx en El capital III (cap. 7 del Manuscrito de 1865, folios originales 528 ss., en el archivo de Amsterdam). Para todo esto, véase mi obra de próxima publicación sobre los Manuscritos de 1863-1865 (tercera redacción de El capital). 124. Véase mi artículo «El pan de la celebración eucatística»: Concilium 172 (1982), pp. 236-249. 125. San José (Costa Rica), 1977; y Crítica a la razón utópica, San José, 1984. 126. Véase mi obra El dualismo en la antropología de la cristiandad, ya citada más arriba.
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valores por parte de la dominación... La especificidad del marxismo es la praxis, que desemboca en la trascendentalidad interior a la vida real. La especificidad cristiana es la esperanza en las posibilidades de esta praxis más allá de la factibilidad humana calculable. El puente común es la vida real y material [sacramental] como última instancia de toda la vida humana 127.
Ya no se trata de separar la filosofía marxista —que se niega— y el análisis —que se acepta—. Ahora se trata de una relectura completa y cabal de Marx mismo desde una perspectiva cristiana, teológica. Como Tomás de Aquino entró al campo del «aristotelismo» y «desde dentro» inició una tarea creadora, lo mismo acontece con este último capítulo de la teología de la liberación, el más reciente y pleno en posibilidades. Por mi parte, en la obrita Etica comunitaria, he intentado un discurso teológico cristiano, esencialmente bíblico, y, al mismo tiempo, estrictamente marxista. El concepto de «comunidad» en los Hechos de los Apóstoles (2, 42-47) y en los Grundrisse (y sus manuscritos posteriores hasta El Capital) guían mis pasos. Los conceptos (y categorías) tales como persona, relación social o comunitaria, pecado y dominación, alienación o subsunción, trabajo, valor o «sangre», producto o «pan», son estrictamente cristianos y tradicionales y estrictamente en consonancia con las «categorías» que Marx constituyó en el período definitivo de su vida (1857-1880). Si se compara mi obra La producción teórica de Marx128 y Etica comunitaria, podrá observarse que la hipótesis epistemológica de la última es el uso sistemático de las categorías de Marx (en el sentido de las obras publicadas en MEGA por el Instituto Marxista de Berlín oriental), con precisión estricta y un uso de las categorías bíblicas en su sentido estricto hebreo, griegocristiano. Hemos intentado superar el dualismo (filosofía y análisis de Marx), y, sin embargo, se tiene conciencia clara de la diferencia de los dos discursos. La teología de la liberación, en los próximos años, se internará creadoramente en estos campos misioneros y proféticos, para hacerse más comprensible en el mundo popular y de los explotados. 3.
La religión en el socialismo real
Una de las virtualidades misioneras, como hemos dicho, de la teología de la liberación, es que se ha hecho comprensible en un mundo hasta hace poco tenido por ateo (en realidad antifetichista) o materialista (en realidad atento a la vida real de los oprimidos). 127. 128.
Las armas ideológicas de la muerte, pp. 240-241. Ya citada más arriba.
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La declaración del Frente Sandinista Sobre la religión de octubre de 1980 abrió camino en el socialismo real mundial (véase I. 4). Desde ahora ser creyente y revolucionario no son dos posiciones subjetivas (y objetivas) contradictorias. El 1968 de la contradicción entre fe y política ha sido superado —y la teología de la liberación ha sido un factor teórico fundamental de explicación—. Por ello, el libro de Frei Betto Fidel y la religión119 es una obra histórica. El líder político llega a exclamar —y es importante como «testimonio» aún más que como enunciado puramente teórico—: Creo que la enorme importancia histórica de lo que tú señalas como la teología de la liberación... es precisamente su profunda repercusión en las concepciones políticas de los creyentes. Y diría algo más: el reencuentro que significa de los creyentes de hoy con los creyentes de ayer, de aquel ayer lejano, de los primeros siglos, después que surge el cristianismo, después de Cristo [—mostrando aquí Fidel su posición luxemburguiana—]. Yo podría definir... la teología de la liberación, como un reencuentro del cristianismo con sus raíces, con su historia más hermosa, más atractiva, más heroica y más gloriosa..., de tal magnitud que ello obliga a toda la izquierda en América latina a tener esto en cuenta como uno de los acontecimientos más fundamentales de los que han ocurrido en nuestra época ' 30 .
Los críticos de la teología de la liberación, desde dentro de la Iglesia, olvidan por completo esta función profético-misionera de esta teología. Si a esto agregamos la «apertura» que se está dando en la Unión Soviética, es verdad que motivada por la crisis en el nivel de la baja productividad (que teóricamente pone en cuestión al economicismo ingenuo anterior), la función de la teología de la liberación, por haber sabido usar cristianamente el marxismo, se unlversaliza. No es sólo útil para América latina, África o Asia; lo es igualmente para los países del socialismo real. Las puertas se abren. Mijail Gorbachov, en su obra Perestroika131, critica duramente la burocracia 132 y el dogmatismo 133 . Tiene una visión positiva de la religión 134, de los valores «espirituales» 135; defiende el «humanismo» 136 , la democracia 137 , exigiendo un «leer a Lenin 129. La Habana, 1985. 130. lbid., p. 291. 131. México, 1987. 132. lbid., pp. 52, 61, 102, 128, 138, etc. 133. lbid., pp. 46, 49, 50, 52, 191, etc. 134. Ibtd., pp. 8, 30, 44, 78, 224, etc. Leemos que el 29 de abril de 1988, en el Sínodo de la Iglesia Ortodoxa en Moscú, Gorbachov reconoce que los creyentes tienen «el pleno derecho a expresar sus creencias», indicando que la persecución contra las iglesias ha sido un error (Tbe Los Angeles Time, 9 de mayo 1988, p. 9). 135. lbid., pp. 30, 32, 36, 59, 84, 90, 191, etc. 136. lbid., 37, 39, 150, 171, 179, etc. 137. lbid., pp. 33, 34, 147, etc.
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en forma nueva» 138. Ha sido un largo camino: desde la justificación de la posibilidad de una praxis cristiana comprometida con la liberación de los pobres y oprimidos (por medio de la teología de la liberación), hasta la revolución nicaragüense, el mejoramiento de las relaciones Iglesia-Estado en Cuba, el descubrimiento de la religión no sólo como «opio del pueblo» sino como «remedio maravilloso» 139, hasta la construcción de una teología plenamente consciente no sólo del uso, sino hasta de la relectura y creatividad interna del mismo pensamiento marxista.
CONCLUSIONES
La teología de la liberación nace, y aprende disciplinadamente, desde la praxis del pueblo latinoamericano, de las comunidades cristianas de base, de los pobres y oprimidos. Justifica primero el compromiso político de los cristianos militantes, para después hacer lo mismo con la praxis toda del pueblo latinoamericano empobrecido. Es entonces un discurso teológico crítico, que sitúa las cuestiones tradicionales (pecado, salvación, Iglesia, cristología, sacramentos, etc.) en un nivel concreto, pertinente. No niega lo abstracto (el pecado en sí, por ejemplo), pero lo sitúa en la realidad histórica concreta (el pecado de la dependencia, por ejemplo). Es por una exigencia de reflexión teológica crítico-concreta desde los pobres y oprimidos por lo que el instrumental de las ciencias humanas, y particularmente del marxismo, se hizo necesario. Es la primera teología que usa ese instrumental analítico en la historia, y lo asume desde las exigencias de la fe, evitando el economicismo, el materialismo dialéctico ingenuo, el dogmatismo abstracto. Puede entonces criticar el capital como pecado, la dependencia, etc. No fija alternativas políticas —pues no es I unción de la teología—, pero se guarda de caer en «tercerismo» (ni capitalismo, ni socialismo: sino una solución cristiana política). No deja por ello de ser una teología ortodoxa (que surge desde la ortopraxia), tradicional (en su sentido fuerte). Entra misioneramente en diálogo con el marxismo (de los partidos o movimientos políticos latinoamericanos y aun de los países de socialismo real: su discurso es comprensible para ellos). En algunas décadas sus posiciones proféticas serán repetidas como «las habituales» y tenidas por todos como «las sabidas»
138. 139.
lbid., p. 169. Op. cit. de F. Castro por Frei Bretto, p. 332.
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desde siempre. La teología de la liberación repetirá una vez más aquello de que los profetas han de ser criticados y perseguidos, como el Jeremías aprisionado en su propia Jerusalén. «¡Oh Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te han sido enviados!» (Le 13, 34) 14 °. TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Y DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA Ricardo
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140. El presente trabajo fue redactado con anterioridad a los sucesos del Este europeo y a las elecciones en Nicaragua. Esta es la razón por la que no incluye una reflexión sobre estos hechos. (Nota de los Editores.)
Delimitar la relación entre teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia no es tarea fácil si se considera que, para algunas corrientes intraeclesiales, un retorno a la doctrina social de la Iglesia sería una «estrategia» para superar la teología de la liberación y hacerla innecesaria. Tal interpretación considera la teología de la liberación y la doctrina social de la Iglesia como fuerzas en pugna por un mismo «espacio» en la reflexión y el compromiso cristiano. En caso de asumir esta hipótesis podría establecerse la pregunta: ¿por qué la doctrina social de la Iglesia, que es anterior a la teología de la liberación, dejó vacío el espacio que vino a ocupar la teología de la liberación? Posibles explicaciones podrían ser el estilo del lenguaje doctrinal, académico, eclesiástico, ajeno al mundo obrero, campesino, popular; a pesar de referirse a los derechos y reivindicaciones de estos sectores sociales. Otras explicaciones surgidas desde la realidad latinoamericana señalarían los marcos económicos, sociales y políticos de las décadas del 70 y del 80, que evidenciaron la gran dependencia de América latina frente a centros de decisión que están fuera de ella. La doctrina social no ofrecía un marco de análisis más concreto para la realidad del Tercer Mundo, aunque algunas alusiones habían aparecido ya en Populorum progressio (cí. nn. 5-10). Por otro lado, en América latina se daban circunstancias propicias para el surgimiento de la teología de la liberación: se hacía más evidente la situación de opresión; las aspiraciones de liberación, tanto en los sectores populares como en círculos intelectuales, se expresaban con mayor vigor. A diferencia de procesos semejantes en Europa, los canales propios para expresar estas luchas por la liberación social (como sindicatos, partidos
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políticos) no tenían suficiente consistencia o estaban reprimidos por dictaduras militares basadas en la ideología de la seguridad nacional; la Iglesia, en cambio, podía acoger estas aspiraciones en sus comunidades de base, en su pastoral campesina y obrera, en la pastoral de medios universitarios. Por mucho que estos argumentos sean convincentes, no podemos aceptar la hipótesis de un mismo «espacio» por conquistar, porque tal hipótesis pondría a la teología de la liberación y a la doctrina social de la Iglesia en un mismo plano, prescindiendo de sus diferencias y distintas funciones en la Iglesia. La teología de la liberación no puede sustituir a la doctrina social de la Iglesia, ni ésta a aquélla. Son tareas distintas, aproximaciones diversas, aunque convergentes. En la doctrina social de la Iglesia el sujeto que propone la doctrina de la fe es el magisterio de la Iglesia. En primer lugar, el papa, a través de sus encíclicas (Rerum novarum, Quadragesimo anno, Mater et magistra, Pacem in terris, Populorum progressio, Laborem exercens) o documentos equivalentes [Octogésima adveniens, Libertatis nuntius [LN], Libertatis conscientia [LC]); junto con otros documentos del magisterio de los obispos, sea en el Concilio [Gaudium et spes), sea a través de otros documentos, como —en el caso particular de América latina— los de las dos Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, en Medellín (1968) y Puebla (1979). En la teología de la liberación, el sujeto que elabora la reflexión (que no puede llamarse, propiamente, una «doctrina») es el teólogo, que se encuentra dentro del proceso de liberación del pueblo cristiano y pone su trabajo al servicio de este compromiso apostólico del pueblo de Dios, conforme a la orientación del papa (cf. Redemptor hominis [RH]) quien señala esta tarea, junto a la tradicional de servicio del magisterio. El pueblo de Dios necesita encontrar el servicio convergente de sus pastores y de sus teólogos. Por otro lado, las formas de ejercicio de autoridad en materia doctrinal deben ser también formas ejemplares de la caridad cristiana en el diálogo entre pastores y teólogos. La convergencia entre la teología de la liberación y la doctrina social de la Iglesia podría ser establecida a partir del reino de Dios. La teología cristiana primero oye la palabra de Dios y después pronuncia su propia palabra. Ahora bien, la revelación de Dios encuentra su plenitud en Jesucristo, el Verbo, la Palabra por excelencia. Toda teología no debe ser otra cosa que la permanente comprensión actualizada del significado del reino, porque el reino ocupa lugar central en la predicación de Jesús; constituye como el eje articulador de su «práctica teórica», es decir, el instrumento privilegiado para realizar el proceso de conversión desde la
situación de pecado hasta la condición de los hijos de Dios. El reino constituye como la «matriz semántica» o concepto generador que revela el tipo de relación que se establece entre Dios y los hombres. Conocer el reino es conocer a Dios y su poder en la historia de los hombres. El tema del reino podría ser considerado como el eje articulador que permite comprender la relación de las ciencias humanas y la investigación bíblica. El valor simbólico del reino debe ser situado primariamente en el horizonte cultural en donde fue anunciado. Pero también su comprensión debe ser re-creada, situando al hombre de hoy, con su lenguaje y sus problemas ante las exigencias del reino. La categoría del reino de Dios es el punto de empalme de lo teológico con lo sociológico, en cuanto esta última dimensión tiende a garantizar las condiciones de un mejor «reino del hombre». Lo teológico describirá, a su vez, la relación de este reino —como proyecto histórico humano— con el reino que Dios quiere establecer entre nosotros. La categoría del reino, como tema central de la teología, nos permite resolver el artificial antagonismo establecido entre doctrina social de la Iglesia y teología de la liberación. Si el reino de Dios es reino de libertad, la teología de la liberación tiene aquí su punto de referencia; si la Iglesia es servidora de ese reino, como sacramento respecto a él, entonces su doctrina debe ser una «praxis cristiana de liberación». A partir de esta convergencia en el reino, podemos establecer mejor el conjunto de relaciones entre teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia. Si la teología del reino supone un papel activo del hombre que colabora con la gracia, y ésta abarca todas las dimensiones de la vida humana en las que Dios ejerce su dominio, entonces el recurso a las ciencias sociales es una exigencia obvia como cooperación humana que prepara y dispone la historia para acoger el don del reino que nos es anunciado y ofrecido por Jesucristo. Es aquí, sin embargo, en el nivel de la relación con las mediaciones socio-analíticas, donde se han dado las oposiciones más visibles entre teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia, sobre todo cuando la teología de la liberación ha acudido a una ciencia que cuestiona radicalmente el sistema capitalista. En nuestro examen del asunto procederemos de lo más sencillo a lo más complejo. La liberación humana, con la acción de la gracia de Dios, está en el corazón del evangelio. La extensión y alcances de este hecho soteriológico, sus proyecciones éticas, las relaciones de la fe con situaciones, métodos y soluciones políticas donde está en juego la libertad, todo ello es parte de esta reflexión sobre el hecho fundamental de que el hombre alcanza su libertad en Cristo.
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Anunciar la obra liberadora de Cristo, precisamente en los contextos donde aparece la opresión de los hombres y sus aspiraciones por la libertad, constituye la pastoral liberadora, que supone el acompañamiento permanente de una reflexión crítica, a la cual llamaremos teología de la liberación. Por la naturaleza del hecho social de la opresión y de las aspiraciones de libertad es obvio que dicha teología debe estar en diálogo con las ciencias sociales. Este conjunto de problemas será analizado en la «relación general entre teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia». En cambio, el problema se vuelve más crítico en el momento en que se acude al marxismo como instrumento de análisis de la sociedad capitalista. Es sobre todo en este nivel donde aparecen las advertencias más serias de la doctrina social de la Iglesia (v.g. LN, LC) a la teología de la liberación y las cuestiones más profundas sobre las mutuas relaciones. Dejaremos este núcleo de problemas para una segunda parte que llamaremos «relaciones específicas». Distinguiendo estos dos niveles de relación, esperamos ser fieles a aquel apoyo decidido que el papa Juan Pablo II otorga a la teología de la liberación en su carta a los obispos de Brasil, y al mismo tiempo ser fieles también a las advertencias hechas sobre el marxismo.
I.
RELACIÓN GENERAL ENTRE TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Y DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
Mantenemos la distinción entre pastoral liberadora y teología de la liberación. La primera es «acto primero» de la Iglesia evangelizadora de los pobres; la segunda, es «acto segundo» de reflexión sobre esa práctica pastoral. 1.
Pastoral liberadora
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humana según el plan de Dios. La discriminación es «contraria al plan divino», las desigualdades económicas y sociales son «contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional» (GS 29). En cambio, la actividad que quiere mejorar las condiciones de vida del hombre «responde a la voluntad de Dios» (GS 34) y los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna, la libertad, serán reencontrados, purificados de toda mancha, en el reino escatológico de Dios (cf. GS 39). El problema teológico aquí implicado es el de la significación y valor, desde la perspectiva del reino de Dios, de aquellas transformaciones históricas en el plano económico, político y social que permiten una vida humana para todos los hombres, en conformidad con los designios de Dios. ¿Se identifican totalmente la liberación social y el reino? ¿Se separan y distinguen en forma total y absoluta porque no existe relación alguna entre liberación y reino? Uno de los problemas más críticos de la teología de la liberación es el de establecer las correctas relaciones y distinciones que deben darse entre la liberación social y el reino de Dios. Es necesario distinguirlos. Los obispos del Perú afirman: De no hacer la distinción, la gracia se ve absorbida por la naturaleza, Dios por la historia; Cristo queda reducido a ser un maestro de moral o un líder social, la Iglesia a ser una institución humana. O se llega a mesianizar o divinizar las realidades temporales, la Historia, el Pueblo, la Revolución. La escatología se diluye en el proceso evolutivo de la historia y el reino de Dios se logra sólo por los esfuerzos de los hombres.
Pero al mismo tiempo que se impone la distinción, también se impone la unidad. Por eso, los citados obispos añaden: Por otra parte, de no mantener la unidad entre las dos dimensiones, queda negada la realidad de nuestra fe: la creación, la encarnación, la redención, la gracia. Un mesianismo inmanentista no puede dejar de conducir a las más amargas desilusiones, pero renunciar a toda esperanza de mejorar este mundo ya desde ahora, es negar el poder salvador del Señor. La lucha contra el mal en este mundo es responsabilidad humana, ayudada por la gracia, pero el triunfo definitivo contra el mal y la muerte, es don de Dios que esperamos. A él está reservado poner fin a la historia, así como fue él quien le dio inicio'.
El Concilio Vaticano II ofrece el marco de referencia de esta pastoral al afirmar que la Iglesia debe estar presente allí donde la humanidad experimenta sus alegrías, esperanzas, tristezas y angustias. En forma particular debe hacerse solidaria con los más pobres (GS 1). Partiendo del concepto de «signos de los tiempos» (GS 4) el Concilio describe algunos hechos y situaciones que interpelan la fe y la acción pastoral de la Iglesia: hambre y miseria de grandes sectores de la humanidad (GS 4), aspiraciones de transformación ante las desigualdades económicas y sociales (GS 8); la interpelación de los pueblos hambrientos a los pueblos opulentos (GS 9). En estos hechos la Iglesia reconoce una negación de la vocación
I. Conferencia Episcopal del Perú, Documento sobre la teología de la liberación, octubre ilr 1984, nn. 52-53.
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No se puede comprender la teología de la liberación sino desde la perspectiva de una pastoral liberadora. Por esa razón, LN, el
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documento más crítico del magisterio ante la teología de la liberación (específica, que usa el marxismo) se sitúa claramente en el contexto del Concilio y de la pastoral liberadora. Conforme GS 1, la pastoral liberadora debe surgir allí donde existe opresión y nacen aspiraciones de libertad. Tal es el caso de la realidad latinoamericana. LN III, 3 entiende, pues, por teología de la liberación una «preocupación privilegiada, generadora del compromiso por la justicia, proyectada sobre los pobres y las víctimas de la opresión». Más adelante, LN VII, 12 describe algunos rasgos de esta opresión. Por ello puede decirse que «el encuentro de la aspiración a la liberación y de las teologías de la liberación no es fortuito» (III, 4) y es la propia evangelización la que «ha contribuido a despertar la conciencia de los oprimidos» (I, 4). Tomadas en sí misma, «las aspiraciones a la liberación no pueden dejar de encontrar un eco amplio y fraternal en el corazón y en el espíritu de los cristianos» (III, 1). La pastoral liberadora es respuesta de Iglesia a la opresión y aspiraciones de liberación. Debe purificar también esas aspiraciones de sus ambigüedades (cf. LN 11,2; LC 10, 13, 19). Pero tampoco hay que olvidar las ambigüedades de la propia fe (LN XI, 18; LC 20, 57). La ambigüedad reside no únicamente en los proyectos de liberación que pueden no ser cristianos, sino en el mismo proyecto de los cristianos. La ambigüedad afecta al mismo modo de vivir la fe que puede volver insensible al creyente ante los problemas de la injusticia y de la pobreza (cf. LC 57, 20, 58, 60-61, 64-65). La pastoral liberadora de la Iglesia debe alimentarse de la palabra de Dios. LN y LC señalan la importancia del Éxodo, pues la acción liberadora de Yahvé sirve como «modelo y punto de referencia a todas las otras» (LC 44). La situación de los pobres, en tanto son marginados, privados de una vida mejor, se opone a la alianza (LC 46). La justicia es relacionada con la misericordia en LN (IV, 8-9) y con el amor en LC (55-57). El tema de la pobreza es tratado sobriamente en LN (IV, 9) en tanto que LC lo desarrolla con mayor amplitud (LC 50). En este documento los pobres son considerados como los destinatarios de la Buena Nueva; Jesús se hizo pobre por nosotros, y quiere ser reconocido en ellos. Se explica mejor la razón teológica de este empobrecimiento de Cristo (LC 66) y la exigencia del compromiso activo para liberar del mal de la pobreza (LC 67). Dentro de ese contexto se precisa la significación del amor preferencial a los pobres, se hace más clara alusión a las comunidades eclesiales de base y a la teología de la liberación. El tema de la teología de la liberación es, pues, situado en aquel lugar que la Iglesia latinoamericana le había dado: reflexión desde los pobres, desde las comunidades eclesiales de base, sobre su praxis de liberación.
Según LN y LC, la pastoral liberadora de la Iglesia, además de alimentarse con el mensaje de la salvación, de la palabra de Dios, debe ser también iluminada por la doctrina social de la Iglesia, porque ésta debe constituir una «verdadera praxis cristiana de liberación» (LC, cap. V). Es aquí donde examinamos el mutuo aporte —siempre en el nivel general— de la doctrina social de la Iglesia y de la teología de la liberación.
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2.
La teología de la liberación ante la pastoral liberadora
Como es bien sabido, los teólogos de la liberación han insistido en que esta teología es «acto segundo», es decir, una reflexión sobre la vida y compromiso liberador que nace de la fe: La comunidad cristiana profesa una «fe que opera en la caridad»... lo primero es el compromiso de caridad, el servicio. La teología viene después, es acto segundo 2 .
La función crítica que tiene la teología sobre la praxis, inicialmente se concentra sobre la praxis pastoral de la propia Iglesia y se extiende después a la crítica de la relación IglesiaMundo, dentro del concepto más amplio exigido por las perspectivas abiertas de GS. El objeto de esta crítica será, entonces, la praxis histórica, la transformación de la historia: De ese modo, la teología es comprendida como acto segundo, siendo el acto primero la praxis de liberación, ante todo de los cristianos, en un contexto histórico de injusticia y opresión. Por tanto, la teología de la liberación no hubiera sido posible sin la toma de conciencia de la situación histórica estructural, la consiguiente opción por el pobre y el compromiso con su liberación de parte de numerosos miembros del pueblo de Dios latinoamericano, formado en gran parte por pobres'.
Cuando el pueblo de Dios se ve confrontado con problemas doctrinales (las herejías de los primeros siglos) o prácticos (las injusticias sociales de nuestro momento actual), busca ansiosamente en su propia fe las respuestas auténticamente evangélicas. Esta búsqueda no es ciega; es guiada por el Espíritu (Jn 16, 13-15), asistida por el magisterio, y también esclarecida por la teología. «La teología tuvo siempre y continúa teniendo una gran importancia para que la Iglesia, pueblo de Dios, pueda de manera creativa y 2. G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Salamanca, 1972, p. 35. 3. J. C. Scannone, «Teología de la liberación», en H. Fries, Conceptos fundamentales de la teología, Madrid, 1979.
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fecunda participar en la misión profética de Cristo» (RH 19). El teólogo, según Juan Pablo II, en dicha encíclica, no sólo debe servir al magisterio, sino también ponerse «al servicio de los compromisos apostólicos de todo el pueblo de Dios» {id). Cuando la teología quiere ayudar a una pastoral liberadora, debe ponerse en diálogo con las ciencias sociales. Como «acto segundo», o reflejo, de lo que es un acto primero o pastoral liberadora, la teología trata de enriquecer la comprensión del proceso de liberación; de percibir, con la ayuda de las ciencias, las causas de opresión; y de ayudar, con instrumentos pastorales, a las comunidades eclesiales de base. Son estas comunidades el lugar privilegiado de la pastoral liberadora, porque en ellas se da el encuentro del sufrimiento de los pobres por la opresión, y de las aspiraciones de liberación; junto con las respuestas de fe que nacen de la palabra de Dios y del magisterio social de la Iglesia. Se trata, pues, de un mismo sujeto que pregunta y que busca las respuestas. No se trata de un mundo de pobres que sufre, y de la Iglesia (fuera de ellos) que responde. La comunidad eclesial de base es el punto de encuentro de situaciones de opresión y aspiraciones de liberación con la palabra de Dios y la fe cristiana animada por el magisterio de la Iglesia. a)
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Aporte de la doctrina social de la Iglesia a la teología de la liberación
Si admitimos la legitimidad del diálogo entre las ciencias sociales y la teología, cuya razón de ser es ayudar «a los compromisos apostólicos del pueblo de Dios», podemos preguntarnos entonces por los criterios que permiten evaluar si el diálogo interdisciplinar se ha realizado en condiciones correctas, sin deformar ni la naturaleza propia de las ciencias sociales («teologizándolas», es decir, estableciendo sus asertos al margen del rigor científico basado en la fuente empírica de donde proviene toda ciencia), ni tampoco la naturaleza propia de la teología (sin «sociologizarla», es decir, sin identificar los asertos empíricos que nacen de situaciones y acontecimientos, con la lectura que desde la fe puede hacerse de esos mismos acontecimientos o situaciones). En el primer nivel de relación de teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia nos limitamos a los principios genéricos de discernimiento de las ciencias y de las ideologías, dejando la aplicación de estos principios al caso particular del marxismo para el segundo nivel de relación entre teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia.
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— Discernimiento
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de las ciencias
El Concilio estuvo atento a la necesidad de aceptar la contribución de las ciencias y respetar la autonomía del saber. GS 36 reclama esa autonomía de la ciencia; GS 44 anima al diálogo con las ciencias para conocer mejor la naturaleza humana; Christus Dominus 17 exhorta a los obispos a usar las investigaciones sociales para la pastoral; en una palabra, con Pablo VI, podemos decir de las ciencias sociales que «la Iglesia tiene confianza en esas investigaciones e invita a los cristianos a tomar parte activa en ellas» (OA 40). Quizá por primera vez se ofrecen en forma clara y definida criterios para la relación entre las ciencias sociales y la teología. El problema es, evidentemente, nuevo, pero exigido por el tipo de reflexión propiciado por la teología de la liberación al estudiar el problema de la praxis social e histórica. LN señala algunos criterios: superar el mito de lo científico (VII, 4); confrontar los aportes de las distintas ciencias y perspectivas, prestando atención a la pluralidad de los métodos y de los puntos de vista: las ciencias, al insistir en una perspectiva particular, escapan a la visión unitaria del problema (VII, 5); en el diálogo de las ciencias con la teología dar supremacía al criterio teológico de verdad. Las verdades de otras disciplinas hay que juzgarlas a la luz de la fe y de lo que ésta enseña sobre el destino último del hombre (VII, 10). — Discernimiento
de las ideologías
Las ideologías no están claramente definidas en el magisterio social. PT 159 las entiende como doctrinas falsas sobre el origen y el fin del hombre; su equivalencia a «doctrina» es muy estrecha (cf. PP 39). Pablo VI señala el discernimiento de las ideologías en O A 26. El problema del compromiso del cristiano en el campo político-ideológico consiste en la posibilidad de separar las ideologías originarias y los movimientos históricos que han nacido de ellas. Esta posibilidad fue señalada, en primer lugar, por Juan XXIII en PT 159 y retomada por Pablo VI en el discernimiento de las ideologías socialista y capitalista (OA 31-35). El papa Pablo VI señaló como tentación, tanto para los que optan por el socialismo, como para los que prefieren el capitalismo, el «olvidar» los vínculos que pueden existir entre el movimiento histórico, al cual dan su adhesión, y las filosofías o ideologías originarias, a las cuales no pueden dar su adhesión sin contradecirse con su fe (cf. OA 31 y 35).
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b)
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Aporte de la teología de la liberación a la doctrina social de la Iglesia
Los criterios propuestos por el magisterio social deben ser tenidos en cuenta por la teología de la liberación en el diálogo con las ciencias sociales, pero a su vez la teología de la liberación tiene que cuestionar el uso poco matizado que se ha hecho de los criterios de discernimiento propuestos por Pablo VI en OA 31-35. En efecto, el discernimiento de las ciencias y de las ideologías parece ser exigido con rigor en el caso del marxismo, como si otras ciencias e ideologías estuvieran fuera del peligro de desviar la fe. Como lo haremos notar —en la teología de la liberación que usa el marxismo— las orientaciones propuestas por la doctrina social de la Iglesia son más universales y exigentes de lo que son recordadas o exigidas en la pastoral concreta. Es función de la teología de la liberación ante la doctrina social de la Iglesia contribuir críticamente a que el magisterio social sea presentado en su integridad, tomando en cuenta todas las realidades sociales e ideológicas. Otro aporte de la teología de la liberación a la doctrina social de la Iglesia es el énfasis en la perspectiva hermenéutica. En tanto la teología de la liberación ha nacido en el contexto de la periferia y a partir de situaciones sociales, económicas y políticas bien concretas, dicha teología aporta a la doctrina social de la Iglesia la necesidad de subrayar el papel hermenéutica y el lugar social desde donde se interpreta la misma doctrina social de la Iglesia. En efecto, la doctrina social de la Iglesia no puede ser un «tratado» académico, sino una fuente de inspiración para una praxis de liberación. Este objetivo que el propio magisterio propone a la doctrina social de la Iglesia (cf. LC, cap.V) significa interpretarla de tal modo que su mensaje sea dinámico e iluminador. En este sentido podrían señalarse cuatro notas de la interpretación de la doctrina social de la Iglesia: 1) La necesidad de situar la doctrina social de la Iglesia en el contexto histórico en que ha ido formulándose y ser conscientes de las diferencias o «distancias» tanto temporales como espaciales que se dan entre los textos escritos y las situaciones de vida que deben ser iluminadas por ellos. 2) De la misma forma, el magisterio debe ser interpretado desde la ley del amor, como centro de toda ética cristiana, como convergencia de la obediencia a la autoridad de la Iglesia y de la libertad creativa y responsable de los hijos de Dios. Querer imponer el magisterio social como si fuese una consigna partidaria o un dogma de fe, atentaría contra la naturaleza ética de un servicio a la praxis de liberación. La ley del amor es la norma suprema de toda ley en la Iglesia, porque es el mandamiento único 154
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de Jesús, cuyos contenidos serán esclarecidos a lo largo de los tiempos. 3) La ética a la que nos referimos es ética social, y por tanto es preciso tener en cuenta la información y el aporte de las ciencias sociales. 4) Finalmente, el cuarto criterio hermenéutico consiste en la opción por el pobre. Pablo VI en OA 42 señala con mucha precisión que el magisterio social de la Iglesia es un servicio a la causa de los pobres. Sólo entrando dentro de esta dinámica de servicio, expresada por la opción por los pobres, podemos entender adecuadamente la doctrina social de la Iglesia. El aporte de la teología de la liberación es decisivo para destacar este cuarto criterio hermenéutico.
II. RELACIÓN ESPECIFICA ENTRE TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN, MARXISMO Y DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
En este nivel de relación nos referimos a la teología de la liberación que hace uso del instrumental marxista en el análisis de la sociedad. En términos generales diremos que tal uso de métodos de análisis implica algunos riesgos que la doctrina social de la Iglesia ha señalado, pero también algunas perspectivas del problema de la liberación que pueden cuestionar la propia doctrina social de la Iglesia. Si, por un lado, es necesario atender a las observaciones del magisterio y prestarles el debido asentimiento, aun cuando no se trate de verdades dogmáticas, por otro, los problemas objetivamente planteados por el uso del marxismo deben ser seriamente asumidos por el propio magisterio, puesto que se trata de interrogantes a la fe cristiana, o a la forma de testimoniarla ante el mundo. Los desafíos que el marxismo presenta al cristianismo son más amplios y universales que el uso del marxismo en la teología de la liberación. Diremos que a partir del mutuo encuentro entre teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia, las dos deben ser modificadas significativamente. No es lícito, para la teología de la liberación, ignorar las advertencias del magisterio; pero tampoco es actitud pastoral ignorar los cuestionamientos que son levantados desde situaciones históricas en las que el marxismo tiene su influjo social, intelectual, político.
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1.
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La doctrina social de la Iglesia ilumina la praxis liberadora y la teología de la liberación
La opción por los pobres, fundamentada en motivos evangélicos y la interpretación del conflicto social deben mantener la identidad que brota de la perspectiva de la fe. a)
La opción por los pobres
El uso del instrumental analítico del marxismo puede llevar a concretar el significado de «pobre» exclusivamente en el proletario organizado con conciencia política dentro de la lucha de clases. Es conveniente recordar, por tanto, que el concepto bíblico de pobre es más amplio; abarca también a aquellos que no pueden ser considerados fuerza histórica, sea por carecer de conciencia crítica, sea por estar limitados psicológica o físicamente por una acción eficaz. La opción por los trabajadores que el propio magisterio propone como ejemplo de una «Iglesia de los pobres», no se circunscribe sólo al trabajador manual, ni exclusivamente al que tiene potencialidad de fuerza política. Todo tipo de trabajo, en tanto significa una actividad humana con sentido de solidaridad, tiene un valor en si mismo, y debe ser defendido, independientemente de otras categorías, sea por el tipo de trabajo, sea por la clase social en la cual el trabajador está situado (cf. LE, introducción, 4a, 8e). Pero si es verdad que la opción por el pobre se mantiene siempre «abierta» por la vocación universal del amor cristiano, también es cierto que se mantiene «concreta» como exigencia del mismo amor. Por esto, el papa alude a situaciones bien concretas de explotación del trabajo en medio de un conflicto social entre capital y trabajo (cf. LE 11c; 13c; 7b; 8f), y recuerda que el problema social se llegó a calificar de «cuestión obrera». Lo «concreto» puede encerrarse en el egoísmo de una clase (LE 20d), pero sin lo concreto se desdibuja el problema al cual nos referimos. La teología de la liberación debe mantener siempre, en su opción por los pobres, una tensión entre lo concreto de una clase social oprimida y lo universal del amor cristiano, afirmando siempre éste a partir de aquélla. b)
La interpretación del conflicto social
En este punto se concentra el mayor peso de las advertencias que hace la doctrina social de la Iglesia a la teología de la liberación. La interpretación del conflicto social en términos de lucha de 156
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clases conlleva, según LN, la aceptación no sólo de una metodología de análisis social, sino también el asumir los postulados de una filosofía dialéctica que postula, como ley de la naturaleza humana en la historia, la existencia de la lucha de clases. Tratemos de esclarecer este punto. Usando la expresión «conflicto social» y no «lucha de clases», queremos respetar la terminología que LN propone para el problema, reservando la expresión «lucha de clases» a la aproximación marxista del conflicto en los dos niveles, analítico-social y filosófico, que hemos señalado. En cambio, la expresión «conflicto social» alude a un hecho real, existente, todavía no tematizado por un análisis social. Insistimos que se trata de la misma realidad —que no es negada— pero sí interpretada en forma diversa. En la primera parte hemos establecido la aceptación de los análisis sociales en la reflexión teológico-pastoral de la Iglesia. Lo que en esta segunda parte está en cuestión es el uso de un método de análisis concreto, que proviene del marxismo (LN VIII, 6). En el concepto de «lucha de clases» hay una vinculación, juzgada por LN como esencial e intrínseca a la filosofía dialéctica materialista {cf. LN VIII 6-8). El análisis sociológico de la lucha de clases sitúa a las clases sociales ante la distribución desigual de los bienes económicos y del poder político, de modo que podría establecerse una ecuación: capitalista rico poderoso versus trabajador pobre oprimido. Las categorías socio-económico-políticas que aquí se expresan pueden proyectarse, en búsqueda de una justificación ética de la opción por los oprimidos, identificando la bondad moral con la clase de los oprimidos, y la maldad moral con la clase de los opresores. Ahora bien, tal identificación llevaría a considerar la dimensión ética como un «subproducto» de la pertenencia social, sin la necesaria confrontación de cada libertad humana con los valores morales que realizan al ser del hombre. Se es bueno o malo porque se pertenece a una clase, y no porque se opta por el bien o por el mal. Esta pretensión legitimadora funciona aquí, como en todos los fenómenos colectivos, para dar un valor moral a la lucha contra el adversario, porque en definitiva es lucha de los «buenos» contra los «malos». Por un fenómeno que la psicología social ha estudiado profundamente, el ser humano, que jamás podría justificar acciones inhumanas (como tortura, asesinato) si éstas fueran motivadas por puras razones personales, se siente tranquilo en su conciencia cuando realiza acciones inhumanas «en nombre» de una idea colectiva (patria, religión, raza, poder de clase). Es precisamente la ética, iluminada por el evangelio, la que nos induce a descalificar esta simplificación maniquea de «buenos y malos» y es allí donde la doctrina social de la Iglesia introduce 157
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modificaciones sustanciales al análisis del conflicto, que la teología de la liberación debe tomar seriamente en cuenta. Para considerar el aporte de LE a una interpretación del conflicto recordemos algunos presupuestos teóricos. Cada ser humano construye diversos «mundos» según sus intereses: religioso, artístico, deportivo, por ejemplo. El encuentro con otros se realiza dentro de esos mundos, donde otros comparten los mismos valores; así, una persona puede encontrarse con amigos en el mundo religioso, pero tal vez no sean los mismos de su mundo artístico o de su mundo deportivo. Un mismo sujeto puede referirse a muchos mundos y usar muchos lenguajes propios de cada mundo; pero debe vigilar críticamente para respetar el valor autónomo de cada lenguaje. De hecho los mundos diversos se integran en la unidad del sujeto que los vive. Pero puede hablarse también de una integración objetiva, es decir, examinando los criterios de cada lenguaje y la posible intercomunicación mutua de ellos. Tal es el caso precisamente entre el «mundo de lo social» y el «mundo de lo ético», que confluyen en el análisis de un mismo hecho: el conflicto social. La encíclica LE ofrece un buen ejemplo de integración del universo sociológico en el análisis del conflicto, y del universo ético de los valores. Para ello, Juan Pablo II va a tomar dos términos que tienen una significación concreta dentro del universo sociológico marxista (capital-trabajo). Diríamos que la significación «sincrónica» que los términos «capital-trabajo» tienen dentro del sistema global marxista, es transformada «diacrónicamente» haciendo cambiar el significado al ser usados en otro momento histórico y dentro de otro conjunto o sistema, esta vez, el pensamiento cristiano. La posibilidad de una evolución diacrónica, que libera los términos de su ubicación sincrónica dentro del sistema, no responde sólo al problema de una comprensión diferente de dichos términos dentro del mismo «mundo» (en este caso, las ciencias sociales), sino, además, al otro problema de integrar dos mundos, el de las ciencias y el de las exigencias éticas que derivan de la fe cristiana. Gracias a ella puede darse una interpretación cristiana (por relacionarse con la ética) del conflicto (que es hecho social). En este cambio de contenido semántico de «capital-trabajo» encontramos los pasos siguientes: 1) Percepción del carácter ético del conflicto. En tanto el científico busca la inmediata relación causa-efecto, el creyente busca una interpretación más profunda de confrontación con el absoluto. Más allá de las formas históricas del conflicto humano, existe un permanente duelo entre justicia e injusticia, bien y mal. Pueden cambiar los motivos históricos, o las tecnologías que se usen en el conflicto o la guerra; siguen en pie los motivos éticos. La 158
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Iglesia no se juzga técnicamente competente para el análisis del conflicto (cf. LE 1), pero cuando habla del economicismo y materialismo, va más allá de los análisis de la ciencia para llegar a los valores y opciones de la vida humana. Si los problemas humanos fueran objeto sólo de análisis de las ciencias, la Iglesia no tendría cabida para hablar de ellos desde la fe y la doctrina social de la Iglesia caería por su base. 2) Vinculación de lo ético con el análisis científico. Si lo ético reduce el conflicto a la confrontación «bien-mal», la «historificación» de tal conflicto debe ser considerada con análisis sociológicos, históricos, culturales, etc. De lo contrario, el análisis ético sería inoperante, al ignorar las circunstancias en las que el bien y el mal aparecen en la historia. 3) Reformulación de los conceptos usados por la ciencia. El papa va a emplear «capital-trabajo» como expresión válida para entender el conflicto social. Sin embargo no va a entender dicha oposición como lucha de clases, sino como antagonismo valorativo, ético. El sentido original, puramente socio-económico y político, sufrirá una transformación semántica para designar, por medio del trabajo, el valor del «ser-en-solidaridad» y, por medio del capital, el antivalor del «tener más» cuando es objetivo prioritario y absoluto de la vida humana. El papa modifica notablemente el sentido del «trabajo» cuando no lo circunscribe a la clase trabajadora (urbano-industrial), ni a la campesina, y se refiere a todo trabajo, independientemente de las circunstancias en que es realizado. Considera como trabajo, también, el de los intelectuales y señala los peligros que amenazan hoy este tipo de trabajo, como el desempleo y la explotación. La prioridad ética del trabajo sobre el capital no es, pues, «opción de clase», sino «opción de valor». Por el contrario, el capital no puede obtener la prioridad, porque se refiere al tener, y éste recibe su dignidad moral sólo cuando está al servicio del ser y por tanto cuando el capital favorece al trabajo. Los medios de producción no pueden ser poseídos contra el trabajo, ni poseídos por poseerlos, porque el único título legítimo de su posesión es que sirvan al trabajo y así permitan el destino universal de todos los bienes para todos los hombres (LE 14). Precisamente, en este contexto, el Papa no excluye la posibilidad de que, en función de ese destino universal, se pueda hablar legítimamente de una socialización. Esta alusión a la socialización de los medios de producción podría parecer una identificación ideológica del trabajo y de sus valores morales con el socialismo, así como la alusión al capital, considerado éticamente como negativo cuando explota el trabajo, podría designar el sistema capitalista. Pero esta interpretación no se justifica, porque de igual manera que el trabajo no se identifica 159
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con una clase, tampoco se identifica el capital con un sistema o ideología. Es importante tener en cuenta que el sentido atribuido al capital como símbolo del tener egoísta puede verificarse no sólo en el sistema occidental que exacerba sistemáticamente el egoísmo y el interés como dinamismo del progreso, sino también en el sistema socialista, cuando la socialización de los medios de producción separa la propiedad (incluso social) de los medios frente a los trabajadores, que no son considerados como auténticos propietarios (esta vez colectivos) de los medios de producción (cf. LE 14). La transformación semántica impide, pues, identificar trabajo con clase trabajadora o capital con sistema capitalista. Todo trabajo, incluso intelectual, está llamado a ser símbolo de la solidaridad de la persona humana que busca el ser. En cambio, el capital, dentro del sistema occidental e incluso dentro del socialista, se vuelve «capitalismo egoísta» cuando se contrapone al trabajo y se vuelve instrumento de explotación. Hay que advertir, con todo, que ni el capital, ni el trabajo, tienen en sí mismos una connotación ética, independiente del proyecto humano que los usa. El trabajo puede degradarse a ser un mero instrumento del «tener egoísta», perdiendo todo su valor simbólico del «ser más» y, en cambio, el capital puede ser usado como instrumento del trabajo, sin explotar a éste, y adquirir por tanto la cualidad ética de bondad, de permitir la solidaridad en el ser más. 4) Capacidad de interpelación de la ética a la ciencia. Hay que tener en cuenta que el uso de las palabras «capital-trabajo» podría conducir a ambigüedades y confusiones, como si LE favoreciese la lucha de clase. Pero junto al peligro, del cual el Papa es muy consciente, existe también la posibilidad de una interpelación concreta, y parece que, en este caso, ésta compensa de sobra el riesgo de aquél. Se trata de interpelar a las ciencias, sobre todo al análisis marxista del conflicto, para no reducir «capital-trabajo» a mera expresión de intereses de clases sociales contrapuestas, sino ver en esas palabras la expresión de las oposiciones entre valores humanos. Las dos ideologías están invitadas, por tanto, a revisar sus presupuestos. El capitalismo debe delimitar el estímulo al interés propio —que cuando no tiene freno deriva en egoísmo— y el derecho de propiedad, con una mayor sensibilidad de la dimensión social de la propiedad y con un concepto integral del desarrollo de la persona en la sociedad. A su vez, el socialismo es invitado a superar una estrecha visión de clase en el conflicto, para dar al trabajo humano no sólo la función de la lucha política de los trabajadores, sino el sentido integral y humanista que no escapó al propio Marx. La opción por el trabajo no es de clase, ni
de ideología; es una expresión de la opción por el hombre mismo. 5) Dinamización del compromiso ético. Desde esta perspectiva no puede existir neutralidad en el dilema «capital-trabajo». Todo cristiano está obligado a hacer una opción por el trabajo, si quiere ser coherente con su opción de fe por Jesucristo y los valores evangélicos anunciados por él. Sólo desde allí se entiende que se pueda hablar de «espiritualidad del trabajo», tema muy querido a Juan Pablo II. Difícilmente podrá hablarse de una «espiritualidad del capital» ya que éste no es actividad humana, sino objeto; en cambio, el trabajo como actividad implica una presencia del hombre consigo mismo, es decir, un espíritu humano, que sí puede ir al encuentro del espíritu de Dios.
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La teología de la liberación cuestiona e interpela a la doctrina social de la Iglesia
No seríamos honestos si no examináramos también los profundos cuestionamientos que parten del uso del marxismo en la teología de la liberación para la propia doctrina social de la Iglesia y la crítica que puede hacerse al modo del discernimiento ideológico y de presentación de la oposición entre antropologías que nacen de las ideologías, frente a una visión cristiana del hombre. a)
Cuestionamientos que el marxismo hace a la fe cristiana
El marxismo es un hecho complejo y hay que reconocer las múltiples corrientes de interpretación que existen en su seno. Por eso es difícil categorizar claramente el problema del marxismo para la teología. Pero además del problema específico del uso del marxismo en la teología, no hay que ignorar otro problema, más antiguo y profundo, más universal también, que es el de los interrogantes que el marxismo plantea a la fe cristiana. Los interrogantes podrían ser enunciados de esta manera: cuando la Iglesia, con su doctrina social, defiende la propiedad privada, ¿mantiene los privilegios de los ricos y el sistema burgués capitalista?; cuando condena la lucha de clases, ¿se opone a la lucha de los pobres por la justicia, ofreciéndoles en cambio un opio adormecedor?; cuando anuncia a Dios y le da culto, ¿no aparta al hombre de la construcción del mundo? Estas preguntas corresponden a los tres niveles donde EN ha situado las advertencias: la ciencia, la filosofía y las proyecciones teológicas del marxismo. Según el materialismo histórico, la clave para comprender la
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explotación del hombre por el hombre reside en la propiedad privada de los medios de producción; la Iglesia se identifica con el capitalismo al defender dicha propiedad. Según el materialismo dialéctico, la esencial conflictividad de la historia se revela en la lucha de clases. La Iglesia, al rechazarla tanto como hecho como método, impide a los oprimidos luchar por su liberación y juega nuevamente un papel legitimador en favor de los opresores, como lo hizo sacralizando la propiedad. En tanto que LN se circunscribe a señalar las desviaciones teológicas que pueden provenir de una antropología marxista del conflicto, el marxismo ya había establecido una pregunta más radical todavía: la religión misma arrebata al hombre el sentido de su lucha por mejorar la historia, pues el hombre lo espera todo de un ser ajeno a él, y por tanto se «aliena», es decir, deja de pertenecerse y de construir su propia historia. Un auténtico humanismo, según el marxismo, debe ser ateo a fin de que el hombre pueda realizarse mediante la lucha histórica por mejorar las condiciones de su existencia. La que aquí está en cuestión es la doctrina social de la Iglesia y su interpretación. La doctrina social de la Iglesia puede ser praxis de liberación, pero a condición de que sea presentada como tal. Hay formas históricas de presentación que han dado origen a acusaciones —reconocidas por el propio magisterio—, como sí la Iglesia, con su doctrina social, se pusiera «de parte de los ricos contra los proletarios» (QA 44), o se limitara a «predicar a los pobres la resignación y a los ricos la generosidad» (MM 16). Se han dado prácticas de quienes abusan de la religión y la manipulan para defenderse contra las justas reclamaciones de los trabajadores, constata Pío XI (cf. QA 125). Por eso es urgente revisar la forma de enunciar la doctrina social de la Iglesia. Es aquí donde la teología de la liberación constituye un aporte.
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La doctrina sobre la propiedad
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que detenta la riqueza, y una inmensa mayoría de empobrecidos y marginados. En el análisis del problema, León XIII coincide prácticamente con los planteamientos de los socialismos de aquella época, pero no así en la propuesta de solución. A diferencia del socialismo que proponía la total abolición de la propiedad privada de los medios de producción, la Iglesia defiende esta propiedad, pero argumentando desde el derecho de los trabajadores a llegar a la propiedad privada de los medios de producción (cf. RN 1-3). En otras palabras, hablando con precisión, la defensa de la propiedad —en este texto de RN— no es la de quienes ya la adquirieron, sino de aquéllos que merecen adquirirla mediante su trabajo cuando es justamente remunerado. De ahí que las condiciones del salario justo supongan que el trabajador —después de satisfacer sus necesidades vitales— pueda disponer de ahorro y por medio de él llegar a la propiedad privada de medios de producción. Cuando el estado fija como «salario legal» una remuneración insuficiente para el acceso a la propiedad, el argumento teórico de la Iglesia se vuelve inoperante, al no existir la condición para que este derecho sea ejercitado: el salario justo que permite el acceso a la propiedad de medios de producción. La teología de la liberación más consciente de las cuestiones que el marxismo plantea a la fe interpela a la doctrina social de la Iglesia para revisar los argumentos fundamentales y el sentido de la propiedad. Un paso en esa dirección lo ha dado LC, que asume ante la propiedad una actitud sobria y exigente. Al proponer LC una cultura del trabajo, que exige ciertos «valores esenciales», especifica: Afirmará la prioridad del trabajo sobre el capital y el destino universal de los bienes materiales (LC 84). El derecho a la propiedad privada no es concebible sin unos deberes con miras al bien común. Está subordinado al principio superior del destino universal de los bienes (LC 87).
Y en una afirmación de extremada fuerza moral se advierte: La prioridad del trabajo sobre el capital convierte en un deber de justicia para los empresarios anteponer el bien de los trabajadores al aumento de las ganancias. Tienen la obligación moral de no mantener capitales improductivos y, en las inversiones, mirar ante todo al bien común. Esto exige que se busque prioritariamente la consolidación o la creación de nuevos puestos de trabajo para la producción de bienes realmente útiles (LC 87).
Para una presentación doctrinal de la propiedad privada de los medios de producción que tome en cuenta los interrogantes del marxismo, debe retornarse a los argumentos iniciales ofrecidos por RN para la defensa de este derecho. León XIII en RN comienza por una descripción de los cambios originados por la revolución industrial: innovaciones tecnológicas, relaciones mutuas entre patronos y obreros, diferenciación económico-social, conciencia de solidaridad de la clase trabajadora, relajamiento de los valores morales; en una palabra, todos los elementos que confluyen en una violenta lucha entre una minoría,
Todo un nuevo estilo de doctrina social de la Iglesia, entendida como praxis de liberación, debe surgir de esta perspectiva. La dignidad de la persona debe afirmarse no tanto por lo que ella posee (defensa de la propiedad), sino por el sentido y valor de su
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trabajo. La «civilización del trabajo» es la alternativa a la «civilización del capital» que tan fácilmente deriva en sociedad consumista y materialista, indiferente ante el hambre del mundo. 2)
Doctrina sobre el conflicto
El marxismo interpela nuevamente a la Iglesia desde su posición filosófica de materialismo dialéctico, al considerar la condena de la «lucha de clases» como un freno que la Iglesia pone a la lucha de los pobres por sus derechos. Teniendo en cuenta, ciertamente, las advertencias ya mencionadas sobre la interpretación del conflicto, sí es necesario que la Iglesia muestre con claridad y firmeza que esas advertencias no son freno sino orientación evangélica de una lucha en favor de la justicia. La respuesta que LC da a este desafío se complementa con la de LN. Podemos destacar un doble aspecto: el problema de la violencia y la afirmación de la civilización del trabajo ante la resistencia de la civilización del capital. LN parece condenar indiscriminadamente toda violencia, en tanto que LC recuerda la doctrina tradicional sobre la violencia en situaciones extremas (LN XI, 7-8; LC 79). Hay pues que leer LN desde LC, que sitúa el texto dentro de la tradición. Por otro lado, LN ofrece el aporte sustancial de distinguir entre el «conflicto social agudo» y la «lucha de clases»; pero es LC la que nos sitúa ante la realidad del conflicto, como hecho que debe ser admitido aunque no se parta de una antropología filosófica del conflicto, sino de una simple constatación de ese hecho. La exigencia ética de la solidaridad con el trabajo constituye una ineludible opción para todo ser humano. La «civilización del trabajo» encontrará resistencias para ser aceptada y realizada, cuando existe una «civilización del capital» con una lógica totalmente opuesta. De ahí lo inevitable de la confrontación y la necesidad de orientación para vivir el conflicto según el espíritu del evangelio.
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En efecto, el compromiso por la justicia a partir de la fe no es simplemente un compromiso por la justicia que se da «junto a la fe», pero que podría darse también sin ella. Toda ruptura de la unidad entre la fe y la justicia, además de ser contraria («desde dentro») a la fe cristiana, sería una confirmación («hacia afuera») de la hipótesis marxista de la religión como alienación que impide los compromisos históricos. Si es verdad que el uso del marxismo en la teología ofrece riesgos, también es cierto que ofrece posibilidades de examinar estas interpelaciones y darles respuesta. La praxis liberadora demuestra que la fe no nos aliena de la historia. b)
Interpretación del discernimiento de las ideologías
Finalmente, la interpelación desde el ateísmo a las formas alienantes de la religión no está presente en LN, pero sí en LC, aunque es verdad que hubiera sido deseable constatar —como lo hace GS 19 y 21— que ciertas formas de ateísmo han nacido de formas alienadas de experiencia religiosa. La mejor respuesta que el cristiano puede dar al ateísmo marxista es la de un serio compromiso por la humanización de la historia, que no contradice la fe ni es ajeno a ella, sino que, al contrario, es dinamizado por la misma.
Otra fuerte interpelación que la teología de la liberación debe hacer a la doctrina social de la Iglesia es el discernimiento de las ideologías, según OA 31-35. En efecto, se suele fundamentar la incompatibilidad del uso del marxismo para un cristiano en el texto de OA 32-34. Pero al considerar en forma aislada este texto fuera del contexto de OA 31-35 y de todo OA, se le da una interpretación muy restrictiva, que no aparece como justificada cuando se asume ia totalidad de la carta apostólica. El contexto de toda OA destaca la necesidad de discernimiento de las Iglesias particulares ante situaciones concretas. El papa ha subrayado la gran diversidad situacional, que hace difícil proponer normas universales y únicas. Desde esta perspectiva, por tanto, hay que examinar el compromiso cristiano ante las ideologías, movimientos históricos, utopías y ciencias. El discernimiento de cada Iglesia particular supone ciertamente criterios propuestos por el magisterio pontificio. Pero un criterio no es una norma, sino orientación para establecerla. La distinción entre ideología y movimiento histórico juega aquí un papel fundamental, pues cada ideología puede dar cabida a múltiples formas de movimientos históricos o muchas etapas de los mismos, ante las cuales no puede tomarse una posición absoluta, como sí es posible hacerlo frente a las ideologías. En OA 31-35 el papa aborda la relación de las ideologías socialista, marxista y capitalista con sus respectivos movimientos históricos. A mi entender, el papa no presenta un juicio propio sobre el hecho de la separación, es decir, si de hecho se separan o no las ideologías de los movimientos históricos. Pablo VI afirma que son separables; pero afirmar la separabilidad no es establecer un juicio sobre la situación de facto. Creemos que al igual que en OA 31 y 35, donde Pablo VI no toma posición sobre el hecho de la separación ideología-movimiento histórico del socialismo y capita-
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Respuesta a la crítica de la religión
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Del análisis de LN y LC resulta que la objeción contra el materialismo dialéctico y las proyecciones que de su antropología se derivan para la cristología y eclesiología no descansa fundamentalmente en el hecho de la violencia (que se reconoce como dato real) ni de la opción por la violencia como medio (que, en determinadas circunstancias, puede ser opción moral legítima) sino del carácter intrínseco que tiene como una ley necesaria de la historia. En definitiva, se trataría de una posición filosófica, que exige, por coherencia, una lógica de la lucha de clases, que se proyecta sobre la historia humana y toda realidad social, sin excluir la propia Iglesia de Cristo. Sería conveniente revisar el contenido exacto de la «naturaleza humana» dentro de los dos sistemas filosóficos, el tomista y el
marxista. Este término no tiene el mismo contenido cuando se parte de una filosofía de la substancia o de la historia. Así, para la primera, es «accidente» —que supone ya la naturaleza—, lo que para la segunda es constitutiva de la misma; en la primera lo histórico tiene poco espacio, mientras que en la segunda es su eje fundamental. De ahí que el camino que Engels toma para fijar la naturaleza del Estado sea analizar su historia, para ver lo que de hecho ha sido, y tratar de predecir lo que, de hecho, el Estado será al final. Desde esta perspectiva la esencia tendría un sentido más semejante al que tiene en la ciencia, es decir, la naturaleza de un ser que opera del mismo modo a base de un número suficiente de constataciones empíricas. La fe cristiana, que sostiene que el hombre ha sido creado por Dios, no puede aceptar que exista, en la naturaleza, una especie de necesaria «predestinación» o necesidad de lucha de clases. El conflicto existe, no hay duda, pero según la fe cristiana se debe a opciones libres, hechas por el hombre mismo, opciones que pueden inscribirse en su propia naturaleza (como lo afirma el dogma del pecado original) pero no surgieron de ella. Esta diferencia es significativa ya que lo que aparece como fruto del pecado no puede constituirse como necesidad histórica ni como dinamismo del progreso humano. En otros términos, no puede admitirse una opción metódica y sistemática por la lucha de clases como medio obligado e indispensable de evolución de la historia humana. Lo que LN destaca es que una antropología (como la que, por ejemplo, nace del materialismo dialéctico) no es indiferente a la elaboración de una cristología o eclesiología. Tal observación es acertada, pero también aplicable a la filosofía liberal, que supone una antropología y por tanto incide también en concepciones eclesiológicas y cristológicas. El liberalismo tiene un verdadero postulado filosófico, una auténtica convicción que lleva a pensar que la dinámica del progreso económico debe descansar en el instinto fundamental del ser humano de buscar prioritariamente su propio interés. Pablo VI señala en PP 24 estas dimensiones intrínsecas a la filosofía liberal. No se trata de casos aislados de egoísmo, sino de una verdadera concepción del hombre. Podríamos, evidentemente, hacer en forma paralela las salvedades que hemos indicado en el marxismo: que la filosofía liberal no pretende describir la naturaleza humana en el nivel de la metafísica, sino a partir de una esencia basada en constataciones empíricas. Podríamos también indicar que el interés propio no es radicalmente condenable, sino el egoísmo cerrado que puede derivar de él cuando no hay un control ético. Pero no sería justo recordar tales matices si no se aplicara al problema del conflicto la consideración de cómo un
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lismo, en forma semejante en OA 32-34 tampoco juzga un hecho de separación. Se contenta con presentar las opiniones de quienes siguen las corrientes marxistas. El número 34 está dedicado a repetir las advertencias ya hechas ante el socialismo y capitalismo; es decir, aunque de hecho exista la separación no hay que olvidar los vínculos que unen aquellos aspectos del marxismo que más se asemejan al movimiento histórico (análisis, lucha de clase como estrategia) con aquellos otros que equivalen a una ideología inaceptable (filosofía atea, estado totalitario). ¿Qué significa la palabra olvidar} Podríamos pensar en dos hipótesis: a) prohibir todo compromiso cristiano, porque la ideología en cuestión está unida a su movimiento histórico; b) advertir de los vínculos, que una fácil idealización del movimiento histórico tiende a olvidar, a fin de que separe con mayor claridad el movimiento de la ideología. Debe asumirse una de estas hipótesis, pero con el mismo sentido tanto en el número 34 (marxismo) como en el número 35 (capitalismo). No se ve razón alguna para interpretar «olvidar» en el caso del marxismo con la hipótesis a, y en el caso del capitalismo, con la hipótesis b. O en ambos casos es restrictiva e impide una opción cristiana, o en ambos casos es advertencia que previene de un riesgo. La advertencia pastoral es necesaria porque la experiencia demuestra que los cristianos que tomaron la vía del análisis marxista sin precaución, así como los que siguieron la vía del capitalismo liberal, también sin precaución, acabaron asumiendo integralmente las ideologías incompatibles con la fe, pero tal advertencia debe ser universal, salvo peligro de aparecer como ideológica. c)
El problema de la antropología del conflicto
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sentido moral puede controlarlo y dirigirlo. La constatación del carácter conflictivo de la historia se da también en el magisterio de LE, dando un sentido nuevo y original a la comprensión del conflicto en términos de capital-trabajo. La defensa del derecho de sindicación y de huelga son aspectos de la aceptación de la conflictividad humana, integrada en la doctrina social de la Iglesia. Pero la teología de la liberación tiene la función de llamar la atención sobre la unilateralidad de la doctrina que puede prestarse a utilizaciones ideológicas. La mutua referencia entre doctrina social de la Iglesia y teología de la liberación, vivida en el espíritu de la caridad evangélica y del servicio al pueblo de Dios, ofrecerá grandes frutos al proceso de humanización de la historia.
HERMENÉUTICA BÍBLICA
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El problema de la hermenéutica bíblica en la teología de la liberación puede plantearse a partir de dos textos significativos: El primero arranca desde el principio de su reflexión. Señala la necesidad de elaborar una cristología latinoamericana y apuntaba al problema hermenéutico como una de las condiciones indispensables para el desarrollo y maduración de la teología de la liberación. Dice así: La filosofía contemporánea trasladó el problema hermenéutico de textos de otros tiempos al tratamiento de la realidad histórica actual. El texto primordial se convirtió en nuestra realidad y, dentro de ella, en nuestra praxis. Los exegetas continuaron, bastante tranquilamente, elaborando hermenéuticas bíblicas. Revelaron, por otra parte, una frecuente insensibilidad tanto para los datos de las ciencias humanas como para las urgencias de la praxis. La estrecha interdependencia entre su posición política ingenua, a veces claramente reaccionaria, y sus principios hermenéuticas (como también su noción de revelación) es un capítulo de la historia de la ideología que está por escribirse 1 .
El otro texto es de los últimos años. Es una llamada del magisterio eclesiástico ordinario. Constituye una advertencia vehemente para que no se haga de la hermenéutica un proceso meramente subjetivo y relativizador de la realidad y de la verdad de la fe revelada. Es un texto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, que representa la primera Instrucción sobre la teología de la liberación 2 . Apunta al peligro de construir una 1. H. Assmann, Tentativa epistemológica de compreensao (texto mimeografiado), Sao Paulo, 1971, pp. 67-69. 2. Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación.
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hermenéutica a partir de la categoría de la lucha de clases, lo que haría del proceso hermenéutico un fermento corrosivo, reduccionista y relativizador de la verdad cristiana: En esta perspectiva, se sustituye la o r t o d o x i a c o m o regla de la fe p o r la ¡dea de o r t o p r a x i s , c o m o criterio de verdad (X, 2). La nueva interpretación alcanza así a t o d o el c o n j u n t o del misterio cristiano (X, 13).
Los textos citados ponen de manifiesto la complejidad y extensión de los problemas. Nuestra intención es limitada. No entraremos en todos los problemas 3 . Indicaremos apenas la dirección del esfuerzo para «comprender la vida fijada por escrito» (Dilthey) a partir de la praxis histórica de liberación de los pobres. Enfocaremos, por tanto, dos aspectos: — la lectura popular de la Biblia plantea el problema hermenéutico no de una manera académica, sino vivencial; — la hermenéutica, como interpretación de la praxis de liberación de los pobres y de la praxis de Jesús de Nazaret, es discernimiento de la palabra que comunica el Espíritu de vida y de amor. I.
1.
LA LIBERACIÓN Y LA HERMENÉUTICA
La lectura popular de la Biblia
Los pobres leen la Biblia en una situación de sufrimiento y de dominación económica y política 4 . No es una lectura teórica ni una búsqueda de ideas. Es una cuestión de vida o muerte, de libertad o dominación. Buscan en la Biblia la verdad que los libere, luz para analizar la sociedad y sus estructuras de violencia, fuerza que sustente su resistencia y su lucha por un mundo nuevo de vida, de libertad y de solidaridad. Los pobres creen y confían en la palabra de la Biblia como luz y fuerza de su lucha de liberación. Carlos Mesters, recogiendo lo que el propio pueblo dice en las comunidades de base sobre esta lectura de la Biblia, señala su significado y alcance 5 : 3. Para una historia del problema hermenéutico, cf. F. von Mussner, «Geschichte der Hermeneutik von Schleiermacher bis zur Gegenwart», en Handbuch der Dogmengeschichte, Freiburg, 1970, pp. 3-34; J. S. Croatto, Éxodo. Urna hermenéutica da liberdade, Sao Paulo, 1981; Id., Hermenéutica bíblica, Sao Paulo. 4. G. Gorgulho, «Die Armen lesen Gottes Verheissung», en Evangelische Mission, Hamburg, 1985, pp. 14-26 (con bibliografía sobre lectura popular de la Biblia). 5. C. Mesters, Urna flor sem defesa. A leitura popular da Biblia, Petrópolis, 1983; Id., «Como se faz teología bíblica hoje no Brasil»: £B 1 (1984), pp. 7-19.
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— La Biblia se lee no sólo como una historia del pasado, sino también y sobre todo como espejo de la historia que acontece hoy en la vida del pueblo. Reaparece aquí, de manera nueva, la visión de los Padres que hablaban de «letra» y «espíritu». Se acentúa la actualidad de la palabra de Dios. Dios habla hoy a través de la vida iluminada por la Biblia. — El objetivo principal de la lectura no es interpretar la Biblia, sino interpretar la vida con la ayuda de la Biblia. Se desvía así el eje de interpretación. Los pobres leen la Biblia a partir de su situación de oprimidos. Esto les permite descubrir la fuerza del sentido que los exegetas no descubren, e incluso encubren con un aparato científico y con la ideología que domina su explicación. La lucha de los pobres revela el fondo del dinamismo de la sociedad y del proceso histórico. Los pobres se presentan como la clave hermenéutica de la interpretación de la vida y de la Biblia. — El pueblo de los pobres no hace una lectura neutra. Es búsqueda de justicia, de liberación y de vida; búsqueda de salida de la situación de opresión, de empobrecimiento y de dominación política y cultural. Hacen, por lo tanto, una lectura comprometida y al servicio de la liberación. La lectura científica pretende ser «objetiva» y condición determinante para cualquier otro tipo de lectura. Pero los pobres han mostrado que no existe lectura objetiva a no ser aquella que se sitúa dentro del objetivo de la palabra de Dios y que contribuye concretamente a alcanzar este «objetivo». — La exégesis moderna tiene una visión nueva que hace de la Biblia un libro antiguo. Por el contrario, el pueblo de los pobres tiene una visión antigua, inerme y frágil («una flor sin defensa»), que presenta la Biblia como un libro nuevo, portador de fuerza de liberación para aquel que cree y se compromete con la liberación de los pobres (Le 4, 16-21; Rom 1, 16-17). Para los pobres de América latina, la liberación no es un problema puramente secular. La liberación significa en primer lugar, referencia a Dios. La religión no está fuera de la liberación, ni la liberación fuera de la religión. Muy al contrario, la liberación de los pobres se asienta en el centro de la religión, y en el medio de la liberación está la fe cristiana. El pueblo cree que Dios viene y está presente en su lucha de liberación. Le trae luz, fuerza y orientación para la vida nueva 6. — En las comunidades, los pobres no buscan en la Biblia una fuente de erudición. Buscan una fuente de vida, ánimo y perseverancia. No buscan ni una justificación de sus decisiones, ni una planificación de su liberación. Sin embargo, saben que el futuro depende más de las opciones fundamentales que de las aplicaciones particulares. No necesitan instrucciones prácticas precisas, 6.
Cf. J. Comblin, ¡ntroducao geral ao comentario bíblico, Petrópolis, 1985, pp. 10-11.
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saben dónde encontrarlas cuando las necesitan. La Biblia les enseña la confianza en sí mismos gracias a los dones del Espíritu y a la presencia permanente de Jesús entre los suyos. La Biblia les recuerda las grandes prioridades del actuar de los pobres: la confianza en Dios, la liberación en la cruz de Cristo, la firmeza en la persecución y en el martirio, la fraternidad, la formación de la comunidad y la necesidad del compromiso radical. 2.
El texto y la historia
Este género de lectura sitúa el problema hermenéutico en el terreno de lo vivencial. Ahora bien, el mensaje y el contenido de la Biblia no varían de acuerdo a las circunstancias. Tienen un sentido objetivo consignado en un texto del pasado. La fe cristiana procura escuchar lo que Dios le dice en el texto escrito. Por otra parte la historia de la revelación llegó a su plenitud en Jesucristo. En este sentido no hay ya progreso de la revelación, ni revelación nueva (cf. DV 10). Pero entonces, ¿cómo entender que Dios habla hoy en la vida y en los acontencimientos de esta vida? ¿cómo habla Dios, cómo se manifiesta y se comunica a partir de la práctica de liberación de los pobres? ¿cuál es el objetivo y la función de la hermenéutica hoy: el sentido-en-sí o el sentido-para-nosotros} El papa Pablo VI, en su discurso a la XXI Semana bíblica italiana, el 25 dé septiembre de 1970, señaló la urgencia de la tarea hermenéutica: La fidelidad a la Palabra exige también, en virtud de la dinámica de la encarnación, que el mensaje se haga presente, en su integridad, no sólo al hombre en general, sino también al hombre de hoy, a quien se anuncia ahora el mensaje. Cristo se hizo contemporáneo de algunos hombres, hablando su lenguaje. La fidelidad que se le debe, exige que continúe esta comtemporaneidad. En todo proceso interpretativo, y con mayor razón cuando se trata de la palabra de Dios, la persona del intérprete no es extraña al mismo proceso, sino que está implicada en él y puesta en discusión con todo su ser 7 .
Pablo Richard, en un texto incisivo, indica el camino para entender esta tarea hermenéutica, y para captar la relación y la interacción del sentido-en-sí de la Biblia y del sentido-para-nosotros del Dios que viene y actúa en la historia presente:
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conducen a la evangelización. Pero podemos decir algo más: aunque el texto y la historia son la base material de la evangelización, debemos subordinar el texto a la historia, y no la historia al texto. Es la historia la que nos ilumina el texto bíblico como testimonio o como criterio de discernimiento de la palabra de Dios. Debemos subordinar el texto a la historia: discernir el texto bíblico a partir de nuestra experiencia de Dios en nuestra historia ".
Así, la tarea de la hermenéutica consiste en comprender la Biblia como el testamento que registra e indica el lugar y la forma de la venida y de la presencia de Dios en la historia. Para entender la función de la hermenéutica es preciso, por tanto, comprender qué es la revelación y cómo acontece la venida de Dios en la historia, o la nueva manera de Dios de existir en la vida y en la acción libre de los hombres. Se hace, por tanto, necesario penetrar en la realidad de la misión de las personas divinas que acontece en la gracia. La hermenéutica aparece, así, como el discernimiento de la Palabra que viene y comunica el Espíritu de vida y de amor en la práctica histórica de liberación de los pobres. La tarea de la hermenéutica consiste en discernir en la Biblia el testimonio de aquellos creyentes, nuestros padres en la fe, que encontraron en su historia al Dios de la vida. Este testimonio es indispensable para discernir en nuestra historia la palabra del Dios de Jesucristo que comunica el Espíritu de vida y de amor. Por tanto, es necesario poseer un criterio seguro de discernimiento. Este se encuentra en la práctica histórica de liberación de los pobres. La Biblia es el testamento que registra y revela el lugar y la manera de la venida de Dios para formar su pueblo. De ahí, que la interpretación consista en el discernimiento del sentido del texto bíblico a partir de la memoria de la liberación de los pobres y de la promesa de la venida del reino de Dios. Interpretar y discernir la vida y la venida del Dios «que es, que era y que viene» (Ap 1, 8). 3.
La función de la memoria de los pobres
La hermenéutica de la teología de la liberación hizo grandes progresos cuando comenzó a desarrollar sus virtualidades de la percepción de la Biblia como memoria de los pobres tanto en su origen histórico como también en cuanto clave hermenéutica principal de su sentido y de su desarrollo histórico.
Resumiendo, puede decirse que la base material de la evangelización es el texto y la historia, y que ningún elemento debe faltar para que la fe de la Iglesia pueda evangelizar. Texto sin historia o historia sin texto no
7. Cf. L'Oss. Rom. 42 (1970).
8. P. Richard, «Biblia: Memoria histórica dos pobres»: EB 1 (1984), pp. 20-30.
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La liberación de los pobres
La memoria de la liberación de los pobres es signo profético y escatológico que permite penetrar en el dinamismo de la historia de la formación del «pueblo». Permite entonces comprender el objetivo de la historia de la revelación. Es el criterio para percibir la manera nueva del Dios de vida en la que Dios existe y se comunica en los acontecimientos históricos (cf. LG 9) 9 . La memoria de los pobres es el testimonio del acto a través del cual se da el paso de la dominación de la muerte a la vida nueva en la libertad y en la vida. La liberación constituye la vida social del pueblo. De ahí la importancia de la realidad «pueblo» para la hermenéutica de la teología de la liberación. De hecho, todas la ciencias humanas intentan definir y explicar esta realidad histórica y sociológica. Pero ninguna de ellas consigue llegar hasta el fondo de la explicación, porque en la vida del pueblo existe algo que trasciende los límites de un análisis puramente inmanente, guiado sólo por criterios de la antropología, de la sociología y de la crítica histórica. En efecto, la vida del pueblo es una realidad histórica que sólo se vuelve plenamente comprensible por un don y por la acción de la palabra del Dios de la vida que comunica su Espíritu de verdad, de justicia y de solidaridad. La memoria de la liberación de los pobres es el criterio para la comprensión de su totalidad histórico-social. En efecto, «pueblo» es un sujeto histórico que supera la dominación y establece lazos igualitarios de comunicación, de unión y de plena realización de vida. La vida del pueblo es un don de Dios, y la historia de la revelación es la consolidación de ese don. Y la Biblia muestra el proceso de la formación del pueblo de Dios a partir de la liberación de los pobres. El surgimiento del pueblo de los pobres crea una historia que cuestiona e influye en la historia de las dominaciones y de los dominadores. La Biblia es el testamento de esa historia de los pobres. La hermenéutica es, por tanto, el discernimiento de la memoria de los pobres como origen de los textos y presentación de los acontecimientos y estructuras de la sociedad. La memoria de los pobres muestra que los textos bíblicos no son solamente historia e ideología de la corte, del templo, sino fundamentalmente una memoria popular de resistencia profética contra la dominación que destruye la vida del pueblo. Este discernimiento de la memoria de los pobres se hace con criterios científicos y con los criterios de la fe (cf. Ex 3, 14-15), como ya afirmaba Pío XII, en Divino afflante Spiritu. 9.
Cf. «Leitura da Biblia a partir dar condicóes reais da vida»: EB 7 (1985).
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La mediación sociológica
Todas las mediaciones (psicológica, antropológica, política, lingüística) apuntan hacia un prisma de liberación. La mediación sociológica del dinamismo del modo de producción tributario y esclavista, pretende abarcar la totalidad de las relaciones sociales. El modo de producción es, en efecto, la totalidad de las relaciones sociales a partir del trabajo que se estratifica en los niveles de la economía, de la política, y de la ideología. La teología de la liberación ha insistido en la importancia de esta mediación análitica para entender el tribalismo, la ambigüedad del Estado y la comunidad religiosa en torno al templo restaurado 10. Son el dinamismo y los conflictos generados por el modo de producción tributario los que permiten discernir de manera más precisa el sentido y el contenido de la memoria de los pobres. La historia de la liberación de los pobres tiene como raíz la dominación y la explotación que viene a través de la imposición del tributo, en la relación ciudad-campo. Toda dominación se articula y se construye a partir del tributo. Este es como «un grano de mostaza» del sistema de dominación estatal que lleva a la esclavitud y a la muerte. La historia bíblica fue una tensión continua en la tierra de Canaán (éxodo, división de la tierra), en la formación y desarrollo del Estado monárquico (Estado y profecía), y en la comunidad de aldeas en torno al templo restaurado (organización litúrgico-sacerdotal y esperanza de los pobres). La mediación sociológica posibilita presentar de modo preciso el conflicto entre un Dios liberador y un pueblo que rechaza la libertad y busca nuevas formas materiales de dominación. Así, la hermenéutica es una des-codificación de los símbolos, de los ritos, del lenguaje, como expresiones de relaciones sociales ya sea de dominación y explotación o de vida en libertad igualitaria y solidaria. En este sentido, el uso de la mediación sociológica (producción y reproducción de la vida en común) no implica una lectura entre otras, sino que representa un eje de todas las otras lecturas. <)
Las categorías teológicas
La lectura de las condiciones materiales y de las causas económicas y políticas del hecho religioso llevan a penetrar en el sentido más profundo que estas realidades vehiculan y manifiestan. Sin embargo, una nueva lectura económica y política no explica la totalidad 10. A. F. Anderson-G. Gorgulho, «A leitura sociológica da Biblia»: EB 2 (1984), pp. 6-10; (.. Gorgulho, «Malaquias e o discernimiento da justicia»: EB 14 (1987), pp. 18-31.
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de la vida del pueblo. Es necesario llegar al nivel profético del «conocer a Dios» en la práctica de la justicia y de la solidaridad. De ahí la importancia que la hermenéutica de la teología de la liberación da a los textos proféticos como Ex 22, 21-27; Os 6, 6; Mt 12, 7; Jer 22, 16, y la importancia de la defensa del derecho de los pobres como clave hermenéutica del proceso histórico social (cf. Prov 22, 22-23; 23, 11; Jn 19, 25). La memoria de los pobres no revela solamente la presencia de Dios en la creación, ni es una doctrina vaga de la providencia. Mucho menos es una representación de una imagen de la divinidad para solidificar y cimentar la dominación estatal. La memoria de los pobres es anuncio profético del Dios que desciende para liberar a su pueblo y darle vida libre en una tierra, fuente de vida y libertad. La memoria de los pobres conduce a una hermenéutica de la liberación (Ex 3) puesto que anuncia que el Dios de la vida se revela y existe de manera nueva en el proceso de liberación de los pobres oprimidos. Apunta hacia las categorías teológicas fundamentales para la interpretación: Yahvé, la elección del pueblo, la alianza y la escatología " . De esta forma, todas las categorías teológicas se entrelazan y encuentran su pleno sentido en la promesa de la venida del reino de Dios, y en la venida del hijo del hombre (cf. Dan 7; Me 1, 14-15; 8, 38; 9, 1). 4.
La promesa de la venida del reino de Dios
La promesa de la venida abre el proceso histórico hacia su dimensión de futuro. Y este dinamismo activo de la proximidad del reino o del mundo nuevo de la vida, de la libertad y de la solidaridad, está en la unión de trascendencia y de inmanencia que acontece en la comunicación de la vida y de la presencia de Dios en el obrar humano (cf. Jn 14, 3 y 21). Y de esta manera la hermenéutica percibe la unidad de la promesa en los dos Testamentos, a partir de la praxis de liberación de los pobres y de la praxis mesiánica de Jesús de Nazaret, el cual realiza su misión de hijo del hombre asumiendo la praxis liberadora del siervo de Yahvé (cf. Me 10, 45). Esta unidad de promesa apunta hacia la unidad y novedad del proceso hermenéutico, indicando los textos claves para una tal comprensión lz. Aquí nos limitamos a un esquema simple que es una invitación para una mayor profundización: 11. N. K. Gottwald, As tribos de lahweh, Sao Paulo, 1986, cf. XI parte: «Teología bíblica ou sociología bíblica?» 12. Generalmente se piden ejemplos prácticos de hermenéutica del Éxodo, de los profetas,
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LA P R O M E S A (Antiguo T e s t a m e n t o )
LA R E A L I Z A C I Ó N (Nuevo Testamento)
1.
YAHVE: El D i o s de la vida que viene a liberar: Ex 3.
1.
JESÚS: Ungido del Espíritu que viene p a r a liberar: Le 4, 16-21; Flp 2, 5-11.
2.
ELECCIÓN: p u e b l o , señal de vida social en la justicia y en la solidarid a d : A m 3, 1-2; Sof 3 , 12-14.
2.
3.
ALIANZA: vida fraterna en la fuerza de la P a l a b r a y del Espíritu de vida: Ex 6, 2-8; O s 2, 16-23; Jer 3 1 , 31-34.
3.
ESCATOLOGÍA: esperanza de la venida del reino y d e la resurrección: Is 5 3 ; 6 1 ; D a n 2; 7; 12.
4.
LOS POBRES: p o r t a d o r e s de la n o v e d a d del proyecto de Jesiis y de su servicio liberador: M e 10, 20-29. M t 11. LA NUEVA ALIANZA: es la vida del p u e b l o , en el seguimiento del M a e s t r o , en la c o m u n i d a d de los p e q u e ñ o s , en el espíritu de las b i e n a v e n t u r a n z a s : M e 7; M t 5-7 y 18; G a l 4-5. LA ESCATOLOGIA se realiza en la p r a x i s d e a m o r a los p o b r e s : M t 25; J n 14.
5.
La letra y el espíritu de la vida
El problema hermenéutico llega a su punto álgido cuando se percibe que consiste en interpretar el contenido y el sentido de la misión de la Palabra encarnada en Jesús de Nazaret. En otras palabras, la hermenéutica es interpretación y anuncio del evangelio. Y este es, al mismo tiempo, el testamento de su praxis liberadora y el anuncio de su venida. a)
El dinamismo del evangelio
En estos últimos años la hermenéutica de la teología de la liberación llamó la atención sobre la importancia del evangelio de Marcos, por varias razones. Es el evangelio que se estructura como anuncio del camino y, por tanto, se presta para profundizar el eje de la praxis cristiana que está en el seguimiento de Jesús". Posibilita, al mismo tiempo, comprender la tarea hermenéutica en su esencia más profunda: interpretación de la praxis histórica de Jesús y anuncio de su venida. Las categorías estructurales que dan la unidad a este evangelio son las categorías fundamentales de la hermenéutica. del siervo de Yahvé, de las bienaventuranzas, del juicio final, del Apocalipsis, etc.. Esperamos indicar a lo largo de este ensayo algunos principios hermenéuticos que harán más claros esos lextos en su mensaje de liberación de los pobres. 13. Resumidos aquí lo desarrollado en otro sitio: cf. G. Gorgulho, «O seguimiento de lesús»: EB 2 (1984), pp. 25-37.
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Ya es conocido que Marcos inauguró el género narrativo como evangelio. En el uso profano, «evangelio» tenía una connotación de propaganda política imperial. Pero poseía también el sentido escatológico del anuncio de la venida del reino de Dios (Nah 2, 1; Is 52, 7 ss). Marcos usa la segunda alternativa para mostrar que la transformación de la historia está en la praxis y en la promesa de la venida de Jesús. Puesto que él libera del poder de Satanás, comunica el Espíritu, trae el reino de Dios y suscita la nueva praxis de sus seguidores. El evangelio es, por tanto, el anuncio de la venida de Jesús que continúa al frente del camino de los discípulos, en el correr de la historia (Me 1, 1; 1, 14; 8, 35; 10, 29; 13, 10; 14, 9). La narrativa tiene la función de suscitar el acto de fe en el mesías y la praxis nueva del seguimiento de Jesús. Este anuncio se hace en el dinamismo orgánico de cinco etapas básicas: — La novedad: El evangelio es el anuncio de que Jesús de Nazaret es la novedad plena que viene para liberar la historia. Viene para comunicar el Espíritu y liberar del poder de Satanás. Su misión, como Hijo y Santo de Dios, es la práctica que libera de la situación de opresión y de desintegración evocada por la realidad del «espíritu impuro», fruto del sistema económico, político y religioso cristalizado en el sistema del templo y de la ley. Y de esta forma realiza las promesas contenidas en los profetas y en la ley. Este es el dinamismo de la primera unidad en Me 1. — El conflicto: La novedad introduce la crisis definitiva. Provoca la resistencia y el rechazo de los grupos dominantes del viejo sistema del templo y de la ley. Este conflicto muestra la opción fundamental de Jesús, la revelación del Dios de vida y su poder de hijo del hombre. Este conflicto llevará a Jesús a la muerte de cruz, e indica cómo el hijo del hombre trasciende y condena el sistema que lo condena a muerte. Por tanto, el evangelio es don y llamada que provoca la decisión, el cambio y da una nueva identidad a sus seguidores. Este es el sentido de las cinco controversias en Me 2-3, 6. — El discernimiento: El centro del evangelio es el discernimiento. Es la posibilidad de «comprender» y de «entender» el sentido del mensaje y de la práctica de Jesús. El objeto de discernimiento se va manifestando en un crescendo de totalidad. Se trata de discernir y de «comprender» al Espíritu que opera en su práctica; el proyecto del reino de Dios revelado en las parábolas; los signos que manifiestan su poder y suscitan una respuesta a la pregunta «quién es este hombre?»; y el significado de su práctica mesiánica que reúne al nuevo pueblo de Dios compuesto por judíos y por gentiles, en la realización de la nueva alianza. Tal es el dinamismo unitario del gran conjunto de Me 3, 7-8, 26. — La nueva praxis: El discernimiento suscita una nueva práctica del seguimiento de Jesús en el camino de la cruz. La
estructura de este camino está marcada por los tres anuncios de la pasión y de la resurrección. Estos tres anuncios sirven para marcar el dinamismo de la marcha que se desenvuelve en siete etapas, en cuyo centro está la praxis liberadora del hijo del hombre-siervo de Yahvé. Esta nueva praxis es la vida en la fuerza del Espíritu. La confesión de Pedro reconociendo a Jesús como mesías es el inicio y la base para la conversión y la vida nueva que se realizan en la práctica del camino para la transformación del ojo, de las manos y de los pies delante de los pequeños. En esta práctica se da la liberación del viejo sistema del templo, y se abre la perspectiva de futuro: la esperanza de la venida del hijo del hombre y la perspectiva que orienta y sostiene la marcha de la historia, en la fuerza del Espíritu que es dado para que los discípulos puedan anunciar y testimoniar el evangelio en el tiempo antes del fin. Este seguimiento se da por medio del discernimiento y de la decisión por la novedad, o por el paso de la vida según la ley a la vida en el Espíritu que acontece en la opción por los pobres. Y da la identidad característica de los seguidores del camino. Este es el dinamismo fuertemente estructurado del conjunto de Me 8, 2713, 36. — La victoria de la vida: La narración de la pasión y de la resurrección constituye el sentido último de este dinamismo. La muerte es vencida por la vida de aquel que muere en la cruz. Jesús vence a la muerte y está vivo. El va a continuar abriendo el camino a los discípulos. Y la fe en el Resucitado es una llamada a la esperanza en su venida: Me 14-16, 8 (9-20).
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b)
La letra y el espíritu
Este dinamismo del evangelio permite situar de modo adecuado el problema hermenéutico y comprender por qué el texto debe estar en función de la praxis histórica. El evangelio consignado en la letra es el testamento de la praxis liberadora de Jesús de Nazaret, que, a su vez, es la base del anuncio de la venida de Jesús y del don del Espíritu del reino de Dios en la historia. El evangelio es la fuerza de la Palabra que opera en la luz y en la fuerza del Espíritu que viene por la misión de Jesús y continúa operando en la nueva praxis del seguimiento de los discípulos. El evangelio no es letra, sino una nueva praxis en la fuerza del Espíritu. A este respecto es preciso recordar la teología de santo Tomás de Aquino sobre la ley nueva (ST 1-2 q. 106). En ella encontramos los principios básicos para la práctica de la hermenéutica en el contexto de la liberación de los pobres: el evangelio es don del Espíritu para los que creen en Jesucristo, Hijo de Dios, muerto y resucitado, que viene a habitar y comunicar su vida a quienes lo
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siguen en la práctica de la justicia y del amor. La hermenéutica establece la relación entre la letra y el espíritu, que es el contenido principal del evangelio. Es discernimiento de la venida que acontece en el obrar humano por la fuerza del Espíritu Santo. La interpretación es comprensión del camino o de la praxis salvadora y liberadora de Jesús de Nazaret (Me 10, 45). Esta praxis se inserta en el dinamismo de la praxis de los pobres en su lucha por la justicia del reino de Dios o de la vida del pueblo que el Dios de la vida quiere. La praxis de Jesús como siervo de Yahvé (Is 53) es continuación y plenitud de la liberación de los pobres. También aquí debemos recordar la explicación de santo Tomás, que establece esta continuidad al afirmar que el contenido redentor del acto de Cristo en la cruz está dentro del dinamismo más amplio de la lucha por la justicia: Está claro que todo aquel que, constituido en gracia, sufre por la justicia, merece la salvación, conforme a Mt 5, 10: «Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia» {ST 3 q. 48, art. 1).
El acto de Jesús en la cruz, culminación y plenitud de su praxis histórica, es acto de amor y de entrega de su vida en la lucha por la justicia del reino de Dios; y como tal es fuente de gracia y de liberación para todos los que creen en él. Comunica por este acto el Espíritu de la vida y de la libertad. El problema de la hermenéutica está en plantear la cruz como lugar teológico fundamental, ya que el lugar teológico de donde brota todo es la cruz de Cristo aconteciendo en la historia latinoamericana, y la percepción de que la vida y el Espíritu sólo dimanan de la cruz asumida en el amor y en la lucha por la justicia del reino de Dios. Esta es la razón por la que «los pobres que mueren antes de tiempo» deben cuestionar y renovar nuestros principios hermenéuticos y su aplicación en la explicación y en el anuncio de la palabra del Dios de la vida. Así se comprende que el evangelio sea, primariamente, el don infuso del propio Espíritu Santo; y, secundariamente, una ley escrita, un texto. El texto existe en función de la historia, de la vida y de la libertad, o del Espíritu Santo que es revelado y comunicado en plenitud. La esencia del evangelio no está en la letra. Está en el espíritu que da vida y justifica u orienta la praxis en la dirección de la praxis y de la venida de Jesús. De ahí la relación existente entre el texto y la historia, y la función del texto como documento de la fe. De hecho los textos bíblicos son: Documentos de fe y preceptos que han de ordenar los actos humanos. En cuanto tal, la ley nueva no justifica. De ahí que el Apóstol diga: «La letra mata, mientras que el espíritu da vida» (2 Cor 3, 6). Y Agustín expone en su
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libro De Spiritu et littera, que por letra se entiende cualquier escritura, incluso la relativa a los preceptos morales como los que contiene el evangelio. De ahí, que hasta la letra del evangelio mataría si no la sanase la gracia de la fe {ST 1-2 q. 106, art. 2).
c)
El discernimiento del Espíritu
El proceso de interpretación de la teología de la liberación comienza y retorna constantemente hacia la práctica de los pobres. La lectura popular devolvió la palabra a los pobres. Produjo una fermentación de concientización y de experiencia del Espíritu en las luchas populares. Dio fruto en la lucha y la entrega de varios mártires, cuya vida fue una interpretación práctica, hasta las últimas consecuencias, del espíritu de las bienaventuranzas (Mt 5, 10). La opción por los pobres renovó la vida de las Iglesias, y la evangelización fue su dinamismo renovador. Nació una nueva reflexión sobre la espiritualidad de la liberación: una espiritualidad de la vida, de la liberación de los ídolos de la muerte y de la carne, en la perspectiva paulina. El espíritu solidario con el pueblo hace percibir que el eje de esta espiritualidad está en la sabiduría que planta su tienda en medio de la unión y de las luchas de los pobres. Puede decirse que la teología de la liberación, en estos últimos años, se ha vuelto explícitamente una teología del espíritu de vida y de libertad 14. Además, en el plano del análisis hermenéutico, hay que destacar el progreso y la madurez del uso de las mediaciones sociales de análisis. La comprensión de la realidad del «fetiche» en el dinamismo de la sociedad, marcó un nuevo inicio para la reflexión. La teología tiene la tarea de discernir entre el «fetiche» y el «Espíritu». De esta manera, el acto teológico es un acto de discernimiento o de apropiación espiritual tanto del texto como de la praxis para penetrar más a fondo tanto en los mecanismos de muerte y de dominación como en la fuerza de la resurrección y de la vida plena del pueblo de Dios en el mundo 15. La hermenéutica es un discernimiento de las armas ideológicas de la muerte y una búsqueda de la fuerza del Espíritu de la vida (cf. 1 Jn 4).
14. Cf. V. Araya, El Dios de los pobres, San José, 1983, pp. 225-233 (con bibliografía importante para el problema hermenéutico); J. Comblin, El Espíritu Santo y la liberación, Madrid, 1987. 15. Cf. F. Hinkelammert, Las armas ideológicas de la muerte, San José, 1977; Id., democracia y totalitarismo, San José, 1987, pp. 257-273 (ver más adelante, \\\.\.d, donde iinli/.aremos el análisis de este autor, en la p. 267).
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II.
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EL PROCESO HISTÓRICO DE LA LIBERACIÓN
Tenemos ahora que entrar en lo que constituye el hilo conductor de una hermenéutica de la liberación en el Antiguo Testamento. Nos limitaremos, claro está, a dejar constancia de sólo algunas indicaciones alusivas a problemas tan complejos.
HERMENÉUTICA
2.
La historia de la liberación: gesta et verba
La hermenéutica del Antiguo Testamento es lectura de la historia a partir de la liberación de los pobres. Esto equivale a decir que se busca comprender la historia como un proceso de formación del pueblo solidario y libre. La liberación de los pobres es pasar de la dominación hacia un nuevo tipo de sociedad en la justicia y en la solidaridad activa y fraterna. Se trata de una lectura del proceso histórico a partir del acto de amor que supera la dominación, la división, el conflicto, el pecado y la muerte. Este proceso es, por lo tanto, dialéctico. Es una tensión continua, y el hecho del éxodo es su fuente y dirección, de generación en generación (Ex 3, 15). Israel es un pueblo formado por la alianza para una tarea común. Sus miembros fueron llamados a vivir como hermanos, iguales, sin dominadores. Es una sociedad fundada en la liberación de las relaciones de dominación, y en la construcción de una solidaridad activa. Este proceso, entre tanto, está en una continua tensión hacia el futuro. En cada etapa de la historia, la vida del pueblo está amenazada e incluso destruida. Las etapas sociológicas —el tribalismo, el Estado tributario, la comunidad restaurada— manifiestan su tensión. La historia indica el fracaso de la liberación: fracaso ya en los orígenes, en tierra de Canaán, en la formación y consolidación del Estado monárquico-tributario y, finalmente, en la restauración sacerdotal y farisea. De ahí nace la esperanza de que la vida verdadera del pueblo es una realidad escatológica: acontecerá con la llegada del reino de Dios, la llegada del hombre nuevo. Esto sólo será posible por un don del Espíritu: es el éxodo radical de la vida según la ley hacia una vida en la luz y la fuerza del Espíritu. Esta tensión se realiza en el dinamismo unitario del acontecimiento y de la palabra {gesta et verba), en el cual se da la revelación del Dios que viene y comunica su vida al pueblo (cf. VD 1-3). El objetivo de la interpretación de los textos, en el mismo Espíritu que los inspiró, está en captar el sentido de este proceso a partir de los pobres y de los oprimidos a fin de percibir cuál es el proyecto de Dios en la historia (cf. DV 12; LG 9). 182
Gesta: el proceso de liberación
En el proceso de formación del pueblo es necesario poner en evidencia el fondo analítico de la liberación de los pobres dominados. a)
1.
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El éxodo y la tierra
El éxodo y el reparto de la tierra constituyen el centro y la base de la memoria de los pobres (Dt 26, 5-9) porque se trata de la experiencia originante de la vida de un pueblo libre. A lo largo de las generaciones sigue produciendo nuevos efectos y es el criterio fundamental de la esperanza futura. Esta experiencia del éxodo como fuente de la constitución del pueblo se torna todavía más clara por el cambio actual de la visión explicativa de los orígenes de «Israel» y del tipo de sociedad que formó en contraposición al Estado dominador de Egipto y de las ciudades-Estado de Canaán. Para ello es necesario abandonar una visión culturalista del proceso histórico (los orígenes de Israel serían el fruto del desarrollo lineal de su vida de seminómadas, de su sedentarización progresiva y de la formación de una sociedad imperfecta anterior a la formación de un Estado monárquico centralizador) para explicar los orígenes de Israel (patriarcas, éxodo, reparto de la tierra) mediante una visión sincrónica de un proceso conflictivo de cambio social en los niveles de la economía, la política y la ideología 16. Israel nació del proceso de formación de un nuevo sujeto histórico, con una novedad social original, en el que participaron varios grupos de poblaciones dominadas y marginadas 17. Contra el sistema de dominación de Egipto y de las ciudades-Estado de Canaán surgió y se consolidó un movimiento de liberación de los campesinos dominados y explotados. Este proceso culminó en la formación de un nuevo tipo de sociedad tribal, basado en la unión de las tribus de Israel que creían en Yahvé. Participaron también seminómadas, «hebreos» dominados y marginados y, principalmente, el grupo que se liberó de Egipto bajo el liderazgo de Moisés y que tuvo influencia decisiva en este proceso de organización social, igualitaria, sin dominación. Su fuerza básica era una fe 16. Esta visión sincrónica procede de los análisis de N. K. Gottwald (ver más arriba nota 11); M. Schwantes, «As tribos de Javé. Urna experiencia paradigmática»: REB 185 (1987), pp. 103-119. 17. Cf. O Éxodo na memoria popular, Petrópolis, 1988: este ensayo es un ejemplo de cómo abordar el Éxodo en la hermenéutica de la teología de la liberación (ver los artículos de M. Schwantes, A. F. Anderson, C. Dreher, Sandro Galazzi). P. Richard, «El Éxodo: La búsqueda de Dios en la lucha liberadora», en Cristianismo, lucha ideológica y racionalidad socialista, Salamanca, 1975, pp. 67-82.
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religiosa nueva, diametralmente opuesta a la ideología de Egipto y de los reyes de Canaán, donde los dioses eran el cimiento ideológico de la dominación y de la explotación de trabajadores sumisos a un Estado-ciudad. Las tribus liberadas ya no adoraban a Baal, el dios del Estado dominador, sino a Yahvé, que se manifestó como fuente y apoyo de la liberación y del nuevo modelo social (Ex 3). El nuevo pueblo se une y se organiza en el reparto de la tierra, sin explotación de un grupo por otro, apoyándose en su fe en el Dios del Sinaí que se hace presente en las luchas y en la organización ético-social de estas tribus que son su pueblo (Jue 5). La importancia de la liberación del grupo de Egipto (Ex 1, 11; 14, 5) radica en el hecho de haber experimentado más de cerca la dominación del poder central (el Faraón) y de haberse convertido en el fermento catalizador y unificador de otros grupos que hacían una experiencia semejante de liberación 18. Elemento decisivo de este grupo fue su experiencia en la península del Sinaí, donde la tradición sitúa el origen de la manifestación de Yahvé como fundamento de una nueva conciencia ético-social, que se expresa en el Decálogo (Ex 20, 1-17) y en las antiguas leyes tribales. Esta experiencia transmitida a las tribus de Canaán se convirtió en el foco y en el apoyo ético de la unión nueva y de la tarea común. Lo interesante es que esta conciencia ética y sus normas no provienen de un poder central del Estado; son la manifestación de un acto liberador de Yahvé que está en la base de la nueva formación social (Ex 20, 2). Las tribus de Israel se consideraban como lo opuesto a los Estados formados por las ciudades cananeas o como contrarias al Estado colonial de Egipto que además exigía su territorio. Su organización y proyecto social se basaban en el reparto de la tierra, fuente de su trabajo, sin una tributación a una comunidad superior. A este respecto es necesario resaltar el sentido profético —y anti-estatal— de la descripción del reparto de la tierra en Jos 13-21: la tierra no pertenece a los reyes, sino que es repartida entre «las familias» liberadas. La liberación tiene como meta esta vida nueva en una tierra sin dominación. La lucha por la tierra y el reparto común de su posesión y de su producción son la base y el apoyo de la vida de un pueblo libre. Esta experiencia de liberación, centro de la fe, se convierte en el paradigma repetido, celebrado y transmitido de generación en generación. De ahí nació la narrativa oral, litúrgica y teológica del Éxodo, como pieza fundamental para el mantenimiento de la vida del pueblo 19. 18. Cf. M. Schwantes, «Hebreus no Egito. Anotacóes sobre a sutuacáo histórica» en Curso de Verao, Sao Paulo, 1988, pp. 61-68. 19. En el volumen del Curso de Verao, 1988, citado se encuentra un amplio análisis del
b)
BÍBLICA
El Estado y los profetas
La crítica profética al Estado tributario davídico-salomónico 20 señala el otro paso en el proceso de liberación del pueblo, en la ambigüedad e idolatría de este Estado 21 . La explotación y la dominación se estructuran y el conflicto social se agudiza. El Estado se impone y destruye la vida igualitaria y solidaria de los grupos sociales. De hecho la historia del Estado (en el norte y en el sur) adopta la evolución económica y política del régimen tributario, profundizando el conflicto entre la ciudad y el campo. Instaura un proceso de pauperización y de dominación como atestiguan la protesta y la crítica de los profetas. El discernimiento y la llamada al cambio se hacen a partir de la defensa del derecho de los pobres " y del rechazo de la idolatría estructural 23 , tendiendo, por otro lado, a mostrar las ambigüedades del Estado, a la vez que la legitimidad de la dinastía davídica 24 . La crítica profética es una defensa y un rescate de la vida del pueblo, en el derecho y en la justicia, en la solidaridad y en «conocer a Dios»: Yahvé libera al pueblo de la idolatría del Estado. La legitimidad de la realeza davídica inaugura una línea de vigilancia y de crítica positiva: el rey está al servicio del derecho y de la justicia. Isaías, continuando la línea de la promesa y del juramento de la dinastía davídica (2 Sam 7, 1-14; Is 6, 13; 9, 1, 1-7; 11, 1-9), procura legitimar la dinastía mostrando la función del rey como liberador de los pobres. Pero la línea profética constante surge de la resistencia y de la crítica al Estado. Tal resistencia explica el origen, la fuerza y la función social del profetismo más radical 25 . Como resultado, la ambigüedad de la realeza ya fue percibida con agudeza por los campesinos que criticaron la primera tentativa de la constitución de un rey sobre las tribus (Jue 9, 15). La resistencia y la crítica continuarán en los medios campesinos despojados y dominados
libro del Éxodo en todos sus aspectos. Ahí el lector encontrará un ejemplo práctico de interpretación en la perspectiva de la teología de la liberación: Op. cit., pp. 13-102. 20. Sobre la hermenéutica de los profetas y el Estado, cf. J. Pixley, «Las utopías principales de la Biblia», en La esperanza en el presente de América latina, San José, 1983, pp. 313-330; M. Schwantes, Amos, Petrópolis, 1987; Id., «Profecía e Estado. Urna proposta para a hermenéutica profética», en Estudos teológicos, Sao Leopoldo, 1982, pp. 105-145. 21. Cf. P. Richard, «Nuestra lucha es contra los ídolos. Teología bíblica», en IM lucha de los dioses, San José, 1980, pp, 9-32. 22. Cf. J. P. Miranda, Marx y la Biblia, Salamanca, 1975: el autor sugiere que el eje de toda la tarea hermenéutica está en el sentido social y liberador del mispat: cf. pp. 166 ss. 23. P. Richard, art. cit., nota 21. 24. Cf. G. Gorgulho, «A promessa ao rei Daví»: Vida Pastoral 130 (1986), pp. 9-15. 25. Cf. M. Schwantes, «Profecía e Estado. Qual é a palavra dos profetas sobre o Estado?», en Templo e presenca, Sao Paulo, 1987, pp. 26-27.
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por el tributo y las cargas 26 . Tal crítica fue estimulada y articulada y, después, expresada literariamente, en los medios proféticos y íevíticos del campo. Su rechazo cristaliza en la figura y en la lucha de Samuel: la ambigüedad del Estado tributario en sus niveles económico, político e ideológico destruye la vida libre e igualitaria del pueblo (1 Sam 8, 12-14). La profecía más radical, ligada a los medios pobres y dominados, aparece como defensa de los campesinos y del derecho de los pobres, acusando la idolatría que se vuelve estructural (Am, Os, Miq 1-3). El Estado es idólatra y opresor de los pobres. Como tal no tendrá futuro. Incluso será destruido (Am, Miq 2-3). El futuro está en la liberación y en la vida del pueblo pobre (Sof, Jer). Esta crítica fue asumida por la tradición deuteronomista. Cuando el Estado quedó destruido, se intentó mostrar las causas de esta situación, y cuáles serían las perspectivas de futuro. De hecho, los deuteronomistas atestiguan que Josías había intentado lo imposible: estructurar un Estado que fuera una síntesis entre el mosaísmo igualitario y el davidismo con la autoridad del rey, siendo éste sencillamente el hermano del pueblo y el fiel obediente a la ley de Yahvé. Esta iniciativa no tuvo éxito y el Estado davídico caminó hacia la ruina. El deuteronomista hace el diagnóstico mostrando que la raíz de la destrucción está en la idolatría del Estado que quiso ocupar el lugar del mismo Dios y destruyó la vida del pueblo. El futuro está en la vida del pueblo prudente que sabe discernir la llamada para escoger entre la vida o la muerte, y que se sitúa en la obediencia al único absoluto que es Yahvé, el Dios de la vida 2?. c)
La esperanza de los pobres
La promesa al rey David fue la base de la esperanza y el criterio de la restauración del pueblo en los siglos de dominación bajo Babilonia y bajo Persia. Los profetas se basaban en esa promesa para proyectar el futuro del pueblo de Dios, libre y solidario. El Segundo Isaías (Is 40-55) llega a la cumbre de la visión del futuro: el jucio de Dios contra la idolatría y la dominación se manifestará en la liberación de los cautivos. El pueblo será el signo y el testimonio de este Dios que quiere instaurar lo nuevo. Pero el camino de la restauración está en la pobreza del siervo de Yahvé que voluntariamente, como pobre por excelencia, será la fuente de
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la justificación y de la vida de una gran descendencia 28 . Igualmente, durante el exilio de Babilonia, los judíos de Palestina, en torno a la ciudad de Masfa, hacen el proyecto de la restauración del pueblo (Sal 89; Jer 30-31). El proceso de restauración está orientado por Ageo y Zacarías (1-8) 29. Se inicia un tiempo de restauración y de nueva dialéctica de cara al futuro. Por un lado hay un espíritu pragmático que restaura las comunidades de las aldeas en torno al templo y al sumo sacerdote. Es la consolidación del poder sagrado, de la ley y del culto. En ello debía encontrar la comunidad su identidad y su proyecto bajo la dominación persa. Por otro lado, mientras tanto, surge un movimiento de resistencia animado por un espíritu profético (libertad del pueblo, vida en la fuerza del Espíritu). El futuro está en las comunidades de los pobres temerosos de Dios (ls 61; Prov 3; Mal 3). La esperanza renace y se orienta hacia el futuro. Después del fracaso de Zorobabel, en quien Ageo y Zacarías habían depositado la esperanza de restauración, resurge la esperanza y el proyecto de restauración plena del futuro del pueblo. Los escribas, influidos por la comunidad de los pobres, elaboran la figura del David ideal, incorporación del pueblo de los pobres (cf. 2 Sam 23, 1-8), y releen las antiguas promesas en esta perspectiva. Los salmos de los pobres y los salmos del «rey» son la prueba de esta esperanza: serán comprendidos en una perspectiva colectiva de elección de todo el pueblo de los pobres (cf. Sal 72; Sal 2). Esta esperanza alcanza una expresión elevada en el momento de las conquistas de Alejandro Magno. La esperanza de los pobres resurge: el futuro no está en el militarismo conquistador; está en la soberanía de los pobres. No está en el tipo de Estado de corte salomónico; está en el pobre, en la incorporación de la comunidad de los pobres, signo de la manifestación de la realeza universal del Dios de la vida. Tal esperanza es anunciada por Zacarías (9-14), del que se puede afirmar que era el librito predilecto de Jesús de Nazaret y de las comunidades cristianas primitivas 30 . La esperanza del futuro se centra en la venida del reino de Dios, que traerá la resurrección para los que luchan por la justicia y por la libertad del pueblo de Dios (Dan 2, 12). Pues la sabiduría y soberanía del Dios de la vida se manifiestan en la venida del hijo del hombre (Dan 7), que reunirá al pueblo de los santos, liberados de los imperios bestiales.
26. Cf. Trabalhador e trabalho, Petrópolis, 1986: es una síntesis importante para la interpretación sociológica del Antiguo Testamento en la perspectiva del régimen tributario de producción. 27. Cf. G. Gorgulho, «A libertacao e a sabedoria»: EB 8 (1986), pp. 12-20.
28. Cf. C. Mesters, A missao do povo oprimido, Petrópolis, 1980: una lectura de ls 40-5.5 a partir del sufrimiento de los pobres en América latina. 29. Cf. M. Schwantes, Ageu, Petrópolis, 1985. 30. Cf. G. Gorgulho, Zacarías. A vinda do messias pobre, Petrópolis, 1985, pp. 9-11 y UO-131.
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Verba: la fuente de la liberación
En este proceso, la presencia y acción del Dios de la vida se manifiesta en la fuerza de la Palabra. Esta se manifiesta como ley, profecía y sabiduría y su fuerza de liberación se manifiesta a partir de los pobres. Es esta perspectiva la que nos lleva a aludir a problemas vastos y complejos sobre el origen y contenido de las leyes, del mensaje profético y de la historia de la tradición sapiencial. a)
La ley
La originalidad de las leyes en Israel, incluso comparadas con la tradición legislativa del Oriente Antiguo, viene del hecho de que no provienen del poder del Estado o del poder del rey que las impone a sus subditos, sino de Yahvé, que libera de la esclavitud (Ex 20, 2). Las leyes, en Israel, nacen a partir de una resistencia al poder estatal y están en función de la liberación de los pobres. Si buscáramos los grupos de cuya historia y resistencia dan prueba las leyes, encontraríamos la «memoria de los pobres» y una historia oculta y de oposición, en lugar de una legislación que fuera el fundamento de la dominación de los opresores. La ley, que viene del acto liberador y de resistencia, manifiesta la voluntad del Dios de vida, de libertad y solidaridad igualitaria. La ley es, entonces, comprendida en su motivación y función, orientándose a la constitución del pueblo. Es la manifestación del juicio de Dios a partir de la defensa del derecho de los pobres (Ex 22, 21-27). Es norma de la santidad, en el culto y en la relación con el prójimo (Lev 19, 1. 18). Es manifestación del amor de Dios que llama y conduce a la vida (Dt 5, 3; 30, 15-20). b)
La profecía
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la justicia, de la solidaridad. Esto lleva a «conocer a Dios» en la vida de su pueblo. El anuncio del futuro, de la venida del reino de Dios, culmina como la esperanza de la soberanía de los pobres en la historia del pueblo, y hasta en la historia de los imperios (Zac 9, 9 ss). c)
La sabiduría
La originalidad de la sabiduría proviene del discernimiento de los valores básicos de la vida del trabajador: el trabajo libre, la palabra, el testimonio, el valor de la pobreza y el valor de la vida. También la sabiduría, a partir de la defensa de los pobres, culmina como disciplina que asegura la vida de los pobres (Prov 3). Toda la tradición sapiencial es vista como búsqueda de la justicia y de la pobreza, en cuyo centro está el Dios vivo, el liberador de los pobres (Proverbios y Job) 3 1 . Se identifica con la ley, y es un discernimiento del valor del trabajo y de la justicia inmortal (Eclesiástico, Eclesiastés, Sabiduría) 32 . La fuerza de la Palabra como sabiduría es la fuente de la vida del pueblo para que viva del don de la Palabra que comunica el Espíritu de la libertad y de la vida. Es criterio para construir la solidaridad del pueblo a partir de la justicia y de la pobreza, en su dimensión profética (Prov 15, 33; 18, 12; 22, 4; Sof 2, 1-3). La sabiduría de los pobres es la novedad que transforma e impulsa la marcha de la vida del pueblo hacia el futuro.
III.
JESÚS Y LA L I B E R T A D DEL P U E B L O
El centro de la hermenéutica es la interpretación de la realidad y del sentido de la persona y de la misión liberadora de Jesús de Nazaret. En el análisis de la praxis de Jesús nos fijaremos únicamente en lo que se refiere a su relación con los pobres y con la libertad del pueblo.
El espíritu de la profecía se sintentizo en la misma presentación de la historia: es una crítica de la idolatría y una llamada constante a la realización solidaria y fraterna de la vida del pueblo. La historia de los reyes y de las naciones debe ser medida y orientada por la actividad profética. En la historia de los reyes aparecen en el centro la lucha y la fe proféticas de Elias, como luz para discernir el proceso histórico de la lucha por la justicia y por la fe en Yahvé. Los tipos de profetas también se miden por su origen y compromiso en la defensa del derecho y de la vida de los pobres. Su llamada a la conversión es búsqueda de vida, del derecho y de
31. Cf. A. F. Anderson, Os sabios na luta do povo, Sao Paulo, 1987: Prov, en su forma actual, está estructurado en torno al Dios Go'el de los pobres (23, 11), y la estructura del conjunto se hace en torno a la búsqueda de la justicia y de la pobreza, según la influencia de Sof 2, 1-3. El Dios Go'el es también el centro de la teología de Job (19, 25 ss). Cf. G. Gutierre?., Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, Lima, 1986. 32. Para una interpretación del Eclesiastés a partir del valor del trabajo, cf. A. F. Anderson, G. Gorgulho, op. cit., pp. 63-79; R. Fitzpatrick, «A resistenténcia da verdade» EB 14 (1987), pp. 32-38.
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El evangelizador de los pobres
Jesús define su misión temporal dentro de los límites del antiguo pueblo de Israel. Se manifiesta como el mensajero escatológico (Le 4, 16-21; Mt 15, 24). Viene a liberar y rehacer la vida del pueblo, dominado y desfigurado por el sistema del templo y de la ley, en el contexto del poder y de los intereses del imperio romano. a)
La misión en Israel
Su misión se define por la liberación de los pobres. Es preciso comprender su evangelio a los pobres para ver cómo actuó en la sociedad judía de cara a los factores económicos, sociales, políticos y religiosos. Pues vino a rescatar al pueblo en su identidad, misión y tarea. De ahí la necesidad de insistir en la dimensión social de su praxis y mensaje. Jesús no busca sólo la conversión aislada. Busca rehacer la vida del pueblo en la vida del reino de Dios. Esa finalidad será conseguida después del drama de la cruz y por la fuerza del Espíritu a partir de la resurrección y de la realización de su venida. De ahí la relación entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe que se manifiesta y anima el testimonio del pueblo nuevo rescatado. La hermenéutica se sirve, entonces, de la mediación de la lectura sociológica de los evangelios y de los otros libros del Nuevo Testamento 33 . Es el proceso de des-codificación de sus categorías, símbolos e imágenes, a fin de comprender el dinamismo de la vida social del pueblo en Palestina, dentro de un modo de producción característico, en el cual vivió Jesús, ejerció su ministerio, murió en la cruz y se manifestó vivo a los grupos de discípulos seguidores suyos y proclamadores de su victoria y de su venida. Esta lectura se articula en torno a la función histórico-social del templo, de los poferes-endemoniados-pecadores, de la ley y de la esperanza de la venida del reino de Dios. Jesús rescata la vida y la praxis del pueblo (Me 10, 42-45). b)
La contradicción del templo
Todo el sistema de producción y de reproducción de la vida del pueblo (en el sistema económico de la Palestina bajo la dominación romana), en el dinamismo del valor de uso y de intercambio, estaba centralizado en el templo de Jerusalén. 33.
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El templo era la fuente centralizadora de la división del trabajo, de la producción y de la acumulación, del sistema de comercio y de intercambio. Era el eje que mantenía y vehiculaba la dominación de un régimen esclavista en Palestina, y estructuraba la seguridad y la identidad del judaismo en la herencia del antiguo sistema tributario. Más aún, el templo era el centro y fuente de la vida religiosa del pueblo. Jesús muestra, entonces, que este templo se ha convertido en el foco y el eje de la contradicción que destruye la vida del pueblo y su tarea: se convierte en el signo e instrumento de un sistema de dominación y de muerte. La casa del Padre se transforma en una cueva de ladrones. Por esta razón se comprende por qué las palabras de Jesús sobre el futuro del templo fueron uno de los motivos de su sentencia de muerte. De hecho, la praxis histórica de Jesús en relación al Padre, al sistema de muerte, y al rescate de la libertad del pueblo guarda relación con la función y el significado del templo. c)
La liberación de los pobres
Jesús define la finalidad de su praxis y proyecto en relación a los pobres, afligidos y hambrientos (Le 6, 20 ss; Mt 5, 1-12)34. Los pobres, los que sufren, los endemoniados y los pecadores según la ley, son la señal de contradicción y de destrucción de la vida y de la libertad del pueblo. — Los pobres, vistos en una perspectiva profética, son los destinatarios y la señal de la urgencia de la liberación. Su simple presencia es una llamada urgente al cambio y a la transformación radical de todo el sistema del templo, de la ley y de sus mediaciones e instituciones (Me 2, 27; 3, 4). — Jesús fue un taumaturgo de tipo profético. Su praxis en lavor de los que sufren es un hecho histórico que no se puede negar. Las curaciones son la señal y el sentido de vida plena, en lodos los niveles de la existencia humana, como condición para la vida colectiva de un pueblo. — Jesús expulsó «espíritus inmundos» y demonios. También éstos son la señal de contradicción del sistema de muerte que desintegra y destruye la vida de las personas. N. Lohfink presenta un camino sugestivo para la hermenéutica de los exorcismos en la línea de la liberación:
34.
Cf. nota 10.
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J. Dupont, Jesús, Messias dos pobres, Messias pobre, Sao Paulo, 1983.
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Rene Girard ha demostado cómo una sociedad conserva, en último análisis, su cohesión a través del poder y, justamente cuando éste es al mismo tiempo encubierto o inconsciente para las personas, se exterioriza a través de diversas angustias y necesidades, en toda suerte de esquizofrenias, divisiones y posesiones que atormentan al individuo y, a través de él, a la comunidad. Dependiendo del contexto cultural, aquéllas toman las más diversas formas. En el tiempo de Jesús eran sobre todo los demonios los que, personificados, atormentaban a los individuos. También esa figura se deshace en la proximidad de Jesús. La novedad se manifestó visiblemente, a través de esa transformación del mal escondido dentro de las estructuras sociales dominantes y totalmente fuera del alcance de la libertad humana, en salvación y en la normalidad del ser humano 3 5 .
— La actitud de Jesús en relación a los «justos» según la ley y a los pecadores muestra su praxis de liberación del pecado (Me 2, 10.17). La propia noción de pecado entrará en contradicción con la ley. Jesús revela esta contradicción, muestra el sentido del pecado y rescata a los pecadores para que puedan integrarse en la nueva vida del pueblo liberado. El perdón de las deudas y de los pecados es la nueva señal y fuerza de la praxis de este pueblo rescatado (Me 7, 20-23; Mt 18, 21-35).
libertad plena e indica el sentido de su praxis que culmina con la muerte en cruz. — Jesús es crucificado por hombres que hacen de la ley, que recibieron de Dios, una señal opaca y el cimiento de su poder, seguridad y dominación, que es negación de la verdad, de la justicia y del amor (Mt 23, 23). — Jesús es sacrificado por las fuerzas del mal, que se esconden a la sombra de esta ley: el pecado y la muerte. Pero la ley perderá toda su legitimidad intrínseca en el acto de la muerte y de la victoria de la cruz. La ley es sustituida por el amor al prójimo, raí/. de la vida y de la libertad. La ley y la autoridad se transforman en servicio a la vida cuyas exigencias derivan del amor al prójimo. No es un proyecto reducido a lo político. Sin embargo, la nueva praxis de este servicio de rescate suscita acción y mediaciones orientadas a concretizar las relaciones sociales y la organización de la vida y de la libertad del pueblo que se libera de la ley, del pecado y de la muerte. Pues la misión y la praxis de Jesús se comprenden en función de la venida del reino de Dios. Este es su evangelio para los pobres (Me 1, 14-15). 2.
d)
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El revelador del Padre
El servicio que rescata
La praxis de Jesús penetra en la raíz de la contradicción en que se encontraban el poder, la ley y sus mediaciones. El poder era mantenido por el imperio romano y por los sacerdotes y escribas, que formaban los partidos y las tendencias dentro del judaismo (herodianos, saduceos, fariseos, esenios, zelotas, y el «bandolerismo»). Jesús no fue un zelota; fue más radical. Su praxis de liberación no se equipara a los otros partidos y tendencias. Se define en relación a la promesa de la misión del siervo de Yahvé y del hijo del hombre: su praxis rescata de la contradicción de la ley, restablece el sentido de la justicia y restituye al pueblo su tarea de libertad y de misión (Me 10, 45). El contexto de los conflictos de Jesús y, finalmente, de su condena a muerte es la situación político-religiosa (Me 2-3, 6; Mt 12). Desvela y rompe la contradicción del viejo sistema y anuncia una nueva alianza en la línea profética (Mt 7; Mt 12, 1-8; 15-16; 23). Su mesianismo tiene un sentido nuevo y original. Entra y profundiza en la esperanza de los pobres: es un proyecto de rescate de la vida corporal y de resurrección, en la perspectiva del reino de Dios y de la vida eterna. Su proyecto hace surgir un futuro de 35.
N. Lohfink, Kirchen Traume, Freiburg, 1982, pp. 120-121.
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La praxis y la cruz de Jesús no son un simple resultado del juego inmanente de fuerzas sociales. Se explican en relación con la justicia del reino de Dios y la vida y amor del Padre. Así, el sentido y el contenido de la praxis de Jesús están en la revelación y en la comunicación del Dios de la vida. La hermenéutica de la teología de la liberación ha insistido por eso en la importancia del «Padre nuestro» (en la versión de Lucas y de Mateo) para la comprensión de la praxis y del proyecto de Jesús. Igualmente se insiste en la importancia de Mt 11 como criterio de esa novedad. Especialmente Mt 11, 25-30 es el texto clave para la comprensión de la manifestación del Dios de la vida a los pobres. Jon Sobrino llamó la atención sobre este criterio hermenéutico fundamental: Lo que pretendemos al analizar la realidad de Dios desde Jesús no es otra cosa que desentrañar qué significa «Jesús», «Dios es salvación». Se trata de comprender al mediador, Jesús de Nazaret, para comprender las mediaciones de la realidad de Dios. Estas son las que dan sentido último a la persona de Jesús y, a la inversa, para el creyente son el criterio último para discernir sobre el verdadero Dios y recuperarlo de la idolatría de la muerte... En el segundo sentido se debe considerar a Jesús como participante de la misma realidad de Dios a la manera de hijo. Es la reflexión creyente. En esa reflexión se capta y se acepta la normatividad fundamental del mediador y sus mediaciones. De esta forma el Padre de Jesús, a través del camino del Hijo y en la historia que desencadena el Espíritu, se convierte en Dios para
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nosotros. No se trata aquí solamente de saber quién era Dios para Jesús, de la misma manera que se puede saber quién fue Dios para Moisés o Jeremías, sino de saberse desde Jesús en la primigenia relación con el Padre, dentro de la cual se sabrá quién es Dios, en qué sentido es un Dios de vida, cómo se da vida, qué relación existe entre dar vida y dar su propia vida, etc.. 3 6 .
Este mismo autor abre perspectivas para la interpretación de los conflictos y el sentido de la cruz, como el hecho fundamental de la liberación del pueblo y de su liberación definitiva 37 . 3.
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evangelización en la fuerza del Espíritu, en la práctica del amor al prójimo, fija el sentido de la marcha del pueblo rescatado de cara al futuro 39 . Y la práctica del amor al prójimo se manifiesta en plenitud en la acción en favor de los pobres, de los hambrientos, según Mt 25, 15-46, que se convirtió en el símbolo y el eje de la hermenéutica de la teología de la liberación 40 : Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, desnudo o forastero, enfermo o encarcelado y no te ayudamos?... En verdad os digo que siempre que no lo hicisteis con alguno de estos más pequeños, que son mis hermanos, conmigo no lo hicisteis. Y éstos irán al suplicio eterno y los buenos a la vida eterna (Mt 25, 44-46).
El rescate del amor al prójimo
El acto de liberación está en el rescate del amor al prójimo. El mandamiento antiguo se transforma en la novedad de la vida y libertad del pueblo. El mensaje y la posibilidad del amor al prójimo liberan de las ambigüedades de la ley y abren el camino hacia la praxis de la nueva justicia (Mt 5, 43-44) 38 . Se trata, en primer lugar, de una liberación del esquema amigoenemigo, que rompe y destruye todas las estructuras de poder, de seguridad, de discriminación y de dominación al atacarlas en su raíz individual y social. La capacidad de amar al enemigo y perdonar proporciona la medida de la libertad posible en una sociedad determinada. Pues las personas, como sujetos de relaciones sociales, definen sus relaciones personales y sociales al definir a sus amigos y enemigos. La liberación es, pues, una respuesta siempre nueva y activa a la pregunta: «¿Quién es mi prójimo?». Se trata, por tanto, de una liberación para la relación de hermano a hermano, pues todos somos hijos de un mismo Padre. La práctica de la vida de hijos y de hermanos es la nueva dimensión y perspectiva de la misión y del universalismo de la tarea del pueblo rescatado en su libertad para amar al prójimo. Esta es la vida nueva en el Espíritu y la tarea de la evangelización que el discurso escatológico de Marcos resume en la perspectiva de la esperanza de la venida del hijo del hombre. Pues el Espíritu es el don apocalíptico y escatológico para liberar y rescatar la vida del pueblo dominado por los poderes del mundo. Este poder se concretiza en el testimonio de los que creen y anuncian la praxis y la venida de Jesús antes del fin definitivo. La 36. J. Sobrino, «La aparición del Dios de vida en Jesús de Nazaret», en l.a lucha de los dioses, cit., pp. 79-121. 37. Ibid., pp. 97-102, y pp. 107-108; V. Araya, op. cit., pp. 154-161; I. Ellacuría, «¿Por qué muere Jesús y por qué lo matan?», en Varios, Temas para reflexión teológica, Managua, 1982, pp. 91-101. 38. G. Gorgulho-A. F. Anderson, A justica dos pobres. Mateus, Sao Paulo, 1981, pp. 5275.
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IV.
LA NUEVA PRAXIS DE LA LIBERTAD
El proceso de liberación del pueblo llega a su punto álgido con la libertad rescatada por Jesús de Nazaret. Comienza entonces la historia de la nueva praxis de la libertad en el seguimiento de Jesús. El principio hermenéutico fundamental es, por tanto, la relación entre el Espíritu y la libertad. Es la Nueva Alianza de la libertad del Espíritu (Gal 5; Rom 8, 2). Esta es la novedad: en Cristo, por el Espíritu, somos libres. El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu, ahí está la libertad (2 Cor 3, 17). Se trata de un anuncio que transformará completamente la vida y dará una nueva comprensión de la historia y una nueva orientación a la acción humana. Así, la hermenéutica es fundamentalmente la comprensión de la nueva praxis de la libertad. Este es el contenido de la nueva praxis de las comunidades cristianas primitivas y de los textos que produjeron. Indicamos tres horizontes de interpretación más utilizados en la teología de la liberación: la libertad, la opción por los pobres, y la lucha contra el imperialismo. 1.
La libertad y el hombre
nuevo
San Pablo anunció el evangelio a los gentiles a partir de la problemática del judaismo. La novedad y el centro de su mensaje es la libertad: la fe en Cristo suscita la nueva libertad, y ésta 39. G. Gorgulho-A. F. Anderson, O evangelbo e a vida. Marcos, Sao Paulo, 1975, pp. 183189. 40. A justica dos pobres, cit., pp. 225-227.
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produce el amor, la vida del hombre nuevo 41 . Ahí se encuentra el principio hermenéutico fundamental. La novedad para judíos y gentiles es que la libertad viene por la fe en Jesucristo. El nos liberó de la ley y de toda esclavitud. Pablo muestra que el paso de la idolatría al servicio del Dios de la vida lleva a hacer real la voluntad de Dios en la libertad que suscita una existencia solidaria. La libertad produce la vida del pueblo nuevo (1 Tes). El conflicto radica en la tentación de volver a vivir en la seguridad de la ley. Esto supondría continuar en la esclavitud de la «carne», del «pecado» y de la «muerte». Pues la ley no tiene en sí el principio intrínseco de la liberación y de la vida. Todos, judíos y gentiles, están bajo la esclavitud y necesitan ser liberados. Este conflicto es un desafío para vivir el evangelio de la libertad (Gal) 4 2 . El discernimiento de la libertad se orienta hacia los fermentos y las armas de la esclavitud que encubre la ley, por los que también ella se convierte en instrumento de pecado y de muerte. Es el discernimiento positivo de la alianza de la libertad (Gal 4-5) y del proceso fundamental de la transformación de la historia que es la «justificación» y la vida del hombre nuevo, la «nueva criatura» (Rom; y 1 y 2 Cor). La libertad y el amor provienen del Espíritu que justifica; y el justo es el hombre libre para amar al prójimo en la realidad del hombre nuevo, el Israel de Dios (Gal 6, 2.8.16). La nueva praxis consiste esencialmente en andar de manera digna del evangelio de Cristo, el pobre que nos liberó. De ahí la importancia de la cristología y de la praxis comunitaria en la carta a los Filipenses. Ahí busca cotinuamente la teología de la liberación su inspiración y norma de reflexión. Pablo muestra igualmente que esta nueva praxis inaugura un movimiento real de liberación de la sociedad: liberación de las personas y cambios de estructuras que impiden la vida del hombre nuevo (Gal 3, 28). Es en esta perspectiva como la hermenéutica de la teología de la liberación ha enfocado el problema de la posición y de la actitud de Pablo frente a la esclavitud y los esclavos en el mundo grecoromano. Sobre este particular su posición en la carta a Filemón es iluminadora: va a la raíz del problema, indicando el fundamento cristiano que transformará las estructuras de la esclavitud 43 . La vida nueva está en la praxis de la comunidad, en la misión y en el testimonio en el mundo. Esta nueva praxis toma la dimensión 41. J. Comblin, La libertad cristiana, Santander, 1979: el autor presenta principios hermenéuticos básicos para una interpretación de Pablo y Juan en la perspectiva de la teología de la liberación. 42. A.F. Anderson, «O evangelho da libertado: EB 2 (1984), pp. 38-49. 43. J. Comblin, Epístola aos Filipenses, Petrópolis, 1985; Id., «A mensagem da epistola de S. Paulo a Filemon»: EB 2 (1984), pp. 50-70.
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de la reconciliación. Tema éste que fue especialmente desarrollado en Col y Ef, bajo la influencia del pensamiento paulino 44 . 2.
La opción por los pobres
Los evangelios de Mateo y de Lucas nacerán de la misión de los discípulos, que ven la vida del pueblo a partir de los pobres como portadores de la novedad que transformará la sociedad y la historia. a)
La Iglesia de los pobres
Mateo sitúa el anuncio de la presencia de Emmanuel como fuente de la misión (Mt 1, 23; 28, 16-18). Los pobres discípulos son los depositarios y portadores proféticos de la sabiduría y del proyecto de Jesús. La misión es la buena noticia a los pobres para formar la Iglesia de los pequeños. Ellos son el fermento y la fuerza de un nuevo éxodo que Jesús inaugura. Los pobres están en el inicio del evangelio como seguidores de Jesús-pobre y portadores de la novedad del Espíritu del reino de Dios. La vida en la pobreza real es identificación con el maestro pobre y manso en la totalidad de su vida y en su misión. Ahí está el fermento y la fuerza del seguimiento (Mt 5-7). Los pobres están en el centro del evangelio. Ellos son el criterio profético de la liberación del sistema de la ley para la novedad del Espíritu. Ellos son los portadores de la sabiduría de Jesús que libera (Mt 11-12). Están al final, en el discurso escatológico (Mt 25). La praxis en favor de los pobres es el criterio decisivo de la historia. Ahí se mide el valor y el sentido de la nueva justicia y de la vida de los justos. El criterio está en la libertad que produce el amor efectivo en favor de los pequeños, y ahí se da la venida y manifestación del juez de la historia. La Iglesia de los pobres es, por tanto, el nuevo pueblo de Dios, el sujeto de la novedad que libera. Jesús reúne a este pueblo, compuesto de judíos y gentiles. Este nuevo sujeto se constituye por la fe y por el seguimiento del camino de Jesús. Ahí se vive la realidad nueva del amor y del perdón. Su fuerza viene de la soberanía del rey pobre (Mt 21, 5) que asume el camino de la cruz. Libera del viejo sistema de la ley y abre la perspectiva del futuro.
44. 1987.
J. Comblin, Teología da reconciliacao: ideología ou reforco da libertacáo, Petrópolis,
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Revela el sentido de caminar en la historia (en la fe-esperanza y amor), en la expectativa de su venida (cf. Mt 15, 52-25, 46) 45.
profética del Magníficat, pobres.
b)
3.
La liberación de los pobres
Lucas, en el evangelio y en Hechos, muestra que el evangelio es el anuncio de la liberación de los pobres. Este es su tema central 46 . En medio de la pax romana, el evangelio de los pobres es la fuerza de la misión y de la vida de las comunidades. La liberación de los pobres es el criterio para comprender la misión de Jesús y la nueva praxis de la comunidad. Lucas escribió antes del reinado de Domiciano, cuando todavía se podía tener una visión del imperio, sin la estructuración de la ideología del imperialismo y de la persecución. En esta situación es preciso emprender la misión como expansión del testimonio (Hech Con todo, la división fundamental de la sociedad —«ricos y pobres»— penetró en la propia vida de las comunidades. De ahí el sentido y el imperativo de la liberación de los pobres (Le 4, 1.6-21; 6, 20 ss). Pobres y ricos viven en las mismas comunidades bajo la urgencia de esta llamada cuya medida viene de la propia praxis de Jesús que inauguró el camino de los discípulos. En Hech reflexiona sobre los problemas que surgían. Intenta indicar la salida en dos perspectivas: — La vida en la «comunión»: la descripción de la comunidad primitiva de Jerusalén sirve de base. Entre los cristianos ya no hay ninguno que pase necesidad porque los ricos viven en «comunión» con los pobres y comparten sus bienes con ellos. Esto es la señal del reino de Jesús en la historia. — La «distribución» de los bienes es concreta y efectiva. Esta distribución se hace por motivos de justicia (Le 3, 11-14; 12, 1621.33; 14, 14; 16, 19-31). En Hech el dinero está siempre asociado a la injusticia y al pecado. El dinero está hecho para ser dado a los necesitados: la única palabra de Jesús que se recuerda se refiere a la ayuda a los pobres (Hech 20, 35). La riqueza es fruto de la iniquidad y debe servir para formar «comunión» *7. En la comunidad de los cristianos nace un pueblo nuevo que realiza la victoria sobre el dinero y la riqueza, según la perspéctica 45. A justifa dos pobres, cit., pp. 145 ss. 46. J. Comblin, Evangelizar, Petrópolis, 1980, pp. 49-70. Para una interpretación de la carta de Santiago en el mismo ambiente de ricos y pobres en las comunidades cristianas, cf. D. J. Walker-L. Z. Konzen, «A vossa riqueza aprodreceu»: £B 11 (1986), pp. 110-122. 47. L. I. J. Stadelmann, «Recursos audiovisuais nos Atos dos Apostólos»: EB 3 (1984), pp. 7 ss.
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la cristalización de la esperanza de los
Testimonio frente al imperalismo
A partir de Domiciano el imperialismo romano se impuso como ideología de dominación y de persecución, así como de divinización del emperador. Esta nueva situación suscita la nueva perspectiva del testimonio profético y de la libertad como ejes estructuradores del anuncio evangélico. a)
El pueblo profético
El Apocalipsis es el libro predilecto de las comunidades populares. Ahí encuentran ánimo para la lucha y criterio para interpretar la dominación y persecución, que continuamente sufren los pobres en nuestra sociedad. Las comunidades penetran en el alma del libro que es revelación, testimonio y profecía (Ap 1, 1-6). Su finalidad es animar y mantener la praxis profética del pueblo nuevo: pueblo de sacerdotes, reyes y profetas. El sentido de la vida de la Iglesia en el imperio perseguidor viene de la necesidad de «profetizar todavía» (Ap 10-11). Es en el testimonio profético donde este pueblo encuentra su libertad viva. El sentido de la Iglesia en la historia radica en el testimonio del evangelio frente al imperialismo del Estado que destruye la vida del pueblo y se levanta como ídolo y caricatura de la Trinidad santa. El testimonio contra el Estado y la idolatría imperial tiene como arma única la fuerza del evangelio. El juicio revela la mentira radical de la sociedad opresora y manifiesta el sentido de la realeza de Cristo. El testimonio entra en el proceso de la liberación: liberación de la dominación, y liberación para la vida en la Jerusalén celeste, en la comunión con el cordero inmolado 48. b)
La verdad que libera
El evangelio de Juan siguió y nació de la vida de las comunidades. Recogió sus problemas y perspectivas. La vida y la lucha de estas comunidades muestran que las categorías empleadas no son abstractas. Reflejan los problemas concretos de lucha, división y 48. G. Gorgulho-A. F. Anderson, Nao tenbam medo. Apocalipse, Sao Paulo, 1977; C. Mesters, O apocalipse de Sao Joao, Texto mimeografiado), Sao Paulo, 1986; J. B. Stam, El Apocalipsis y el imperialismo, San José, 1985.
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GILBERTO
DA
SILVA
GORGULHO
búsqueda de soluciones 49 . El contexto del evangelio de Juan está dado en la lucha de los cristianos contra el imperialismo del imperio. Juan intenta ir a las raíces más profundas de la libertad. Su evangelio es la revelación de la verdad que libera 50 . El testimonio de Jesús es la revelación del mundo de la mentira y revelación de la verdad definitiva. El testimonio suscita la fe y ésta produce el amor. Y la vida en el amor lleva a actualizar el testimonio del Espíritu que es dado para que el testimonio de los discípulos continúe enfrentándose al mundo hostil. El testimonio es la palabra de Jesús, en nombre de Dios, opuesta al mundo. Es el testimonio de la vida, como luz y verdad. La verdad libera. Es la realización del juicio definitivo. No se hace según las apariencias (Jn 7, 24). Es la revelación de las estructuras del mundo que se determinan por la mentira. Es la revelación de la vida y de la unidad que encuentran su origen y fin en Jesús en el seno del Padre, y en el testimonio que realizó en su vida temporal para comunicar el Espíritu que es la verdad que libera. Así, la interpretación es fruto del Espíritu, y es interpretación de la memoria que este Espíritu mantiene siempre viva y activa en medio de los discípulos en busca de la vida y de la libertad.
TEOLOGÍA EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
Pablo
Richard
I. LA EXPERIENCIA DE DIOS HOY EN AMERICA LATINA
1.
La experiencia radical de la muerte y de la vida
Hay una experiencia radical hoy en América latina, especialmente entre las mayorías pobres y oprimidas: la experiencia de la muerte y de la vida. Sólo un espíritu abierto, honesto, que se abre con sinceridad y esperanza a la realidad, tiene la capacidad de esta experiencia radical. La experiencia de la miseria, la pobreza, la injusticia, la opresión, la represión, la discriminación, la marginación, la experiencia de la muerte prematura e injusta; igualmente la experiencia de la lucha por la vida, de la esperanza, de la conciencia y de la alegría de los pobres, todo ello es parte de esa experiencia radical de la muerte y de la vida en América latina. La ideología (entendida en un sentido peyorativo como ocultamiento de la realidad y legitimación de la dominación) y la falta de esperanza, es lo que oscurece el corazón y la mente, e impide esta experiencia lúcida y transparente de la realidad. En este sentido entendemos la palabra de Jesús: «Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios». Los que tienen el corazón limpio de ideología y amargura y viven esta experiencia radical y consciente de la opción por la vida son capaces de vivir y entender la experiencia de Dios en nuestra historia. Toda nuestra reflexión teológica estará radicalmente marcada por esta oposición histórica entre la muerte y la vida, diferente de la oposición metafísica entre el ser y el no-ser, presente en la teología dominante. 49. 50.
R. E. Brown, A comunidade do discípulo amado, Sao Paulo, 1984. A. F. Anderson, «O evangelho da verdade que liberta»: EB 14 (1987), pp. 51-63.
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201
PABLO
2.
TEOLOGÍA
RICHARD
El misterio de la presencia de Dios en el mundo de los pobres
El mundo de los pobres posee un misterio: en él nos sale al encuentro y se nos revela el mismo Dios. El mundo de los pobres aparece como el lugar privilegiado de la presencia y revelación de Dios. Es una realidad misteriosa pero experimentable y tangible a la luz de la fe. Dios se revela como la vida, la fuerza, la esperanza, la alegría y la utopía de los más pobres y oprimidos. Por eso el mundo de los pobres es tan inquietante. En la lucha de los pobres por la vida hay una profundidad espiritual que antecede toda reflexión teológica y que nos sorprende, nos maravilla, nos sobrepasa y nos llena de gozo. Los procesos históricos liberadores que estamos viviendo hoy en América latina nos llaman la atención, no sólo por su densidad social y política, sino también y sobre todo por su riqueza espiritual y teológica. La experiencia de Dios en el mundo de los pobres es la raíz profunda de toda la renovación espiritual, teológica, eclesial y pastoral que estamos viviendo. Los pobres expresan este misterio de la presencia de Dios en medio de ellos en forma muy semejante al que oímos en los salmos: Dios mi Salvador tú, que me has sostenido en mis angustias (4, 2). El oprimido encuentra su refugio en el Señor; él es su fortaleza cuando lo rodea la angustia (9, 10). Señor, tú escuchas el ruego de los humildes, los alientas y los atiendes (10, 17). Los pobres sufren y los humildes soportan violencia, por eso, dice el Señor, yo no puedo quedarme tranquilo, y voy a liberar a los despreciados (12, 6). Tú salvas al pueblo humillado y humillas los ojos orgullosos (18, 28). Más vale refugiarse en el Señor, que confiar en la gente poderosa (118, 9). Dios ama a su pueblo y viste de su gloria a los humildes (149, 4).
Este es realmente el tenor y talante de casi todos los salmos, pues en gran medida los salmos son la oración del pueblo oprimido, donde ellos expresan su experiencia de Dios. Esta es también hoy la espiritualidad de los pobres. La presencia y revelación de Dios en el mundo de los pobres es una experiencia trascendente, novedosa y radical: el Dios de la vida destruye la muerte, el Dios de la esperanza destruye la angustia y la desesperación. Es un Dios trascendente, pues asegura 202
EN
LA
TEOLOGÍA
DE
LA
LIBERACIÓN
al oprimido la novedad radical de una vida plena en este mundo, más allá de toda opresión y más allá de la misma muerte. 3.
Cómo nombrar y explicitar el misterio de Dios
Dos dificultades encontramos en América latina para nombrar a Dios: por un lado, Dios ya ha sido nombrado demasiado y con nombres normalmente falsos o distorsionados; por otro lado, es tan radical y desconcertante el misterio de Dios en el mundo de los pobres, que todo intento de nombrarlo es muy difícil o casi imposible. Es tan difícil nombrar a Dios, que muchos prefieren el silencio y simplemente no hablan de Dios; otros piensan que es irresponsable, incluso peligroso, hablar de Dios en un mundo «cristiano» donde ya existe una imagen establecida de Dios y manipulada por el sistema para legitimar la opresión. Sin embargo, es importante intentar nombrar a Dios, explicitar la experiencia de Dios, para marcar la diferencia con las falsas imágenes de Dios o simplemente para destruir la rutina de un Dios demasiado «fácil» y «manipulable». Especialmente para los pobres y oprimidos es importante nombrar o explicitar a Dios, pues son ellos los que más sufren las manipulaciones de Dios y son ellos también los que toman mayor conciencia de la tremenda contradicción entre el misterio de Dios revelado en su propia historia y el Dios nombrado en forma rutinaria y oficial. Nombrar a Dios es reconocer su presencia y su rostro entre los más oprimidos; no se trata de probar la existencia de Dios, sino de discernir su presencia y su revelación en la historia de liberación de los pobres. En la Biblia Dios siempre es nombrado y es reconocido o invocado por su nombre. Rara vez se habla de Dios en forma abstracta. Se nos dice por ejemplo: «Yahvé, el Dios de vuestros padres...» (Dt 1, 11); «Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre» (Dt 5, 6); Jesús le llamaba «Abbá, Padre» (Me 14, 36), etc.. También hoy en América latina decimos: «el Dios de la vida», «el Dios de los pobres», «el Dios de monseñor Romero», etc.. Más difícil que probar la existencia de Dios, es probar hoy día que Dios está con los pobres y su lucha por la justicia. No basta decir «yo creo en Dios»; es necesario especificar en cuál Dios creo. I'.s altamente peligroso e irresponsable hablar de Dios en forma abstracta, sin nombrarlo o sin discernir claramente su imagen. Dios, en abstracto, se ha hecho algo demasiado rutinario y son demasiados los que creen demasiado fácilmente en Dios y son demasiados también los que en su nombre oprimen o destruyen a los demás. 203
PABLO
4.
RICHARD
Dios en la teología de la liberación
La teología de la liberación es una reflexión crítica y sistemática sobre la experiencia de Dios vivida, confesada y celebrada dentro de una práctica de liberación. El objeto de la teología de la liberación es, por lo tanto, como en toda teología, el mismo Dios. La teología de la liberación no es una reflexión teológica sobre la liberación, sino una reflexión sobre Dios en un contexto de liberación. Usando la imagen de un árbol, diríamos que la raíz de la teología de la liberación es la experiencia de la presencia y revelación de Dios en el mundo de los pobres. Esa experiencia constituye lo que se llama normalmente en América latina una espiritualidad liberadora. La teología de la liberación nace de esta espiritualidad liberadora y en gran medida es teología espiritual, cuyo centro ha sido tradicionalmente la experiencia de Dios. La teología de la liberación no ha insistido demasiado en un discurso sistemático sobre Dios, pero es una teología que ha creado un espacio que ha hecho posible que Dios mismo hable; es una teología que nos ha enseñado a descubrir la presencia de Dios y nos ha enseñado a escuchar la palabra de Dios. Nos ha permitido encontrar a Dios y nos ha enseñado a escuchar su palabra, justamente porque ha buscado y escuchado a Dios ahí donde Dios en forma privilegiada está y se revela: el mundo de los pobres y oprimidos. Por eso la teología de la liberación es una teología llena de la fuerza de la presencia de Dios y una teología que nos comunica su palabra. Las teologías abstractas, a-históricas e ideológicas, hablan mucho sobre Dios, pero son teologías vacías de la presencia y de la palabra de Dios. La teología de la liberación tiene fuerza, porque ha sabido escuchar la palabra de Dios en el grito de los oprimidos. 5.
La experiencia de Dios y la Iglesia
La experiencia de la presencia de Dios, de su palabra, de su proyecto, de su reino, es la experiencia de lo absoluto, de lo trascendente, de lo último y definitivo en la historia. La Iglesia es la institución que nos hace posible descubrir y celebrar esa experiencia de Dios. La Iglesia es en ese sentido el sacramento necesario del reino de Dios en la historia. Pero hoy en América latina tomamos cada día más conciencia que Dios es mayor que la Iglesia. Que el reino de Dios es lo único absoluto y que la Iglesia es algo relativo. El reino de Dios es lo que da sentido a la Iglesia. Cuando se absolutiza a la Iglesia, ésta pierde su sentido y puede convertirse es un instrumento de poder y de dominación. Por eso es necesario estar continuamente juzgando a la Iglesia desde 204
TEOLOGÍA
EN
LA
TEOLOGÍA
DE
LA
LIBERACIÓN
la perspectiva de la construcción del reino de Dios en la historia. En los procesos históricos, especialmente en sus momentos revolucionarios, la fe nos exige preguntarnos no tanto «cómo le va a la Iglesia», sino «cómo le va a Dios». Muchos hombres de Iglesia siempre están excesivamente preocupados en defender los intereses y derechos de la Iglesia, pero olvidan preguntarse dónde y cómo se está revelando el reino de Dios en la historia y cuáles son los signos de su presencia. La Iglesia es necesaria, pero no absoluta; su función y razón de ser está en el absoluto del reino de Dios, y éste se revela en la Iglesia, pero también más allá de la Iglesia, y muchas veces a pesar de la Iglesia. En todas las Iglesias se habla de Dios, pero quizá en muy pocas Dios mismo puede hablar. La Iglesia normalmente es especialista en las cosas de Dios, pero no siempre la Iglesia nos enseña a escuchar a Dios. Muchas Iglesias viven centradas en sí mismas, el objeto de su predicación es la Iglesia y todo su esfuerzo es hacer que la Iglesia crezca. Este esfuerzo es laudable, pero distrae de lo fundamental: el reino de Dios. La Iglesia debe estar centrada en el reino: predicar el reino y esforzarse para que el reino crezca. La experiencia de Dios hoy en América latina está así desafiando muy profundamente la vida de las Iglesias. Lo que la Iglesia teme en la teología de la liberación no es que se hable de liberación, sino que se hable de teología; la Iglesia no teme que se hable de política, lo que teme es que se hable de Dios, del reino de Dios, y que desde esta experiencia de Dios se juzgue o se cuestione el sentido de toda la Iglesia. Detrás de muchos cambios hoy en la Iglesia, detrás del compromiso de muchos cristianos con la liberación de los pobres, detrás de toda una reflexión teológica liberadora, casi siempre hay una experiencia novedosa y radical de Dios. La Iglesia ha hecho una opción preferencia! por los pobres, pero Dios ya la había hecho mucho antes.
6.
La experiencia de Dios y la responsabilidad
política
La experiencia de Dios en América latina no se reduce al ámbito personal o eclesial, sino que repercute directamente en la esfera pública e institucional de la política, sea en forma negativa o positiva. Es extraordinario comparar, por ejemplo, dos constituciones políticas: la del Estado del apartbeid de Sudáfrica y la del Estado revolucionario de Nicaragua. En el preámbulo de ambas se menciona el nombre de Dios, pero con un sentido radicalmente opuesto. Constitución sudafricana: 205
PABLO
En humilde sometimiento a Dios todopoderoso, que controla los destinos de las naciones y la historia de los pueblos, que desde muchas tierras trajo a nuestros antepasados y los reunió dándoles esta tierra como propia, que los ha guiado de generación en generación, que milagrosamente los ha liberado de los peligros que les acechaban l .
Constitución nicaragüense: En nombre del pueblo nicaragüense, de todos los partidos y organizaciones democráticas, patrióticas y revolucionarias de Nicaragua, de sus hombres y mujeres, de sus obreros y campesinos, de su gloriosa juventud, de sus heroicas madres, de los cristianos que desde su fe en Dios se han comprometido e insertado en la lucha por la liberación de los oprimidos, de sus intelectuales patrióticos, de todos los que con su trabajo productivo contribuyen a la defensa de la patria y de los que luchan y ofrendan s«s vidas frente a la agresión imperialista para garantizar la felicidad de las nuevas generaciones 2 .
En ambas constituciones es usado el nombre de Dios; en la constitución sudafricana se le da un uso ideológico-idolátrico para justificar la dominación racista; en la constitución nicaragüense se describe una situación histórica. Se trata del hecho universalmente reconocido del compromiso de los cristianos con la revolución y se reconoce también que esos cristianos se comprometieron en la lucha por la liberación de los oprimidos motivados por su fe en Dios. Los cristianos asumen la responsabilidad de su acción y reconocen haber hecho en ella la experiencia de Dios. No hay, por lo tanto, aquí un uso idolátrico o ideológico de Dios, donde Dios sería utilizado para legitimar el compromiso de los cristianos o la misma revolución. La experiencia de Dios, sin embargo, que hacen los cristianos repercute políticamente en la misma constitución de la República.
II.
1.
TEOLOGÍA
RICHARD
EL DIOS DE LA VIDA Y LOS ÍDOLOS DE LA MUERTE
EN
LA
TEOLOGÍA
DE
LA
LIBERACIÓN
dominio de la cristiandad medieval; es el ateísmo del mundo de la ciencia y la técnica, que ha nacido al margen de la Iglesia. Este tipo de ateísmo ha marcado de alguna manera en América latina a las élites intelectuales dependientes, pero la gran mayoría del pueblo no ha sido afectado directamente por él. Lo que sí realmente está presente y cercano a las grandes mayorías es lo que llamamos el ateísmo revolucionario. Es el ateísmo político y militante de los que luchan por la justicia y se comprometen en una práctica de liberación. Este tipo de ateísmo desafía profundamente la fe cristiana, pero no aparece normalmente como enemigo de los cristianos. Más aún: revolucionarios creyentes y no-creyentes se encuentran en una práctica común, en un proyecto histórico común y se consideran a sí mismos compañeros. Tanto los ateos revolucionarios como los cristianos comprometidos, con lenguajes y motivaciones distintas, tienen una actitud crítica frente a la religión. Los revolucionarios ateos hablan de ideologización de la fe o de fetichismo; los creyentes denuncian lo mismo como idolatría. Ambos lo hacen desde una práctica común de liberación. Lo que se opone realmente a la fe cristiana en América latina no es, por lo tanto, el ateísmo, sino la idolatría: tanto la manipulación idolátrica del Dios verdadero como la sustitución de Dios por otros dioses creados por el ser humano. A lo largo de toda la historia de América latina los opresores del pueblo casi siempre se han declarado creyentes, lo que ha significado una perversión idolátrica del nombre de Dios. Los conquistadores fueron todos cristianos y la colonización se hizo en nombre de Dios. También los responsables de la esclavitud fueron cristianos y fueron apoyados por naciones europeas cristianas; la Iglesia, por su parte, durante siglos legitimó la esclavitud. Y hoy todos los dictadores militares y en general los responsables de la opresión económica, política e ideológica son normalmente cristianos. La dominación ha sido y es en consecuencia fundamentalmente idolátrica, lo que ha significado una amenaza seria para la fe del pueblo pobre y creyente. El peligro para la fe no viene por lo tanto de los revolucionarios ateos, sino de los opresores idólatras.
Ateísmo o idolatría 2.
En América latina, la fe en Dios no se enfrenta fundamentalmente con el ateísmo, sino con la idolatría. Hay dos tipos de ateísmo: el ateísmo liberal-burgués y el ateísmo revolucionario. El primero es hijo de la Ilustración, es el ateísmo filosófico o humanista, creado por el mundo moderno y secularizado, que busca liberarse del 1. Citado en el documento Kairos de Sudáfrica. 2. El subrayado es nuestro.
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Nuestro quehacer teológico es contra los ídolos y la idolatría dominante
La tarea teológica fundamental en América latina no es tanto probar la existencia de Dios, sino discernir al Dios verdadero de los ídolos falsos. El problema no es saber si Dios existe, sino demostrar en cuál Dios creemos. Hoy no es ya más significativo que alguien se declare creyente, debe explicar en cuál Dios él cree. Igualmente no es significativo que alguien se diga ateo, debe 207
PABLO
TEOLOGÍA
RICHARD
especificar de cuál dios es ateo. La pregunta sobre Dios no es ya tanto si Dios existe, sino: cómo es Dios, dónde está Dios, con quién está Dios o contra quién está Dios, cuál es el proyecto de Dios, cómo Dios se hace presente y se revela en la historia, por qué Dios es el Dios de los pobres, el Dios de la vida, etc.. El problema fundamental no es la existencia de Dios, sino su presencia. No se trata de probar en abstracto la existencia de Dios, sino descubrir en concreto su presencia histórica en el mundo de los pobres y oprimidos. Probar la existencia de Dios es difícil, pero mucho más difícil y urgente es hoy demostrar que Dios está en forma privilegiada con los pobres y sus luchas de liberación. De una teología apologética sobre las pruebas de la existencia de Dios, estamos pasando a una teología espiritual del discernimiento de la presencia de Dios en nuestra historia. Este discernimiento no se hace normalmente contra el ateísmo revolucionario, sino contra la idolatría dominante. La preocupación teológica por el discernimiento entre el Dios verdadero y los ídolos falsos es una tarea teológica que preocupa a todo el pueblo de Dios. Todo creyente siente la necesidad de marcar la diferencia entre el Dios de los pobres en el cual cree y la idolatría dominante. En la «teología negra» se suele afirmar que «Dios es negro» y en la «teología de la liberación de la mujer» también se dice «Dios es ella». En forma semejante también se habla en la teología de la liberación sobre el «Dios de los pobres». Ciertamente Dios no tiene color, sexo o riqueza; lo que se quiere afirmar con todas estas expresiones es la diferencia entre la experiencia de Dios que tienen los oprimidos y las imágenes idolátricas de Dios. La idolatría dominante nos presenta un dios racista, machista y dominador. El creyente del Dios verdadero debe marcar la diferencia entre su Dios y todas las imágenes idolátricas de Dios. Este discernimiento no es una sutileza teológica, sino un problema de vida o muerte para el creyente, especialmente para el pobre y el oprimido. La lucha entre el Dios de la vida y los ídolos de la muerte es un auténtico combate espiritual que se libra en la conciencia del creyente, en la Iglesia y en la sociedad. La teología de la liberación es la expresión teológica de este combate.
EN
LA
TEOLOGÍA
DE
LA
LIBERACIÓN
Éxodo 32 tenemos el caso más típico de perversión idolátrica en la relación misma con Yahvé: el pueblo fabrica el becerro de oro, movido por el miedo y la falta de esperanza, para manipular al Dios trascendente y liberador y obligarlo a ir con ellos de regreso a la esclavitud de Egipto. Los textos bíblicos más abundantes, sin embargo, son los que combaten los dioses extranjeros y los dioses falsos que buscan sustituir a Yahvé. Esta crítica anti-idolátrica es un eje fundamental y constante en toda la Biblia. Textos típicos son Jer 10, 1-6; Is 44, 14-17; Sal 115; Sab 13-15, etc.. Los evangelios critican severamente la idolatría del dinero, de la ley, del saber y del poder. Pablo identifica idolatría con codicia: «Nadie que se entregue... a la codicia, que es una idolatría, tendrá parte en el reino de Cristo y de Dios» (Col 3, 5; Ef 5, 5). En el Apocalipsis los dos grandes pecados son el crimen y la idolatría, etc.. La teología de la liberación busca rescatar hoy día en América latina, con toda la fuerza posible, la crítica anti-idolátrica de la tradición bíblica. Hoy día también tenemos una abundante producción idolátrica. Existe la idolatría por perversión: aquellos que pervierten el sentido de Dios, que manipulan a Dios, que deforman su imagen o usan su nombre en vano. También existe la idolatría por sustitución: el Dios verdadero es sustituido por dioses falsos. Esto sucede cuando el hombre absolutiza o diviniza realidades creadas por él mismo: el dinero, el capital, el poder, el prestigio, la técnica, las instituciones o funciones. Podemos incluso idolatrar la misma Iglesia o el texto de la Biblia, cuando los consideramos como un absoluto. Cuando un sujeto histórico concreto se desdobla y se identifica a sí mismo con un sujeto abstracto y universal, ese sujeto adquiere fácilmente características absolutas, divinas, sobrenaturales y trascendentes. El ser humano es capaz de crear esta falsa dimensión espiritual o espiritualidad idolátrica, para imponerse sobre los demás con mayor fuerza y legitimidad. La idolatría está normalmente al servicio del poder, de la dominación, de la opresión. Los ídolos son siempre ídolos de la muerte. 4.
La idolatría como raíz del pecado social
En la Biblia aparecen dos formas fundamentales de idolatría: idolatría por perversión e idolatría por sustitución. La primera se da en la relación directa con Yahvé, cuando el mismo nombre o imagen de Yahvé es manipulado o pervertido. La segunda se da cuando Yahvé es sustituido por otros dioses o dioses falsos. En
En América latina hablamos mucho del pecado social y con razón, pues ese pecado existe y lo sufrimos trágicamente. El pecado social no es una fuerza anónima, ciega o fatal, sino estructuras de pecado creadas por el ser humano y de las cuales es responsable. Pero el pecado social no es la realidad última que nos oprime, ni tampoco explica toda la realidad de muerte que sufrimos. Hay algo detrás del pecado social, que le da fuerza y eficacia. Ese algo es la idolatría, que es la raíz del pecado social.
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3.
Formas pasadas y presentes de idolatría
PABLO
RICHARD
Un pecador no puede pecar ilimitadamente, pues todo pecador tiene mala conciencia y muere en su pecado; hay un límite. Pero en el pecado social constatamos que no hay límites: el sistema oprime y mata ilimitadamente y con buena conciencia. Esa es la experiencia cotidiana en nuestros pueblos: la opresión, represión y muerte se multiplica sin límites y el sistema no se desgasta o destruye en esa muerte. Más aún: el sistema cree estar haciendo lo mejor. Esta opresión sin límites y con buena conciencia es un misterio. Hay una fuerza trascendente y espiritual de muerte que da vida y buena conciencia al pecado social. Es el misterio de la iniquidad que identificamos como idolatría. La idolatría, por lo tanto, no es neutral o inofensiva; no es simplemente una desviación espiritual o individual, que no interesa a las mayorías. Por el contrario: la idolatría es altamente peligrosa y criminal. Es la fuerza sobrenatural de la muerte que está dando vida continuadamente al pecado social. San Pablo lo expresa muy bien:
TEOLOGÍA
EN
LA
TEOLOGÍA
DE
LA
LIBERACIÓN
Muchos se escandalizan de la crítica marxista a la religión, pero bajo muchos aspectos la crítica profética de la religión es mucho más antigua, radical y profunda. Los profetas, a la luz de la fe, critican la religión desde una determinada concepción de la intervención de Dios en la historia. Los marxistas critican la religión a partir de un análisis de la realidad. Son dos tipos de crítica diferentes, pero desde una perspectiva profética el creyente puede asumir la crítica marxista a la religión sin miedo y como un instrumento racional de discernimiento entre una fe auténtica y una religión alienada. Veamos primero la crítica profética y luego la crítica marxista de la religión. El elemento distintivo del pensamiento profético es que el conocimiento de Dios y el culto a Dios no se dan en forma directa, sino sólo en la práctica de la justicia. Si no hay justicia, no hay conocimiento de Dios y todo culto a Dios es radicalmente ilegítimo. En Jer 22, 13-16 se identifican: hacer justicia y derecho = defender la causa del pobre y del indigente = conocer a Yahvé. Igualmente en Os 6,6 aparecen como sinónimos la compasión y el conocimiento de Dios. Dios no se deja conocer sino en la práctica de la justicia. Dios no se manifiesta sino en el clamor del oprimido. El Nuevo Testamento continúa en el mismo sentido, como muy
bien lo resume Juan: «...todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios; el que no ama no ha conocido a Dios, pues Dios es amor» (1 Jn 4, 7-8). Amar y hacer justicia es sinónimo en Juan (cf. 1 Jn 4, 7 y 2, 29). Igualmente Dios detesta —en los oráculos de los profetas— todo culto al margen de la justicia. Así Amos 5, 21-25: «Detesto y rechazo vuestras festividades, no quiero oler vuestras ofrendas... Fluya como agua el derecho y la justicia como torrente inagotable». Igualmente Isaías 10, 10-20: «...¿Qué me importan vuestros muchos sacrificios?... ¿Por qué entran a visitarme?... Ya no me traigan dones inútiles... Vuestras solemnidades y fiestas las detesto. Cuando extienden las manos cierro los ojos, aunque multipliquen las plegarias no los escucho; vuestras manos están llenas de sangre... cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien: busquen el derecho, ayuden al oprimido, háganle justicia al huérfano, defiendan la causa de la viuda». Uno de los textos más radicales contra la religión y el culto es el capítulo 7 de Jeremías: Dios condiciona su presencia en medio del pueblo a la práctica de la justicia; la religión es un engaño si sólo sirve como cobertura para robar, matar y oprimir; al templo sólo vienen a buscar seguridad, para seguir oprimiendo y matando con buena conciencia. Por todo eso Jeremías llama al templo «cueva de bandidos»: el lugar donde los asesinos y ladrones encuentran refugio y tranquilidad. Por eso el profeta anuncia la destrucción del templo. Dios prefiere que no haya templo, a que exista un templo como cueva de bandidos. La misma actitud profética asumirá Jesús (Me 11, 1519). Toda búsqueda de Dios y todo culto que no va unido a la práctica de la justicia es ilegítimo e idolátrico. Este es el mensaje central y distintivo de toda la Biblia. Esto es lo que diferencia el culto a Yahvé de todas las prácticas idolátricas. La crítica marxista a la religión, y en general la crítica antireligiosa implícita en toda práctica de liberación, está en la línea de la crítica profética de la religión. El punto de partida y la inspiración es diferente, pero lo que la crítica marxista llama «alienación» o «fetichismo», la crítica profética llama «idolotría». No podemos desarrollar aquí esta crítica marxista a la religión, pero sí podemos decir que los cristianos en América latina, y en consecuencia la teología de la liberación, aceptan dicha crítica como un desafío a la fe cristiana desde el análisis científico de la sociedad. En específico no se asume dicha crítica de la religión como una negación de toda religión o de toda dimensión trascendente, sino como un instrumento de discernimiento, utilizado en forma crítica y con criterios teológicos, para distinguir entre una religión auténtica y una religión idolátrica o alienada. La crítica marxista no se asume como una negación, sino como un instrumento crítico de discernimiento de las diferentes expresiones religiosas. Conceptos tales como «práctica», «ideología» o «aliena-
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Nuestra lucha no es contra fuerzas humanas, sino contra los gobernantes y autoridades que dirigen este mundo y sus fuerzas oscuras; nos enfrentamos con los espíritus y las fuerzas sobrenaturales del mal (Ef 6, 12).
5.
Crítica profética y crítica marxista de la religión
PABLO
ción» llegan a ser instrumentos válidos al interior de una crítica profético-teológica de la religión. 6.
TEOLOGÍA
RICHARD
La idolatría como poder y la fe en Dios como combate espiritual
El sistema dominante no sólo produce bienes materiales, sino que también produce ídolos e idolatría. El sistema tiene la capacidad de producir fuerzas espirituales y sobrenaturales; de crear un mundo trascendente, numinoso, fantástico. Cuando el poder económico, político, cultural dominante logra crear esta dimensión espiritual, entonces el poder tiene más poder. Hay una multiplicación de poder. El poder idolatrizado o espiritualizado es más poderoso que el simple poder histórico material. La idolatría es por lo tanto una forma de aumentar el poder. Desde la fe sabemos que toda esa espiritualidad es falsa, es una creación humana idolátrica, pero el poder dominante, al generar esa fuerza espiritual, aumenta efectivamente su poder y ese poder multiplicado y aumentado es real y tremendamente eficaz. Como dice el salmo: «Plata y oro son sus ídolos, obra de mano de hombre. Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, tienen nariz y no huelen» (Sal 115, 4-6). Los ídolos en sí son nada, pero el poder dominante que los produce, encuentra en la producción de ídolos una forma eficaz de aumentar su poder. El poder idolatrizado es más poderoso que el poder no-idolatrizado. La idolatría es por lo tanto poder, un poder que produce más poder y una producción de poder que no tiene límites; se proyecta ilimitadamente hacia lo absoluto, lo infinito, lo espiritual, lo sobrenatural, lo trascendente. Toda esta producción de poder se da en una concienca falsa, pero el poder que logra crear esa conciencia e imponerla como conciencia dominante, aumenta realmente su poder. La idolatría es falsa, pero la producción de poder no es una ilusión, es real. El poder idolatrizado es más peligroso, golpea más duro y más profundo que el poder noidolatrizado. El poder económico, político y cultural dominante crea ídolos no sólo para aumentar su poder, sino para dominar espiritualmente las personas y la sociedad. Una sociedad idolátrica no es sólo una sociedad económica, política o culturalmente dominada, sino que es también una sociedad espiritualmente dominada. La idolatría confiere a la dominación una profundidad espiritual, sobrenatural y trascendente. Todo este poder y dominación idolátrica se refuerza, se multiplica y se legitima cuando a su servicio existen iglesias, sectas y movimientos espiritualistas. La idolatría se hace así incontenible y penetra toda la sociedad. La raíz de la idolatría 212
EN
LA
TEOLOGÍA
DE
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está en el poder dominante, pero ese poder puede convertir toda la cultura y la religión dominante en mecanismos de dominación espiritual. La idolatría por lo tanto no es sólo una desviación teológica o una perversión de la conciencia, un fenómeno íntimo, privado y neutral. Por el contrario, la idolatría es una dimensión del poder dominante, es un fenómeno social, altamente peligroso, que afecta a la sociedad y a las personas en su totalidad y profundidad. Si la idolatría es la fuerza espiritual del poder económico, político y cultural dominante; si la idolatría tiene esa dimensión tanto personal como social, espiritual como material, entonces el combate del creyente contra la idolatría tiene esa misma radicalidad, amplitud y profundidad. La lucha anti-idolátrica no es sólo una lucha teológica o una lucha personal, no es sólo un problema espiritual o de conciencia individual, sino que es una dimensión específica de la práctica histórica de liberación. El creyente del Dios verdadero se enfrenta a los ídolos del sistema y a la idolatría de la muerte en un combate total e integral, en todos los terrenos de la vida social y personal, material y espiritual. Por eso la teología de la liberación insiste en la vivencia y expresión de la fe dentro de una práctica de liberación. La fe es la dimensión auténticamente espiritual y trascendente de la práctica de liberación. El combate espiritual de la fe es vivido como una dimensión específica y profunda de la práctica económica, política y cultural de liberación. Cuando la fe nos libera de los ídolos y de la idolatría, no es sólo una liberación espiritual y personal, sino la dimensión profunda de una liberación histórica, social y política.
III.
1.
LAS MEDIACIONES DE LA TEOLOGÍA
El Dios de la historia (historia y teología)
Existe una sola historia y Dios está presente, se revela y nos salva, dentro de esa única historia. Tener fe es creer que Dios interviene en la historia y por eso le confesamos como el Dios de la historia. Tener fe es creer que la historia es siempre mayor y que en la historia hay siempre una presencia novedosa y una palabra de Dios que nos sorprende; que la historia tiene una dimensión absoluta y trascendente. La historia es la mediación básica del encuentro con Dios. Todas estas afirmaciones constituyen la tradición básica y común a toda teología de la liberación. La historia, sin embargo, no es una realidad abstracta. La historia concreta es siempre la historia de la dominación o de la liberación; la historia marcada por la contradicción muerte-vida. 213
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Aquí nos interesa sobre todo la perspectiva de la historia de la liberación y salvación de los pobres y oprimidos. Sólo desde la perspectiva de la liberación del pobre la historia se hace concreta. El pobre es una realidad total y conflictiva. Al pobre se le descubre desde la totalidad económica, política, cultural, étnica y religiosa. La liberación del pobre es histórica y concreta cuando asume el conflicto, dado que la historia del pobre es siempre la historia de la lucha de los pobres por su liberación. La historia concreta es también una realidad dinámica. No es una suma de hechos y sucesos, sino un proceso histórico, con sus leyes, estructuras, coyunturas, estrategias, con toda su densidad orgánica, teórica y política. La historia también puede ser oscura o trasparente. La historia de dominación es siempre oscura, pues está dominada por la ideología dominante, que oculta los conflictos y legitima la dominación. La historia de la liberación de los oprimidos es siempre trasparente, pues nos revela los conflictos y nos empuja hacia su superación. Por eso los procesos revolucionarios son los momentos privilegiados de la historia, cuando la historia se hace más densa y más trasparente, cuando la historia nos revela toda su totalidad, conflictividad, dinamismo y densidad. Esta es la historia de liberación, la historia concreta de los pobres y oprimidos, que es la mediación básica del encuentro con Dios, del descubrimiento de su presencia, revelación y salvación. Un concepto clave para entender la historia como mediación de la presencia, revelación y salvación de Dios, es el concepto de trascendencia. Etimológicamente la palabra se refiere a una realidad que está más allá de un límite (más exactamente que sube más allá de un límite). Lo que está más allá del límite es trascendente y lo que está más acá del límite es inmanente. Es importante por lo tanto definir cuál es ese límite. Hay dos tipos de límite, que son distintos, pero muy relacionados entre sí. El primer límite es la opresión. El oprimido está limitado por las estructuras de opresión; estructuras de todo tipo: económicas, políticas, culturales, étnicas, sexistas, ideológicas, éticas y religiosas. Si tomamos como referencia este primer límite, Dios es trascendente porque nos libera de la opresión. Dios rompe las cadenas, nos libera de todos los límites que nos impone la opresión, y nos hace vivir en plenitud más allá de esos límites. Dios es así trascendente porque es liberador y es liberador porque es trascendente. Dios liberador y trascendente no tolera la opresión y hace vivir a los oprimidos más allá de los límites que impone la opresión. Por eso para los pobres es tan importante la trascendencia, porque el Dios trascendente es el Dios liberador de toda opresión. El segundo límite es más universal y radical: la muerte. Toda criatura experimenta este límite. Dios es ahora trascendente, porque supera este límite y asegura la vida más allá de la muerte. La vida inmanente es la vida 214
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que termina con la muerte, y la vida trascendente es aquella que supera definitivamente la muerte. Es lo que llamamos vida eterna, es decir, una vida que no muere. Es esta misma vida, pero ahora sin muerte. Dios es trascendente como Dios liberador de la opresión y también como Dios liberador de la muerte. El Dios trascendente es el Dios de la vida, pues asegura una vida plenamente liberada, una vida sin opresión y sin muerte. Esta vida liberada es vida en esta historia. Dios no trasciende la historia, sino que trasciende la opresión y la muerte dentro de nuestra historia. Dios nos libera de la opresión y de la muerte en nuestra historia. Muchas veces concebimos la trascendencia como lo que está más allá de lo visible, más allá de lo material, más allá de la historia. Lo trascendente sería lo in-visible, lo in-material, lo a-histórico o trans-histórico. Esta es una falsa concepción de la trascendencia o por lo menos no es la concepción bíblica y liberadora de la trascendencia. En la Biblia la trascendencia es la vida plena, la vida material, corporal, histórica, plenamente realizada más allá de toda opresión y más allá de la muerte. Dios es trascendente porque nos libera, no del cuerpo o de la materia, sino de la opresión y de la muerte. La vida plena es la vida corporal que nunca muere. Esto supone la fe en la resurrección, la transformación de nuestro cuerpo mortal, la transfiguración de nuestra materia, la glorificación de nuestra existencia histórica. La fe en la resurrección corporal e histórica de la carne ha sido siempre un elemento central en la teología de la liberación. Este concepto de trascendencia como superación de la muerte es un dato exclusivamente de la fe. Es nuestra fe en Dios como trascendente, que nos permite esperar la resurrección, la transformación de nuestro cuerpo mortal en vida inmortal, vida que nunca muere. Pero insistimos que esta vida plena se da dentro de la historia, en su forma inmortal, transfigurada, glorificada, pero histórica. No sabemos exactamente cómo será esta vida corporal plena e inmortal, pero sí la esperamos como una nueva creación del Dios liberador y trascendente dentro de nuestra propia y única historia. El lenguaje bíblico es el más apropiado para entender esta trascendencia intrahistórica, no porque corresponda a una cultura determinada, sino porque expresa mejor la experiencia del Dios trascendente que hacen los pobres y oprimidos creyentes dentro de la historia. Tomemos, a manera de ejemplo, dos textos bíblicos que están claramente en continuidad el uno con el otro: Is 65, 1725 y Ap 21, 1-22, 5. En ambos textos se combina el lenguaje cósmico con el histórico. El lenguaje cósmico no es a-histórico, sino que sirve únicamente para radicalizar la experiencia histórica del profeta. Citemos algunas partes de estos textos: 215
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La contradicción muerte-vida es una contradicción histórica fundamental en América latina. Lo económico, lo social, lo político, lo cultural, lo antropológico, lo ético y lo espiritual se juegan de
una manera esencial en dicha contradicción. Decir vida, es decir vida humana concreta: trabajo, tierra, casa, alimentación, salud, educación, familia, participación, cultura, medio ambiente, fiesta. Todas estas «necesidades básicas» son realidades corporales esenciales y en cada una de ellas se juegan todas las dimensiones antes mencionadas: económica, política, ética, espiritual, etc. Ninguna realidad de vida es sólo económica o sólo espiritual. Para un campesino indígena, por ejemplo, la «tierra» es una realidad simultáneamente económica, política, pero también cultural y espiritual. Cuando hablamos en América latina de necesidades básicas o necesidades corporales esenciales, no distinguimos todavía entre realidades infra o supraestructurales. Todas son realidades totales de vida o de muerte. Cuando en el Tercer Mundo alguien pierde el trabajo, pierde la vida; para el indígena, la cultura es la agricultura y en ella se juega la vida de su nación. Los marginados se juegan también la vida en cualquier posibilidad de educación y participación. Los pobres también afirman su opción por la vida, y su esperanza de mayor vida, en la fiesta comunitaria y en la alegría compartida. La ética y la espiritualidad tienen como mediación esencial esta vida humana concreta. Trabajo, tierra, casa, salud, etc., son imperativos económicos, políticos, etc., pero también son imperativos éticos. Hay una ética de la vida, donde la defensa de la vida humana concreta es el imperativo ético fundamentalmente. Lo éticamente bueno es que todos tengan vida. La muerte es inmoral: el desempleo, el hambre, el analfabetismo, e t c . , son un problema político, social o cultural, pero también son una realidad éticamente perversa. La vida concreta llega a ser el criterio de discernimiento entre lo que es éticamente bueno y malo. De igual manera también la vida humana concreta llega a ser la mediación fundamental de la espiritualidad. La vida, el trabajo, la tierra, la casa, la cultura... etc., son realidades económicas, políticas, sociales, etc., pero también son realidades espirituales. La espiritualidad ciertamente no se agota en la vida o muerte del ser humano, pero dichas necesidades básicas son el criterio de discernimiento entre una auténtica o falsa espiritualidad, o mejor, entre una espiritualidad de vida y otra de muerte. En América latina se habla mucho de la lógica de la vida o de la lógica de las mayorías. La vida humana concreta es asumida como criterio esencial de lógica o racionalidad. Que todos tengan vida, es lo más lógico y racional. El desempleo, la enfermedad, el hambre, el analfabetismo, etc.. es ilógico e irracional. Esta lógica de la vida se opone a la lógica del sistema dominante; aquí lo racional es siempre la máxima ganancia. La vida para todos, especialmente para los más pobres, puede llegar a ser irracional para la lógica de la máxima ganancia. El desempleo, la concentra-
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Is 65: He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva... He aquí que yo voy a transformar a Jerusalén en regocijo y a su pueblo en alegría; me regocijaré por Jerusalén y me alegraré por mi pueblo, sin que se oiga allí jamás lloro ni quejido. No habrá allí jamás niño que viva pocos días, o viejo que no llene sus días, pues morir joven será morir a los cien años... Edificarán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán su fruto. No edificarán para que otro habite, no plantarán para que otro coma... mis elegidos disfrutarán del trabajo de sus manos... lobo y cordero pacerán a una...
En este texto lo que claramente se supera es la opresión. La nueva creación del cosmos, de la ciudad y del pueblo, es la creación de un mundo sin opresión. Dios anuncia una vida plena, sin muerte de niños, sin explotación, sin robo, sin sufrimiento, sin guerras, pero todavía la muerte sigue existiendo. Ya no hay muerte prematura, fruto de la opresión, pero finalmente sí hay muerte. Ap 21-22: Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva... Y vi la ciudad santa la nueva Jerusalén... y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado... la ciudad la ilumina la gloria de Dios... hay árboles de vida... verán su rostro... el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos...
Ahora hay ya una clara superación de la misma muerte. El cielo y tierra representan aquí el cosmos, y la ciudad representa la organización social. El cosmos y la ciudad son nuevos, en cuanto ya no hay en ellos la muerte. Es un mundo transformado, iluminado por la gloria de Dios y donde todos verán directamente a Dios. Hay una nueva creación: un nuevo cosmos y una nueva organización social; por lo tanto la historia continúa, pero ahora sin muerte, y con una presencia visible de la gloria de Dios. La continuidad material y corporal de la historia y la discontinuidad de la muerte, ambos elementos son esenciales al texto. Otros textos bíblicos expresarán esta continuidad de la historia y superación de la muerte con la imagen del hombre nuevo y de la mujer nueva, la nueva creatura, el cuerpo espiritual. La misma resurrección de Jesús es paradigmática de esta transformación: Jesús resucitado es el mismo Jesús corporalmente presente (no es un fantasma, come con sus discípulos), pero simultáneamente hay una transformación, una glorificación (no le reconocen sino por la palabra y la fracción del pan).
2.
El Dios de la vida (economía y teología)
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ción de la tierra, la marginalidad... y hasta la muerte del pobre, puede ser racional dentro del sistema dominante. Hablar de satisfacción de necesidades básicas o de vida para todos, no es hablar todavía de objetivos, de un programa, de una ideología o de un modelo de desarrollo. Se trata de algo anterior y más fundamental: se trata de discutir una lógica o racionalidad, criterios que me permitan discernir un objetivo de otros, discernir un programa de otros, discernir una ideología o un modelo de desarrollo de otros. Se trata de elegir entre la vida humana concreta o la máxima ganancia como criterio de racionalidad para definir objetivos, programas, modelos, etc.. Se trata de optar por un criterio que permita discernir qué es lo más racional, lo más lógico, lo mejor, lo más bueno y lo más bello. Este criterio es la vida para todos, especialmente para aquellos en los que la vida está mayormente amenazada: los pobres y oprimidos. Todo lo anteriormente dicho sobre la vida como mediación fundamental de lo económico, lo político, lo ético y lo espiritual, lo podemos también aplicar a nuestra reflexión sobre Dios. La expresión el Dios de la vida resume perfectamente todo esto. Pero a condición de que entendamos «vida» como vida humana concreta y como lógica o racionalidad fundamental; de lo contrario la expresión se evapora en una teología abstracta y espiritualista. Dios es el Dios de la vida porque su voluntad efectiva fundamental es que todos los hombres y mujeres tengan vida y vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). El pobre cree y espera en el Dios de la vida, porque es el Dios que asegura la vida humana concreta para todos, especialmente para ellos. Dios es el Dios de la vida porque asume la vida humana como la verdad, bondad y belleza absolutas. Quien mejor resume y expresa todo esto es san Ireneo en su tan citada frase: gloria Dei vivens homo: La gloria de Dios es el ser humano vivo. La gloria de Dios, es decir, la esencia divina, lo que Dios es y lo que le define, se manifiesta en la vida humana concreta. La gloria de Dios se juega en la vida o en la muerte del ser humano histórico. La vida humana concreta, que es una realidad económica, política, social, ética..., etc., alcanza ahora también su máxima realidad espiritual. El trabajo, la tierra, la casa, la salud, la alimentación, la educación..., etc., llegan a ser la expresión misma de la gloria de Dios. Igualmente la gloria de Dios es conculcada en cada persona que sufre hambre, miseria y opresión. La relación entre vida y teología llega a ser así una relación intrínseca. La teología de la vida es la teología donde la vida humana concreta es la mediación fundamental de la presencia y revelación de Dios. Otros expresan lo mismo en la relación intrínseca entre economía y teología. La opción por la vida llega a ser así el contenido fundamental de la teología o lógica de Dios en nuestra historia.
La raíz profunda de nuestra teología es la experiencia de Dios en el mundo de los pobres. Dios se hace presente y se revela en la historia y en la vida como el Dios liberador de los oprimidos y como el Dios que asegura la vida para todos, sobre todo para los pobres. Esta experiencia de Dios debe ser discernida y expresada. La Biblia es el criterio o canon para realizar este trabajo de discernimiento. «Dios escribió dos libros: el libro de la vida y la Biblia» (san Agustín). En la historia de la liberación, tanto del cosmos como de la humanidad, Dios se comunicó con nosotros. Pero a causa del pecado, y sobre todo a causa de la idolatría, que ha llenado el mundo de tanta «palabrería religiosa», de tanta «espiritualidad de la muerte», de tanta «idología teológica», se hizo necesario un segundo libro, que nos ayudara a leer el primero. Este libro segundo fue la Biblia. Dice san Agustín: «La Biblia, el segundo libro de Dios, fue escrita para ayudarnos a descifrar el mundo, para devolvernos la mirada de la fe y de la contemplación, y para transformar toda la realidad en una gran revelación de Dios». La Biblia es así el criterio fundamental que tenemos para discernir la palabra viva de Dios en nuestra vida y en nuestra historia. Decimos que Dios se hace presente de forma privilegiada en el mundo de los pobres; pues bien: la Biblia es el instrumento fundamental para discernir esa presencia y para poder articularla, decirla, comunicarla y gritarla al mundo entero. Es doctrina clásica distinguir tres sentidos en la Biblia: el sentido textual, el sentido histórico y el sentido espiritual. El sentido textual es el sentido que tiene el texto como texto, como estructura literaria independiente y organizada. El sentido histórico es el sentido que adquiere el texto a la luz de la historia en la cual el texto nació y en la cual el texto hizo historia. El sentido espiritual es el sentido que recibe el texto cuando éste es leído para discernir y comunicar la palabra de Dios en nuestra realidad actual. En otras palabras, la Biblia tiene sentido cuando interpretamos el texto en sí mismo, cuando intrepretamos la historia pasada en la cual nació el texto y cuando el texto interpreta nuestra realidad y la transforma en «una gran revelación de Dios». Nosotros leemos la Biblia, la historia también lee la Biblia y la Biblia misma lee nuestra realidad. En los tres casos hay una producción de sentido que afecta al mismo texto de la Biblia. Cuando descubrimos el sentido textual, histórico y espiritual de la Biblia, entonces se transforma en la mediación de la palabra de Dios en la historia. La Biblia deja de ser un texto muerto y resucita como mediación viva de la palabra de Dios. Este descubrimiento y resurrección de la Biblia, por la recuperación de su sentido textual, histórico y espiritual, se realiza con la ayuda de la ciencia bíblica,
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3.
El Dios de la Biblia (Biblia y teología)
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en la vida de la comunidad cristiana, inserta a su vez en el proceso de liberación del pueblo. El sentido textual e histórico necesita normalmente de la ayuda de la ciencia bíblica, pero el sentido espiritual sobre todo necesita del Espíritu Santo cuya acción se hace viva y eficaz en la fe de la comunidad eclesial inserta en la historia. El exégeta aporta fundamentalmente su ciencia, la comunidad aporta tanto su fe en el Espíritu de la verdad como su conocimiento humano y político de la historia de la liberación en la cual está inserta. Cuando el exégeta participa de la experiencia política y espiritual de la comunidad y cuando ésta a su vez también posee ciencia bíblica, entonces la Biblia multiplica más aún su capacidad mediadora de la palabra de Dios. La Biblia, con toda su riqueza textual, histórica y espiritual, trabajada por la ciencia bíblica, por la comunidad cristiana, en el contexto de la historia de la liberación del pueblo, es la mediación viva y eficaz de la palabra de Dios. Esta es la Biblia viva que discierne la presencia y revelación de Dios en el mundo de los pobres. Pero hay un problema. La Biblia, tal cual llega a nosotros, es un libro sin texto: un libro desarticulado, despedazado en mil trozos, sin estructura, sin cohesión interna. Además es un libro sin historia: cortado de la historia en la cual nació y en la cual el texto hizo historia. Por último es un texto sin espíritu: sin capacidad de discernir y expresar la palabra viva de Dios en nuestra realidad actual. Esa Biblia sin texto, sin historia y sin espíritu, es una Biblia muerta, desarticulada, abstracta, ajena, cortada de la comunidad y de la historia. La Biblia así destruida puede ahora ser reconstruida en otro texto, en otra historia y con otro espíritu. La Biblia, nacida de la memoria y conciencia histórica de los pobres en un contexto de liberación, es ahora interpretada desde una historia de dominación y en una conciencia ideológica dominante. Se hace por lo tanto necesaria una «ruptura hermenéutica» (una ruptura en la interpretación), que nos permita recuperar el texto bíblico como texto, que nos permita recuperar la historia de liberación en la cual nace el texto y que nos permita recuperar la fuerza espiritual, crítica, viva y eficaz del texto para el discernimiento de la palabra de Dios hoy en el mundo de los pobres. Es necesario que el pueblo pobre y creyente, organizado en la comunidad eclesial, con todo el apoyo de sus maestros bíblicos comprometidos, logre apropiarse otra vez de la Biblia, para que llegue otra vez a ser mediación viva de la palabra de Dios en nuestra historia de liberación.
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La mediación fundamental de la experiencia de Dios en la historia de la salvación ha sido siempre el pueblo de Dios, y privilegiada-
mente el pueblo de los pobres y oprimidos. Ya en el Éxodo Dios aparece como aquel que ve la humillación de su pueblo y escucha su clamor. Dios hace alianza con el pueblo y es el pueblo el que libera la tierra prometida y toma posesión de ella. El pueblo se organiza en Siquem como confederación de 12 tribus y como pueblo reconoce a Dios como rey. El pueblo es el que mantiene la tradición oral, como memoria histórica de los pobres, desde la cual surgirá la Biblia. Cuando las bestias que oprimen al pueblo de Dios son destruidas, es el pueblo de los santos el que recibe el poder (Dan 7). Jesús nace identificado con su pueblo y al comenzar su ministerio organiza la comunidad de los doce apóstoles. Jesús derrama su sangre como la sangre de la nueva alianza que es derramada por la muchedumbre. El Espíritu Santo desciende sobre el pueblo de la nueva alianza. Al final de los tiempos Dios renueva su alianza con toda la humanidad, simbolizada por la nueva Jerusalén. «Esta es la morada de Dios entre los hombres: fijará desde ahora su morada en medio de ellos y ellos serán su pueblo y él mismo será Dios-con-ellos» (Ap 21, 3). La experiencia de Dios se da fundamentalmente en la experiencia histórica de ser pueblo de Dios. Nada más antagónico a la pedagogía divina que el individualismo o espiritualismo religioso. La experiencia de Dios es siempre «popular», es decir, tiene al pueblo de Dios como interlocutor. La comunidad eclesial de base es la experiencia más inmediata y concreta del pueblo de Dios en América latina. La comunidad no es un modelo uniforme y determinado, ni corresponde a un movimiento eclesial específico. Hay comunidad eclesial de base cuando tenemos simplemente y en general una vivencia comunitaria, en la base, de la plenitud eclesial. La comunidad eclesial de base, en cuanto tal, es la mediación fundamental, la más densa, explícita y popular, de la experiencia de Dios hoy en América latina, especialmente entre los pobres y oprimidos. Cuando los creyentes se organizan en comunidades, empiezan a vivir, a pensar, a comunicar y celebrar su experiencia de Dios en forma radicalmente diferente. Sólo en la pequeña comunidad, los que han sido secularmente marginalizados empiezan a participar como sujetos creativos en la reconstrucción de la Iglesia. Los oprimidos empiezan a crear, desde su experiencia histórica y su propia cultura, una nueva espiritualidad, nuevos símbolos, nuevas oraciones, una nueva manera de celebrar la fe, de leer la Biblia y de reflexionar sobre la fe. Si Dios se hace presente y se revela en forma privilegiada en el mundo de los pobres y oprimidos, la comunidad eclesial de base ciertamente es la que mejor puede hacer visible esta experiencia de Dios, en cuanto que es la más inmediata y directa expresión eclesial que nace desde este mundo de los pobres. Todo esto se hace especialmente visible y significativo en la
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4.
El Dios del pueblo de Dios (Iglesia y teología)
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espiritualidad liberadora de las comunidades eclesiales de base, y sobre todo en los miles y miles de mártires que, con la entrega de sus vidas, nos están revelando dónde y cómo Dios está hoy presente y actuante en la historia de América latina. A partir de las comunidades de base está hoy naciendo en América latina un nuevo modelo de Iglesia: la Iglesia de los pobres. No se trata de una nueva Iglesia, sino de una nueva manera de pensar y organizar la Iglesia. La misión fundamental de este nuevo modelo de Iglesia es la de hacer creíble a Dios en este mundo mayoritario de los pobres y oprimidos del Tercer Mundo. Las comunidades eclesiales de base constituyen la fuerza principal en la construcción de este nuevo modelo de Iglesia, son su parte más visible, pero ciertamente no agotan la realidad de la Iglesia de los pobres. La Iglesia de los pobres existe también, aunque en forma más invisible y difusa, en la religiosidad popular, la espiritualidad popular, en la teología popular, sobre todo en la medida en que todo este mundo cristiano popular es tocado o transformado por una evangelización liberadora, y va encontrando en la expresión más visible de la Iglesia de los pobres su identificación e identidad. La Iglesia de los pobres, por otro lado, tampoco es una secta, sino que representa la vocación universal de toda la Iglesia. La Iglesia de los pobres es así una Iglesia universal, por su existencia profunda en el mundo mayoritario de los pobres, pero también en cuanto es un movimiento de conversión y renovación que llama a la Iglesia toda. Este es el modelo de Iglesia que en América latina constituye hoy la mediación fundamental de la presencia y revelación de Dios. En toda esta nueva vivencia eclesial que nace y se fortalece hoy en América latina, tanto la teología, como el magisterio y la jerarquía, tienen el mismo puesto que la tradición les asigna dentro del pueblo de Dios. En la medida en que expresan el sentido de fe del pueblo de Dios, también la teología, el magisterio y la jerarquía son mediaciones concretas de la experiencia de Dios. La teología de la liberación, en diálogo y comunión con el magisterio y la jerarquía, ha ido cumpliendo en forma eminente esta función de ser mediación de la experiencia de Dios hoy en América latina. La teología de la liberación cumple esta función en tres niveles: como espiritualidad liberadora en la profundidad misma de la conciencia religiosa popular, como teología popular en las comunidades eclesiales de base y como teología crítica y sistemática en los centros profesionales de la producción teológica.
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CRISTOLOGIA EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Julio
Lo is
La pretensión de este trabajo es muy sencilla: resumir la reflexión cristológica de la teología latinoamericana de la liberación, prestando especial atención a sus énfasis específicos y a sus aportaciones más significativas. Como señala J. Sobrino, la nueva reflexión cristológica latinoamericana tiene su origen en Medellín (1968), que si bien «no elaboró un documento sobre Cristo ni esbozó una cristología, hizo sin embargo varias afirmaciones... que han influido poderosamente a que se haya ido forjando pastoralmente una nueva imagen de Cristo y a que haya ido surgiendo lo que se ha dado en llamar cristología latinoamericana o cristología de la liberación» '. Después de Medellín la cristología de la liberación ha ido perfilando con mayor precisión esa nueva imagen de Cristo. Los estudios cristológicos se suceden de forma ininterrumpida hasta nuestro días z . Más que elaborar una cristología sistemática se 1. Cf. Jesús en América latina, San Salvador, 1982, p. 17. 2. Recojo algunos de los trabajos que esrimo más significarivos: L. Boff, Jesús Cristo libertador. Ensaio de cristología crítica para o nosso tempo, Petrópolis, 1971; G. Gutiérrez, «Cristo y la liberación plena» y «Jesús y el mundo político», en Id., Teología de la liberación. Perspectivas, Salamanca, 1972, pp. 226-241 y 297-309; J. P. Miranda, El ser y el Mesías, Salamanca, 1973; R. Vidales, «¿Cómo hablar de Cristo hoy?»: Spes 1 (1974), pp. 7 ss.; S. Galilea y R. Vidales, Cristología y pastoral popular, Bogotá, 1974; Varios (M. Bonino, P. Richard, H. Assmann, G. Casalis, S. Croatto...): Cristianismo y Sociedad XII1/43-44 y 46 (1975), pp. 5-65 (1. a y 2. a entregas) y pp. 5-53 (4. a entrega); R. Vidales, «La práctica histórica de Jesús»: Cbristus 12 (1975), pp. 43-54; J. Sobrino, Cristología desde América latina. Esbozo a partir del seguimiento del Jesús histórico, México, 21976; L. Boff, «Jesucristo liberador. Una visión cristológica desde Latinoamérica oprimida», en Varios, Jesucristo en la historia y en la fe, Salamanca, 1977, pp. 175-199; Id., Paixao de Cristo, paixao do mundo. Os Jatos, as mterpretacóes e o significado ontem e hoje, Petrópolis, 1977; J. Combhn, Jesús de Nazaret. Meditación sobre la vida y acción humana de Jesús, Santander, 1977; Varios, «Cristología en
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centran en algunos aspectos fundamentales del acontecimiento Jesús, con la preocupación prioritaria de subrayar su dimensión salvífica-liberadora para los pueblos latinoamericanos que viven hoy en la pobreza y en la opresión 3 . Es precisamente la reflexión sobre esos aspectos fundamentales la que voy a intentar resumir en el presente trabajo. Pero antes quisiera deternerme en ciertas consideraciones metodológicas previas, por estimar que en ellas reside la mayor originalidad de la cristologia de la liberación y también su mejor, más profunda y universal aportación.
I.
CRISTOLOGIA
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CONSIDERACIONES METODOLÓGICAS
La cristologia de la liberación destaca la gran relevancia que para la reflexión teológica tiene el lugar social y eclesial, es decir, el lugar «desde dónde» reflexiona el sujeto teólogo y también el tipo de hermenéutica por el que se opta. Es lo que podríamos llamar el aspecto subjetivo del punto de partida de la cristologia de la liberación o también su punto de partida «real» 4. Destaca igualmente la importancia que tiene determinar cuál debe ser «el aspecto de la realidad total y totalizante de Cristo que mejor permita el acceso al Cristo total». Es lo que podríamos llamar aspecto objetivo del punto de partida de la cristologia de la liberación o también su punto de partida «metodológico» 5 . Subraya por fin la cristologia de la liberación que tanto entre el lugar social y eclesial, por una parte, como entre el aspecto subjetivo, globalmente considerado, y el objetivo del punto de partida existe una relación de circularidad dialéctica, en el sentido que precisaremos después. Vamos a desarrollar seguidamente estas cuestiones relacionadas con el punto de partida, con la intención de precisar cuáles son
las condiciones de posibilidad que han de darse para que pueda surgir una verdadera cristologia de la liberación.
1.
El lugar social en la cristologia de la liberación
La epistemología actual parece coincidir en que no existen «datos brutos», «hechos mostrencos» o «experiencias puras», al margen de los procesos de interpretación del sujeto que conoce. Más en concreto, la sociología del conocimiento hace ver que toda reflexión humana es una actividad situada, es decir, tiene un lugar social que puede y debe detectarse en su origen («condiciones sociales de producción» del conocer) y en sus finalidades («funcionalidad social» de todo conocimiento). En este sentido, todo conocimiento, se sea o no consciente de ello, tiene una dimensión práxica y ética, una cierta «operatividad histórica», cualquiera que sea su signo. Si se admiten estas consideraciones y se aplican a nuestro asunto, hay que renunciar al sueño de una cristologia pura o neutral, por ser imposible. Es lo que afirma L. Boff con toda claridad: El teólogo no vive en el aire; es un actor social, se sitúa dentro de un determinado lugar en la sociedad, elabora conocimientos y significaciones utilizando los instrumentos que la situación le ofrece y le permite, tiene destinatarios definidos, se encuentra, pues, insertado dentro del conjunto social global. Los acentos y la temática cristológica se definen por lo que emerge como relevante a partir de su lugar social. En este sentido debemos afirmar que no hay una cristologia neutra, ni puede haberla. Toda ella es «partisana» y engagée. Volens nolens, su discurso repercute en la situación con los intereses conflictivos que la atraviesan... Retengamos, pues, esta afirmación de base: la cristologia... se constituye en el interior de un momento definido de la historia, se elabora bajo determinados modos de producción material, ideal, cultural y eclesial, y se articula en función de determinados intereses concretos y no siempre conscientes ' .
discusión. Panel sobre la Cristologia desde América latina de J. Sobrino»: Christus, 511 (1978), pp. 25-54; H. Eehegaray, La práctica de Jesús, Lima, 1980; J. Sobrino, Jesús en América latina. Su significado para la fe y la cristologia, San Salvador, 1982; J. L. Segundo, El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, 3 vols., Madrid, 1982; J. Sobrino, «Jesús de Nazaret» y «Seguimiento», en C. Floristán y J. J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid, 1983, pp. 480-513 y 936-943; C. Bravo Gallardo, Jesús, hombre en conflicto, Santander, 1986. 3. Creo que esta preocupación prioritaria orienta, informa y confiere cierta identidad a todos los estudios mencionados en la nota anterior. Sin embargo, es preciso reconocer que las diferencias existentes entre ellos son notables. Basta comparar, por ejemplo, la obra citada de J. L. Segundo con las de Boff o Sobrino, por citar algunas de las publicaciones más importantes, para verificar esas diferencias. Reconociendo la gran aportación de Segundo, su profundidad y originalidad, en nuestro trabajo seguiremos más de cerca las reflexiones de Boff y Sobrino, por estimarlas más representativas de la cristologia de la liberación. 4. Cf. J. Sobrino, Cristologia... op. cit., p. 269; Id., Jesús en América latina..., op. cit., pp. 75-76, 86. 5. Cf. Id., Cristologia... op. cit., pp. 269 y ss.
6. Cf. «Jesucristo liberador. Una visión...» art. cit., pp. 176. Para la relación entre lugar social y reflexión teológica, cf. Cl. Boff, Teología e pratica. Teología do político e suas mediacóes, Petrópolis, 1978, pp. 281-303. Es precisamente la imposibilidad de una ciencia cristológica pura, con pretensiones de validez universal, lo que lleva a J. L. Segundo a renunciar a la cristo-logia y a postular su anti-crisrología, entendida como una lectura situada de Jesús, hecha desde la perspectiva siempre relariva que proporcionan las coordenadas históricas concretas en que se vive (cf. El hombre de hoy... op. cit., vol. II/I, pp. 25-64).
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El lugar social es una referencia importante para explicar la existencia de tantas y tan variadas imágenes de Cristo existentes,
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que juegan funcionalidades diversas y que se corresponden con las distintas cristologías 7 . Interesa preguntarse entonces cuál es el lugar social que permite la elaboración de la cristología de la liberación. ¿Desde dónde hay que reflexionar para que la interpretación del acontemiento Jesús pueda tener una significación verdaderamente liberadora? Antes de responder a la pregunta planteada parece necesario aclarar que en la situación actual de dominación en que viven los pueblos de América latina la significación liberadora de la cristología de la liberación depende sobre todo de su capacidad de mostrar la verdad de Cristo vinculada a la praxis de transformación de la realidad que incluye el cambio estructural de la sociedad, también en su nivel socio-económico 8 . Así las cosas, la pregunta antes formulada podría responderse de esta forma: el lugar social que permite y posibilita la elaboración de una cristología de la liberación es aquél en el que sitúa la opción por los pobres y su causa, es decir, el compromiso solidario con los oprimidos y su lucha de liberación integral. Ese es el nuevo lugar hermeneutico, el «desde dónde» que hace posible perfilar una nueva imagen de Jesucristo liberador. Un lugar que supone la inserción en la realidad histórica de opresión para hacerse cargo de ella, cargar con esa misma realidad y, finalmente, encargarse de ella, es decir, comprometerse prácticamente en su transformación '. Es lo que afirma L. Boff cuando señala que la cristología de la liberación «presupone y depende de una determinada práctica social, que intenta la ruptura con el contexto vigente de dominación». E insiste a continuación: El lugar social de este t i p o de cristología se p r e s e n t a bien definido; es el de aquellos g r u p o s sociales p a r a los cuales el c a m b i o c u a l i t a t i v o de la e s t r u c t u r a social representa la o p o r t u n i d a d de liberarse de las d o m i n a c i o n e s actuales10.
7. Cf. J. Lois, «Condiciones mínimas de posibilidad para el encuentro con un Cristo liberador», en Varios, Jesucristo en la historia y en la fe... op. cit., pp. 239-241. 8. Con lo dicho no queremos en forma alguna reducir el alcance signficativo que el término liberación tiene para la teología latinoamericana (cf. J. Lois, Teología de la liberación: opción por los pobres, Madrid, 1986, pp. 204-205), o negar la importancia que sin duda tienen otros aspectos liberadores de la verdad de Cristo. Sólo intentamos subrayar que lo típico de la reflexión cristológica latinoamericana es tratar de responder al segundo momento de la Ilustración (representada especialmente pot Marx), es decir, mostrar la verdad de Cristo desde su capacidad de transformar el mundo de pecado en reino de Dios» (cf. J. Sobrino, Cristología... op. cit., p. 267; cf. también Ibid., pp. 24-28). 9. Cf. I. Ellacuría, «Hacia una fundamentación filosófica del método teológico latinoamericano»: ECA 322-323 (1975), pp. 419. 10. Cf. «Jesucristo liberador. Una visión...» art. cit., p. 177. Hay que tener en cuenta, como es obvio, que tal lugar social simplemente «permite» o hace «posible» el surgimiento de
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2.
El lugar eclesial en la cristología de la liberación
La teología surge de la fe que busca comprender. Sin fe vivida en la comunidad eclesial no hay posibilidad de teología alguna. Toda reflexión cristológica ha de realizarse entonces en el seno de la Iglesia, identificada por la fe en Cristo, que confiesa, vive y celebra. Pero han existido siempre y existen hoy modelos realizados de Iglesia diferentes, que dan lugar a comunidades eclesiales de distinto signo, porque las situaciones en que viven los creyentes son muy diversas y porque la totalidad de su fe en Cristo no es indiferenciada y de hecho se establece siempre una jerarquización que lleva a conceder mayor énfasis a elementos determinados de esa totalidad. Por eso también han existido siempre y existen hoy distintos lugares eclesiales que sin duda influyen en toda posible reflexión cristológica realizada desde ellos. ¿Cuál es el lugar eclesial que permite la elaboración de la cristología de la liberación? ¿Desde dónde ha de reflexionar el teólogo para que puedan desplegarse las virtualidades liberadoras del acontecimiento Jesús? La respuesta de la teología de la liberación es que ese lugar es la Iglesia de los pobres. En ella, el encuentro con el Jesús vivo, presente hoy en la historia, se realiza de forma privilegiada en el encuentro con los pobres (cf. Mt 25, 31-46) y la fe en él tiene como momento esencial su seguimiento, concretado en opción por los pobres y compromiso liberador. La Iglesia de los pobres es, pues, el ámbito comunitario que facilita y reclama la vivencia de la fe en el Cristo liberador, presente y vivo hoy en la historia: La ubicación eclesial de la cristología significa algo distinto en América latina y en o t r a s latitudes. La realización de la fe (en A m é r i c a latina) tiene dos rasgos característicos: la práctica de la liberación y la presencia de C r i s t o en los p o b r e s . . . El p r i m e r o remite al seguimiento de Jesús, exigido p o r el m i s m o Jesús; el s e g u n d o remite a la e n c a r n a c i ó n de Jesús en la p o b r e z a y el m u n d o de los p o b r e s . T o m a d a s a m b a s cosas en su c o n j u n t o el lugar eclesial del t e ó l o g o n o es otra cosa q u e la Iglesia de los p o b r e s " .
Interesa destacar que entre ambos lugares, social y eclesial, existe una relación como de circularidad dialéctica o de implicación recíproca, de forma que se reclaman mutuamente entre sí. El creyente que vive su fe en Cristo desde el lugar que le proporciona la Iglesia de los pobres sentirá la urgencia de estar en el lugar una cristología realmente liberadora. No garantiza sin más su realización. Cf. Ibid., pp. 177178. 11. Cf. J. Sobrino, Jesús en América latina... op. cit., p. 77. Sobre la Iglesia de los pobres, cf. J. Lois, Teología de la liberación... op. cit., pp. 170-174, con la bibliografía allí aducida.
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social desde donde es posible la participación activa en los procesos de liberación que asumen con realismo la causa de los pobres de la tierra. Y, a su vez, ese lugar social en que sitúa el compromiso liberador urgirá al creyente a buscar su ubicación eclesial en la Iglesia de los pobres. No parece decisivo determinar si uno de los lugares tiene prioridad sobre el otro, y, en ese supuesto, precisar la naturaleza de esa prioridad. Es más importante verificar su mutua interrelación, su recíproca implicación y fructífera fecundación, y reconocer que, en todo caso, la presencia en ambos lugares es fruto del don gratuito de Dios que concede el querer y el poder. 3.
La «ruptura epistemológica» que exige la cristología de la liberación
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A nivel del conocimiento, implica la «ruptura epistemológica» indispensable para que la teología deje de ser liberal o idolátrica, discurso complaciente legitimador de lo dado o sometido a la dictadura del orden establecido, y se convierta en discurso de signo crítico-profético y salvífico-liberador, buena noticia o anuncio real de bienaventuranza para los pobres de la tierra 12. Traducido en términos más específicamente cristológicos habría que decir que sólo desde el seguimiento de Jesús —con todas sus implicaciones— se entiende quién es él y cuál es su significación salvífico-liberadora. El seguimiento se convierte en una categoría noética o principio hermenéutico fundamental, que ingresa como momento interno en el proceso mismo de la reflexión cristológica, condición estricta de posibilidad de la epistemología propia de la cristología de la liberación. Como indica J. Sobrino de forma compendiosa: «conocer a Jesús es seguir a Jesús» 13.
Ambos lugares, social y eclesial, relacionados entre sí de la forma indicada, constituyen el núcleo básico del «desde dónde» la reflexión cristológica puede ser verdaderamente liberadora, es decir, el aspecto subjetivo fundamental del punto de partida de la cristología de la liberación. Son, pues, condición necesaria, aunque no sea suficiente, para que la cristología de la liberación pueda surgir. Con estas consideraciones estamos ya haciendo referencia a lo que constituye la innovación metodológica de más largo alcance y más específica de la teología latinoamericana de la liberación. La novedad metodológica radica precisamente en la exigencia de que el teólogo, si quiere hacer teología cristiana con significación liberadora, tiene que convertirse previamente a su señor Jesús, presente hoy de forma privilegiada en los pobres. Para ello ha de seguirle, optando como él optó por los pobres y su causa y traduciendo esa opción, en las circunstancias actuales, en compromiso de transformación liberadora de la realidad. Ese «seguimiento-opción por los pobres-praxis de liberación» constituye lo que los teólogos de la liberación llaman «acto primero», que distinguen de la reflexión realizada a la luz de la fe, en que consiste propiamente la elaboración teológica, a la que llaman «acto segundo». Lo que aquí está en juego no es una cuestión abstracta de metodología teológica, sino algo que afecta directamente a la vida teologal o a la espiritualidad del sujeto de la teología. Al exigir la conversión o «acto primero» como condición previa de posibilidad de la teología de la liberación o «acto segundo», la metodología se indentifica con la espiritualidad. Ese «acto primero» implica, a nivel vital, la «ruptura-conversión» que reclama el seguimiento de Jesús concretado en opciónpraxis o ingreso solidario en el mundo del «otro» que es el pobre.
12. Sobre esta innovación metodológica, cf. J. Lois, op. cit., pp. 223-231, especialmente notas 167-169. 13. Cf. J. Sobrino, Cristología... op. cit., pp. 45-46; 191-194; Id., Jesús en América latina... op. cit., pp. 176-177; J. B. Metz, Las órdenes religiosas, Barcelona, 1978, pp. 47-52. 14. Sobre el carácter cognoscitivo, ético y práxico del quehacer teológico, cf. J. Sobrino, «Teología de la liberación y teología europea progresista»: Misión Abierta LXXVI1 (1984), pp. 403-406; Id., Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiologia, Santander, 1981, pp. 24-35.
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4.
Hacia una hermenéutica histórico-práxica, no meramente interpretativa
Desde los lugares social y eclesial indicados se percibe sin esfuerzo que la reflexión teológica ha de tener una dimensión práxica, una funcionalidad históricamente liberadora. Por eso, la teología de la liberación se entiende a sí misma al servicio de una fe históricamente fecunda por su capacidad de contribuir a la liberación de los pobres de la tierra. Se supera así la tentación de conceder al conocimiento teológico una significación liberadora si se limita a explicar la realidad sin contribuir a transformarla o si se contenta con esclarecer la coherencia de su verdad con las exigencias de la razón teórica. Desde la experiencia de la opresión se busca con afán llegar a la verdad a través de su capacidad de transformar la realidad intolerable. En consecuencia, no se eligen modelos meramente interpretativos que explican y, al menos indirectamente, justifican la realidad en su configuración actual, sino modelos hermenéuticos operativos, capaces de incidir en la transformación liberadora de la misma realidad 14.
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Desde luego, el encuentro con el Cristo liberador exige una hermenéutica cristológica histórico-práxica, operativamente conectada con la historia y su transformación liberadora. Una hermenéutica que permita descubrir la significatividad salvífica de Cristo por su capacidad de suscitar en los creyentes praxis de liberación. Tiene, pues, razón Jiménez Limón cuando dice que la cristología de la liberación es «una cristología para la conversión en la lucha por la justicia» y que por eso una de sus finalidades fundamentales o «lo que está en juego es que no se use el misterio de Jesús para sostener la injusticia» 15. Esta finalidad está clara y concisamente expresada por J. Sobrino en el prólogo a la segunda edición de su Cristología, cuando afirma que ésta «pretende en directo ayudar a la comprensión de Cristo y a mostrar su operatividad histórica en nuestro continente». Completamos de esta forma lo que hemos llamado aspecto subjetivo del punto de partida de la cristología de la liberación o también su punto de partida real. Su núcleo básico está constituido por la fe vivida en los lugares social y eclesial referidos, que proporcionan la «ruptura epistemológica» indispensable para que pueda surgir la cristología de la liberación. En conexión con esos lugares, brota además la exigencia de una hermenéutica históricamente operativa, capaz de poner de manifiesto las virtualidades prácticamente liberadoras del acontecimiento Jesús. 5.
La cristología de la liberación concede importancia a la figura histórica de jesús de Nazaret
decisiva
Para la cristología de la liberación el Jesús histórico es el aspecto de la realidad totalizante de Cristo que mejor permite el acceso al Cristo total. Como afirma L. Boff «la cristología de la liberación elaborada desde América latina privilegia al Jesús histórico sobre el Cristo de la fe» 16. En la terminología que ya conocemos de Sobrino, el Jesús histórico es el aspecto objetivo del punto de partida de la cristología de la liberación o también su punto de partida metodológico 17. El panorama cristológico actual, como bien se sabe, está dominado por la convicción de que es posible y teológicamente necesario volver al Jesús de la historia. Como señala González Faus, «frente a la ausencia total del Jesús histórico tanto en 15. Cf. «Una cristología para la conversión en la lucha por la justicia»: Christus 511 (1978), p. 47. 16. Cf. «Jesucristo liberador. Una visión...» art. cit., p. 187. 17. Cf. Cristología... op. cit., pp. 1-12. Sobrino muestra que los teólogos de la liberación coinciden en conceder prioridad al Jesús histórico.
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Bultmann que lo ignora... como en Tomás de Aquino que se limita a justificar con razones a priori los episodios de su vida, hoy asistimos a una vuelta al Jesús de la historia, es decir, a lo que la historia nos puede decir sobre la vida real y sobre la persona concreta de aquel hombre que se llamó Jesús de Nazaret» 18. Pero esta vuelta al Jesús de la historia presenta en la cristología de la liberación latinoamericana unas características específicas que le confieren identidad propia: En Europa el Jesús histórico es objeto de investigación, mientras que en América latina es criterio de seguimiento. En Europa el estudio del Jesús histórico pretende establecer las posibilidades y razonabilidad del hecho de creer o no creer. En América latina la apelación al Jesús histórico pretende llevar ante el dilema de convertirse o no " .
La cristología de la liberación no niega la conveniencia de la investigación histórico-crítica sobre Jesús. Sabe que es necesaria para superar una presentación mitologizada de Cristo y poder elaborar una cristología fundamental que muestre la dimensión que de «obsequio razonable» tiene la fe en Cristo, como salvación escatológica de Dios. Sin embargo, no es esa la intencionalidad que guía su vuelta al Jesús de la historia. La cristología de la liberación intenta recuperar la historia de Jesús con la finalidad prioritaria de proseguir esa misma historia en la situación actual de opresión de América latina. No es tanto la razonabilidad de la fe en Cristo cuanto su operatividad histórica de signo liberador lo que es necesario poner de manifiesto en la situación de los pueblos latinoamericanos, con mayorías creyentes y oprimidas. Por eso, y concretando todavía más, lo que persigue la cristología de la liberación es recuperar el modo concreto de hacer historia de Jesús mediante su práctica salvífico-liberadora al servicio del reino de Dios y el modo de hacerse Jesús a través de esa misma práctica, con la finalidad de que puedan ser conocidos, recreados y continuados hoy por los creyentes en el contexto de América latina e impedir así que la imagen de Cristo pueda ser presentada en connivencia con los ídolos de la opresión y de la muerte: La cristología latinoamericana entiende por Jesús histórico la totalidad de la historia de Jesús, y la finalidad de comenzar con el Jesús histórico es la de que prosiga su historia en la actualidad... Lo más histórico del Jesús histórico es su práctica, es decir, su actividad para operar activamente sobre su realidad circundante y transformarla... en la dirección del reino de Dios... Lo histórico del Jesús histórico es entonces para nosotros, en primer lugar, 18. Cf. El acceso a Jesús, Salamanca, 1979, p. 20. 19. Cf. Id., Hacer teología y hacerse teología, en Varios, Vida y reflexión. Aportes de la teología de la liberación al pensamiento teológico actual, Lima, 1983, p. 79.
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una invitación (y una exigencia) a proseguir su práctica; en el lenguaje del mismo Jesús, a su seguimiento para una misión... Lo que hay que asegurar cuando se habla del Jesús histórico es antes que nada el proseguimiento de su práctica 20 .
preocupado por la operatividad histórica del conocimiento teológico.
A partir de la importancia concedida al Jesús histórico, en el sentido indicado, volvemos otra vez a encontrarnos con el nuevo modelo hermenéutico que caracteriza a la cristología de la liberación, reclamado por el lugar social y eclesial desde donde se elabora tal cristología, es decir, aquel que da primacía al hacer sobre el mero explicar y que pretende fundamentalmente garantizar que el modo de hacer historia de Jesús y su modo de hacerse en la historia en la obediencia y fidelidad al Padre sean proseguidos hoy por los que creen en él. Entre lo que hemos llamado núcleo básico o aspecto subjetivo fundamental del punto de partida de la cristología de la liberación (el «desde dónde» o los lugares social y eclesial) y este privilegio concedido al Jesús histórico o aspecto objetivo del mismo punto de partida, existe la misma relación de implicación recíproca o circularidad dialéctica y de mutuo y fecundo enriquecimiento que vimos existía entre ambos lugares social y eclesial. Tampoco en este caso es decisivo saber a qué aspecto es preciso otorgar prioridad cronológica o lógica, sino constatar que se implican y reclaman entre sí. En efecto, por una parte, «la cristología latinoamericana cree... que la ubicación privilegiada del teólogo es el mundo de los pobres y la Iglesia de los pobres y que... esa ubicación le remite más espontáneamente al Jesús histórico cuando aborda el tema de la cristología» 21. Por otra parte, en la figura del Jesús histórico y más en concreto en su práctica liberadora o forma de hacer historia, somos invitados a encontrarle de forma preferente en el rostro de los pobres de la tierra (cf. Mt 25, 31-46) y a seguirle dejándolo todo (cf. Mt 6, 24; 10, 37-38; 16, 24; Le 9, 5762; 18, 22; Jn 12, 24), para anunciar y hacer presente el reinado de Dios como buena noticia de liberación para esos mismos pobres (cf. Mt 5, 3-12; 11, 4-6; Le 4, 16-21; 6, 20-23; 7, 22-23). Es decir, somos invitados a ubicarnos en el lugar social y eclesial donde están los pobres y se juega su liberación. Dada esta relación de circularidad no es extraño comprobar que ambos aspectos —el subjetivo y el objetivo— converjan en la exigencia de un mismo modelo hermenéutico, prioritariamente 20. Cf. J. Sobrino, Jesús en América... op. cit., pp. 81-82. Cf. también Ibid., pp. 72-75. Este carácter prioritario otorgado a la relevancia salvífico-liberadora de la vuelta al Jesús histórico, siempre vinculada al proseguimiento de su práctica, es una constante de la cristología de la liberación: L. Boff, «Jesucristo liberador. Una visión...» art. cit., pp. 187-188; J. Lois, «Condiciones mínimas de posibilidad...» art. cit., pp. 245-247. 21. Cf. J. Sobrino, Jesús en América... op. cit., p. 80.
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II.
CONTENIDOS FUNDAMENTALES DE LA CRISTOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
Teniendo siempre en cuenta las premisas metodológicas establecidas vamos a centrar ahora la atención en las cuestiones que son objeto de consideración preferente por la cristología de la liberación. Sin la menor pretensión de exhaustividad pretendemos simplemente presentar, en síntesis muy apretada, algunos de los contenidos fundamentales de la cristología de la liberación, aquellos que pensamos que constituyen su aportación más especifica y significativa. 1.
La vuelta al Jesús histórico, tal como se entiende en la cristología de la liberación, descubre su relacionalidad constitutiva con el reino (de Dios) y con el Dios (del reino)
La cristología actual coincide en señalar que la vida histórica de Jesús, tal como nos la presentan los relatos evangélicos, tiene su centro y su sentido último y decisivo en dos realidades claves: Dios —a quien Jesús llama Abbá— y el reino. Pero ambas realidades están tan inseparablemente relacionadas que no se pueden entender separadas. Para Jesús Dios es siempre el Dios del reino y el reino es siempre el reino de Dios, de tal forma que más que de dos realidades tal vez convendría hablar de una «totalidad dual» (Sobrino), es decir, del reino de Dios que remite al Dios del reino. Para la reflexión cristológica es fundamental determinar el contenido significativo del reino de Dios para clarificar quién es Jesús, anunciador y servidor de ese reino, y quién es el Dios de Jesús, en tanto que Dios del reino. a)
Jesús y el reino de Dios
Como señala L. Boff, «el Jesús histórico no ha predicado sistemáticamente ni a sí mismo, ni a la Iglesia, ni a Dios, sino el reino de Dios» 22. Ni él mismo, ni siquiera Dios, sin más, fueron para Jesús la realidad absoluta y decisivamente última; esa funcionalidad la jugó, tanto en su predicación como en su vida, el reino o reinado 22. Cf. «Jesucristo libetador. Una visión...» art. cit., p. 188.
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de Dios. Por eso, «su relacionalidad constitutiva hacia esa totalidad dual, "reino de Dios", es lo que en principio proporciona la clave para acceder a Jesús y para organizar coherentemente su vida y misión» ". ¿Qué es el reino de Dios para Jesús? En la respuesta a esta pregunta o, más concretamente, en la metodología escogida para responderla, encontramos una de las aportaciones más específicas y significativas de la cristología de la liberación. Veámoslo 24 . Según los relatos evangélicos Jesús no aclaró nunca de forma directa qué entendía por reino de Dios. Lo anunció, proclamó su cercanía y aún su presencia (cf. Me 1, 15; Le 17, 21), se refirió constantemente a él en muchas de sus parábolas —104 veces aparece el término en los evangelios— y reclamó conversión para entrar en él, pero jamás nos dijo expresamente en qué consistía. Por esta razón es necesario aclarar su contenido significativo utilizando una metodología de aproximación indirecta. Dos son, en concreto, los grandes caminos elegidos hoy por la reflexión cristológica para precisar bíblicamente qué es el reino para Jesús. No son caminos excluyentes, sino complementarios, pero según se conceda prioridad a uno u otro se llega a nociones distintas del reino de Dios. El primero es el nocional, que intenta, como indica J. Sobrino, «averiguar lo que fue el reino para Jesús a partir de la noción que el mismo Jesús pudo tener de él» y para ello analiza «las diversas nociones del reino en el Antiguo Testamento y en los contemporáneos de Jesús e indaga lo que Jesús recogió de ellas y en lo que se diferenció»". La conclusión a que se llega por este camino —utilizado con preferencia por algunas cristologías importantes, como las de Kasper y Pannenberg, por ejemplo— es válida pero insuficiente: el reino es presentado como una utopía, la salvación plena que se acerca para todos como don gratuito de Dios. Precisa de ulterior concreción para evitar el formalismo abstracto. El segundo camino es el de la praxis de Jesús. Intenta precisar el contenido significativo del reino considerando con prioridad el
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hacer de Jesús, sus «signos» (érgon, semeiori) y toda su actividad liberadora de denuncia y desenmascaramiento, orientada a lograr una conversión personal y una transformación social que haga posible la bienaventuranza para los pobres de la tierra. La cristología de la liberación elige este segundo camino. Sin embargo, no reside en esta elección, sin más, su originalidad y aportación específica26, sino, más concretamente, en el énfasis especial concedido a los destinatorios preferentes de esa praxis liberadora de Jesús, que son igualmente los destinatarios del reino, es decir, los pobres de la tierra 27 . Veamos en forma de breves puntos las principales conclusiones a que llega sobre esta cuestión la cristología de la liberación, siguiendo el camino mencionado: 1. Jesús no se limitó a anunciar el reino y esperar pasivamente su venida, sino que puso a su servicio su actividad, su hacer transformador (cf. Me 1, 39; Mt 4, 23; 9, 35; 11, 5-6; Le 4, 16-21; Hech 10, 38...). 2. Aunque con intensidad desigual, según las distintas etapas de su vida, Jesús realizó una serie de acciones para significar la presencia parcial del reino entre nosotros: milagros, expulsión de demonios, acogida de pecadores con perdón de sus pecados... 3. Los milagros de Jesús, en tanto que «clamores del reino» o «signos» de que el reinado de Dios se hace presente entre nosotros como poder que salva, realizados a impulsos de la compasión y misericordia de Jesús hacia los débiles y oprimidos (cf. Me 1, 41; 6, 34; 8, 2; Mt 9, 36; 14, 14; 15, 21-28 par; 15, 32; 17, 14-29 par; 20, 29-34 par; Le 7, 13-14; 17, 11-19...), nos manifiestan que el reino de Dios es salvación entendida como superación de males concretos (hambre, enfermedades, desesperanza del pecador despreciado...) y liberación de opresiones históricas (causadas, según se creía, por el poder del maligno y por la marginación injusta). 4. Los relatos evangélicos nos hablan de una actividad constante de Jesús con la que pretende desenmascarar, denunciar y
23. Cf. J. Sobrino, «Jesús de Nazaret», en C. Floristán y J. J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales... op. cit., p. 485. Esta centralidad del reino de Dios en la predicación y en la vida de Jesús es, en principio, reconocida por la cristología actual en general: cf., por ejemplo, H. Küng, Ser cristiano, Madrid, 1977, p. 268; K. Rahner, Cristología. Estudio teológico y exegético, Madrid, 1975, p. 35. 24. Seguiré muy de cerca el trabajo de J. Sobrino «La centralidad del "reino de Dios" en la teología de la liberación», aparecido en Revista Latinoamericana de Teología 3 (1986), pp. 247-281, y reproducido en este volumen, pp. 467-510. La relación entre Jesús y reino de Dios es una cuestión ampliamente tratada en la cristología de la liberación. Cf., por ejemplo, L. Boff, Jesucristo y la liberación del hombre, Madrid, 1981, pp. 26-28, 83-109; J. L. Segundo, El hombre de hoy... op. cit., t. II/l, pp. 127-250; J. Sobrino, Cristología... op. cit., pp. 31-58; Id., Jesús en América... op. cit., pp. 97-114; Id., «Jesús de Nazaret...» art. cit., pp. 484-491. 25. Cf. «La centralidad...» art. cit., pp. 254-255.
26. Schillebeeckx, por ejemplo, afirma igualmente que «el contenido concreto del reino surge de su ministerio y actividad consideradas como un todo» (cf. Jesús, An experiment in christhology, New York, 1979, p. 143). Cf. también, Ch. Duquoc, «El Dios de Jesús y la crisis de Dios en nuestro tiempo», en Varios, Jesucristo en la historia... op. cit., pp. 47-50. 27. J. Sobrino lo dice claramente cuando observa que la consideración preferente de los destinatarios «parece ser el aporte metodológico más específico de la teología de la liberación» a partir del presupuesto fundamental de que «contenido y destinatarios del reino se esclarecen mutuamente». Es tal la importancia que Sobrino concede a este punto que considera que junto a la primera vía nocional y a la segunda de la praxis conviene señalar una tercera o de los destinatarios, para «insistir en la limitación y peligrosidad de considerar sólo la primera vía y en recalcar la necesidad de la segunda y especialmente de la tercera» (cf. «La centralidad...» art. cit., pp. 262-254). A mi entender, las dos últimas vías pueden fundirse en una, la de la praxis, siempre que al considerarla se tenga en cuenta como algo decisivamente importante sus destinatarios. El mismo Sobrino afirma «que sólo por razones metodológicas separamos esta vía (la segunda, o de la praxis) de la tercera, la vía del destinatario» (Ibid., p. 257).
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destronar los falsos dioses o ídolos opresores que sustentan las estructuras (civiles y religiosas, socio-económicas, jurídicas y culturales) que oprimen a los pobres y pecadores y se afirman a costa de su dignidad, libertad y aun su propia v i d a " . Esta actividad más globalizante y como correlativa a la totalidad del reino, en tanto que destinada a combatir las causas históricas del antirreino y a configurar la sociedad de forma radicalmente distinta, nos muestra que el reino, sin dejar de ser una realidad escatológica y teologal, tiene una dimensión histórico-social y, por tanto, política 29 . 5. Toda esta praxis de Jesús realizada al servicio del reino es una praxis procesual, situada, partidaria y conflictiva, que tiene siempre una clara significación salvífico-liberadora y constituye para todo creyente una invitación apremiante a proseguirla en su propio presente histórico. 6. Jesús, como hombre pleno, es un ser que hace historia al compás de su propio hacerse en la historia. La cristología de la liberación insiste en la dimensión procesual de la relación creyente de Jesús con el Padre Dios y en el cambio por él experimentado en su forma de entender el reino y el cómo ponerse a su servicio 30 . 7. La cristología de la liberación insiste también en que la práctica de Jesús al servicio del reino es una práctica situada, es decir, realizada en un contexto, geográfico e histórico, determinado. De ahí la importancia que concede al estudio del mundo socioeconómico, político y religioso del tiempo de Jesús, ya que sólo en relación con él se comprende el alcance de su actividad en general (controversias, tomas de posición, denuncias...) y, en consecuencia, el contenido significativo del reino y todas sus implicaciones 31 . 8. La práctica de Jesús es además partidaria, es decir, tiene 28. No es posible desarrollar aquí este punto con más amplitud. Cf. J. Lois, «Jesucristo liberador»: Estudios Trinitarios 20 (1986), pp. 45-60. 29. «Cuando Jesús dice, en su predicación, que ya llega el reinado de Dios, lo que en realidad quería decir es que, por fin, se va a implantar la situación anhelada por todos los descontentos de la tierra; la situación en la que va a realizarse efectivamente la justicia, es decir, la protección y la ayuda para todo el que por sí mismo no puede valerse, para todos los desheredados de la tierra, para los pobres, los oprimidos, los débiles, los marginados y los indefensos... Está claro que aquí se describe lo que podríamos llamar el ideal de una nueva sociedad. Una sociedad digna del hombre, en la que finalmente se implanta la fraternidad, la igualdad y la solidaridad entre todos... De ahí que el reinado de Dios, tal como Jesús lo presenta, represente la transformación más radical de valores que haya podido anunciar. Porque es la negación y el cambio desde sus cimientos del sistema social establecido» (Cf. J. M. Castillo, El proyecto de Jesús, Salamanca, 1985, pp. 36-37). La dimensión indudablemente política que tiene el reino de Dios está amplia y magníficamente desarrollada en J. L. Segundo, El hombre de boy... op. cit., t. 11/1, pp. 105-250. 30. Cf. J. Sobrino, Cristología... op. cit., pp. 59-108; C. Bravo Gallardo, Jesús, bombre... op. cit., p. 255. 31. Cf., por ejemplo, H. Fxhegaray, La práctica... op. cit., pp. 67-154; R. Vidales, «La práctica histórica...» art. cit.; Bravo Gallardo, op. cit., pp. 257-265.
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como destinatarios a los pobres, por ser ellos precisamente los destinatarios del reino de Dios. La cristología de la liberación establece una vinculación esencial entre Jesús y los pobres: «Pertenece esencialmente a la vida y a la misión de Jesús su referencia y pertenencia al mundo de los pobres. Y cuando decimos "esencialmente" queremos significar que, si no se da esa referencia o se da de forma indebida, queda desvirtuado el mismo Jesús como salvador de los hombres» 32. Esa vinculación esencial se expresa en que Jesús fue pobre y además, y esto es lo más importante, en que optó por los pobres y su causa, poniendo su vida a su servicio, anunciando a ellos y desde ellos el reino y compartiendo su destino hasta sus últimas consecuencias 33 . 9. La teología latinoamericana de la liberación considera que la determinación de los pobres como destinatorios del reino de Dios es algo adquirido por la exégesis, incluso con anterioridad a su propio surgimiento 34 . En lo que ha profundizado dicha teología es en la noción misma de pobres, en cuanto sujeto colectivo y conflictivo, realidad socio-económica e histórico-dialéctica con clara significación política 35 . 10. Si los pobres son los destinatarios del reino, es decir, si el reino llega para que los pobres puedan ser bienaventurados (cf. Mt 5, 3; Le 6, 20), entonces tiene que entenderse como utopía superadora de la pobreza injusta. Como afirma gráficamente J. Sobrino «quizás pueda decirse simplemente que el reino de Dios es un mundo, una sociedad, que posibilita la vida de los pobres y su dignidad» 3é . 11. Por estar históricamente situada en un mundo de pobreza y opresión y por ser partidaria en el sentido ya indicado, la práctica de Jesús al servicio del reino fue inevitablemente conflictiva. La dimensión de conflictividad partidaria es, sin duda, la característica más específica de la práctica de Jesús, según la cristología de la liberación. A través de ella quiere recuperar toda la dimensión «abismal» y «subversiva» del acontecimiento Jesús y remitir así a la trascendencia trastornante e incómoda del Dios de Jesús y a su radical disidencia respecto de este mundo burgués que margina u oprime a los pobres. 12. Teniendo en cuenta todo lo dicho sí podemos afirmar algo del reino de Dios y, en consecuencia, de Jesús, como anunciador y mediador con su praxis de ese reino. 32. Cf. 1. Ellacuría, «Pobres», en C. Floristán, y J. J. Tamayo, (eds.), Conceptos... op. cit., p. 792. 33. Sobre la opción de Jesús por los pobres, cf. J. Lois, Teología de la liberación... op. cit., pp. 157-161. 34. Cf. J. Sobrino, «La centralidad...» art. cit., p. 263. 35. Cf. J. Lois, op. cit., pp. 95-192. 36. Cf. «La centralidad...» art. cit., p. 264.
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En efecto, en los signos realizados por Jesús el reino se nos presenta como una realidad salvífico-liberadora que salva de necesidades concretas (concediendo pan a los hambrientos, salud a los enfermos, esperanza a los desesperados...) y libera de opresiones históricas (esclavitudes y marginaciones de distinto signo). En la totalidad de la práctica procesual, situada, partidaria y conflictiva de Jesús, el reino se nos presenta como alternativa ofrecida por Dios a la situación global existente, históricamente dominada por los valores del antirreino; como el ideal de una sociedad nueva que va a implantar en la historia la realización definitiva de la justicia, la utopía de los pobres, el término de su marginación injusta, la liberación de sus esclavitudes, la posibilidad de su vivir con dignidad 37 . En esta perspectiva Jesús se nos presenta, con sus signos y toda su práctica, como el anunciador y servidor de ese reino de Dios. Su causa, a cuyo servicio estuvo con fidelidad total y por la que entregó su vida, fue la causa del reino. Es más: se nos presenta igualmente como el que invita a la conversión y a su seguimiento para que ese reino pueda seguir siendo conocido, anunciado y servido (cf. Le 9, 1-6 par; Le 10, 1-12) y así su causa proseguida. Al elegir la vía de la praxis como camino más adecuado para determinar qué es el reino de Dios y quién es Jesús, la cristología de la liberación es coherente con aquel presupuesto epistemológico fundamental ya referido, según el cual para conocer y acceder al Cristo liberador hay que conceder importancia decisiva al Jesús histórico y, más en concreto, a su práctica, que es «lo más histórico del Jesús de la historia». Añadíamos entonces que la práctica de Jesús no quiere ser considerada en la cristología de la liberación con la finalidad fundamental de ser meramente conocida y explicada, sino que ha de primar el interés de proseguirla. Lo cierto es que a eso invitó Jesús a sus discípulos —a seguirle a él y a proseguir su causa, como vimos— y a eso mismo nos sigue invitando hoy cuando nos acercamos a él como servidor del reino por la vía de la práctica. Y así volvemos a la circularidad hermenéutica que con tanto vigor subraya la cristología de la liberación: es la práctica de servicio al reino —una práctica también hoy procesual, situada, partidaria y conflictiva— la que permite conocerlo. O lo que es lo mismo: es el seguimiento de Jesús el que permite saber de él. Y ese conocimiento y saber se
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traducen a su vez en exigencia de práctica y seguimiento más fiel. Y el movimiento circular es inacabable. b)
El Dios de Jesús como Dios del reino
Decíamos ya que la determinación del contenido significativo del reino de Dios nos lleva también a perfilar quién es el Dios de Jesús puesto que su práctica al servicio del reino es la respuesta de Jesús a la voluntad de su Dios. De su relacionalidad constitutiva con el reino brota la revelación de Dios como Dios del reino. Es cierto que el Dios de Jesús es el Dios Padre, a quien Jesús llamaba Abbá, término arameo que expresa una relación sigularísima de filiación, vivida con especiales connotaciones de cercanía intima y confiada, de cálida familiaridad 38 . Pero ese Dios Padre es el mismo Dios del reino de tal forma que se puede establecer una vinculación dialéctica entre los dos términos, Abbá y reino, en el sentido de que el contenido significativo del uno remite al otro para ser aclarado. Por eso, en realidad, hablar del Dios Padre de Jesús es hablar del Dios del reino y a la inversa. Precisamente porque Dios es Padre misericordioso, amor radical y originario, el reino viene a la historia y por eso el acceso al Padre pasa por la aceptación de ese reino, por el compromiso que nos sitúa a su servicio. Con la categoría de reino se concreta la significación que tiene para los hombres invocar a Dios como Padre 39 . Fiel a su metodología, la cristología de la liberación recalca con énfasis especial la fuerza revelatoria estrictamente teológica que tiene el acontecimiento Jesús históricamente considerado y, más concretamente, su práctica (procesual, situada, partidaria y conflictiva) al servicio de la causa del reino de Dios. Es claro, como veremos, que la fuerza revelatoria del Jesús histórico se plenifica en la cruz —destino final al que le condujo su praxis— y muy especialmente en la resurrección. Pero también se confirma ya que «la resurrección no dispensa de la consideración de la historia, sino que reenvía a una preocupación más atenta a ella, como lo muestran los mismos evangelios» 40. ¿Qué perfil cobra el Dios de Jesús desde la consideración de su praxis al servicio del reino? La cristología de la liberación destaca los aspectos siguientes:
37. Nótese que en el ámbito propio de la cristología de la liberación en que nos movemos, nos limitamos a clarificar la noción de reino de Dios en función de precisar quién es Jesús como anunciador y mediador de ese reino. No intentamos el desarrollo sistemático de la categoría reino de Dios que nos obligaría a plantear explícitamente otras cuestiones importantes, como, por ejemplo, su dimensión escatológica de presente y de futuro, su dimensión histórica y transhistórica, su gratuidad y la posibilidad y necesidad de colaborar en su realización...
38. Cf. J. Jeremías, Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca, 1981, pp. 19-89; Id., Telogía del Nuevo Testamento, Salamanca, 1974, pp. 80-87. 39. Cf. X. Pikaza, Los orígenes de Jesús, Salamanca, 1976, p. 110; H. Echegaray, op. cit., p. 173; J. I. González Faus, El acceso a Jesús, op. cit., pp. 46-49. 40. Cf. L. Boff, «Jesucristo liberador. Una visión...» art. cit., p. 188.
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1. Una primera característica general, que engloba a las restantes y que especifica al Dios del reino según la cristología de la liberación, es su dimensión abismal y escandalosa. Para los teólogos latinoamericanos la práctica de Jesús nos pone de manifiesto que su Dios Padre del reino que llega es un Dios distinto, «inverso» y «disidente». En un mundo que ha abaratado y aburguesado la imagen de Dios, haciendo de ella paráfrasis complaciente o legitimación sacral de lo dado, la cristología de la liberación insiste en que aceptar a Jesús como revelación de Dios supone asumir el escándalo de un Dios diferente. 2. Esa dimensión escandalosa de Dios se concreta en primer término en que el Dios del reino es el Dios de los pobres, «distinto al dios de los señores» (Gutiérrez). Si el reino de Dios, tal como se nos presenta a través de la práctica de Jesús, es, como vimos, buena noticia de salvación liberadora para los pobres, el Dios del reino es el Dios-de-lospobres, solidario con ellos y su causa. Y los pobres son lugar teológico, al ser la última mediación de Dios o la mediación de su ultimidad, el sacramento privilegiado de su presencia y el espacio preferente para acceder y encontrarse con él. Sufriendo por su pobreza injusta, los pobres son los que continúan entre nosotros la revelación y presencia de un Dios impotente y débil, ausente y sufriente, negado y crucificado. Son el signo escandaloso del fracaso de Dios en la historia, por ser la señal inequívoca de que el reino de Dios, como bienaventuranza para ellos, todavía no ha llegado. Pero los pobres no sólo sufren, sino que además luchan y esperan. Al menos muchos de ellos, y los que con ellos se identifican, denuncian su situación injusta y luchan con esperanza por superarla. Si su pobreza es signo de que el reino de Dios todavía no es realidad entre nosotros, su lucha esperanzada es signo de que sí ya está presente. Dios está en los pobres no sólo sufriendo misteriosamente con ellos, sino también negando activamente su presente doloroso, anunciando, reclamando y suscitando un futuro nuevo que suponga la superación de este tiempo de opresión. Y así el Dios de Jesús es, para los pobres, Dios ánimo, Dios ilusión, Dios esperanza, Dios utopía, Dios liberador, que interviene salvíficamente en la historia como el que quiere establecer la justicia y el derecho de los pobres 41 . 3. El Dios liberador que busca establecer la justicia y el derecho de los pobres tiene que adquirir —en un mundo como el latinoamericano donde la pobreza acerca a la muerte «temprana e injusta»— el perfil de un Dios de vida.
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Esta característica del Dios del reino como Dios de vida es también especialmente destacada por la cristología de la liberación, que rescata así una categoría bíblica fundamental (cf. Dt 30, 15; 19-20; Mt 22, 32; Me 12, 27; Le 20, 38; Jn 10, 10; 14, 6). En la situación de opresión que se vive en América latina, de esta característica se derivan las consecuencias siguientes: — La teología no debe elaborarse al margen de la alternativa radical muerte-vida. Puede decirse, concretando la vieja fórmula de Ireneo, que «la gloria de Dios es el pobre que vive» (monseñor Romero). — El Dios verdadero es el garante de la vida humana y le otorga carácter de valor último y no provisorio, capaz de relativizar los valores restantes si entra en conflicto con ellos. — Todo lo que injustamente amenaza la vida del hombre y, más concretamente, del pobre (estructuras que engendran hambre y miseria; opresión y represión que engendran tortura y muerte...) es un atentado contra el Dios de Jesús. Por eso puede decirse que el pecado por excelencia, el verdaderamente mortal, es el que ocasiona la muerte de tantos prójimos pertenecientes a las mayorías pobres y oprimidas. — Lo que más propiamente se opone al Dios de vida no es el ateísmo, sino la idolatría, o el culto a los dioses con minúscula que dan muerte o que exigen víctimas para subsistir. — La fe en el Dios de Jesús se expresa —no únicamente, pero sí ineludiblemente— en el compromiso en favor de los pobres 42 . 4. La cristología de la liberación reformula la trascendencia de Dios —su condición de siempre «mayor», misterio inabarcable y no manipulable— a partir de su condición de Dios de los pobres. Lo expresa con precisión J. Sobrino: La «novedad» e «impensabilidad» de que los pobres sean destinatarios del reino se convierte en mediación histórica de la novedad e impensabilidad de Dios, de su misterio, de su trascendencia con respecto a imágenes humanas de Dios. Aceptar que el destinatario del reino son los pobres es una forma eficaz de dejar a Dios ser Dios, de dejar que él se muestre como él es y como él quiere mostrarse. La realidad trascendente de Dios podrá ser analizada desde otras perspectivas. Pero... puede ser analizada también desde su mostrarse así y no de otra manera. En el fondo no otra cosa hizo Pablo al proponer la cruz como la sabiduría de Dios, obviamente locura y escándalo, pero a través de la cual Dios se manifestaba como Dios. Algo semejante ocurre al afirmar que el reino de Dios es de los pobres por ser pobres y sólo por ser pobres. A través de ello Dios se muestra como Dios, como el misterio inmanipulable 43 .
41. Para un desarrollo más amplio de este punto, cf. J. Lois, Teología de la liberación... op. cit., pp. 149-157 y la bibliografía allí aducida.
42. Cf. G. Gutiérrez, «El Dios de la vida»: Christus 47 (1982), pp. 28-57; J. Sobrino, «La aparición del Dios de vida en Jesús de Nazaret», en Varios, La lucha de los dioses. Los ídolos de la opresión y la búsqueda del Dios liberador, San José, 1980, pp. 70-121. 43. Cf. «La centralidad...» art. cit., p. 265.
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5. Pero a la cristología de la liberación, fiel una vez más a su orientación hermenéutica fundamental, le interesa sobre todo destacar que no se puede confesar al Dios de los pobres sin optar por su causa, ni al Dios de vida sin luchar contra los ídolos que legitiman la injusticia que causa la muerte temprana de tantos... En definitiva, al Dios disidente que nos revela la práctica de Jesús no se le puede confesar con verdad sin hacerse cargo prácticamente de tal disidencia en una sociedad como la nuestra. El acceso al Dios de Jesús a través del camino elegido por la cristología de la liberación pone de manifiesto que confesar a Dios es «practicarle» (Gutiérrez). Por eso la lucha contra los ídolos de la muerte, contra la injusticia que crucifica a los pobres, es afirmación de Dios, y la práctica de la injusticia o la pasividad resignada ante ella es su negación. 2.
La cristología de la liberación recupera la dimensión histórica de la cruz de Jesús y desde ella reformula su significado redentor y salvífico-liberador y la imagen misma de Dios
La cristología de la liberación concede a la cruz de Jesús o al Jesús crucificado una importancia central. En primer término, y como ya vimos, es una cristología realizada desde la cruz o desde el seguimiento del crucificado hecho opción por los pobres, es decir, desde el lugar en que sitúa la solidaridad real con los crucificados de la tierra. Pero es que además, al considerar al Jesús crucificado como objeto explícito y central de su reflexión, la cristología de la liberación ha renovado algunos aspectos de la consideración teológica clásica de la cruz. Veamos algunas de sus aportaciones más significativas: a) La recuperación histórica de la cruz, preocupación fundamental y logro importante de la cristología de la liberación, ha contribuido decisivamente a liberarla de su condición de mero símbolo del carácter oneroso de nuestra reconciliación con Dios 44 . b) Históricamente considerada, la cruz de Jesús, suplicio infamante especialmente reservado para los esclavos y subvertores políticos o alteradores del orden establecido, fue el resultado de su vida entera, de su anuncio y de su praxis situada, partidaria y conflictiva: «Jesús no buscó la muerte sino que le fue impuesta y él la aceptó no resignadamente sino como expresión de su libertad y fidelidad a la causa de Dios y de los hombres» 45. Los responsables
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directos y principales de ella fueron los detentadores del poder religioso y político, que le declararon blasfemo y subvertor. c) La cristología de la liberación denuncia con vigor las insuficiencias de las llamadas teorías expiatorias y sus modelos principales —sacrificio expiatorio, satisfacción sustitutiva, precio pagado como rescate— por pretender explicar la significación redentora de Jesucristo con una consideración «puntualista» o descontextualizada de la cruz, de la sangre derramada, del sufrimiento y pasión de Jesús 46 . La violenta eliminación o secuestro del contexto real histórico de la cruz que realizan tales teorías ha conducido a la deformación de la imagen del Dios cristiano, a una valoración positiva del dolor humano en sí mismo considerado y a la pérdida de la dimensión crítico-profética de la cruz y su consiguiente significación político-liberadora 47 . d) Toda lectura que pretenda desentrañar la significación salvífico-redentora de la cruz de Jesús, debe arrancar de su recuperación histórica, que la vincula a la totalidad de su vida y mensaje, a unos responsables históricamente conocidos y a su misma conciencia de servidor del reino, mantenida con fidelidad hasta el momento final. e) Es indudable que la significación salvífica de la cruz sólo puede descubrirse con plenitud a la luz que proyecta sobre ella y la vida entera de Jesús el acontecimiento escatológico de la resurrección. En este sentido es preciso recordar que la reflexión creyente sobre la cruz tampoco puede separarse de la resurrección, destino final del Crucificado y sentido último de su vida histórica culminada en la cruz. Pero la resurrección, aunque refiere al «más allá» de la historia y la abre al encuentro definitivo con Dios, remite igualmente a la historia, como ya dijimos, y es confirmación de la vida de Jesús culminada en la cruz. Como veremos, una de las insistencias mayores de la cristología de la liberación es destacar que el Resucitado es el Crucificado. f) La cruz desconectada de su contexto histórico y directamente vinculada a la voluntad del Padre puede convertirse fácilmente en legitimación sacral de todo sufrimiento injusto. Recuperada en cambio la historia, al contemplar a Jesús, juzgado, condenado y crucificado por los poderosos de su tiempo, quedan al descubierto los mecanismos perversos de los poderes civiles y religiosos y queda denunciada proféticamente la actitud de todos los que, en cualquier circunstancia, para defender los intereses del
44. Cf. Ch. Duquoc, «Actualidad teológica de la cruz», en Varios, Teología de la cruz, Salamanca, 1979, p. 26. 45. Cf. L. Boff, «Jesucristo liberador. Una visión...» art. cit., p. 194.
46. Cf., por ejemplo, L. Boff, Jesucristo y la liberación del hombre, op. cit., pp. 386-404. 47. Cf. J. Lois, «Recuperación histórica de la cruz»: Pastoral Misionera 152 (1987), pp. 9094. Se intenta aclarar en qué sentido puede integrarse la muerte de Jesús en la voluntad del Padre y su designio salvífico, de acuerdo con el Nuevo Testamento, sin que la imagen del Dios de Jesús quede desvirtuada.
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status, o por taimada prudencia política, ocasionan la muerte de los inocentes 48 . De esta forma la cruz en la cristología de la liberación recobra toda su fuerza crítica y liberadora, como juicio contra el pecado de los poderosos que crucifican al justo, y se convierte en invitación apremiante a la lucha contra la perversión de los poderosos que dan muerte. En este sentido se entiende la expresión de J. P. Miranda: «Cristo murió para que se sepa que no todo está permitido». g) La cristología de la liberación, con la recuperación histórica realizada, genera una espiritualidad de la cruz que no puede entenderse ni realizarse al margen del seguimiento del Crucificado, que hoy supone abrazar la causa de los crucificados por el pecado del mundo. La cruz subjetiva y personal de creyente está así vinculada a la cruz objetiva de los que sufren por ser injustamente oprimidos. Y sólo desde esa vinculación la teología de la cruz, abierta a la resurrección, se convierte legítimamente en teología de la esperanza, como veremos. En consecuencia, la cruz de Jesús la abrazamos hoy (cf. Me 8, 34-35 par) cuando, siguiendo sus huellas, hacemos nuestra su solidaridad amorosa con los pobres. En la participación en los procesos históricos de liberación de los pobres-crucificados de la tierra está presente la cruz de Jesucristo. Sin esa participación la espiritualidad de la cruz puede convertirse «en estoicismo, masoquismo, o, lo que es peor, en el alibi para no recorrer el camino a la cruz, creyendo estar ya en ella. La cruz es... el fin del proceso (el que supone seguir realmente y no de forma meramente intencional a Jesús). Sin recorrer ese proceso la cruz que se acepta no es necesariamente cristiana» *9. h) Buena parte de la cristología actual ve en la cruz el escandaloso principio hermenéutico o la clave gnoseológica que conduce al conocimiento del Dios de Jesús. La profunda reconsideración de la verdad del Dios cristiano a partir de la cruz de Jesús —que supone incorporar al ser de Dios, por libre y amorosa decisión suya, el sufrimiento, la debilidad, la ausencia y el respeto a la libertad humana y la autonomía de la historia— es también frecuente en la cristología de la liberación 50. Pero en esta cristología encontramos algunos énfasis que le otorgan cierta originalidad. Subrayo dos de ellos:
— Pensar a Dios desde la cruz significa pensarlo hoy desde los pobres crucificados de la historia. Sólo el que elige ser pobre y opta por su causa puede asumir el escándalo que supone la revelación de un Dios que salva asumiendo el destino de un crucificado. — El Dios crucificado y sufriente, impotente y débil, que se nos muestra en la cruz reconciliando al hombre consigo (cf. 2 Cor 5, 19-21) es el mismo Dios que salva y libera. Desde la perspectiva de la cristología de la liberación es fundamental la consideración dialéctica de la cruz y la resurrección con sus respectivas significaciones: el Dios que padece con Jesús la muerte de cruz es el mismo Dios que le resucita, abriendo desde lo más negativo de la historia un futuro de esperanza. Esta última reflexión nos conduce a la consideración del acontecimiento central de la resurrección. 3.
La resurrección, irrupción anticipada de la liberación definitiva, es, al mismo tiempo, confirmación de la vida histórica de Jesús e invitación apremiante a su seguimiento
48. «Si el Cristo de Dios fue ejecutado en nombre de la autoridad político-religiosa de su tiempo, quiere decir que para la fe, a éstas y semejantes autoridades se les ha quitado la justificación de arriba. O sea, que el dominio político únicamente se puede justificar ya "desde abajo"» (cf. J. Moltmann, El Dios crucificado, Salamanca, 1975, p. 454). 49. Cf. J. Sobrino, Cristología... op. cit., p. 169. Para este punto, cf., ibid., pp. 167-169: L. Boff, Jesucristo y la liberación... op. cit., pp. 437-441. 50. Cf., sobre todo, L. Boff, Jesucristo y la liberación... op. cit., pp. 169-180.
a) La cristología de la liberación, con toda la reflexión cristológica, ve en el acontecimiento escatológico de la resurrección la acción de Dios que anticipa la liberación definitiva y rompe la continuidad con el mundo presente, al corregir la negatividad inherente a la muerte del justo sufriente y llevar la vida de Jesús a una plenificación indefinible e indeducible desde la historia, no sometida ya a las limitaciones del espacio y del tiempo. Ve igualmente en la resurrección de Jesús el anuncio de su venida gloriosa y el amén a todas las promesas de Dios (cf. 2 Cor 1, 20), que genera a nivel de la humanidad, el mundo y la historia, una tensión de esperanza escatológica universal, cuya meta final es la resurrección de los muertos y la recreación consumativa de todas las cosas, recapituladas en Cristo bajo la soberanía absoluta de Dios (cf. 1 Cor 15, 12-20; Rom 8, 18-23; Ef 1, 9-10; Col 1, 15-20). b) Pero la cristología de la liberación pone el énfasis en la resurrección como confirmación de la verdad de la vida, la causa y la persona de Jesús, es decir, insiste, en su lectura de la resurrección hecha desde la solidaridad con los crucificados del mundo, que el Resucitado es el Crucificado o que lo acaecido en la pascua encuentra su identidad cristiana en lo manifestado en la vida histórica de Jesús. Para la cristología de la liberación, en suma, no es posible adherirse al Señor resucitado «dejando en la sombra o borrando de la memoria al predicador marginal e inquietante surgido en Galilea» (Echegaray). La importancia de esta identificación, como indica J. Sobrino,
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radica en que «a través de la narración e interpretación de la vida del crucificado, se entiende de qué se trata en la resurrección de Jesús. Quien así ha vivido y quien por ello fue crucificado ha sido resucitado por Dios. La resurrección de Jesús es presentada más bien como la respuesta de Dios a la acción injusta y criminal de los hombres. Por ello, por ser respuesta, la acción de Dios se comprende manteniendo la acción de los hombres que origina esa respuesta: asesinar al justo. Planteada de esta forma, la resurrección de Jesús muestra en directo el triunfo de la justicia sobre la injusticia... se convierte así en buena noticia, cuyo contenido central es que una vez y en plenitud la justicia ha triunfado sobre la injusticia, la víctima sobre el verdugo» 51 . Entonces, y puesto que Dios resucitó a un crucificado, los crucificados de la historia pueden tener esperanza 52 . c) Lo que caracteriza la visión pascual de la cristología de la liberación es la relación íntima que establece entre cruz y resurrección o entre resurrección y cruz que se expresa afirmando que el Crucificado es el Resucitado o que el Resucitado es el Crucificado. La consideración adialéctica de la cruz y la resurrección puede fácilmente jugar una funcionalidad reaccionaria. Considerar la cruz sin relacionarla dialécticamente con la resurrección puede conducir a presentar el sufrimiento como algo que pertenece esencialmente al ser de Dios y por tanto insuperable. El sufrimiento es sacralizado y no hay posibilidad de esperanza. La única actitud sensata sería identificarse con él sin pretender su imposible superación. Considerar la resurrección sin la cruz puede sacralizar la ideología del éxito o del futuro reconciliado sin pasar por el presente de injusticia y opresión, generando así una concepción entusiástica y ahistórica que proyecta más allá de las estrellas y que aliena de la realidad y su actual conflictividad. Sin la resurrección la cruz puede ser instrumento al servicio de una teología legitimadora del sufrimiento de los pobres de esta tierra. Sin la cruz la esperanza generada por la resurrección no es creíble, al menos para los que sufren la injusticia 53 . d) En coherencia con lo dicho y con su específica metodología, la cristología de la liberación afirma que el horizonte hermenéutico de captación de la resurrección es la vivencia de la 51. Cf. Jesús en América... op. cit., pp. 174-175. «El sentido de la liberación total de la resurrección sólo aparece cuando se confronta con la lucha de Jesús por la instauración del reino en el mundo. Si no, degenera en un cinismo piadoso frente a las injusticias de este mundo, aliado a un idealismo sin conexión con la historia. Por su resurrección Jesús continúa entre los hombres, animando la lucha liberadora» (cf. L. Boff, «Jesucristo liberador. Una visión...» art. cit., p. 196). 52. Cf. J. Sobrino, Jesús en América... op. cit., pp. 176-177. 53. Cf. J. Sobrino, Ibid., pp. 178-179; Id., «La esperanza de los pobres en América latina»: Misión Abierta 75 (1982), p. 602; H. Echegaray, op. cit., pp. 49-51.
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esperanza que brota de la cruz y que se afirma contra esperanza. En realidad, creer de verdad en la resurrección y esperar en ella sólo puede hacerse desde la cruz o el seguimiento del Crucificado de Galilea, que implica la solidaridad con los crucificados de hoy que parecen carecer de futuro histórico. La resurrección para nosotros, como para Jesús, no es promesa que pueda cumplirse al margen de la asunción de la conflictividad real de la historia, es decir, al margen de la tarea liberadora realizada en esa misma conflictividad. Desde ahí y sólo desde ahí, sin los riesgos de la evasión, sin pasar, como acusaba el poeta, con una rosa en la mano por los campos de esta tierra sembrados de cadáveres, experimentando ya nuestra vida como ganada cuando somos capaces de perderla en la lucha por la justicia, podemos elevar nuestra mirada esperanzada y confesar con verdad que Jesús está viniendo y que vendrá finalmente al fin de los tiempos y que, con su venida, el último enemigo, la muerte, será destruido y los verdugos no saldrán triunfantes: De esta forma e s t a m o s ante u n a nueva f o r m u l a c i ó n del círculo h e r m e n é u t i co d e la resurrección: el D i o s r e v e l a d o en la resurrección del Crucificado e n c u e n t r a su m e d i a c i ó n privilegiada en el o p r i m i d o ; p a r a e n c o n t r a r el r o s t r o de ese Dios revelado es preciso o p t a r p o r los o p r i m i d o s . D i c h o en clave soteriológica: en el i n t e n t o de liberación de los p o b r e s de su o p r e s i ó n se hace c o m p r e n s i b l e el Dios l i b e r a d o r de los p o b r e s , m a n i f e s t a d o en el r o s t r o crucificado del R e s u c i t a d o 5 4 .
Con ello volvemos una vez más a la tesis tantas veces repetida. El seguimiento es el lugar que permite con mayor profundidad conocer la revelación acontecida en Jesús y confesar con mayor verdad y radicalidad la fe en él: El lugar decisivo de la experiencia del R e s u c i t a d o n o es la teología, ni la confesión, ni la liturgia, sino el s e g u i m i e n t o 5 5 .
e) La resurrección de Jesús tiene una clara significación pneumatológica, es decir, es el lugar del que brota el envío pleno del Espíritu. Puesto que la ruptura-conversión que supone el seguimiento de Jesús sólo es posible con el querer y el poder que concede su Espíritu, la cristología de la liberación afirma que únicamente en la novedad de una vida realizada según el Espíritu se puede captar la verdad última de la vida y persona de Jesús 54. Cf. F. J. Vitoria, ¿Todavía la salvación cristiana?, t. I, Vitoria, 1986, p. 352. Sobre la hermenéutica de la resurrección en la cristología de la liberación, cf. J. Sobrino, Cristología... op. cit., pp. 177-195. 55. Cf. C. Bravo Gallardo, op. cit., p. 284.
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como revelación del Padre y como camino hacia él. En este sentido puede decirse con J. Sobrino que la cristología de la liberación pretende ser una cristología trinitaria puesto que «el planteamiento del círculo hermenéutico en la teología de la liberación es trinitario», es decir, «que la reflexión sobre Jesús sólo se puede hacer trinitariamente» 56.
III. ALGUNAS OBJECIONES FUNDAMENTALES QUE SE PRESENTAN A LA CRISTOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
No quisiéramos terminar esta presentación de la cristología de la liberación sin hacer breve referencia a alguna de las objeciones fundamentales que se le han presentado y presentan. La objeción fundamental, que implica a todas o a la mayoría de las restantes, dice directa relación a su metodología. Podría formularse así: la preeminencia concedida desde el punto de vista metodológico al Jesús histórico conduce inevitablemente a negar, o al menos oscurecer, la divinidad de Jesús. Esta misma objeción podría formularse de esta otra manera: al no tener suficientemente en cuenta, al realizar su reflexión, la fe eclesial en el Cristo, expresada en las fórmulas dogmáticas conciliares que recogen la plenitud de las cristologías del Nuevo Testamento, la cristología de la liberación se reduce a una jesusología, evaporando así el misterio central de Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador universal. En términos técnicos la objeción se centra en que la cristología de la liberación está realizada «desde abajo», con una metodología «ascendente», y por eso ignora la fe en Jesús como Hijo de Dios encarnado, cuya confesión reclama la utilización de la vía «descendente» o una cristología realizada «desde arriba». Por otra parte, y centrando la atención en lo que hemos llamado el aspecto subjetivo de su punto de partida, se critica la «parcialidad» que suponen los lugares social y eclesial elegidos, que vician toda la reflexión y conducen a negar prácticamente la significación escatológica y salvífico-universal del acontecimiento
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Es preciso tener en cuenta que las objeciones señaladas están formuladas a la cristología de la liberación en su totalidad y no al breve resumen aquí presentado, que se ha centrado de forma casi exclusiva en destacar sus aspectos más específicos y significativos, sus énfasis e insistencias. Digo esto porque si la cristología de la liberación se redujese a nuestro resumen y si se asumiese ese perverso principio interpretativo según el cual todo lo no expresamente afirmado es negado, tales objeciones podrían tener su valor. En efecto, no hemos recogido de forma explícita la cuestión de la divinidad de Jesús, ni hemos hecho referencia expresa y sistemática a los títulos neotestamentarios que confiesan la trascendencia de Jesús o a las fórmulas dogmáticas de los grandes Concilios cristológicos. Pero naturalmente esto no significa una negación de la divinidad de Jesús o que los títulos y las fórmulas dogmáticas carezcan de importancia. Incluso, si se profundiza en la misma presentación que hemos hecho de la divinidad y trascendencia de Jesús, quedan perfectamente a salvo. Lo cierto es que la cristología de la liberación, considerada en su totalidad, sí ha prestado explícita atención a los títulos neotestamentarios de Jesús y a las fórmulas dogmáticas conciliares, y, desde luego, ha afirmado sin vacilaciones la trascendencia escatológica de Jesús y su divinidad 58 . Incluso ha intendado responder a las objeciones ya referidas. Voy a intentar resumir, para terminar, sus respuestas: a) G. Gutiérrez, en su prólogo a la obra ya citada de H. Echegaray {La práctica de Jesús), recuerda cómo éste «alertaba contra la interpretación simplista que puede darse a la afirmación de que la teología latinoamericana se interesa ante todo por el Jesús histórico». Precisamente por eso, añade, consideraba «necesario subrayar desde un principio toda la complejidad que está en juego en la relación entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, entre el Kyrios glorificado y el hijo del carpintero de Nazaret». Esta preocupación del fallecido teólogo peruano, que G. Gutiérrez comparte, es también compartida por los restantes teólogos de la liberación. Por eso entienden que la vuelta al Jesús
Jesús57.
56. Cf. Cristología... op. cit., pp. XVII-XVII1. 57. Estas objeciones, sin ser las únicas, son las que subyacen a la crítica que la Instrucción Libertatis nuntius ha hecho a la cristología de la liberación (cf. X, 6-12), aunque en este caso la crítica se agiganta de una forma tan sorprendente que resulta muy difícil saber a qué cristología
hace referencia. Cf. también sobre este punto las interesantes observaciones de la Comisión Teológica Internacional (sesión de 1979, I A y B), de muy distinto signo a las de la Instrucción romana, en relación con los riesgos que puede presentar una cristología entendida «desde abajo» y sobre la necesaria unidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe. 58. Cf., por ejemplo, L. Boff, Jesucristo y la liberación... op. cit., pp. 160-175; 193-216; J. L. Segundo, El hombre de hoy... op. cit., t. II/2, pp. 625-670; J. Sobrino, Jesús en América... op. cit., pp. 15-69; 185-192; Id., Cristología... op. cit., pp. 239-264.
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histórico que propugna la cristología de la liberación de ninguna forma ha de entenderse de manera reductiva, dejando atrapada la reflexión cristológica en mera jesusología. La cristología de la liberación acepta las afirmaciones neotestamentarias y conciliares sobre la dividad de Cristo con toda claridad. Pero no ha considerado tarea específica suya el profundizarlas en sí mismas ni ha hecho de ellas el punto de partida metodológico de su reflexión. Y la razón ya la conocemos: La confesión de la divinidad de Cristo sólo se hará cristianamente real y superará un mero saber sobre Cristo, aunque ese saber sobre su divinidad sea importante e irrenunciable, sólo se hará comprensible, aunque siga permaneciendo misterio, sólo se mostrará salvíficamente eficaz, histórica y trascendentalmente, en el humilde e incondicional seguimiento de Jesús, en donde se aprende desde dentro que Dios se ha acercado incondicionalmente en Jesús y que Dios se nos ha prometido incondicionalmente en Jesús, que Jesús es verdadero Dios y que en Jesús se ha manifestado el Dios verdadero 59 .
Todavía más: la cristología de la liberación ha incluso tematizado de forma explícita la divinidad de Cristo desde su óptica más específica, es decir, a partir de la presentación de la figura de Jesús 60 . b) La cristología de la liberación, aunque se entiende a sí misma como una cristología «desde abajo», que privilegia la metodología «ascendente», sabe perfectamente que «el misterio de Cristo se ha formulado ortodoxamente de forma descendente, o bien en la afirmación evangélica de que "la palabra se hizo carne" (Jn 1, 14) o bien en la afirmación dogmática de la unión hipostática, según la cual la unión de naturalezas en Cristo se da en la persona del logos» y por eso no vacila en reconocer que «este aspecto descendente de la cristología —sean cuales fueren sus dificultades— es irrenunciable porque plantea el misterio de Cristo formalmente como misterio» y «para comprender a Cristo como misterio hay que comprenderlo desde Dios, aunque precisamente por ello sea incomprensible en último término» 61 . No obstante, sigue siendo verdad «que el mismo descenso de Dios no se capta, ni siquiera como don, en su pura formalidad abstracta, sino cuando se observa en su contenido concreto, Jesús». Por ello la cristología de la libración quiere abordar «desde un punto de vista sistemático y pastoral a Jesucristo desde Jesús» 62, de tal manera que sea la misma condición humana del 59. 60. 61. 62.
Cf. Cf. Cf. Cf.
J. Sobrino, Jesús en América... op. cit., p. 40. lbid., pp. 35-40. lbid., p. 51. Id., «Jesús de Nazaret», art. cit., p. 481.
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Nazareno, y especialmente su práctica, la que llene de contenido concreto los títulos y las formulaciones que expresan la trascendencia y divinidad de Jesús 63 . En este sentido, se podría hablar de una prioridad teológica del Cristo de la fe y de una prioridad lógica y metodológica del Jesús histórico 64 . c) Para la cristología de la liberación el lugar social y eclesial en que sitúa la opción por los pobres concede la «parcialidad» necesaria que permite entender evangélicamente la verdadera universalidad de Jesús. Precisamente, y de forma paradójica, Jesús es sacramento de la voluntad salvífica universal de Dios desde su parcialidad constitutiva y decidida hacia los pobres: Encarnarse para Jesús no significó ubicarse en la totalidad de Dios; significó más bien elegir aquel lugar determinado de la historia que fuese capaz de encaminarle a la totalidad de Dios. Y ese lugar no es otra cosa que el pobre y el oprimido. Consciente de esa parcialidad, que se presenta como alternativa a otras parcialidades desde el poder o a un universalismo aséptico que siempre es colaboración con el poder, Jesús comprende su misión desde el principio como destinada a los pobres, desarrolla históricamente su encarnación en solidaridad con ellos y declara en la parábola del juicio final al pobre y al oprimido como el lugar desde el cual se discierne la praxis de amor 6 5 .
63. Cf. sobre este punto, C. Bravo Gallardo, op. cit., pp. 80-292; J. I. González Faus, «Hacer teología...» art. cit., pp. 80-81; J. Sobrino, Jesús en América... op. cit., pp. 50-54. 64. Cf. F. J. Vitoria, op. cit., t. II, pp. 394 ss. 65. Cf. J. Sobrino, Jesús en América... op. cit., p. 157; cf. también, L. Boff, Teología de cativeiro e da libertacao, Lisboa, 1976, p. 216; G. Gutiérrez, La fuerza histórica de los pobres, Lima, 1980, pp. 244-245. Para una consideración más amplia de la relación dialéctica que media entre universalidad y particularidad del amor cristiano según la teología de la liberación latinoamericana, cf. J. Lois, op. cit., pp. 277-282.
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ECLESIOLOGIA EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Alvaro
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Aquello de Agustín de que la teología tiene sentido ante todo porque contribuye al robustecimiento de la fe, a la purificación y vigorización de la misma, se hace hoy particularmente vigente en el caso de la eclesiología. En la actualidad a nadie le queda la menor duda acerca de la necesidad de una reflexión serena y discernida, rigurosa y comprometida, fundamentada y pastoral, sobre la Iglesia, sobre lo que es y ha de ser hoy la Iglesia de Jesús. No es obvio y no puede simplemente darse por sabido lo que en las presentes circunstancias históricas haya de responderse sobre la forma cómo ha de realizarse la esencia y la misión de la Iglesia.
I. UNA INELUDIBLE TAREA TEOLÓGICA
Esta necesidad de reflexión sobre la Iglesia la ha experimentado muy vivamente la conciencia cristiana en Latinoamérica. Dan testimonio de ello los numerosos trabajos eclesiológicos producidos en los últimos dos decenios. Muchos de ellos son escritos de oportunidad en determinada coyuntura pastoral que, a su vez, van siendo la materia prima para la elaboración de síntesis más completas y abarcantes; las cuales, actuando como impulso crítico y orientador, son nuevos puntos de partida en la reflexión eclesiológica. No tiene nada de extraño este amplio trabajo eclesiológico si se advierte que para América latina esta época ha sido de gran vitalidad eclesial: el impulso recibido del Vaticano II; el reto, afrontado por Medellín, de realizar un aggiornamento eclesial en las tierras del despojo y la desigualdad, de la miseria, la opresión y la injusticia; el éxodo de sacerdotes y laicos, religiosas y religiosos, 253
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ECLESIOLOGIA
Al hablar de una «nueva praxis» (que está exigiendo nuevas formas de reflexión teológica) se hace necesario decir una palabra sobre lo nuevo y lo viejo en la Iglesia del Señor. Mucho se ha reflexionado en estos últimos decenios sobre la posibilidad y la
realidad del cambio en la Iglesia. Por una parte se ha sentido la necesidad de afirmar la indefectibilidad de esta Iglesia que pertenece al Señor y que recibe permanentemente de él el aliento, el origen, la vida. Por otra, se ha considerado urgente poner de relieve que esa misma vida, ese mismo aliento hacen que esta Iglesia, santa y al mismo tiempo necesitada de purificación (LG 8), se renueve una y otra vez en permanente conversión, se configure en cada época de acuerdo con las exigencias de su ser y misión. En este sentido, «nueva praxis» es lo mismo que renovación en la fidelidad, respuesta a una palabra que siempre llama a salir, a caminar, a peregrinar hacia una nueva tierra, a cargar con la cruz e ir en pos del Hijo del Hombre. Ahora bien, incluso habiendo aceptado como legítimo el cambio eclesial no es tan fácil identificarlo y caracterizarlo. Lo que, en un determinado momento, se presenta como novedoso poco a poco se va encontrando como algo perteneciente a todas las épocas: como dato substancial de la fidelidad de la Iglesia. Sin embargo, eso no anula la novedad: el que hace nuevas todas las cosas está presente y vivo en su Iglesia y comunica en ella esa novedad que en definitiva es fidelidad a lo más original, a lo más hondo, a lo más suyo. Por tanto pertenece al compromiso y responsabilidad eclesial acoger, impulsar, orientar lo nuevo que el Espíritu está suscitando en la Iglesia de América latina. No pretende, pues, la eclesiología latinoamericana de la liberación que ésta sea la primera vez que se renueva la Iglesia, ni tampoco que sea ésta la primera vez que la Iglesia se acerca a los pobres. Incluso esta misma eclesiología se ha encargado de mostrar que la Iglesia, en lo más hondo de su fidelidad, ha optado siempre por los pobres (E. Hoornaert, C. Boff). Lo que se quiere decir es que, por primera vez en la historia, porque esto es lo que corresponde a nuestra época, la Iglesia se ha planteado el reto y ha tratado de responder a él, de identificarse con los pobres y caminar con ellos por los caminos de la liberación, de la transformación histórico-social; y esto como una forma privilegiada de historizar la utopía liberadora del evangelio de Jesús. ¿Y en qué estriba la novedad de esa praxis, de esa experiencia que es la base y la justificación de la eclesiología naciente? Se trata de una praxis que se ha ido configurando a partir de la conciencia emergente de que la actual situación social es injusta e inhumana, de que no puede ser querida por Dios; conciencia asimismo de que es posible caminar hacia la liberación histórica y de que esto entra en el plan salvífico de Dios. Praxis comprometida que trata de superar con lucidez las formas —tantas veces disimuladas y encubiertas— de esclavitud, de explotación, de violencia institucionalizada, de marginación. Praxis que consiste y se puede resumir en la opción eclesial por los pobres y su liberación.
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hacia las periferias y los lugares donde viven los pobres; el sorprendente resurgimiento de la Iglesia en medio y a partir de esos mismos pobres, pobres que irrumpen en el escenario histórico denunciando su sufrimiento injusto, su desgracia causada, y demandando justicia y emancipación; los conflictos y tensiones resultantes en el interior de una sociedad que se resiste al cambio y de una Iglesia mayoritariamente acostumbrada más a contribuir a la conservación de lo establecido que a proponer y propugnar rumbos de cambio y de transformación social; el propósito formulado en Puebla de no desistir, de no olvidarse de los pobres, de no cerrarse a la gracia de optar por ellos..., todo eso —verdadero don y fuerza del Espíritu— vivido en medio del esfuerzo humilde y gozoso, perseverante y santificado, crucificado y martirial, de hombres y mujeres, grupos y comunidades, ha estado en la base y es la substancia de esta reflexión eclesiológica. Esa emergente y progresiva vitalidad eclesial hizo que ya desde los años sesenta, y cada vez con más fuerza, se fuera experimentando la necesidad de repensar la Iglesia. Las eclesiologías clásicas, de corte más bien deductivista y ahistórico, clericalista y jerarcológico, se juzgaban insuficientes para dar razón de la fe y de la vida eclesial en medio de esa situación, en medio de la praxis cristiana que ahí iba creciendo y desarrollándose. Era ya indispensable narrar de nuevo la vida creyente, iluminarla a la luz del evangelio, impulsarla hacia una ulterior entrega y compromiso.
II.
NUEVA ECLESIOLOGIA PARA UNA NUEVA SITUACIÓN HISTÓRICA
En el anterior contexto ha ido tomando consistencia una reflexión eclesiológica de talante liberador dentro de esa vigorosa corriente de pensamiento cristiano que es la teología de la liberación. Reflexión eclesiológica que se presenta ante todo como «palabra segunda» (la palabra primera es la praxis), como reflexión crítica a la luz del evangelio sobre la vida y la práctica cristiana eclesial. Reflexión teológica que afronta la cuestión sobre el sentido de la Iglesia desde el compromiso creciente de los creyentes con la liberación de nuestros pueblos, desde las prácticas liberadoras que emergen en medio de los pobres. 1.
Una «nueva praxis»
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Asimismo, y correlativamente, esa nueva praxis consiste en la irrupción de los pobres en el escenario histórico y eclesial. Se nos abrieron los ojos y vimos que no podíamos seguir pasando de largo al lado del sufrimiento y la opresión injusta de los pobres. Fuimos a ellos a llevarles el evangelio de la liberación y descubrimos que éramos evangelizados por ellos. Entendimos que no podíamos evangelizar sin comprometernos históricamente en la liberación de los pobres y nos dimos cuenta de que eran los pobres el sujeto prioritario de esa liberación evangelizadora; los pobres que con su conciencia, con su palabra y con su acción, pronunciaban de una manera novedosa el evangelio en nuestras tierras. 2.
Nueva praxis eclesial-nueva comprensión de la realidad
El fracaso de las tesis desarrollistas acerca de la superación del «subdesarrollo» —es decir, de la pobreza y de la marginación, que en lugar de disminuir han aumentado trágica y desmesuradamente envueltas en la opresión y la represión políticas— ha obligado a la conciencia latinoamericana a formular nuevas comprensiones de la realidad de nuestros pueblos. Así se fue entendiendo que era la dependencia, la desigualdad estructural, la explotación sistemática, los intereses económicos, políticos y militares de los poderosos, lo que explicaba en buena medida la situación. Asimismo se fue viendo que no era posible un cambio que en verdad mereciera tal nombre sin una profunda transformación económica, política y social, sin un cambio en el mismo sistema social. Y eso que se fue formulando en la reflexión teórico-social se había hecho antes vida en la práctica histórico-política de quienes se habían ya empeñado en la transformación hacia la justicia. En esa tarea no fueron pioneros los cristianos; muchas veces fueron otros, que no compartían expresamente su fe, los que asumieron los primeros compromisos, los más difíciles. Providencialmente fue llegando también la hora de la incorporación de los cristianos a esta dinámica, a esta práctica de liberación histórica; los cuales se empeñaron ahí comprometidamente y fueron poco a poco reflexionando sobre la situación de la Iglesia y las exigencias de la misión eclesial en la América latina de hoy. ¿Tiene o no la Iglesia responsabilidad histórica en la situación de opresión de los pobres en América latina? ¿Es o no parte de la misión de la Iglesia empeñarse con seriedad evangélica en la liberación histórica de nuestros pueblos? ¿Pertenece o no a la realidad vital de la Iglesia contribuir a la formación del sujeto histórico capaz de llevar adelante ese proyecto de liberación? Todo eso se lo fue preguntando la conciencia cristiana latinoamericana en medio de una gran vitalidad eclesial que redescubrió 256
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las dimensiones proféticas del anuncio del evangelio, que recordó que la persecución y el martirio son formas culminantes de vivir el seguimiento de Jesús, que encontró en las comunidades pobres reunidas en torno a la Palabra y viviendo en forma nueva lo central del mensaje evangélico el surgir mismo de la Iglesia por la fuerza del Espíritu. Así la historia de la Iglesia de América latina, y consiguientemente la historia de la eclesiología de la liberación, inauguró uno de sus más importantes capítulos. III.
ETAPAS EN LA ECLESIOLOGIA DE LA LIBERACIÓN
La historia de la eclesiología de la liberación está todavía por hacerse. Y esto en un doble sentido: todavía hace falta caminar, crecer, desarrollarse, avanzar en el compromiso, en la reflexión y el discernimiento, decantar los hallazgos y orientar la marcha, perseverar en el intento. Y hace falta también seguir reflexionando sobre esa vida a la luz del evangelio, poner en mejores síntesis teológicas lo más valioso de esa reflexión. Reflexión sobre todo del pueblo pobre y de aquellos que le son privilegiadamente cercanos, que desde el carisma que les ha sido dado tratan de acoger y devolver al pueblo la riqueza a la que en el mismo el Espíritu de Dios va dando origen. De cualquier manera es ya posible identificar algunas etapas en la eclesiología de la liberación. Etapas que de ninguna manera constituyen compartimentos estancos sin interrelación y que permiten contar con una primera periodización, funcional y adecuada. En cada una de esas etapas, obviamente, nos vamos a encontrar, aunque de diferente manera, los principales componentes que van configurando esta época eclesial e histórica en América latina. En cada una de ellas se va a notar la entrada de la Iglesia en el mundo de los pobres, la irrupción de ellos mismos en la Iglesia y en la historia. En cada una de ellas se va a notar también el avance en los planteamientos —siempre dependientes del avance de la vida—, el aire más propio de cada momento de esa eclesiología. 1.
Los cuestionamientos pastorales; el acercamiento a la vida, a la realidad
En un primer lugar podríamos citar las reflexiones eclesiológicas que se fueron presentando como cuestionamientos a formas de pastoral y de vida eclesial que se sentían ya no corresponder ni a la realidad de los tiempos ni a las exigencias de cambio que se planteaban a nuestros países. Reflexiones eclesiológicas que po257
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nían de manifiesto la incomodidad eclesial experimentada en diferentes grupos de cristianos; que se expresaban en cartas, comunicados, demandas, propuestas, cartas pastorales... Reflexiones que fueron poniendo de manifiesto el surgir de «una nueva conciencia en la Iglesia de América latina» (R. Muñoz). Reflexiones asimismo procesadas más crítica y analíticamente por teólogos que iban acompañando ese caminar y que fueron dando lugar a las primeras producciones de la teología de la liberación. Es notable en este momento la interacción tan fecunda que se va dando entre vida eclesial, reflexión teológica, magisterio episcopal. Todavía no aparecían los conflictos entre el magisterio de algunos obispos y la palabra de algunos teólogos; palabra a la que no faltó quien calificara de «magisterio paralelo». Tales reflexiones llamaban la atención sobre la inadecuación de una pastoral que no tuviera en cuenta las realidades históricas comprendidas a la luz de análisis más críticos; urgían la comprensión de la Iglesia en formas y modelos teológicos que permitieran la evolución, el cambio, la adaptación (J. L. Segundo, G. Gutiérrez...); iban poniendo en el centro de la vida cristiana y del anuncio del evangelio la lucha por la justicia social, el compromiso social, la transformación de las inhumanas condiciones históricas en que vivía la mayor parte de los habitantes de América latina.
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una forma de evasión o de legitimación u ocultamiento de la realidad... Los mismos trabajos cristológicos que se fueron dando a conocer a continuación (L. Boff, J. Sobrino...) tenían decisivas repercusiones a la hora de comprender una Iglesia que se confesaba y quería y había de ser seguidora de Jesús, servidora del reino de Dios, sacramento de salvación en esta historia... 3.
La reflexión sobre «modelos» de Iglesia
Ya las primeras presentaciones más amplias de la teología de la liberación (G. Gutiérrez, H. Assmann, J. L. Segundo, L. Boff...), las más difundidas, las que tuvieron importancia decisiva en la configuración de esta vigorosa corriente teológica en la Iglesia contemporánea, dieron un lugar central a las reflexiones eclesiológicas. No eran, ni mucho menos, eclesiologías; eran trabajos que, abogando por una nueva forma de hacer teología, se referían ante todo a los contenidos centrales del anuncio evangélico; sus preguntas básicas apelaban a lo más fundamental: qué es la salvación, qué significa anunciar a Dios como Padre en el mundo de la injusticia y la inhumanidad históricas, en qué consiste la vida y el mensaje auténticos de Jesús de Nazaret... Ahora bien, expresando cuestionamientos tan radicales, tales trabajos no podían menos que destacar su incidencia eclesiológica. Así fueron hablando, con vigor profético y con una repercusión pastoral inusitada, de una Iglesia descentrada, al servicio del mundo, solidaria con los pobres y con su causa, con vocación profética; de una Iglesia que no puede hacer de su unidad pretendida un paliativo de la división histórica y el antagonismo entre los hombres, ni de su culto
Sobre los anteriores cimientos la eclesiología de la liberación fue señalando la insuficiencia de los modelos eclesiológicos anteriores, cristiandad y nueva cristiandad, para responder a esta nueva situación. Las teologías de los dos planos y aquellas otras que no daban razón de la unidad de la historia como real historia de salvación tuvieron necesariamente que ir cediendo el lugar a teologías que hablaran con más tino de la salvación en la historia y fueran capaces de mostrar la unidad de la vocación humana y cristiana (G. Gutiérrez, I. Ellacuría, L. Boff). Esto, evidentemente, tenía repercusiones en la visión de la Iglesia, en la comprensión de su ser fundamental, en la manera como habrían de comprenderse las imágenes bíblicas de la misma, especialmente la de pueblo de Dios tan impulsada por el Vaticano II; en la manera como habrían de comprenderse y proyectarse las notas de la Iglesia y los servicios y las estructuras eclesiales. Fue ésta la forma de asumir encarnadamente la vocación percibida por el Vaticano II de hacer de la Iglesia una Iglesia de comunión. A partir de eso se hizo necesaria la profundización en los modelos de Iglesia. Hacía faltar evidenciar y superar los modelos clericalistas y avanzar hacia modelos más participativos, que encarnaran la eclesiología de comunión a que ya nos había convocado el Vaticano II. Para ello ayudaba mucho el caracterizar diversos modelos, diversas formas de ser Iglesia a lo largo de la historia. Modelos que representaban una manera histórica de encarnar la vocación eclesial, pero no la única posible. Modelos que habían tenido sus aciertos y también sus limitaciones pero que ciertamente no podían pretender vigencia rígida en nuestra época. Esos modelos, por una parte, se referían a la estructuración interna de la Iglesia (modelo verticalista, modelo participativo), y, por otra, tenían que ver con la relación de la Iglesia con el entorno más amplio, con su ubicación en el conjunto de la sociedad, con su articulación con los diferentes sectores y clases sociales (cristiandad, neocristiandad, mysterium salutis, Iglesia de los pobres...). Esta reflexión y discusión acerca de los modelos eclesiales flexibilizó la conciencia cristiana y dejó emerger la creatividad de una
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2.
Las primeras elaboraciones de la teología de la liberación. El lugar de la reflexión sobre la Iglesia
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Por último, digamos que esos énfasis tienen también su explicación en los diversos contextos histórico-eclesiales en los que se produce la eclesiología de la liberación. Diversos contextos en los que camina un pueblo cuyo sufrimiento y confianza en el Padre evoca constantemente la figura de Job, un pueblo que en su caminar vuelve una y otra vez a beber en el pozo de su propia espiritualidad (G. Gutiérrez).
Iglesia en busca de un modelo nuevo, un modelo configurado a partir de los pobres, de la opción por ellos, de la vida surgida en medio de ellos; un modelo que respondiera a las situaciones históricas de opresión y a los pasos que ya se han empezado a dar hacia la liberación. Lo importante, se subrayaba, era encontrar un modelo eclesial que articulara hoy día adecuadamente las categorías decisivas Iglesia-Reino-Mundo (L. Boff), un modelo que encarnara para la historia presente la respuesta fiel a la llamada del evangelio.
5. 4.
Una reflexión convergente y diferenciada a la vez
Quizá se pueda decir que en la reflexión eclesiológica de la teología latinoamericana de la liberación se han enfatizado de diferente manera dos aspectos necesariamente unidos de la misma realidad. Participando de una misma perspectiva, algunos trabajos eclesiológicos han atendido más a la vida de la Iglesia en cuanto comunidad de fe y de vida. Otros han enfatizado la vida de la Iglesia en cuanto tiene una significación histórica en y hacia el mundo. Así, unos han puesto su empeño en mostrar la legitimidad cristiana de un nuevo modelo emergente; han querido impulsar el renacer eclesial de una Iglesia que renace entre los pobres y ahí se hace comunidad carismática de fe y servicio, se hace espacio de participación de los pobres y remodela sus servicios y formas de autoridad. Otros han insistido, sobre todo, en la irrupción de los pobres en el escenario de una historia construida hasta ahora a sus espaldas y sobre sus espaldas. Irrupción que es denuncia de la muerte y anuncio de la vida; presencia del Dios de vida en una nueva experiencia eclesial y evangelizadora. Y han ubicado precisamente ahí el renacer de la Iglesia. Ambas tendencias o enfoques han insistido en la capacidad renovadora de este renacer eclesial. En esas comunidades pobres y creyentes, débiles y comprometidas, orantes e insertas en las condiciones materiales más desventajosas, ahí está el Padre de Jesús, por su Espíritu, renovando a su Iglesia. Repitamos que se trata de énfasis diversos, no de líneas exclusivas o excluyentes. En efecto, si miramos la obra completa de los diferentes teólogos, nos encontraremos con que consideran los dos aspectos: el ad intra y el ad extra eclesial. Ahora bien, tal diferencia de énfasis es enriquecedora para la teología y para la vida de la comunidad. Es el llamarnos mutuamente la atención sobre una forma de ser Iglesia que, cuanto más eclesial sea, más capaz va a ser de insertarse evangélicamente en la historia de los pobres y va a ser así fermento renovador de la gran Iglesia. 260
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El acompañamiento
crítico de la Iglesia en el pueblo
Sin lugar a dudas esta reflexión eclesiológica que, recogiendo lo vivido por la comunidad cristiana, lo devolvía a ella como iluminación crítica y nuevo impulso, ha significado un valioso aporte en el caminar de una Iglesia que renace con y entre los pobres. Iglesia, por otra parte, pueblo oprimido que proseguía su rumbo a la liberación en medio de un cautiverio cada vez más evidente y prolongado. Ahora bien, y precisamente en este último sentido, la eclesiología de la liberación no puede ser un todo acabado. Es una tarea permanente: está retada en cada momento por la novedad histórica. ¿Qué significa ser Iglesia en medio de la emergencia popular? ¿Cómo se es Iglesia en medio de la represión y el evidente retroceso histórico? ¿Cómo ser Iglesia en medio de las luchas revolucionarias? ¿Cómo serlo en la transformación histórica, ante el freno que los poderosos quieren poner al avance de los pobres?... Todas esas cuestiones, no precisamente cuestiones teóricas, sino angustiosos interrogantes que plantea la realidad misma, han de ser abordadas por la eclesiología en éste que ha sido llamado «el continente de la esperanza»; y que es, en realidad, el continente en donde la comunidad creyente se siente llamada a resistir y a esperar incluso donde no pareciera haber ya lugar para ello. En un continente en donde los logros son apenas semillas del futuro esperado. En este sentido, pues, hay que seguir hablando de la actual eclesiología de la liberación como del continuo acompañamiento crítico del caminar del pueblo convocado por el evangelio liberador.
IV.
LA TEMÁTICA FUNDAMENTAL DE LA ECLESIOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
No es tan fácil sistematizar la temática fundamental de la eclesiología de la liberación. Por una parte ha ido reformulando los temas centrales de la eclesiología clásica y de la eclesiología surgida a partir del Vaticano II. Por otra se ha adentrado en nuevos ca261
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minos para recoger, con cierta provisionalidad, la vida bullente que el Espíritu de Dios hace nacer en medio de los pobres. Son numerosas las elaboraciones eclesiológicas que hablan de las notas de esta nueva Iglesia. Con todo, puede ser útil intentar una sistematización de lo principal que ofrecen las diversas aportaciones. 1.
Iglesia, sacramento de liberación histórica
Característico de la vida y la conciencia eclesial latinoamericana y de la reflexión crítica sobre la Iglesia es el énfasis que pone en la «misión de la Iglesia» ante la urgente necesidad de salvación que representan, por una parte, la miseria generalizada y la opresión, y, por otra, los anhelos y luchas de liberación. Se trata, pues, de una conciencia eminentemente práctica que tiene ante los ojos la pregunta por lo que ha de ser y hacer la Iglesia ante semejantes retos históricos. Por ello, cuando dicha conciencia reflexiona sobre la Iglesia como sacramento de salvación, subraya el descentramiento que eso supone: la Iglesia es para el mundo, existe porque hay y ha de haber salvación, y se pregunta asimismo de qué salvación es sacramento. No de una salvación ahistórica, inidividualista y escatologizante, sino de una salvación que lo es del individuo y de la colectividad; que, siendo mayor que la historia, se realiza sin embargo ya en la historia; y, hoy día, en América latina ha de realizarse bajo la forma de liberación, ha de mediarse en las realidades económicas, políticas y sociales de la existencia humana; ha de ser surgimiento de los masacrados y erradicación de la violencia institucionalizada; ha de ser real cambio, real fraternidad inscrita en las estructuras de nuestra vida social; desde ahí ha de apuntar al cumplimiento escatológico. Ahí va viviendo su misterio la Iglesia de América latina, ahí, en la presencia del Dios de Jesús, va descubriendo que será sacramento de salvación en la medida en que se haga Iglesia de los pobres y oprimidos. No sólo en el sentido de que opte por ellos, viva para ellos y sea perseguida por causa de ellos —lo cual no sería poco— sino principalmente en el sentido de que vaya surgiendo a partir de ellos, de su respuesta creyente, y ellos vayan así siendo sujeto auténtico y prioritario de vida y estructuración eclesial. 2.
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fundamento eclesial, la Iglesia se descubre como germen del reino, como puesta al servicio del reino. Servicio que habrá de realizar en el seguimiento de Jesús, en la asunción de su práctica mesiánica y de su causa. Esta es su respuesta ante el reino de Dios que se acerca en gratuidad. Y que se acerca también donde, no habiendo propiamente Iglesia, hay opción por el hombre, servicio del pobre, caminar hacia una sociedad nueva más justa y más fraterna. Al lado de los que, no confesando al Señor, hacen sin embargo su voluntad, la Iglesia latinoamericana entiende que ha de trabajar también en la construcción del anticipo del reino de Dios, de sus mediaciones. Jesús centró su vida en el anuncio del reino de Dios como cercanía gratuita y salvadora. Reino que, de acuerdo con las tradiciones de su pueblo, vendría como justicia para los pobres, como erradicación del pecado y transformación efectiva. El mismo estuvo de hecho al lado de los pobres y oprimidos y los proclamó destinatarios privilegiados del reino de Dios. No ciertamente porque fueran los mejores, sino porque ése es el modo que Dios tiene de ejercitar su soberanía. Predicó además el reino como algo futuro y, sin embargo, correspondió a su acercamiento poniendo ya en el presente efectivas acciones liberadoras. Por causa del reino —que necesariamente entra en conflicto con el egoísmo y el poder injusto que oprime al débil y niega así la fraternidad— fue condenado y crucificado. Y por su obediencia fiel hasta la muerte recibió en su resurrección no sólo la confirmación de su camino y de su misión, sino la irrupción definitiva, si bien incoada, del reino anunciado. Por tanto, no hay para la Iglesia más camino de autenticidad que el seguimiento de Jesús en el servicio del reino. La permanente conversión de la Iglesia, su palabra y sus hechos, su estructuración interna y su forma de presencia en la sociedad han de ser buena nueva, evangelización que se opone al pecado y presentiza eficazmente el acercamiento del reino de Dios. Por ello, en una realidad histórica como la de América latina, debe confirmarse en que el servicio al reino ha de llevarlo a cabo como Iglesia de los pobres. De hecho son ellos no sólo destinatarios privilegiados, sino efectivos portadores de evangelización, tanto en su práctica liberadora como en la proclamación creyente de su sentido salvífico y gratuito.
Iglesia, signo y servidora del reino de Dios 3.
Iglesia, pueblo de Dios
Esa comprensión de que la Iglesia es sacramento de salvación la ha profundizado la conciencia eclesial latinoamericana considerando que la Iglesia es y ha de ser signo y servidora del reino de Dios. En efecto, al apelar a la predicación y a la historia de Jesús como
a) Una de las categorías bíblicas más caras de la eclesiología latinoamericana de la liberación es la de pueblo de Dios. En la riqueza de esa central imagen bíblica la teología que reflexiona
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desde el reverso de la historia y al lado del pueblo oprimido y creyente ha encontrado iluminación y fuerza profética, vocación exigente y actitud agradecida, posibilidad de vivir en el seguimiento de Jesús en medio de la cautividad persistente y el inaplacable impulso hacia la liberación. «Iglesia en el pueblo», «Iglesia de los pobres», «Iglesia del pueblo», son expresiones que tratan de traducir la riqueza de la revelación a la experiencia eclesial en las circunstancias históricas de una Iglesia que renace en prometedora eclesiogénesis. Expresiones que han sido ya y han de seguir siendo una y otra vez sometidas al análisis y a la crítica a fin de que realmente sean coherentes con la intención con la que han nacido: la intención de dar razón de una renovación eclesial a partir y en medio de los pobres. Una renovación eclesial que es vocación, esperanza y alegría para la Iglesia entera. En la línea inspiradora del Vaticano II la eclesiología de la liberación ha subrayado que la Iglesia, el pueblo de Dios, no es sólo estructura, organización, sino también y principalmente acontecimiento; es convocación del pueblo por parte de Dios y respuesta a Dios por parte del pueblo. Ha insistido en la primacía de la existencia cristiana en la comunidad sobre la organización y la diferenciación funcional en el interior de la misma. Ha comprendido y lo ha formulado con claridad inusitada que una Iglesia que «reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente» (LG 8), en América latina debe configurarse como Iglesia de los pobres y oprimidos, como Iglesia del pueblo, para ser efectivamente pueblo de Dios. En esta misma línea la eclesiología de la liberación ha formulado que la construcción de una Iglesia de comunión ha de superar la estructuración verticalista, autoritaria y cerrada de un modelo de Iglesia piramidal y jerarcocéntrico que no se adapta a los contenidos básicos de la categoría bíblica pueblo de Dios. b) Para ir elucidando esta categoría teológica «pueblo de Dios», la eclesiología de la liberación ha desarrollado una reflexión que discurre por tres vertientes íntimamente relacionadas. Por una parte intenta una aclaración de lo que puede significar «pueblo» en América latina como referencia necesaria para comprender más concretamente a la Iglesia como pueblo de Dios. Así ha precisado que pueblo son ante todo los pobres, los que corresponden desde su pobreza a la convocación de fe, y son también pueblo aquellos que optan por los pobres, aquellos que se solidarizan con su sufrimiento y con su caminar emancipador. Por otra parte, la eclesiología de la liberación busca en la revelación bíblica sobre el antiguo y el nuevo pueblo de Dios elementos que puedan iluminar el sentido de la Iglesia en cuanto que ha de configurarse históricamente en Latinoamérica hoy. Se
trata, en este sentido, de un pueblo convocado por el evangelio liberador y llamado permanentemente a salir de la cautividad y la opresión, a vivir en la libertad y en la justicia del reino de Dios, de un pueblo al que se pide fidelidad y conversión permanente en el espíritu de las bienaventuranzas, auténtico y perseverante seguimiento de Jesús en esta historia concreta. Finalmente, y con base en lo anterior, la reflexión eclesiológica profundiza en esa real e intensa experiencia que se vive en tierras latinoamericanas como un nacer de la Iglesia del pueblo pobre y oprimido, de su fe y de su respuesta al Señor, de la experiencia de su misericordia y de su ternura salvadora, y descubre ahí aspectos de sentido y vocación eclesial que tienen significado para la Iglesia toda. Así encuentra que son privilegiadamente las comunidades eclesiales de base el lugar de la convocación evangélica de los pobres y humildes; son ellas, como pueblo crucificado, el siervo de Yahvé, llamado a establecer la justicia y el derecho, a erradicar el pecado del mundo cargando precisamente con él. En la experiencia privilegiada que van viviendo las comunidades eclesiales de base está la raíz vital de esta profundización teológica. Ahí es donde la comunidad creyente se experimenta y se formula como pueblo de Dios reunido, como pueblo de Dios llamado a salir de la opresión, pueblo peregrino que en la conversión y la fidelidad ha de hacerse en verdad pueblo. Ahí es donde el pueblo oprimido y creyente se va configurando como sujeto de su propia historia, de su historia eclesial y de su historia total, de su historia socio-política y de su historia espiritual. Ahí se siente y se sabe pueblo en marcha hacia la realización escatológica. En esa experiencia ha sido particularmente relevante el hecho de que dichas comunidades vivan de una manera renovada la dimensión comunitaria típica del pueblo de Dios. Lo cual, además, es decisivo en la realización de la vocación del pueblo disperso a hacerse pueblo congregado. La masa, lo que todavía no es pueblo, encuentra en las comunidades el impulso indispensable para tomar conciencia, tomar la palabra, escucharla, responder a ella, irse haciendo en verdad pueblo de Dios. c) Cuando, pues, se habla de Iglesia de los pobres, se quiere testimoniar ese renacer del pueblo de Dios que se da en las periferias urbanas, en las zonas rurales, en las regiones indígenas, en los sitios de la marginación y el desamparo. Con ello se quiere nombrar a una Iglesia en la que laicos y religiosos, sacerdotes y obispos, han experimentado una nueva llamada y han tratado de responder con fidelidad en el servicio y la solidaridad con los pobres; en la que el evangelio se anuncia en la solidaridad con las clases explotadas, una Iglesia convocada por el anuncio del evangelio liberador dentro de las luchas históricas de liberación; una Iglesia que es congregación de cuantos acogiendo a Cristo
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reciben el anuncio de su reino y se empeñan por hacerlo vida en el servicio. Una forma privilegiada de ese acogimiento y ese servicio es la solidaridad del pueblo pobre. La solidaridad como forma histórica de la caridad. Solidaridad con el prójimo individual y colectivo, solidaridad con el que está cerca y con el que está lejos, con el compatriota y con el refugiado, solidaridad con los pueblos que caminan hacia la liberación histórica. La razón por la que Puebla califica de poco afortunada la expresión «Iglesia popular» estriba en que pareciera indicar una Iglesia alternativa ante otra Iglesia no popular, alienada (Puebla 263). Por ello la eclesiología de la liberación insiste, con una insistencia al parecer poco percibida en determinados sectores eclesiásticos, en que, en América latina, hacerse Iglesia de los pobres no se vive como la construcción de una alternativa, sino como la realización de una vocación. Nacer del pueblo como Iglesia de los pobres es cuestión de fidelidad, de conversión humilde y respuesta a la llamada del Señor que se hace palabra viva en el prójimo oprimido y creyente, en la llamada a una práctica —y en la respuesta a ella en el Espíritu— que se vive como lucha libertadora. Ahora bien, es preciso subrayar que esa vocación de la Iglesia es la vocación de siempre. Pues en todas las épocas su destino ha sido servir al reino de Dios desde el seguimiento de Jesús por la fuerza de su Espíritu. Lo novedoso para hoy es la concreción que ello debe tener en las condiciones históricas de la América latina de hoy. d) En este caminar del pueblo pobre, de las comunidades que en su humildad son una verdadera gracia para la Iglesia de América latina, la eclesiología de la liberación ha encontrado también una novedosa experiencia y comprensión de María —madre de Dios y madre del pueblo pobre—, de su papel en la obra liberadora de Jesús, de su lugar en la vida de la comunidad creyente. Así ha podido profundizar y sistematizar los rasgos de la figura de María como prototipo de la Iglesia. La ha vuelto a ver como la mujer sencilla, del pueblo, la madre de Jesús el hijo del carpintero; solidaria con su gente y con las esperanzas de su pueblo, servidora del Señor que derriba a los potentados de sus tronos y exalta a los humildes, a los pobres llena de bienes y a los ricos los despide vacíos. En esa mujer, que es dichosa porque acoge y cumple la voluntad del Padre, que mantiene su fidelidad hasta el momento de la cruz de su Hijo, que es impulso discreto y alentador en la naciente Iglesia que se congrega en la fe del Resucitado, ha encontrado la eclesiología de la liberación fuerza para valorar a la mujer latinoamericana —doblemente oprimida, por ser pobre y por ser mujer—; impulso para reconocer y fomentar su participa-
ción en la gestión de la Iglesia, su papel en el caminar del pueblo pobre que irrumpe en la historia; creatividad para proseguir la necesaria evangelización de la religión del pueblo.
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4.
Unidad y conflicto en la Iglesia
Inevitablemente y desde el principio, la eclesiología de la liberación ha debido ocuparse del tema central de la unidad de la Iglesia. Y al hacerlo ha subrayado que las rupturas más graves de esa unidad son las que comportan un escarnecimiento de la imagen de Dios en el rostro de las mayorías oprimidas; las que dividen la sociedad en sectores objetivamente contrapuestos, en clases sociales en conflicto. En ese sentido, dicha eclesiología insiste en que no puede tratarse el tema de la unidad eclesial al margen de la realidad sacramental de la Iglesia y de su esencial referencia al mundo. En efecto, la verdad más profunda de la unidad de la Iglesia consiste en la comunión de los creyentes con Dios y entre sí, en la participación del amor trinitario que constituye la base real de la fraternidad cristiana. La Iglesia, por tanto, en nuestras condiciones históricas, recibe el don de su unidad y lo va realizando en la medida en que sirve al proceso de unificación del mundo. Y en un mundo radicalmente dividido la función unificadora de la comunidad eclesial se actuará en la lucha contra la injusticia como causa de división y en la construcción de la justicia como encarnación de real fraternidad. Como una consecuencia —aunque en ocasiones haya sido más bien un punto de partida— un tratamiento así de la unidad de la Iglesia critica seriamente manejos ideológicos de la unidad eclesial que más que promoverla encubren y aun legitiman las divisiones históricas que sufren los pobres del continente. Afín a este tratamiento de la unidad ha ido surgiendo una reflexión sobre el conflicto en la Iglesia. La gran vitalidad eclesial a que nos hemos estado refiriendo no se ha dado sin una conflictividad significativa en nuestra Iglesia. No todos aceptan el cambio de la misma manera, sobre todo el cambio socio-histórico, el que estaría orientado a una verdadera participación y comunión de nuestros pueblos. No todos asumen la forma como la Iglesia ha de comprometerse ahí. Y esto produce tensión y conflicto dentro de la Iglesia. La clave para manejar esas tensiones conflictivas ha sido la subordinación al reino de Dios. Las estructuras, las normas, las realidades institucionales, han de ser normadas por el reino y no, al revés, el reino normado por ellas. En esta conflictividad hay que reconocer el propio pecado y hay que saber comprender que no es tan fácil que la Iglesia asuma esta novedosa voluntad liberadora de
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Dios, en cuya conciencia se ha ido construyendo esta eclesiología. Una espiritualidad del conflicto, que no se asusta ante él, que sabe discernir en él la voluntad de Dios, que quiere honradamente superarlo en la dirección del reino de Dios, que es capaz de perseverar sin desaliento y sin que se muera la esperanza, eso es don del Espíritu. Eso es reproducir la experiencia también conflictiva de las primeras comunidades: su descubrimiento paulatino de la voluntad de Dios sobre la Iglesia en circunstancias totalmente novedosas e imprevistas. En este mismo ámbito se plantea a la Iglesia de América latina y, consiguientemente, a la eclesiología de la liberación, la cuestión del pluralismo eclesial. ¿Cómo ser Iglesia una, en fidelidad al llamado que el Señor hace en los pobres y oprimidos, y, a la vez, Iglesia plural, Iglesia que camina a diferentes ritmos y que historiza de diferentes maneras esa respuesta y esa fidelidad? Toda esta teología de la unidad eclesial se vive esperanzadamente en las comunidades pobres, en las comunidades eclesiales de base, que son como una «bendición del Padre que llena de vida nueva a su Iglesia» (Puebla 96). Comunidades que en la comunión verdadera, construida en el día a día, se esfuerzan por hacer honor a su nombre, y en las que los diversos carismas se van realmente orientando a la construcción de una única Iglesia. Comunidades en las que muchos pastores reconocen haber reinventado su servicio a la unidad; que, dentro mismo de la Iglesia, no son siempre entendidas, que ven rechazado —por el temor y el poder— su vigor profético y su compromiso histórico; y que, sin embargo, no sólo mantielien la comunión sino que se esfuerzan por promoverla. No se cansan de anunciar que el único evangelio que hemos de vivir en la Iglesia es el de Jesucristo, el del crucificado por los poderosos de su tiempo y resucitado por el Padre como salvador para todos los hombres. Comunidades que se saben y experimentan también débiles, totalmente remitidas a la misericordia del Padre. En él está su vida y la posibilidad de ser semilla de futuro en la Iglesia y en la historia.
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ministerio, servicio y participación eclesial más acordes con lo que pide la vocación de la Iglesia hoy. En primer lugar se ha ido dando y legitimando teológicamente una participación cada vez mayor de los laicos, de los laicos pobres, en la gestión eclesial. En todas partes se reconoce el surgimiento de «nuevos ministerios» laicales. Asimismo una mayor autonomía de los mismos laicos en la participación cristiana en las luchas históricas. Conciencia de que la praxis de la liberación desde la experiencia eclesial es respuesta radical a la vocación cristiana y no actuación de un encargo recibido, por ejemplo, de la jerarquía. Esto, con todo, todavía tiene que reflexionarse más y vivirse mejor, a fin de que se vaya llegando a un estatuto más claro de los laicos en la Iglesia. Estatuto que, por otra parte, debería prevenir contra una «nueva clericalización» indebida de los nuevos ministerios laicos. Por otra parte, se van presentando nuevas formas, más serviciales, participativas, solidarias, democráticas, de ejercer el ministerio sacerdotal y el episcopal. Formas asimismo más profeticas y comprometidas. No son pocos los pastores que han testimoniado el amor hasta el extremo de dar su vida por los hermanos. Todo lo cual no deja de tener, además, un claro impacto en la conciencia cristiana que postula que el servicio de Pedro en la Iglesia universal se realice como el de un papa de los pobres. En este mismo apartado habría que señalar una verdadera transformación también de las formas de vida religiosa. Vida que se lanza hacia el desierto y la periferia; hacia los lugares de la pobreza a donde nadie marcha; hacia la frontera en donde el Espíritu de Dios llama a la liberación a su pueblo. No cabe duda que la formulación teológica que ha inspirado a muchos religiosos y religiosas en nuestro tiempo ha tenido una alimentación importante en la teología que se elabora desde estas nuevas formas de practicar el seguimiento de Jesús y el servicio del reino de Dios. V.
5.
ASPECTOS CONFLICTIVOS Y PUNTOS DISCUTIDOS EN LA ECLESIOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
Nuevos servicios, estructuras y ministerios en la Iglesia
En la protesta contra la opresión y la marginación históricas y la participación efectiva de los cristianos en las luchas y esfuerzos de liberación, la Iglesia latinoamericana ha sentido la necesidad de que la autoridad y el ministerio se ejerciten de otra manera. En la práctica pastoral de la Iglesia de América latina y en la prometedora experiencia de las comunidades eclesiales de base se ha impulsado vivamente una renovación en esas funciones eclesiales y se han ido ofreciendo realizaciones iniciales de formas carismáticas de
La primera discusión, no sólo a nivel de la Iglesia latinoamericana, sino al nivel de la Iglesia entera, se ha dado en torno a la legitimidad cristiana de la teología de la liberación. Ahí se ha dado el esfuerzo por mostrar que la mejor teología de la liberación, necesaria para la Iglesia, ha sido un verdadero aporte en el redescubrimiento de su rostro cristiano, ha sido una manera de tomar en serio al Vaticano II (J. L. Segundo). En esta discusión y en las indicaciones del papa y los obispos se ha encontrado estímulo para evitar extremos a los que toda reflexión teológica
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la simple militancia partidista. Sobre todo en aquellos países en los que un corporativismo férreo hace que cualquier demanda, cualquier búsqueda, sea ya confrontación con el poder del Estado. Se busca encontrar, pues, una mejor articulación de la Iglesia que renace entre los pobres con el movimiento del pueblo que camina hacia su liberación. Se promueve la construcción del sujeto solidario y capaz de ir haciendo que la historia se mueva en la dirección de la justicia y la fraternidad del reino de Dios. Ante un reto así, las respuestas son variadas; y todas reconocen que ha de ser la praxis, la experiencia reflexionada, la que podrá aportar algo más firme y confiable en este sentido.
está expuesta pero también se ha visto reafirmada la vocación de la Iglesia a hacerse fiel Iglesia de Jesús en el mundo de hoy. Otra discusión importante, ya en el ámbito de la eclesiología, interroga si la Iglesia descrita en la eclesiología de la liberación es la auténtica Iglesia de Jesús o una Iglesia alternativa, otra Iglesia en la base. Ya se ha dicho varias veces a lo largo de este escrito que la eclesiología de la liberación responde a esto diciendo que hacerse Iglesia de los pobres y comprometida con la causa de su liberación no se vive en América latina como alternativa sino como vocación de la Iglesia toda. Con lo cual no sólo ofrece un recurso argumentativo sino que, de nuevo, testimonia en acción de gracias lo que el Espíritu de Dios está haciendo en medio de su pueblo, y, a la vez, reconoce en la gran Iglesia una la fuente y la acogida creciente de ese impulso. Ambas discusiones tienen que ver mucho más con el actual desarrollo histórico de los acontecimientos que con especulaciones teóricas; mucho más con la real solidaridad con la causa de los pobres y oprimidos y sus luchas por liberarse que con los textos y definiciones dogmáticas. Aquí mismo habría que situar la discusión que la eclesiología de la liberación ha debido sostener con otros sectores eclesiales a propósito del sentido de la opción por los pobres. No se puede quitar radicalidad al amor cristiano con adjetivos que no reconozcan la parcialidad de Dios respecto de los pobres. Es claro que Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, pero también hay que ir dejando claro el camino por donde históricamente, en la historia normativa de Jesús, ha pasado esa voluntad de salvación universal. Ya en el interior de la eclesiología de la liberación, una búsqueda importante va en la línea de la integración auténtica de la dimensión política en la vida cristiana y eclesial. ¿Cómo hacer para que los cristianos, individualmente y en comunidades, asumamos con responsabilidad la dimensión política ineludible de nuestra fe? ¿Qué aspectos de esa dimensión política tienen que ver sobre todo con los individuos? ¿Qué otros tienen que ver con las comunidades cristianas en cuanto tales? ¿Cuál es el legítimo papel, el exigido por el evangelio, de los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas que acompañan al pueblo pobre? Aquí van surgiendo las propuestas siempre en dirección de las diversas situaciones históricas: se subraya que la fe en sí misma tiene un componente histórico-liberador, no es sólo motivación para la praxis política —como puede verse claro en la misma experiencia de Jesús—. Se valora la participación política de los pobres, de una participación cada vez mejor, más lúcida, con más proyecto. Se buscan criterios para la participación adecuada en este ámbito de religiosos y sacerdotes. Se da a la política una connotación más amplia que
Ya se ha apuntado que una de las tareas que la eclesiología de la liberación se ha impuesto a sí misma es la del acompañamiento comprometido y crítico del pueblo que camina. En este seguimiento de la historia encuentra la eclesiología que se hace desde el reverso de la misma la fuente de su avance. No se trata de hacer libros cada vez más gruesos y con más cantidad de títulos en sus índices sino de que el pueblo viva, de que tenga vida abundante como lo quiere el Padre de la Buena Noticia. Se trata de que se narre con fidelidad, se critique con autenticidad y se impulse con vigor el caminar del pueblo de Dios que es la Iglesia que renace entre los pobres. Hay aquí, por tanto, un reto a la santidad militante, a la dedicación de tiempo completo al pueblo pobre y a la reflexión con él. Un reto también al diálogo teológico y al trabajo en equipo. Características éstas muy propias de la producción latinoamericana de la teología de la liberación. Otra de las tareas de la eclesiología de la liberación es seguir mostrando dentro de la gran Iglesia la legitimidad de esta forma de ser Iglesia. No tanto, pues, la legitimidad de un sistema teórico cuanto la legitimidad de una vida que discurre por cauces novedosos y esperanzados, cauces llenos de dolor y sufrimiento, cauces de conflicto y de cruz, pero cauces en definitiva por donde llega la gracia costosa que el Padre ha querido darnos en su Hijo amado. Una mayor apertura eclesial en tiempos difíciles y de invierno puede ser decisiva para que el pueblo tenga vida. Y la eclesiología de la liberación, como trabajo sólido, serio y creyente, testimonial y en comunión radical, aun en el conflicto, puede ser una contribución importante para mantener, recuperar y hacer posible esa apertura.
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VI.
PERSPECTIVAS DE FUTURO PARA LA ECLESIOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
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Y todo esto en el seguimiento del crucificado al que Dios resucitó de entre los muertos y en quien nos ha dado la vida verdadera que pedimos todos los días en el Padrenuestro, en la plegaria indeficiente que nos enseñó Jesús por el reino, por el pan, por el perdón, por la liberación de todo mal.
MORAL FUNDAMENTAL EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Francisco
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A partir del Vaticano II hemos asistido en el campo de la teología moral a un proceso de renovación profunda y de vastas consecuencias. Este cambio tal vez haya sido más espectacular y difundido en lo referente a determinadas cuestiones específicas y más polémicas de moral concreta. No obstante, la raíz de tales cambios hay que buscarla en el ámbito de la fundamentación ética. Aquí radica el origen de las propuestas de la teología moral renovada articuladas en torno a la corriente de la ética de la autonomía como su expresión principal en el intento de fundamentar críticamente la ética teológica*. A su vez, en esos mismos años en que la reflexión teológicomoral afrontaba el reto de sistematizar su fundamentación crítica dando una nueva configuración al tratado de la moral fundamental, había cristalizado un pensamiento teológico original en América latina. La corriente de la teología de la liberación irrumpía en el panorama teológico con dos aportes básicos: a nivel metodológico la incorporación del análisis social a la reflexión teológica y, al mismo tiempo, asumiendo la perspectiva del pobre como el lugar teológico desde el cual enfocar la teología 2 .
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1. Un estudio comparativo de los planteamientos de los manuales más significativos sobre la cuestión de la moral fundamental se encuentra en R. Gallagher, «Fundamental Moral Theology 1975-1979. A Bulletin-analysis of Some significant Writings examined from a Methodological Stance»: Studia Moralia, 18 (1980), pp. 147-192. En el ámbito de lengua española ha dedicado una atención preferente a este tema M. Vidal, «La fundamentación de la ética teológica como respuesta al reto de la modernidad. Exposición crítica del estado de la cuestión»: Moralia, 3 (1981), pp. 419-446. 2. A este respecto nos remitimos a la obra de R. Oliveros, Liberación y teología. Génesis y crecimiento de una reflexión (1966-1976), Lima, 1977 y a J. Ramos Regidor, Jesús y el despertar de los oprimidos, Salamanca, 1984.
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Mientras que algunos temas teológicos fundamentales acaparaban su atención en los años iniciales y conseguían un desarrollo considerable (Dios, Cristo, Iglesia, pastoral, espiritualidad), los temas específicamente morales y, en concreto, la moral fundamental, tienen un desarrollo comparativamente menor. Su evolución camina a la sombra y en dependencia de los temas teológicos. Después de un lógico período de crecimiento y consolidación, desde hace unos años puede afirmarse sin exageración que la reflexión teológico-moral en América latina ha alcanzado una mayoría de edad y una expresión digna de ser tenida en cuenta \ El presente artículo se propone hacer una exposición sintética de lo que ha sido la génesis, desarrollo, contenidos y aportes principales de la corriente denominada teología de la liberación en el campo de la moral fundamental. I.
1.
Consideraciones
APROXIMACIÓN HISTÓRICA
generales
Quienes limitan su visión de América latina a la de un subcontinente sumido en una honda y compleja red de problemas económicos, sociales y políticos no alcanzan a entender la valía y la necesidad de un pueblo que se empeña, para sobrevivir, en defender su derecho a pensar, mientras los pragmáticos y los activistas fanáticos de cualquier tendencia perciben la urgencia de cambiar la realidad como tarea prioritaria y sólo después, aducen, se podrá dedicar tiempo a pensar esa realidad. Con riesgo de simplificar demasiado, podría afirmarse que quienes, consciente o inconscientemente, propugnan esta postura, consideran como tiempo y energías perdidos los que se dedican a la tarea de conocer en profundidad la realidad. En definitiva, sería una distracción y una falta de compromiso 4 . Por otra parte, en el caso concreto de la teología, ésta es considerada por muchos sectores como una especie de convidado de piedra en el concierto de las ciencias al que rara vez se le da la palabra. Se la manda al limbo metafísico por parte de quienes consideran que sólo son saberes serios, científicos, los empírica-
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mente verificables. La teología sería en este caso un saber impostor que durante siglos tuvo cautivo el avance de las ciencias. Lo sucedido en América latina durante las tres últimas décadas aproximadamente muestra que la realidad no es tan simple como lo pretenden estas generalizaciones. La teología, los teólogos y su obra, no sólo no se hallaban lejos de la realidad sino que a través de comunidades cristianas, de hombres y mujeres profundamente comprometidos con sus pueblos, estaba siendo uno de los factores que contribuyeron más decididamente al proceso histórico de transformación de esa misma realidad a lo largo de América latina. Por otra parte esa mutua vinculación entre teología y contexto histórico puso de relieve la pertinencia de la teología como un saber englobante. En el conjunto de los saberes que se ocupan del estudio y análisis científico de determinados sectores de la realidad se hace necesaria también la presencia de aproximaciones totalizantes que ayuden a una comprensión sintética del mundo, del hombre y de la historia. De ahí la apelación cada vez más insistente al universo ético que proviene de las instancias culturales, sociales, populares y políticas. Aunque, en teoría, la ética goza de una clara autonomía respecto de la teología, para el cristiano concreto sus motivaciones éticas son incomprensibles sin una referencia, muchas veces implícita, a su cosmovisión teológica. Este aspecto ha sido puesto muy de relieve por la teología de la liberación. No es exagerado afirmar que, tanto por talante como por metodología, es la más moral de las teologías. En efecto, por un lado exige del teólogo el compromiso de reflexionar a partir de su vida cristiana; por otro lado su metodología postula la praxis como punto de partida y de llegada del círculo hermenéutico. Nos encontramos por consiguiente ante una teología en la que las connotaciones éticas son algo sustantivo y no meras derivaciones periféricas. 2.
Génesis y desarrollo de la ética de liberación
3. Un estudio del surgimiento, evaluación y planteamientos de la moral fundamental en la teología latinoamericana lo hemos realizado en F. Moreno Rejón, Teología moral desde los pobres. La moral en la reflexión teológica desde América latina, Madrid, 1986. 4. Ciertamente no se puede olvidar que, por desgracia, abunda el número de quienes conciben y realizan la tarea intelectual totalmente desconectados del mundo y de la realidad que los rodea. En ese caso, no tan infrecuente, sí estaríamos ante una evasión cómplice que elude su responsabilidad.
Lo dicho en los párrafos anteriores pone de manifiesto la estrecha conexión que existe entre teología de la liberación y ética. Es de sobra conocido cómo en la Escritura y en la teología clásica, desde los santos Padres hasta la escolástica, las cuestiones teológicas se hallan íntimamente unidas a su dimensión ética. La pregunta, y la respuesta, teológica (quién es Dios) es inseparable de la pregunta moral (qué hacer). En este punto la obra pionera, y también la más significativa de la teología latinoamericana, la ya clásica Teología de la
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liberación de G. Gutiérrez 5 , muestra coincidencias fundamentales en el modo de concebir y articular la teología y el quehacer del teólogo no sólo con autores como Bartolomé de las Casas, sino también con las obras de autores más académicos como Vitoria y Soto, por ejemplo. Allí se encuentra una integración fluida entre las cuestiones emergentes de la vida cotidiana, por un lado, y la Biblia, los aportes de las ciencias y saberes humanos, la espiritualidad, la moral, etc., por otro. Este hecho, que obliga a considerar a los mencionados teólogos clásicos como representantes tanto de la teología dogmática como de la teología moral, fue valorado distintamente en el caso de la teología de la liberación. Unos veían en ella, sin negarle cierta dosis de buena voluntad, una confusión indebida entre teología y moral 6 . Otros preferían interpretarlo como un simple reduccionismo ético: la teología de la liberación no era sino un punto dentro de un capítulo de la moral social 7 . Lo que estaba en cuestión en esos primeros intentos de sistematización de la teología latinoamericana de la liberación era, sin embargo, la reafirmación de la estrecha vinculación entre teología y moral. En un segundo momento comenzó la tarea de suplir los vacíos de exposiciones sistemáticas de la moral fundamental 8. Las primeras intuiciones esbozadas en este campoo por J. L. Segundo y H. C. de Lima Vaz tuvieron poca repercusión. La irrupción de Medellín supone un impulso definitivo para un período de fecunda creatividad y dinamismo tanto pastoral como teológico. Medellín, al igual que Vaticano II, no presenta, como es obvio, ningún tratamiento sistemático de la ética y menos aún de la moral fundamental. No obstante su metodología y su temática constituyen una lectura ética de la realidad latinoamericana 9 desde
5. Una nueva edición revisada y aumentada por su autor ha sido publicada recientemente en Lima (1989). 6. A este respecto, M. Vidal, en sintonía con la postura de A. Fierro, hablaba del «confuso estatuto epistemológico de la ética teológica» en su artículo «La autonomía como fundamento de la moral y la ética de liberación», en Concilium, 192 (1984), p. 291. Para este autor «la función peculiar de la ética teológica ha sido usurpada por todo el conjunto de la teología de la liberación»: ibid. 7. Muchos críticos de la teología de la liberación, siguiendo la conocida opinión de Daniélou, pretenden anular su validez aduciendo que no es sino el replanteamiento de la «cuestión social» por parte de los teólogos de los países subdesartollados. 8. Fácilmente se percibe que el proceso seguido en esos mismos años por parte de la corriente de la moral autónoma era fundamentalmente diferente. Su pteocupación era la de formular una ética en clave secular aceptable para el mundo de la modernidad. 9. Medellín aún sigue aguardando un estudio de sus documentos que los analice con suficiente amplitud. Un apunte sobre sus aportes en el campo de la moral lo hemos hecho en Moreno Rejón, «La teología moral en América Latina a parrir de Medellín», en Varios, Irrupción y caminar de la Iglesia de los pobres. Presencia de Medellín, Lima, 1989, pp. 247-269.
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la perspectiva de una liberación integral a partir de la preferencia por el pobre. Sin embargo el talante que predomina en sus textos es eminentemente teológico-pastoral. La reflexión específica en el campo de la teología moral despunta en trabajos iniciales de algunos autores, entre los cuales merecen destacarse los nombres de B. Leers y J. Snoek, por ser quienes en su producción posterior mantuvieron la continuidad en la dedicación a la teología moral durante muchos años en Brasil. Su atención se centró en la enseñanza, pero también en el estudio, la investigación y la publicación 10. En el área de la filosofía moral sobresale la obra de los argentinos E. Dussel y J. C. Scannone. Los años sucesivos verán aparecer la obra de los moralistas brasileños A. Moser y M. F. dos Anjos y el colombiano A. Muñera. El campo de la filosofía moral lo trabaja, también en Colombia, L. J. González. No obstante el hecho que permitió aglutinar y fortalecer a los moralistas latinoamericanos fue el impulso dado a los Encuentros de profesores de teología moral de Brasil, que culminaron con la celebración en el año 1987 del 1 Congreso Latinoamericano de teología moral. Allí se presentaron los dos primeros volúmenes de la colección «Teología moral en América latina» y se inauguraba oficialmente el Instituto de Teología Moral «Alfonsianum» que desarrolla regularmente su actividad académica a partir del año 1988. La publicación de las actas del Congreso " contiene los aportes y nombres más significativos de la teología moral en América latina. Los nuevos autores que en estos últimos años publican obras significativas son: T. Mifsud en Chile, F. Moreno Rejón en Perú y E. Bonnín en México. Con diferencias y matices entre ellos puede afirmarse que la gran mayoría de la teólogos de la moral en América latina comparten las intuiciones, metodología y postulados fundamentales de la teología de la liberación. Hay entre ellos, además, espíritu de comunión eclesial y trabajo en equipo: una conciencia explícita de fomar parte de una corriente que camina confluentemente hacia una misma dirección.
10. Del desdén que por esos años se tenía a las expresiones moral y moralista en los ambientes teológicos de América latina es un indicio el uso de la denominación «teólogos de la moral» que se prefiere en Brasil, país que destaca en el cultivo de este campo teológico. A los nombres de Snoek y Leer habría que añadir los de H. Assmann, Pinto de Oliveira, J. B. Libánio, G. Giménez, J. Aldunate, J. P. Miranda, R. Alves, J. de Santa Ana y J. Míguez Bonino. Una referencia bibliográfica bastante completa de sus diferentes publicaciones puede verse en F. Moreno Rejón, «Información bibliográfica sobre la moral fundamental desde América latina»: Moralia, 7 (1985), pp. 213-231. 11. Cf. M. F. dos Anjos (ed.), Temas latinoamericanos de ética, Aparecida - SP, 1988. Una crónica del Congreso, así como una recensión de las ponencias presentadas, puede verse en F. Moreno Rejón, «Noras a propósito de un Congreso y un libro»: Páginas 94 (1989), pp. 103-111.
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En síntesis, nos encontramos ante una serie de datos que avalan la afirmación de que la teología moral en América latina no sólo muestra un crecimiento constante sino que ha logrado una consolidación y una madurez en la elaboración y expresión de sus propuestas. Estos datos serían principalmente: a) En el ámbito de las publicaciones: la aparición de numerosos artículos y obras de moral. Entre ellas destacan la mencionada colección «Teología moral en América latina» y la conclusión del primer manual de teología moral hecho por un moralista latinoamericano lz. b) En el campo de la investigación y la docencia, el Instituto de Teología Moral de Sao Paulo y la Asociación de profesores de teología moral de Brasil son las instituciones que impulsan y canalizan, a través de los encuentros anuales y los Congresos a nivel latinoamericano, el trabajo de los moralistas. Estos que son aspectos más cuantificables no hacen sino poner de relieve la mayoría de edad de la teología moral en América latina. Son el síntoma que manifiesta, por un lado, la fuerza y la urgencia de los problemas éticos que plantea la realidad latinoamericana y, por otro, la sensibilidad de unas comunidades cristianas que exigen de sus teólogos formular y sistematizar una respuesta a los retos que plantea esa realidad. II. LOS RASGOS DE LA MORAL FUNDAMENTAL EN LA ETICA DE LA LIBERACIÓN
Partiendo de la necesaria vinculación y mutua referencia que existe entre teología y moral y que, como se ha señalado anteriormente, la teología de la liberación resalta de modo particular, es lógico que los aspectos teológicos centrales de ésta se reflejen en los planteamientos de la ética. En la medida en que la teología moral explícita su componente teológico no hace sino asumir y desarrollar en un campo específico los rasgos básicos comunes que comparte con las restantes disciplinas teológicas. De ahí que, en un primer momento, este apartado centre la atención en desarrollar esos rasgos generales para pasar posteriormente a tratar de las características propias que presenta la ética de liberación.
1.
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Teología de la liberación y ética: elementos
fundamentales
Aunque es una afirmación sobradamente conocida, conviene repetirla una vez más ya que recoje notas esenciales de la teología de la liberación. Dicho con palabras de G. Gutiérrez: En teología de la liberación hay dos intuiciones centrales que fueron a d e m á s c r o n o l ó g i c a m e n t e las p r i m e r a s y q u e siguen c o n s t i t u y e n d o su c o l u m n a vertebral. N o s referimos al m é t o d o teológico y a la perspectiva del p o b r e 1 3 .
Una formulación tan neta y proveniente de una opinión tan cualificada refleja bien a las claras cuál fue desde el comienzo y sigue siendo la columna vertebral, es decir, el eje articulador sobre el que ha de girar toda reflexión teológica en la línea de liberación. En opinión del mismo autor ambas intuiciones primeras son inseparables y juntas constituyen el aporte principal y el rasgo configurativo de esta corriente teológica. De ahí que sea necesario hacer referencia al método propuesto y desarrollado por la teología de la liberación como exigencia de rigor científico y a la perspectiva del pobre como configuradora del sentido de una propuesta teológica 14. Ambos aspectos se condicionan y se refuerzan mutuamente. a)
El método teológico-moral
Afirmar que la teología, el hablar de Dios, es un momento segundo implica afirmar que hay un momento primero, previo a toda formulación teológica, que consiste en el lenguaje silencioso de la oración y el compromiso cristiano. En definitiva, la metodología, tal como la entiende la teología de la liberación, hunde sus raíces en el terreno de la espiritualidad. Esto no supone descuidar los requerimientos de rigor metodológico, sino poner de relieve unos pre-requisitos que es necesario explicitar 1S .
12. Nos referimos a la obra en cuatro volúmenes de T. Mifsud, Moral de discernimiento, Santiago de Chile, 1983-1987. Para la bibliografía remitimos, aparte de los elencos que hemos publicado en la revista Moralia en 1985 y 1987, a nuestra Bibliografía latinoamericana sobre moral, Lima, 1989. A pesar de ello hay quienes, por desconocimiento o por un divismo superficial (que, por lo demás, no logra ocultar su desdén por el pueblo, la Iglesia y los teólogos latinoamericanos), sólo le conceden status de teólogos a tres o cuatro figuras más conocidas. Al no incluir allí ningún moralista acaban menospreciando cualquier tipo de trabajo realizado en el campo de la moral en América latina.
13. G. Gutiértez, Teología desde el reverso de la historia, Lima, 1977, p. 42. 14. Como es obvio al tratarse de dos cuestiones centrales, en teología de la liberación tanto el método como el pobre son temas que serán desarrollados sistemáticamente en un lugar propio de esta obra. Aquí sólo son abordados desde el ángulo específico de su incidencia en la formulación de la moral fundamental. 15. Ha sido, una vez más, G. Gutiérrez el autor que ha sintetizado agudamente esta realidad al decir que «nuestra metodología es nuestra espiritualidad»: véase su obra La fuerza histórica de los pobres, Lima, 1979, p. 176. A su vez, otro autor, atento a evitar que la teología se convietta en un saber que elude fácilmente la disciplina del rigor crítico, reconoce que la práctica teológica supone una «experiencia pística» y una «práctica agápica» previas, «algo que, por otra parte, pertenece a la tradición misma de la teología»: C. Boff, Teología de lo político. Sus mediaciones, Salamanca, 1980, p. 397.
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La metodología teológico-moral reclama, pues, en primer lugar y como parte sustantiva del quehacer teológico, el carácter militante, creyente y eclesial del teólogo 16 . No obstante estos requisitos, con ser necesarios, no bastan para garantizar la validez de un método teológico. Se requiere, como es lógico, articular las diferentes mediaciones que configuran un determinado modo de hacer teología. En el caso concreto de la ética de liberación, se tratará de integrar convenientemente los aportes provenientes de la mediación socio-analítica, de la mediación filosófico-metafísica y de la mediación hermenéutico-teológica. En efecto, el recurso a las ciencias sociales permite conocer mejor y de forma crítica no sólo los fenómenos sociales, sino sus estructuras, a fin de percibir con mayor precisión los desafíos que la realidad plantea a la reflexión teológico-moral. No se trata, como es obvio, de reducir la teología o la moral a los datos del análisis social sino de reconocer que las ciencias sociales proporcionan una materia prima a la teología, unos datos para ser procesados teológicamente. La racionalidad filosófica aporta a la teología una visión global de la realidad, del hombre, de la historia y del mundo que siempre fue considerada parte integrante del universo teológico. De ahí, y también del hecho de que fue cronológicamente posterior, la menor insistencia en propugnar el recurso a la filosofía por parte de los teólogos de la liberación ". A su vez, la mediación hermenéutico-teológica es el elemento que define la teologicidad de una reflexión. Aquí ocupa su primacía la Escritura como fuente de la teología y como interpelación constante para el cristianismo y para el teólogo. Una vez más nos encontramos ante la conexión entre lenguaje teológico (teoría) y práctica cristiana (praxis): ambas convergen de modo preferente en la teología moral. Esto no significa que la ortopraxis sea criterio de ortodoxia, pero sí que aquélla constituye la piedra de toque, un criterio verificador de ésta. Nos hallamos por consiguiente ante una metodología que integra las diversas racionalidades para poder llegar así a la razón moral: la realidad, y la praxis como parte de ella, leída por las
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ciencias de lo social (mediación socio-analítica) es interpretada por la racionalidad filosófica (mediación filosófico-metafísica) y reflexionada a la luz de la fe (mediación hermenéutico-teológica) hasta llegar a proponer unos criterios y exigencias morales que conforman la ética de liberación. b)
La perspectiva del pobre
La otra característica vertebradora de la teología, y de la ética, de liberación es asumir el punto de vista del pobre como perspectiva configuradora de sus contenidos. Toda teología, quiéralo o no, lo explicite o no, es un saber situado histórica, social y geográficamente. Sus expresiones se formulan en un contexto preciso y tienen un interlocutor a cuyas demandas intentan responder 18 . La ética de liberación afirma expresamente el lugar desde donde se elabora, esto es, su punto de vista, su situación y también cuál es su interlocutor, o sea, su toma de posición. Esto es lo que significa la expresión la perspectiva del pobre: explícitamente se pretende mirar la realidad desde el lugar y con los ojos del pobre, asumir los intereses históricos de la inmensa mayoría pobre e intentar responder a las exigencias de un Dios que ha revelado su amor preferente a los pobres. No se trata, evidentemente, de postular una moral relativista, sino de asumir el dato de que todo pensamiento es un pensar en situación y, como escribía B. Háring en la obra pionera de la renovación de la teología moral, ésta «pregona la verdad eterna mas para su tiempo. Por lo mismo debe hacer la radioscopia de los problemas y asuntos de su tiempo con la luz de la eternidad» 19. En resumen, a partir de la situación concreta de América latina formular una ética en clave de liberación implica que ésta se hace: — desde el reverso de la historia y del mundo, es decir, desde los vencidos de la historia, desde las culturas invadidas, desde países dependientes y sin real capacidad de decisión, con las múltiples limitaciones que todo ello conlleva; — desde la periferia de la sociedad, donde viven las víctimas de toda clase de opresiones, los que no cuentan, aquellos cuyos rostros reflejan «los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor» (Puebla 31);
16. Cf. J. B. Metz, «Un nuevo modo de hacer teología: tres breves tesis», en Varios, Vida y reflexión, Lima, 1983 y sus certeras consideraciones sobre el sujeto de la teología. Para un desarrollo más amplio de este punto, véase el artículo de F. Moreno Rejón, «Aportes metodológicos de la reflexión latinoamericana a la teología moral»: Moralia, 7 (1985), pp. 167168, con bibliografía. 17. Dos son los autores cuyo influjo es más patente en los postulados de la ética de liberación: X. Zubiri y su empeño por vincular la metafísica y la realidad de un lado, y de otra parte E. Lévinas y su insistencia en considerar al otro, o más precisamente el rostro del otro, como el origen de toda ética y de toda filosofía.
18. A esto se refería V. Jankélevitch, La paradoja de la moral, Barcelona, 1983, p. 226, al decir que «hay que estipular y especificar constantemente la cláusula irracional del punto de vista». Esta cláusula puede parecer un detalle circunstancial y, por tanto, negligente; sin embargo «invierte todos los juicios de valor y es moralmente decisiva». 19. B. Háring, La ley de Cristo, 1, Principios fundamentales de la vida cristiana. Moral General, Barcelona, s 1968, p. 28.
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— desde las mayorías de un pueblo oprimido y creyente: no puede dejar indiferente a la teología moral el hecho de que la mayor parte de los cristianos y de la humanidad vivan en condiciones de inhumana pobreza. Estas son, pues, las coordenadas que constituyen lo que se ha llamado la perspectiva del pobre. Ahora bien, el hecho de asumir explícitamente esta perspectiva conlleva como consecuencia principal incorporar la opción por el pobre (una opción existencial, no teórica, pero de indudables repercusiones éticas) al ámbito de la formulación sistemática. Esto significa colocar al pobre como el interlocutor preferente de la reflexión teológico-moral y redefinir el contenido de sus propuestas. Aquí radica ciertamente una diferencia fundamental con la que se viene llamando moral renovada cuyo interlocutor es el hombre nacido de la modernidad, cuyos desafíos provienen de un universo cultural marcado por la secularización y que intenta responder plausiblemente a los problemas planteados por la sociedad del bienestar. Para esta moral abierta y progresista la persona y su autonomía son las categorías básicas, lo que se corresponde con el actual y creciente predominio del subjetivismo en las diferentes manifestaciones del pensamiento, la política y los comportamientos en las sociedades de los países altamente desarrollados. Por su parte, la ética de liberación coloca como categoría referencial de sus planteamientos al no-persona, esto es, a las personas realmente existentes: los pobres. La condición de pobre no es algo adjetivo sino un modo de ser persona. En último término aquella corriente teológico-moral se preocupa por elaborar una «ética al servicio del hombre» que busca responder a la pregunta cómo ser buenos en esta sociedad, una sociedad ciertamente perfectible. La ética de liberación pretende, más bien, ir dando una respuesta, más provisional por más compleja, a la cuestión cómo ser buenos haciendo buena esta sociedad (es decir, transformándola) en vistas a una liberación plena e integral 20 .
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Características de la ética de liberación
Aparte de los rasgos básicos señalados anteriormente, es decir, la utilización de un método teológico-moral propio, la adopción de una perspectiva configuradora de este sentido, la opción por el pobre y su mundo como interlocutores que dan un sesgo peculiar a sus planteamientos, la moral fundamental elaborada por la ética de liberación presenta otras notas que la caracterizan. Para una presentación sintetizada de las mismas se agruparán en los tres rubros siguientes: su articulación como un modelo moral en torno al concepto-clave liberación; la sistematización de una ética con una clara impronta cristiana que la vincula estrechamente con la espiritualidad y, en tercer lugar, su talante pastoral, propio de una reflexión que surge al compás de la tarea evangelizadora del moralista más que de los círculos académicos 21 . a)
La ética de liberación como modelo moral
Como se desprende del mismo enunciado, la ética de liberación, en continuidad y sintonía con los postulados de la teología de la liberación, hace precisamente de esta categoría, liberación, el concepto clave de su estructuración como modelo moral. La coherencia de su estatuto epistemológico proviene de una adecuada comprensión del término «liberación» y los diferentes significados que encierra. Una lectura ética de la situación, a partir de la tensión dialéctica opresión-liberación que se da en ella como los dos polos de la misma realidad, presenta tres niveles de significación: — En el plano económico, social y político, se refiere a los pueblos y sectores sociales que aspiran a liberarse de estructuras y sistemas opresores. — En el nivel de la significación histórico-utópica, hace referencia al hombre en cuanto señor de la historia en lucha por ser dueño de su propio destino y en busca de la utopía del hombre nuevo en un mundo nuevo. — En la dimensión teológica redentivo-salvífica, apunta a Cristo salvador que redime y libera al hombre del pecado, que es la alienación radical y origen de toda opresión e injusticia. Estos tres planos o niveles de significación no han de entenderse como yuxtapuestos ni en sucesión cronológica sino que corres-
20. Aunque no sea éste el lugar para desarrollarlo, cabe anotar que estos planteamientos de la moral fundamental tienen profundas repercusiones y exigencias en el ámbito de la moral concreta, tanto a la hora de seleccionar los problemas morales prioritarios, cuanto a la forma de tratarlos y a las pautas normativas de una ética cristiana que hace de la vida del pobre un criterio de moralidad. Este punto lo hemos tratado en F. Moreno Rejón, Salvar la vida de los pobres. Aportes a la teología moral, Lima, 1986, pp. 14-25. Recientemente la confrontación de las dos tendencias señaladas en el texto se hizo patente en el Encuentro de Moralistas Redentoristas que tuvo lugar en Aylmer (Canadá) en junio de 1989 y cuyas ponencias aparecerán publicadas en las revistas Studia Moralia y Moralia. Como dato baste señalar el título de la intervención del brillante moralista español M. Vidal, La teología moral como servicio a la causa del hombre y la del brasileño M. Fabri dos Anjos,
Optar pelos pobres e fazer teología moral. Los títulos son suficientemente ilustrativos al respecto y ahorran comentarios. 21. Una exposición más extensa de las características de la moral fundamental en la ética de liberación puede verse en F. Moreno Rejón, Teología moral desde los pobres, pp. 73-158.
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ponden a tres dimensiones constitutivas de un proceso único y complejo que son mutuamente interdependientes". A cado uno de estos niveles corresponde epistemológicamente una racionalidad distinta: las ciencias sociales que permiten un conocimiento crítico de la realidad y posibilitan a la ética percibir la dimensión estructural de las cuestiones macromorales. La racionalidad filosófica, que encuentra en la metafísica de la alteridad el fundamento de una razón ética normativa, y la reflexión teológica, en cuanto discurso a la luz de la fe, que resitúa los problemas morales: en perspectiva cristiana los asuntos éticos no son solamente humanos sino que en ellos Dios está en juego. Ahora puede comprenderse más claramente la correspondencia que hay entre esta concepción de la categoría liberación como concepto-clave de un modelo ético y la propuesta de una metodología moral cuyas mediaciones socio-analítica, filosófica y teológica permiten abordar las distintas dimensiones que presenta una realidad compleja y multifacética como objeto de estudio. Otra consecuencia de la inseparabilidad de los tres niveles arriba mencionados es la ineludible referencia a Dios y a Cristo de la categoría liberación, entendida en clave cristiana, lo que pone de relieve el carácter marcadamente teo-lógico y cristo-lógico de la moral como componentes fundamentales en la ética de liberación. De ahí que, en este conjunto, la referencia al tema del pecado ocupe una atención permanente en la teología de la liberación. Y esto no porque se trate de elaborar una moral centrada en torno al pecado (hamartiocéntrica), sino porque al centrarse en Cristo como salvador y liberador no hay forma de referirse a su obra salvífica sin poner de manifiesto aquello de lo que nos libera: el pecado con todas sus consecuencias y manifestaciones personales, sociales, estructurales 23 . Otro aspecto que emerge del modelo de ética de liberación es su dimensión utópica. La utopía, desde su proyección de futuro, 22. El documento de Medellín supo discernir con perspicacia que «estamos en el umbral de una nueva época de la historia de nuestro continente». Esta época se caracteriza por un «anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva» que llevan a un «encuentro con aquel que ratifica, purifica y ahonda los valores logrados por el esfuerzo humano» (Introducción). A su vez, el documento de Puebla sintetiza la misma idea al hablar de la liberación refiriéndola a tres planos inseparables: «la relación del hombre con el mundo como señor; con las personas, como hermano y con Dios como hijo» (Puebla 322). 23. A causa de su importancia, los temas del pecado y de la utopía son objeto de tratamiento específico en esta misma obra. A ellos nos remitimos. Puede verse también el artículo de A. Moser, «O pecado social en clave latinoamericana», en M. Fabri dos Anjos (ed.), Temas latinoamericanos de ética, pp. 63-91. A su vez, dos brillantes muestras de utopías en nuestros tiempos pueden considerarse las formuladas por M. L. King, The trumpet of conscience, London, 1962 y G. García Márquez, «La soledad de América Latina»: Páginas, 51 (1983), pp. 26-28.
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comporta una crítica del orden real existente y la propuesta subyacente de construir un orden alternativo pero absolutamente irrealizable aquí y ahora en su plenitud. Lo utópico y lo ético convergen en una doble función: crítica y dinamizadora. Cuestionan los aspectos no válidos de la realidad por un lado y por otro impulsan y arrastran hacia su ideal. La ética tiene un potencial utópico y la utopía de la liberación plena plantea exigencias morales irrenunciables. b)
Espiritualidad
Una ética que pretende ser algo más que un código de buena conducta ha de resaltar su condición teológica y allí se encuentra con la estrecha vinculación que existe entre las diferentes disciplinas teológicas. Por lo demás la teología de la liberación presupone metodológicamente el compromiso y la praxis cristiana del teólogo por lo que la opción preferencial por el pobre no es apenas una categoría teórica de la reflexión teológica. Antes que nada es una experiencia espiritual de encuentro con el Señor en el servicio al pobre. En consecuencia, una ética de liberación planteada desde la perspectiva del pobre supone una motivación espiritual como requisito previo a su elaboración sistemática. La experiencia del seguimiento de Cristo, de vivir «según el Espíritu», da lugar a una ética del discipulado que requiere una formulación orgánica y crítica. La teología moral en clave de liberación se plantea a la vez como espiritualidad vivida y como disciplina teológica, esto es, como sabiduría espiritual y como saber racional14. c)
Talante pastoral
Una nota resaltante en la teología y en la ética de liberación radica en su esfuerzo por hacer compatibles los requerimientos de orden teórico y académico con la proyección pastoral. Nos encontramos, por tanto, ante una teología moral que, lejos de repetir principios atemporales y ahistóricos, se plantea como una reflexión vigorosamente conectada con la experiencia cotidiana del pueblo. En última instancia, la teología no es sino un ministerio, un servicio eclesial que ha de contribuir al desarrollo de la tarea evangelizadora: proclamar la exigencia de conversión y anunciar 24. Sobre el punto de la relación entre moral y espiritualidad puede verse el artículo de P. Richard, «La ética como espiritualidad liberadora en la realidad eclesial de América Latina»: Moralia, 4 (1982), pp. 101-114.
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buenas nuevas a los pobres constituyen el núcleo fundamental tanto de la sistematización de la ética teológica cuanto de la praxis pastoral 25 . Un reflejo claro de esto se encuentra en la atención dedicada al estudio del ethos popular y, más concretamente, a las relaciones entre ética cristiana y religiosidad popular 26 . De ahí también que, como resultado del conjunto de varios de los rasgos apuntados, aparezca con frecuencia el uso de un lenguaje ético de tipo más bien narrativo, preocupado más por transmitir una experiencia 27 que por encerrarla en los moldes académicos. En síntesis puede decirse que la moral fundamental planteada por la ética de liberación reúne los siguientes rasgos: — Asume las intuiciones y categorías centrales de la teología de la liberación para configurar un modelo ético. — Toma la realidad como punto de partida de su método teológico a fin de que su reflexión sea pertinente, en primer lugar, para esa realidad. — Integra en su método la racionalidad de las ciencias sociales y humanas, de la filosofía y de la teología. — Concibe la moral dentro de la unidad del saber teológico, lo que refuerza su identidad como teología moral. — Propone una ética práxica que resalta la vinculación de la moral con la espiritualidad y con la pastoral. — Dibuja una ética utópica y profética que, movida por un profundo aliento bíblico, mantiene la esperanza de que un mundo mejor es realmente posible y, por consiguiente, es la tarea a asumir no sólo por los creyentes sino por todas las personas de buena voluntad. — Insiste en el primado ético de la caridad que privilegia el amor eficaz al pobre y su causa como criterio de moralidad.
25. En realidad este marcado carácter pastoral de la ética de liberación no es ajeno al hecho de que la mayor parte de los moralistas de esta corriente no son teólogos «profesionales» sino que conjugan en su propia vida la dedicación a la pastoral y a la teología. 26. Cf. el estudio de J. L. Gonzáles, «La ética popular y su autonomía relativa»: Ailpanchis, 20 (1988), pp. 125-161. 27. Un buen ejemplo de ello puede verse en la obra de B. Leers, Jeito Brasiletro e norma obsoluta, Petrópolis, 1982.
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TEOLOGÍA DE LA MUJER EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Ana Margarida
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Para abordar el tema de la mujer a la luz de la fe, a partir de la experiencia concreta de las mujeres y en su propio lenguaje, es necesario tener en cuenta el contexto en que se sitúan en la sociedad y en la Iglesia. Las mujeres cristianas de América latina empiezan a percibir la extraordinaria fuerza de transformación de que son portadoras. Fundando clubs de madres, guarderías infantiles, hogares comunitarios, participando activamente en las comunidades de base y asociaciones de asistencia, integrando movimientos feministas, reivindicando derechos de ciudadanía, buscando valientemente a sus hijos y nietos desaparecidos en la represión política, luchando por la conquista de la tierra, descubren su identidad propia y la fuerza de su aparente fragilidad. Y esta fuerza la descubren las mujeres en la práctica, movidas por una experiencia de Dios, que les infunde coraje y esperanza para arrostrar los desafíos de la vida. El Dios al que invocó Jesús, un Dios que es comunidad de amor, las convoca para la práctica de la justicia, forma concreta de amor, que lleva a las mujeres a sentir en su propia piel las estructuras de injusticia que es preciso transformar (cf. Jn 1, 4; 4, 8; 13, 34; Le 10, 25-37; Lev 19, 18). A partir de la realidad en que viven, releen la Biblia en su propia óptica de mujer, en busca de una hermenéutica que les permita articular su praxis y su teoría en la perspectiva del reino de Dios. La fuerza de transformación de las mujeres se ve impedida todavía en la manifestación de toda su pujanza, pero ya empieza a conquistar su espacio de actuación. La mujer no es una entidad abstracta, ni vive aislada de los demás, ni tiene una manera especial de relacionarse con los otros. El descubrimiento de su dimensión relacional, de su profunda vinculación a la vida, le confiere una capacidad especial de hacerse 287
A.
M.
TEPEDINO
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M.
L.
RIBEIRO
BRANDÁO
solidaria en la lucha por la transformación, por la justicia y por la paz. Mira con otros ojos a los grupos y a las comunidades en que está inserta y se abre al mundo, cuando sale de la esfera privada en que está circunscrita en el tiempo y en el espacio a los papeles de esposa y de madre que ejerce en la vida familiar, lugar que le ha reservado usualmente una cultura patriarcal. En los últimos años, el tema de la mujer ha adquirido derecho de ciudadanía en las ciencias sociales, en la política, en la religión, en la teología, en la sociedad y en la Iglesia. Este hecho empezó a consolidarse principalmente a partir de la década de los 60. No es que las mujeres estuviesen confinadas únicamente hasta entonces en la esfera doméstica. Siempre hubo mujeres —pocas— que destacaron en posiciones de vanguardia, sobre todo a partir del siglo pasado. Pero se trataba de voces aisladas, aunque no dejaron de ser oídas.
I. EL SILENCIO SE ROMPE
El número de mujeres que destacaba va aumentando sensiblemente en los últimos decenios. Son mujeres que intentan romper los condicionamientos de estructuras injustas, que las reducen a una «cultura del silencio». Es la misma toma de conciencia de esta injusticia lo que las lleva a romper las barreras que se les imponen, a enfrentarse con valentía con las dificultades para tener voz y voto, en otras palabras, para asumir la fuerza de transformación que llevan dentro de sí. Esa fuerza les da ánimos para descubrirse a sí mismas, en su propia apertura a los demás y en la lucha por la paz, por la justicia y por la liberación. Las mujeres latinoamericanas, en su experiencia de fe, colocan la liberación de la mujer dentro del proceso de liberación histórico, económico, político y social de América latina. Aprenden que la liberación de los marginados es una conquista de cada día, un proceso dinámico y creativo que ellos mismos comienzan. Esto significa que la liberación tiene que pasar necesariamente por la intimidad de la vida cotidiana y afectiva. La opresión que pesa más fuerte sobre la mujer es la que se verifica en el círculo más próximo de la relación con el hombre. Por eso, su liberación pone en crisis una imagen femenina inculcada en ella por la cultura patriarcal y comienza un proceso en busca de una nueva personalidad, que no podrá dejar de lado la dimensión de la gratuidad y de la afectividad. Los textos bíblicos que expresan de forma más vehemente la opresión femenina muestran a la mujer silenciada o silenciosa ante la violencia que se les hace (cf. 2 Sam 13, 13; Jue 19, 1-30). La meditación de estos textos en la perspectiva de la mujer se realiza 288
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para encontrar en la Biblia una memoria del pasado, que las ayude a transformar el presente y a construir el futuro \ La novedad que se revela en estas mujeres que hoy destacan es que, tras cada una de ellas, hay un grupo o una comunidad que quiere hacerse oír. Hablan por sí mismas y en nombre de sus compañeras y compañeros. Esta toma de conciencia de sí mismas es un paso inicial e indispensable para que pueda ponerse en práctica su carácter relacional, en busca de un futuro nuevo, marcado por la justicia y el amor. Detrás de ellas están las comunidades de base, las asociaciones de vecinos, los clubs de madres, las mujeres labradoras, las mujeres prostitutas, las negras, los grupos feministas y la aparición de una teología feminista que encuentra en la teología de la liberación su interlocutor más cercano. La lucha de las mujeres por hacerse oír no está desvinculada de su empeño por la obtención de los derechos de ciudadanía para sí mismas, así como para todos los que se encuentran desprovistos de los derechos más fundamentales para realizarse como seres humanos libres, creados a imagen y semejanza de Dios. La articulación entre la ruptura del silencio y la consiguiente visibilidad de las mujeres ha sido objeto de reflexión por parte de muchas teólogas de las Iglesias cristianas y de otras muchas mujeres en su trabajo pastoral. Aunque en número todavía insignificante, ocupan lugares de liderazgo en organismos eclesiales y ecuménicos, pero encuentran dificultades para ser oídas y descubrir una manera distinta de actuar 2 . Las mujeres quieren ser oídas, quieren articular su discurso por sí mismas. No se trata de meras palabras, de un hablar por hablar. Lo que las mueve es el deseo de afirmarse como mujeres, como sujetos y no como objetos, pero sobre todo como personas que se relacionan con los demás, mujeres y hombres, en reciprocidad e igualdad de derechos. Es una palabra que brota de la vida y vuelve a ella enriquecida por el diálogo de mutuo aprendizaje. El testimonio de Raimunda Gomes da Silva (de la región de Bico do Papagaio, Brasil), mujer del sertáo que aprendió a leer en la Biblia, sirve de ejemplo de las experiencias de vida que las mujeres intercambian entre sí. Afirma: «Las mujeres están decididas a ponerse al frente». Dice esto, reflexionando sobre su actitud en medio de las mujeres labradoras y sobre su empeño en atestiguar de lo que vio y sigue viendo en la lucha por la tierra, que lleva al martirio a muchos de sus militantes. «Vete, que te oirán», 1. Cf. Ph. Trible, «Urna concubina anónima. O cúmulo da violencia», en Varios, A mulher na Biblia, Petrópolis, 1988, pp. 26-45; E. Tamez, A Biblia dos oprimidos, Sao Paulo, 1980. 2. Cf. E. S. Fiorenza, «Presentación»: Concilium 202 (1985), pp. 295-300; véase también M. B. Assad, «When I was called. Women in a changing world»: WCC (1986), p. 22.
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dice ella, al contar su decisión de atestiguar de todo lo que había visto. Lucha por ser oída, porque tiene algo que decir y lo dice con el estilo franco y directo de la mujer del sertáo: «Todavía no he hablado con nadie que no me haya prestado atención» 3 . Podrían citarse aquí un sinnúmero de testimonios de mujeres pobres, que hablaron ante los demás sintiéndose personas, viviendo su dignidad de personas humanas. Personas que descubrieron su identidad femenina en la lucha por la liberación común de todos los oprimidos.
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las alternativas que se le suelen presentar en la perspectiva cristiana. Ser persona significa estar abierto a su propia realización, que sin embargo no se lleva a cabo de una forma aislada o desligada de la historia humana. La mujer y el hombre como personas fueron hechos para vivir en relación recíproca, abiertos el uno al otro en su común igualdad delante de Dios, llamados a una vida de comunión y solidaridad, en el mundo que Dios les ha dado para cultivarlo y guardarlo (cf. Gen 1, 27-28; Gal 3, 28). III. DE LA PERSONA A LA COMUNIDAD
II. LA MUJER COMO PERSONA
3. Testimonio presentado en el II Encuentro Nacional de Teología en la perspectiva de la mujer (Río de Janeiro 1986). 4. Cf. Carta pastoral del episcopado americano sobre la participación de las mujeres en la misión de la Iglesia, marzo de 1988; Cora Ferro, «Jesús God: a path for Latín American Women. Women in a changing world»: WCC 22 (1986), pp. 12-13.
Las mujeres redescubren que la maternidad no puede ser considerada en un sentido meramente procreativo, sino en un sentido creativo, una creatividad marcada por la resistencia y la adaptación progresiva a las nuevas situaciones. Maternidad implica cuerpo, recipiente, espacio, servicio al otro, solidaridad, participación. Supone una proximidad única al niño que va a engendrar para el mundo. Esta apertura al hijo la hace solidaria con las otras madres y la prepara para estar presente en todos los lugares en que nace la vida compartida. De las necesidades de los hijos, de su vivencia como madres, las mujeres, especialmente las pobres, pasan a la experiencia comunitaria, rompiendo los límites de sus sueños domésticos y descubriéndose generadoras de historia. El servicio a la comunidad en que se encuentran representa una continuidad y una ruptura de su condición de madres. Servicio que, como trabajo realizado por la mujer en favor del hijo a quien ofrece con cariño la primera experiencia de proximidad humana, significa un profundo compromiso de la mujer con el misterio de la vida. Servicio que la despierta al trabajo solidario en la comunidad en que está naturalmente inserta o de la que se hace partícipe, no como madre o ejerciendo funciones maternales, sino como persona humana abierta a los demás, a partir de su amor a Dios. Las mujeres sienten la presencia de Dios de una manera peculiar. Desde lo más profundo de su ser, de su cuerpo, de su experiencia de la vida, que puede ser o haber sido caos, opacidad, confusión, brota la certeza de ser amada por Dios tal como es. Esta certeza las inunda de gracia para comprender el sentido último del amor a Dios y al prójimo. Anuncian con alegría esta presencia de Dios, en canciones o en poesías, a ejemplo de las profetisas del Antiguo Testamento: Miriam, Ana, Débora, Judit y María. Se apresuran a atestiguar su experiencia de la resurrección, como María Magdalena y las otras mujeres (cf. Me 16, 1; Le 24, 9; Jn 20, 18; Mt 28, 10). Ésta poesía sigue estando presente en la actualidad en las mujeres de las comunidades:
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La tematización de la dialéctica voz-oído-oír está presente en la reflexión elaborada por las mujeres sobre la condición femenina. Una dialéctica que reflexiona sobre la capacidad de oír la voz de otro, del marginado, del que pide justicia. Rompiendo el silencio, la mujer se hace visible. No se trata de una visibilidad pasiva, de mero objeto, sino de una visibilidad creativa y activa. En este tipo de visibilidad la mujer se presenta como sujeto, como persona responsable, capaz y participativa. En la perspectiva bíblica y cristiana, la atención a la palabra es la condición para que la persona sea vista y tenida en cuenta con toda su dignidad (cf. Dt 26, 7). El corazón, la sensibilidad, la persona en su integridad está llamada a estar presente por entero en la realización práctica de lo que nos indica Jesús: «¿Es que tenéis la mente embotada? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?» (Me 8, 18; cf. Jer 5, 21; Is 6, 10). Las mujeres cristianas, cuando son oídas y reflexionan sobre su propia condición, no pretenden cargar sobre los hombres todo el peso de la responsabilidad por las injusticias cometidas contra ellas, ni los consideran como un obstáculo insuperable para su liberación. Se proponen más bien examinar valientemente los preconceptos y estereotipos inculcados a través de las estructuras sociales y culturales, que ponen a las mujeres en inferioridad por la asimilación de una masculinidad marcada por la dominación, por el machismo y por la violencia, la agresión sexual y la indulgencia 4 . La liberación de la mujer lleva consigo una redefinición recíproca de la femineidad y de la masculinidad. Al descubrirse como persona, la mujer redefine el sentido de
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Un día la mujer gritó: «¡Soy guerrera!» Y el eco de su voz se hizo oír más allá de las fronteras. ¡Soy mujer: madre y guerrera! Mi límite no es ya el hogar. Me llaman la reina de la casa. Pero soy mayor que el océano y el mar. Salí... Todavía la aurora no había llegado al cielo. Fui al sepulcro de mi pueblo —como Magdalena un día— y vi...: ¡había una vida que proclamar! Y mi límite dejó de ser el hogar. Soy madre...: soy la vida. Soy esposa...: soy comprensión. Soy mujer...: soy dolor. Soy pueblo, soy amor: anunciación. Donde hay alguien caído, lo levanto. Donde hay alguien muerto, algún enfermo llorando...: ¡soy guerrera! Soy pájaro...: canto. Levanto a mi pueblo y lo saco de la esclavitud. Mi nombre es Liberación. Soy paz, soy la esperanza. Soy arco iris en este mundo de injusticia. Soy la igualdad... Mi nombre es Fraternidad. Me llamo pueblo...: soy humanidad. El que quiera encontrarme... será fácil...: ¡no estoy sólo en el hogar! Estoy en la lucha: soy guerrera, soy negra, soy pobre, soy vieja, soy viuda, y casi analfabeta. Pero es fácil encontrarme en la lucha, en el movimiento popular. Todos me conocen... Soy el resto que sobró de alegría y de amor. Soy todo lo que hay de bueno, de sueño, de cielo. Soy solamente María Miguel5.
Las mujeres comprenden por su propia experiencia que el hijo que engendran es de ellas mismas, del padre, de la sociedad, del mundo, de Dios. La maternidad no tiene solamente características biológicas o procreativas, sino esencialmente creativas de nuevas vidas, lo cual le confiere una dimensión social que traspasa los límites restringidos de la relación mujer-hembra. Esto supone un
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redescubrimiento del sentido del cuerpo de la mujer, no como objeto de pecado o causa de pecado, sino por su capacidad de redimir al cuerpo humano total —hombre y mujer—, luchando por su resurrección, por su vida. Por eso, en la perspectiva del reino, esta redención del cuerpo, de la «carne» de que fuimos formados, indica una antropología unitaria e igualitaria que podrá «re-crear» al hombre y a la mujer a imagen de Dios y a Dios a imagen .del hombre y de la mujer (cf. Jn 1, 14; Gen 1, 27) 6 . Hay toda una teología implícita en el intercambio de experiencias que se da entre las mujeres, explicitada luego por las teólogas que hacen de su tarea un servicio al reino.
IV.
OTRA MÚSICA PARA HABLAR DE DIOS
Al hablar especialmente del quehacer teológico de la mujer, pensamos a partir de nuestra propia experiencia personal como teólogas. Esta experiencia no es solamente nuestra, sino que apunta hacia una teología que se va haciendo en el Brasil, a partir de 1985, en un proceso de diálogo y de mutuo aprendizaje con otras teólogas del Primer Mundo, pero en especial con nuestras compañeras latinoamericanas. De este modo, la teología elaborada por la mujer parte de su experiencia concreta, así como de la experiencia de sus compañeras, especialmente de los sectores populares, con las que compartimos «nuestro ser y nuestro obrar, nuestro mirar y nuestro sentir, nuestro hablar y nuestro callar» 7. Parte también de nuestra experiencia de Dios, vivida del lado contrario al poder y a la dominación. Experimentamos a Dios en la vida cotidiana como al que está siempre al lado de los más débiles, sosteniéndoles y dándoles coraje y esperanza. Está surgiendo una nueva percepción de la fecundidad liberadora de releer la Biblia tomando en consideración la experiencia femenina de opresión, de pobreza, de resistencia, de esperanza. Empezamos a escuchar el eco y la resonacia de los textos de la sagrada Escritura en el corazón de las mujeres. Ellas, que conocen la fragilidad de la vida, la necesidad de protegerla y de cuidarla, tienen también un punto de vista original que empieza a expresarse en relación con su carácter, el mismo Dios que a través de la Biblia habla de la plenitud de vida para todas las personas humanas.
5. M. Miguel (Comunidad de San José, Itaim, Sao Paulo): Tempo e Presenta (1985), p. 204.
6. Cf. I. Cebara, «A mulher. Contribucáo á teología moral na América latina«, en Varios, Temas latino-americanos de ética, Santuario Aparecida, 1988, pp. 195-209. 7. Cf. I. Gebara, «Documento final» (del Encuentro Latinoamericano de Teología en la perspectiva de la mujer): REB 46 (1986), p. 181.
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Con estos dos puntos de partida, la experiencia de la vida y la experiencia de Dios, releemos la revelación y la realidad con vistas a una liberación no solamente personal, sino para todo el pueblo, esto es, mirando a una liberación común. Por eso, la reflexión teológica a partir de la mujer quiere hacer oír su voz como un servicio a todos los marginados. Por eso, es preciso «elaborar una teología combativa y aguerrida, esto es, que desentrañe de su raíz las causas de su marginación a partir de la perspectiva bíblica y teológica, con la finalidad de procurar la justicia» 8. Otro punto de partida, que se articula con los primeros, sería la «praxis del cariño», o sea, la búsqueda de nuevas relaciones entre las mujeres y los hombres, los jóvenes y los ancianos, en fin, entre todas las personas 9 . En la manera distintiva de hacer teología por parte de la mujer se da una integración entre el rigor científico y la sensibilidad, entre el dato experiencial y la seriedad de la investigación, que ayuda a superar la parcialidad de una teología reducida a la especulación sin suficiente atención al Espíritu. Y esto porque la mujer no aprendió nunca a verse dividida en compartimentos; es un ser más integrado. En el Encuentro de teología en la óptica de la mujer, celebrado en Buenos Aires en 1985 y que sirvió de marco para el caminar de la mujer-teóloga en América latina, se pudo percibir que las mujeres intentan unir la experiencia doméstica con el compromiso pastoral y con la reflexión teológica. Como teología de la liberación desde el punto de vista de la mujer, el quehacer teológico feminista parte de nuestra experiencia concreta, intenta conocerla a través de las ciencias humanas y sociales, interpretarla a la luz de la Biblia. Partimos de algunas observaciones básicas. La Biblia no es un libro neutro; no es neutro en dos sentidos: a) Sus textos, escritos en diversas épocas y contextos, reflejan las condiciones socio-económicas, políticas y culturales por las que pasó el pueblo de Israel; de un modo general, la cultura de ese pueblo era fuertemente patriarcal, una sociedad dirigida y gobernada por hombres, en donde la mujer estaba situada en posición inferior al varón; además, los textos bíblicos fueron escritos por personas de sexo masculino y, por tanto, es la visión masculina la que los escritos dejan vislumbrar. b) En un segundo sentido la Biblia no es neutra porque, leída en su conjunto, los grandes ejes que la sostienen revelan la conciencia de un Dios que toma partido por los pobres, oprimidos y despreciados, entre los que están incluidas multitudes de muje-
8. 9.
Cf. E. Tamez, «A for^a da nudez»: Ibid., p. 157. Ibid., p. 160.
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res. Un Dios que «oye el clamor» de su pueblo (Ex 3, 7-10) y que no viene a curar a los sanos y a los perfectos, sino a los enfermos y a los pecadores (Mt 9, 10-13). Pues bien, si la Biblia no es neutra, entonces tampoco puede serlo nuestra lectura. Se intenta leer los textos más allá de su envoltura cultural y literaria 10, orientándose por la perspectiva del Dios-con-nosotros (Enmanuel: cf. Is 7, 14) y por la práctica histórica de Jesús. Sobre todo, el comportamiento de Jesús respecto a las mujeres con las que convivió se convierte en una clave de lectura para la interpretación de los textos de toda la Biblia. Así, los hombres y las mujeres, pero especialmente estas últimas, sabremos oír la palabra de Dios en favor de las mujeres, incluso cuando el texto o las lecturas que de él se han hecho oscurecen la buena nueva del Señor 11 . Elza Tamez, pionera de la teología feminista latinoamericana, propone dos pasos metodológicos para una hermenéutica bíblica en la óptica de la mujer: distancia y aproximación. «Tomar distancia» del texto, para oírlo como si fuese la primera vez, prestando una atención muy especial a cada palabra. Este procedimiento permite que afloren las preguntas motivadas por la presencia o la ausencia de este o de aquel elemento. Además, esta toma de distancia debe estar «impregnada» de la experiencia de quien la realiza, lo cual trasforma el distanciamiento inicial en aproximación, condición indispensable para que la Palabra se haga viva. En esta aproximación, el dolor y la alegría, la opresión y la lucha, la esperanza y la fiesta contenidas en los textos nos ayudan a descubrir actitudes para el presente, como una experiencia viva 12. Estos dos pasos articulados entre sí —distanciamiento y aproximación— nos permiten encontrar claves de lectura liberadoras que trascienden la discriminación de las mujeres. La presencia de mujeres en el ejercicio «profesional» de la teología, como asesoras de comunidades, como profesoras de teología elaborando textos teológicos, llevó a Pablo VI a afirmar: «La teología es otra cosa distinta cuando pasa por el corazón de una mujer» 13. Las teólogas latinoamericanas, en su experiencia pastoral y cristiana, aprenden que la opción por el pobre se concreta en la opción por la mujer pobre, que hoy es la más pobre entre los pobres. En ellas la fuerza de transformación de las mujeres puede sintetizarse como resistencia para sobrevivir, como creatividad 10. Cf. Pablo VI, Coimo ler e entender a Biblia hoje, Petrópolis, 1982, p. 15. 11. T. M. Cavalcanti, Urna leitura de Biblia na perspectiva feminista, Sao Paulo, 1988. 12. Cf. D. Brunelli, «Libertafao da mulher»: CRB (1988), p. 46. 13. Citado por C. Militello, Teología al feminile. Donne: Studio ricerca insegnamento Mía teología, 1985, p. 5.
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para encontrar su nuevo lugar en la sociedad y como libertad que, en el sentido religioso, significa vivir y hablar de Dios 14 . La expresión «feminización de la pobreza» se acuñó a partir del perfil de pobreza que surge de la realidad norteamericana y refleja situaciones mucho más graves por todo el mundo. Incluso en la sociedad de abundancia existente en los Estados Unidos, el perfil de una persona pobre es el siguiente: mujer, negra, sin diploma de curso superior, no casada, con dos hijos por lo menos, uno de los cuales con menos de seis años 1J. Esta afirmación es verdadera para el Brasil y para América latina, con el agravante de que la renta per capita de las madres pobres en la zona de la miseria es inferior a 25 dólares (15 por 100 de las familias brasileñas) y un porcentaje bastante elevado de las mujeres es analfabeta o semi-analfabeta. En Brasil, las familias dirigidas por mujeres están asociadas a la condición de pobreza. Así, una parte proporcionalmente grande de familias pobres, especialmente entre las que están en los niveles más graves de miseria, está compuesta de mujeres con sus dependientes 16.
V.
PASIÓN Y COMPASIÓN
Esta realidad de la pobreza afecta a la mujer en su propia constitución, ya que su cuerpo parece ser extensivo en la medida en que se está siempre encargando de otros, abriéndose a los otros y a la experiencia comunitaria. Esta sensibilidad por el dolor de los otros, esta capacidad de sufrir con, de sentir con, de solidarizarse, de compadecer, las hace más abiertas a la problemática ajena, a los valores de la generosidad compartida, a la lucha por obtener mejores condiciones de vida y también a la transmisión de la fe marcada por la lucha por la justicia. La mujer, que junto con el hombre constituye la imagen de Dios (cf. Gen 1, 26), expresa el aspecto de ternura {hesed) de Dios, su seno materno (rahamim), su preocupación por los hijos que más tienen que sufrir 17 . Las mujeres hacen teología con pasión; apasionadamente se
14. Cf. I. Cebara, «La opción por el pobre como opción por la mujer pobre»: Concilium 214 (1987), pp. 463-473. 15. Cf. Carta pastoral del Episcopado Americano sobre la participación de las mujeres en la misión de la Iglesia. Conferencia de los obispos católicos de los Estados Unidos de América, marzo de 1985. 16. Cf. Varios «Brasil: reforma ou caos»: Paz e Terra (1989), p. 75. 17. Cf. M. C. Binguemer, «A Trindade na perspectiva da mulher»: REB 46 (1986), p. 79.
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dan por entero, intentando llenar los conceptos abstractos con las realidades existenciales vividas 18. Lo mismo hicieron las mujeres discípulas que siguieron a Jesús en una entrega total de sus vidas, dedicadas a él y a la misión de propugnar la buena nueva, de tal manera que su perfume se derramó por toda la tierra (cf. Jn 12, 8). VI.
LA MISIÓN DE SER DISCÍPULAS
El evangelio de Lucas nos demuestra que la vocación escatológica de las mujeres es la de ser discípulas. A la mujer que le dijo: «Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron», Jesús respondió: «Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan» (Le 11, 27-28), revelando de este modo a la mujer que su vocación escatológica es la de ser discípula. Marcos, al final de su evangelio (15, 40-41), nos presenta a varias mujeres que habían venido desde Galilea con Jesús, por tanto desde el comienzo de su misión, y que permanecieron fieles hasta el fin, cuando habían huido los discípulos. La actitud de las mujeres fue «seguir» y «servir», palabras teológicas para hablar del discipulado. De este modo, Marcos las presenta como discípulas, mencionando a María Magdalena, a María madre de Santiago y Juan y a Salomé, como si se tratara de un grupo más próximo, aunque no se olvida de «otras muchas» que también habían venido desde Galilea hasta Jerusalén, hasta la cruz. Es interesante observar que tanto la Biblia como la historia reciente de nuestros países revelan que las mujeres se hacen visibles cuando la situación se vuelve peligrosa: Tamar (Gen 38), la viudez de Rut, la guerrera Judit, la madre de Jesús (Me 15, 40-41), la década de los 70 en América latina. El evangelio de Juan (4, 2-42; 11, 4-28; 12, 1-8; 20, 10-18) nos presenta a cuatro mujeres como discípulas: la Samaritana, Marta y María de Betania y María Magdalena. Tanto la Samaritana como María Magdalena son enviadas (lo cual es una característica del discipulado) con las mismas palabras con que Jesús envía a los hombres en la oración sacerdotal (cf. Jn 17, Í7). A Marta de Betania nos la presenta Juan como la portavoz de su comunidad: Jesús le hace la mayor revelación de su misión: si se reveló a la Samaritana como Mesías, ahora le explica a Marta de qué tipo de Mesías se trata: «Yo soy la resurrección y la vida; ¿lo crees así?» 18. Cf. A. M. Tepedino, Passion and compassion. Women doing tbeology, Maryknoll, 1988 (este libro recoge algunos trabajos del Encuentro intercontinental de teología en la perspectiva de la mujer celebrado en Oaxtepec, México, al que asistieron teólogas de América latina, de Asia y de África).
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(Jn 11, 25); y la respuesta de fe de Marta la coloca como la primera teóloga cristiana: «Sí, Señor; tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo» (Jn 11, 26). De este modo, uniendo la cristología de los sinópticos con la cristología del enviado propia de la comunidad de Juan, María de Betania revela la praxis del verdadero discípulo, oye la palabra del Maestro y luego se pone a su servicio, ungiendo los pies de Jesús y simbolizando así la actitud de agapé, que tiene que ser la actitud del discípulo (cf. Jn 13, 14-15). Todas ellas siguieron a Jesús y en esta convivencia se sintieron curadas, recuperadas, personas humanas que veían respetada su dignidad con todas sus virtualidades. Y en el seguimiento de Jesús, las mujeres van realizando esta experiencia a lo largo de los siglos. Por eso luchan por dar señales del reino, por establecer signos de fraternidad, signos de vida. Las mujeres también demuestran su fe, su amor, su esperanza, a través de las celebraciones, a través de la fiesta. La Biblia nos presenta a Miriam (cf. Ex 15, 21), a Débora (cf. Jue 5, 1-31), a Judit (Jdt 16, 1-16), a Ana (cf. 1 Sam 21, 10) y a María (cf. Le 1, 46-55). Las mujeres celebran su particular experiencia de Dios, tan íntima y tan plenificante que necesariamente se contagia a los demás (1 Jn 1-15), explotando muchas veces en cánticos, como el que hemos mencionado. Resulta especialmente difícil hablar de la experiencia de Dios para el que apenas comienza a hablar. Pero es algo que nos llena de alegría, de amor, de esperanza, de confianza para seguir adelante, incluso cuando los desafíos son inmensos. Nosotras las mujeres, las Marías Magdalenas de hoy, queremos llevar el «mensaje de vida nueva», impulsadas por la fuerza de transformación que nos sustenta, para gritar ante el mundo que el Amor es más fuerte que la muerte y que con él también nosotras venceremos a los ídolos de la muerte que imperan en la sociedad. Clamamos junto con nuestros compañeros teólogos para poder dar a luz una nueva teología, trabajando así «hombro con hombro, esforzándonos en el Señor» en la construcción de la nueva sociedad con que todos soñamos. Ivone Gebara termina su ensayo La mujer hace teología, diciendo: Llegará el día en que todos, al levantar la vista, veremos en esta tierra brillar la fraternidad, el reconocimiento mutuo, la reciprocidad. Los hombres y las mujeres vivirán en sus casas, los hombres y las mujeres comerán el mismo pan, beberán el mismo vino y danzarán juntos en la plaza iluminada, celebrando las bodas de toda la humanidad " .
«Y Yahvé vendrá a danzar con todo su pueblo» (Sof 3, 18). 19.
Cf. ¡bid., p. 14.
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II CONTENIDOS SISTEMÁTICOS DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
1. TRASCENDENCIA Y LIBERACIÓN HISTÓRICA
POBRES Y OPCIÓN FUNDAMENTAL Gustavo
Gutiérrez
Los pobres ocupan un lugar central en la reflexión que llamamos teología de la liberación. A este asunto se añaden los del método teológico y de la preocupación evangelizadora, para constituir el núcleo más antiguo y siempre vigente de este esfuerzo de inteligencia de la fe. Desde un inicio se planteó en él la distinción —asumida por Medellín, documento Pobreza de la Iglesia— de tres acepciones de la noción de pobreza: la pobreza real como un mal, es decir, no deseada por Dios; la pobreza espiritual en tanto disponibilidad a la voluntad del Señor; y la solidaridad con los pobres al mismo tiempo que la protesta contra la situación que sufren. La importancia de este punto se halla en la revelación bíblica. El compromiso preferencial con los pobres, en efecto, se arraiga en el corazón de la predicación de Jesús, el reino de Dios (parte II). El reino es un don gratuito que presenta exigencias a quienes lo acogen en infancia espiritual y en comunidad (parte III). La pobreza real ha sido siempre, por eso, un desafío para la Iglesia a lo largo de su historia; pero debido a ciertos factores contemporáneos ha cobrado nueva actualidad entre nosotros (parte 1).
I. UNA NUEVA PRESENCIA
Nuestros días llevan la marca de un vasto acontecimiento histórico: la irrupción de los pobres. Es decir, de la nueva presencia de quienes de hecho se hallaban «ausentes» en nuestra sociedad y en la Iglesia. «Ausentes» quiere decir de ninguna o escasa significación, y además sin la posibilidad de manifestar ellos mismos sus sufrimientos, sus solidaridades, sus proyectos, sus esperanzas. 303
GUSTAVO
GUTIÉRREZ
Esa situación comenzó a cambiar, como resultado de un largo proceso histórico, en la últimas décadas en América latina. Pero también en África (nuevas naciones), en Asia (independencia de viejas naciones), en las minorías raciales (negros, hispanos, indios, árabes, asiáticos) de países opulentos y también de países pobres (incluidos los latinoamericanos). A ello se añade un movimiento importante y variado: la nueva presencia de la mujer que Puebla considera «doblemente oprimida y marginada» (1134, nota) dentro de los pobres de América latina. Los pobres se han ido convirtiendo así, poco a poco, en sujetos activos de su propio destino, iniciando un firme proceso que está cambiando la condición de los pobres y despojados de este mundo. La teología de la liberación (expresión del derecho de los pobres a pensar su fe) no es el resultado automático de esa situación y de sus avatares; es un intento de lectura de este signo de los tiempos —siguiendo la invitación de Juan XXIII y el Concilio— en la que se hace una reflexión crítica a la luz de la palabra de Dios. Ella nos debe llevar a discernir seriamente los valores y límites de este acontecimiento, que, leído desde la fe, representa también una irrupción de Dios en nuestras vidas. 1.
El mundo del pobre
Pueblos dominados, clases sociales explotadas, razas despreciadas y culturas marginadas fue una fórmula frecuente —a la que se sumó una permanente referencia a la discriminación de la mujer— para hablar de la injusta situación de los pobres en el marco de la teología de la liberación. Se buscaba con ello hacer notar que el pobre —que pertenece de hecho a una colectividad social— vive una situación de «inhumana miseria» \ y de «pobreza antievangélica» 2. Además, los numerosos y crecientes compromisos con los pobres, nos han hecho percibir mejor la enorme complejidad de su mundo. Se trata en realidad de un verdadero universo en el que el aspecto socio-económico, con ser fundamental, no es el único. La pobreza significa, en última instancia, muerte. Carencia de alimento y de techo, imposibilidad de atender debidamente a necesidades de salud y educación, explotación del trabajo, desempleo permanente, falta de respeto a la dignidad humana e injustas limitaciones a la libertad personal en el campo de la expresión, en lo político y en lo religioso, sufrimiento diario. Es una situación destructora de pueblos, familias y personas, que Medellín y Puebla califican de 1. 2.
Medellín, Pobreza, 11. Puebla, 1159.
POBRES
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FUNDAMENTAL
«violencia institucionalizada» (a la que se suman las igualmente inaceptables violencias terrorista y represiva). Al mismo tiempo —es importante recordarlo— ser pobre es un modo de vivir, de pensar, de amar, de orar, de creer y esperar, de pasar el tiempo libre, de luchar por su vida. Ser pobre hoy significa también, cada vez más, empeñarse en la lucha por la justicia y la paz, defender su vida y su libertad, buscar una mayor participación democrática en las decisiones de la sociedad, organizarse «para una vivencia integral de su fe» 3 y comprometerse en la liberación de toda persona humana. De otro lado, y en forma convergente, en este tiempo ha habido un proceso que ha llevado a una mayor conciencia de la existencia del problema racial entre nosotros. Una de nuestras mentiras sociales es afirmar que en Latinoamérica no hay racismo. Tal vez no haya leyes racistas como en otros países, pero sí existen costumbres racistas hondamente acendradas, hecho, no por soterrado, menos grave. La marginación y el desprecio por las poblaciones indias y negras son situaciones que no podemos aceptar ni como seres humanos ni mucho menos como cristianos. Entre ellas aumenta hoy, lo que está cargado de fecundas consecuencias, la percepción de su situación y, por consiguiente, el reclamo de sus derechos humanos más elementales. Señalemos también la inaceptable e inhumana situación de la mujer. Una de las más sutiles dificultades para percibirla es su carácter casi escondido, hecho hábito, vida diaria, tradición cultural. Hasta el punto que cuando la denunciamos parecemos gente un poco extraña, empeñada en la disidencia. Este estado de cosas significa entre nosotros un reto al trabajo pastoral y al compromiso de las iglesias cristianas; en consecuencia lo constituye igualmente para la reflexión teológica. En este campo hay todavía una larga ruta por recorrer: los temas culturales, raciales, los de la situación de la mujer, estarán —el inicio es prometedor— cada vez más presentes en la teología de la liberación. La parte más importante de esta tarea corresponderá sin duda a las personas pertenecientes a esos mismos grupos humanos, a pesar de las dificultades que hoy se oponen a este intento. No se improvisa, en efecto, una presencia protagónica, pero su voz ha comenzado a escucharse y este hecho está preñado de futuro. Se trata ciertamente de una de las vetas más ricas de esta línea teológica para los años que vienen. Lo que la miseria y la opresión tienen de muerte inhumana y cruel, y por ende de contraria a la voluntad de vida del Dios de la revelación cristiana, no debe impedirnos ver los otros aspectos 3.
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Puebla, 1137.
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señalados; ellos manifiestan una hondura humana y una fortaleza que son siempre promesas de vida. Todo esto constituye el complejo mundo del pobre. Pero nuestro juicio global se mantiene: la pobreza real, la carencia de lo necesario para vivir con la dignidad que corresponde a un ser humano, la injusticia social que despoja a la mayoría y alimenta la riqueza de unos pocos, el desconocimiento de los derechos humanos más elementales, es un mal que no podemos sino rechazar como creyentes en el Dios de
Jesús. 2.
Ir a las causas
En este múltiple y ancho universo de los pobres las notas predominantes son, por un lado, su insignificancia para los grandes poderes que rigen el mundo de hoy, y, por otro, su enorme caudal humano, cultural y religioso, en particular su capacidad de crear en esos campos nuevas formas de solidaridad. Así nos son presentados los pobres en la Biblia. Sus diferentes libros dibujan con fuerza la crueldad de la situación de despojo y maltrato en que se hallan. Una de las más enérgicas denuncias de este estado de cosas, se encuentra en la lacerante y bella —pese a lo doloroso del asunto— descripción que nos ofrece el capítulo 24 del libro de Job. Pero no se trata sólo de presentar esa realidad; los autores bíblicos —los profetas, en particular— señalan con el dedo a los responsables de la situación. Los textos al respecto son múltiples, en ellos se denuncia la injusticia social que provoca la pobreza, como contraria a la voluntad de Dios y al sentido de su obra liberadora, manifiesta en la salida de Egipto. Medellín, Puebla, Juan Pablo II, han retomado esta perspectiva en tiempos recientes. Señalar las causas de la pobreza implica hoy el análisis estructural; esto ha sido siempre un punto importante en el marco de la teología de la liberación. No sin costos, porque si bien los privilegiados de este mundo aceptan sin mayores sobresaltos que se afirme la existencia de una masiva pobreza en la humanidad (no hay modo en nuestros días de ocultarla), los problemas empiezan cuando se señalan sus causas. Ellas conducen inevitablemente a hablar de injusticia social y de estructuras socioeconómicas opresoras de los débiles. Es en ese momento cuando aparecen las resistencias. Sobre todo si al análisis estructural se le añade una perspectiva histórica concreta que evidencia las responsabilidades personales. No obstante, las resistencias y temores mayores se dan ante el cuestionamiento que significa la toma de conciencia y la organización consiguiente de los sectores pobres. Los instrumentos de análisis varían con el tiempo y según la eficacia que han demostrado en el conocimiento de la realidad 306
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social y en la propuesta de las pistas de solución. Lo propio de la ciencia es ser crítica frente a sus supuestos y logros: avanza asi constantemente hacia nuevas hipótesis de interpretación. Es claro, por ejemplo, que la teoría de la dependencia, tan usada en los primeros años de nuestro encuentro con la realidad latinoamericana, resulta hoy una herramienta corta —aunque todavía importante— por no tener suficientemente en cuenta la dinámica interna y la complejidad de cada país, ni la vastedad que presenta el mundo del pobre. Además, los científicos sociales latinoamericanos están cada vez más atentos a factores que no estuvieron en la mira un tiempo atrás y que expresan una evolución en la economía mundial. Todo ello exige afinar nuestros medios de conocimiento, e incluso apelar a otros nuevos; tener en cuenta la dimensión socioeconómica es muy importante, pero es necesario ir más lejos. En los últimos años se ha insistido, y con razón, en la oposición entre un Norte desarrollado y rico (sea capitalista o socialista) y un Sur subdesarrollado y pobre 4 . Esto da una visión diferente del panorama mundial que no puede ser reducido a enfrentamientos de orden ideológico o a una manera limitada de entender los que existen entre clases sociales. Señala también la confrontación de fondo que enmarca la que se da entre Este y Oeste. En efecto, la diversidad de factores que hemos recordado nos hacen sensibles a los distintos tipos de oposiciones y conflictos sociales que se dan en el mundo de hoy. En este asunto hay sin duda una transformación importante en el campo del análisis social que necesita la teología de la liberación. Esto la ha llevado a incorporar valiosas perspectivas y nuevas vertientes de las ciencias humanas (psicología, etnología, antropología) para el examen de una realidad intrincada y móvil. Incorporar no significa simplemente añadir sino entrecruzar. La atención a los factores culturales nos permiten penetrar en mentalidades y actitudes de fondo que explican importantes aspectos de la realidad. La dimensión económica no será la misma si valoramos el punto de vista cultural, y viceversa por cierto. No se trata de escoger entre unos u otros instrumentos; la pobreza es una condición humana compleja y no puede tener sino causas complejas también. Esto no significa dejar de lado la hondura en el análisis; se trata de no ser simplista y más bien de empeñarse en ir hacia las causas más profundas de la situación; en eso consiste la verdadera radicalidad. La sensibilidad ante los nuevos retos implica cambios en nuestro enfoque sobre los caminos a seguir para superar auténticamente los conflictos
4.
Cí. Juan Pablo II, Sollicitudo reí socialis.
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sociales que mencionábamos antes, y construir como lo exige el mensaje cristiano un mundo justo y fraterno. II.
LA RAZÓN DE UNA PREFERENCIA
Si bien es importante y urgente tener un conocimiento serio de la pobreza en que vive la gran mayoría de nuestro pueblo, así como de las causas que la originan, el trabajo teológico propiamente dicho comienza cuando intentamos leer esa realidad a la luz de la revelación cristiana. El significado bíblico de la pobreza constituye por eso una de las piedras angulares de la teología de la liberación. Se trata, claro está, de una cuestión clásica del pensamiento cristiano, pero la nueva presencia de los pobres la replantea con vigor. Una pieza clave de la comprensión de la pobreza en esta línea teológica es la distinción de tres acepciones de la noción de la pobreza que ya hemos mencionado. Ese es el contexto de un tema central de esta teología y hoy ampliamente aceptado en la Iglesia universal: la opción preferencial por el pobre. Se trata de una perspectiva de honda raigambre bíblica. 1.
Una opción
teocéntrica
Medellín hablaba ya de dar «preferencia efectiva a los sectores más pobres y necesitados y a los segregados por cualquier causa» 5. El término mismo de «preferencia» —como es obvio— rechaza toda exclusividad y quiere subrayar quiénes deben ser los primeros —no los únicos— en nuestra solidaridad. Desde un primer momento, en teología de la liberación, se insistió en que el gran desafío venía de la necesidad de mantener al mismo tiempo la universalidad del amor de Dios y su predilección por los últimos de la historia. Escoger exclusivamente uno de estos extremos es mutilar el mensaje cristiano. El gran desafío es mantener las dos exigencias, como decía monseñor Romero en referencia a la Iglesia: «desde los pobres la Iglesia podrá ser para todos». En los duros y difíciles años finales de la década del 60 y de comienzos de los 70, esta perspectiva dio lugar a muchas experiencias en la Iglesia latinoamericana y a las consiguientes reflexiones teológicas. En el proceso se fueron puliendo expresiones con las que se buscaba traducir el compromiso con los pobres y oprimidos. Esto se hace patente en Puebla que recoge la fórmula de la
5.
Medellín, Pobreza, 90.
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opción preferencial por el pobre (cf. el capítulo con ese nombre), expresión que ya había comenzado a usarse en las reflexiones teológicas de ese tiempo en América latina. Dicha Conferencia le dio así un aval y un alcance muy grandes. La palabra «opción» no siempre ha sido bien interpretada. Como toda expresión, tiene sus límites, pero con ella se quiere acentuar el carácter libre y comprometedor de una decisión. No es algo facultativo, si entendemos por ello que un cristiano puede hacer o no dicha opción por los pobres, como tampoco es facultativo el amor que debemos a toda persona humana, sin excepción. Se trata de una solidaridad profunda y permanente, de una inserción cotidiana en el mundo del pobre. De otro lado, la palabra «opción» tampoco supone necesariamente que quienes la hacen no pertenecen al mundo de los pobres; así es en muchos casos, pero conviene precisar que los mismos pobres deben también tomar esta decisión. En estos últimos años importantes documentos del magisterio eclesiástico a nivel universal se han hecho eco de la perspectiva de la Iglesia latinoamericana, empleando directamente la expresión «opción preferencial por el pobre». Hay quienes han pretendido que habría en el magisterio la intención de reemplazar la expresión «opción preferencial» por «amor preferencial», lo que, según ellos, tendría otro significado. Nos parece que el asunto queda zanjado por la última encíclica de Juan Pablo II. Hablando de puntos y orientaciones presentes en el magisterio de estos años, el papa afirma: Entre dichos temas quiero señalar aquí la opción o amor preferencial por los pobres. Esta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana 6 .
La opción por el pobre significa, en última instancia, una opción por el Dios del reino que nos anuncia Jesús. Toda la Biblia, desde el relato de Caín y Abel, está marcada por el amor de predilección de Dios por los débiles y maltratados de la historia humana. Esa preferencia manifiesta precisamente el amor gratuito de Dios. Eso es lo que nos revelan las bienaventuranzas evangélicas; ellas nos dicen con estremecedora sencillez que la predilección por los pobres, hambrientos y sufrientes tiene su fundamento en la bondad gratuita del Señor. El motivo último del compromiso con los pobres y oprimidos no está en el análisis social que empleamos, en nuestra compasión humana o en la experiencia directa que podamos tener de la pobreza. Todas ellas son razones válidas que juegan sin duda un papel importante en nuestro compromiso, pero, en tanto que 6.
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Sollkitudo
rei sociíllis, n. 42; subrayado en el texto.
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cristianos, éste se basa fundamentalmente en el Dios de nuestra fe. Es una opción teocéntrica y profética que hunde sus raíces en la gratuidad del amor de Dios, y es exigida por ella. Bartolomé de las Casas, en contacto con la terrible pobreza y la destrucción de los indios de este continente, la explicaba diciendo: «Porque del más chiquito y del más olvidado tiene Dios la memoria muy reciente y muy viva». De esta memoria nos habla la Biblia. Esta percepción fue afirmándose en la experiencia de las comunidades cristianas latinoamericanas y llegó a Puebla. Allí se sostiene que, por la sola razón del amor de Dios manifestado en Cristo, «los pobres merecen una atención preferencial, cualquiera que sea la situación moral o personal en que se encuentren» 7. En otras palabras, el pobre es preferido no porque sea necesariamente moral o religiosamente mejor que otros, sino porque Dios es Dios; a quien nadie pone condiciones (cf. Jdt 8, 11-18) y para quien «los últimos son los primeros». Esta aseveración choca con nuestra frecuente y estrecha manera de entender la justicia, pero precisamente esa preferencia nos recuerda que los caminos de Dios no son nuestros caminos (cf. Is 55, 8). Aunque no han faltado las incomprensiones así como las tendencias a operar indebidas reducciones tanto de pretendidos partidarios como de explícitos adversarios de esta opción preferencial, se puede afirmar que se trata de algo que forma parte indefectiblemente de la comprensión que la Iglesia en su conjunto tiene hoy de su tarea en el mundo. Un enfoque cargado de consecuencias, que no está, a decir verdad, sino en su primeros pasos y que se constituye en el eje de una nueva espiritualidad. 2.
Los últimos serán los primeros
En una parábola que le es propia (20, 1-16), Mateo resalta —en el contraste entre los primeros y los últimos— la gratuidad del amor de Dios frente a una estrecha noción de la justicia. «Quiero dar a este último lo mismo que a ti», dice el Señor. Y luego lanza a la cara de los quejosos estas incisivas preguntas: «¿es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿o va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?». Este es el fondo del asunto. La expresión literal «ojo malo» es reveladora; en la mentalidad semita ella designa una mirada torva y envidiosa. Se trata de una mirada que petrifica la realidad, que no da lugar a lo nuevo, que no deja espacio a la generosidad, y sobre todo que pretende poner linderos a la bondad divina. La parábola es una clara enseñanza sobre el núcleo del 7.
Puebla, 1142.
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mensaje bíblico: la gratuidad del amor de Dios. Sólo ella puede explicar la preferencia por los más débiles y oprimidos. «Así, los últimos serán los primeros y los primeros, últimos» (v. 16). Con frecuencia se cita solamente la mitad de la frase: «los últimos serán los primeros» olvidando que, por la misma razón, los primeros serán los últimos. Nos hallamos sin embargo ante una antítesis. Las dos afirmaciones se iluminan mutuamente, no pueden por eso ser separadas. Esta es una constante de los evangelios para referirse a los destinatarios del reino; ellos nos hablan de aquellos que entrarán al reino que anuncia Jesús, al mismo tiempo que nos dicen quiénes no podrán hacerlo. Esta presentación antitética es altamente reveladora del Dios del reino. Ahondemos el asunto tomando algunos ejemplos. a) En Lucas las bienaventuranzas van seguidas de las imprecaciones. El término griego para designar aquí a los pobres es ptojoi; su significado no ofrece dudas: etimológicamente quiere decir «el encorvado», «el asustado». De hecho se emplea para hablar del necesitado, de aquel que debe mendigar para vivir, cuya existencia depende entonces de los otros, se trata de alguien indefenso. Esta connotación de inferioridad social y económica se hallaba ya en los términos hebreos que piojos traduce en la versión llamada de los Setenta. Los estudiosos del punto están de acuerdo en decir que éste es fundamentalmente el sentido con el que el vocablo es usado en el Nuevo Testamento {piojos aparece 34 veces en el Nuevo Testamento, 24 de la cuales se hallan en los evangelios). Muy otra es la situación de los ricos que ya recibieron su consuelo; su sentido es claro igualmente: se trata de los poseedores de grandes bienes materiales. Lucas los opone con frecuencia a los pobres; la parábola del rico y del pobre Lázaro en la que —vale la pena anotarlo— no es el rico, sino el representante de los anónimos de la historia quien es designado por un nombre (16, 19-31); vanidad de los notables y opresión del pobre (20, 4647); óbolo de la viuda (acentuando el contraste que presenta el texto paralelo de Mt 21, 1-3, su fuente posiblemente). Encontramos también una oposición entre hambrientos y hartos. El término griego que usa Lucas {peinontes), así como las palabras hebreas que él traduce en los Setenta, indica que no se trata de un hambre cualquiera, sino de algo que se apodera de las personas como un mal profundo y prolongado. Se trata de una endémica falta de alimento. «Famélicos» sería por eso una versión más correcta que «hambrientos». Los hartos son, por el contrario, los que están plenamente satisfechos; por eso, en el canto que Lucas pone en labios de María se establece un significativo contraste entre los ricos y los hambrientos (1, 53). De hecho, con frecuencia en Lucas se encuentran asociadas tanto pobreza y hambre, como riqueza y abundancia de alimento. 311
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Los que lloran —según la tercera bienaventuranza— son aquellos que experimentan un dolor vivo que los lleva a expresarlo. El llanto es una manifestación de sentimientos a la que Lucas es sensible (11 veces emplea el verbo «llorar»). No se trata acá de una pena pasajera; estamos más bien ante un sufrimiento profundo como resultado de una marginación permanente. Pocas menciones hay por el contrario en el Nuevo Testamento al hecho de reír. La risa puede ser expresión legítima de la alegría (6, 21), pero puede ser también manifestación de una felicidad que olvida el sufrimiento de los otros y que se basa en privilegios (6, 25). Estamos ante situaciones reales —incluso sociales y económicas— de pobreza y riqueza, hambre y saciedad, sufrimiento y autosatisfacción. El reino de Dios será de quienes viven en condiciones de debilidad y opresión. La entrada de los ricos al reino será más difícil que la de «un camello por el ojo de una aguja» (18, 25). b) Los evangelios nos dicen de diversas maneras que los despreciados, y no los importantes, tienen acceso al reino y al conocimiento de la palabra de Dios. Cuando el Señor advierte «dejen que los niños vengan a mí, porque de los que son como éstos es el reino de los cielos» (Mt 19, 14), pensamos rápidamente en la docilidad y confianza infantiles. Pasamos así al lado de la radicalidad del mensaje de Jesús. En el mundo cultural judío de su tiempo, el niño era considerado como un ser humano incompleto; formaba parte de los no importantes junto con los pobres, los enfermos y las mujeres. Esto choca contra nuestra sensibilidad presente, pero son numerosos los testimonios que van en ese sentido. Ser «como éstos», como los niños, quiere decir por consiguiente ser insignificante, alguien no valorado por la sociedad. Los niños son cercanos a los pequeños e ignorantes a quienes Dios Padre ha querido revelarse (Mt 11, 25) y en quienes encontramos a Cristo mismo (Mt 25, 31-46). En oposición a ellos están los «sabios y entendidos» (Mt 11, 25). Son los que se han apoderado de «la llave del saber» (Le 11, 52) y desprecian al bajo pueblo, al am ha-arez, compuesto según ellos por ignorantes e inmorales («gente que no conoce la Ley», Jn 7, 49). El evangelio los llama «gente sencilla» (Mt 11, 25). Para ello emplea el término griego nepioi (literalmente: «niños pequeños»), que tiene una clara connotación de ignorancia y simpleza. También aquí nos encontramos ante situaciones sociales y reales, ante niveles de conocimiento religioso. Ser ignorantes no constituye una virtud, ser sabio no es un demérito. La preferencia por los sencillos no se debe a sus disposiciones morales y espirituales, sino a su fragilidad humana y al desprecio de que son objeto. c) La parábola de los invitados al banquete que nos traen
Mateo (22, 2-10) y Lucas (14, 14-24) habría que llamarla más bien de los no invitados, porque éstos constituyen en verdad el centro de su enseñanza. Los exégetas abandonan cada vez más una interpretación frecuente de este texto que se basaba en el esquema de Israel convocado y rechazado por sus faltas, y el no-Israel llamado para reemplazarlo. Se tiende hoy más bien a ver en los primeros convidados a los notables que unen a su rango social el conocimiento de la Ley. Y en los segundos a aquéllos a quienes Jesús dirige preferentemente su mensaje: los pobres y desposeídos, considerados como pecadores por los jefes religiosos del pueblo judío. Mateo va hasta decir algo que sorprende: «Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraban, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales» (22, 10). Malos y buenos, en ese orden. Una vez más se trata no de merecimientos de orden moral, sino de una situación objetiva de «pobres y lisiados, ciegos y cojos», como relata Lucas (14, 21). d) Jesús dice con énfasis que no ha venido por los justos sino por los pecadores, no por los sanos sino por los enfermos (cf. Me 2, 17 par). Una vez más tenemos una presentación antitética de los destinatarios de su mensaje. En esta ocasión, con un tono de ironía; porque ¿hay acaso justos y sanos que no requieran de su amor salvífico? «Justos» son los que se pretenden sin pecado, «sanos» quienes creen que no necesitan a Dios. Ellos son, pese a las muestras de respeto que reciben en la sociedad, los mayores pecadores, enfermos de orgullo y suficiencia. ¿Quiénes son entonces los pecadores y los carentes de salud por los que viene el Señor? En coherencia con lo dicho sobre los justos y sanos, se trata aquí de quienes son mal vistos por los notables del mundo social y religioso. Aquellos que padecían de una enfermedad seria o de alguna mala conformación corporal eran estimados pecadores (cf. Jn 9). Debido a esto, por ejemplo, los leprosos eran segregados de la vida social, a ella los reintegraba Jesús cuando les devolvía la salud física. De otro lado, los pecadores públicos, como los publicanos y las prostitutas, eran tenidos también como escoria de la sociedad. Esa condición, no su calidad moral o religiosa, los hace primeros para el amor y la ternura de Jesús. Por eso apostrofa a los grandes de su pueblo: «Los publicanos y la rameras llegan antes que ustedes al reino de Dios» (Mt 21, 31). La gratuidad del amor de Dios nos sorprende siempre.
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Tenemos dos versiones de las bienaventuranzas. El contraste entre ambas es atribuido con frecuencia a un intento de Mateo por «espiritualizarlas», en el sentido de convertir en disposiciones puramente interiores y desencarnadas lo que en Lucas era una expresión concreta e histórica de la venida del Mesías. No creemos que sea así. Entre otras cosas, porque es innegable que el evangelio de Mateo es particularmente insistente en la necesidad de hacer gestos concretos y materiales hacia los demás, en especial hacia los pobres (cf. Mt 25, 31-46). Lo que hace Mateo es considerar las bienaventuranzas en la óptica del tema central de su evangelio: el discipulado. El pobre espiritual es el seguidor de Jesús, las bienaventuranzas señalan las actitudes fundamentales del discípulo que acoge el reino y es solidario con los otros. El texto de Mateo puede ser dividido en dos partes. a) El primer bloque de las bienaventuranzas de Mateo son cercanas a la versión de Lucas. En éste se trata de pobres reales, materiales, como se dice con frecuencia. ¿Hacia quién nos orienta Mateo al decir «de espíritu», en la primera bienaventuranza? En la mentalidad bíblica con esa expresión se quiere indicar un dinamismo; el espíritu es soplo, fuerza vital. Algo que se manifiesta a través del conocimiento, de la inteligencia, de la virtud o de la decisión. «De espíritu» transforma entonces la referencia a una situación económica y social en una disposición para aceptar la palabra de Dios (cf. Sof 2, 3). Estamos ante un tema central del mensaje bíblico: la infancia espiritual. Se trata de vivir en plena disponibilidad a la voluntad del Señor, hacer de ella nuestro alimento, como dice Jesús en el evangelio de Juan. Es la actitud de quienes se saben hijos e hijas de Dios, y hermanas y hermanos de los demás. Ser pobre de espíritu es ser discípulo de Cristo.
La segunda bienaventuranza (en algunas versiones la tercera) es considerada a veces un desdoblamiento de la primera. Sea lo que fuere de esto, lo cierto es que los términos hebreos anaw y ani (pobre) son traducidos también por el griego praeis (empleado en este pasaje), que significa «humilde», «manso». Nos encontramos ante un matiz de la expresión pobres de espíritu; el manso es aquel que sabe acoger a los demás, es una cualidad humana (en la Biblia no se habla nunca de mansedumbre de Dios; Jesús, él sí, se atribuye esa condición: cf. Mt 11, 28-29). Ser manso es ser como el Maestro. A los mansos se les promete la tierra. Es la primera especificación del reino en las bienaventuranzas y ella tiene una clara connotación de vida en la Biblia. En la tercera bienaventuranza Mateo emplea un verbo diferente al de Lucas, pero de significación semejante. Dicho término sugiere una pena por duelo, catástrofe u opresión (cf. 1 Mac 1, 2527). Dichosos, por consiguiente, aquellos que no se resignan a que prevalezca la injusticia y opresión en el mundo. Ellos serán consolados. El verbo parakalein («consolar») nos remite al segundo Isaías: «el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados (o afligidos)» (49, 13). Esa consolación tiene una nota liberadora. Lucas nos presenta a Jesús cumpliendo la promesa de consolación de Israel (cf. 2, 25). Felices aquellos que hayan sabido compartir hasta las lágrimas el dolor ajeno. Porque el Señor los consolará enjugando sus lágrimas y alejando de «la tierra entera el oprobio de su pueblo» (Is 25, 8; cf. también Ap 21, 4). En la cuarta bienaventuranza aparece un tema central en la versión de Mateo: la justicia. A los hambrientos, el término sedientos añade una mayor urgencia y un matiz más religioso. El objeto de ese exigente deseo es la justicia, en tanto que don de Dios y que tarea humana; ella determina una conducta de parte de los que quieren ser fieles a Dios. Ser justo significa reconocer los derechos de los otros, en particular de los más desvalidos; por lo mismo, supone una relación con Dios que puede ser calificada apropiadamente como santidad. Establecer «la justicia y el derecho» es la misión que el Dios de la Biblia encomienda a su pueblo y es la tarea en la que se revela como el Dios de la vida. Tener hambre y sed de justicia es esperarla de Dios, pero significa igualmente voluntad de ponerla en práctica. Ese deseo —similar al «busquen la justicia» (Mt 6, 33)— será saciado, la satisfacción será una expresión de la alegría que produce la llegada del reino de amor y justicia. b) Con la quinta bienaventuranza comienza el segundo bloque del texto de Mateo, constituido en su mayoría por bienaventuranzas propias de este evangelio. La misericordia de Dios es un tema favorito de Mateo. La parábola que nos cuenta en 18, 23-35 es una ilustración de la presente bienaventuranza. La misericordia
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III. LA IGLESIA DE LOS POBRES
Un mes antes del inicio del Concilio, Juan XXIII llamó a ser una Iglesia de los pobres. La frase es conocida: «Frente a los países subdesarrollados, la Iglesia es, y quiere ser, la Iglesia de todos y en particular la Iglesia de los pobres» (discurso del 11 de septiembre de 1962). Esta intuición repercute con fuerza en Medellín y en la vida de la Iglesia latinoamericana a través, especialmente, de las comunidades eclesiales de base. Precisar el significado de la noción de «pobreza espiritual» nos ayudará a ver que el discípulo, aquél que pertenece al pueblo de Dios, debe expresar su acogida del reino en el compromiso solidario y fraterno con todos y en especial con los pobres reales y los despojados de este mundo. 1.
Ser discípulo
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es el comportamiento exigido al seguidor de Jesús. Mateo entronca esta perspectiva con el Antiguo Testamento cuando cita a Oseas 6, 6: «Misericordia quiero, que no sacrificio» (cf. Mt 9, 13 y 12, 7). Actitudes de fondo y no formalidades. Sobre las primeras se hará el juicio en última instancia: el texto de Mt 25, 31-46 nos habla precisamente de las obras de misericordia. Aquellos que se niegan a ejercer la solidaridad hacia los demás serán rechazados. Quienes ponen en práctica la misericordia son declarados felices, ellos recibirán el amor de Dios, lo que es siempre un don; esa gracia, a su vez, demanda de ellos que sepan ser misericordiosos con los otros. ¿Quiénes son los limpios de corazón? La tendencia frecuente a encerrar lo religioso en actitudes interiores y recoletas puede hacer difícil la comprensión de la sexta bienaventuranza. O más bien demasiado fácil, pero equivocada. La pureza de corazón supone sinceridad, sabiduría y firmeza; no se trata, por consiguiente, de algo ritual o aparente. Lo que cuenta son las posturas profundas. Esta es la razón de las disputas con los fariseos que Mateo nos presenta en términos enérgicos. Ser fariseo es el peligro que acecha a todo cristiano; consiste en profesar una cosa y hacer otra, separar la teoría de la práctica. La epístola de Santiago —por tantas razones cercana a Mateo— emplea un término preñado de significación. En dos ocasiones rechaza a las personas de «alma doble» {dipsyjos, en griego, cf. Sant 1, 8 y 4, 8). El Dios de la Biblia reclama una entrega total: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro» (6, 24). Acercarse a Dios implica «limpiar el corazón», unificar nuestra vida, tener una sola alma. Ser discípulo del Señor es ser coherente como el Maestro. Por eso el limpio de corazón, la persona íntegra, verá a Dios, «cara a cara», como diría Pablo (1 Cor 13, 12); esa promesa es la causa de la alegría de los seguidores de Jesús. Construir la paz es una tarea medular para el cristiano. Pero para percibir su alcance debemos salir de una concepción estrecha de la paz en tanto que ausencia de guerra o conflicto. A ello nos invita la séptima bienaventuranza. El término hebreo, sbalom, es muy conocido y de una gran riqueza. Apunta a una situación global e íntegra hacia una condición de vida en armonía con Dios, con los demás, con la naturaleza. Shalom se opone a todo lo que va contra el bienestar y los derechos de personas y naciones. No sorprende, en consecuencia, que justicia y paz aparezcan estrechamente ligadas en la Biblia. «Justicia y paz (shalom) se besan» (Sal 85, 10) Justicia y shalom, ambas son negadas a los pobres y oprimidos; por eso ellas se dirigen particularmente a los despojados de vida y bienestar. La paz deberá ser buscada activamente, se trata de artesanos de la paz y no de lo que comúnmente entendemos por pacíficos o pacifistas. Los que construyen esa paz,
que implica sintonía con Dios y su voluntad en la historia, así como integridad de vida personal (salud) y social (justicia), «serán llamados hijos de Dios», es decir, serán hijos de Dios. Acoger el don de la filiación implica precisamente forjar fraternidad en la historia. La octava bienaventuranza reúne los dos términos claves: reino y justicia: vivir y establecer la justicia (tener hambre y sed de ella) acarrea la oposición de los poderosos. De ello dan testimonio los profetas y la propia vida de Jesús. Aquellos que han decidido ser sus discípulos no podrán estar por encima del Maestro (cf. Mt 10, 24). La cuarta bienaventuranza de Lucas tenía ya esta perspectiva del discípulo: «Bienaventurados serán cuando los odien, cuando los expulsen, los injurien y proscriban su nombre como malo, por causa del hijo del hombre» (6, 22). Mateo asume para todas sus bienaventuranzas este enfoque discipular que no está directamente presente en las tres primeras de Lucas. Además, Mateo refuerza su afirmación de la persecución «por causa de la justicia», añadiendo en el versículo siguiente la promesa de felicidad para quienes son maltratados «por mi causa». Mt 5, 11 se halla, en consecuencia, muy cerca de Le 6, 22, que habla de persecución «por causa del hijo del hombre», al mismo tiempo que establece una equivalencia entre justicia y Jesús en tanto que motivos de la hostilidad recibida. Mateo anuncia de este modo la sorprendente identidad que sostendrá en el capítulo 25 entre el gesto de amor hecho al pobre y el gesto hacia el hijo del hombre venido a juzgar a todas las naciones. Dar su vida por la justicia es darla por Cristo mismo. A quienes sufren por la justicia les es prometido el reino. Con la repetición de este término, usado ya en la primera bienaventuranza, Mateo entiende cerrar y darle fuerza a su texto por el procedimiento literario llamado inclusión. Las promesas de las seis bienaventuranzas comprendidas entre la inicial y la última son precisiones que nos ayudan a percibir el significado del reino. Efectivamente, tierra, consuelo, saciedad, misericordia, visión de Dios, filiación divina, detallan el contenido de vida, amor y justicia que tiene el reinado de Dios. Esas promesas son dones del Señor, fruto de su amor gratuito, y por ello mismo exigen un comportamiento determinado. Las bienaventuranzas del tercer evangelista subrayan la gratuidad del amor de Dios que ama preferentemente al pobre real. Las de Mateo completan esta perspectiva señalando el requerimiento ético para los seguidores de Jesús que se desprende de esa iniciativa amorosa de Dios. Se trata de acentos —ambos aspectos están presentes en cada uno de los dos textos— y de enfoques complementarios. Seguidor de Jesús es aquel que traduce la gracia recibida —que lo inviste como testigo del reino de vida— en obras hacia el prójimo, en especial el pobre; discípulo es quien se hace
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GUSTAVO
GUTIÉRREZ
solidario —incluso «materialmente»— de aquellos que el Señor ama preferentemente. Por todo ello es declarado bienaventurado y apto para entrar al reino «preparado desde la creación del mundo» (Mt 25, 35). Bienaventurados los discípulos, los que hacen la «opción preferencial por el pobre». Entre la gratuidad y la exigencia, la investidura y la misión, discurre la vida del discípulo. Sólo una Iglesia solidaria con los pobres reales y que denuncia la pobreza como un mal, está en condiciones de anunciar el amor gratuito de Dios. Don que debe ser acogido en pobreza espiritual 8 . 2.
Los pobres
evangelizan
La Iglesia de los pobres es una perspectiva eclesial que viene de lejos. San Pablo supo expresarla con fuerza insuperable. A la Iglesia que vive en la importante y rica ciudad de Corinto el Apóstol escribe: Hermanos, fíjense a quiénes los llamó Dios: no a muchos intelectuales, ni a muchos poderosos; ni a muchos de buena familia; todo lo contrario; lo necio del mundo se lo escogió Dios para humillar a los sabios y lo débil del mundo se lo escogió Dios para humillar a lo fuerte, y lo plebeyo del mundo, lo despreciado se lo escogió Dios: lo que no existe, para anular a lo que existe, de modo que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios (1 Cor 1, 26-29).
Para percibir la predilección de Dios por los pobres los corintios no tienen sino que mirarse entre ellos al interior de la comunidad cristiana. Es una cuestión de experiencia histórica (en 2 Cor 8, 2 se hablará de la «extrema pobreza» de las comunidades de Macedonia). Pero el texto de Pablo lee teológicamente esa experiencia y expresa una comprensión de la Iglesia hecha a partir del verdadero y más exigente enfoque: desde Dios. Su misericordia y su voluntad de vida se revelan en esta preferencia por lo que el mundo considera necio y débil, por lo plebeyo y los despreciado, por «lo que no existe». La gratuidad de su amor se manifiesta en la confusión y humillación del sabio, del fuerte y de «lo que existe». De esa manera la Iglesia es signo del reino. Lucas nos da el contenido de la proclamación del reinado de Dios, presentándonos el programa del mesías (Le 4, 18-19). Las diferentes situaciones humanas enunciadas en el texto (pobreza, cautividad, ceguera, opresión) aparecen como expresiones de la muerte. El anuncio de Jesús la hará retroceder, introduciendo un principio de vida en la 8.
POBRES
Y
OPCIÓN
FUNDAMENTAL
historia que debe llevarla a su plenitud. Estamos, por consiguiente, ante la disyuntiva muerte-vida, central en la revelación bíblica, frente a la cual se nos exige una opción radical. Lo central estriba en la buena nueva a los pobres. Esta se concreta en las otras acciones que siguen: liberación a los cautivos, vista a los ciegos, libertad a los oprimidos. En todas ellas, la libertad es la idea dominante. Este es incluso —si tenemos en cuenta el texto hebreo de Is 61, 1-2— el sentido de la expresión «la vista a los ciegos»: alude a la liberación de los encadenados en oscuras prisiones. Así, pues, la buena nueva que anuncia el mesías tiene como eje la liberación. El reinado de Dios, reinado de vida, es el sentido último de la historia humana, pero su presencia se inicia desde ahora a partir de la atención de Jesús —y de sus seguidores— por los pobres y oprimidos. Ante el clamor de los pobres por la liberación, Medellín propone una Iglesia que sea solidaria con esa aspiración de vida, libertad y gracia. Un bello y sintético texto nos dice que la Conferencia quiere presentar «el rostro de una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo el hombre y de todos los hombres» 9. El tema de la Iglesia de los pobres en Medellín, así como en la práctica pastoral y la reflexión teológica que la precedió, y que luego cristalizó alrededor de sus textos, tiene un enfoque netamente cristológico. Es decir, no se trata sólo de una sensibilidad a la situación concreta de la inmensa mayoría de los pobres que vive en el continente; la exigencia fundamental y lo que confiere el sentido más hondo a todo el asunto, viene de la fe en Cristo. El documento Pobreza de Medellín, deja esto muy claro; son numerosos los textos al respecto. Citemos sólo uno: «La pobreza de tantos hermanos clama justicia, solidaridad, testimonio, compromiso, esfuerzo y superación para el cumplimiento pleno de la misión salvífica de Cristo» 10. La liberación plena en Cristo, de la que la Iglesia es un sacramento en la historia, constituye el fundamento último de la Iglesia de los pobres. Esta óptica cristológica se inspira también en otra afirmación del Vaticano II. En Lumen gentium se dice que la Iglesia «reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su fundador pobre y paciente... y procura servir en ellos a Cristo» (LG 8). Esta identificación de Cristo con los pobres (cf. Mt 25, 31-46) es un tema central en la reflexión sobre la Iglesia de los pobres. Puebla lo expresa hermosamente en uno de sus textos más importantes,
9. Medellín, juventud, 1.5; subrayado nuestro. 10. Medellín, Pobreza, 7; subrayado nuestro.
Cf. Medellín, Pobreza, 4.
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GUSTAVO
hablando de los rasgos de Cristo presentes en los «rostros muy concretos» de los pobres " . Es decir, la Iglesia de América latina (magisterio, práctica pastoral, teología) asume una perspectiva teológica en el tratamiento del tema de la Iglesia de los pobres. HaBlar de ésta no es sólo acentuar los aspectos sociales de su misión, sino referirse en primer lugar a su ser mismo como signo del reino de Dios. Ese era el nervio de la intuición de Juan XXIII («la Iglesia es y quiere ser»), desarrollada con profundidad por el cardenal Lercaro en sus intervenciones en el Concilio. Importa subrayarlo porque hay tendencia a ver estos temas sólo desde el ángulo del «problema social» y creer que se atiende al significado de la cuestión de la pobreza para la Iglesia con un secretariado sobre temas sociales. El asunto es más exigente; la intención de Juan XXIII apunta a una honda renovación eclesial. El profundo y exigente tema evangélico del anuncio del evangelio a los pobres estuvo presente en el Vaticano II, pero no se convirtió en su cuestión central como pidió el cardenal Lercaro al final de la primera sesión. Lo fue, en cambio, en Medellín; en ese contexto se ubica la opción preferencial por los pobres que inspira sus textos mayores. Hemos recordado las bases bíblicas de este anuncio del evangelio a los pobres. Lo que aquí interesa subrayar es que esta perspectiva ha marcado la vida de la Iglesia latinoamericana en estos años. Muchas experiencias y compromisos han buscado hacer realidad esta proclamación del mensaje a los más desheredados. En ese camino la Iglesia encontró la profunda inspiración a la liberación de los pobres y oprimidos del continente. Todo esto ha significado una renovación muy grande de la acción de la Iglesia. El requerimiento misionero implica siempre una salida del propio ámbito y la entrada en un mundo distinto. Eso es lo que importantes sectores de la Iglesia latinoamericana han experimentado al lanzarse por los caminos de la evengelización de los despojados e insignificantes; han comenzado a descubrir el mundo del pobre, y a encontrar las dificultades e incomprensiones que esa opción provoca en los grandes de este mundo. De otro lado, años de compromisos en defensa «según el mandato evangélico (de) los derechos de los pobres» 12 , y de creación de comunidades cristianas de base como «primero y fundamental núcleo eclesial de base, que debe responsabilizarse de la riqueza y expansión de la fe» 13, han abierto nuevas perspectivas. Esas experiencias eclesiales «han ayudado a la Iglesia a descubrir el 11. 12. 13.
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Puebla, 31-39. Medellín, Paz, 22. Medellín, Pastoral de conjunto, 10.
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potencial evangelizador de los pobres» 14. Se trata de una afirmación fundamental de Puebla, que se arraiga en la experiencia de la Iglesia en América latina, al mismo tiempo que subraya la continuidad con Medellín. Destinatarios privilegiados del mensaje del reino, los pobres son también sus portadores. Una expresión de esta posibilidad son las comunidades eclesiales de base que constituyen sin duda una de las más fecundas realidades de la Iglesia en Latinoamérica. Ellas se sitúan en el amplio cauce abierto por el Concilio al hablar del pueblo de Dios en el mundo de la pobreza; presencia eclesial de los insignificantes de la historia, o, para decirlo con otra expresión del Concilio, del «pueblo mesiánico» (LG 9). Es decir, un pueblo que camina en la historia en la espera del reino que opera constantemente la inversión mesiánica: «los últimos serán los primeros». La opción por el pobre, con sus consecuencias pastorales y teológicas, es uno de los aportes más importantes de la teología de la liberación y de la vida de la Iglesia en nuestro continente. Como hemos dicho, esa opción echa sus raíces en la revelación bíblica y en la historia de la Iglesia. Al mismo tiempo presenta hoy características propias y nuevas. Esto se debe a nuestro mejor conocimiento de la hondura y complejidad de la situación de pobreza y opresión que vive la mayoría de la humanidad, a nuestra percepción de los mecanismos económicos, sociales y culturales que la producen, y ante todo a la nueva luz que la palabra del Señor arroja sobre ella. Esta perspectiva se convierte por eso en el eje de la «nueva evangelización» que comenzó en América latina hace dos décadas, pero que urge retomar continuamente. La novedad mencionada fue reconocida, en cierto modo, por el sínodo convocado con motivo de la celebración de los veinte años de la clausura de Vaticano II. Se dice en sus conclusiones: «Después del concilio Vaticano II, la Iglesia se ha hecho más consciente de su misión para el servicio de los pobres, los oprimidos y los marginados». Este servicio resulta riesgoso hoy entre nosotros. Los intereses en juego son poderosos, son muchos los que han encontrado la prisión, el maltrato, la sospecha, el exilio y la muerte debido a su voluntad de ser solidarios con los pobres. Esto constituye una realidad martirial simultáneamente dolorosa y fecunda. En ella vive una Iglesia que aprende día a día que no puede estar por encima del Maestro.
14.
Puebla, 1147.
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HISTORICIDAD DE LA SALVACIÓN CRISTIANA Ignacio
I.
I
Ellacuría
PLANTEAMIENTO
El problema de la historicidad de la salvación cristiana sigue siendo uno de los más graves de la comprensión y de la práctica de la fe. Lo es en el ámbito de los países noratlánticos; lo es también en el ámbito de los países oprimidos, y lo es finalmente en la preocupación del magisterio y disciplina de la Iglesia institucional \ Por historicidad de la salvación cristiana no se entiende siempre lo mismo. Una primera distinción podría hacerse entre aquellos que se preguntan por el carácter histórico de los hechos salvíficos y aquellos que se preguntan por el carácter salvífico de los hechos históricos; los del primer grupo se interesan sobre todo por fundamentar históricamente, por constatar objetivamente hechos fundamentales de la fe, desde la resurrección de Jesús como el hecho más importante hasta los milagros o la serie de sucesos salvíficos del Antiguo Testamento; los del segundo grupo se interesan especialmente por ver qué hechos históricos traen salvación y cuáles otros traen condenación, qué hechos hacen más presente a Dios y cómo en ellos se actualiza y se hace eficaz esa presencia. No son dos perspectivas excluyentes; más aún, la segunda presupone la primera y acepta sin mayores reservas que los grandes hechos salvíficos, reveladores y comunicadores de Dios, se han dado en la historia, por más que su justificación crítica no pueda alcanzar ni reducirse a las comprobaciones de la ciencia histórica.
1.
Cf. la nota bibliográfica final.
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IGNACIO
ELLACURIA
Este trabajo se coloca, más bien, en la segunda de las perspectivas y quiere repensar el problema ya clásico de cómo se relacionan entre sí lo que es la salvación cristiana, que parecería ser lo formalmente definitorio de la misión de la Iglesia y de los cristianos en tanto que cristianos, y lo que es la liberación histórica, que parecería ser lo formalmente definitorio de los Estados, las clases sociales, los ciudadanos, los hombres en tanto que hombres. Al retomar de nuevo el problema no se pretende calmar una preocupación puramente intelectual surgida del desasosiego que puede nacer de una paradoja teórica. Más bien se pretende, en primer lugar, aclarar un punto fundamental para la comprensión de la fe y para la eficacia de la praxis cristiana, especialmente en el contexto de la situación del Tercer Mundo y más en particular de América latina; en segundo lugar, responder a quienes quieren invalidar los esfuerzos que hacen los teólogos de la liberación por repensar la revelación entera y la vida de la Iglesia en busca de la salvación-liberación de los pobres de la tierra, pero en busca también de una profunda renovación del pensamiento, de la espiritualidad, de la pastoral y aun de la institucionalidad de la Iglesia universal. Cada día se acepta más el que los teólogos de la liberación representan una nueva forma de hacer teología de gran trascendencia para la vida de la Iglesia y para la comprensión y explicación de la fe cristiana. Después de una primera etapa en la cual se desechó su importancia afirmando que su labor era más sociológica que teológica y que, en el mejor de los casos, trataban puntos que tenían que ver con la ética social, se reconoció más tarde que sus temas eran fundamentales para la teología y, aún más, que se trataba de una teología total, capaz de desplazar a otras formas de teología que se consideraban como las únicas clásicas y universales. Así la Comisión teológica internacional, en su reunión de 1976, suponía que era objeto principal de la teología de la liberación la conexión entre salvación cristiana y promoción humana y que «esta unidad de conexión así como la diferencia que señala la relación entre promoción humana y salvación cristiana, en su forma concreta, deberán ser objeto de búsquedas y de nuevos análisis; ello constituye, sin duda ninguna, una de las tareas principales de la teología actual» 2 . Con ocasión de esa misma reunión, Urs von Balthasar terminaba sus observaciones críticas con estas palabras:
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SALVACIÓN
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actuación práctica de la Iglesia para la debida configuración del mundo en orden a Cristo 3 .
Pero más recientemente ha sido el cardenal Ratzinger quien ha subrayado especialmente el carácter universal de la teología de la liberación al reconocerle a) pretender ser «una nueva hermenéutica de la fe cristiana, es decir, una nueva forma de comprensión y de realización del cristianismo en su totalidad; b) que en ella confluyen varias corrientes de pensamiento y ella influye a su vez en regiones que desbordan la geografía y la cultura de América latina; c) que adquiere un carácter ecuménico: «una nueva universalidad para la que la separación clásica de las Iglesias debe perder su importancia» 4. Esta cuestión de la historicidad de la salvación cristiana, ya lo decíamos, no es exclusiva de la teología de la liberación, pero en ésta cobra una importancia singular y unas características especiales. La importancia singular no estriba en que la «teología de la liberación» sea formalmente una «teología de lo político». El libro de Clodovis Boff, excelente por tantos capítulos, puede causar una imagen distorsionada de lo que es la teología de la liberación o puede conducirla a regionalizaciones teológicas que no son ni necesarias ni deseables 5 . La teología de la liberación no ha de entenderse como una teología de lo político, sino como una teología del reino de Dios, de modo que la distinción de objetos materiales entre una T 1 que tratara los temas clásicos de Dios, Cristo, Iglesia y una T 2 que tratara los temas más directamente humanos y/o políticos 6, no es en sí aceptable, aunque consideraciones secundarias puedan insinuar ocasionalmente separaciones metódicas; la teología de la liberación, en efecto, trata primariamente de todo lo que atañe al reino de Dios, sólo que enfoca todos y cada uno de sus tópicos, aun los más elevados y aparentemente separados de la historia, sin olvidar nunca, y frecuentemente con atención muy especial, a su dimensión liberadora. Las características especiales de la teología de la liberación tampoco fluyen de que su objeto primario fundamental sea lo político ni siquiera la liberación entendida de modo integral. Fluyen más bien del «lugar» cristiano y epistemológico en el cual el teólogo se sitúa, de su opción preferencial por los pobres y de su propósito de que las virtualidades del reino de Dios se pongan al servicio de la salvación histórica del hombre, poniendo eso sí esta
La teología de la liberación tiene su puesto específico en una teología del reino de Dios; es un aspecto en el conjunto de la teología, y está exigiendo la
2. Comisión teológica internacional, Teología de la liberación, Madrid, 1978, p. 181.
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3. 4. 5. 6.
Ibid. J. Ratzinger, «Vi spiego la teología»: 30 Giorni (marzo, 1984), p. 49. Cl. Boff, Teología de lo político, Salamanca, 1980. Ibid, pp. 27-29, y passim.
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salvación en la más estrecha relación posible con lo que es la salvación cristiana del hombre y del mundo. El problema permanente de la relación entre lo divino y lo humano cobra así una importancia nueva y, sobre todo, una perspectiva nueva. ¿Qué tienen que ver los esfuerzos humanos por una liberación histórica, incluso socio-política, con la instauración del reino de Dios que predicó Jesús? ¿Qué tiene que ver el anuncio del reino de Dios y su realización con la liberación histórica de las mayorías oprimidas? Tales cuestiones, en su doble vertiente, representan un problema fundamental de la praxis de la Iglesia de los pobres a la par que un problema esencial de la historia actual latinoamericana. No es primariamente una cuestión conceptual, sino una cuestión real, que necesitará el uso de conceptos para ser resuelta teóricamente, pero que no es primaria ni últimamente una cuestión puramente teórica. En efecto, no es primariamente un problema de conjunción teórica de dos conceptos abstractos, uno que se refiriera a la obra de Dios y otro que se refiriera a la obra del hombre. El partir de los conceptos y del supuesto más o menos explícito de que a conceptos adecuadamente distintos corresponden realidades diferentes, lleva a dificultades superfluas. Los conceptos adecuadamente distintos serían dos y a esos dos conceptos se les atribuiría el correlato de dos realidades adecuadamente distintas. Dicho de otra forma, tras una larga elaboración intelectual, realizada a lo largo de siglos, se ha llegado a la separación conceptual de lo que en la experiencia biográfica y en la experiencia histórica aparece como unido; esa separación conceptual, no sólo se ha considerado cada vez como más evidente, sino que se ha convertido en punto de partida para regresar a una realidad, que ya no es vista primigeniamente en sí misma, sino a través de la «verdad» atribuida al concepto. Separado el concepto de la praxis histórica real y puesto al servicio ideologizado de instancias que institucionalizan intereses no criticados reflejamente, no sólo no se resuelve el problema, sino que se lo encubre. Y se encubre, no tanto porque el concepto sea abstracto, sino más bien porque no es histórico. Hay una universalidad conceptual a-histórica y hay una universalidad conceptual histórica o, si se prefiere, historizada. Aquella puede parecer más teórica y más universal, pero no es así tanto porque encubre una historicidad que en su encubrimiento opera deformantemente, como porque desconoce la dimensión propia de universalidad de la realidad histórica, apropiadamente conceptualizada. Cuando no se reflexiona críticamente de qué praxis histórica determinada surgen las conceptualizaciones y a qué praxis conducen, se está en trance de servir a una historia, que tal vez el concepto dice negar. De esta sospecha epistemológica, comprobada una y otra vez en la praxis histórica de la Iglesia en América latina, se deduce la
posición de la teología de la liberación ante el problema de la «relación» entre los diversos momentos de una misma praxis de salvación. No se trata primariamente de un problema de conceptualización o de un problema teórico que ha de resolverse para salvar la ortodoxia. Se trata, al menos primeramente, de un problema de praxis, la praxis de unos cristianos que han querido participar cristianamente en las luchas que el pueblo ha emprendido por su propia liberación. Estos cristianos, urgidos por su fe y como realización objetiva de esa fe, quieren ver una máxima coincidencia entre lo que Dios quiere de los hombres y lo que los hombres hacen. Han escuchado los clamores del pueblo, de mi pueblo, como escribían los obispos del nordeste de Brasil 7 , pueblo explotado, digno de mejor causa, sabedor muchas veces de su condición de hijo de Dios. Estos creyentes han visto que con frecuencia quienes se dicen cristianos son responsables de muchos de los males que se abaten sobre los más pobres al tiempo que los que se dicen no creyentes se han dedicado con verdad y hasta el sacrificio total a la liberación de los más pobres y oprimidos. Ante esta terrible paradoja se preguntan cómo puede ser esto así y qué tienen que hacer con su fe y con sus obras para que no se siga dando este escándalo, que puede acabar con la fe, hoy todavía tan vigorosa, de las mayorías populares. Para acercarnos a la solución de este problema tan fundamental en la praxis eclesial y en la confesión y comprensión de la fe, vamos a apoyarnos en un concepto tradicional; el concepto de trascendencia. Sin entrar en discusiones previas sobre el concepto de trascendencia, podemos ver en él algo que permite notar una diferencia momentual estructural sin tener que aceptar una dualidad; algo que permite hablar de una unidad intrínseca sin por eso caer en una estricta identidad. Aunque en la última parte de este trabajo haremos algunas reflexiones sobre esta unidad sin separación y sin confusión, desde un principio damos por aceptado que no se dan dos historias, una historia de Dios y una historia de los hombres, una historia sagrada y una historia profana. Más bien lo que se da es una sola realidad histórica en la cual interviene Dios y en la cual interviene el hombre, de modo que no se da la intervención de Dios sin que en ella se haga presente de una u otra forma el hombre y no se da la intervención del hombre sin que en ella se haga presente de algún modo Dios. Lo que se necesita discernir es la distinta intervención de Dios y del hombre y el distinto modo de «relación» en esas intervenciones. De distinto tipo es la intervención y la presencia de Dios en la intervención del hombre cuando ésta se da en el ámbito del pecado y cuando se da en el ámbito del anti-pecado, de la gracia. Hay una omnipresencia
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7.
Eu ouvi os clamores de meu povo, Salvador, 1973.
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de Dios en la historia que, por definición, es siempre divina, aunque esa presencia puede tomar formas distintas que difícilmente pueden clasificarse en la división simplista de naturales y sobrenaturales. El pensamiento cristiano padece en este punto de influjos filosóficos perniciosos, que no dan razón del modo como se presenta el problema en la historia de la revelación. Se identifica lo trascendente con lo separado y así se supone que la trascendencia histórica es lo que está separado de la historia; trascendente sería lo que está fuera o más allá de lo que se aprehende inmediatamente como real, de modo que lo trascendente sería siempre de otro, lo distinto y separado, sea en el tiempo, sea en el espacio, sea en su entidad. Pero hay otro modo radicalmente distinto de entender la trascendencia, que es más consonante con la forma como se presenta la realidad y la acción de Dios en el pensamiento bíblico. Este modo consiste en ver la trascendencia como algo que trasciende en y no como algo que trasciende de, como algo que físicamente impulsa a más pero no sacando fuera de; como algo que lanza, pero al mismo tiempo retiene. En esta concepción, cuando se alcanza históricamente a Dios —y lo mismo vale decir cuando se alcanza personalmente a Dios—, no se abandona lo humano, no se abandona la historia real, sino que se ahonda en sus raíces, se hace más presente y eficaz lo que estaba ya efectivamente presente. Puede separarse Dios de la historia, pero no puede separarse de Dios la historia. Y en la historia la trascendencia hay que verla más en la relación necesidad-libertad que en la relación ausencia-presencia. Dios es trascendente, entre otras razones, no porque se ausente, sino porque se hace libremente presente, unas veces de un modo y otras de otro, libre y señorialmente elegidas, unas con una intensidad y otras con otra intensidad, según sea su voluntad de autodonación. Como veremos después, aun en el caso del pecado estamos en plena historia de la salvación: el pecado no hace desaparecer a Dios, sino que lo crucifica, lo cual puede parecer lo mismo, pero en realidad es abismalmente distinto. Será posible dividir la historia en una historia de pecado y una historia de la gracia, pero esa división supone la unidad real de la historia y la unidad real e indisoluble de Dios y del hombre en ella, supone además que pecado y gracia están en estrechísima relación, de tal modo que aquella puede definirse desde ésta y ésta desde aquella 8 . Pero no pretendemos hacer aquí una discusión filosófica sobre el problema de la trascendencia, aunque vamos a utilizar el concepto para llenarlo de un contenido preciso a través de algunos 8. Cf. las obras de X. Zubiri, Sobre la esencia, Madrid, 1962; Inteligencia semiente, Madrid, 1980; Inteligencia y logos, Madrid, 1982; Inteligencia y razón, Madrid, 1983.
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ejemplos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Más bien lo que aquí se busca es mostrar la unidad primigenia de lo divino y de lo humano en la historia, una unidad tan primigenia que sólo tras una larga reflexión ha podido la humanidad hacer separaciones y distinciones, unas veces justificadas y otras no. La trascendencia de la que hablamos se presenta como histórica y la historia se presenta a su vez como trascendente por más que resulte difícil encontrar los conceptos adecuados para mantener esta indivisa unidad sin confusión. Varios puntos esenciales de la fe cristiana podrían tomarse como pauta esclarecedora. Ante todo, el misterio trascendente de la humanidad de Jesús. Es en Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios, como sostiene la fe cristiana, donde mejor se realiza la unidad y donde mejor podría estudiarse esa unidad. No es el camino que aquí se va a recorrer porque su estudio no puede ni siquiera ser apuntado en un trabajo como éste de reducidas dimensiones y pretensiones. Podría estudiarse también el mismo problema en el caso de la Iglesia con su historicidad evidente y palpable por un lado y por otro con su carácter de misterio confesado por la fe; es un caso de estudio que podría aportar pistas teóricas de primera importancia, ya que la historización del misterio de la Iglesia, debidamente criticada, dejaría sin fuerza muchos de los argumentos con que se ataca la historización de la fe propiciada por la teología de la liberación. Podría estudiarse también el caso singular de los libros sagrados en los que, por un lado, es tan evidente la acción del hombre como vehículo de la revelación y, por otro, es necesario admitir por la fe la presencia de la autoría de Dios. Por razones prácticas en este trabajo se van a tomar como objeto de estudio dos casos distintos de pretensiones más modestas con el objeto de mostrar lo que pudiera ser, por un lado, la trascendencia histórica veterotestamentaria y, por otro, la trascendencia histórica neotestamentaria. No es que se acepte desde un principio que se trate de dos modos distintos de trascendencia divina en la historia, de los cuales el primero quedaría superado, cuando no anulado por el segundo. Cuando Von Balthasar afirma en relación con la teología de la liberación que «lo religioso en Israel queda siempre político, y lo político religioso, hasta en la misma entraña de su esperanza escatológica» y en consecuencia, añade, «este monismo religión-política, que es esencialmente constitutivo para Israel, ha sido y sigue siendo para la Iglesia siempre y en todas sus formas (cesaropapismo, cuius regio...) del todo perjudicial» 9, está afirmando algo que desfigura el problema. La
9.
Op. cit., p. 170.
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HISTORICIDAD
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teología de la liberación ha sido acusada con frecuencia de ser más veterotestamentaria que neotestamentaria en su preocupación histórico-política fundamental. Apariencias para ello se han dado. Pero no se superará la objeción abandonando la inspiración que se encuentra en los hechos histórico-salvíficos del Antiguo Testamento, sino iluminándolos con la luz del Nuevo Testamento, pero sin plantear el problema en términos de la edad de la gracia que deja atrás la edad de la ley. Querer sacar del Antiguo Testamento sólo lo que en él hay de espíritu religioso abandonando todo lo que en él hay de carne histórica y asimismo querer quedarse con lo que de espíritu hay en el Nuevo Testamento sin reparar en lo que hay en él de historicidad o limitar el sentido de ésta a puro apoyo de aquél, sería en ambos casos una mutilización. En ambos casos hay espíritu y carne, Dios e historia, tan inseparablemente unidos, que la desaparición de uno traería consigo la desfiguración, cuando no la destrucción, del otro. Evidentemente no se va a estudiar a fondo ni qué es la trascendencia histórica veterotestamentaria ni la neotestamentaria; tampoco la relación entre ambas. Bastará con apoyarse en algunos aspectos significativos de las mismas para acercarse a una mayor claridad sobre el problema que nos ocupa; la trascendencia histórica cristiana que abarca aquellas dos perspectivas, pero también lo que el Espíritu ha ido creando y manifestando y que es menester descifrar como «signos de los tiempos» 10
II. LA TRASCENDENCIA HISTÓRICA VETEROTESTAMENTARIA
El punto elegido para este grave problema puede formularse así: ¿quién sacó de Egipto al pueblo, Yahvé o Moisés? Esta pregunta tiene los siguientes presupuestos: 1) la salida de Egipto del pueblo de Israel es un hecho histórico o se presenta como un hecho histórico; 2) la salida de Egipto es un hecho salvífico de trascendental importancia para cumplir el plan de Yahvé con su pueblo; 3) Moisés es un hombre que utiliza medios humanos y políticos para realizar ese hecho histórico-salvífico; 4) Israel no duda en creer, a pesar de la presencia comprobada de los hombres en la acción, que Yahvé es quien lo está liberando.
1.
DE
LA
Historicidad de los hechos
SALVACIÓN
CRISTIANA
veterotestamentarios
Poco importa para nuestro propósito que se niegue la historicidad científica y crítica de los hechos narrados en el Éxodo, porque siempre cabría preguntarse, desde un punto de vista teológico, por qué la tradición revelante se ha visto forzada a dar carne histórica a un contenido supuestamente no histórico de revelación y de autodonación de Dios. Aceptamos, eso sí, que en esa historia o en esa historificación sucedió, según lo expresa tan explícitamente el autor inspirado, algo que debe aceptarse creyentemente como presencia y acción salvífica de Dios. El supuesto racionalista, no creyente, según el cual lo que se cuenta en el Éxodo es mera mitología o mera ideologización, revestidas de ropaje histórico, exigiría otro tratamiento. Aquí se supone creyentemente que esa intervención de Dios es posible, que esa intervención es siempre libre y que esa intervención se dio o que, al menos, el autor sagrado la interpretó como dada. Pero insistimos: aunque no se diera tal como se narra, la narración misma, en lo que pudiera llamarse su lógica interna revelante, es suficiente punto de apoyo para mostrar lo que aquí pretendemos. Admitir aquí que entre el significante y el significado se da una relación puramente extrínseca no hace justicia al texto ni a la intención y propósito del redactor. Ciertamente entre los propios creyentes se discute cuál es el carácter histórico de la historia de la salvación o de los hechos salvíficos y en qué consiste su historicidad " . Así, de Vaux acepta la interpretación de Von Rad, en la cual afirma haber una gran diferencia entre la historia de Israel, tal como ha sido reconstruida por la moderna ciencia histórica, y la historia de la salvación, tal como ha sido escrita en los libros sagrados; pero, admitida esta diferencia, sostiene que la historia de la salvación depende de hechos que el historiador puede probar como reales. Wright, por su parte, también admitiría que los hechos centrales, en que se basaría la fe, pueden ser constatados científicamente, pero admite que las acciones de Dios no son pura historia sino historia interpretada por la fe, una proyección de la fe en los hechos, proyección que es considerada como el significado verdadero de esos hechos. Von Rad, por su parte, sostiene que las narraciones bíblicas no pueden ser tenidas como fuente segura de información histórica ya que, a pesar de su base factual, su grado de historicidad es discutible; sin embargo, sostiene como categoría fundamental de su teología lo que claramente debe llamarse historia de la salvación.
10. M.-D. Chenu, «Les signes des temps»: NKT 1 (1965); M. McGrath, «Los signos de los tiempos en América latina hoy», en Los textos de Medellín, San Salvador, 1977, pp. 137-158.
11. J. J. Collins, «The "historical" character of the Oíd Testament in recent biblical theology»: The Catholic Biblical Quaterly (April, 1979), pp. 185-204.
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En toda esta discusión, la historia es vista más como ciencia histórica que como realidad histórica, se atiende más al carácter histórico de la constatación que al carácter histórico de lo constatado. Se acepta, por ejemplo, que el conjunto de narraciones aparentemente históricas del Antiguo Testamento sería un cuerpo literario, que merecería más el nombre de story (relato) que el de history (hechos históricos científicos comprobados); se trataría de narraciones que quieren parecer históricas (history-like). Con ello, más que información, lo que se pretende trasmitir es un mensaje, un sentido, utilizando para ello el género ficción, de modo que su efectividad es independiente de si ocurrió o no lo que se dice haber sucedido. Se trataría de relatos paradigmáticos o mitos, que pretenderían expresar algo profundo y permanente de gran significación para el hombre; no es difícil aceptar que elaboraciones poéticas puedan captar el carácter real de un suceso más adecuadamente que una descripción puramente factual. Así, lo que se narra en el Éxodo como acción de Dios busca mostrar que en lo narrado hay un significado profundo para la comunidad, a la cual se le proporciona una revelación de Dios, no precisamente sobre un hecho particular, sino sobre valores y significados permanentes. No es, entonces, el hecho lo que anima a la comunidad, sino su vivencia trasmitida por el relato. Las acciones de Dios, trasmitidas por el Éxodo, son problemáticas desde un punto de vista estrictamente histórico, pero no como mitos o relatos paradigmáticos, que son significativos por la luz que arrojan sobre aspectos esenciales de la condición humana. Sin embargo, el texto bíblico, como lo reconoce Mircea Eliade, no presenta a Yahvé como una divinidad oriental, creadora de gestos arquetípicos, sino como una personalidad que interviene sin cesar en la historia y que revela su voluntad a través de los acontecimientos. En el caso específico del Éxodo se introduce puntualmente una novedad histórica no por una recurrencia necesaria, sino por una libre intervención de Dios, que es experimentada como tal por un pueblo determinado en tiempos y lugares específicos. Por este camino se abre paso la revelación del poder trascendente de Yahvé: lo impredecible de la experiencia histórica es celebrada como una revelación del poder trascendente de Yahvé, un poder que cambia la historia y que en el cambio histórico muestra tanto la contingencia humana como la esperanza humana. Yahvé es más grande de lo que puede esperarse de cualquier condicionalidad histórica. Se apunta así a la historia humana como campo privilegiado para mostrar la irrupción trascendente de Dios como novedad imprevisible que abre la contingencia humana a la esperanza divina. La experiencia humana no queda cerrada sobre sí, sino abierta a la esperanza puesta en la intervención divina. 332
2.
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La historia, como probación y mostración de Dios
Pero es menester insistir más en por qué se recurre a la historia o, en su caso, al género histórico para mostrar la presencia reveladora de Dios. ¿Será porque en el campo histórico es más fácil la prueba apologética de la razonabilidad de la fe o porque los hechos históricos maravillosos arrastran más a la confesión religiosa? Tal explicación racionalista o psico-social no da razón ni del texto sagrado ni de la experiencia del pueblo. Es cierto que se recurre a hechos palpables y llamativos, a signos y portentos, al mostrar que la llamada de Moisés al pueblo para salir de la opresión de Egipto, está fundada y amparada en la voluntad y el poder de Yahvé. Pero este recurso no es para confirmar la razonabilidad de nuestra aceptación creyente de lo que allí ocurrió o su significado trascendente, sino con el objeto de confirmar la propia acción histórica del pueblo que era invitado a salir de la opresión para llegar a la tierra de promisión y con el objeto de probar en esa acción histórica quién y cómo era su Dios. La historia se convierte así en probación de Dios porque es en sí misma mostración de Dios, y sólo en la historia es captado Dios como es en relación al hombre y el hombre como es en relación con Dios (incluimos aquí por extensión la experiencia biográfica y personal del hombre, que como tal no es propiamente histórica, pero que tiene características de historicidad, que permiten esa extensión). Si Dios no fuera captado en la historia como Señor de la historia, esto es, como Dios que interviene en ella, no sería captado como el Dios pleno, rico y libre, misterioso y cercano, escandaloso y esperanzador; sería captado como el motor de los ciclos naturales, como paradigma de lo siempre igual, que puede tener un después, pero no un futuro abierto y en ese sentido como impulsador y tal vez fin o meta de una evolución necesaria. Pero Moisés acude a Yahvé y a las acciones de Yahvé no para reiterar lo mismo, sino para romper con el proceso, y es por esta ruptura del proceso por donde se hace presente en la historia algo que es más que la historia. En este sentido es menos importante que esto se logre a través de una «coyuntura» y no a través de un milagro formal, porque esa coyuntura tiene posibilidades de presentarse como novedad que rompe la normalidad de la experiencia. No es nada obvia esta selección de la historia como lugar teofánico, como lugar privilegiado de la manifestación y autodonación de Dios. A otros pueblos les ha parecido mejor acercarse a Dios a través de la naturaleza con lo que ésta tiene de majestuoso, insondable, de inapelable para el hombre o, en el otro extremo, a través de la experiencia interior subjetiva o intersubjetiva. Puede decirse que la historia engloba y supera tanto el ámbito de lo natural como el ámbito de lo subjetivo y personal y en ese 333
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sentido, lejos de excluirlos, los enmarca y potencia. Pero sin la historia queda absolutamente reducido el ámbito de revelación y de donación de Dios; y, al contrario, con la historia queda, por un lado, abierto lo que la humanidad y con ella la realidad entera puede dar de sí y, por otro lado, y, en consecuencia, queda abierta la posibilidad efectiva de mostrarse lo que es Dios para el hombre y el hombre para Dios. En la historia no puede darse Dios de una vez por todas como es el caso de la naturaleza, aun admitido el caso de una evolución creadora (Bergson) o de una creación evolvente (Zubiri); en la historia se cuenta con la posibilidad de una revelación y autodonación permanente, no sólo por parte de quien la recibe sino, lo que es más radical, por parte de quien la da. La naturaleza puede ser escrutada cada vez más tanto en la lejanía del pasado originario como en la profundidad de sus elementos, pero esa naturaleza está ya dada e incluso su evolución está fundamentalmente fijada, mientras que la historia es el campo de la novedad, de la creatividad, pero un campo donde Dios sólo puede revelarse «más» si se hace efectivamente «más» historia, esto es, una historia mayor y mejor que lo que ha sido hasta este momento. Para Kant todavía dos son las cosas que llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevas y crecientes cuanto con más frecuencia se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí 1 2 . Fue Hegel quien vio teoréticamente la historia como lugar de más altas admiraciones, pero fue antes la revelación vétero y neotestamentaria la que dio por hecho que en la historia se daba, más que la plenitud del ser y de la realidad, la verdad y el don de Dios, lo cual llevará en la concepción del Nuevo Testamento hasta la divinización de un hombre y en él de la humanidad entera. La historia, por otra parte, tal como es vivida y comprendida en el Antiguo Testamento, está abierta al futuro. Moisés habla de un pasado en un presente hacia el futuro: es el Dios de los padres el que está viendo la opresión presente de los hijos en Egipto y el que los lanza hacia un futuro que vendrá por la promesa de Yahvé en alianza con su pueblo. No basta con un Dios de los padres, recibido en una experiencia que ya pasó, por más que siga viva en el pueblo; se trata también de un presente, el presente de un pueblo oprimido y explotado, en el cual se reasume la experiencia pasada de los padres y se la renueva por la experiencia histórica, la cual en su negatividad obliga a volverse al Dios de vida, libertad y unidad social; se trata finalmente de un futuro de promesa y esperanza, el cual anula esa negatividad y recupera de modo nuevo la experiencia antigua, un futuro en el cual colaboran Dios y el hombre y que dependerá, aunque de distinto modo, de la fidelidad de Dios y de 12.
I. Kant, Critica de la razón práctica, Madrid, 1975.
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la correspondencia humana. Una experiencia de opresión y deliberación hace que, desde la perspectiva de Dios, la opresión se vea como pecado y la liberación como gracia; hace que Dios se descubra como un Dios que no es sólo perdonador, sino que sobre todo es efectivamente liberador. Este carácter estrictamente futuro —el cual no sólo está más allá, sino que se hace actuante proyectivamente en el juego promesa/esperanza, acción de Dios/respuesta del hombre— es el que permite la revelación histórica de Dios y el que obliga a los hombres a abrirse y a no quedarse cerrados en ninguna experiencia ya dada ni en ningún límite definido: es el Deus semper novus como una de las formas de presentarse el Deus semper maior. La historia es así el lugar pleno de la trascendencia, pero de una trascendencia que no aparece mecánicamente sino que sólo aparece cuando se hace historia y se irrumpe novedosamente en el proceso determinante en permanente desinstalación. La historia es también lugar del pueblo. La experiencia de Moisés en la montaña santa no es la experiencia de un solitario, quien se enfrenta interiormente con la divinidad y luego trasmite esa experiencia para que cada uno la reproduzca interior e individualmente. Al contrario, Moisés parte de una experiencia histórica que es la experiencia de su pueblo. Vive inicialmente de lo que ha recibido, de lo que se le ha dado de su pueblo en trasmisión tradente (Zubiri). Ya adulto vive la experiencia cotidiana de su pueblo e incluso participa violentamente en ella. Sólo después se retira a reconsiderar desde el Dios de los padres lo que puede hacer. Su intento primario no es hacer algo en favor de Dios, sino hacer algo en favor del pueblo, aunque este hacer del pueblo sea considerado desde la perspectiva de Dios. Parte de un hacer del pueblo, reflexiona sobre este hacer delante de Dios y regresa al pueblo a trabajar conjuntamente por ese pueblo elegido y por el Dios que le ha elegido. Su punto de partida no es sólo el pueblo, sino la experiencia socio-política del pueblo y su punto de llegada es también la acción socio-política de ese pueblo, lodo ello no como punto de apoyo para saltar a la experiencia de Dios sino, al contrario, es la experiencia de Dios la que se subordina a la acción salvadora del pueblo, para después elevar a ese pueblo hasta la actualización agradecida de su elección, hasta el reconocimiento de que sólo Yahvé es su Dios. Es en este hundimiento de la acción divina y de la realidad divina en los problemas de la historia donde la experiencia rompe sobre sí misma y queda abierta a algo que la supera por todas sus hendiduras. Sólo un Dios que ha descendido sobre la historia puede hacerla ascender hasta él. Pero esto se realiza en la historia de un pueblo. Como bien ha notado North, en el primer libro del Pentateuco se habla de figuras singulares, mientras que en el segundo libro el sujeto es 335
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Israel como entidad colectiva 13. Sólo la plenitud del pueblo, la cual no excluye la riqueza singular de personajes como Moisés, es capaz de manifestar al Dios verdadero, quien no se encierra en la subjetividad solitaria de los grandes héroes, sino que se hace presente en los dolores, en las luchas y esperanzas de las mayorías populares. No en vano el artículo fundacional de la fe de Israel es la liberación de todo un pueblo oprimido, un pueblo que tuvo que salir de la casa de esclavitud, porque así lo quiso Dios aunque lo realizó por intermedio de Moisés 14. Este artículo fundacional no es, pues, algo referido a Dios solo, a un Dios separado de la historia humana, ni siquiera a un Dios que da sentido a la vida individual y que proyecta su plenitud fuera de la historia; al contrario, es a partir de la historia y en la historia misma donde se hace presente como hecho religioso fundamental y fundacional, no sólo no distanciado del proceso socio-político, sino fundado en él y revivido en él. El punto de arranque es la opresión de un pueblo determinado con características bien precisas que Dios y los hombres de Dios no pueden tolerar. Se trata, en efecto, de los antepasados de los israelitas, quienes habían entrado libremente en Egipto y fueron asimilados a los apiru, prisioneros de guerra, y constreñidos como ellos a los trabajos emprendidos por Ramsés II en el delta; los egipcios no quisieron perder esta mano de obra gratuita y consideraron la protesta de los israelitas como una rebelión de esclavos y su huida como una evasión de prisioneros 15 . Es en esta experiencia y por esta experiencia histórica donde se revela el nombre de Yabvé. La teofanía nace de una teopraxia y remite a una nueva teopraxia: es el Dios que actúa en la historia y en una historia bien precisa quien puede descubrirse y nombrarse en forma más explícita y, si se quiere, en forma más trascendente. Aun sin argumentar etimológicamente sobre el sentido preciso del nombre revelado en la teofanía de la zarza ardiente, no parece dudoso el sentido que debe darse al origen histórico del nombre divino, a su revelación histórica. Y esto es lo que va a quedar como regalo y posesión permanente del pueblo, no tanto el nombre separado de Yahvé, sino el nombre de Yahvé asociado a una acción histórica: «Yo soy Yahvé, su Dios, que los he hecho salir del país de Egipto» 16. Y es en esta experiencia histórica donde puede formularse la alianza fundamental del «yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo». Para Israel su Dios queda definido por esa presencia divina, que hace salir al pueblo de la opresión de Egipto; Israel llega más a Dios y de distinta forma que en el caso 13. 14. 15. 16.
M. North, Esodo, Brescia, 1977, p. 11. R. de Vaux, Histotre ancienne d'ísrael, París, 1971, pp. 305 ss. Ibid., p. 310. Ex 20, 2 y 39, 46; Lev 19, 36 y 25, 38; Dt 5, 6.
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de los padres, porque ha experimentado en su historia nueva algo nuevo de Dios. La acción de salir de Egipto, la salida del lugar de la opresión material —no consta con la misma evidencia que en Egipto se le impidiera al pueblo el culto de su Dios—, en vez de ser una acción profana, es el lugar originario de una nueva experiencia revelante de Dios, tanto que respecto de ella es como aparece la revelación más explícita del hombre y del ser del Dios verdadero. La trascendencia no está aquí en salirse del pueblo y de sus luchas, sino en la potenciación de ese pueblo para sus luchas, en su paso de la tierra de Egipto a la tierra de Canaán. La revelación del nombre y la teofanía entera es para que el pueblo sacuda su yugo y se ponga en marcha a la búsqueda de una tierra nueva. La experiencia y el recuerdo de la salida y de la marcha es lo que mantendrá viva la experiencia de Dios en las generaciones venideras. Incluso cuando la reviviscencia sea ya fundamentalmente cultual, se pretenderá alimentar esa reviviscencia con el recuerdo de una historia y con el recurso a ella. 3.
Las acciones salvíficas de Moisés
Desde esta perspectiva la pregunta de si es Yahvé o es Moisés quien saca al pueblo de Egipto no admite la respuesta simplista de que es Moisés (interpretación racionalista o naturalista) ni la respuesta asimismo simplista de que es Yahvé (interpretación supranaturalista). Ni Yahvé saca al pueblo sin Moisés ni Moisés sin Yahvé. Este «sin» es absolutamente positivo y esencial. Indudablemente el Éxodo plantea acciones decisivas que serían propias y exclusivas de Yahvé (plagas, mar Rojo, maná, etc.), mientras que Moisés no hará nada que no sea por mandato o inspiración de Yahvé. Pero si examinamos más de cerca esta presunta separación vemos que tiende a desaparecer. Así, se dice indistintamente que el Faraón endureció su corazón y que Yahvé endureció el corazón del Faraón. Lo mismo aparece en el caso de su obstinación 17 . Las mismas plagas quedan reducidas en su significado frente al milagro mismo de la pascua en cuya noche Israel fue liberado milagrosamente de Egipto, milagro en el cual la participación humana es mucho más evidente 18 . Y aún por lo que toca al carácter «milagroso» de las plagas, éstas no aparecen como algo separado —una especie de signo en los cielos— sino como algo que tiene una finalidad histórica —la salida del pueblo de Egipto—, que toca a realidades importantes para la vida social y económica de Egipto y que no se lleva a cabo al margen de la 17. 18.
Ex 7, 13.22; 8, 15; 9, 35; 9, 12; 10, 20.27; 7, 14; 9, 34; 10, 1. M. North, op. cit., p. 17.
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actividad de los agentes humanos. Yahvé aparece así como el momento trascendente de una única praxis de salvación, aquel momento que rompe los límites de la acción humana y/o reconduce el sentido más profundo de esa acción. Esto no supone reducir Dios a la historia, sino que supone, al contrario, elevar la historia a Dios, elevación sólo posible en cuanto antes ha descendido a ella el propio Yahvé a través de Moisés, de Yahvé que interviene porque ha escuchado el clamor del pueblo oprimido. Es, pues, históricamente evidente (en el marco de la historicidad que se quiera atribuir críticamente al relato del Éxodo) que Moisés y sus acciones históricas juegan un papel relevante en la acción salvífica que supone la salida del pueblo de Egipto y en la interpretación trascendente de esa acción dada al pueblo a través de Moisés. Hablar aquí de instrumentalidad, de elevación, etc., es recurrir a explicaciones y racionalizaciones, las cuales pueden ser oportunas, siempre que no oscurezcan el hecho fundamental: la acción histórica decisiva de Moisés y la intrinsecidad de esa acción histórica respecto de la acción formalmente divina, la cual se presenta en unidad indisoluble con aquélla. Los autores creyentes del Éxodo aceptan como evidente que es Dios el autor principal de estas hazañas, pero dan también por evidente que Moisés es el brazo de Yahvé y que su acción histórica es sin más la acción salvífica. Lo que para los ojos no creyentes es la acción de un caudillo religioso, eso mismo y no otra cosa es para los ojos creyentes la acción de Dios; éstos no hacen más que descubrir la trascendencia llena de gratuidad que se hace libremente presente en la acción histórica. Esto no significa que cualquier acción histórica sea susceptible de la misma lectura, porque esa acción histórica debe tener un determinado contenido (no cualquier contenido es igual para la revelación que Dios ha querido hacer de sí mismo) y en ese contenido debe hacerse presente de modo especial Dios. Con qué criterios discernir unos acontecimientos históricos de otros es algo que aquí no toca dilucidar, por más que sea un punto esencial tanto en una teología de la revelación como en una teología de los signos de los tiempos. La pregunta, por tanto, de qué hay de profano y qué de sagrado en la narración del Éxodo carece de sentido. La descripción profana de esta acción la podría haber dado un historiador racionalista, pero en ese caso, desde la perspectiva del creyente, se trataría de una mutilación lograda por abstracción de uno de los elementos esenciales de la unidad histórica. La descripción sagrada de la historia de Israel consistiría en el extremo opuesto en la enumeración de presuntos elementos trascendentes o sobrenaturales los cuales sólo incidental y parabólicamente tendrían que ver con los hechos históricos, lo cual supondría también una mutilación lograda por abstracción separativa. Nada de esto aparece en 338
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el Éxodo y en el resto de los libros históricos y proféticos. Lo que sí puede observarse, en cambio, es que en una única historia hay acciones en favor de Dios y del pueblo y hay acciones en contra del pueblo y de Dios; hay praxis histórica de salvación y hay praxis histórica de perdición, hay praxis histórica de liberación y hay praxis histórica de opresión. Salvación y liberación que es, en primer lugar, una salvación y liberación material, socio-política, plenamente real y constatable y que sólo en un segundo momento aparece como lugar privilegiado de la revelación y de la presencia de Dios, donde ciertamente este segundo momento no es un puro reflejo mecánico del anterior sino algo que ha necesitado la superación de la acción histórica por una intervención especial pero intramundana de Dios. Dios se ha hecho libremente presente en la historia de un modo peculiar en relación con un pueblo y su estado de postración; cuando alguien se pone en contacto con ese pueblo y su postración se pone en contacto con ese Dios que actúa en la historia. En contacto de gracia y justificación si va en la línea de la justicia y de la liberación; en contacto de pecado si va en la línea de la opresión y del límite. La teopraxia es el punto inicial del proceso salvador como el imperio del pecado y del mal es el punto inicial del proceso condenador. Moisés entra de lleno en la teopraxia de Dios, mientras que el Faraón entra de lleno en la negación del Dios de la vida y de la libertad, tal vez en nombre del dios que sostiene su modo de dominación. Como su posición es distinta en la historia de la salvación, también es distinta la teofanía que les corresponde: para Moisés y para su pueblo es la teofanía de un Dios liberador, para el Faraón y su pueblo es la teofanía de un Dios castigador. Pero la liberación y el castigo es a través de hechos históricos. Sólo si llega a esta teofanía se completa la teopraxia y se muestra la plenitud de la historia, la plenitud de Dios en la historia. Y desde esta teofanía siempre renovada puede regularse lo que tiene que ser la praxis histórica de la salvación. La trascendencia histórica veterotestamentaria no está, entonces, en que por medio de relatos se hace presente paradigmáticamente lo que Dios quiere del hombre en la historia. Está más bien en que se hace presente en la historia, aunque el relato que exprese esta presencia no sea críticamente histórico. Lo paradigmático está, entonces, en que donde se repita históricamente lo que en la Escritura se expresa como teopraxia, entonces puede verse en esa praxis histórica una teofanía. Es lo que ocurre en los casos de liberación histórica, cuando el pecado y la negación de Dios son manifiestos y cuando, por tanto, es preciso poner todo el poder del Dios cristiano en favor de la superación de ese pecado. Si el perdón del pecado sólo se da por la gracia, la anulación del pecado objetivado sólo se da por la presencia objetivada del poder de la gracia. 339
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Praxis de salvación
Esta praxis de salvación no tiene, sin embargo, por qué entenderse en términos puramente éticos, sobre todo si las obras de la ética se entienden como separadas de la fe que pone en contacto con el Dios salvador. Mucho menos en términos de una praxis meramente política. La llamada politización de la fe, que mejor debería llamarse historización de la fe, no consiste en decir que la acción salvífica se reduzca a la transformación de las estructuras sociopolíticas ni siquiera a la sublimación de las estructuras históricas, más abarcadoras que aquéllas. Consiste en decir que la salvación no llega a su plenitud, si no se alcanza esa dimensión histórica y, en su caso, esa dimensión política. No consisten tampoco ía politización y la historización en consecuencias éticas que deben sacarse de la fe, pero que ya no tienen que ver con la fe misma, con la salvación, o, como diremos neotestamentariamente, con el reino de Dios. Precisamente, la unidad total de una sola historia de Dios en los hombres y de los hombres en Dios no permite la evasión a uno de los dos extremos abstractos: «sólo Dios» o «sólo el hombre»; pero tampoco permite quedarse en la dualidad acumulada de Dios y del hombre, sino que afirma la unidad dual de Dios en el hombre y del hombre en Dios. Este en juega una distinta función y tiene una distinta densidad cuando la acción es de Dios en el hombre y cuando la acción es del hombre en Dios, pero siempre es el mismo en. Y por eso, no es una praxis meramente política, ni meramente histórica, ni meramente ética, sino que es una praxis histórica trascendente, lo cual hace patente al Dios que se hace presente en la acción de la historia. Este momento puede darse de dos modos: uno virtual, pues aunque sigue con gran proximidad lo que sería una praxis de salvación, no alcanza a conocer ni a nombrar explícitamente al Dios presente en esta praxis y quien es su último posibilitador; otro más formal y expreso, dentro de esa misma praxis se encuentra y reconoce a Dios, de modo que ese reconocimiento ilumina, critica y anima la propia acción. El ejemplo de Moisés es en esto significativo: su carácter de conductor del pueblo no excluye su carácter de persona individual y su carácter de actor político no excluye, antes al contrario, reclama el recurso a Dios hasta el punto de que la teopraxia se hace en él teofanía y ésta a su vez remite a una nueva teopraxia. Esta afirmación, sin embargo, no permite decir que la liberación del Éxodo sólo tiene carácter salvífico en cuanto esta ordenada al culto de la alianza que se celebró en el Sinaí. Puede aceptarse, como afirma Urs von Balthasar, que «la primera liberación apunta inmediatamente a una salvación más que política en la alianza del Sinaí y en el culto mandado por ley allí 340
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mismo» 19. Efectivamente, se da la primera liberación y luego sucesivas liberaciones, cuya fundamentación es más explícitamente religiosa y cultual. Pero cualquiera sea el origen de estos relatos 2ü , el orden real de fundamentación es bien preciso: el culto —otro es el problema de la alianza misma— no es el que da el significado a la liberación de Egipto, sino que es ésta la que da su significado específico al culto, el cual celebra y saca las consecuencias explícitas de la experiencia histórica tenida, de la praxis histórica. El culto del Sinaí es verdadero culto porque es de un pueblo que realmente ha encontrado en una praxis de liberación al Dios liberador y de ninguna manera es verdadero y suficiente en sí mismo. Por eso, no es fácil estar de acuerdo con lo que sostiene la Comisión teológica internacional en lo que se refiere a este punto: El objetivo de las necesidades sentidas en los diferentes casos particulares es un elemento de menor importancia; lo que prevalece es la experiencia en virtud de la cual solamente se espera de Dios la salvación y el remedio. No se puede, pues, hablar de este género de salvación, en cuanto que afecta a los derechos y al bien del hombre, sin citar al mismo tiempo toda la reflexión teológica segi'in la cual es Dios y no el hombre, el que cambia las situaciones 21 .
Es plausible pensar que el hombre veterotestamentario no veía las cosas así. Para él, como para el hombre actual oprimido de América latina, el objeto de las necesidades sentidas es fundamental, porque Dios no aparecería como liberador del pueblo —artículo de fe para el pueblo judío— si no se hubiera dado esa experiencia histórica de salvación; decir otra cosa es despojar de su carácter histórico tanto a la historia misma como a la revelación. En segundo lugar, no se puede decir que sólo de Dios se espera la salvación y el remedio, cuando Moisés y el pueblo juegan un papel tan importante en la liberación; de ahí que afirmar que es Dios y no el hombre quien cambia las situaciones es una frase formalmente falsa, deformadora de la praxis cristiana y favorecedora de quienes sí pretenden cambiar las situaciones desde una perspectiva de dominación y de pecado. Son, como veremos después, las acciones cerradas del hombre las que empecatan y condenan la historia, como son las acciones abiertas del hombre las que la agracian y la salvan. Ciertamente, la apertura y el cierre son respecto de Dios y de su acción, pero este tener que ver no es en modo alguno la exclusión del poder formalmente salvífico y transformador de la acción del hombre, no sólo respecto de sí mismo, sino respecto de la historia. 19. 20. 21.
H. Urs von Balthasar, op. cit., p. 167. R. de Vaux, op. cit., pp. 306 ss. Comisión teológica internacional, op. cit., p. 192.
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La trascendencia histórica veterotestamentaria puede y debe estudiarse en más lugares que en la acción liberadora de Moisés y puede y debe atender a más aspectos de los aquí señalados. Pero los aquí expuestos con ocasión de la pascua judía original muestran puntos esenciales de lo que puede ser una trascendencia histórica. La historia es de modo especial campo de la acción divina. Aunque los teólogos no descartan en sus juegos mentales la posibilidad de que Dios hubiera podido darse «sobrenaturalmente» a la naturaleza puramente material, a la naturaleza no historizada ni personalizada, lo más plausible es pensar que su comunicación personal, personal por parte de él y personal por parte de quien la recibe, sólo se puede realizar en lo biográfico y en lo histórico. Esto nos llevaría a considerar una comunicación y una presencia de Dios en la naturaleza como contradistinta de una comunicación y una presencia de Dios en la historia; aquélla sería lugar más propicio para la que llaman presencia natural de Dios y ésta sería lugar más adecuado para la que llaman presencia sobrenatural de Dios. Volveremos más tarde sobre esta manera de hablar inexacta. Lo que en este momento importa es subrayar cómo la historia de Israel no sólo ha descubierto la densidad real de lo histórico, sino que ha hecho de lo histórico el lugar más rico de la presencia y de la donación de Dios. Podrá decirse que la trascendencia histórica veterotestamentaria no es la manera definitiva de la trascendencia histórica, tal como ésta se ha ido configurando en el curso de la revelación y del desarrollo histórico. Evidentemente es así. Pero esto no obsta a que se reconozcan ciertos puntos esenciales: a) aquella trascendencia histórica es la que ha dado paso a otras trascendencias históricas; b) aquella trascendencia histórica toca elementos esenciales del hombre y de la sociedad que no pueden ser dejados fuera y que en determinadas circunstancias históricas pueden alcanzar reforzada actualidad; c) aquella trascendencia histórica muestra la voluntad de Dios no sólo para el pasado, sino para el presente sin tener que caer por ello en fundamentalismos interpretativos; d) aquella trascendencia histórica va abriéndose desde sí misma a formas ulteriores de trascendencia de modo que se conserva en éstas, aun transformada, proporcionándoles un dinamismo propio; e) el olvido o el menosprecio de la dimensión histórica veterotestamentaria mutila la revelación de Dios y vacía de una parte de su contenido a la trascendencia histórica neotestamentaria.
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III. LA TRASCENDENCIA HISTÓRICA NEOTESTAMENTARIA
Es constatable que el Nuevo Testamento ofrece una clara especificidad al mostrar el problema de la trascendencia histórica, esto es, al mostrar el qué y el cómo de la «relación» Dios-hombre, salvación cristiana-realización humana. Hay una especificidad neotestamentaria que no consiste primariamente en una especificidad lógico-conceptual, sino en un paso cualitativamente nuevo de un mismo proceso histórico de salvación. Este salto cualitativamente nuevo no es una ruptura; es más bien una superación en la cual cobra nueva concreción y realización lo que en el estadio anterior era un tanteo algo indeterminado, tanto por lo que tocaba al aspecto histórico como al aspecto trascendente. Esa indeterminación va a ser superada en términos nuevos e incluso fijada con alguna definitividad por la aparición en Jesús de la suprema forma de trascendencia histórica, aunque esa definitividad deja todavía muchas cosas abiertas, que el Espíritu que nos ha legado Cristo resucitado nos irá ayudando a descubrir, discernir y realizar. 1.
Jesús, el nuevo Moisés
Para acercarnos a esta novedad superadora y en paralelismo con lo que hicimos al estudiar la trascendencia histórica veterotestamentaria vamos a acercarnos a la figura de Jesús desde una perspectiva limitada, pero fundamental: Jesús es el «nuevo» Moisés. Si Moisés es quien constituye histórica y teologalmente —en el relato del Éxodo— al pueblo de Israel, es Jesús quien constituye histórica y teologalmente al nuevo pueblo de Israel. Este tema de Jesús como el nuevo Moisés es uno de los fundamentales del Nuevo Testamento, el cual no se puede abarcar en unas pocas páginas, pero sobre el que existe una abundantísima bibliografía 22 . Aquí sólo vamos a recoger algunos indicios, que sean suficientes para plantear el problema y esbozar la solución. Por otra parte, hay que reconocer también que la trascendencia histórica neotestamentaria no se agota en lo que puede dar de sí la consideración de Jesús como nuevo Moisés, lo cual supone un nuevo límite y una mayor limitación a nuestro trabajo. Pero el enfoque puede considerarse suficientemente correcto por cuanto en sí mismo da luces importantes y por cuanto esas luces no quedan opacadas por lo que pudiera decirse desde otros puntos de vista. Para ello vamos a recoger algunos de los aspectos fundamenta22. CX los comentarios bíblicos sobre el sermón de la montaña, sobre la nueva ley; más precisamente los comentarios sobre Heb 3, 1-6.
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les que sobre este punto plantea el cuarto evangelio. Podría enfocarse también el mismo problema desde la perspectiva del sermón de la montaña, donde se da la nueva ley al pueblo nuevo. Pero tal vez pueden decirse cosas anteriores y más esenciales acudiendo al evangelio de Juan. Como es sabido, la contraposición de Jesús con Moisés aparece ya en el prólogo del evangelio en un texto que ciertamente no responde al nivel primero del escrito " y que por eso no puede leerse como punto de arranque, sino como punto de llegada, que puede servir de horizonte. Dice así el texto, tal como se lee en la Biblia española: La p r u e b a es que de su plenitud t o d o s n o s o t r o s h e m o s recibido: un a m o r que r e s p o n d e a su a m o r , p o r q u e la Ley se dio p o r m e d i o de M o i s é s , el a m o r y la lealtad h a n existido p o r m e d i o de Jesús el M e s í a s . A la divinidad nadie la ha visto n u n c a ; el ú n i c o e n g e n d r a d o , el que está de cara al P a d r e , él ha sido la explicación (Jn 1, 16-18).
Hay aquí una contraposición muy teologizada entre Moisés y Jesús. Se centra en dos puntos principales: Moisés dio la Ley mientras que el «amor fiel» 24 se nos ha dado por Jesús, el Mesías; por otro lado, Moisés no pudo ver a la divinidad, pero el Logos, quien es más que contemplador visual de la divinidad, sí puede explicarnos cómo es Dios. La contraposición está hecha en términos estrictamente religiosos, pues tanto de Moisés como de Jesús no se afirman sus respectivas concretas realidades en su totalidad, sino sólo algunos de sus aspectos esenciales. Claro que indirectamente se reconoce un contexto histórico o, más bien, una destinación histórica, por cuanto la Ley va dirigida al pueblo y tiene un conjunto muy expreso de contenidos socio-políticos y por cuanto lo que nos garantiza el Logos del Padre es el amor por excelencia, un amor que ya no puede fallar y que es un don nuevo y renovador respecto de la Ley. Esto es lo que fundaría la contraposición esencial entre el nuevo y el viejo Moisés y, 23. M. E. Boismard - A. Lamouille, L'évangile de }ean, París, 1977, pp. 9-70. 24. Jaris y aletbeia, más que «gracia» y «verdad», significan «amor» y «fidelidad», donde «fidelidad» es un término adjetival, de modo que en este caso debe hablarse de un «amor fiel», u n «amor leal». Cf. J. Mateos - J. Barreto, El evangelio de Juan, Madrid, 1979, pp. 45-46. Brown, por su parte, traduce también «amor constante»: cf. R. E. Brown, El evangelio según Juan, I, Madrid, 1979, pp. 189-190.
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consecuentemente, entre el nuevo y el viejo Israel. La historia ha desaparecido casi por completo para convertirse en pura realidad teologal y, a lo más, religiosa. Pero no es porque esté negada. La historia ha de vivirse en el nuevo eón con un espíritu distinto del antiguo; en aquél predomina la ley, en éste debe predominar el amor. Y podría verse en el amor una exigencia todavía mayor de compromiso con los demás y de compromiso histórico, porque el amor de Dios es un amor de entrega total hasta la muerte. Si de esta contraposición en el prólogo se pasa a lo que sería el primer estrato redaccional del evangelio de Juan, en el que se hace presente una mayor incidencia del ambiente samaritano ", aparece una visión mucho más matizada en la relación de Jesús con Moisés. Como texto básico estaría el relato de las palabras de Felipe en su encuentro con Natanael: «aquél del que ha escrito Moisés en la Ley, lo hemos encontrado: Jesús, el hijo de José, de Nazaret» (1, 45). La afirmación responde a un problema bien definido: tanto los judíos como los samaritanos están esperando al Profeta, el Profeta que va a culminar la acción de Moisés según la antigua promesa: «Y Yahvé dijo: han hablado bien: Yo les suscitaré de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti (Moisés), yo pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que les ordenaré» (Dt 18, 17-18). En el caso de los samaritanos se esperaba que ese profeta fuera realmente como Moisés y que, por tanto, lograse la liberación definitiva del pueblo de Dios, del pueblo samaritano en un nuevo éxodo. Esta cristología primitiva del relato básico de Juan parte, por tanto, de la misma experiencia clásica de la unidad de salvación y de historia: Dios es quien salva, pero salva a través de un enviado histórico y de acciones históricas; en la expectativa de los samaritanos, de acciones formalmente socio-políticas. Por eso tiene sentido el que Natanael acabe reconociendo que aquel Profeta del que se habla en la Ley sea verdaderamente el rey de Israel (Samaria). Precisamente porque Natanael ha visto de algún modo en Jesús caracteres del Profeta confiesa que Jesús es el rey de Israel (Jn 1, 49). En este contexto queda aclarada la función de Juan el Bautista y el bautismo de Jesús: la misión de Juan es análoga a la del profeta Samuel: los dos han sido encargados de designar y de manifestar al rey que Dios ha elegido para Israel 26 . Y es precisamente este carácter de rey el que en un segundo momento va a ser leído como Mesías: el mesianismo de Jesús tiene en el primer estrato de su presentación joanea una clara referencia a realidades 25. Aunque la interpretación de Boismard no fuera exacta cronológicamente, su estratificación lógica permite apreciar cómo se dio el paso de lo histórico a lo teológico, cómo se ascendió del «menos» al «más» en el propio Jesús: cf. M. E. Boismard, op. cit. 26. Ibid., p. 95.
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históricas y políticas, por más que el fracaso de la realización histórica y política lleve paulatinamente a concebir esta realización en términos de una trascendencia distinta, menos políticas y más religiosa. Pero siempre queda el principio básico, cargado de tradición histórica, de que el Bautista no es el Cristo ni el Profeta (Jn 1, 49), mientras que Jesús es el Mesías y el Profeta anunciado por Moisés (Jn 1, 45). La disposición de los tres primeros milagros, según la interpretación de Boismard, mostraría cómo Jesús es el nuevo Moisés, quien va a cumplir definitivamente lo que Moisés prefiguraba. Tanto las bodas de Cana (Jn 2, 1-12), como la curación del hijo del funcionario real (Jn 2, 12 ss) y la pesca milagrosa (Jn 21, 1 ss), siguen el mismo patrón del Éxodo (4, 1). Dios da el poder a Moisés de realizar sucesivamente tres milagros para mostrar que su misión entre los hombres es auténtica, de modo que éstos puedan creer en esa misión. Moisés realizó tres milagros, tres signos (athoth, semeia), que son numerados como lo son los signos de Jesús; Moisés realiza los tres milagros para que le reconociesen como enviado de Dios y lo mismo ocurre en el caso de Jesús, quien, gracias a sus signos, es reconocido como el enviado de Dios y, a este primer nivel de Juan, como el nuevo Moisés, quien era esperado según la promesa deuteronómica (Dt 18, 18). Esta conexión del evangelio de Juan con los relatos del Éxodo es tanto más de notar cuanto que, en la tradición sinóptica, los milagros se conciben de ordinario como una consecuencia de la fe en Cristo y no como un signo que debe conducir a los hombre a la fe ". Pero esa conexión de Jesús con Moisés, precisamente con el Moisés liberador y no con el Moisés legislador, pone en claro que aun en el caso de Jesús hay que andarse con cuidado a la hora de separar su acción histórica de su acción salvífica. Efectivamente, los tres signos de Moisés son para comprobar su misión divina y el carácter divino de la acción que quería emprender; ahora bien, esta misión y esa acción son de marcado carácter socio-político. En este sentido, la referencia de Juan al Éxodo es significativa. Hay también diferencias. Aunque los milagros de Jesús tienen un claro sentido terrenal (bodas de Cana, curación de un enfermo, pesca abundante), no son formalmente de carácter socio-político, sino más bien de carácter familiar. Pero esto es debido a que esos son los signos requeridos en esa situación concreta del anuncio de la fe, como serán otros los signos cuando las situaciones son distintas: entrada mesiánica en Jerusalén (Jn 12, 12-19), expulsión de los vendedores del templo (Jn 2, 13 ss), curación del ciego (Jn 9, 1 ss). Pero siempre queda en pie la necesidad de signos y obras admirables que muestren o demuestren, según los casos, la 27.
Ibid., p. 104.
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presencia y la voluntad de Dios. Que estos signos sean consecuencia de la fe en Cristo o sean preámbulo de la fe en Cristo dependerá de los casos, pero en una y en otra interpretación nos encontramos con una conexión intrínseca del signo con lo significado; más aún, podría entenderse el signo como la unidad del significante (el hecho histórico en su referencia al contenido salvífico) y del significado (el contenido salvífico hecho presente en el hecho histórico). El esquema de la unidad de lo trascendente y de lo histórico seguiría manteniendo su plena validez, aunque las circunstancias históricas y el estadio de desarrollo de la revelación lleven a concreciones distintas, diferenciadas tanto por lo que se quiere manifestar y donar, como por la situación de aquellos a quienes va dirigida la manifestación y la donación. Cullmann da así por comprobado que «el evangelio de Juan ha enlazado el acontecer central de la vida de Jesús con los restantes períodos histórico-salvíficos» 2 \ Ciertamente la elevación de la serpiente y el maná se entienden de forma distinta en la tradición mosaica y en la tradición joanea. Pero, por otra parte, la sustitución del templo como lugar de adoración por la figura misma de Jesús obliga a no espiritualizar ingenuamente el paso que da la tradición neotestamentaria sobre la veterotestamentaria. No podemos proseguir nuestro recordatorio de la presencia del nuevo Moisés en el estrato más primitivo del evangelio de Juan. El que en otros estratos se haya deshistorizado el carácter mosaico de Jesús, la realización arquetípica de lo que en Moisés era sólo prototipo, no debe descuidarse al hablar de la trascendencia histórica neotestamentaria. Pero el que se dé una trascendentalización de lo histórico no quita que deba subrayarse que el primer nivel es histórico y hace referencia para el pasado, para el presente y para el futuro a hechos y comprobaciones históricas, sin los cuales esa trascendentalización carecería de fundamento y hasta cierto punto de contenido. La decidida historización a que somete el evangelio de Juan toda la polémica de Jesús con las autoridades religioso-políticas judías —los «judíos»— y sobre todo a su juicio, muerte y crucifixión prueba evidentemente que esa trascendentalización no es huida de las realidades históricas, sino otro modo de enfrentarse con ellas, no menos efectivo y polémico que el de un enfrentamiento en términos de poder político. Como se ha subrayado tantas veces y por tantos autores, la referencia en los relatos de la pasión a acusaciones mezcladamente religiosas y políticas, si bien demuestra la tendencia interpretativa de sus acusadores en ver el factor religioso como indisolublemente unido al factor político, lo cual les llevó a una desviación en la valoración de lo que Jesús hacía, al mismo tiempo demuestra que 28.
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O. Cullmann, La historia de la salvación, Barcelona, 1967, p. 320.
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la presencia, las palabras y los hechos de Jesús no representaban una ruptura tal de la tradición religioso-política como para dejar de verle como un rival peligroso. Querer interpretar esta ruptura, como si Jesús quisiera separar radicalmente lo salvífico de lo histórico y que los judíos vieran en esto una negación de su tradición fundamental y una amenaza a un poder mantenido por razones religiosas, sería una interpretación que desbordaría lo que los textos sagrados tratan de comunicar o, al menos, el modo en que lo comunican. Por eso de lo dicho tal vez no resulte exagerado sacar algunas consecuencias para nuestro problema, las cuales podríamos formular en las siguientes tesis: a) el evangelio de Juan, que llega a las formulaciones más altas sobre la trascendencia de Jesús y sobre su divinidad, arranca de ver a Jesús como el nuevo Moisés, quien ha de desempeñar una función liberadora con su pueblo; b) Jesús se presentaría inicialmente a su pueblo —en este caso al pueblo de Samaría— como alguien que va a responder a su necesidad de liberación, a la necesidad de ser liberados no sólo religiosamente, sino, también históricamente; c) esta liberación y presencia histórica de la salvación va a dirigirse por otros rumbos en una praxis distinta a la de Moisés, pero no va a abandonar ni el propósito fundamental ni su forma originaria en lo que tiene de referencia constitutiva a lo histórico; una de las distinciones fundamentales es que ya no se va a configurar la presencia liberadora de Dios como una teocracia, sino como una fuerza sin poder político, lo cual va a transformar la realidad histórica desde el pueblo precisamente contra los poderes que se presentan como teocráticos y, consecuentemente, como idolátricos, en tanto que son dominadores en nombre de Dios; d) esta nueva práctica liberadora de Jesús lo pone en contradicción con los poderes de este mundo en lo que tienen de dominadores y lo conducen a la muerte, de modo que no puede entrar con su pueblo a la tierra prometida, lo cual va a llevar a una reconsideración de la salvación histórica en términos de escatología tanto individual como colectiva; e) esta praxis histórica de Jesús revela en él una nueva y definitiva presencia de Dios, la cual va a dar a la trascendencia específica y plenamente cristiana nuevas perspect vas y nuevas dimensiones.
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Es claro, entonces, que este nuevo Moisés ha de dar lugar también a un nuevo pueblo, a un nuevo Israel. Si el recuerdo y la presencia de Moisés así como del pueblo al que Moisés acompañaba nos hablan de una continuidad histórica, el carácter de novedad con que se presentan el «nuevo» Moisés, el «nuevo» pueblo, la «nueva»
pascua, el «nuevo» mandamiento, la «nueva» ley, etc., nos hablan de una diferencia cualitativa, que tal vez no deba entenderse en términos de ruptura, por lo que sin hablar de discontinuidad hay que hablar de algo distinto. El «nuevo» pueblo de Israel, en efecto, va constituyéndose en su incesante novedad ya en el Antiguo Testamento como algo que es, a la vez, el resto al cual va dirigida la promesa hecha, pero también como germen de la promesa que ha de cumplirse. Y se constituye o se va constituyendo por la experiencia histórica de un fracaso político, que pone en otra perspectiva la promesa de Dios: los fracasos históricos, tanto en la realización del poder político y del triunfo del poder de Israel, como en la consecución de nuevas relaciones entre los hombres y de los hombres con Dios, van llevando a una lectura nueva de la promesa divina. Esta experiencia del fracaso es todavía más clara en los días del Nuevo Testamento, no sólo por el escandaloso final de Jesús como Mesías, sino por la destrucción misma del pueblo de Israel y por el consiguiente paso a la constitución de una nueva forma de relacionarse religiosamente los hombres entre sí y con Dios. El cambio se realizará entonces en dos direcciones: por un lado, el particularismo étnico de Israel se abrirá a un universalismo, el cual también estaba más que apuntado en los profetas, pero que supone una gran novedad por cuanto ya no sólo será Israel el salvado y el salvador, sino que el mundo entero será el salvado mientras se va dibujando una nueva figura de salvador, que es en una primera instancia histórica Jesús, pero que después necesitará prolongarse en la multiplicación de lugares y tiempos; por otro lado, el esquema histórico de salvación del Antiguo Testamento, que ciertamente juntaba la fidelidad a Yahvé y a los preferidos de Yahvé con la plenitud de la vida, pero que, por otra parte, funcionaba teocráticamente y desde el poder político, se abrirá a un nuevo esquema histórico en donde se perfeccionará y concretará la relación de la santidad con el bien del mundo, pero en donde deberá desaparecer la imposición de la salvación desde arriba por los medios que tienen los señores de este mundo. Es aquí donde aparece la Iglesia como lugar nuevo de salvación: la Iglesia como el nuevo pueblo de Dios, al cual el nuevo Moisés ha dado vida y al cual le compete llevar adelante la historia de la salvación, animado del Espíritu que Cristo, muerto y resucitado, ha prometido. Pero, para nuestro propósito, asegurar que la Iglesia es el lugar histórico nuevo de la salvación, no es suficiente. Aun aceptando que la Iglesia visible e histórica sigue manteniendo por voluntad de Jesucristo y por asistencia del Espíritu ese carácter excepcional de lugar de la salvación, queda por preguntarse qué de esa Iglesia histórica está en capacidad de serlo y qué en esa Iglesia histórica lo está contradiciendo. Es el problema de encontrar en la Iglesia verdadera lo verdadero de la
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Iglesia. Y esta pregunta por lo verdadero de la Iglesia, que es posible no pueda separarse históricamente de lo falso de ella, como el trigo no se podrá separar de la cizaña hasta el final de los tiempos, porque en esa separación se arruinaría la cosecha entera, no puede responderse sin cuestionarse dentro de ella y en ella, esto es, sin salirse de ella, por la trascendencia histórica cristiana, en el sentido de buscar aquellas realidades tangibles que son por sí mismas y según la voluntad de Cristo el lugar donde más se revela el Dios cristiano, quien no gusta ni de la sabiduría que buscan los griegos ni tampoco de los signos que buscan los judíos. Una nueva sabiduría y unos signos nuevos van a ser necesarios para que se realice definitivamente la promesa de que Dios está con nosotros, de que nosotros seamos su pueblo y de que el Dios verdadero sea realmente nuestro Dios.
IV.
BÚSQUEDA DE l.A TRASCENDENCIA HISTÓRICA CRISTIANA
Teniendo presentes las perspectivas de la trascendencia histórica veterotestamentaria y de la trascendencia histórica neotestamentaria podemos volver a preguntarnos por lo que deberá ser la trascendencia histórica cristiana. El problema tiene dos vertientes: por un lado, se trata de ver en qué «relación» se encuentran la llamada historia profana y la historia de la salvación; por otro lado, se trata de ver cuál es la aportación específicamente cristiana a ese momento de trascendencia histórica, en el cual lo trascendente se hace de alguna forma histórica y en el cual lo histórico se hace de alguna forma trascendente. Para presentar el problema con cierta generalidad teórica, antes de entrar en un análisis más concentrado en la perspectiva de la teología de la liberación, vamos a esbozar brevemente dos puntos de vista europeos, uno católico y otro evangélico, en los que se expresa significativamente este problema. Rahner, en un breve ensayo titulado precisamente Weltgeschichte und Heilsgeschichte (Historia profana e historia de la salvación) 29 , ha formulado ciertas tesis que, aunque pertenecen a un período de su pensamiento menos interesado en la proyección política de lo religioso, expresan en su conjunto puntos de vista que son fundamentales en su pensamiento: 1) la historia de la salvación acaece y se compenetra con la historia del mundo, porque la salvación acaece ahora, es aceptada libremente por el hombre y permanece escondida en la historia profana en la 29.
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En Scbriften zur Tbeologie, V, Einsiedeln, 1962, pp. 115-135.
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dualidad de su posibilidad de salvación y condenación; 2) la historia de la salvación es distinta de la historia profana, ya que la historia profana no permite dar una interpretación unívoca respecto de la salvación y de la condenación, aunque ha de hablarse de una constante interferencia y coexistencia entre la historia profana y la historia de la salvación y de la revelación, no obstante que Dios por su palabra, que es un elemento constitutivo de la historia de la salvación, ha segregado una parte de la historia para constituir esa parte como la historia de la salvación expresa, oficial y propia; 3) la historia de la salvación explica la historia profana en cuanto desmitologiza y desnuminiza, en cuanto la ve como antagónica y oscurecida, en cuanto la interpreta como existencialmente despotenciada y en cuanto la explica cristocéntricamente. En última instancia, la historia profana es la condición de posibilidad de la historia de Cristo que es también la historia de Dios semejantemente a como la historia natural en su materialidad y vitalidad es la condición de posibilidad del surgimiento del espíritu finito. Pannenberg, por su parte, ha formulado también sus tesis a propósito de la revelación en su relación con la historia: 1) la autorevelación de Dios no se ha realizado de una forma discreta, algo así como en la forma de una teofanía, sino indirectamente, a través de las obras de Dios en la historia; 2) la revelación no tiene lugar al comienzo, sino al final de la historia revelante; 3) la revelación histórica está abierta a todo el que tenga ojos para ver, y tiene carácter universal; 4) «la revelación universal de la divinidad de Dios no se realizó todavía en la historia de Israel, sino sólo en el destino de Jesús de Nazaret, en cuanto en dicho destino aconteció anticipadamente el fin de todo acontecer»; 5) el acontecimiento de Cristo no revela la divinidad del Dios de Israel como un suceso aislado y sólo es comprensible a partir de la historia de Dios con Israel; 6) en la formación de concepciones no judías de la revelación en las iglesias cristianas de origen pagano se expresa la universalidad de la autorrevelación escatológica en el destino de Jesús; 7) la palabra de Dios se relaciona con la revelación como predicación, como precepto y como relato 30 . Vayamos ahora a ver en contraste cómo trata la teología de la liberación el doble problema que anunciábamos líneas arriba sobre la trascendencia histórica cristiana. Procederemos por pasos a partir de lo que es la experiencia del creyente latinoamericano —claro está que no sólo la de él—, mayoritariamente perteneciente a los sectores populares más pobres y oprimidos y, también, del creyente latinoamericano que se ha visto impulsado desde su fe a 30.
W. Pannenberg y otros, La revelación como historia. Salamanca, 1977, pp. 117-146.
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comprometerse políticamente en la conquista de la libertad a través de un proceso de liberación. 1.
La historia como un todo
Aceptando que puede darse alguna diferencia entre lo que puede ser una historia de la salvación y la historia real que le toca vivir empíricamente, puede decirse que en el fondo el creyente ve estas dos historias unificadas o, más bien, unidas en lo que pudiera llamarse la gran historia de Dios. Esta gran percepción supondría que se le presenta la historia como un todo y que dentro de esa historia se presenta como una parte de ella lo que pudiera llamarse historia de la salvación, lo cual ciertamente no se reduce a la vida sacramental ni a Ja vida cultual o estrictamente religiosa, y además se da otra gran, parte que, siendo en apariencia más profana, constituye también la gran historia de Dios con los hombres. A la pregunta de si la historia profana toma su sentido de la historia de la salvación y se subordina a ella, se responde así, planteando el problema en términos más hondos: la historia de la salvación y la llamada historia profana quedan englobadas en una única historia a la cual sirven: la historia de Dios, lo que Dios ha hecho con la naturaleza entera, lo que Dios hace en la historia de los hombres, lo que Dios quiere que resulte de su constante auto-donación que puede imaginarse como yendo de la eternidad a la eternidad. En este sentido, la historia de la salvación que culmina con la persona de Cristo, se subordina a esa historia mayor de Dios. Podría decirse que en esta concepción se está viviendo aquello de Pablo cuando ve el designio secreto de Dios de «llevar la historia a su plenitud» haciendo la unidad del universo por medio del Mesías, de lo terrestre y de lo celeste (Ef 1, 9-10): Porque todo es de ustedes; Pablo, Apolo, Pedro, el mundo, la vida, la muerte, lo presente y lo por venir, todo es de ustedes; pero ustedes son de Cristo, y Cristo de Dios (1 Cor 3, 21-23). Y cuando el universo le quede sometido, entonces también el Hijo se someterá al que se lo sometió, y Dios lo será todo para todos (1 Cor 15, 28).
Esta afirmación de la historia de Dios como la verdadera historia englobante de todo lo que ocurre en la historia y que no identifica la historia de la salvación con la autonomía de lo profano, viene dada con la religiosidad popular y también con las tradiciones religiosas precristianas, las cuales dan por obvio que Dios ha hecho y sigue haciendo a los hombres como a las demás cosas que existen. La predicación cristiana vino a insertarse en una tradición religiosa anterior, en varios lugares todavía muy operan352
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te, haciendo connatural la acción de Dios entre los hombres. Los dioses del Popol Vuh 31 o las cosmovisiones todavía operantes de pueblos como el k'ekchi' 3 2 sirven de sustrato a esta aceptación de un mismo Dios quien comienza haciendo la tierra y el cielo para seguir estando después tras los acontecimientos naturales y, en alguna medida, también tras los acontecimientos históricos. En esta historia de Dios, la fe cristiana da un puesto absolutamente principal al acontecimiento salvífico de Cristo, pero esto no supone una sumisión cesaropapista y/o religiosista de la llamada historia profana a lo específico de Cristo, como cabeza de la Iglesia, y, por tanto, a la Iglesia como continuadora de la obra de Cristo, aunque sí supone una subordinación a lo que pudiera llamarse el Cristo histórico-cósmico, llamado a hacer que la historia entera sea efectivamente una historia de Dios, que en la tierra es la construcción del reino de Dios. Ese Cristo históricocósmico tiene su clave en el Jesús histórico de Nazaret tal como nos lo presenta e interpreta todo el Nuevo Testamento desde sus orígenes y vida históricos hasta su condición de resucitado, señor del universo y de la historia. Con lo cual tenemos que el reino de los cielos es, en un primer momento, una semilla que se introduce en los campos del mundo y en la historia, para hacer de ésta la historia de Dios, un Dios que en definitiva sea todo en todos. En ese primer momento no se somete el campo a la semilla, sino la semilla al campo o, según la otra parábola evangélica, la levadura del reino se introduce modesta y eficazmente en la masa del mundo para hacerla fermentar y crecer. Todo esto se expresa en la absoluta naturalidad con la que el creyente popular latinoamericano vive su relación con la naturaleza y vive el conjunto de sus relaciones humanas. Dedicarse sólo a lo religioso del reino sin atender a la esencial referencia que éste tiene con el mundo y con la historia sería, en definitiva, traicionar la historia de Dios, dejar el campo de la historia a los enemigos de Dios. No hay, entonces, un reduccionismo de lo que es la historia de Dios a lo que es la historia de la salvación cristiana en su sentido restringido, ni menos un reduccionismo de lo que es la historia de Dios a lo que es la historia de los acontecimientos políticos, sociales, económicos, culturales, etc. Más bien hay un intento de construir desde la fe y la operatividad cristianas en medio del mundo, que tiene su propia autonomía, como aquéllas tienen la suya, la historia de Dios, en la cual confluyen, de distinta forma y con distinta densidad real, la acción de Cristo y la acción de los hombres, los dictados de la fe y los dictados de la razón. Quizá pueda parecer este modo de expresar el problema de la 31. Popol Vuh. ¡.as antiguas tradiciones históricas del quiche, San Salvador, 1980. 32. C. R. Cavarri'is, 1.a cosmovisión k'ekchi' en proceso de cambio, San Salvador, 1979.
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trascendencia histórica cristiana un tanto abstracto. No es así. La formulación de los conceptos, tal vez no acertada, no debe olvidar que se trata de una experiencia originaria del creyente que ve todo como una unidad-en la que se ve inmerso y que debe respetar. Esta unidad se funda en la profunda convicción de que hay un solo Dios y Padre, de que hay una sola creación, de que hay un solo salvador, de que hay un solo reino de Dios y de que hay una sola escatología. Un solo mundo y una sola humanidad. No deben ir, en consecuencia, y no pueden ir por un lado las cosas de Dios y por otro las cosas del hombre, sin que esto sea confundir a Dios con el hombre. El mismo Jesús, que como Cristo recapitulará en sí todas las cosas, se presenta históricamente para cumplir esa misión como el que ha venido a servir a los hombres y a dar su vida por ellos; la Iglesia, a su vez, deberá asimismo cumplir con su misión poniéndose al servicio de los hombres y dando su vida y su institucionalidad por ellos, sabiendo que así se va realizando la gran historia de Dios. El ejemplo de la vida de Jesús sigue siendo criterio fundamental de cómo quiere Dios ponerse al servicio de los hombres. La estructuración de la historia de la salvación y de la historia del mundo en lo que venimos llamando la historia de Dios no implica la aceptación de una dualidad separada entre aquéllas, subsumida en la unidad superior de ésta, porque ésta no es sino la unidad estructural de las otras dos: la historia del mundo debe determinar de múltiples formas la historia de la salvación y la historia de la salvación debe determinar de múltiples formas la historia del mundo, aceptado que en ambas se juega la historia de Dios. Así, la historia del mundo, debidamente analizada y discernida —aquí estriba la importancia que Boff da a la mediación socio-analítica 33 —, es la presentación a la historia de la salvación de la tarea que en cada momento le corresponde, que en parte, aunque desde su propia especificidad, deberá conformarse según esta fundamental exigencia misional. Pero, al mismo tiempo, la historia de la revelación —aquí estriba la importancia que Boff da a la mediación hermenéutica 3 *—, debidamente interpretada, tratará de orientar a la historia del mundo según lo que es la exigencia de la historia de Dios, la cual a su vez tiene distintas formas de manifestarse en los datos de la revelación, en los signos de los tiempos y aun en los más básicos condicionamientos de la naturaleza material. Así se irá completando la auto-donación de Dios a la humanidad, la cual se da no sólo en el ámbito reducido de una historia de la salvación entendida restrictivamente, sino en el ámbito total de la historia. En ésta, sin embargo, tiene prioridad 33. 34.
Cl. Boff, op. cit., pp. 31-144. Ibid., pp. 135-285.
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axiológica la historia de la salvación en cuanto en ella se hace presente de forma eminente la auto-donación de Dios sobre todo en la figura de Jesús y en la acumulación de la palabra revelada, sin olvidar, no obstante, como más tarde insistiremos, que en lugares aparentemente muy profanos, como el de los pobres y empobrecidos de este mundo, se da una especial presencia e intervención salvífica del propio Jesús, como mediador fundamental de la historia de Dios. 2.
Gracia y pecado
En estrecha relación con el punto anterior está el problema de qué hay de natural y qué de sobrenatural en esta única historia de Dios. Ya la misma formulación del problema origina cierto desasosiego. ¿Será mayor la diversidad surgida de los distintos modos de donarse Dios que la unidad surgida de que sea un único Dios el que se da de distintas maneras? Esta pregunta es tanto más válida si la referimos no al caso de la santificación y divinización de las personas, sino al caso de la presencia y la intervención de Dios en la historia. ¿Es distinta la obra de Moisés y la presencia de Dios en ella cuando saca al pueblo oprimido de Egipto que cuando le entrega la ley o celebra ritos religiosos? ¿Es distinta la obra de Jesús y la presencia de Dios en ella cuando da de comer a la multitud que tiene hambre, cuando arroja a los mercaderes del templo o cuando anuncia el reino de Dios e institucionaliza la cena eucarística? ¿Llamaremos con razón a las más «profanas» intervención natural de Dios y a las más «religiosas» intervención sobrenatural? El creyente popular latinoamericano no ve y menos afirma reflejamente algo que en ese sentido pudiera llamarse intervención natural de Dios y algo que pudiera ser intervención sobrenatural; a lo más, hará esa distinción en términos de milagro, pero no en términos de una comunicación sobrenatural contradistinta de una comunicación natural por parte de Dios. Puede que aprecie cosas más o menos alejadas de Dios o en las cuales Dios se hace menos presente, pero no una división tajante entre lo que sea obra de la gracia y lo que sea obra de la naturaleza, esto es, entre lo natural y lo sobrenatural. Aceptará, por ejemplo, que en los sacramentos Dios se hace presente de una forma, por decirlo así, más religiosa, pero no por eso desconocerá que el mismo Dios de los sacramentos se le hace presente en el destino de su vida y en el discurrir de los acontecimientos históricos. Más bien todo quedará incluido en la categoría de la voluntad de Dios: unas veces se pensará fatalísticamente que tal o cual cosa sucedió porque ésa era la 355
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voluntad de Dios; otras veces se verá con toda claridad que tal o cual acción es contra la voluntad de Dios y esto no sólo o principalmente en el campo de las acciones personales, sino en el curso de los acontecimientos históricos. Todo ello hace que la cuestión se plantee en términos distintos. La diferencia fundamental no es entre naturaleza y sobrenaturaleza, una vez entrados en la única historia de Dios que en la misma creación del hombre lo ha elevado a participar personalmente de su propia vida divina, sino entre gracia y pecado. Hay acciones que matan la vida (divina) y hay acciones que dan la vida (divina); aquéllas son el reino del pecado; éstas son el reino de la gracia. Hay estructuras sociales e históricas que son la objetivación del poder del pecado y, además, vehiculan ese poder en contra de los hombres, de la vida de los hombres, y hay estructuras sociales e históricas que son objetivación de la gracia y vehiculan, además, ese poder en favor de la vida de los hombres; aquéllas constituyen el pecado estructural y éstas constituyen la gracia estructural. Urs von Balthasar ve bien que «el Nuevo Testamento pone frente a frente en primer término dos formas de existencia: la sometida al pecado (hamartía) y la liberada de ese pecado gracias a Cristo» 35, pero no es justo cuando enjuicia a Medellín por hablar de estructuras injustas y opresoras, las cuales constituyen una situación de pecado, diciendo que «las situaciones podrán ser injustas, pero en sí mismas no son pecadoras» 36. Las situaciones podrán no ser pecadoras, pero pueden ser objetivación del pecado y pecado ellas mismas en cuanto son la negación positiva de algún aspecto esencial del Dios de la vida. Pensar que sólo hay pecado cuando hay responsabilidad personal y en cuanto hay responsabilidad personal es empobrecer injustificada y peligrosamente el dominio del pecado. La teología de la liberación anima a cambiar determinadas estructuras en busca de otras nuevas, porque en aquéllas ve pecado y en éstas ve gracia, porque en aquéllas ve la negación de la voluntad de Dios y de la donación de Dios mientras que en éstas ve la voluntad de Dios y su donación afirmadas y realizadas 37 . No quiere esto decir que sea ociosa la pregunta clásica por lo natural y lo sobrenatural. Pero no es la pregunta primera. La pregunta primera es ver lo que hay de gracia y lo que hay de pecado en el hombre y en la historia, pero una gracia y un pecado no vistos primariamente desde un punto de vista moral y, menos, desde un punto de vista de cumplimiento de leyes y obligaciones, sino vistos primariamente desde lo que hace presente la vida de 35. 36. 37. personal
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H. Urs von Balthasar, op. cit., p. 179. ibid. Zubiri ha visto la necesidad de reconocer un pecado histórico, además de un pecado y un pecado original: cf. X. Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Madrid, 1963, p. 394.
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Dios entre los hombres. Es ésta la que hace posible el cumplimiento de leyes y obligaciones y no éstas las que traen consigo la presencia de Dios. No es la ley la que salva, sino la fe y la gracia, bien que una fe y una gracia operantes y en su caso objetivadas históricamente. Dictaminar qué hay de pecado objetivo en la situación que vive el pueblo latinoamericano no requiere discernimientos especiales. Salta a la vista. Ha sido reconocido por Medellín y Puebla, denunciado mil veces por los obispos, apreciado clarividentemente por lo que podríamos llamar el sensus fidei de los pobres. Porque para los oprimidos creyentes de América latina la injusticia y todo lo que trae la muerte y la negación de la dignidad de hijos de Dios, no es meramente un efecto histórico, ni siquiera una falta legal; es formalmente pecado, es formalmente algo que tiene que ver con Dios. La muerte del pobre es la muerte de Dios, es la crucifixión continuada del Hijo de Dios. El pecado es la negación de Dios y la negación del pecado va por caminos a veces ignotos hacia la afirmación de Dios, hacia el hacer presente a Dios como dador de vida. La percepción de un mundo empecatado por las ambiciones, los odios, las dominaciones es algo alimentado por la fe y por el sentido cristiano de quienes viven sencillamente su fe. Es una de las formas de presentarse el pecado del mundo, que Cristo vino a redimir y que el cristiano debe trabajar por quitarlo, por hacerlo desaparecer del mundo. Pecado que en su generalidad no admite muchas disquisiciones, pero que puede presentarse concretamente en formas más sutiles que necesitarán análisis teológicos más cuidadosos. 3.
La creación, presencia de la vida trinitaria
Para profundizar algo más en esta única historia de Dios que se presenta fundamentalmente como una historia de pecado-gracia pueden hacerse algunas reflexiones que parecerán un tanto teóricas, pero que son iluminadoras para entender mejor lo que venimos diciendo y también pueden servir de orientación práctica. Todo depende de cómo se entienda la creación. Si por «creación» se entiende un acto eficiente de Dios en el cual la creatura es un efecto separado, que a lo más tiene una remota semejanza, la unidad de lo creado con el creador y la posibilidad de entender una sola historia de Dios quedan seriamente dificultadas. Puede, en cambio, concebirse la creación, como tantas veces apuntaba Zubiri en sus cursos, de otra manera. La creación sería la plasmación ad extra de la propia vida trinitaria, una plasmación libremente querida, pero de la propia vida trinitaria. No se trataría entonces de una causalidad ejemplar idealista, sino de una acción 357
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comunicativa y auto-donativa de la propia vida divina. Esta plasmación y auto-comunicación tiene grados y límites, por lo cual cada cosa, según sus límites, es una forma limitada de ser Dios; esa forma limitada no es sino la naturaleza de cada cosa. La comunicación de Dios, la plasmación ad extra de la vida divina, ha tenido un largo proceso y va orientada a la plasmación de esa vida divina en la naturaleza humana de Jesús y últimamente al «regreso» de toda la creación a su fuente originaria. En ese largo proceso se encuentra la forma puramente material de la creación, la forma de la vida en sus distintas fases y finalmente la forma de la humanidad y de su historia. El hombre como esencia formalmente abierta y la historia en su esencial apertura son las realidades donde esa plasmación de la vida trinitaria pueden darse más y más, aunque siempre de forma limitada, abierta pero limitada, limitada pero abierta. En esto consistiría el carácter teologal de toda las cosas y especialmente el carácter teologal del hombre y de la historia. No sería sólo que Dios estuviera en todas las cosas, según el carácter de ellas, por esencia, presencia y potencia; sería que las cosas todas, cada una a su modo, habrían sido plasmadas según la vida trinitaria y estarían referidas esencialmente a ella. La dimensión teologal del mundo creado, que no debe confundirse con la dimensión teológica, estribaría en esa presencia de la vida trinitaria, que es intrínseca a todas las cosas, pero que en el hombre puede aprehenderse como real y como principio de personalidad. De esta dimensión teologal hay estricta experiencia y a través de ella hay una estricta experiencia personal, social e histórica de Dios 38 . Habrá grados y modos en esa experiencia, pero, cuando sea verdadera experiencia de la real dimensión teologal del hombre, de la sociedad, de la historia y, en otra medida, de las cosas puramente materiales, será experiencia, probación física de la propia vida trinitaria, bien que mediada, encarnada e historizada. Desde esta perspectiva, no sólo se ve mejor la unidad de la historia de Dios, sino que se ve también mejor en qué consiste la dimensión fundamental desde la cual ha de pensarse el problema de la gracia y del pecado. Todo lo creado es una forma limitada de ser Dios y el hombre en concreto es un pequeño Dios porque es un absoluto relativo, un absoluto cobrado. Lo que sucede es que esa forma limitada de ser Dios es en principio abierta. Esta apertura ha de verse dinámicamente, pero ese dinamismo abierto no es otro que la presencia creciente de la realidad divina en lo creado. Cuando este dinamismo queda meramente limitado porque en un determinado nivel creatural no ha dado más de sí, no puede hablarse todavía de pecado, sino tan sólo de presencia deficiente 38.
Sobre estos puntos, cf. el libro postumo de Zubiri, El hombre y Dios.
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de lo divino, aunque esa deficiencia no pueda medirse más que desde presencias más elevadas y menos deficientes. Pero cuando ese dinamismo queda limitado, ya no en la evolución natural, sino en el proceso histórico —sea personal o social— por una negación deliberada, la cual al absolutizar el límite impide el dinamismo de la vida trinitaria e incluso la niega explícitamente, aunque no pueda destruirla, estamos formalmente ante el pecado. Esta absolutización del límite en lo personal y en lo social tiene un doble aspecto: por un lado, impide que el «más» de Dios se haga presente de nuevo, y esto constituiría el elemento privativo y no formalmente negativo del Dios que quiere hacerse más presente; por otro lado, absolutiza y diviniza un límite creado y en ese sentido niega positivamente a Dios y cae en la idolatría. En el pecado, aunque pueda parecer paradójico, hay una afirmación de Dios en cuanto el pecador se atiene a un bien que es presencia de Dios; pero hay sobre todo una negación de esa afirmación, porque se pone como presencia plena y definitiva de Dios algo que no es sino presencia parcial y transitoria, negando así un «más», el cual es la presencia histórica de lo trascendente. Dicho de otro modo, la idolatría, como absolutización de lo limitado, cierra y niega lo que de presencia divina hay en todo lo histórico. Es precisamente el cerrarse en un límite lo que niega la presencia de ese «más» y de ese «nuevo», a través de los cuales se hace presente la trascendencia en forma de revelación personal. Se atribuye así carácter divino a lo que no lo tiene en su limitación, porque se absolutiza un límite, pero esa atribución y esa absolutización son posibles sólo desde la presencia de lo divino, desde la dimensión teologal. Más que de ateísmo hay que hablar entonces de idolatría, de absolutización absoluta de lo que tan sólo es relativamente absoluto. Con lo cual la gracia se torna en pecado. Esto, que puede parecer tan abstracto, es fácil de ejemplificar en la vida real y pastoral. Monseñor Romero, en su carta pastoral Misión de la Iglesia en medio de la crisis del país39, donde busca desenmascarar las idolatrías de nuestra sociedad, expone desde esta perspectiva la idolatría que supone la absolutización de la riqueza y de la propiedad privada, la absolutización de la seguridad nacional y la absolutización de la organización. Es fácil ver cómo en la riqueza y en el poder se dan aspectos que tienen que ver con la presencia de Dios, pero es claro que su absolutización histórica los convierte en ídolos a los cuales se sacrifican todas las otras posibilidades humanas. En el yo individual y en su libertad hay también una presencia de algo que tiene que ver muy directamente con el Dios que se hace presente y opera en la 39. Cf. J. Sobrino - I. Martín-Baró - R. Cardenal, La voz de los sin voz, San Salvador, 1980, pp. 123-172; sobre las idolatrías, pp. 145-149.
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historia, pero la absolutización del yo y de su libertad hasta convertirlos en ídolos, es lo que hace que la gracia se presente como pecado. En los aparatos institucionales y en las realizaciones objetivas se da también la potencia de Dios que va logrando una historia más humana y abierta mediante unas estructuras, instituciones y cuerpos sociales que abren más y más al hombre, tanto a los otros como a si mismo, hacia sí mismo y hacia lo que es más que sí mismo, pero su absolutización idolátrica hace del límite un obstáculo positivo y una negación de lo que es siempre mayor que cualquier realización objetiva y que cualquier pretensión subjetiva. Vistas así las cosas, es posible conceptuar la historia de Dios unitariamente como una historia de gracia y una historia de pecado. Hay mayor o menor presencia de la vida divina, de la gracia y hay privación unas veces y negación de la gracia otras.
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El problema está, entonces, en discernir qué hay de gracia y qué hay de pecado en una determinada coyuntura histórica. Debe preguntarse con todo rigor cuál es hoy el pecado del mundo o en qué formas se presenta hoy el pecado del mundo, un pecado que es distinto de los pecados personales, muchas veces condicionado por aquél y a la vez sus continuadores y prolongadores. Aquí es donde la teología de la liberación situada en la entraña de la praxis pasiva y activa de los pobres ha dicho su palabra y ha sacudido la conciencia de la Iglesia y en alguna forma también la conciencia del mundo. En efecto, vista la realidad del mundo en su conjunto desde la perspectiva de la fe, se juzga que el pecado del mundo se expresa hoy de forma punzante en lo que puede llamarse la pobreza injusta. Pobreza e injusticia se presentan hoy como la gran negación de la voluntad de Dios y como la aniquilación de la presencia querida de Dios entre los hombres. Tanto la pobreza como la injusticia son fenómenos empíricos, de cuya universalidad no había querido percatarse el Primer Mundo, matriz de las teologías tradicionales. Sin perder su carácter empírico, que debe ser analizado con la ayuda de mediaciones científicas, a la luz de la fe aparece el mismo fenómeno, y no otro, como acontecimiento fundamental de la historia de Dios con los hombres. Los pobres y la pobreza injustamente infligida, las estructuras sociales, económicas y políticas que fundan su realidad, las complicadas ramificaciones en forma de hambre, enfermedad, cárcel, tortura, asesinatos, etc. —realidades todas ellas tomadas muy en serio por la trascendencia histórica veterotestamentaria y por la neotestamentaria—, sin dejar de mostrar su carácter empírico van viéndose a la
luz de Dios, tal como se revela en la Escritura, en la tradición y también en la inspiración actual del Espíritu. Todo ello es la negación del reino de Dios y no puede pensarse en el anuncio sincero del reino de Dios dando la espalda a esa realidad o echando sobre ella un manto que cubra sus vergüenzas. No es menester insistir en este punto que ha sido subrayado primero por la experiencia de los creyentes, luego por el magisterio de la Iglesia, finalmente por la elaboración teológica de los expertos. Correlativamente hay que responder qué hay de gracia en la actual coyuntura. Desde la perspectiva de la trascendencia cristiana, especialmente la neotestamentaria, se responde que por lo pronto los pobres, empobrecidos y oprimidos por la injusticia, se convierten en lugar preferido de la benevolencia y de la gracia, del amor fiel de Dios. Este empezar a ver las cosas preferencialmente desde los pobres es una de las características esenciales de la trascendencia histórica cristiana: el anonadamiento que lleva a la exaltación, la muerte y muerte en cruz que lleva a la resurrección, el padecimiento que lleva a la gloria, los más pequeños que son los más grandes en el reino, los pobres a los que se prometen las bienaventuranzas... Todo esto es el modo histórico de hacerse presente el Dios de Jesús entre los hombres y en la marcha de la historia. Todos los nombrados son signos específicamente cristianos que el Nuevo Testamento ofrece con profusión como las típicas formas de trascendencia cristiana. Con causa la teología de la liberación ha repetido como uno de los textos fundamentales de su inspiración, las palabras veterotestamentarias que el evangelista ha puesto en boca de Jesús para mostrar el cumplimiento del Antiguo en el Nuevo Testamento: «Hoy, ante ustedes, se ha cumplido este pasaje» (Le 4, 21), el pasaje de Isaías que promete buenas noticias a los pobres, libertad a los cautivos, vista a los ciegos, libertad a los oprimidos (Is 61, 1-2). Por eso, no se trata sólo de la existencia de los pobres y de la conciencia tomada por ellos en la historia de la salvación, punto tenido en bastante negligencia por la Iglesia a lo largo de los siglos; se trata de su deseo de que, en primer lugar, la Iglesia se conforme al deseo de Jesús y, en segundo lugar, de su participación activa en que el anuncio del reino se vaya convírtiendo paulatinamente en algo que pueda constatarse históricamente. Los pobres han sido evangelizados, han sido concientizados y han decidido poner su fuerza cristiana en favor de su liberación. Esto los lleva a veces a compromisos políticos, como supuestamente su inspiración cristiana llevaba, sin escándalo, a los cristianos europeos a intervenir en política con el claro apoyo, en ese caso, de las autoridades eclesiásticas. Con cierta connaturalidad ese compromiso político es con los sectores revolucionarios, lo cual les pone en contacto con ideologías que pueden afectarles como afectaron ideologías
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4.
La pobreza injusta
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capitalistas a aquellos cristianos europeos y latinoamericanos. Pero no por eso han sustituido, como si fueran equivalentes, la inspiración totalizadora de su fe y la interpretación totalizadora de otras ideologías, antes al contrario han ido logrando que esas ideologías se vayan abriendo en sí mismas, en su aplicación y en su referencia a la fe cristiana. Se acusa por ello a la teología de la liberación de convertir a los pobres evangélicos en una clase social y a la lucha por la liberación en una lucha de clases. Con ello quedaría favorecido el marxismo y las tendencias anticapitalistas, punto que parece de capital importancia a la Iglesia institucionalizada. La teología de la liberación estaría así, no sólo influida por el marxismo, sino en el fondo subordinada a él. La acusación es de todo punto incorrecta, desde el punto de vista metodológico y desde el punto de vista pastoral. Desde el punto de vista metodológico por cuanto confunde la parte con el todo, lo subordinado con lo principal. Querer, por ejemplo, hablar de la teología de la liberación de inspiración marxista y tomar como ejemplo principal alguna de las obras de Jon Sobrino, como es el caso de Ratzinger 40 , es un llamativo error metodológico. Podrá haber más o menos marxismo en otros teólogos, pero en la teología de Sobrino su presencia es absolutamente marginal. Pero es que, además, en el conjunto de la teología de la liberación la presencia del marxismo es siempre algo derivado y subordinado, y es, en segundo lugar, algo decreciente a lo largo de los años. Por otro lado, la insistencia en los pobres, aunque pueda favorecer en algún caso la lucha revolucionaria, no hace de ellos una clase social y en su presentación más estricta rompe el esquema de clases sociales, montado sobre la propiedad de los medios de producción, para presentarse, en cuanto interpretación teológica, como algo que desborda por arriba y por abajo el esquema del proletariado estrictamente tal. Desde este punto de vista, la teología de la liberación representa a veces una fuerte crítica desde dentro a lo que puede llegar a ser una teoría sociológica que no se contrasta históricamente con las diferencias de la realidad. Desde el punto de vista pastoral, es menester distinguir la clara opción preferencial por los pobres de las ulteriores opciones políticas que determinados grupos sociales pueden tomar, una vez comprendida su obligación con las mayorías oprimidas. Hay aquí una graduación muy precisa: primero es querer desde la fe trabajar en favor de los pobres y segundo elegir el modo mejor de hacerlo. Aquello primero es una opción puramente cristiana, lo cual
40.
J. Ratzinger, art. cit., passim.
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requiere poco trabajo de mediación y en la cual se hace más visible la trascendencia histórica cristiana. Lo segundo puede subdividirse en otras dos opciones secundarias: trabajar en favor de las mayorías oprimidas desde un punto de vista metodológicamente más religioso (alimentación desde el discernimiento, desde la conversión, etc.) o desde un punto de vista más estrictamente político (apoyo o afiliación a aquellos grupos que de distinta forma quieren llevar adelante la causa de los más necesitados). Respecto de esta última opción, no es que la Iglesia no tenga nada que decir, pero evidentemente debe decirlo respetando la autonomía de las instancias estrictamente políticas, sin dar por asentado que favorecen más al reino de Dios y a las mayorías populares aquellas opciones políticas que respetan más las preferencias y las necesidades de la Iglesia institucionalizada. Recordemos sólo de pasada cuántas veces ha considerado la Iglesia como algo contra la voluntad de Dios acciones que iban contra su poder temporal político o social, cuando en realidad eran acciones buenas en sí y que luego han resultado de gran provecho para la Iglesia. 5.
El poder
La trascendencia histórica cristiana en su reasumpción de la trascendencia histórica veterotestamentaria y neotestamentaria tiene un modo peculiar de relacionarse con el poder. Parecería, en efecto, que la tradición veterotestamentaria propendería a utilizar el poder de Dios en forma de poder estatal o cuasi estatal, mientras que la tradición neotestamentaria, siguiendo en esto líneas ya muy marcadas en el Antiguo Testamento, querría abandonar ese poder para atenerse más al poder sobre los individuos. En esta segunda tradición el poder religioso iría más a lo personal e interior, mientras que en la primera tradición iría más a lo estructural y público. Que no es así del todo lo demuestra el empeño secular de la Iglesia en afirmarse como un poder institucional revestido incluso de carácter estatal, en la línea de una sociedad perfecta, al modo como lo son las sociedades estatales. Sin embargo, la trascendencia histórica cristiana no repite ni el esquema personalista ni el esquema institucionalista. Efectivamente, pueden esquematizarse tres modelos históricos, cada uno de los cuales admite diversas variantes. Hay un primer intento de salvar a Israel a través del poder, pero de un poder concebido teocráticamente. Se busca que Dios salve al pueblo y salve a la historia como lo hacen los reyes y señores de este mundo, aunque se purifique ese modo puramente secular de hacerlo. Modelos de este intento son el propio Moisés, los jueces, los reyes, los macabeos, etc. Este intento tiene de 363
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fundamentalmente verdadero un elemento esencial: Dios quiere una salvación histórica, una salvación integral que tenga en cuenta el estado total de los hombres y de los pueblos, de modo que la salvación no se reduzca a algo espiritual o algo trans-temporal. Pero tiene otro elemento que se va a ir mostrando como caduco e incluso antisalvífico; ese elemento se esconde tras la persuasión de que la salvación ha de venir desde el poder —poder bélico, económico, político, religioso, incluso poder milagroso—, esto es, de un poder configurado según los poderes de este mundo por más que se los revista de un carácter sagrado que los constituya en poder teocrático. Ante el fracaso repetido de este intento, aparece históricamente otro de características opuestas: el camino del poder no sólo lleva al fracaso histórico y al triunfo del mal, sino que imposibilita el camino de la salvación. Lo que debe hacerse, por tanto, es abandonar el mundo a los poderes del mal y buscar la salvación y la santidad en la separación de este mundo. Así se merecerá y se logrará algún día, al final de «estos tiempos», que Dios irrumpa en la historia aplastando a sus enemigos, desterrando definitivamente el pecado y haciendo un nuevo mundo para los hijos de Dios. En este intento, lo fundamentalmente verdadero es la afirmación de que la salvación de Dios supera y trasciende la estructura y las posibilidades de lo estrictamente político; la afirmación, por otra parte, de que lo político, por muy necesario que sea, nunca podrá aportar la salvación integral que necesita el hombre. Pero tiene otro elemento que invalida esta solución y es que la salvación no es algo que debe operar y ser presente históricamente en las situaciones reales de los hombres, de suerte que éstas vayan siendo paulatinamente transformadas hasta irse acercando a ser presencia real, aunque no definitiva, del reino de Dios. Ciertamente, hasta los esenios parecen reconocer la necesidad de una salvación histórica, pues esperan y aun anticipan de distintas formas una presencia nueva de Dios, una irrupción triunfante de Dios sobre el pecado de este mundo; pero no hacen histórica esa espera y esa anticipación dejando para más tarde esa presencia salvífica de Dios entre los hombres y entre las cosas de los hombres. Fallan, entonces, tanto en lo que tiene de positivo el «todavía no» como en lo que tiene de positivo el «ya», aunque señalan con mucha fuerza la verdad del «todavía no» y la limitación histórica del «ya». En esta misma línea deben considerarse los que esperan la salvación sólo en el otro mundo reduciéndola en éste a dimensiones puramente interiores o morales, dando una autonomía tal al mundo que lo separan de la historia de Dios y que lo dejan a merced de quienes son sus dominantes, salvo en el caso que estos dominantes limiten las riquezas y el poder de quienes se dicen buscar a Dios.
El tercer intento es el que marcaría mejor la trascendencia histórica cristiana y buscaría salvar la historia haciendo presente en ella el poder de Dios, pero el poder de Dios tal como se revela en Jesús y del modo como se revela en él. Esta presencia es una presencia verdaderamente histórica, que opera realmente en la historia y busca su transformación, pero tiene un modo peculiar de hacerlo que no es ni el retiro espiritualista de ella ni asume tampoco las formas del poder teocrático que fácilmente se convierte en poder idolatrizado. Concretiza históricamente las figuras clásicas de Moisés, del Mesías, del rey de los judíos, etc., en la figura del siervo histórico de Yahvé, no para reducirla a ser el protagonista de una expiación cultual de los pecados y de una impetración de gracia, sino para darle cuerpo histórico a través de su palabra y de sus acción. Superaría con ello los dos intentos anteriores, asumiendo lo que tienen de verdadero y fundamental, pero abandonando y negando sus puntos ambiguos y falsificadores. Que Jesús no buscó el poder teocrático es claro tras la lectura del Nuevo Testamento; que no se retiró del campo socio-histórico es también claro, si atendemos tanto a su vida como a su muerte. Su modo peculiar de intervenir históricamente, de hacer históricamente presente a Dios entre los hombres es, desde luego, anunciando el reino de Dios, haciéndolo presente en sí mismo y poniéndolo en marcha; este anuncio y esta puesta en marcha del reino lleva como uno de sus elementos esenciales el comprometer la causa de Dios con la causa del hombre y, más concretamente, el comprometer la causa de Dios con la causa del pobre. Será Dios en los pobres el que salvará la historia, pero en unos pobres reales que realmente operarán sobre ella, cuando manteniendo su condición material de pobreza recuperan en ella la bienaventuranza total de don de Dios. Es en esta línea donde debe buscarse lo peculiar de la trascendencia histórica cristiana. Esta trascendencia presenta su novedad como ruptura con aquello que el mundo ha entendido como «gloria» de Dios, como su presencia verdadera. Esa «gloria», que ya aparece de algún modo en la grandiosidad de la naturaleza material como el poder de la majestad divina, la han puesto los hombres en distintos factores históricos, tales como la sabiduría humana, el milagro teocrático, la ley religiosa, la riqueza y el poder de la institución eclesiástica. Pero estos caminos han demostrado que no son apertura a la trascendencia, tal como ésta se nos revela en Jesús, sino que inmediatamente se convierten en límites absolutizados y, en consecuencia, se constituyen en negación de Dios como pecado y cerrazón a la gracia. Al contrario, Jesús ha desechado lo que es grande para los hombres y ha tomado como sacramento de Dios lo que es despreciable para los poderosos de este mundo. Esta grandeza admirada y esta pequenez despreciable
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pueden tomar distintas figuras históricas, pero siempre ofrecen una constante histórica: la de privilegiar al rico y poderoso y la de dominar y explotar al que no tiene sino pobreza y debilidad. Por eso, frente a los falsos caminos de la trascendencia histórica cristiana, hay que abrir por lo pronto el camino de la negación, esto es, la negación de los falsos caminos hacia Dios, de los falsos dioses y de los falsos mesianismos. Hay también que propiciar positivamente los verdaderos y cristianos caminos de Dios. Y éstos son, en contradicción con los anteriores: la fe cristiana frente a la sabiduría del mundo, el poder del crucificado frente al milagro teocrático, la gracia y el amor frente a la ley religiosa, la pobreza y el servicio frente a la riqueza y el poder. Todo ello se reduce al mandamiento del amor, sólo que de un amor entendido cristianamente e historizado adecuadamente. Ahora bien, todo esto opera en la historia. Por eso, tanto la negación como la afirmación deben tomar carne en la historia. Y la prueba de que lo están haciendo no puede ser otra que la de la persecución. Lo que para los griegos era locura y para los judíos escándalo, para los que viven del pecado se les convierte en amenaza y por eso responden con persecución. La persecución por causa del reino es prueba fehaciente de dos cosas fundamentales en la praxis histórica de la salvación: que la salvación anunciada se está haciendo presente históricamente, de lo contrario no habría persecución histórica; y que la salvación anunciada es real y verdaderamente cristiana, pues de lo contrario no sería contradicha y perseguida por quienes representan y objetivan los valores anticristianos. El problema no está entonces en que no debe ponerse el poder de Dios mediado por los hombres en la mejora de las realidades históricas, sino en ponerlo como Dios quiere. Y cómo lo quiere Dios lo sabemos primariamente en Jesús, una vez que haya podido medirse cuál es la situación concreta en la cual se ha de actuar, en Jesús que actualiza su mensaje de distintas formas y por distintos canales, pero que sigue siendo el criterio fundamental con el cual contrastar en nombre de Jesús.
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Espiritualidad
Hasta ahora se han resaltado aquí algunos aspectos objetivos de la trascendencia histórica cristiana; cuando ésos se dan, se da aquélla. Pero no hemos insistido suficientemente en lo que pudiera llamarse el encuentro personal de esa trascendencia histórica cristiana. Es, en definitiva, el problema de la espiritualidad de la teología de la liberación, que cada día va cobrando mayor 366
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importancia entre los teólogos latinoamericanos, injustamente acusados de secularistas y politizados 41 . Gustavo Gutiérez ha enfocado inicialmente este tema desde la célebre concepción de raigambre ignaciana del «contemplativo en la acción». La acción representaría el elemento objetivo y la contemplación el elemento subjetivo: sólo cuando se alcanzara la debida contemplación en la acción debida estaríamos en el verdadero camino de realizar y asumir la trascendencia histórica cristiana. El problema, por lo pronto, está en determinar cuál es la acción o el proyecto fundamental de acción en el cual se da con mayor plenitud la trascendencia histórica cristiana. Pues bien, desde un punto de vista latinoamericano y, en general, tercermundista, esa acción es fundamentalmente una acción liberadora de todo aquello que impide que el reino de Dios se haga presente entre los hombres, de todo aquello que impide que Dios se muestre como un poder de vida y no como un poder de muerte. Supone esto ver como el mayor problema del mundo y el mayor pecado del mundo aquella situación universal y estructural que hace que la mayor parte de la humanidad viva en condiciones que el propio santo Tomás estimaría como prácticamente imposibilitadoras de llevar una vida humana regida por principios morales, situación debida a la culpabilidad objetiva —sea pecado de comisión o de omisión— de unas minorías dominantes las cuales han hecho de la dominación, de la explotación, del consumismo, los dioses de su existencia institucional. En este proyecto fundamental de acción es donde se da actualmente la máxima posibilidad de manifestación objetiva de la voluntad y de la presencia del Dios de Jesús. No es éste el único pecado que hay en el mundo, pero es la matriz fundamental de muchos otros pecados, en relación a la cual hay que medirlos. Combatir este pecado histórico, cuya objetivación puede ser seguida con facilidad, superarlo para que dé paso a una nueva situación, es el desafío fundamental de la misión cristiana en su anuncio y realización del reino, si tomamos el problema a escala mundial. Ese pecado es la negación de la paternidad divina, de la fraternidad humana descubierta en el Hijo y del amor que el Espíritu ha derramado sobre todo el mundo; ese pecado es la negación del hombre en sus derechos más fundamentales; ese pecado es origen de violencias, conflictos y divisiones; ese pecado obtura los caminos de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios. 41. Cf. G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo, Lima, 1983; J. Sobrino, «Espiritualidad y liberación»: Diakonia (junio 1984), pp. 133-157; I. Ellacuría, «Espiritualidad», en C. Floristán J. J. Tamayo, eds., Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid, 1983, pp. 301-309, donde se da bibliografía.
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Se trata, por otra parte, de una liberación universal. Desde luego de una liberación integral que no se quede en problemas exclusivamente económicos o políticos, pero también de una liberación universal. Hay que liberar al pobre de su pobreza, pero hay que liberar también al rico de su riqueza; hay que liberar al oprimido de su ser dominado y hay que liberar al opresor de su ser dominante. Y así correlativamente. En este contraste la opción preferencial cristiana, sin negar su universalidad, está clara: es en favor del pobre, del oprimido. Pero si se quiere que esta liberación sea real, esto es, que el pecado no sólo se perdone sino que se quite, habrá que echar mano de mediaciones no sólo analíticas, sino también prácticas. Es aquí y sólo aquí donde surge en la teología de la liberación la necesidad de recurrir al análisis marxista y, en su caso, a praxis que pudieran considerarse como marxistas. No vamos a entrar en la discusión de este punto. Todas las páginas anteriores muestran hasta qué punto puede presentarse el problema de la trascendencia histórica sin hacer referencia al marxismo y sin tener que someter las ideas cristianas a ideologías marxistas. Pero sí conviene señalar que cuando la teología de la liberación pide ayuda conceptual al marxismo, no somete su discurso al discurso marxista, sino al revés; intenta así con mejor o peor fortuna lo que cualquier otra teología ha hecho con otras «ideologías», a veces con escándalo del magisterio y a veces con tácitas aprobaciones jerárquicas, al menos tras un tiempo de recelo, a saber, potenciar su discurso teológico con aquellos elementos que no cierran la trascendencia, sino que la posibilitan. Si ésta es la acción fundamental en la cual se ha de ser contemplativo hay que preguntarse brevemente por las características cristianas de esta contemplación. El punto fundamental viene dado por la acción, porque intentar contemplar a Dios donde Dios no quiere darse a contemplar o donde efectivamente no está, pues el límite ha sido absolutizado, es un error subjetivista. La parábola del samaritano (Le 10, 25-37) deja en este punto las cosas bien claras: el verdadero prójimo no es ni el sacerdote ni el levita que pasan de largo ante el dolor del marginado y malherido, sino el samaritano que carga con él y le proporciona cuidado material, resolviéndole así su situación en la cual injustamente se había visto involucrado. Esta acción aparentemente profana, aparentemente natural, aparentemente desconocedora de su significado es mucho más trascendente y cristiana que todas las oraciones y sacrificios que pudieran hacer los sacerdotes de espaldas al dolor y a las angustias de su medio circundante. Pero es que, además, la contemplación puede y debe someterse a mucho examen para saber si es cosa de Dios o cosa idolátrica. Hay peligros en la acción, pero no los hay menos en la contemplación. Desde el «no
quien dice "Señor", sino el que hace la voluntad del Padre», pasando por tantas otras advertencias neotestamentarias y veterotestamentarias, especialmente las de Juan que unifica la luz (contemplativa) con la acción de amor y las tinieblas (oscurecedoras de Dios) con la acción de odio o desamor (1 Jn 1, 5 ss), hasta llegar a los maestros de la contemplación, nos encontramos con una serie de advertencias, los cuales ponen muy en guardia contra algunos tipos de contemplación que desvían su mirada y su propósito de la acción en la cual Dios se quiere hacer realmente presente. Pero una vez identificada la acción debida, tanto en lo que es el proyecto general de vida cristiana como en sus diversificaciones particulares, hay que tratar de ver algunas notas propias de la contemplación misma. El contemplativo en la acción debe ser realmente contemplativo, debe intentar encontrar subjetivamente a Dios en lo que objetivamente está realizando. Podrá haber cristianos anónimos, podrá haber experiencias atemáticas de Dios, pero ése no es el ideal, sino que es deseable que la objetividad más rica se convierta en la subjetividad más plena. Esa contemplación debe ser desde el lugar más adecuado. El «desde donde» en el cual se sitúa uno al querer ver, es decisivo para lo que se puede alcanzar a ver; el horizonte y la luz que se seleccionen son también fundamentales para lo que se va a ver y el modo como se va a ver. Pues bien, el lugar desde donde la luz con que y el horizonte en el cual se quiere encontrar a Dios es desde luego Dios mismo, pero Dios mediado en ese lugar singularmente elegido por él que son los pobres de la tierra. Esta mediación de los pobres no limita, sino que potencia la fuerza de Dios tal como se puede presentar en la Escritura, en la tradición, en el magisterio, en los signos de los tiempos, en la propia naturaleza, en la marcha de la historia, etc. La contemplación descansa sobre una espiritualidad de la pobreza; así podría interpretarse la pobreza de espíritu, un saber vivir con espíritu la pobreza y la identificación con la causa de los pobres, entendida como causa de Dios. Desde esa perspectiva de los pobres se ven nuevos sentidos y nuevas incitaciones en el legado clásico de la fe. Como es tarea que apenas se ha hecho a lo largo de la historia, al menos en el nivel de la reflexión teológica, aparecen novedades que habían pasado inadvertidas para quienes se habían situado en las grandes montañas para avizorar mejor el horizonte de Dios. Contemplan más y mejor aquellos a los que Dios ha querido revelarse más:
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Bendito seas, Padre, Señor del cielo y tierra, porque, si has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien. Mi Padre me lo ha enseñado todo; quién es el Hijo lo sabe sólo el Padre; quién es el Padre lo sabe sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (Le 10, 21-22).
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El texto ofrece diversas lecturas posibles 42 , pero una de ellas es de aplicación a lo que sería condición indispensable para la contemplación cristiana de la trascendencia histórica de Dios, para la captación de lo que hay de Dios en la historia. Es un prejuicio confundir el grado de contemplación porque lo contemplado sea en apariencia más o menos sagrado, más o menos interior, más o menos espiritual. Se supone así que Dios estaría más presente, audible o contemplable en el silencio interior del ocio que en el compromiso de la acción. Esto puede que no sea así y no tiene por qué ser así. Puede ser que en el camino de Emaús se encuentre a quien se está buscando en el pasado, en el recuerdo de acciones sagradas o que en el camino de Damasco se rompa una religiosidad falsa y farisaica en favor de una contemplación y conversión cualitativamente incomparables con las del estado anterior. No es seguro que la trascendencia cristiana se encuentre mejor en el templo que en la ciudad, y menos aún en la preocupación por sí mismo, en lugar de en la preocupación por los demás. Por otro lado, una praxis realmente cristiana, que busca desde los más necesitados, el camino para la anulación del gran pecado del mundo y para la implantación de la vida divina en el corazón de los hombres y en el núcleo de las estructuras, trae consigo enormes riquezas por la urgencia y profundidad de las demandas, por la experiencia compartida, por la comunicación de lo que se tiene, que son ellas mismas hendiduras a través de las cuales se llega más rápida y profundamente al Espíritu de Cristo que anima a su pueblo. Todo ello no obsta a que deba subrayarse muy enérgicamente que hace falta contemplación y que la contemplación exige unas condiciones, cuyo olvido deja a la posibilidad de descubrimiento de la acción verdadera en un grado muy bajo. Entre esas condiciones no pueden olvidarse las de índole explícitamente revelante; querer sacar de la praxis, por muy correcta que sea, lo que Dios quiere decir al hombre, no sólo es erróneo, sino herético, porque aunque Dios habla y ha hablado «en múltiples ocasiones y de muchas formas» (Heb 1, 1), nos ha hablado definitivamente por el Hijo; en esta misma línea hay que situar toda la revelación y en su caso la tradición. Tampoco pueden olvidarse las condiciones de vida personal, porque aunque Dios puede manifestarse al más pecador, no hay duda que lo normal es que esa manifestación comience por la conversión y la purificación: son los limpios de corazón los que mejor verán a Dios (Le 5, 8). Y tampoco pueden descuidarse las debidas condiciones psicológicas y metodológicas; aunque la inmersión en la acción posibilita riquezas enormes de realidad, se requiere de momentos especiales para que se pueda 42.
M. E. Boismard, op. cit., pp. 169-170.
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recoger y profundizar conscientemente el entrechoque de la palabra de Dios que se escucha en la revelación con los problemas urgentes que suscita la realidad en la mediación de la propia mismidad. El contemplativo en la acción puede significar tan sólo aquella contemplación que se puede y se debe tener mientras se actúa. Aquí se le da un significado más amplio, el cual no se reduce tampoco a contemplar lo actuado, sino a hacer de lo actuado o de lo por actuar algo que pueda llamarse estrictamente contemplación, encuentro de lo que hay de Dios en las cosas y encuentro de Dios mismo en las cosas. No hay, pues, aquí una puerta abierta al activismo o un abandono de todo retiro espiritual ni menos de toda celebración litúrgica. Al contrario, se busca explicitar en la palabra, en la comunicación, en la vivencia, lo que de manera menos explícita se ha encontrado en la acción. Y sabemos que se ha encontrado en la acción, primero porque así lo ha prometido Jesús en el caso de un compromiso cristiano con los más necesitados y, segundo, porque en el discernimiento de la contemplación se contrasta lo que es de Dios y lo que es contra Dios. Así, por ejemplo, cuando la celebración de la palabra, las reuniones penitenciales o las eucaristías han sido cargadas de todo lo que se exige personal y comunitariamente al trabajo del que en ellas participa (opus operantis), es cuando su propia gratuita efectividad {opus operatum) se da y se recibe en plenitud. Hay, pues, en esta contemplación un esfuerzo por actualizar lo que ya está presente; es esto ya presente el principio fundamental de la actualización, pero necesita de una subjetividad preparada para que se cumpla de modo mejor la actualización. Finalizamos aquí el esquema de lo que debería ser un tratamiento de la trascendencia histórica cristiana. Otros temas deberían ser tratados, especialmente el de la Iglesia como forma privilegiada de mostrar la trascendencia histórica cristiana 43 , y los temas aquí apuntados deben ser analizados con mayor rigor. Pero lo que se pretendía era mostrar la importancia del problema y algunos elementos para su solución o, al menos, para una ulterior discusión. Pannenberg escribía: «La historia es el horizonte más inasible de la teología cristiana» 44. Del artículo en que se encuentra esa frase se desprende que para él no sólo la teología, sino la revelación misma encuentra en la historia su horizonte más 43. Uno de los lugares en los que a modo de ejemplo práctico puede vislumbrarse este problema, es en torno al problema de las organizaciones populares en El Salvador, tal como se refleja en la publicación Iglesia de los pobres y organizaciones populares, San Salvador, 1979. Aquí se analiza una carta pastoral de monseñor Romero y monseñor Rivera sobre este problema. En general, se podría apelar aquí a toda la bibliografía sobre la Iglesia de los pobres. 44. W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie, Góttingen, 1967, p. 22.
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globalizador. Efectivamente es así. Una historia que abarca tanto la historicidad de las existencias personales como la historia real de los acontecimientos empíricos; una historia que no es ni Urgeschichte ni Uebergeschichte, pero que es, en su mismo carácter empírico, trascendente, esto es, abierta a Dios porque en ella Dios se ha hecho primero presente. La trascendencia histórica no es entonces un tema exclusivo de la teología de la liberación, pero ésta tiene un modo propio de entender lo que es formalmente una trascendencia histórica cristiana. En las páginas que preceden se ha procurado indicar algunas formas de expresar ese modo propio. Con ello, se ha querido señalar la peculiaridad y la universalidad de la teología de la liberación y, al mismo tiempo, su novedad y su tradicionalidad. No se ha expuesto lo que los teólogos de la liberación han pensado sobre este punto; se ha pretendido tan sólo mostrar una de las formas posibles de conceptualizar el problema. Sobre él hay todavía mucho que trabajar desde estudios bíblicos, hermenéuticos, dogmáticos y pastorales. Pero la teología de la liberación muestra todavía tal vitalidad que es de esperar que esos trabajos se vayan realizando.
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Casi podría darse por descontado que la idea de liberación o de libertad no debería exigir tratamiento especial en una obra donde se intenta reseñar y explicar los conceptos fundamentales de la teología de la liberación. El conocimiento comprensivo de éstos debería llevar, en efecto, como por una rica convergencia, al conocimiento de aquélla. Pero este trámite cognoscitivo tranquilo se halla demasiado amenazado por el contexto polémico en que ha debido moverse esta teología que, no por casualidad, lleva el nombre de «teología de la liberación», aun en las críticas que de ella hace el magisterio de la Iglesia \ El hecho de que aparezca en este título como el genitivo de la palabra «teología» parece dar a «liberación» (y a sus antecesores semánticos, como «libertad», «liberar» o «librar») un matiz un sí es no es ya chocante. Y que, por ello mismo, merece examen. Esto se percibe hasta en expresiones neutras o aun benevolentes. Un teólogo latinoamericano explicaba el surgimiento de la teología de la liberación como resultado del Vaticano II. El diálogo con el mundo que, a partir de él, se instauró o impulsó, «no sólo destronó ricas sistematizaciones del pasado..., sino que hizo penetrar en el interior de la teología, hasta entonces tranquila y uniforme, la turbulencia del pluralismo cultural reinante en la sociedad. En otras palabras, hizo que entrara dentro de la sacra theologia una temática múltiple, responsable del nacimiento de las teologías del genitivo (teología del progreso, de la historia, etc.)» 2. 1. Sagrada Congregación para la Doctrinade la Fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la «Teología de la Liberación», Roma, 6 de agosto de 1984. 2. M. de Franca Miranda, «Visáo panorámica de teología especialmente no Brasil»,
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ponencia presentada a la XXV Conferencia Nacional de Obispos del Brasil (ad instar tnanuscripti). 3. lbid.
Desde ese punto de vista no es posible pedirle a la teología que ignore tales datos ni que los sacrifique a una falsa unidad. Desde este punto de vista no podría ni siquiera acusarse a una teología de que usara un genitivo «geográfico», correspondiente al área donde halla sus problemas y de donde surgen, por lo mismo, en gran medida, sus énfasis propios. Entre una «teología del trabajo» y una «teología de América latina» hay una gran diferencia. El primer rótulo apunta a un terreno o área temática particular dentro de la teología. El segundo, a toda la teología examinada desde el punto de vista exigido por la praxis cristiana frente a circunstancias concretas diferentes a las de otros continentes o regiones. Cuando se dice, en efecto, que la teología del trabajo o de la historia son «sectoriales» o «teologías del genitivo», y que no lo es, por el contrario, una teología en una región o área geográfica determinada, ello se debe a que el genitivo es, en un caso, objetivo, y denota una parcialización de la temática, mientras que en el otro caso es subjetivo. No denota un área de temas, sino el conjunto de sujetos que la practican. Sujetos particulares teologizando sobre un objeto universal: la revelación que Dios nos hace de sí mismo, de su amor y —todo es uno aquí— de su plan sobre el hombre (GS 22). Tratando de entender toda la fe. Pero si esto es así, y es verdad que los teólogos de América latina pretenden dirigir sus miradas y su investigación a la totalidad de la fe cristiana, ¿por qué su teología lleva el nombre que sugiere su pertenencia a las «teologías del genitivo»? ¿Qué relación hay entre el área geográfica donde surge y ese énfasis en la «liberación», si es verdad que éste no indica una reducción temática? O, para ser más exactos, ¿cómo sucedió que aquello que era simplemente teología se vuelve un día, en América latina, una teología caracterizada por ese énfasis especial en la liberación? No es para nada minimizar la importancia del libro, aparecido en 1971, de Gustavo Gutiérrez Teología de la liberación, decir que es el primero en sistematizar muchos esfuerzos realizados durante la década anterior por la teología para llevar la fe cristiana a enfrentarse y a dialogar con el hombre en este continente. Sin excluir, por supuesto, al concilio Vaticano II y a Medellín, aunque tampoco sin reducirlos a ser un eco de estos dos hitos teológicos de gran relevancia. Sin duda ese libro ayudó enormemente a la teología latinoamericana a transitar por un camino común, si no exactamente único. Pues bien, encontramos en él un comienzo de respuesta al problema de las relaciones entre el área geográfica y el título que va a denotar el énfasis propio de la teología: liberación. Se indica en él que, en la existencia cristiana, una «teología» es siempre un
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Una de las teologías «del genitivo», he aquí cómo aparece la teología de la liberación en la óptica de muchos. Es decir, como una amenazadora victoria de lo múltiple y de lo plural sobre la tranquila unidad. Añádase a ello el que esa pluralidad está, se supone, compuesta de «lecturas diversas, parciales y a veces irreductibles de la misma realidad» 3, y se tendrá un elemento más de la inquietud: la relatividad. Parece no haber ya teología que sea la misma para todos. Y aquí sí entra a tallar ese genitivo específico que acentúa, al parecer, los elementos amenazadores del cuadro. Se trata «de la liberación», palabra que alude, aunque no sea más que por el opuesto, a una «opresión» y, por ende, a un conflicto. Hay en esta apreciación global afirmaciones discutibles, sobre todo desde el punto de vista cronológico, en la atribución que se hace al Vaticano II de factores que ya estaban operando bastante antes de él. Pero lo que urge aclarar aquí es la relación existente entre «teología» y «liberación». El genitivo es engañoso, pues no es lo mismo hablar de «teología del trabajo» o de «teología de las relaciones terrenas», y hablar de «teología de la liberación». Dicho de otra manera, la «teología de la liberación» no es una de las llamadas «teologías del genitivo». No es, por lo menos, en la intención de quienes la practican. No es esto una exclusividad de la palabra «liberación». Cuando se habla de la «teología de la cruz» (tbeologia crucis) se trata asimismo de un genitivo. No se entiende, sin embargo, que el genitivo «de la cruz» signifique la introducción de un elemento de pluralidad o relatividad en una misma unidad hasta ayer tranquila y sólida. Suele significar, en ése y otros casos similares, el genitivo un énfasis puesto en un término clave, desde el cual se procura abrir la totalidad de la teología a horizontes hermenéuticamente ricos, pero aún insuficientemente tratados o desarrollados. Que esos distintos énfasis contribuyan a abrir un abanico de sano pluralismo en una teología demasiado uniforme y repetidora, ello es claro. Es claro también, dando un paso más, que el necesario diálogo de la fe cristiana con el mundo, diálogo exigido y fomentado por el Vaticano II y, durante cierto tiempo, por el post-Concilio aun a nivel oficial, obligó a la teología a inclinarse sobre una realidad bastante más compleja de lo que imaginaba. La dificultad no estriba, con todo, en que se hagan de esa realidad «lecturas» diversas, parciales y, a veces, irreductibles. Estriba, sí, en que la realidad misma, por ejemplo en las diversas regiones del planeta, es diversa, y contiene posiciones parciales e irreductibles.
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«acto segundo» 4. Si la función de la teología es dar inteligibilidad a la fe según la vieja fórmula fides quaerens intellectum, la fe existente y practicada es siempre previa al acto de teologizar. Por otra parte, la teología no consiste meramente en tomar nota de esa fe existente, primera. Ni siquiera en sistematizarla, criticarla o justificarla. Debe conectarla con la revelación de Dios. Y es esta palabra divina, no el talante del teólogo, la que procurará, en ese «acto segundo», enriquecer la fe primera. Es un cierto «juicio» hecho con relación a esa palabra de verdad el que justificará, criticará, o hará ambas cosas, con la praxis de la fe. Claro está que estos dos actos no son independientes. Existe entre ellos una relación de interdependencia compleja y creadora. Por eso, en la «interpretación» de la palabra de Dios juega un papel decisivo (hermenéutico), consciente o inconsciente, el modo como esa palabra se lee; y en ese modo de leer está ya asimismo presente y activa una fe que debe iluminar aquello que, de otra manera, sólo sería letra muerta o ideología justificatoria. Hay, pues, un círculo en la teología. Y es extraño, entonces, que la «liberación» se encuentre en dos puntos de él. En el «abajo», como formando parte del compromiso de una fe vivida, y en el «arriba», como siendo un concepto clave enfatizado para comprender la palabra que Dios nos dirige. Por cierto, no es éste el lugar para describir cómo apareció y se desarrolló en la praxis cristiana el concepto de «liberación». Bastará con indicar aquí sólo algunos elementos que tendrán luego una importancia decisiva para comprender tanto la opción liberadora como la oposición que a ella se hace. Durante casi cinco siglos el cristianismo convivió en el continente latinoamericano con una situación de intolerante miseria y opresión del hombre, sobre todo cuando éste pertenecía a la población (en muchos lugares mayoritaria) indígena o esclava. Desde el comienzo constituyó esta situación una espina clavada en el corazón de los cristianos más sensibles y comprometidos. Así como también, bueno es decirlo, en el corazón de los no cristianos de buena voluntad. ¿Por qué en los años sesenta esa injusticia, que ha estado siempre ahí, se percibe más y más como «estructural» 5? No es fácil 4. G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Salamanca, 1972, p. 35 (cap. I, párr. II, 2). 5. Véase la insistencia (por otra parte siempre equilibrada por la exigencia de una paralela conversión de los corazones) de las Declaraciones finales de Medellín (especialmente en los documentos Justicia y Paz) sobre las estructuras que generan una «situación de pecado». Con esta expresión se alude no a un pecado «mítico», sino a la necesidad de llamar la atención de los cristianos sobre el hecho de que la indiferencia —y la consiguiente omisión frente a estructuras que deshumanizan a multitudes de hombres— puede constituir a menudo un pecado mayor que cualquier violación voluntaria de una ley moral. Esto es así, por lo menos si
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explicarlo por una sola causa. Tal vez la rápida reconstrucción de una Europa destruida por la guerra, tal vez la aparición de una política aparentemente global para «desarrollar» América latina y las subsiguientes desilusiones que trajo su fracaso, tal vez la insistencia de compañeros de ruta marxistas (universidad, sindicatos o política mediante) en señalar que las barreras para el desarrollo no eran circunstanciales o efectos de malas intenciones individuales, llevaron poco a poco a muchos cristianos comprometidos a dar, también ellos, a la injusticia un carácter de «estructura de pecado». Si, según el concilio, la fe orientaba «la mente hacia soluciones más humanas» (GS 11), éstas debían consistir en un cambio de esas estructuras. En efecto, ellas conseguían oprimir o continuar la opresión del hombre por el hombre, aun sin que existiera intención clara y voluntaria de ejercerla. No era casualidad el que hubieran fracasado las muchas tentativas de los últimos tiempos para cambiar esa situación. Cristianos y no cristianos a la vez percibían que no bastaba un llamado a la «libertad» del hombre (por ejemplo, en el voto). La libertad ya «dada» era un engaño, como se veía cuando se la quería ejercer en contra de ciertas esclavitudes y miserias humanas. Había, pues, que conquistarla. De ahí la primacía de «liberación» sobre el sustantivo-raíz: «libertad». Semánticamente «liberación» debía entenderse en oposición a su contrario: la «dependencia». De hecho varios teólogos de la liberación echaron mano, en aquella primera época, de la llamada «teoría de la dependencia». Esta, para resumir muy brevemente, explicaba la solidez de las estructuras de injusticia, principalmente de la dependencia estructural de América latina (en cuanto periferia pobre) del centro económico de América del Norte. En otras palabras, el subdesarrollo no sería sino la otra cara, oprimida, del desarrollo. El precio que se pagaba (o que otros hacían pagar) por aquél. Se ha pretendido que esta hipótesis sería científicamente falsa 6 . Y que toda la teología de la liberación caería por su base junto con ella. En cuanto a lo primero, es posible que cada uno, según dice el proverbio, cuente de la feria como le fue en ella. Es muy probable, además, que la teoría de la dependencia haya exagerado la influencia de la estructura internacional en la opresión del hombre latinoamericano. Y que las estructuras internas de los países pobres tengan mayor responsabilidad de la que esa teoría les adscribe. Lo que sí se olvida es que la «dependencia» de América se tienen en cuenta las consecuencias que de esta omisión habrían de resultar para vida o muerte, liberación u opresión, de millones de seres humanos. 6. Cf., por ejemplo, Enrique M. Ureña, El mito del cristianismo socialista, Madrid, 1981, p. 88.
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latina es un hecho 7 , independientemente del valor de las hipótesis que tratan de explicarla. Y que esa «dependencia», que vuelve estructural la injusticia, interroga a la fe y al compromiso cristianos sobre la posible y necesaria «liberación». Pero, ¿no es esto sólo sociología? Por cierto. La teología no tiene métodos de análisis que le sean propios. Usa los que tiene a su alcance en las ciencias sociales para conocer el material mismo con que está hecho ese mundo y ese hombre que interrogan, desde allí, su propia fe cristiana. Y es muy importante que la teología no desarrolle su tarea de espaldas a la problemática realidad. En ésta, «la poderosa y casi irresistible aspiración a una liberación constituye uno de los principales signos del tiempo que la Iglesia debe discernir e interpretar a la luz del Evangelio» s , o sea, teología mediante. Ahora bien, ¿no es «liberación» un concepto socio-político moderno, ajeno al campo teológico? Por de pronto, poco importaría que lo fuera si su contenido expresara, aunque fuera de otra manera, exigencias paralelas a las que se encuentran en el evangelio, es decir, en cualquiera de las formas normativas del mensaje cristiano. Pero, para sorpresa de muchos cristianos mal informados, «liberación» es una palabra central de la proclamación evangélica. Forma, junto con «salvación», los términos cardinales para expresar la acción divina, y, en el Nuevo Testamento, especialmente la misión de Jesús, la finalidad de su vida, acción y mensaje: Según el p u n t o de vista desde el q u e se considera esta acción ajena o r i e n t a d a hacia el bienestar del h o m b r e . . . m i e n t r a s q u e (el verbo) desatar, liberar (42 veces en el N u e v o T e s t a m e n t o ) describe m á s bien el a c t o de la liberación desde el p u n t o d e vista d e la supresión de la a t a d u r a s m e d i a n t e la acción d e d e s a t a r l a s , o t a m b i é n desde el p u n t o de vista del rescate m e d i a n t e la entrega de algo a c a m b i o . . . , el verbo salvar, que es el que se utiliza con m á s frecuencia (106 veces) y el q u e posee la m á s amplia g a m a de matices, s u b r a y a p o r lo general la acción de arrancar, salvar de un peligro q u e a m e n a z a la vida, m e d i a n t e la p u e s t a en juego d e u n a fuerza s u p e r i o r ' .
7. Véase Medellín, Paz, I, 8 ss. 8. Instrucción sobre algunos aspectos de la «Teología de la Liberación», publicada por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, I, 1. 9. Diccionario teológico del Nuevo Testamento, editado por L. Coenen, El. Beyreuter y otros, t. IV, Salamanca, 1980, p. 54, art. «Redención». No es menester señalar, de acuerdo con el pasaje que aquí se cita, que no se apunta a distinción alguna entre el contenido de los conceptos de «liberación» y «redención». Ambos términos significan (en el contexto de una sociedad esclavista) la libertad adquirida (por sí o por don ajeno) por el antes esclavo, mediante el pago del «rescate» debido. Ambas palabras son, así, en su origen, de uso profano. De él pasan, por extensión figurativa, al religioso. Ocurre, sin embargo, que «redención» ha perdido su significado profano primitivo y sólo conserva, en el uso corriente, un particular sentido religioso o teológico (con derivaciones cosistas y jurídicas que no siempre responden al sentido
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A este conteo estadístico habría que añadir las veces, algunas de ellas centrales, en que otros verbos semánticamente parientes sirven, por su contexto, para apuntar la misma idea de liberación. Así, por ejemplo, cuando, en uno de los pocos resúmenes que tenemos de la misión de Jesús hechos por él mismo, hallamos en Lucas que, en la sinagoga de Nazaret, aquél busca un pasaje de Isaías para definir el presente que con él ha llegado. Y cita precisamente uno que habla de la «remisión» de los cautivos y oprimidos, es decir, de su liberación: «Me ha enviado (el Espíritu del Señor) a anunciar a los pobres la buena noticia {evangelio), a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a liberar con rescate a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor» (Le 4, 18-19). De que se reúnan estrechamente estos dos términos —liberación y salvación— depende el que se reconozca a Dios en este continente, según Medellín: Así c o m o o t r o r a Israel, el p r i m e r P u e b l o , e x p e r i m e n t a b a la presencia salvífica de Dios c u a n d o lo liberaba de la o p r e s i ó n de Egipto..., así t a m b i é n n o s o t r o s , n u e v o P u e b l o d e D i o s , n o p o d e m o s dejar d e sentir su p a s o q u e salva c u a n d o se da «el v e r d a d e r o d e s a r r o l l o , q u e es el p a s o , p a r a cada u n o y p a r a t o d o s , d e c o n d i c i o n e s de vida m e n o s h u m a n a s , a c o n d i c i o n e s m á s h u m a n a s » 10 .
Si estos dos términos —reunidos— son centrales para conocer el plan que tiene Dios sobre la humanidad, plan revelado en Jesucristo, ¿por qué, entonces, la «teología de la liberación» marca, desde ese título, una preferencia tan marcada por uno de los dos conceptos? ¿Dónde está, para ella, la justificación de esa preferencia por «liberación»? Es menester aquí, al parecer, dar un paso más en la comprensión de las consecuencias metodológicas que tiene para la teología el considerarse, como ya se ha visto en palabras de Gustavo Gutiérrez, como «acto segundo». Es decir, como reflexión —crítica— sobre la fe vivida y puesta por obra. Por supuesto que la teología siempre ha reconocido esa su función crítica. Lo que es más característico de la teología de la liberación es el ejercerla sobre la praxis de la fe. Cuando algo inhumano se percibe en una práctica que los cristianos justifican con su fe, es menester sospechar que esa fe ha sido deformada, como tantos otros fuerte del término profano original). Véase, no obstante, y por ejemplo, en los documentos de Medellín, la sinonimia fundamental: «Toda liberación es ya un anuncio de la plena redención de Cristo» {Educación, 9; subrayado nuestro). 10. Medellín, «Introducción», n. 6. La alusión al «verdadero desarrollo» es una cita de la encíclica Populorum progressio de Pablo VI y es, al mismo tiempo, un rastro del «desarrollismo» imperante en la época, asi como la protesta ante su reduccionismo economicista.
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elementos de la cultura, pasando así a formar parte de esas estructuras de opresión. De ahí que no baste que la teología denuncie la opresión y reclame la liberación. También es menester que se libere a sí misma de los mecanismos de opresión que se hayan introducido en ella sin que ella se diera cuenta. Así la ortopraxis conduce a la ortodoxia (como la heteropraxis es fuente de heterodoxia). Pues bien, esto vale en el caso que aquí se examina. Los conceptos y palabras que se usan para transmitir el mensaje cristiano tienen su historia. Lo que significó en un comienzo algo salvador y liberador puede, con el tiempo y sin que nadie perciba el cambio, convertirse en un mensaje opresor. Eso ha acontecido con el uso corriente de la palabra «salvación» (y con otros términos afines). Cabría añadir, de un modo especial, que otro tanto ocurrió con el mismo término de «redención» que, en su uso original, era sinónimo de liberación, pero pasó, poco a poco, en el lenguaje corriente, a significar prácticamente lo mismo que salvación y a experimentar la misma desviación desde su sentido original 11 , que era el de «liberar». Salvación y salvar, en el lenguaje bíblico, significaban el inclinarse del amor compasivo y activo de Dios sobre el hombre que sufre, para liberarlo de su fardo de dolor y para humanizar su suerte. O sea, la misma inclinación que Dios, al juzgar al hombre, le exige a cada uno en la historia con relación al hermano necesitado, según Mt 25, 31. Pero ¿qué ocurre con estas palabras? Que «buscar la salvación» no resuena ya en los oídos cristianos como una convocatoria de Dios a participar con él en una tarea histórica común. «Salvarse», «salvar el alma», «la salvación eterna» suenan hoy como un llamado de atención hacia algo que el hombre debe procurar para sí mismo apartando su atención de lo que ocurre con su historia y con la suerte del hermano, para ponerla en Dios y en una vida ultraterrena. «Aunque el pueblo lo niegue en sus palabras, que la salvación es histórica continúa siendo uno de los más serios obstáculos para vivir la fe y reflexionar auténticamente sobre ella» 12. Es que el uso profano mismo de la palabra ha cambiado. «Salvarse», de uso tan corriente, expresa por lo común que alguien escapa individualmente a una catástrofe, por lo común colectiva. Y así ha llegado a pensarse el destino y la vocación del hombre cristiano.
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11. Véase el desarrollo de esta temática en el capítulo Ií, «Liberación y salvación», de Teología de la liberación, op. cit. de Gustavo Gutiérrez, pp. 193-241, tal vez el capítulo central, teológicamente hablando, de la obra. 12. 1. Ellacuría, Teología política, San Salvador, 1973 (cito, a falta del original, la traducción inglesa Freedom to be free, New York, 1976, p. 12), cap. I, párr. «El prejuicio de que la salvación es a-histórica».
La ventaja de la palabra «liberación» sobre el término «salvación» no depende, pues, de intenciones teológicas inconfesadas. Aun sin tener en cuenta que ambos términos son igualmente bíblicos, «liberación» ha preservado mejor, en el lenguaje usual, la vocación del hombre a construir con Dios el reino (cf. Mt 6, 33; 25, 24-26), de tal manera que esa voluntad de Dios de crear un mundo y una sociedad nuevas para todos los que sufren en la actualidad se realice «en la tierra como ya se realiza en los cielos» (Mt 6, 10). «Liberación» es, así, el termino más apto para apuntar a algo que el uso acrítico y casi exclusivo de la palabra «salvación» ha hecho perder de vista en el mensaje evangélico: que, como dice el concilio, «el reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor se consumará su perfección». Por eso «la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la precupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana» (GS 39). Todo esto contribuirá a explicar al lector que «liberación» como tarea, y el «buscar» o preparar (o colaborar con) el reino, son sinónimos en el mismo lenguaje empleado por Jesús. Y que a la pregunta de algunos —¿qué es liberación?— un cristiano debe contestar refiriéndose a todo lo que Jesús definió como propio de su reino. Ir más allá en lo que significa el gran tema de Jesús, el reino de Dios, no es objeto de ese trabajo. Este se limita aquí a dejar establecida la sinonimia. Dios viene a establecer su reino y ese reino significa liberación. Con todo, es posible que el lector desee saber algo más. A diferencia de un tipo de expresión figurada como es la de «reino de Dios», términos como liberación y salvación son relativos. Esto equivale a decir que, al usarlos para expresar las prioridades de ese Dios que viene a establecer en la tierra su voluntad, suscitan otra pregunta: «liberar... ¿de qué?». O «salvar... ¿de qué?». También aquí, ello es obvio, el lector encontrará la respuesta interrogando al evangelio sobre las prioridades del reino. Sin embargo, más qu e este término positivo, tal vez por ser opuestos a una cautividad o un mal que al hombre se inflige, los dos arriba mencionados pueden ser iluminados por las descripciones que hace Jesús mismo o los evangelistas sobre «el fuerte» o «el hombre fuerte» que tiene cautiva a la humanidad, y al que «el fuerte» que viene de Dios, o sea, Jesús, va a desplazar para repartir entre los hombres «sus despojos» (Le 11, 21 par). Jesús muestra con curaciones, multiplicación de alimentos, ataques muy claros a quienes oprimen a otros aun en nombre de Dios (cf. Le 11, 14; Me 6, 34 ss; Mt 21, 33. 4346) cuáles son esos «despojos» que pretende restituir a la humanidad cautiva. Es cierto que, en su plan de humanizar al hombre, todos los
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sufrimientos reales afectan a aquel que ama con un amor sin límites. Pero ese amor, tal como Cristo lo manifestó de palabra y de obra, no por ser ilimitado es idealista y neutral. Los evangelios muestran, como se acaba de indicar, una clara prioridad para las víctimas de una deshumanización más radical o, si se prefiere, más material. Es un amor que empieza por el principio, es un mundo donde el cálculo de energías escasas exige prioridades. El reino hace «felices» (¡no «bienaventurados»!: aquí se tiene otro ejemplo de un deslizamiento de lenguaje que es a menudo aprovechado para «espiritualizar» un amor que quiere ser realista) a los pobres, a los que tienen hambre, a los que lloran (Le 6, 20-21). «El juicio final está estructurado en los términos de un catálogo de ítems que son muy materiales en su naturaleza y que se refieren a las necesidades de los hombres: hambre, sed, desnudez (Mt 25, 35)» 13 . La liberación eficaz comienza en la historia, como el quehacer mismo del hombre, por las urgencias de lo material, aunque no se quede en ello. Tal vez sea éste el momento de hacerse el lector una pregunta clave o, si se prefiere, de elevar una sospecha : ¿por qué será que en este cuadro tiene, aparentemente por lo menos, tanto que decir la palabra «liberación» y tan poco la palabra «libertad»? ¿No sería lógico pensar que la «liberación» y la acción llevada a cabo para «liberar» deben desembocar en «libertad», en ser, por fin, el hombre «libre»? Por cierto, la pregunta va mucho más lejos que la sospecha de que la teología de la liberación no mostraría mucho aprecio por la libertad. El problema, anterior, es más hondo: ¿por qué no Jesús ni los evangelistas usan nunca el sustantivo «libertad» o el adjetivo «libre»?14. Una parte de la respuesta está, sin duda, en lo que se acaba de decir. Liberar, como salvar, son verbos relativos a un complemento implícito o explícito: liberar de... De ahí que el resultado concreto, por ejemplo, de liberar a alguien del hambre no sea tanto la «libertad» como la saciedad. Dicho de otro modo, el así liberado no resulta tanto «libre» cuanto saciado. Es propio del realismo evangélico, que raya en el equilibrio y sano materialismo (si es que esta palabra puede tener un significado positivo), el apuntar a liberaciones concretas. O el desconfiar de abstracciones o espiritualizaciones (v. gr. del amor de Dios, 1 Jn 4, 20), entre las cuales habría que poner la «libertad» o ser «libre», cuando se usan esos términos sin complemento «material», es decir, en cuanto propiedades o valores absolutos.
Pero hay más. Los mismos evangelios, que privilegian liberación y liberar en relación a libertad y a ser libres, no son la única forma en que se expresa la revelación cristiana. Más aún, de atenernos a la fecha de su redacción actual, no son ni siquiera los primeros. Antes de que fueran redactados como ahora están por sus respectivos autores (Marcos, Mateo y Lucas), otros documentos del Nuevo Testamento presentan, a su modo, el significado, para la vida humana, de Jesús y de su mensaje. Así, quince o veinte años antes de los evangelios sinópticos, tenemos cartas de Pablo, como las escritas a los Gálatas o a los Romanos (probablemente del año 57). Y en ellas hallamos, como término clave, la palabra «libertad». Y el correspondiente adjetivo «libres». Tan claves son que Pablo avisa que, de no reconocer quien se dice cristiano la necesidad de pasar ese umbral de la libertad, es decir, de volverse maduramente libre, «Cristo no le habría servido de nada» (Gal 5, 2; 3, 4, etc.). Y allí nos topamos con frases tan definitivas como ésta: «Para ser libres nos liberó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (Gal 5, 1). O esta otra: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Gal 5, 13) 15 . Pablo no habla, como habló Jesús, del reino, cuya llegada se confundía con la «liberación» y que liberaría a los hombres de todo lo que los mantenía en una situación inhumana. Pablo habla, sí, de una «libertad» gracias a la cual los hombres libres pueden colaborar (ser cooperadores) en «la agricultura de Dios, la construcción de Dios» (1 Cor 3, 9). Pablo, que es muy fiel a Jesús, pero de un modo creador que supera toda copia, no cita prácticamente en sus cartas ninguna enseñanza de Jesús. La similitud hay que buscarla cambiando la clave. En efecto, Jesús quiso revelarnos el corazón de Dios mostrándonos cómo y qué proyectaba Dios hacer como «rey» al venir a ejercer su gobierno en Israel. Innumerables parábolas e imágenes usadas por Jesús (sin duda alguna en su historia y ciertamente en la versión de los sinópticos) sólo se entienden como la «política» de Dios hacia Israel. Muchas enseñanzas de Jesús rechinan cuando las prioridades del reino son pasadas, como, por ejemplo, en Mateo o Lucas, a otra clave. Así, por ejemplo, las declaraciones de la «felicidad» asociada al reino. Mateo, que piensa en términos de moral más que de «política», convierte las mal llamadas «bienaventuranzas» en premio a virtudes, y no en compasión y socorro a
13. Ibtd., p. 39. 14. Hay una sola excepción, que no es, en rigor, tal (y que muestra lo fácil que hubiera sido ese empleo del término por ser éste de uso común) en Mt 17, 26, cuando Jesús dice que los hijos de los reyes están «libres» de pagar impuestos.
15. Inútil señalar que Pablo usa asimismo términos como «liberación», «salvación» (aunque no en sentido absoluto, sino prácticamente siempre, tácita o implícitamente con un complemento: «de...»), «redención» y los verbos correspondientes como se ve en los pasajes citados aquí.
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los que sufren. Por eso los «pobres, los hambrientos, los que lloran» son transformados por la clave moralizadora de Mateo en los «pobres de espíritu, contritos, hambrientos de justicia»; mientras que Lucas, con su clave «eclesiástica», los convierte en un «vosotros», pronunciado «levantando los ojos hacia los discípulos», en la situación social de los cristianos perseguidos en el tiempo en que se escribe el evangelio (comparar Mt 5, 3 ss con Le 6, 20). Así rechina igualmente el final que agrega Mateo, por razones moralizadoras, a la parábola «del banquete» (cf. Mt 22, 11-13 y Le 14, 16-24). Pablo, en cambio, actuando en un contexto diferente, transporta el mensaje de Jesús a una clave diferente. Se trata, para él, de que en Jesús se revela la plenitud del hombre, el secreto más íntimo de su existencia en la tierra. Puestos a ponerle un nombre a esa clave, diríamos que Jesús es presentado por Pablo en una clave «antropológica» 16. Las imágenes paulinas, la de la «agricultura» (el cultivo) o la de la «construcción» de Dios tienen sobre el término «reino» de Dios una cierta ventaja: si no fuera porque Jesús se preocupa de decir que ese reino implica cooperación, se podría pensar, como lo hace R. Bultmann, que ese «gobierno» divino liberador es obra de Dios solo sin cooperación alguna del hombre 17. En cambio, como se ha visto, los términos paulinos sugieren una obra colectiva, y Pablo se apresura a acentuar precisamente, en el mismo versículo, que en esa obra somos cooperadores {synergountes en griego) de Dios. Sólo que no es posible, según Pablo, esa cooperación en la obra liberadora de Dios si no somos «libres». No tanto para que podamos elegir entre lo bueno y lo malo, sino para que podamos proyectar en forma creadora cómo cooperar y luego llevar a cabo nuestros proyectos. Esa «libertad» supone, así, salir definitivamente, sin «recaídas», de la esclavitud del «temor» (cf. Rom 8, 15), es decir, de una angustia por asegurar el propio destino —la propia «salvación»— con una contabilidad de buenas obras. Este miedo a la libertad que le impide al hombre desplegar su creatividad inventando nuevas formas de amor y solidaridad es propia, según Pablo, del período «infantil» del ser humano.
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16. E. Kásemann confirma y especifica esto (corrigiendo a Bultmann)": «Mi propuesta es no considerar la antropología de Pablo, que indudablemente lo caracteriza, ni como una suma, ni como un centro, sino como una función definida, y por cierto de la mayor importancia, de su reología: sirve para expresar la realidad y el carácter radical de la toma de poder de Crisro en cuanto Cosmocrátor» (Essais exégétiques, Neuchátel, 1972, pp. 135-136). Kásemann reconoce que la exégesis existencial de Bultmann es apropiada y corresponde al texto de Pablo «en la medida en que en ninguna otra parte del Nuevo Testamento la antropología aparece como tema de discusión» (lbid., p. 134). 17. R. Bultmann, Tbeology of tbe New Testament, t. I, New York, 1951, p. 4.
Cristo viene a poner fin a ese período. Jesús, el hijo por naturaleza de Dios, ha constituido a sus «hermanos», es decir, a la totalidad de los hombres (cf. Rom 8, 29), asimismo en «hijos de Dios» por adopción. Ahora bien, esta afirmación, que ha perdido también en el curso del tiempo su profundidad y agudeza, la interpretamos como una mera actitud de afecto y amor de Dios hacia nosotros. En la antigüedad, el fenómeno de la generación, en que los progenitores daban a la progenie no una naturaleza inferior, sino la misma que ya poseían, constituía algo altamente' significativo. Y no sólo un lazo afectivo familiar. Cuando Pablo dice que «hemos recibido la filiación»(Gal 4,5; Rom 8,16) quiere decir que Dios nos ha constituido algo así como pequeños dioses, creadores en un universo a medio construir, y colocados allí como «dueños de casa», es decir, «herederos del mundo» (cf. ibid. y Gal 4, 1; 1 Cor 3, 21-23). Pablo se preocupa de enseñarles a los corintios las consecuencias lógicas de la madurez en esa libertad. El heredero que, de niño, estaba sujeto a órdenes que recibía de seres que, en realidad, le pertenecían (Gal 3, 23-25; cf. 1 Cor 3, 21), se acostumbró a informarse, antes de actuar, acerca de la «licitud» de sus acciones. Ahora, en cambio, cuando llega a su madurez y entra en posesión de su herencia, el universo, debe cambiar sus preguntas morales. En lugar de inquirir sobre la licitud, debe interrogarse sobre la conveniencia de actuar de una u otra manera. Porque «todo (le) es lícito, pero no todo (le) es conveniente. Todo es lícito, pero no todo construye» (1 Cor 6, 12; 10, 23). Ya no se prescriben cosas de manera absoluta, desde fuera de él mismo. Debe, en cambio, consultar las leyes del universo para saber lo que conviene en relación con lo que proyecta. Y lo que proyecta no puede ser otra cosa, para el que cree en Jesús, que crear amor en la historia, de cara a las necesidades del hermano (cf. 1 Cor 10, 24, 28-29; Gal 5, 13; Rom 13, 8-10, etc.). Porque el mismo Dios le va en ese proyecto. Dios mismo, en efecto, ha dado una importancia decisiva a la libertad creadora de los hombres. Los ha asociado tan de veras a ese algo que se ha de cultivar o construir y que él entrega a esa libertad asumida y convertida en proyectos históricos de amor y solidaridad («reino» en el vocabulario de Jesús), que depende del éxito de esos proyectos el que la creación misma, toda entera, no termine en mera «inutilidad» (Rom 8, 19-21). Sólo que esta libertad propia de la madurez está amenazada por todas partes, y aun por parte de elementos propiamente religiosos. Pablo muestra, por de pronto, que se halla amenazada por la tendencia que lleva al hombre a querer librarse del fardo de la libertad creadora, negociando con Dios mediante el estricto cumplimiento literal de la ley de Moisés (Gal 3, 15 ss; 4, 5. 21-31).
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Pero observa, a continuación, que existe el peligro de que el hombre, hecho libre, use esa libertad para volverse esclavo de los caprichos de sus propias pasiones (Gal 5, 13). Tal vez sea aún más importante el peligro señalado a los corintios. Pablo les avisa que tampoco deben usar de los instrumentos «religiosos» de la comunidad cristiana —evangelización, bautismos, autoridades— para hacerse otra «ley», abdicar en ella de la tarea de ser libres y exorcizar así la angustia que genera muchas veces la libertad. Es que la libertad creadora es un fardo difícil de llevar para el ser humano. Se trata de crear con instrumentos ya creados. Y todo en la creación está dotado de mecanismos y leyes propias, que ignoran la libertad del hombre y se resisten a abrirle paso a sus proyectos. Es más fácil dejarse llevar por los medios que el universo nos ofrece, que dejar en él impresos nuestros proyectos. De todo ese conjunto de «leyes» que se oponen a la libertad con el peso del menor esfuerzo, hace Pablo un solo concepto: la «ley de los miembros» (Rom 7, 23-24) o, lo que es lo mismo, como el lenguaje figurado lo indica (cf. asimismo Rom 6,13), la ley de la instrumentalidad (de la que los miembros del cuerpo son el principal analogante). El hombre no desea el mal por sí mismo. No está en eso la libertad. Sí está, o debería estar, en que fuera capaz de realizar los proyectos que quiere (Rom 7, 15-18), pero los proyectos se desvían por la dificultad que hay en manejar los instrumentos que apuntan a la realización, y que están dotados de mecanismos que parecen ignorar la libertad. De ahí esa incomprensible distancia —el pecado— entre lo que quiere hacer y lo que en realidad hace. Como el artista que no reconoce su idea en la obra realizada, así el hombre, ante sus realizaciones históricas, no las reconoce. La muerte de sus proyectos parece ser el destino del hombre en la historia (Rom 7, 20.24). Sin embargo, para Pablo, que participó en las experiencias de Jesús resucitado, el fracaso no es la ley de la historia. En cambio, sí es ley de la historia el que permanezca invisible lo que ésta construye (cf. Rom 8, 24-25). Por eso es menester que el resultado definitivo de los proyectos del hombre, como aconteció con Jesús mismo, sea «manifestado». Ese es para Pablo el sentido lógico de la resurrección universal: que el amor, la vida, la gracia de Dios que nos da algo de su propio ser, se manifiesta en su plenitud. Para Pablo, la definición misma de la resurrección es: «la manifestación (o gloria) de la libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 19.21). De esa gracia de Dios más la libertad creadora del hombre, puesta en proyectos históricos, surgirá esa realidad definitiva que la comunidad cristiana llamó, tomando una expresión del Antiguo Testamento, pero para designar algo central en la perspectiva del
Nuevo, «el nuevo cielo (de Dios) y la nueva tierra (de los hombres)» (Ap 21, 1; 2 Pe 3, 13). Esa nueva y definitiva «morada de Dios con los hombres» (Ap 21, 3) va a contener según Pablo, a quien sigue el Vaticano II, lo que, en la historia, «fue sembrado bajo el signo de la debilidad y la corrupción». Todo ello «se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo el amor y sus obras, se verán libres de servir a la inutilidad (o a lo vacío o vanidad) todas las criaturas» (GS 39). Es cierto que para ello (en un texto a que este mismo párrafo de la Gaudium et spes hace ilusión) Dios, que sondea los corazones, separará de nuestras obras históricas, siempre mezcladas de amor y egoísmo, lo que realmente «vale en cada obra humana». Y así veremos, convertido en algo definitivo, el amor puesto en la historia:
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Los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, limpios y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino de verdad y de justicia, (que) ya está misteriosamente presente en nuestra tierra (GS 39).
Finalmente, y para resumir de alguna manera la riqueza de esta visión paulina y auténticamente cristiana de la «libertad», Pablo sabe de nuestra eterna tentación: el miedo a la libertad. Sabe que el hombre pretende buscar la salvación y el acceso a lo trascendente, huyendo de los riesgos de la historia y estableciendo con Dios el negocio de las obras buenas y de los consiguientes méritos. Pero el llamado de la auténtica trascendencia nos aguarda en la historia, allí donde Dios, que sufre en el hermano, espera una ayuda que sólo puede venir de nuestra libertad. Para que la usemos sin temor, Pablo pone en lugares claves de su obra la necesidad de una actitud central: la «fe» (Gal 3, 23-24; Rom 3, 21-30, etc.). Es la capacidad de poner nuestro destino en las manos de Dios para vivir de esa promesa que es la historia que Dios, a su vez, pone en nuestras manos. Pero, ¿podrá el hombre dejarle a Dios ese problema decisivo? Sí podrá, con tal de que crea lo que Dios le promete: que su plan, infalible, consiste no sólo en proponerle a los hombres la salvación, sino en «hacerlos a todos juntos» (Rom 5,19) mediante «el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom 5, 5). El plan de salvación de Dios incluye a los hombres todos, desde Adán hasta el último de su descendencia (Rom 5, 12-19). Después que Dios nos reconcilió consigo dándonos a su Hijo por hermano precisamente cuando éramos pecadores y no teníamos título alguno alguno para ser socorridos (Rom 5, 6-11; 8, 32), sería una locura pretender poner nuestra seguridad en otra cosa o temer por el resultado de nuestra libertad histórica. Así, por la «fe que dinamiza el amor» (que se vuelve energía en él: Gal 5, 6), se libera el hombre de la más poderosa fuerza del
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pecado. Pero esta libertad del pecado es asimismo, como se ha visto, libertad para la historia. Porque no existen dos historias, una en la que el hombre se apasiona y pierde de vista a la trascendencia, y otra en la que vive pacientemente como en un valle de lágrimas, mientras el Dios trascendente le llama a la soledad del corazón cuando cesan las urgencias y tareas de la primera 18. Con esta rápida visión panorámica del pensamiento de Pablo se percibe, creemos, la profunda complementariedad y convergencia entre «liberación» y «libertad». Si «liberación» y sus derivados son usados por los evangelios y por Jesús mismo para apuntar a lo que el reino de Dios quiere realizar en la historia, «libertad» y sus términos afines son usados por Pablo para mostrar con qué actitudes antropológicas puede el hombre comprometerse eficazmente en esa misma construcción histórica. Teniendo en cuenta todos estos elementos, tal vez podamos ahora dar una respuesta más cabal a la pregunta que dejamos pendiente: ¿por qué muestra la teología de la liberación una preferencia tan marcada por el término que —no en vano— figura en su mismo título, y no pone, explícitamente por lo menos, un énfasis parecido en su complemento (paulino) de «libertad»? Entendemos, como ya se ha dicho, que esta teología pretende no dar una versión «sectorial» de la fe cristiana, sino abarcarla en su totalidad. Pero su fidelidad a la ortopraxis le hace poner un especial énfasis en aquellos puntos y problemas teológicos que han sido descuidados más sistemáticamente en la transmisión y comprensión del mensaje cristiano en el contexto humano que conoce y con el que se compromete. La «opción de los pobres» quiere ser detonadora de una visión mucho más comprometida de la fe. Comprometida con el dolor y la injusticia de la mayoría del pueblo latinoamericano. Pues bien, esto supone, como se ha mostrado al comienzo, luchar por desterrar de la comprensión (teológica) del mensaje de Jesús la deformación que significa la concepción de la «salvación» como la búsqueda privada, individual, de espaldas al reino, de Dios y de la felicidad ultraterrena. Esto ha permitido a un continente entero durante siglos dar la espalda a una situacción terriblemente inhumana de sus habitantes. E incluso ha llegado a
18. Véase G. Gutiérrez, op. cit., pp. 199-273, o sea, el párr. II del cap. IX, «Una sola historia», así como el cap. X, «Encuentro con Dios en la historia». La Instrucción ya mencionada de la Congregación romana parece olvidar esto cuando acusa a muchas, si no todas, las formas de la teología de la liberación de dejar de lado la trascendencia por causa de la historia y sus urgencias. A menos, claro está, que se nieguen esa unidad (que G. Gutiérrez afirma de manera enfática y repetida) entre historia y trascendencia y se coloque esta última sólo en la energía que se roba a las tareas históricas.
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introyectar en las víctimas de esas estructuras sociales una justificación «divina» de su situación. El redescubrimiento del énfasis evangélico puesto por el reino de Dios, anunciado por Jesús, en la modificación de la suerte de los pobres, llorosos y hambrientos, corrió así parejas con el descubrimiento de que no eran, por lo menos de modo directo, voluntades individuales, sino estructuras creadas y aceptadas por la sociedad global, las causantes de las mayores injusticias. Y que la liberación requerida por el evangelio requería remedios no sólo privados, sino políticos (en el más amplio sentido de la palabra), a esta «situación de pecado» (Medellín, Paz) que «clama al cielo» (Medellín, Justicia). También sobre América latina como sociedad, tenía que ser proclamado en la realidad histórica un «año de gracia» del Señor, en el que los desposeídos y oprimidos fueran nuevamente organizados en una sociedad distinta y solidaria (cf. Medellín, Justicia). Leída desde este ángulo, la palabra revelada por Dios en la Biblia traía a la memoria de los teólogos ese episodio grandioso de la historia de la salvación que fue la liberación efectuada por Dios de su pueblo en el Éxodo. A éste se le dio, en el comienzo de la teología de la liberación, una importancia decisiva y paradigmática (como ya se vio en la cita que se hizo más arriba de la Introducción a los documentos de Medellín). Tal vez en esos comienzos las necesidades del contexto latinoamericano, por un lado, y la relevancia de ese episodio veterotestamentario perteneciente al ámbito socio-político, por otro, concedió una importancia desequilibrante a ese paradigma de las liberaciones divinas. Tal vez se confundió un poco la clave (política) con el mensaje mismo. Y como una buena parte de la revelación del Antiguo Testamento está hecha en clave política, fue esa parte la que más nutrió la teología de la liberación de la primera hora. Más adelante, la cristología, que había vegetado a la sombra ideológica del supuesto de que Jesús (sólo) había interiorizado y espiritualizado el Antiguo Testamento, mostró que las investigaciones más serias sobre la historia de Jesús —los resultados de lo que se llama la búsqueda del «Jesús histórico»— revelaban de nuevo, pero esta vez en la persona misma del Hijo de Dios, al mismo Yahvé, al Dios que liberaba tomando partido por los pobres y los oprimidos. Y que llegaban en su compromiso hasta la muerte, pagando así el precio de ese conflicto (político) suscitado con los ricos y poderosos de Israel 19 . 19. La importancia de esta liberación específica de la cristología para el compromiso histórico y político del hombre aparece explicitada por primera vez en la teología de la liberación, si no nos engañamos, en I. Ellacuría, Teología política (op. cit., caps. II y III) en
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El que Jesús haya usado esa determinada clave —la de un gobierno de Dios decidido a implantar su voluntad sobre la estructura misma de la sociedad— para mostrar las prioridades del corazón de Dios, no debería, sin embargo, llevar, como creemos que sucedió en algunos casos, sobre todo en los comienzos, a una parcialización del mensaje mismo 20 . La «liberación» de que hablaba Jesús actuó en desmedro de la «libertad» de que hablaba Pablo como siendo la marca que, con Jesús, inauguraba una nueva época para el proceso de la humanidad guiada por Dios. Pablo, considerado como apolítico a causa de la clave antropológica con la que interpreta la significación de Jesús, quedó, y aún queda, algo al margen de las consideraciones y reflexiones de la teología de la liberación. Habría que añadir a esto una razón de peso para ello que está, una vez más, originada por un deslizamiento lingüístico. La interpretación corriente de los valores evangélicos ha sufrido el peso de una mentalidad clasista liberal. Para ésta es la «libertad» un valor tan central como abstracto. La privatización y espiritualidad exageradas impuestas a la exégesis hicieron que la libertad para concebir, expresar y vivir ideas (tanto religiosas como profanas) fuera contrapuesta y preferida al empeño por liberar a la gran mayoría de los hombres del continente de deshumanizaciones mucho más radicales: el hambre, la enfermedad, la falta de instrucción, de oportunidades de trabajo, etc. Desde el evangelio se pretendió evaluar las sociedades latinoamericanas principalmente en base al realismo o extensión de las «libertades» concedidas a grupos o clases sociales medios o altos. Y, viceversa, al coartar la libertad de esos grupos cuando fue necesario hacer frente a las necesidades básicas del hombre latinoamericano bastó para desatar la oposición oficial de la Iglesia a algo que hubiera podido ser considerado como una «incoativa» presencia del reino de Dios y parte integrante de la evangelización, según las declaraciones del mismo magisterio eclesiástico.
LIBERTAD
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LIBERACIÓN
Todo esto, sin embargo, por justo o explicable que sea, no debería hacer olvidar el papel central que juega, aunque de manera implícita, la «libertad» en el mismo Jesús histórico. En efecto, muchas enseñanzas de Jesús muestran que la causa del reino pasará a nuestro lado sin que la sintamos si no llevamos a la interpretación de los «signos de los tiempos» una libertad, nacida aun previamente a la letra de la palabra de Dios. Es esta libertad comprometida la que opta por los pobres, no tanto como resultado de la lectura de esa palabra, sino como la apuesta hermenéutica desde donde pensamos poder leerla comprendiendo su espíritu. Las grandes polémicas (históricas) de Jesús con los fariseos según Marcos (cf. Me 2, 23-3,6;7, 14-32;8,11-12 con sus respectivos paralelos; especialmente para la tercera controversia, ver su desarrollo en Le 11, 14-22.29-32; 12, 54-57), insisten en la necesidad de asumir el peligro de ir a la palabra de Dios con un corazón ya comprometido, con una sensibilidad ya abierta, con una opción ya tomada, en una arriesgada libertad filial ante él. Hay que saber de antemano lo que es bueno para el hombre para entender lo que Dios quiere del sábado. Hay que llevar la atención moral a los proyectos que surgen de una opción decisiva antes de comprender cómo se usa una ley exterior. Hay que «juzgar por nosotros mismos lo que es justo» (Le 12, 57) para reconocer la presencia de Dios en la historia, es decir, los signos de los tiempos. Para todo ello, el evangelio de Pablo y su clave resultan decisivos. No de espaldas al reino y a su contenido liberador en la historia, sino precisamente con vistas a él. La teología de la liberación tiene que hacer «libre» a su agente para una historia donde el hombre se encuentra con la trascendencia. Por ello tiene que ser liberación de la propia teología, al mismo tiempo que anuncio del Dios liberador.
1973, y continúa en la obra de Jon Sobrino Cristología desde América latina, México, 1976, cap. I: «El Jesús histórico como punto de partida de la cristología». Tal vez el descubrir la clave política con que Jesús vive su compromiso con el reino descontó, sin bastante fundamento exegético {cf., por ejemplo, Mt 21, 43-46), que el blanco de ella era el poder político, que, se suponía, no podía ser otro sino el Imperio Romano (como lo fue para los zelotas). Quizá sería históricamente menester poner énfasis en el carácter teocrático estructurante de la sociedad de Israel, dejado intacto por los romanos y apoyado tanto en el poder ideológico de la teología farisea como en el poder político de que gozaban, bajo las autoridades (saduceas) del sanedrín. 20. Esta (¿necesaria?, ¿provisional?) parcialización del énfasis o de las lecturas bíblicas que se privilegian se fue subsanando con la creciente madurez de la teología de la liberación. Valga como un ejemplo, entre mil otros posibles, el hermoso libro de G. Gutiérrez Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job, Lima, 1986. Aquí se rehabilita, si así puede decirse, una zona bíblica (considerada asimismo apolítica) poco transitada por la teología de la liberación (escrita): la de la literatura sapiencial.
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UTOPIA Y PROFETISMO Ignacio
Ellacurta
Utopía y profetismo, si se presentan por separado, tienden a perder su efectividad histórica y propenden a convertirse en escapismo idealista, con lo que, en vez de constituirse como fuerzas renovadoras y liberadoras, quedan reducidas, en el mejor de los casos, a funcionar como consuelo subjetivo de los individuos o de los pueblos. No es ése el caso en las manifestaciones clásicas del profetismo y de las grandes preocupaciones utópicas. Desde luego, no es así en la Biblia, pero tampoco en otros acontecimientos significativos de la historia de la salvación. Con todo ha de reconocerse un peligro real, en el que se cae repetidamente, de separarlas, de desencarnar tanto la utopía como la profecía, sea por reduccionismo subjetivista o por reduccionismo trascendentalista, leyéndolas en clave intemporal de eternidad, cuando la eternidad cristiana está vinculada inexorablemente a la temporalidad, una vez que el Verbo se hizo historia. Pero para lograr la conjunción adecuada de utopía y profecía es menester situarse en el lugar histórico adecuado. Toda conjunción de esas dos dimensiones humanas e históricas, para ser realista y fecunda, necesita «situarse» en precisas coordenadas geosocio-temporales. De lo contrario desaparece el impulso insoslayable del principio de realidad, sin el que ambas son juego mental, más formal que real. Pero hay unos lugares históricos más propicios al surgimiento de utopistas proféticos, de profetas utópicos. Se dice que en las culturas envejecidas no hay lugar para el profetismo y la utopía, sino para el pragmatismo y el egoísmo, para la verificación contable de los resultados, para el cálculo científico de insumos y resultados; en el mejor de los casos para la institucionalización, legalización y ritualización del espíritu que 393
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renueva todas las cosas. Sea o no inevitable esta situación, quedan, sin embargo, lugares donde la esperanza no es, sin más, la sumatoria cínica de cálculos pragmáticos, sino el de esperar y «esperanzar» contra todo juicio dogmático, que cierra el futuro del proyecto y de la lucha. Uno de esos lugares es América latina —para sospecharlo previamente, ya se volverá sobre ello, baste con citar hechos como los movimientos revolucionarios o la teología de la liberación—, desde donde puede historizarse mejor no sólo las relaciones teóricas entre utopía y profecía, sino también para trazar los rasgos generales de un futuro utópico de alcance universal mediante el ejercicio concreto de un profetismo histórico. Pensar que la utopía, en su propia formalidad intrínseca, es algo fuera de todo lugar y tiempo histórico, supone subrayar una de las características de la utopía con descuido de lo que es su naturaleza real, tal como se ha dado en quienes de una u otra forma han sido utopistas. No hay posibilidad de salirse de la historicidad de lugar y tiempo, aunque tampoco es inevitable quedarse encerrado en los límites de este lugar y de este tiempo. Tampoco es cierto que la mejor forma de universalizar la profecía y el utopismo sea el intentar salirse o prescindir de todo condicionamiento limitante. Profecía y utopía son en sí mismas dialécticas. La profecía es pasado, presente y futuro, aunque es sobre todo presente de cara al futuro, es futuro de cara al presente. La utopía es historia y metahistoria, aunque es sobre todo metahistoria, nacida, sin embargo, de la historia y remitente inexorablemente a ella, sea a modo de huida o a modo de realización. De ahí la necesidad de poner bien los pies en una tierra determinada para no perder fuerza. Es lo que se pretende hacer en este trabajo, mediante la puesta en marcha, desde el contexto histórico de América latina, del profetismo como método y de la utopía como horizonte. Todo ello desde una perspectiva explícitamente cristiana tanto en lo que se refiere a la profecía como en lo que se refiere a la utopía.
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No se conoce de antemano y menos a priori cuál puede ser la concreción histórica de la utopía cristiana, y sólo una utopía cristiana concreta es operativa para la historización del reino de Dios. Esta afirmación global incluye un conjunto de afirmaciones,
cuya discusión no vamos a hacer previamente, pues será el desarrollo del trabajo el que explicará su sentido y justificación. Tales afirmaciones son: a) hay una utopía cristiana general e indefinida, b) esa utopía general debe concretizarse en términos histórico-sociales, c) esa utopía está en relación con el reino de Dios, d) el reino de Dios debe historizarse y e) el reino de Dios se operativiza mediante la puesta en marcha de una utopía concreta. Ciertamente la utopía cristiana, nacida de la revelación, de la tradición y aun del magisterio, tiene ciertas notas sin las cuales no puede cualificarse como cristiana. Una utopía que pretenda ser cristiana, no puede dejar a un lado el profetismo del Antiguo Testamento (profetas y no profetas), el sermón de la montaña, el discurso de la última cena, el apocalipsis, la comunidad primitiva, los padres de la Iglesia, los grandes santos, algunos documentos conciliares y pontificios, por citar algunas fuentes a modo de ejemplo. Pero la importancia de unas u otras notas, la conjunción de ellas para formar un todo, su realización histórica en cada tiempo y lugar, no es sólo una cuestión cambiante, sino abierta, de modo que el cierre de la misma debe hacerse por medio de una opción, en definitiva de una opción del pueblo de Dios con su carácter orgánico antes que jerárquico (Rom 12, 4-8; 1 Cor 12, 431), en el que caben muchos carismas, funciones y actividades, unos más pertinentes que otros a la hora de definir los caracteres históricos constatables de la utopía cristiana. Esta utopía, que puede llamarse general y universal porque contiene unos mínimos que no pueden faltar, al menos en la intención y en el proyecto, y porque apunta a un futuro universal, cuya culminación es escatológica, debe concretarse precisamente para lograr que se vaya aproximando el reino de Dios. Hasta cierto punto pueden equipararse utopía cristiana y reino de Dios, aunque cuando se habla de aquélla se acentúa el carácter utópico de éste y no otras notas suyas. Pero la concreción de la utopía es lo que va historizando el reino de Dios tanto en el corazón del hombre como en las estructuras, sin las que ese corazón no puede vivir. No es hora de desarrollar aquí la idea muy trabajada por la teología de la liberación de que debe procurarse una historización del reino tanto en lo personal como en lo societal y en lo político. Aunque la teología de la liberación lo ha hecho a su modo, toda la tradición de la Iglesia lo ha procurado siempre. Si se lee, por ejemplo, la Gaudium et spes o las distintas encíclicas papales de la enseñanza social de la Iglesia, se verá la necesidad de historizar, si no el reino, al menos la fe y el mensaje cristiano. Que esto se haga con mayor o menor vigor profético y utópico, no obsta para que deje de verse la necesidad de hacerlo. La pregunta, entonces, es cómo lograr mejor esa concreción, aceptando el supuesto fundamental de que la utopía general y
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I. LA UTOPIA CRISTIANA SOLO PUEDE SER CONSTRUIDA DESDE EL PROFETISMO Y EL PROFETISMO CRISTIANO DEBE TENER EN CUENTA LA NECESIDAD Y LAS CARACTERÍSTICAS DE LA UTOPIA CRISTIANA
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universal ya está anunciada y prometida, de modo que su concreción no sólo no puede negarla o sobrepasarla, sino que debe vivir de ella, aunque creativamente, porque el mismo Espíritu, que la fue animando en sus anteriores y fundantes dinamismos, sigue posibilitando otros dinamismos sucesivos, fundados pero también fundantes. La respuesta apunta al profetismo cristiano. El profetismo, recta y complejamente entendido, está en el origen de la utopía universal y general; ese mismo profetismo es el que se necesita para la concreción de la utopía. Un profetismo que necesitará ayuda de otras instancias —por ejemplo, la del magisterio—, pero que no puede ser sustituido por esas otras instancias. Sin profetismo no hay posibilidad de hacer una concreción cristiana de la utopía y, consiguientemente, una realización histórica del reino de Dios. Sin un ejercicio intenso y auténtico del profetismo cristiano no se puede llegar teóricamente y, muchos menos, prácticamente, a la concreción de la utopía cristiana. Aquí tampoco la ley puede sustituir a la gracia, la institución a la vida, lo ya establecido tradicionalmente a la novedad radical del Espíritu. Se entiende aquí por profetismo la contrastación crítica del anuncio de la plenitud del reino de Dios con una situación histórica determinada. ¿Es posible esta contrastación? ¿No son dos cosas radicalmente distintas y que se mueven en planos diferentes? La respuesta a esta objeción o pregunta, no por ser compleja, deja de ser clara: la plenitud del reino, sin identificarse con ningún proyecto personal o estructural ni con ningún proceso determinado, está en relación necesaria con ellos. No hay más que verlo en los planteamientos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Podrá darse, según los casos, mayor importancia a los trascendente que a lo acaeciente, a lo interior que a lo exterior, a lo intencional que a las realizaciones. Pero nunca puede faltar uno de los dos aspectos. El reino de Dios es, en definitiva, una historia trascendente o una trascendencia histórica en paralelo estricto con lo que es la vida y la persona de Jesús, pero de tal forma que es la historia la que lleva a la trascendencia, ciertamente porque la trascendencia de Dios se ha hecho historia, ya desde el inicio de la creación. Esa plenitud del reino de Dios, la cual implica que se tenga en cuenta todo el reino de Dios y toda la proyección del reino de Dios, debe contrastarse con una determinada situación histórica. Si el reino, por ejemplo, anuncia la plenitud de la vida y el rechazo de la muerte, y la situación histórica de los hombres y de las estructuras es el reino de la muerte y la negación de la vida, el contraste es manifiesto. La contrastación de un reino historizado pone de manifiesto las limitaciones (falta de divinización o de gracia) y, sobre todo, los males (pecados personales, sociales y estructurales) de una determinada situación histórica. Es así como 396
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el profetismo, que se inicia con esta contrastación, está en condiciones de prenunciar el futuro e ir hacia él. Por este modo, que podría llamarse dialéctico, superando los límites y los males del presente, que son límites históricos, se va dibujando, a modo de superación, el futuro deseado, cada vez más acorde con las exigencias y los dinamismos del reino. A su vez, el futuro anunciado y esperado, como superación del presente, ayuda a ir superando esos límites y esos males. Concebido así el profetismo, se ve cuan necesario es para que la utopía no se convierta en una evasión abstracta del compromiso histórico: La miseria religiosa es, por una parte, la expresión de la miseria real y, por la otra, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como es el espíritu de una situación carente de espíritu'.
Pero, si es así, no tiene por qué convertirse en el opio del pueblo, como continúa diciendo el mismo texto marxiano. Si es más protesta que mera expresión, si es más lucha que mero desahogo, si no se queda en mero suspiro, si la protesta y contraste se convierten en utopía histórica, que niega el presente y lanza hacia el futuro, si, en definitiva, se entra en la acción profética, se hace historia en la línea de la negación y de la superación, y no en la línea de la evasión. Por la vía del profetismo, aunque la utopía no sea plenamente realizable en la historia, como es el caso de la utopía cristiana, no por eso deja de ser efectiva. Si no fuera de ningún modo realizable, correría el peligro casi insuperable de convertirse en opio evasivo, pero, si debe alcanzar un grado alto de realización y está puesta en relación estrecha con la contradicción profética, puede ser animadora de la acción correcta. Una utopía, que no sea de algún modo animadora y aun efectora de realizaciones históricas, no es una utopía cristiana y ni siquiera es una visión ideal del reino, sino que es una visión idealista e ideologizada del mismo. Si, por ejemplo, no se tiende a que las armas se conviertan en arados, sino que se sueña evasivamente en ello, la utopía se desvanece y, lejos de pugnar contra el armamentismo, se convierte en desahogo bucólico para consumo de horas libres y ociosas. No es ésta la intención ni la realidad de la utopía y del profetismo cristiano. Pero si la utopía no puede ser realmente utopía cristiana sin el profetismo que la inspire, tampoco el profetismo será realmente cristiano sin la animación de la utopía. El profetismo cristiano vive 1. K. Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del Derecho de Hegel (1844), en K. Marx-Fr. Engels, Sobre la religión, Salamanca, 1974, p. 94.
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de la utopía cristiana, la cual, en tanto que utopía, vive más y se alimenta de la interpelación que hace el Espíritu a través de la historia, pero en tanto que cristiana vive más del anuncio y de la promesa explícita e implícitamente expresadas en la revelación ya dada. Un profetismo que no tuviera en cuenta el anuncio y la promesa ya dados, estaría mal preparado para enfrentarse a la contradicción del mal y, sobre todo, estaría del todo impreparado para construir un diseño histórico de algo que pretendiese responder a las exigencias concretas del reino de Dios, tal como éste ha sido anunciado desde antiguo, pero especialmente por parte del Jesús histórico. La prioridad en la plenitud de la acción cristiana ha de ser atribuida a la revelación y a la promesa de Jesús, incluso en la fase destructiva del profetismo. Esto es todavía más válido, cuando lo que se busca es realizar la voluntad o los designios de Dios para cuyo discernimiento es indispensable tanto el Espíritu de Cristo como los trazos históricos de la marcha por la historia de Jesús de Nazaret. Casi parece tautológico e innecesario decir que el carácter cristiano de la utopía no puede ser dado a plenitud más que desde la fe cristiana, explícitamente aceptada y vivida, aunque sin desconocer tampoco que el Espíritu puede valerse de cristianos no explícitamente tales y aun de anticristianos, como en el caso de Caifas, para anunciar y realizar algunos rasgos fundamentales de la utopía cristiana. Sucede, sin embargo, que lo dado necesita actualizarse (en el sentido zubiriano del término). Actualizarlo no significa primariamente ponerlo al día, al menos en el sentido que esta expresión puede tener de estar a la moda de los tiempos. Actualizarlo significa, más bien, dar realidad actual a lo que formalmente es una posibilidad histórica y que, como tal, puede ser tomada o dejada, leída de un modo o de otro. Lo que debe ser actualizado es, entonces, lo dado, pero la lectura e interpretación de lo dado, la opción por una parte u otra de lo dado, depende de un presente histórico y de unos sujetos históricos. La actualización histórica de la utopía ya dada surge, ante todo, de la interpelación (signos de los tiempos) que va dándose por el Espíritu en la historia. Pero los signos son históricos, aunque lo significado por ellos trascienda lo meramente histórico. Para esa trascendencia tiene otra vez prioridad el Espíritu, pero en relación inseparable con las concreciones históricas. Esto, que es válido para la interpretación, lo es más aún para la realización. Efectivamente, la utopía tiene un cierto carácter de ideal irrealizable de una vez por todas, pero al mismo tiempo tiene el carácter de algo realizable asintóticamente en un proceso permanente de aproximación y, por tanto, implica mediaciones teóricas y prácticas, que se toman más de la dimensión categorial de la 398
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historia. Ciertamente se trata de una utopía cristiana y, en ese sentido, mantiene muy explícitamente la dimensión trascendente del reino. Pero, incluso esta dimensión, no puede formularse separada de lo categorial, aun en las formulaciones más estrictamente evangélicas. No se trata tan sólo ni primariamente de un problema de lenguaje —el reino como banquete, como campo de labores, etc.—, sino de algo más hondo: de la necesidad ineludible de hacer histórica la trascendencia del reino, lo cual es fácil de ver en las recomendaciones morales relacionadas con la vida cotidiana, pero que también se refiere a objetivaciones políticas y sociales —casos de soldados, de autoridades, de leyes, de costumbres sociales, etc.—, como ocurre no sólo en todo el Antiguo, sino también en el Nuevo Testamento. Por tanto, ha de mantenerse unitariamente que, para dar con el carácter trascendente de lo categorial y para categorizar interpretativa y prácticamente lo trascendente, es necesaria la interpelación del Espíritu en la historia. A través de lo verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto, etc., valorados unitariamente desde lo que es la fe como don recibido y práctica cotidiana, es como se capta la trascendencia de lo histórico y, a su vez, se proyecta y realiza trascendentemente algo que es unitariamente histórico y suprahistórico. Lo que recoge y expresa el profetismo es esa interpelación histórico-trascendente del Espíritu, que hace presente la utopía ya ofrecida y la contrasta con los signos de los tiempos. Así se alimentan mutuamente profetismo y utopía, historia y trascendencia. Ambos son históricos y ambos son trascendentes, pero ninguno de ellos llega a ser lo que ha de ser si no es en relación con el otro.
II. AMERICA LATINA ES HOY UN LUGAR PRIVILEGIADO DE PROFETISMO Y UTOPIA, AUNQUE TODAVÍA LA ACTUALIZACIÓN DE SU POTENCIALIDAD PROFETICA Y UTÓPICA ESTE LEJOS DE SER SATISFACTORIA
No es una afirmación voluntarista o arbitraria el señalar a América latina en el momento actual como lugar privilegiado de utopía y profetismo, sino que su propia realidad y algunas de sus realizaciones así lo demuestran. 1.
Realidad y realizaciones
Como realidad se trata de un continente con características peculiares, que le asemejan a las atribuidas al siervo de Yahvé. En 399
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permita una vida humana no sólo para unos pocos sino para la mayor parte de la humanidad. El mundo desarrollado no es de ninguna manera la utopía deseada, incluso como modo de superar la pobreza, cuanto menos la injusticia, sino el aviso de lo que no se debe ser y no se debe hacer. Este movimiento histórico se refleja dentro de la Iglesia como algo cualitativamente nuevo. La opción preferencial por los pobres, entendida de modo radical y efectivo, de modo que éstos sean los que dinámicamente tomen la iniciativa, puede, ante todo, transformar la Iglesia radicalmente y puede así constituirse en clave y motor de lo que ha de ser una utopía cristiana como proyecto histórico liberador. Tal movimiento se refleja ya en las distintas formas teóricas y prácticas de la teología de la liberación, que es en sí misma un modo de profetismo eficaz para la animación de una nueva utopía histórica cristiana. Por ello se la teme tanto dentro y fuera de la Iglesia.
esta condición coincide con otras regiones del mundo, casi con la mayor parte de las regiones del mundo. Es una región maltratada ya desde la conquista armada hecha por la cristiandad española, que sin perder su corazón humano, tiene, sin embargo, su rostro desfigurado, casi irreconocible como humano, si no es en lo que tiene de dolor y de trágico (Is 52, 2-12); además, casi ha perdido su misma condición de pueblo (Os 1, 6-9; 1 Pe 2, 10). Pero esa condición, que en gran parte la configura como realidad objetiva, ha dado paso a una conciencia muy activa de protesta y, más específicamente, a una conciencia cristiana de liberación muy viva, todo lo cual le sitúa en una excelente disposición para ejercer un fuerte profetismo teórico y práctico, lo cual queda confirmado por lo mucho y significativo que ya ha logrado en este campo con sus mártires y profetas recientes, surgidos por todas partes y en todos los estratos del pueblo y de la Iglesia. América latina es una región en la que contrasta su gran potencialidad y riqueza de recursos con el estado de miseria, injusticia, opresión y explotación, impuesto a una gran parte del pueblo. Con ello se da una base objetiva para el contraste de la utopía, dada en su rica potencialidad, con el profetismo, pre-dado en la negación de la utopía por la realidad cotidiana. Los incesantes movimientos revolucionarios en lo político y los movimientos cristianos en lo religioso son distintas formas de cómo una poderosa conciencia colectiva utópica y profética se ha hecho reflejo y cargo de lo que es la realidad objetiva. Como realización, América latina se debate fuera y dentro de la Iglesia en un intento poderoso de romper sus cadenas y de construir un futuro distinto, no sólo para sí misma, sino para toda la humanidad. La situación, padecida en su propia carne, junto con su protesta efectiva, es una condena fehaciente del orden histórico mundial —y no sólo del orden económico-político internacional— y, por negación, un anuncio de un orden distinto. La verdad real del ordenamiento histórico actual se refleja crudamente, no sólo ni principalmente en las franjas de miseria y, sobre todo, de degradación de los países ricos, sino en la realidad del Tercer Mundo, expresada conscientemente en la múltiple protesta de América latina. Esa verdad demuestra la imposibilidad de la reproducción y, sobre todo, de la ampliación significativa del orden histórico actual, y demuestra, más radicalmente aún, su indeseabilidad, por cuanto no es posible su universalización, sino que lleva consigo la perpetuación de una distribución injusta y depredatoria de los recursos mundiales y aun de los recursos propios de cada nación, en beneficio de unas pocas naciones. Esto hace que la América latina profética y utópica no busque imitar a quienes hoy van por delante y se sitúan por encima, sino que busque en lo objetivo y en lo subjetivo un orden distinto, que
Pero el lugar privilegiado que es América latina para el profetismo y la utopía no debe llevar a la ilusión de considerar que toda ella o toda la Iglesia latinoamericana están ejerciendo actualmente la misión profético-utópica. América latina, en su conjunto, está configurada por el mismo «pecado del mundo» que afecta al resto de la humanidad y en ella predominan las «estructuras de pecado», no sólo como sujeto pasivo, que las padece, sino como sujeto activo, que las produce. Los modos de realización de la pseudo-utopía capitalista y, en mucho menor grado, de la pseudo-utopía socialista predominan en la configuración de la sociedad y de los pueblos latinoamericanos. Tanto los modos económicos como sociales, políticos y culturales del capitalismo se reproducen y se agravan en América latina por su condición de sociedades dependientes, que apenas tienen a dónde enviar los efectos y residuos de su explotación, por lo que los dejan dentro de sus propias fronteras, cosa que tratan de evitar las naciones más poderosas. No se dan reformas del capitalismo en el subcontinente, aunque sí han empezado a intentarse reformas del socialismo. Y en ninguna parte se vive la opción preferencial por los pobres, la superación del dinamismo del capital y de las exigencias del orden internacional, ni, menos aún, se ha encontrado la forma de que el sujeto primario de los procesos sea el pueblo dominado y oprimido. No es acertado echar la culpa de todos los males latinoamericanos a los otros, porque tal exculpación legitima o encubre comportamientos y acciones del todo condenables, ya que los sistemas, los procesos, los dirigentes, no por ser
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dependientes, dejan de asumir y aun potenciar los males de su dependencia. Tampoco toda la Iglesia en América latina, ni siquiera una gran parte de ella, está cumpliendo con su vocación de profetismo utópico. Por más escandaloso que esto resulte en una situación como la latinoamericana —subcontienente en que conviven la injusticia y la fe—, gran parte de los cristianos, incluidos religiosos, sacerdotes, obispos, cardenales y nuncios, no sólo carecen del carisma profético, sino que lo contradicen y aun se constituyen en antisigno como perseguidores del profetismo y favorecedores de las estructuras y fuerzas de dominación, siempre que éstas no pongan en peligro las ventajas y los privilegios institucionales eclesiásticos. Aunque no constituyan mayoría la parte de la Iglesia que hace una tarea antiprofética y antiutópica, en la institución eclesiástica predomina el no-profetismo y aun la desconfianza contra toda forma de profetismo, al que se propende a confundir con la etiqueta equivocada de «magisterio paralelo». Si se elige como piedra de toque la opción preferencial por los pobres, se aprecia, después de largas luchas, un cierto respeto verbal, pero poca práctica efectiva por parte de la jerarquía. Si se toma como criterio la posición ante el movimiento de la teología de la liberación, aunque se ha dado cierta mejora formal, sigue la desconfianza, cuando no más sutiles formas de ataque. Pero, aunque se dan estos rasgos negativos, no puede desconocerse que, como se decía en párrafos anteriores, se ha venido dando un florecimiento de la utopía y del profetismo en América latina, que sitúan a su pueblo y, en algún modo, a su Iglesia, en posición de vanguardia para definir cuál ha de ser la misión de la Iglesia en el mundo actual, cosa que no puede verse ni desde un lugar abstracto, ni mucho menos desde un lugar encarnado en las estructuras del mundo dominante.
III. EL PROFETISMO UTÓPICO APUNTA A UNA NUEVA FORMA DE LIBERTAD Y HUMANIDAD MEDIANTE UN PROCESO HISTÓRICO DE LIBERACIÓN
1.
Denuncia profética radical
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Relaciones Norte-Sur y Este-Oeste
El entrechoque de los intereses en los conflictos Norte-Sur, EsteOeste hace que la mayoría de los países del mundo sean cada vez más dependientes y sistemáticamente empobrecidos, y, sobre todo, les introduce en un proceso de pérdida de identidad por el arrastre hacia una imitación, que refuerza la dependencia y aun la esclavitud. No se niega que en los países capitalistas y socialistas avanzados se den valiosos principios teóricos y prácticos, que pueden y deben ser asumidos crítica y creativamente por los demás países, de modo que un puro regreso a un supuesto primitivismo es imposible y está sujeto a múltiples formas de dependencia; más aún, es imposible salirse de la única historia real de interdependencia, en la que forzosamente han de desempeñarse todos los pueblos. Pero la forma imperialista en que se dan las relaciones Norte-Sur, Este-Oeste debe ser repudiada por el bien de los países que la sufren y por el bien de los países que la imponen. Es ésta una denuncia muy claramente expuesta por la teoría de la dependencia y, luego, por la teología de la liberación, y que ha sido recogida finalmente de un modo profético por Juan Pablo II en Solicitudo rei socialis, en seguimiento de la Populorum progressio de Pablo VI y de la Gaudium et spes del Vaticano II: Cada uno de los bloques lleva oculta internamente, a su manera, la tendencia al imperialismo, como se dice comúnmente, o a formas de neocolonialismo; tentación nada fácil, en la que se cae muchas veces, como enseña la historia, incluso reciente (SRS 22).
Un fenómeno tan dramático como el de la deuda externa de América latina, tanto en su origen como en el modo de exigir su pago, es uno de los síntomas más claros de lo injusto de la relación y del daño mortal que se hace a los pueblos a los que se supone se quiere ayudar 2 . En general puede decirse que el tipo de relación de los poderosos con los menos fuertes está llevando a que unos pocos (países o grupos sociales) sean más ricos, mientras que las mayorías son más pobres, agrandándose y agravándose la brecha entre unos y otros. Pero, en el caso de la deuda externa, se aprecia en concreto cómo los préstamos, que originaron la deuda, se hicieron con frecuencia de forma leonina y con la complicidad de gobiernos y clases sociales, no populares, sin provecho alguno para las mayorías. El reclamo de la deuda, en cambio, pesa muy particularmente sobre los pueblos, a los que se les priva de la posibilidad de salir de su probreza a través de un desarrollo
La realidad misma de América latina, sobre todo vista desde la fe cristiana, constituye una denuncia profética radical del orden internacional, tanto en su confrontación Norte-Sur como en su confrontación Este-Oeste, así como de la actitud, comportamiento y expectativas promovidas por las vanguardias culturales y los modelos propuestos como ideales de libertad y de humanidad.
2. L. de Sebastián, La deuda externa de América latina y la banca internacional, San Salvador, 1987.
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armónico y mira mucho más por el interés del capital que por las exigencias del trabajo, contradiciendo así un principio básico de humanidad (prioridad del trabajo sobre el capital) y un principio básico de la fe cristiana (prioridad de los muchos pobres sobre los pocos ricos). Aparece así el mundo regido por la insolidaridad y la falta de misericordia y cuidado de los demás, de modo que aparece configurado y conformado antievangélicamente por la injusticia, con lo cual se presenta como la palmaria y constatable negación del reino de Dios anunciado por Jesús.
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Pero el profetismo local debe centrarse, por su propia naturaleza, en la negación de lo que es de hecho el causante de los males que afectan a una determinada realidad. Por lo que toca al capitalismo especialmente, su malicia intrínseca, una vez pasada en los países occidentales su etapa de
explotación despiadada que permitió la primera acumulación, sólo se observa en toda su magnitud fuera de las fronteras de los países ricos, que exportan de múltiples formas los males del capitalismo a la periferia explotada. No se trata tan sólo del problema de la deuda externa ni de la explotación de las materias primas o de la búsqueda de lugares tercermundista para colocar los deshechos de toda índole, que producen los países más desarrollados, sino, sobre todo, de un arrastre casi irresistible hacia una profunda deshumanización, inserta intrínsecamente en los dinamismos reales del sistema capitalista: modos abusivos y/o superficiales y alienantes de buscar la propia seguridad y felicidad por la vía de la acumulación privada, del consumismo y del entretenimiento; sometimiento a las leyes del mercado consumista, promovido propagandísticamente, en todo tipo de actividades, incluso en el terreno cultural; insolidaridad manifiesta del individuo, de la familia, del Estado en contra de otros individuos, familias o Estados. La dinámica fundamental de venderle al otro lo propio al precio más alto posible y de comprarle lo suyo al precio más bajo posible, junto con la dinámica de imponer las pautas culturales propias para tener dependientes a los demás, muestra a las claras lo inhumano del sistema, construido más sobre el principio del hombre lobo para el hombre que sobre el principio de una posible y deseable solidaridad universal. La ferocidad depredatoria se convierte en el dinamismo fundamental y la solidaridad generosa se queda reducida a sanar incidental y superficialmente las heridas de los pobres, que causó la depredación. El hecho es que de los aproximadamente 400 millones de habitantes de América latina, 170 millones viven en pobreza —los niveles de pobreza en el Tercer Mundo no son los mismos que los del Primer Mundo, pues los que en éste se estiman como tales (10.000 dólares familiares anuales en Estados Unidos) serían en aquél niveles de riqueza—, y de ellos 61 millones en pobreza extrema. Se necesitarían 280.000 millones de dólares para superar esa situación, lo cual representa el 40 % del PIB de América latina. Pero esto se dificulta hasta casi la imposibilidad porque por el servicio de la deuda se da una exportación neta de capital y ello sin contar con la fuga de capitales, que se estima mayor con mucho al conjunto de inversiones y ayudas extranjeras a toda la región. Esta realidad, fomentada tanto por el capitalismo internacional como por el nacional, al ser debida no a la voluntad de las personas, sino a la estructura y dinamismo mismos del sistema, es una prueba histórica contundente de los males que el capitalismo ha traído o no ha podido evitar en América latina. Por otro lado, la propaganda ideologizada de la democracia capitalista como forma única y absoluta de organización política,
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b)
El sistema capitalista
En particular, la situación real de América latina denuncia proféticamente la malicia intrínseca del sistema capitalista y la mentira ideológica de la apariencia de democracia, que le acompaña, legitima y encubre. Suele preguntarse por qué el profetismo latinoamericano no denuncia las formas socialistas político-económicas y propende a diseñar utopías de corte anti-capitalista. La razón está en que el profetismo se aplica sobre los males presentes y éstos, en su mayor parte, se deben a formas capitalistas de dominación. Los males de los sistemas socialistas, tanto en lo económico como en lo político, se hacen presentes en situaciones como las de Cuba, Nicaragua y en algunos movimientos revolucionarios. Pero, excluidos casos extremos, como el de Sendero Luminoso en Perú, no tienen comparación con la prolongación, extensión y gravedad de los males del sistema capitalista en América latina, por lo que el profetismo histórico se da más en la dirección del rechazo del capitalismo que del socialismo. La Iglesia, antes más inclinada a condenar el socialismo que el capitalismo y más dispuesta a ver en éste defectos corregibles y en aquél males intrínsecos surgidos de su propia esencia histórica, tiende hoy a situar ambos sistemas en pie de igualdad: Como es sabido, la tensión entre el Este y el Oeste no refleja de suyo una oposición entre diversos grados de desarrollo, sino más bien entre dos concepciones del desarrollo humano, de tal modo imperfectas que exigen una corrección radical... La doctrina social de la Iglesia asume una actitud crítica tanto ante el capitalismo liberal como ante el colectivismo marxista (SRS 21).
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se convierte en instrumento de ocultamiento y, a veces, de opresión. Ciertamente en el paquete democrático vienen valores y derechos muy dignos de tenerse en cuenta, sobre todo si se llevan a sus últimas consecuencias y se crean las condiciones reales de su disfrute. Pero lo que busca el manejo ideologizado del modelo democrático no es la autodeterminación popular respecto del modelo político y económico, sino el encubrimiento de la imposición del sistema capitalista y, sobre todo, en el caso de Centroamérica, de los intereses norteamericanos, de modo que en tanto se apoya la democracia en cuanto se supone se favorecerán esos intereses. Por ello se aprecia más la seguridad nacional norteamericana que la autodeterminación de los pueblos, el derecho internacional y aun el respeto de los derechos humanos fundamentales, a los que se defiende derivadamente, es decir, siempre que no pongan en peligro las estructuras militares y policiales, en las que se confía más que en cualquier estructura democrática para la defensa de los intereses norteamericanos. Se hace así punto de honor y de terribles decisiones, que afectan a millones de gentes, el problema de las elecciones y del disfrute de unos derechos civiles, que sólo pueden utilizar activamente quienes tienen recursos materiales suficientes —los privilegiados económicamente—, mientras se exige con mucho menor vigor la superación de los asesinatos, de las desapariciones, de las torturas, etc., e incluso se emprenden acciones encubiertas por la CÍA, entre las que no sólo se dan ilegalidades, sino estrictas prácticas terroristas. Pero más grave que todo ello es que la oferta de humanización y de libertad que hacen los países ricos a los países pobres no es universalizable y, consiguientemente, no es humana, ni siquiera para quienes la ofrecen. El agudo planteamiento de Kant podría aplicarse a este problema: Obra de tal modo, que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal 3 .
Si el comportamiento y aun el ideal de unos pocos no puede convertirse en comportamiento y en realidad de la mayor parte de la humanidad, no puede decirse que ese comportamiento y ese ideal sean morales y, ni siquiera, humanos; cuánto más, si el disfrute de unos pocos se hace a costa de la privación de los más. En nuestro caso el ideal práctico de la civilización occidental no es universalizable, ni siquiera materialmente, por cuando no hay recursos materiales en la tierra para que todos los países alcanzaran el mismo nivel de producción y de consumo, usufructuado hoy 3. I. Kant, Crítica de la razón práctica, Madrid, 1975, p. 50.
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por los países llamados ricos, cuya población no alcanza el 25 % de la humanidad. Esa universalización no es posible, pero tampoco es deseable. Porque el estilo de vida propuesto en y por la mecánica de su desarrollo no humaniza, plenifica ni hace feliz, como lo demuestra, entre otros índices, el creciente consumo de drogas, constituido en uno de los principales problemas del mundo desarrollado. Ese estilo de vida está movido por el miedo y la inseguridad, por la vaciedad interior, por la necesidad de dominar para no ser dominado, por la urgencia de exhibir lo que se tiene, ya que no se puede comunicar lo que se es. Todo ello supone un grado mínimo de libertad y apoya esa mínima libertad más en la exterioridad que en la interioridad. Implica asimismo un máximo grado de insolidaridad con la mayor parte de los seres humanos y de los pueblos del mundo, especialmente con los más necesitados. Y si esta especie de ley histórica, que pretende ir configurando nuestro tiempo, apenas tiene algo de humano y es fundamentalmente inhumana, todavía más claramente debe decirse que es anticristiana. El ideal cristiano de encontrar la felicidad más en el dar que en el recibir —cuánto menos en el arrebatar— (Hech 20, 35), más en la solidaridad y en la comunidad que en el enfrentamiento y el individualismo, más en el desarrollo de la persona que en la acumulación de cosas, más en el punto de vista de los pobres que en el de los ricos y poderosos, queda contradicho e impedido por lo que es en la práctica, más allá del enunciado ideal que a nada compromete, el dinamismo real de los modelos actuales. c)
La Iglesia institucional
También hay una denuncia profética desde la realidad de América latina al modo de estructurarse y de comportarse la Iglesia institucional. La Iglesia latinoamericana ha sido demasiado tolerante con la situación de injusticia estructural y de violencia institucionalizada predominantes en la región; sobre todo, hasta hace poco, la propia Iglesia universal ha sido ciega y muda frente a la responsabilidad de los países desarrollados en relación con esa injusticia. Ciertamente desde el tiempo de la conquista pueden presentarse ejemplos excepcionales de profetismo tanto en las bases como en la jerarquía de la Iglesia, pero junto a ello ha habido de forma preponderante posiciones de connivencia con mayor preocupación por intereses personales e institucionales que por las mayorías populares oprimidas y el reino de Dios. En nuestros días, Medellín y Puebla, a pesar de su gran mérito y valor, han tenido poco efecto real en las estructuras y comportamientos eclesiales. Los compor407
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tamientos martiriales como los de los obispos Romero, Valencia, Angelelli, etc., aunque no son del todo raros y excepcionales y han sido acompañados por decenas y aun centenares de laicos, religiosos y sacerdotes, hombres y mujeres, son muy significativos y alentadores, pero están lejos de ser la norma y no dejan de ser vistos como «peligrosos», como poco normales. La Iglesia universal, siempre pronta a condenar el marxismo, ha sido más tolerante con los males del capitalismo, aun en sus formas más lacerantes de imperialismo. Hay claros avances desde el Vaticano II y desde los últimos papas a este respecto; son también muy de apreciar algunas posiciones del episcopado norteamericano frente a la actitud de su gobierno con los pueblos latinoamericanos. Pero prácticamente ha hecho falta llegar a la Sollicitudo rei socialis para dejar las cosas definitivamente claras después del gran empuje en este sentido de la Gaudium et spes. Sin embargo, lo logrado en el plano doctrinal apenas ha pasado a la orientación pastoral y a una actitud más decididamente profética. La Iglesia que vive en los países ricos, no denuncia con suficiente vigor el comportamiento explotador de esos países con el resto del mundo. Predica más la misericordia que la justicia y deja así fuera uno de los ejes centrales del profetismo histórico. Se sigue temiendo más los males del imperialismo soviético que los del imperialismo norteamericano y se prefiere tolerar los males actuales, generados por éste, que ios potenciales, que pudieran venir de aquél. Por otra parte, la Iglesia no ha hecho en América latina un esfuerzo mínimamente suficiente por inculturarse en una situación muy distinta de la de los países noratlánticos. Se sigue pensando que hay un continuo histórico entre los países ricos y los países pobres y se hace mayor caso de la unidad de lengua o de ciencia, que de la profunda ruptura del estado de desarrollo económico y de la posición que se ocupa en el orden económico internacional. Se trata aquí de dos inculturaciones distintas o de dos fuentes de diversificación profunda, que la inculturación debiera tener en cuenta. Está, por un lado, la tremenda diferencia de culturas, de modos fundamentales de ser, originada por una serie compleja de factores (raciales, psico-sociales, lingüísticos, educativos y de todo tipo). Por otro lado, está la diferencia asimismo fundamental del PNB, del ingreso per capita, que imposibilita muchos de los modos culturales de los países ricos. No se trata sólo de las poblaciones indígenas o de color, sino de algo que afecta a todo el continente, si definimos a éste desde las mayorías populares. Se sigue pensando institucionalmente que a la hora del pensamiento teológico, de las formas de religiosidad, del mundo de los ritos, etc., América latina sigue siendo un apéndice de Europa y una prolongación del catolicismo romano, cuando es una nueva realidad y, además, la realidad mayoritaria de la Iglesia católica.
El profetismo de la denuncia, en el horizonte del reino de Dios, traza los caminos que llevan hacia la utopía. El «no» del profetismo, la negación superadora del profetismo, va generando el «sí» de la utopía, en virtud de la promesa, que es el reino de Dios, ya presente entre los hombres, sobre todo desde la vida, muerte y resurrección de Jesús, que ha enviado su Espíritu para la renovación, a través de la muerte, de todos los hombres y de todas las cosas.
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Esta realidad es la que ella misma se convierte en denuncia profética y llama a una profunda transformación del modo de verse la Iglesia a sí misma y de entender su misión. Desoír este reclamo, amparados en la presunta inalterabilidad y universalidad de la fe y de la institucionalidad cristiana, es desoír la voz renovadora del Espíritu, que se presenta siempre con algún grado de profetismo. Un profetismo que denuncia las limitaciones y los males que la Iglesia ha ido recogiendo como lastre en su caminar por la historia, que fundamentalmente ha sido la historia de los pueblos ricos, dominantes y conquistadores y no la de los pueblos pobres, que siguen siendo matriz fundamental de la Iglesia perdida ya desde los tiempos de Constantino, aunque siempre siguió vivo de las más distintas formas y mal tolerado un importante residuo evangélico que no cayó en la trampa de la riqueza y del poder. 2.
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Profetismo de denuncia y utopía
Un proyecto global universalizable
La negación del particularismo reductor lleva a la afirmación de que sólo puede ser aceptable para la humanidad nueva un proyecto global que sea universalizable. Independientemente de toda consideración ética o teológica, no deja de ser válido el principio básico de que un orden y concepción del mundo, generadores incesantes de un mayor número de gente en pobreza cada vez mayor, que sólo puede mantenerse por la fuerza y la amenaza mutua de destrucción total, que constituye ecológica y nuclearmente un peligro creciente de destrucción de la humanidad, que no genera ideales de crecimiento cualitativo, que se entrampa en ataduras de todo tipo, etc., no son aceptables ni pueden ser los conformadores de un futuro deseable, no obstante los logros parciales que pueda suponer. Por consideraciones puramente egoístas, donde el ego sea la humanidad entera y con él los ego de cada uno inviables a la larga sin la viabilidad de
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La universalización ha de hacerse desde la opción preferencial por los pobres, pues la hasta ahora hecha desde la opción preferencial por los ricos y poderosos ha traído a la humanidad más males que bienes. Hasta ahora la universalización del orden histórico mundial y de la institucionalización de la Iglesia se ha hecho desde una opción preferencial por los ricos y los poderosos. En el orden secular se ha hecho por los fuertes y para los fuertes, lo cual ha traído algunas ventajas en avances científicos, tecnológicos y culturales, pero sustentados éstos en grandes males para las mayorías, unas veces olvidadas pero otras deliberadamente explotadas. También la Iglesia se ha mundanizado, esto es, ha seguido
este comportamiento fundamental del «mundo» y ha configurado su mensaje y aun su institucionalización más desde el poder que domina y controla que del ministerio, que sirve. Ambas instancias han vivido del principio, tan poco evangélico, de que dedicándose especialmente a los más ricos y siguiendo los patrones de comportamiento que favorecen a los más poderosos y a la acumulación del poder, es como mejor se sirve a las mayorías, a la humanidad y mejor se propaga el evangelio. La pompa eclesial en imitación de la pompa real, el establecimiento de un poder político estatal, la sumisión a las leyes del mercado, etc., por parte de la Iglesia, muestran cómo ésta se ha sometido al principio mundano de que es la opción por el poder y por los poderosos lo que más asegura a las instituciones. Ahora bien, éste no es el punto de vista cristiano. Desde el punto de vista cristiano ha de afirmarse que los pobres han de ser, no sólo el sujeto pasivo preferencial de quienes tienen poder, sino el sujeto activo preferencial de la historia, especialmente de la historia de la Iglesia. La fe cristiana sostiene —y es ésta una cuestión dogmática que no puede ser contradicha, so pena de mutilar gravemente esa fe— que es en ellos donde se encuentra la mayor presencia real del Jesús histórico y, por tanto, la mayor capacidad de salvación (liberación). El texto fundamental de las bienaventuranzas y el del juicio final, entre otros, deja saldado este punto con toda claridad. Muchas otras cosas se sostienen como dogmáticas con muchísimo menor sustentamiento bíblico. Cómo se deba concretar esta sujetualidad histórica y cómo deba ejercerse, es una cuestión abierta a discusiones teóricas y a experimentaciones históricas. Pero no por ello deja de ser un principio de discernimiento operativo el preguntarse siempre qué es lo más requerido por las mayorías populares para que puedan alcanzar realmente lo que les es debido como hombres y como miembros del pueblo de Dios. En América latina el profetismo hace más hincapié en el pobre activo y organizado, en el pobre con espíritu, que en el pobre pasivo, el pobre que sufre su miseria con resignación y sin apenas darse cuenta de la injusticia que sufre. No se niega la importancia, incluso profética, del pobre por el mero hecho de ser pobre, pues no cabe duda de que ya como tal cuenta con una predilección especial de Jesús y una presencia suya muy particular. Pero cuando esos pobres incorporan espiritualmente su pobreza, cuando toman conciencia de lo injusto de su situación y de las posibilidades, y aun de la obligación real, que tienen frente a la miseria y a la injusticia estructural, se convierten de sujetos pasivos en activos, con lo cual multiplican y fortalecen el valor salvífico-histórico que les es propio. Hay un argumento ulterior para ir en busca del nuevo ideal
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aquél, son necesarios cambios sustanciales en la concepción y en el dinamismo del llamado progreso. Pero, más allá de todo realismo egoísta, de todo egoísmo realista, es claro que un orden favorable para unos pocos y desfavorable para la mayoría, es algo que deshumaniza y descristianiza a cada hombre y a la humanidad. Desde un punto de vista humano deberían medirse las acciones y los proyectos por el clásico «soy hombre y nada de lo humano me es extraño», significando con ello que cualquier alienación, cualquier acción u omisión que «extrañe» a otro hombre, descompone la propia humanidad de quien así se comporte. Desde un punto de vista cristiano, no cabe pasar de largo ante el herido en el camino, porque entonces se niega al prójimo —lo opuesto al «extraño»— y con ello se derrumban a la par el segundo y el primero de los mandamientos que el Padre ha renovado en el Hijo. El principio de universalización ciertamente no es un principio de uniformización y, menos aún, de uniformización impuesta desde un centro poderoso a una periferia amorfa y subordinada, como suele ser el camino de universalización pretendido por quien desea imponer aquel modelo de existencia, que le es de momento más favorable. Esta uniformización se rige hoy sobre todo por las leyes del mercado económico, como la expresión más contundente de que el materialismo no histórico, sino económico, es el que en última instancia determina todo lo demás. Frente a él ha de generarse un universalismo no reductor, sino enriquecedor, de modo que la riqueza entera de los pueblos quede respetada y potenciada, y las diferencias sean vistas como plenificación del conjunto y no como contraposición de las partes, de modo que todos los miembros se complementen y en esa complementación el todo quede enriquecido y las partes potenciadas. b)
Opción preferencial por los pobres
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universal de hombre y de cristiano, del nuevo ideal de mundo y de humanidad desde las mayorías populares (versión secular) y desde los pobres (versión cristiana). Es que realmente representan la mayor parte de la humanidad. Esto significa, otra vez, desde el punto de vista negativo-profético, que las distintas civilizaciones pasadas no han sido realmente humanas sino clasistas y/o nacionalistas, y desde el punto de vista profético-utópico, que debe apuntarse ineludiblemente al desarrollo-liberación de todo hombre y de todos los hombres, pero entendiendo que son «todos» los hombres quienes en algún modo condicionan el «todo» de cada hombre y que esos «todos» son en su mayor parte los pobres. Hasta ahora el desarrollo-liberación no ha sido de todo el hombre ni va camino de serlo, lo cual se muestra en que, lejos de llevar al desarrollo-liberación de todos los hombres, ha llevado al subdesarrollo-opresión de la mayoría de ellos. Se trata ciertamente de un largo proceso histórico, pero la pregunta es si vamos en la dirección correcta o, al contrario, si, pese a todas las apariencias de mayor civilización, vamos hacia la deshumanización y descristianización del hombre.
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Esta marcha profética hacia la utopía es impulsada por una gran esperanza. Fuera de toda retórica y a pesar de todas las dificultades, en el continente latinoamericano se dan ríos de esperanza. La esperanza cristiana se convierte así en uno de los dinamismos más eficaces para salir de la tierra de opresión y caminar hacia la tierra de promisión. Esta marcha de la opresión a la promisión está sustentada en la esperanza, que es recibida como gracia —no parece que se den muchos motivos de esperanza frente a los enormes problemas y dificultades—, pero que se va alimentando históricamente y creciendo en la praxis de liberación. Es un hecho constatable cómo la esperanza, que anima a los pobres con espíritu, les alienta en largos y difíciles procesos, que a otros les parecen inútiles y sin futuro. Es una esperanza que se presenta, por tanto, con las características de la esperanza contra toda esperanza —característica tan cristiana—, aunque, una vez dada, se alimenta con los resultados obtenidos. No se trata del cálculo fijo que lleva a invertir con la calculada perspectiva de unos resultados deseables a plazo fijo, ni se trata tampoco de un sueño idealista que saca de la realidad, sino, más bien, de la aceptación de la promesa liberadora de Dios, una promesa fundamentante que lanza a un éxodo, en el que se conjugan propósitos y metas históricas con seguridades transhistóricas.
Frente al vacío del no sentido de la vida, que pretende llenarse con actividades y pretensiones sin-sentido profundo, los pobres con espíritu de América latina son un signo real y operante de que hay en el mundo actual tareas llenas de sentido. En la crítica real, esto es, de la realidad esperanzada a la realidad sin esperanza, a la confusión que se da entre el estar entretenido o divertido y el ser feliz, entre el estar ocupado y el estar plenificado, se abre un espacio a otra forma de vida, completamente distinta a la que se impone hoy como ideal en una sociedad consumista, a la que se le proponen logros sin consistencia y sin sentido mayor. Ese espacio es el recorrido por los pobres con espíritu en una nueva disposición cristiana, que lleva a dar la vida por los otros, de modo que en esa entrega se encuentren a sí mismos; a poder despreciar todo el mundo, cuya conquista para nada importa, si supone la pérdida del espíritu de uno mismo (Me 8, 34-38 par); a vaciarse de sí para, tras el vaciamiento, reencontrarse de nuevo en la plenitud de lo que se es y de lo que se puede ser (Flp 2, 1-11). La esperanza de los pobres con espíritu es en América latina —probablemente también en otros sitios— algo cualitativamente nuevo. No se trata de que la desesperanza absoluta lleve a un tipo de desesperación activa en aquellos hombres que, por no tener nada que perder, pueden lanzarse a perderlo todo, el todo/nada de su propia vida, que resulta ya invivible. No hay desesperanza sino esperanza y por eso la actitud y las acciones no son acciones desesperadas, sino actitudes y acciones que surgen de la vida y van en busca de mayor vida. Esto es un hecho constatable en miles de hombres y mujeres en campos de refugiados, entre las colonias marginales, entre los miles de desplazados, a quienes muchas veces no es el «espíritu político» el que les alienta, sino el «espíritu cristiano» el que les anima. Tendrá ese espíritu que historizarse y politizarse para no evaporarse en subjetivismos inoperantes, pero la politización ni es lo primero ni es lo fundamental. Esta esperanza surgida de la vida, surgida a la par de la promesa de la vida y de la negación de la muerte, es celebrada festivamente. El sentido de fiesta, tal como se da en estos pobres con esperanza, indica por lo pronto que no se ha caído en el fanatismo de la desesperación y de la lucha por la lucha. Pero tampoco se cae por ello en la fiesta puramente diversionista, que caracteriza al mundo occidental, carente de sentido y carente de esperanza. La fiesta no es el sustitutivo de la falta de esperanza, sino la celebración jubilosa de una esperanza en marcha. La búsqueda más o menos explícita de la felicidad se hace por otros caminos, que no la confunden sin más con el olvido drogado por el consumismo o con el mero consumo de entretenimientos. No es sin más en el ocio donde se busca la plenitud, sino en la labor gratuita y gratificante de distintas tareas liberadoras.
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El impulso de la esperanza
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«Comenzar de nuevo»
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como afirmación la profecía utópica cristiana pretende hacer un hombre radicalmente nuevo y un mundo radicalmente distinto. El principio fundamental sobre el que basar el orden nuevo sigue siendo el de que «todos tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Ese es el grito utópico nacido de la profecía histórica. La experiencia histórica de la muerte —y no meramente del dolor—, muerte por hambre y miseria o muerte por represión y por distintas formas de violencia, al ser en América latina tan viva y masiva, muestra la enorme necesidad y el valor insustituible de la vida material, en primer lugar, como don primario y fundamental, sobre el que han de radicarse todos los demás, que son desarrollo de ese don primario. Esa vida debe explayarse y p a nificarse por crecimiento interno y en relación con la vida de los demás, siempre en busca de más vida y de vida mejor. No es que sea evidente en qué consista la plenitud de la vida y menos aún cómo deba lograrse esa plenitud, pero no es tan difícil ver en qué no consiste y cómo no se va a lograr. Y esto no tanto por deducciones lógicas a partir de principios universales, sino por constatación histórica a partir de la experiencia de las mayorías populares. El buscar la vida quitándosela a los demás o despreocupándose de cómo los demás la van perdiendo, ciertamente es la negación del Espíritu como dador de vida. Desde esta perspectiva el mensaje básico cristiano de amar a los otros como a sí mismo y no solamente de no querer para sí lo que no se quiere para los otros, que formula pragmáticamente la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1793) en su artículo sexto; el propiciar más el dar que el recibir y el proponer entregar todos los bienes a los más pobres, son ideales utópicos, cuya historización profética puede ir generando esa novedad radical en los hombres y en las instituciones. Con ello no sólo se impulsa a buscar algo radicalmente nuevo, sino que se trazan algunas líneas para intentar comenzar de nuevo, porque lo realizado hasta ahora no va por buen camino para beneficio de la mayor parte de la humanidad, constituida por mayorías sin apenas acceso a la vida.
En busca de una utopía universalizable históricamente, en la que los pobres o las mayorías populares tengan un lugar determinante y desde la esperanza que impulsa hacia ella se vislumbra una nueva revolución con el lema profético «comenzar de nuevo». Comenzar de nuevo un orden histórico, que transforme radicalmente el actual, fundamentado en la potenciación y liberación de la vida humana, es la llamada profética, que puede ir dando paso a una nueva utopía de inspiración cristiana. «Comenzar de nuevo» no significa el rechazo de todo el pasado, lo cual ni es posible ni es deseable, pero significa algo más que simplemente ponerse a hacer cosas nuevas en desarrollo lineal con el hacer anterior. Significa un real «comenzar de nuevo», ya que lo viejo, en tanto que totalidad, no es aceptable, ni es tampoco aceptable el dinamismo principial (Zubiri), que lo impulsa. El rechazo total del pasado no es posible ni aun en la más radical de las revoluciones y tampoco es deseable, porque priva a la humanidad de posibilidades, sin las que se vería obligada a comenzar de cero, cosa que es imposible. Además, no todo lo logrado es malo ni está inficionado intrínsecamente de malicia. Hay elementos de todo tipo —científicos, culturales, tecnológicos, políticos, etc.—, cuya malignidad no proviene de ellos mismos sino de la totalidad en la que están inscritos y de la finalidad a la que son sometidos. Se dan ciertamente elementos inaceptables, pero esto no es suficiente para abogar por un nihilismo imposible y estéril. En este sentido el «comenzar de nuevo» no supone ni aniquilación previa ni creación de un nuevo mundo desde la nada. Pero tampoco se trata tan sólo de hacer cosas nuevas, sino más bien de hacer nuevas todas las cosas, dado que lo antiguo no es aceptable. Esto pertenece a la esencia del profetismo utópico. El «si no llegan a nacer de nuevo» (Jn 3, 3), la incorporación a la muerte que da vida (Rom 6, 3-5), la semilla que necesita morir para dar fruto (Jn 12, 24), la desaparición y destrucción de la ciudad vieja para que surja la nueva en un mundo distinto (Ap 18, 1 ss; 21, 1 ss) y tantos otros anuncios vétero y neotestamentarios ofrecen y exigen una transformación radical. Y es que en la interpretación cristiana de la nueva vida intercede siempre la muerte como mediación. Ciertamente la buena nueva es un mensaje de vida, pero un mensaje de vida que asume, no sólo la realidad de la muerte, sino la vigencia positiva de la negación de la muerte. Morir al hombre viejo, al mundo pasado, el eón antiguo, etc., son parte fundamental del mensaje bíblico. La profecía cristiana puede ir contra tal o cual hecho concreto, pero además y sobre todo va contra la totalidad de cualquier orden histórico, en el que predomine el pecado sobre la gracia. Como negación y
El profetismo histórico latinoamericano se presenta en nuestros días como liberación. La utopía de la libertad se pretende conseguir con el profetismo de la liberación. El ideal utópico de una plena libertad para todos los hombres no es posible más que por un proceso de liberación, de modo que no es primariamente la libertad la engendradora de la liberación, sino que es la liberación la engendradora de la libertad, aunque entre ambas se dé un proceso de mutua potenciación y enriquecimiento.
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Profetismo de la liberación
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Ha sido así históricamente. Las famosas liberties inglesas de la Charta Magna o del Bill of Rights son logros concretos —menos impuestos, juicios justos, protección contra la arbitraria dominación de los reyes, etc.— obtenidos por un proceso de lucha liberadora, mediante el cual se llega a la consecución de determinados derechos formalizados en pactos, leyes o constituciones. Se trata en el fondo de un proceso de liberación de la injusticia, de la dominación, del abuso institucionalizado y pseudo-justificado. Sólo más tarde se ha hecho del liberalismo el modelo de libertad y el camino para preservar, más que para conseguir, esa libertad. Pero la libertad real se obtiene fundamentalmente por un proceso de liberación. Esto es así en lo personal, en lo comunitario, en lo social y también en lo político. Por otro lado, el liberalismo, tal como es contradicho por el profetismo histórico de América latina, es la cobertura jurídica y formal de quienes ya han sido liberados de ciertas opresiones y dominaciones y procuran, a su vez, que no lo consigan otros, respecto de ellos, mediante sucesivos y más complejos procesos de liberación. Tanto la libertad personal como la social y política sólo es tal efectivamente cuando se «puede» ser y hacer lo que se quiere —se debe o es permitido— ser y hacer. La libertad sin condiciones reales que la hagan realmente posible puede ser un ideal, pero no es una realidad, ya que sin las debidas y suficientes condiciones, no se puede ser ni hacer lo que se quiere. Pero, si además de no darse las condiciones reales para ejercitar las libertades y los derechos formales, se da una dominación y opresión positiva que impide aún más aquel ejercicio, es no sólo irreal sino positivamente ideologizado e hipócrita hablar de libertad. No hay libertad personal cuando, por ejemplo, se está dominado internamente por fortísimos precondicionamientos o externamente por una presión propagandista no debidamente contrarrestada; no hay libertad personal, por ejemplo, en el niño, cuando no se cuenta con el desarrollo intelectual y con los conocimientos mínimos para poder discernir y contrarrestar el peso de las motivaciones internas y externas; si, además, unos padres o unos educadores imponen de las más distintas formas sus ideas, actitudes o patrones de conducta, es ya casi sarcástico hablar de libertad. Lo mismo debe decirse de las libertades económicas y sociopolíticas. Sólo las pueden disfrutar aquellos que tienen efectivo acceso a ellas y aquellos a quienes positivamente no se les impide ese acceso por los medios más distintos, unas veces disfrazados y otras descubiertos. Qué libertad de movilización tiene el que carece de caminos, de medios de transporte y aun de fuerzas para caminar; qué libertad de elegir trabajo o estudio se da cuando sólo hay puestos de trabajo o de estudio para el 50 % de la población; qué libertad de expresión se da cuando el acceso activo a los
medios sólo lo alcanza un 1 % y el acceso pasivo —por falta de alfabetización, por falta de aparatos, por falta de recurso, etc.— un 60 %; qué libertad económica se tiene cuando el acceso al crédito es cosa de poquísimos; qué libertad política se tiene cuando no se cuenta con los recursos para hacer un partido político y cuando los aparatos estatales o gremiales mantienen un clima de terror o, al menos, de temor generalizado... Podrá decirse que el liberalismo no quiere idealmente nada de esto, sino que busca ofrecer igualdad de oportunidades para todos los individuos y todas las tendencias. Pero de hecho esto no es así y el más mínimo ejercicio de historización muestra que las libertades y sus condiciones no se regalan, sino que se conquistan en un proceso histórico de liberación. Una cosa es la liberalización y otra cosa muy distinta es la liberación. Los procesos de liberalización sólo son posibles si han antecedido procesos de liberación. La liberalización es problema de élites y para élites, mientras que la liberación es proceso de mayorías populares y para mayorías populares, que empieza por la liberación de las necesidades básicas y construye después condiciones positivas para el ejercicio cada vez más adulto de la libertad y para el disfrute razonable de las libertades. Que determinados procesos de liberación tiendan a convertirse en nuevos procesos de dominación es algo muy a tenerse en cuenta, pero no invalida la prioridad axiológica de la liberación sobre la liberalización a la hora de alcanzar la libertad. Querer plantear el problema de la libertad al margen de la liberación es querer evadir el problema real de la libertad para todos. Ya en lo personal, la libertad no se actualiza plenamente, sino por laboriosos procesos de liberación frente a toda suerte de necesidades más o menos determinantes. Hay una base interna para la libertad y un ideal de libertad, que hasta cierto punto y de forma genérica le son dados «naturalmente» al hombre. Pero se trata fundamentalmente de capacidades y libertades que necesitan ser actualizadas para convertirse en realidades plenas mediante condiciones bien precisas. Con los debidos distingos, algo similar debe decirse de la libertad social y política. Supone una liberación de estructuras opresoras y contra ellas lucharon los liberales clásicos en el supuesto de que sólo el Estado limitaba u oprimía al individuo, sin percatarse de que hay grupos sociales opresores y explotadores de otros grupos sociales. Supone, además, la creación de condiciones para que la capacidad y el ideal de la libertad política y social puedan ser compartidos equitativamente. La liberación se entiende, por tanto, como liberación de toda forma de opresión y como liberación para una libertad compartida, que no posibilite o permita formas de dominación. Tiene poco sentido hablar de libertad, cuando el espacio de su actualización
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está reducido por las necesidades básicas insatisfechas, por drásticas limitaciones de posibilidades reales entre las que elegir y por imposiciones de toda índole, especialmente las apoyadas en la fuerza y en el terror. Pero no basta con una mera «liberación de»; se requiere una «liberación para» o una «liberación hacia» la libertad, que sólo podrá ser plena, cuando sea libertad de todos. No es aceptable la libertad de unos pocos sustentada en la esclavitud de los demás, ni la libertad de esos pocos sustentada en la no-libertad de la mayoría. Por ello, aquí también, la libertad debe verse desde su historización en las mayorías populares dentro de cada país y de los pueblos oprimidos en el conjunto del mundo. Es la humanidad de la que debe ser libre y no unos cuantos privilegiados de la humanidad, sean individuos, clases sociales o naciones. Desde esta perspectiva el problema de la prioridad de la justicia sobre la libertad o de la libertad sobre la justicia se resuelve por la unidad de ambas en la liberación. No puede darse justicia sin libertad ni libertad sin justicia, aunque, en el orden social y político, haya una prioridad de la justicia sobre la libertad, pues no se puede ser libre injustamente, mientras que la justicia, al dar a cada uno lo que le es debido, no sólo posibilita la libertad, sino que la moraliza y justifica. La liberación de toda forma de opresión, cualquiera que ésta sea, es, como proceso real de justificación, el medio real de potenciar la libertad y las condiciones que la hacen posible. En ese sentido la liberación es un proceso de «ajuste» consigo mismo, en cuanto busca desembarazarse de las cadenas interiores y exteriores; es un proceso «justo», en cuanto trata de superar una injusticia manifiesta; y es un proceso «justificador» en cuanto busca crear condiciones adecuadas para el desarrollo pleno de todos y para un equitativo uso de las mismas. En términos más explícitamente cristianos se trata de una marcha hacia la utopía de la libertad mediante un proceso real de liberación profética, que implicaría la liberación del pecado, de la ley y de la muerte (Rom 6-8) y cuya meta consiste en que se revele efectivamente lo que es ser hijos de Dios, lo que es la libertad y la gloria de los hijos de Dios, cosa sólo posible por un permanente proceso de conversión y liberación (Rom 8, 18-26), en seguimiento de Jesús mediante la reproducción personal de «los rasgos de su Hijo, de modo que éste fuera el mayor de una multitud de hermanos» (Rom 8, 29). Un desarrollo pleno de lo que es la liberación del pecado, de la ley y de la muerte pondría más en claro teológica e históricamente cómo la libertad es fruto de la liberación y cómo es peligroso plantear el problema de la libertad al margen de tareas precisas de liberación. Esto exigiría un tratamiento más extenso de este problema, pero su sola insinuación apunta a la necesidad imperiosa de procesos de liberación
El hombre nuevo se dibuja desde el ideal cristiano, pero desde un ideal historizado, que pretende sustituir al hombre viejo, que ha venido siendo el ideal mundano y aun cristiano-mundano, propuesto como tal o, al menos, convertido de hecho en un foco de atracción, prácticamente irresistible. Para ello se parte de la convicción, alimentada tanto desde la fe como desde la experiencia histórica, de que el ideal y/o foco dominante de hombre mantenido en América latina es anticristiano y no responde a los desafíos de la realidad. No todo en ese ideal es importado hasta el punto de que puede hablarse de una inculturación de ese ideal, la cual transmite rasgos propios a su historización. Prescindiendo ahora de cuáles son los rasgos importados y cuáles son los autóctonos puede hacerse un cierto catálogo de sus características. Respecto del hombre viejo dominante, como ideal, en la llamada civilización cristiana, noratlántica y occidental, se rechaza su radical inseguridad conducente a tomar medidas alocadas e irracionales de autodefensa, su insolidaridad con lo que le pasa al resto de la humanidad; su etnocentrismo junto con la absolutización e idolatrización de la nación-Estado como patria; su explotación y dominación directa o indirecta de los demás pueblos y de los recursos de esos pueblos; la superficialidad banal de su existencia y de los criterios con los que se eligen las formas de trabajo; la inmadurez en la busca de la felicidad a través del placer, del entretenimiento disperso y de la diversión; la pretensión autosuficiente de constituirse en vanguardia elitista de la humanidad; la agresión permanente al medio ecológico, no sólo el suyo, sino el de quienes no sacan provecho alguno del desarrollo industrial. El sentir los efectos multitudinarios, opresivos por un lado y disolventes por otro, de este hombre noroccidental sobre el hombre latinoamericano, hace que se rechace proféticamente su falso idealismo y que, sobre esa negación, se dibuje un hombre distinto. Pero, antes que eso, se rechaza que América latina
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profética para que la utopía de la libertad pueda realmente historizarse.
IV.
LA UTOPIA CRISTIANA PRENUNCIA DE UNA MANERA HISTÓRICA LA CREACIÓN DEL HOMBRE NUEVO, DE LA TIERRA NUEVA Y DEL CIELO NUEVO
1.
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pertenezca sin más al mundo occidental y al mundo cristiano occidentalizado, porque, por medio de esta ideologización, se ha falsificado a Cristo, al que se le convierte en cebo de una civilización no universalizable humanamente, pero que se busca exportar como modelo ideal de humanidad y de cristianismo. Cuando Hobbes en 1651 escribía en Leviatán que son tres las causas de las luchas entre los hombres y que las tres están inscritas en la naturaleza humana: la inseguridad, la competencia y el deseo de gloria, estaba describiendo más la experiencia del hombre occidental emergente que algo necesariamente ínsito en la naturaleza humana. Cuando el cristianismo oficial convierte en virtudes opcionales e intencionales lo que debería ser la negación real de actitudes y hechos anticristianos, está también haciendo una lectura interesada de la fe, que anula la verdad real y la efectividad de la misma. La vuelta al realismo histórico del anuncio evangélico, realismo histórico que de ninguna manera es fundamentaíista, precisamente porque es histórico, obliga a volver sobre el tema evangélico fundamental riqueza-pobreza. La lectura interesada de la fe ha hecho posible conciliar la riqueza material con la pobreza espiritual, cuando la lectura verdadera, atestiguada por los mayores santos de la Iglesia, es la opuesta: conciliación de la pobreza material con la riqueza espiritual. Pues bien, la comprobación histórica de la relación dialéctica riqueza-pobreza recupera la profundidad del mensaje evangélico, haciendo de la pobreza no un consejo puramente opcional sino una necesidad histórica; haciendo correlativamente de la riqueza no algo indiferente conciliable fácilmente con el seguimiento de Jesús, sino uno de los impedimentos fundamentales de la constitución del reino. Se habla aquí no de la pobreza y riqueza por separado sino en su relación dialéctica: la pobreza como correlato de la riqueza y la riqueza como correlato de la pobreza. No sólo desde el punto de vista de la fe, sino también desde el punto de vista de la historia, se ve en la riqueza y en la concupiscencia o afán de la riqueza el motor de una cultura desalmada e inhumana y la resistencia mayor a la construcción histórica del reino de Dios. El camino del enriquecimiento rápido y desigual ha llevado a la ruptura cainita de la humanidad y a la formación de un hombre explotador, represivo y violento. La relación del hombre con la riqueza, tan esencial en el evangelio, vuelve a constituirse en punto central en la definición del hombre nuevo. No se dará el hombre nuevo mientras no se logre una relación totalmente nueva con el fenómeno de la riqueza, con el problema de la acumulación desigual. Este problema, que se intentó resolver por la vía de la ascética y de la espiritualidad individual o grupal, ha de retomarse porque se ha convertido en
una necesidad histórica para frenar la deshumanización de ricos y pobres dialécticamente enfrentados. Tras el señuelo de la riqueza, de los hombres y de los pueblos ricos, se pierden las señas de la propia identidad. El buscar la propia identidad en la apropiación desvirtuada de modelos extraños, lleva a dependencias y mimetismos, frenadores de la propia autocreación. La cultura de ¡a riqueza propone modelos y establece medios de conseguirlos y lo hace de tal modo, que obnubila la posibilidad de buscar otros modelos de plenitud y felicidad y somete a dinamismos alienantes a todos cuantos se dedican a adorar al becerro de oro. El becerro de oro se convierte en ídolo central de una cultura nueva, que, a su vez, refuerza el papel central que juega en esa cultura. Allí donde está tu tesoro está tu corazón, que queda configurado con las características propias del tesoro. De ahí la importancia en la elección del tesoro. Cuando éste se confunde con la acumulación de la riqueza, el tipo de corazón y de hombre que resultan de ello se ve sometido a una doble alienación: la de someter la propia libertad a los dinamismos necesitantes y cosificantes del dinero y la de someter la propia identidad a un modelo creado no para la liberación sino para la sumisión. Ciertamente la riqueza cuenta con algunas posibilidades de liberación, pero a costa de otras posibilidades de esclavitud propias y ajenas. Todos estos males, en gran parte inducidos desde fuera, son acompañados y reflejados por otros surgidos desde dentro. Tendencias machistas y violentas, que degradan tanto al hombre como a la mujer, reflejadas en profundas desviaciones de la vida sexual y familiar, o todo un conjunto interdependiente de sumisión, fatalismo e inercia, entre otros, son ejemplo de ello. Cuánto tengan de ancestral e incluso de natural y cuánto de reflejo a estímulos exteriores es cuestión de investigar en cada caso. Pero no sería buen camino para retomar la propia identidad situar el origen de todos los males en agentes externos, porque esto dificultaría la tarea de construir desde dentro el hombre nuevo. La ideologización correspondiente a este conjunto de hechos y tendencias reales se demuestra asimismo como negativa y anuladora de la propia conciencia individual y colectiva. Se presenta esa ideologización como religiosa, económica o política, pero lo que con ella se hace en el fondo es reforzar los intereses fundamentales latentes o explícitos. El fatalismo religioso, la competencia económica de la libre empresa y el afán de lucro, el sistema democrático ofrecido como una participación controlada y pautada de las mayorías populares, son ejemplos de esta ideologización, apoyada en algunos bienes y valores pero transmisora de males mayores. Lo anterior en su negatividad apunta a lo que deben ser positivamente los rasgos de la utopía. Esa negatividad a la luz de
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la inspiración cristiana señala lo que ha de ser el hombre nuevo como contrapuesto al hombre viejo. Como no se trata primordialmente de un ejercicio intencional, sino de una praxis ya en marcha, algunos de esos rasgos son apreciables en lo que ya se está dando. El punto central tiene que ver con la opción preferencial por los pobres como modo fundamental de combatir la prioridad de la riqueza en la configuración del ser humano. Se va hacia una mayor solidaridad con la causa de los oprimidos, a una creciente incorporación a su mundo como lugar privilegiado de humanización y de divinización cristiana, no para regodearse en una pobreza miserable sino para acompañar a los pobres en su anhelo de liberación. La liberación no puede consistir en un paso de la pobreza a la riqueza haciéndose ricos con la pobreza de los otros, sino en una superación de la pobreza por la vía de la solidaridad. Se trata, eso sí, de los pobres con espíritu, de los pobres que asumen su situación como fundamento en la construcción del hombre nuevo. Desde la materialidad de la pobreza, ésta se levanta activamente desde los pobres con espíritu hacia un proceso de liberación solidaria, que no deja fuera a ningún hombre. Dicho de otro modo, se trata de unos pobres activos, a quienes la propia necesidad aguijonea para salir de una situación injusta. De ahí que este hombre nuevo se defina en parte por la protesta activa y la lucha permanente, que buscan superar la injusticia estructural dominante, considerada como un mal y pecado, pues mantiene a la mayor parte de la población en condiciones de vida inhumana. Lo negativo es esta situación, que en su negatividad, lanza como un resorte a salir de ella; pero lo positivo es la dinámica de superación, en la que alienta el Espíritu de múltiples formas, siendo la suprema de todas la disponibilidad de dar la vida por los demás, sea en la entrega cotidiana incansable o en el sacrificio hasta la muerte, padecida violentamente. Típico, sin embargo, de este hombre nuevo, movido por el Espíritu, es que su motor no es el odio sino la misericordia y el amor, porque ve en todos a hijos de Dios y no a enemigos por destruir. El odio puede ser lúcido y eficaz a corta distancia, pero no es capaz de construir un hombre realmente nuevo. El amor cristiano no es precisamente blando, pero sí pretende muy decididamente no dejarse entrampar por el egoísmo o por el odio y tiene una muy clara vocación de servicio. Son los señores de este mundo quienes pretenden dominar y ser servidos, mientras que el Hijo del hombre, el hombre nuevo, no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida por los demás, por los muchos (Mt 20, 25-28). Junto al amor, la esperanza. El hombre nuevo, para ser realmente nuevo, ha de ser hombre de esperanza y de alegría en la construcción de un mundo más justo. No le mueve la desespera-
ción sino la esperanza, porque aquélla propende al suicidio y a la muerte y ésta a la vida y al don. Será a veces esperanza contra toda esperanza, pero en eso mismo es perceptible la alegría y la seguridad de alguien por encima del hombre y de sus pensamientos, el impulso de una vocación a construir el reino, que fundamentalmente es reino de Dios, porque es Dios su meta final y su motor constante. América latina, que tantas veces ha sido llamada el continente de la esperanza, lo es en multitudes de hombres llenos de esperanza y no solamente como una mera potencialidad natural todavía no desarrollada. Es una esperanza abierta e incansable. El hombre nuevo es un hombre abierto, que no absolutiza ningún logro en el engaño de hacer de algo limitado algo infinito. El horizonte es necesario como límite que orienta, pero es más necesario como apertura permanente para quien avanza. La absolutización de la riqueza, del poder, de la organización, de la institución, etc., convertidas en ídolos, hace del idólatra un hombre cerrado y sometido, todo lo contrario del hombre abierto a un Dios siempre mayor y a un reino que ha de historizarse permanentemente en una aproximación cada vez mayor, pero que por múltiples motivos supera cada logro parcial y lo supera cualitativamente por el desciframiento de novedades lógica y conceptualmente imprevisibles. Se llega así no sólo a una nueva relación entre los hombres, sino también a una nueva relación con la naturaleza. Cuando los primitivos pobladores de América latina sostenían que la tierra no puede poseerse por nadie, no puede ser propiedad de nadie en particular, porque es una diosa madre, que da la vida a tantos hombres, sostenían una respetuosa y venerada relación con la naturaleza. La naturaleza no puede ser vista meramente como materia prima o lugar de inversión, sino como manifestación y don de Dios, que ha de ser disfrutada con veneración y no maltratada con desprecio y explotación. Para hacer todo esto posible se dibuja un hombre nuevo, contemplativo y activo a la vez, un hombre superador tanto del ocio como del negocio. Ni la actividad es suficiente ni la contemplación es bastante. Contra la tentación de la pereza, encubierta en el ocio de la contemplación, lo urgente de la tarea impulsa a una acción eficaz, pues la gravedad de los problemas no permite espera. Contra la tentación del activismo, encubierta como creación constante de nuevas oportunidades, lo vacío y destructor de sus promesas exige la riqueza de la contemplación. La acción sin contemplación es vacia y destructora, mientras que la contemplación sin acción es paralizante y encubridora. El hombre nuevo es oyente y hacedor de la Palabra, escrutador de los signos de los tiempos y realizador de lo que se le ofrece como promesa. Otros rasgos históricos de la vida de Jesús deberían ser
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proyectados también en este hombre nuevo, que ya apunta concretamente en el horizonte latinoamericano de los pobres y de quienes han echado su suerte con ellos. Pero los aquí apuntados, sobre todo cuando hacen referencia explícita a un Dios siempre presente, en el que confiar y al que confiar el sentido último de la semilla sembrada, son los que unifican y matizan esos otros rasgos históricos de la vida de Jesús, que son asumidos con distintos matices y, sobre todo, con diferentes concreciones según la vocación particular de cada persona. Entre la negación superadora del hombre viejo y la realización afirmativa del hombre nuevo, entre el profetismo que niega afirmando y la utopía que afirma negando, la praxis latinoamericana de la fe cristiana va abriendo nuevos caminos, buenos en definitiva para todos los hombres, buenos para la construcción de una tierra y de un mundo nuevos. 2.
La nueva tierra
La creación de la nueva tierra implica la utopía de un nuevo orden económico, un nuevo orden social, un nuevo orden político y un nuevo orden cultural. El llamado nuevo mundo, lejos de ser realmente nuevo, se convirtió, sobre todo en el subcontinente latinoamericano, en un remedo empobrecido del viejo, y sólo ahora se estaría en disposición, una vez fracasado el modelo anterior, de levantar sobre su negación un mundo realmente nuevo. No se trata de quedarse en idealismos voluntaristas. Hay una inercia histórica, unas leyes cuasi necesarias y un peso de la tradición, que no pueden ser abolidos, pero que deben ser contrarrestados y en lo posible transformados por la fuerza del ideal utópico, surgido de la necesidad objetiva, y no meramente intencional, de superar los males gravísimos y universales del presente. No se puede desconocer la existencia de dinamismos propios de la evolución histórica, nunca dominados completamente por sujeto histórico alguno. Pero no por ello ha de aceptarse un determinismo histórico absoluto, que llevaría al fatalismo o que sólo permitiría, en el mejor de los casos, el intento de mejorar el todo estructural por la superación de cada individuo o de algunos de los grupos sociales. La propuesta alternativa de «sálvese quien pueda», en este desorden mundial, puede suponer la solución momentánea para unos pocos, pero supone la ruina de la mayoría. Por eso es necesaria la utopía, el recurso al ideal utópico, constituido en fuerza efectiva asimilada por muchos, para contrarrestar y aun dirigir lo que de otra forma se constituye en el curso ciego y mecánico de la historia. No es cierto que la libertad de cada uno 424
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llevará a la libertad de todos, cuando la recíproca es mucho más real: la libertad general es la que posibilitará la libertad de cada uno. Y ese ideal de hacer real la utopía puede constituirse en principio de libertad y de espiritualidad, que se incorpore, a través de la subjetividad de las personas, al determinismo y a la materialidad de los procesos históricos. Desde esta perspectiva podría leerse de forma radicalmente nueva el famoso pasaje de Marx en la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1844): Es cierto que el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas, que la fuerza material debe ser derrocada por la fuerza material, pero también la teoría se convierte en poder material tan pronto como se apodera de las masas.
El ideal utópico, cuando se presenta históricamente como realizable paulatinamente y es asumido por las mayorías populares, llega a convertirse en una fuerza mayor que la fuerza de las armas, es a la vez una fuerza material y espiritual, presente y futura, capaz por tanto de superar la complejidad material-espiritual con que se presenta el curso de la historia. a)
Un nuevo orden económico
En el orden económico la utopía cristiana, vista desde América latina, que surge del profetismo real historizado en una situación determinada, propone una civilización de la pobreza, que sustituya a la actual civilización de la riqueza. Desde una perspectiva más sociológica que humanista esta misma utopía se puede expresar mediante la propuesta de una civilización del trabajo, que sustituya a la civilización dominante del capital. Si el mundo como totalidad se ha venido configurando sobre todo como una civilización del capital y de la riqueza, en el que aquél más objetivamente y ésta más subjetivamente han sido los principales elementos motores, conformadores y directores de la civilización actual, y si esto ha dado ya de sí todo lo positivo que tenía y está trayendo actualmente cada vez mayores y más graves males, ha de propiciarse, no su corrección, sino su suplantación superadora por su contrario, esto es, por una civilización de la pobreza. Desde los tiempos de Jesús siempre que se sobrepone la pobreza a la riqueza para entrar en el reino, se suscita un gran rechazo, sobre todo por parte de quienes ya son ricos o han puesto en la riqueza el fundamento indispensable de sus vidas. Pero lo que Jesús proponía como ideal personal puede y debe ampliarse a la realidad socio-histórica, hecha la debida adecuación. 425
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La civilización de la riqueza y del capital es aquella que, en última instancia, propone la acumulación privada por parte de individuos, grupos, multinacionales, Estados o grupos de Estados, del mayor capital posible como la base fundamental del desarrollo y la acumulación poseedora, individual o familiar, de la mayor riqueza posible como base fundamental de la propia seguridad y de la posibilidad de un consumismo siempre creciente como base de la propia felicidad. No se niega que tal tipo de civilización, vigente tanto en el Este como en el Oeste y que debe llamarse civilización capitalista —sea capitalismo de Estado o capitalismo privado—, ha traído bienes a la humanidad, que como tales bienes deben ser conservados y propiciado (desarrollo científico y técnico, nuevos modos de conciencia colectiva, etc.), pero han traído males mayores y sus procesos de autocorrección no se muestran suficientes como para revertir su curso destructor. En consecuencia, visto el problema en su totalidad mundial desde la perspectiva de las necesidades reales y de las expectativas de la mayor parte de la población mundial, esa civilización de la riqueza y del capital ha de ser superada radicalmente. En este punto a ios reclamos ya antiguos de la teología de la liberación ha venido a añadirse de forma muy significativa la doctrina social de la Iglesia, sobre todo en su nueva formulación de la Laborem exercens de Juan Pablo II. El economicismo materialista, que configura la civilización de la riqueza, no es aceptable éticamente en su propio dinamismo interno y, mucho menos, en sus resultados reales. En vez del economicismo materialista debiera plantearse un humanismo materialista, que, reconociendo y, por tanto, apoyándose en la condición complejamente material del hombre, evade todo tipo de solución idealista a los problemas reales del hombre. Este humanismo materialista intenta superar el economicismo materialista, ya que no sería la materia económica la que determinase en última instancia todo lo demás, lo cual sí se da en cualquier tipo de civilización del capital y de la riqueza, sino la materia humana, compleja y abierta, que concibe al hombre como sujeto limitado, pero real, de su propia historia. La civilización de la pobreza, en cambio, fundada en un humanismo materialista, transformado por la luz y la inspiración cristiana, rechaza la acumulación del capital como motor de la historia y la posesión-disfrute de la riqueza como principio de humanización, y hace de la satisfacción universal de las necesidades básicas el principio del desarrollo y del acrecentamiento de la solidaridad compartida el fundamento de la humanización. La civilización de la pobreza se denomina así por contraposición a la civilización de la riqueza y no porque pretenda la pauperización universal como ideal de vida. Ciertamente la tradición cristiana, estrictamente evangélica, tiene una enorme descon-
fianza con la riqueza, siguiendo en esto la enseñanza de Jesús, mucho más clara y contundente de lo que pueden ser otras que se presentan como tales. Asimismo los grandes santos de la historia de la Iglesia, muchas veces en manifiesta pugna reformista contra las autoridades eclesiales, han predicado incesantemente las ventajas cristianas y humanas de la pobreza material. Son dos líneas que no pueden ser pasadas por alto, porque en el caso de los grandes fundadores religiosos —véase, por ejemplo, el caso de san Ignacio de Loyola en sus deliberaciones sobre la pobreza—, se hace referencia explícita no sólo a lo individual-personal, sino también a lo institucional. Pero, aun admitiendo y teniendo en cuenta tales consideraciones, que ponen en entredicho a la riqueza en sí misma, lo que aquí se quiere subrayar es la relación dialéctica riqueza-pobreza y no la pobreza en sí misma. En un mundo configurado pecaminosamente por el dinamismo capital-riqueza es menester suscitar un dinamismo diferente que lo supere salvíficamente. Esto se logra, por lo pronto, mediante un ordenamiento económico apoyado en y dirigido directa e inmediatamente a la satisfacción de las necesidades básicas de todos los hombres. Sólo esta orientación responde a un derecho fundamental del hombre, sin cuyo cumplimiento se irrespeta su dignidad, se violenta su realidad y se pone en peligro la paz mundial. Sobre cuáles sean las necesidades básicas, aun contando con diferencias culturales e individuales, propiciantes de distintas subjetivizaciones de esas necesidades, no cabe gran discusión, si se atiende a la situación de pobreza extrema o de miseria de más de la mitad del género humano. Como tales deben considerarse, ante todo, la alimentación apropiada, la vivienda mínima, el cuidado básico de la salud, la educación primaria, suficiente ocupación laboral, etc. No se trata de proponer que esto agote el horizonte del desarrollo económico, sino que esto se constituya en punto de partida y en referencia fundamental, en condición sitie qua non de cualquier tipo de desarrollo. La gran tarea pendiente es que todos los hombres puedan acceder dignamente a la satisfacción de esas necesidades, no como migajas caídas de la mesa de los ricos, sino como parte principal de la mesa de la humanidad. Asegurada institucionalmente la satisfacción de las necesidades básicas como fase primaria de un proceso de liberación, el hombre quedaría libre para aquello que deseara ser, siempre que lo deseado no se convierta en nuevo mecanismo de dominación. La civilización de la pobreza propone, como principio dinamizador, frente a la acumulación del capital, la dignificación por el trabajo, un trabajo que no tenga por objetivo principal la producción de capital, sino el perfeccionamiento del hombre. El trabajo, visto a la par como medio personal y colectivo para asegurar la
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satisfacción de las necesidades básicas y como forma de autorrealización, superaría distintas formas de auto y de hétero-explotación y superaría asimismo desigualdades no sólo hirientes, sino causantes de dominaciones y antagonismos. No se trata sólo de que el hombre nuevo deje de hacer de la riqueza su ídolo fundamental, al cual ofrece todo lo que tiene: capacidad de trabajo, principios morales, salud, ocio, relaciones familiares, etc. Se trata, sobre todo, de hacer una sociedad que, negativamente, no obligue a hacer de la riqueza el valor supremo, porque sin él todo se pierde —¿de qué le sirve al hombre salvar su alma, que no se ve ni se estima, si se pierde el mundo que se ve y que es lo que más se estima?— y que, positivamente, se estructure de tal modo, que no se requiera el andar buscando la riqueza para contar con todo lo necesario para la liberación y plenificación del hombre. Es claro que una sociedad no estructurada por las leyes del capital y que dé la primacía al dinamismo del trabajo humanizador estaría configurada de un modo muy distinto de la actual, porque su principio configurador es totalmente distinto. El fracaso humanista y moral de la sociedad actual, de la tierra actual, configurada según los dictados del capital, ya va impulsando de distintas formas a las vanguardias más o menos marginales para que configuren una sociedad distinta, aunque sea de momento saliéndose de las estructuras y dinamismos de la actualmente dominante. La solución definitiva, sin embargo, no puede estar en un salirse de este mundo y hacer frente a él un signo de protesta profético, sino en introducirse en él para renovarlo y transformarlo hacia la utopía de la tierra nueva. En parte esto se irá logrando si se robustece positivamente una característica fundamental de la civilización de la pobreza, la solidaridad compartida, en contraposición con el individualismo cerrado y competitivo de la civilización de la riqueza. El ver a los otros no como parte de uno mismo, sino verse a sí mismo en unidad y comunión con los otros, se conjuga bien con lo más hondo de la inspiración cristiana y aparece en consonancia con una de las mejores tendencias de los sectores populares latinoamericanos, que se abre frente a tendencias individualistas disociadoras. Esta solidaridad se posibilita en el disfrute común de los bienes comunes. No se necesita la apropiación privada de los bienes comunes para cuidar y disfrutar de ellos. Cuando la doctrina social de la Iglesia, siguiendo a santo Tomás, mantiene que la apropiación privada de los bienes es la mejor manera práctica para que el destino común primordial de ellos se cumpla de manera ordenada, está haciendo una concesión «a la dureza de sus corazones», pero «en el principio no fue así». Sólo por la avaricia y el egoísmo, connaturales al pecado de origen, puede decirse que la propiedad 428
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privada de bienes es la mejor garantía del avance productivo y del orden social. Pero, si el «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» va a tener verificación histórica, es menester anunciar utópicamente que una tierra nueva con hombres nuevos debe configurarse con principios más altruistas y solidarios. Los grandes bienes de la naturaleza (el aire, los mares y las playas, las montañas y los bosques, los ríos y lagos, en general el conjunto de los recursos naturales para la producción, el uso y el disfrute) no necesitan ser apropiados privadamente por ninguna persona individual, grupo o nación y de hecho son el gran medio de comunicación y convivencia. Si se lograra un orden social en el cual quedaran satisfechas de modo estable y garantizado las necesidades básicas y quedaran posibilitadas las fuentes comunes del desarrollo personal, de modo que quedaran garantizadas la seguridad y las posibilidades de personalización, podría estimarse como etapa pre-histórica y prehumana la fundamentada en la acumulación de capital privado y de riqueza material. El objetivo utópico no es que todos tengan mucho por la vía de la apropiación privada y exclusivista, sino que todos tengan lo necesario y quede abierto a todos el uso y disfrute no acaparador y exclusivista de lo que es primariamente común. No puede confundirse el dinamismo indispensable de la iniciativa personal con el dinamismo natural-original de la iniciativa privada y privatizadora. Ni la única manera de trabajar para sí mismo, ni de ser sí mismo, es la de excluir a los otros como competidores de mi mismidad. Aquel ordenamiento económico que esté orientado por estos principios y que favorezca el desarrollo del hombre nuevo, debe ser el ordenamiento utópico nuevo de una economía al servicio del hombre, que ciertamente llevaría a una tierra nueva. Hoy es un reclamo compartido que en la actualidad el hombre se somete a la economía y no la economía al hombre. Aunque este fenómeno indica, entre otras cosas, el predominio de lo común y estructural sobre lo individual coyuntural, el modo de presentarse el fenómeno —la dominancia de lo económico sobre lo humano— no es aceptable como ideal utópico y, mucho menos, es compatible con el ideal cristiano. ¿Cuál de los dos grandes ordenamientos económicos hoy disponibles, el capitalista y el socialista, se acomoda mejor a la consecución de ese ideal utópico? En América latina es bastante claro el fracaso de los modelos capitalistas, que han sido los claramente dominantes en ella durante decenios. Se dirá que no han sido suficientemente capitalistas, pero, si es que ha sido así, no lo han sido por oposición al capitalismo, sino por la incapacidad objetiva de imponer un sistema capitalista en una situación como la latinoamericana. Los 429
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sistemas capitalistas en América latina han sido incapaces de satisfacer las necesidades básicas de la mayor parte de la población, han creado desigualdades hirientes entre los pocos que tienen mucho y los muchos que tienen poco, han llevado a una gigantesca deuda externa impuesta sobre los hombres que para nada disfrutaron ni sacaron provecho de los préstamos, han producido con frecuencia crisis económicas profundísimas y han promovido una cultura inmoral del consumismo y de la ganancia fácil. Tristemente todo esto se ha hecho por hombres y clases que se consideran católicas y que no ven contradicción entre su praxis económica y su praxis cristiana. Desde esta realidad lo menos que puede decirse es que sólo una transformación radical del ordenamiento económico capitalista es mínimamente conciliable con lo que es la utopía cristiana. El marxismo, en cuanto es el gran contradictor de ese ordenamiento, en cuanto ataca a fondo el espíritu del capitalismo y analiza los mecanismos que lo sustentan y en cuanto utópicamente anuncia la liberación del hombre por la liberación del trabajo, desempeña en América latina un rol profético y utópico de gran alcance y ofrece método científico para desentrañar los dinamismos profundos del sistema capitalista. Por otro lado, los resultados económicos —luego volveremos sobre los políticos— de los ordenamientos socialistas tampoco son satisfactorios, al menos para entrar en la competencia mundial. Los recientes intentos de las mayores naciones socialistas para corregir sus sistemas económicos con procedimientos más propios del sistema opuesto, sin significar el abandono de lo principal del propio, apuntan a algunas limitaciones muy dignas de tenerse en cuenta. Por otra parte, sería prematuro condenar de antemano al fracaso los modelos socialistas reformados por lo que está ocurriendo actualmente en Nicaragua, aunque sería un error desconocer las dificultades reales que ese sistema tiene en el modo concreto de darse, atendidos los lugares y los tiempos. Incluso el modelo cubano, aun habiendo logrado en un tiempo relativamente breve la mejor satisfacción de las necesidades básicas de todo el continente latinoamericano, no deja de tener dificultades intrínsecas, que sólo con un apoyo masivo exterior pueden ser superadas. Por tanto, también se dan problemas graves en la realización del modelo socialista como instrumento más eficaz para historizar la utopía cristiana. Sin embargo, puede sostenerse que el ideal socialista está más cerca en lo económico de las exigencias utópicas del reino. El ideal económico socialista se apoya en valores profundos del hombre y no prospera económicamente precisamente por su idealismo moral, que no tiene en cuenta el estado empírico de la naturaleza humana. El ideal económico capitalista se apoya, al menos parcialmente, en los vicios egoístas de la naturaleza humana y es,
en ese sentido, no más realista, pero sí más pragmático que su oponente, por lo cual tiene éxitos economicistas superiores. Diríase, por tanto, que, si se lograra el hombre nuevo, el ordenamiento socialista funcionaría mejor, mientras que bajo el dominio del hombre viejo funcionan mejor unas estructuras que, fundamentalmente, son injustas para la mayor parte de la población mundial. Por ello, aunque no se puede ser ingenuo al recomendar una u otra mediación del reino, la utopía cristiana que trabaja por el hombre nuevo en una tierra nueva, no puede menos de inclinarse en lo económico por formulaciones más próximas al socialismo que al capitalismo en lo que se refiere a América latina y, más en general, al Tercer Mundo. No está de más recordar que la enseñanza social de la Iglesia va acercándose más a este modo de ver las cosas. Puede objetarse que en los países capitalistas está mejor asegurada la satisfacción de las necesidades básicas que en los países socialistas. Pero la objeción no es tan sólida, si se tiene en cuenta, primero, que los países capitalistas atienden a una parte mucho menor de la población mundial; segundo, que eso se logra con altísimos costos de una gran parte de esa población y, tercero, que ese sistema no es universalizable, dados los limitados recursos mundiales y la apropiación privada de los mismos por unos pocos países privilegiados. En ambos casos, aunque de manera desigual según sean las situaciones, el profetismo y la utopía cristiana necesitan ser críticos de la teoría y de la práctica de los sistemas económicos dominantes. A veces la enseñanza social de la Iglesia ha sido demasiado ingenua y tolerante con la teoría y, sobre todo, con la práctica del capitalismo por el miedo a perder prebendas y por el miedo a los regímenes marxistas. Pero también la teología de la liberación ha sido en ocasiones ingenua y tolerante con la teoría y la práctica del marxismo por un cierto complejo de inferioridad ante el compromiso de los revolucionarios. Sin pasar por alto la difícil relación del profetismo y de la utopía con las mediaciones históricas, que no deben ser anatematizadas desde un purismo irreal, lo que finalmente importa subrayar es que, en cualquiera de los casos, la civilización del trabajo y de la pobreza debe sustituir a la civilización del capital y de la riqueza. Y parecería —lo cual no deja de plantear un problema gravísimo— que se va imponiendo mundialmente la civilización del capital y de la riqueza, tanto en los casos del capitalismo privado como en los casos del capitalismo estatal. De ahí que al profetismo y a la utopía cristianos les quede una permanente tarea de levadura.
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Correspondiente a ese nuevo orden económico debe surgir un nuevo orden social vigoroso y pluripolar, en el cual se posibilite el que el pueblo sea cada vez más sujeto de su propio destino y tenga mayores posibilidades de libertad creativa y de participación. Como el pueblo de Dios es el que debe tener la prioridad en el reino de Dios y no un conjunto de superestructuras institucionales que hagan sus veces, también en la historia de este mundo deben ser los grupos sociales quienes lleven el peso de la historia y lo lleven desde sí mismos. Dicho en otros términos, ha de darse más peso a lo social que a lo político, sin por eso caer en que sea el individualismo la forma suprema de humanización. La dimensión social debe predominar sobre la dimensión política, aunque no sustituirla. Entre el individualismo y el estatalismo debe construirse un tipo fuerte de sociedad, que supere el desenfreno de aquél y la imposición dominante de éste. No se trata de encontrar términos medios entre dos extremos ya existentes, sino de buscar formas nuevas que, negándolos, superen los modelos existentes. Desde luego, la desestatalización no debe entenderse como un reclamo neoliberal de un menor peso del Estado ante las exigencias de la llamada iniciativa privada y ante las leyes del mercado. La desestatalización es, más bien, una socialización que promueve una iniciativa comunitaria y social, no delegada ni en el Estado, ni en partidos, ni en vanguardias ni en caudillos. Se trata de superar la apatía social en la conducción de los procesos históricos sin tener que caer por eso en gremialismos o corporativismos. Lo que en el fondo se pretende con esto es, positivamente, dar más vida y decisión a las instancias sociales y, negativamente, superar los dinamismos perturbadores del poder político. Buscar el bien comunitario desde la presión comunitaria y por medios comunitarios sin delegar esta fuerza en instancias políticas, que se autonomizan y nunca pueden representar adecuadamente lo social, sería la característica principal de esta socialización. La instancia pública no tiene que por qué confundirse con la instancia política y la reserva de todo el ámbito de lo público al Estado y a los partidos políticos con menoscabo de las instancias sociales no tienen por qué ser aceptada, pues en el fondo representa una estatatización de la vida social. Lo social representa no un medio, sino una mediación entre lo individual y lo político, de modo que la esencial dimensión comunal del individuo se realiza primariamente no en la dimensión política del Estado, sino en la dimensión pública de lo social. En distintos momentos de la lucha política latinoamericana se ha dado un cierto desprecio de los partidos en beneficio de las organizaciones populares. Pero esta
tendencia no ha dado todo de sí al pretender que éstas asuman el poder político estatal con lo cual han vuelto a caer en los males de la mediación política para propugnar sus intereses reales. Asimismo la Iglesia ha abdicado con frecuencia de su carácter de instancia social para convertirse en apéndice del poder político desvirtuando así su misión y debilitando con ello su potencial histórico al servicio de las mayorías populares. Por lo que toca al permanente problema de la libertad y de la igualdad-justicia, la cuestión no reside en dar la primacía al individuo sobre el Estado o a éste sobre aquél. La unidad libertadjusticia-igualdad se logra mejor en la mediación de lo social, que ni es estatal ni es individual. La mediación de lo social posibilita aquella libertad individual-personal que no es individualista al tiempo que posibilita la libertad política, esto es, la libertad de los individuos y de los grupos ante el poder del Estado. Quien genera condiciones reales para la libertad personal es, ante todo, la libertad social y, a su vez, no es tanto el individuo como la agrupación quien se constituye en la mejor garantía real y efectiva contra la dominación y opresión de las estructuras políticoestatales. Esto implica que en el ámbito real de lo social desaparezcan las desigualdades excesivas y conflictivas, sin caer por ello en igualdades mecánicas, que no responden a las distintas preferencias en los valores y a la diversidad de las contribuciones de los individuos y de los grupos al bienestar social. Una igualdad obligada no responde a la realidad ni es exigida por consideraciones éticas o religiosas. Lo que debe ser excluido, por lo pronto, es la actual diferencia insultante entre quienes despilfarran y quienes no tienen para subsistir, y esto, aun cuando no se diera relación causal o funcional entre la pobreza y ls riqueza. Lo que sí es una obligación imperiosa es el que se asegure a todos la satisfacción de las necesidades básicas, pero superado ese nivel han de respetarse las opciones particulares y el trabajo o rendimiento mayor, siempre que se respete la igualdad de oportunidades y se eviten los procesos conducentes a desigualdades llamativas y provocantes de conflictos. Esos planteamientos serían los normales y razonables para posibilitar una libertad-justicia-igualdad adecuada. Pero el ideal utópico de Jesús va mucho más allá. Paradójicamente busca el seguidor de Jesús ocupar el último lugar como la vía más segura de llegar al primero, de modo que en este lugar no se sea dominante sino servidor, no se busque el propio honor, sino el de los demás. En general lo que propugna el mensaje de Jesús es sustituir los dinamismos reales de este mundo viejo, de esta tierra vieja por los dinamismos del reino como ideal utópico de la tierra nueva, constituida como negación —muerte y resurrección— de la vieja.
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Un nuevo orden social
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Las tremendas reservas del Nuevo Testamento ante la riqueza, el poder y el honor mundanos y su proclamación decidida de la pobreza, el servicio y la humillación de la cruz, pueden y deben ser trasladadas al ámbito de lo visible y de lo social. No representan sólo un ideal posible para el individio, sino un modelo para la sociedad. Que las realizaciones de esto, por ejemplo en el caso de las órdenes religiosas, grupos sociales que acuerpan a los individuos sin dejarlos a merced de instituciones más globalizantes, no hayan sido del todo satisfactorias, no impide que sirvan de cuestionamiento sobre la necesidad de dar carne histórica social a la invitación que hace Jesús a su seguimiento. Las instituciones sociales, a diferencia de las políticas, pueden impregnarse de aquel espíritu, que parecería sólo reservado a los individuos, y así lo han pretendido los grandes fundadores de las órdenes religiosas.
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El nuevo orden político, que se dibuja proféticamente en el horizonte utópico, se fundamenta en el intento de superar los modelos políticos, que son resultado y, a la vez, respaldo del capitalismo liberal y del colectivismo marxista. No se está proponiendo una «tercera vía» cristiana entre el liberalismo y el colectivismo en lo económico ni entre la democracia liberal y la democracia social en lo político. Tal «tercera vía» no existe, ni siquiera como solución ideal, en los últimos documentos de la Iglesia (cf. Sollicitudo rei socialis, 41). En esta fase histórica lo que pueden darse son distintas formas de una u otra vía, tanto en lo económico como en lo político, unas mejores que otras en su aplicación a una determinada realidad. No sería difícil comprobar que algunas formas políticas socialistas son mucho mejores que algunas formas políticas capitalistas y, al revés, que algunas formas capitalistas lo son respecto de otras formas socialistas. Esta graduación no deja de ser interesante y se suele presentar como una apertura de un sistema al otro, lo cual en la práctica los aproxima, no obstante sus diferencias fundamentales. En particular son interesantes los esfuerzos recientes bastante generalizados de democratizar el socialismo, los cuales apenas tienen su correspondencia en una muy necesaria socialización de las democracias, quizá porque las más avanzadas ya lo habían hecho de algún modo. Este doble movimiento de apertura en cada uno de los sistemas puede estar mostrando no sólo la insuficiencia de cada uno de ellos, sino un posible salto hacia un sistema político nuevo hasta ahora apenas reconocible. Es uno de los pocos puntos donde podría apreciarse un dinamismo positivo de la historia, que va
contrarrestando el dinamismo ciego de las exigencias del capital, sometido a constantes correcciones por lo que pudiera llamarse el dinamismo de humanización-divinización. Signos como la apreciación cada vez más connatural de los derechos humanos, de una mayor apertura democrática, de una más efectiva solidaridad mundial, son, entre otros, manifestaciones de la lucha entre el bien y el mal, entre la cerrazón de los sistemas y la apertura de la humanidad. Son signos positivos, que apenas pueden ocultar la pesantez y la inercia de sus opuestos, pero que, no obstante, apuntan posibilidades de cambio por una vía reformista. Desde América latina, sin embargo, se ha buscado una y otra vez y aún se sigue buscando un cambio revolucionario, más bien que un cambio reformista, para lo cual se ha buscado en ocasiones aprovechar el dinamismo subversivo de la fe cristiana, así como los sistemas dominantes han aprovechado los dinamismos conservadores de esa misma fe. La razón es obvia. Se da tal grado de injusticia estructural, esto es, afectante de la estructura misma de la sociedad, que parece indispensable exigir un cambio rápido y profundo de las estructuras, esto es, una revolución. Por otro lado, el dinamismo imperante no lleva de hecho a un reformismo, el cual por acumulación pudiera convertirse a la larga en un cambio revolucionario, sino a una profundización y extensión de la injusticia estructural, y esto so capa de reformismo, de vía al desarrollo. Desde este punto de vista puede afirmarse tanto desde la teoría como desde la constatación de la realidad histórica y, desde luego, desde el profetismo utópico, que es necesaria una revolución de los actuales dinamismos y estructuras, una revolución anticapitalista —anti el capitalismo que se da en los países subdesarrollados y oprimidos— y una revolución antiimperialista —anti todo tipo de imperio exterior, que intenta imponer sus intereses—. El problema no es, entonces, si se necesita o no una revolución, sino qué revolución se necesita y cómo debe llevarse a cabo. La revolución que se necesita, la revolución necesaria, será aquella que pretenda la libertad desde y para la justicia y la justicia desde y para la libertad, la libertad desde la liberación y no meramente desde la liberalización, sea ésta económica o política, para superar así el «mal común» dominante y construir un «bien común», entendido éste en contraposición de aquél y procurado desde una opción preferencial por las mayorías populares. La imposición dogmática de que la democracia liberal es el mejor camino para juntar libertad y justicia en cualquier tiempo y circunstancia no deja de ser una presunción, ocultadora muchas veces de intereses ocasionales y elitistas. Asimismo la imposición dogmática de las llamadas democracias sociales o populares como la mejor y única forma de juntar adecuadamente libertad y justicia
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Un nuevo orden político
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no se compadece con algunas de las formas reales en que se ha venido dando. Habría que atenerse al principio más radical de que es la realidad, tal como es sentida por las mayorías populares, y no principios dogmáticos y ni siquiera modelos históricos, la que se impusiera como criterio de selección en la línea de una auténtica autodeterminación. Antes que los criterios formales de uno u otro tipo de democracia está la medida real de un sistema de derechos humanos debidamente jerarquizado y cuantificado. Desde esta perspectiva en los países centroamericanos y en la mayor parte del Tercer Mundo la liberación social se presenta con mayor necesidad y urgencia que la liberación política, cosa que tal vez no sea el caso en otras situaciones del Primer y del Segundo Mundo. Desde luego no son excluyentes entre sí y, menos aún, contradictorias, pero la liberación social, con su soporte de satisfacción de las necesidades básicas de las mayorías y su apoyo al ejercicio autónomo de la vida social, está por encima de la libertad política, que pretende igualdad de oportunidades para alcanzar el poder político y de las que llaman libertades estrictamente políticas como distintas de las libertades fundamentales. Y es que las libertades políticas, para poder ser usufructuadas mayoritariamente, necesitan de la liberación de las necesidades básicas y el disfrute de la libertad social, aunque éstas exijan a su vez ámbitos de libertad política. Aparece con ello una mayor connaturalidad, en la etapa actual de realización del reino en situaciones donde la mayor parte de la población vive en extrema pobreza y opresión, del ideal socialista que del ideal capitalista con la inspiración profunda del mensaje cristiano, aunque ninguno de ellos se identifique con el ideal utópico cristiano. Otra cosa distinta es la posibilidad de realización real de cada uno de esos dos ideales. Ya se han hecho muchas pruebas e intentos de corrección cristiana del capitalismo y los resultados no han sido buenos ni siquiera en el orden de la satisfacción de las necesidades básicas, ya no se diga en el terreno ético de construir un hombre nuevo y una tierra nueva, más conformes a los ideales utópicos del reino. Aunque en la enseñanza social de la Iglesia se han formulado correcciones interesantes del capitalismo, se ha cometido con frecuencia el error de pensar que el capitalismo es fundamentalmente bueno y es el sistema más conforme con los valores cristianos. Por otro lado, el influjo de la fe cristiana y aun de las formas históricas de cristiandad en la corrección del capitalismo, tal como éste se ha dado en América latina, donde la fe oficial ha sido la cristiana desde los tiempos de la conquista, sin ser del todo inoperante, muestra debilidades notables, que más han mundanizado —capitalizado— a la Iglesia que cristianizado —evangelizado— a las estructuras y comportamientos mundanos.
Está mucho menos probado el intento de hacer de la fe cristiana fermento y levadura de los planteamientos marxistas. Algo ya se ha hecho en este sentido y así ha sido reconocido por los revolucionarios latinoamericanos desde Fidel Castro a los dirigentes sandinistas y del FMLN salvadoreño. La teología de la liberación ha pretendido desde distintas formas traer correcciones importantes al marxismo como la enseñanza social de la Iglesia había pretendido hasta hace no mucho lograrlo con el capitalismo. No es que la teología de la liberación pretenda que la Iglesia haga dejación de su función social y política en manos de movimientos, partidos o vanguardias que la representen; al contrario, exige un compromiso directo y autónomo de la Iglesia en la defensa de los derechos humanos y en la promoción de una mayor justicia y libertad especialmente para los más necesitados. Pero sí pretende que las formas marxistas de revolución se transformen profundamente —y no sólo los hombres que las llevan a cabo— porque en su teoría y, sobre todo, en su práctica, propenden a reduccionismos y a efectivismos poco concordes con el ideal utópico cristiano. A su vez, la experiencia de lo mejor del marxismo le ha servido a la Iglesia de acicate y le ha obligado a volverse —a convertirse— hacia puntos radicales del mensaje cristiano, que el paso de los años y la inculturación en formas capitalistas habían dejado meramente ritualizados e ideologizados sin peso histórico en los individuos y en los pueblos.
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Un nuevo orden cultural
El nuevo orden cultural debiera desembarazarse de los modelos de cultura occidentales, pues éstos dejan mucho que desear a la hora de conseguir el perfeccionamiento del hombre y la felicidad de los humanos. Sólo despojándose y liberándose del engaño de que la cultura occidental ha encontrado ya al menos la vía del verdadero, progreso humano, puede empezarse a buscar otro tipo de cultura. El orden cultural consumista es un producto del orden económico consumista, por lo cual no es el adecuado para poner en marcha una civilización de la pobreza, que debe tener su correspondiente desarrollo cultural. No es por el camino del cambio permanente de entretenimientos como se va a engrandecer el acervo cultural. Confundir el ser feliz con el estar entretenido, favorece y promueve el producto consumista a través de unas necesidades inducidas por la vía del mercadeo, pero, al mismo tiempo, descubre y fomenta el mayor de los vacíos interiores. La civilización de la pobreza, lejos de ser en lo cultural consumista y activista, tiende a ser naturalista y a potenciar las actitudes
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contemplativas y comunicativas más que las activo-consumistas en unos casos y puramente pasivo-receptivas en otros. La enorme riqueza cultural amasada por miles de años de vida humana, diferenciada en múltiples formas en distintos tiempos y lugares, no puede permitirse que reste anegada por las modas culturales, buscadoras en lo nuevo de la afirmación y consolidación de hombres que no son nuevos y que sólo pretenden vender novedad. Es necesario recuperar esa riqueza secular, no para quedarse conservadoramente en ella, pero sí para potenciarse hacia novedades no sustitutivas, sino superadoras. Muchos de los modelos tecnológicos y consumistas están perdiendo de vista y de uso, cuando no matando, la realidad y el profundo sentido de los grandes logros culturales, nacidos de una verdadera identidad cultural. Es desde la propia identidad desde donde pueden asimilarse valores de otras culturas sin perderse en ellas. El caso, por ejemplo, de la asimilación inculturada de la fe cristiana hecha por el movimiento de la teología de la liberación es una buena muestra de cómo se puede historizar y particularizar, al mismo tiempo que enriquecer, una realidad universalizable. La cultura debe ser, ante todo, liberadora. Liberadora de ignorancias, de temores, de presiones internas y externas, en busca de una apropiación de una verdad cada vez más plena y de una realidad cada vez más plenificante. En este proceso de liberación la cultura irá siendo generadora de libertad real, no reducida a seleccionar —más que elegir— entre distintas ofertas condicionadas y condicionantes, sino orientada a la construcción del ser propio como personas, como comunidades, como pueblos y como naciones en un esfuerzo de creación y no sólo de aceptación. Hay en todo el mundo una tremenda imposición cultural, que unlversaliza desde centros poderosos la visión y la valoración del mundo con los más distintos medios comunicativos. Esta imposición cultural mantiene a las grandes mayorías de América latina y de otras partes en formas alienadas de entenderse a sí mismas y de entender y valorar el mundo. Lo que debiera ser favorecedor de una unidad plural se convierte en uniformidad empobrecedora. La facilidad de los medios de comunicación, por otra parte, lleva a saltar alienadamente desde un estado primitivo, a veces muy rico y sano, de cultura a estadios sofisticados y decadentes de una cultura impuesta más por el medio y envoltorio con que se presenta que por el fondo en que consiste. Aquí también el planteamiento es el de buscar una cultura para la mayoría y no una cultura elitista con mucha forma y poca vida. El que tengan vida y la tengan en abundancia no unos pocos, sino a ser posible todos, debería ser el lema de la nueva cultura en la tierra nueva. Tarea realmente utópica pero a la que impulsa —y el impulso se ve en muchas partes— el profetismo real, que repudia y 438
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supera las lacras de una cultura alienante y en el fondo deshumanizante. 3.
El nuevo cielo
La creación de un nuevo cielo supone lograr una nueva presencia de Dios entre los hombres, lo cual permitiría transformar la vieja Babilonia en la nueva Jerusalén. Ciertamente todo lo anterior, expresado bajo las rúbricas del hombre nuevo y de la tierra nueva, es una muy especial presencia del Espíritu de Cristo en el mundo, enviado por el Crucificado y Resucitado. Pero requiere una explicitación y visibilización mayor, que es la expresada en el nuevo cielo, no como algo superpuesto al hombre y a la tierra, sino como algo integrado y estructurado con ellos. a)
Un cielo cristológico
Así, por «nuevo cielo» se debe entender aquí aquella presencia de Dios en la nueva tierra, que va posibilitando y animando el que Dios sea todo en todos y en todo (1 Cor 15, 28), porque Cristo lo es todo para todos (Col 3, 11). Es, por tanto, un nuevo cielo cristológico y no simplemente el cielo de un Dios abstracto, unívoco en su abstracción. No se trata, tampoco, del cielo como lugar final de los resucitados en gracia, sino del cielo presente en la historia, de la presencia histórica y cada vez más operante y visible de Dios entre los hombres y las estructuras humanas públicas. El Jesús histórico ha de constituirse, no sólo en el Cristo de la fe, sino también en el Cristo histórico, esto es, en la historización visible y eficaz de la afirmación paulina de que él sea todo en todos y para todo, de que la vida real de hombres e instituciones —con la diferencia esencial que esa vida debe tomar en unos y en otras— no sea ya la vida surgida de sus limitados y pecaminosos principios inmanentes, sino la vida surgida de los principios que hacen nuevas todas las cosas, que crean, regeneran y transforman lo que hay de insuficiente y aun de pecaminoso en la criatura vieja. Vistas así las cosas, el nuevo cielo desborda lo que se entiende habitualmente por Iglesia, aunque no lo que se debiera entender por la ciudad de Dios y, desde luego, por reino de Dios. No obstante la referencia a la Iglesia es imprescindible a la hora de describir adecuadamente el cielo nuevo, bajo y en el que vivir históricamente, mientras la historia de Dios sigue en peregrinación o Dios sigue peregrinando por la historia como Cristo histórico. 439
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La Iglesia de Cristo
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Efectivamente, una de las formas principales, en que debería historizarse este nuevo cielo es la Iglesia de Cristo como cuerpo histórico de Jesús crucificado y resucitado. No basta con afirmar que la Iglesia hace presente la vida divina, transmitida sacramentalmente. Esto es importante, pero no es suficiente. Por lo pronto, esa presencia sacramental de la Iglesia como un todo y de los distintos sacramentos, en que esa sacramentalidad fundamental se actualiza (Rahner), debiera revitalizarse más allá de lo ritual y formal hasta recuperar la efectividad de la Palabra y la correspondencia activa de quien recibe la gracia del sacramento. Confundir el misterio, que es el sacramento, con un proceso dado en la interioridad de la persona es devaluar la misteriosidad de la eficacia en una pura afirmación inverificable e inoperante. Aun desde este punto de vista es indispensable, profética y utópicamente, una profunda renovación, sin la cual no es pensable revitalizar la vida sacramental. Pero la Iglesia debe ir más allá del ámbito sacramental o, al menos, su sacramentalidad debe ser entendida más ampliamente para la cual necesita estar permanentemente abierta y atenta a la novedad y a la universalidad del Espíritu, que rompe la rutina esclerotizada del pasado y los límites de una autoconcepción restringida. Sólo una Iglesia que se deja invadir por el Espíritu, renovador de todas las cosas y que está atenta a los signos de los tiempos, puede convertirse en el cielo nuevo, que necesitan el hombre y la tierra nuevos. La Iglesia, como institución, propende a ser conservadora del pasado más que renovadora del presente y creadora de futuro. Ciertamente hay cosas que conservar, pero nada vital y humano, nada histórico se conserva, si no se mantiene en permanente renovación. El miedo a lo nuevo, a lo no controlable por los medios institucionales ya establecidos, ha sido y sigue siendo una de las características permanentes de la Iglesia. Cuando se recogen las posiciones de las distintas autoridades eclesiásticas frente a los movimientos religiosos renovadores, que después se han mostrado ser fundamentales para la marcha de la Iglesia (por ejemplo, fundaciones de las grandes órdenes religiosas, nuevas formas de pensamiento, nuevos métodos y aun datos de la investigación bíblica, etc.) y ya no se diga frente a avances científicos y políticos, es difícil sostener que la autoridad de la Iglesia y sus órganos institucionales han estado abiertos a la novedad de la historia y al soplo creador del Espíritu. Es, sin embargo, absolutamente indispensable esta apertura al Espíritu de Cristo desde la terrenalidad, que implica el seguimiento del Jesús histórico. No hay instancia eclesiástica que sustituya esta
necesidad, pues el Espíritu de Cristo no ha delegado la totalidad de su presencia y de su eficacia en ninguna de las instancias institucionales, aunque la corporeidad histórica de éstas sea también una exigencia del Espíritu. Lo que sucede con frecuencia es que esta institucionalidad se configura más desde la ley que desde la gracia, como si la institucionalidad eclesial debiera configurarse más según leyes sociológicas y políticas de índole totalitaria, disfrazada de voluntad de Dios y su correspondiente obediencia, que según el dictado y la fuerza del Espíritu. Por otro lado, no se trata de un Espíritu cualquiera, inventado por cualquier carismático, sino del Espíritu de Jesús, el que animó su concepción, se hizo presente en su bautismo, se hizo visible en toda su persona y vida y que finalmente prometió enviar, cuando él faltara. Es en este contexto donde se hacen presentes los signos de los tiempos, unos en determinada época y otros en otra, unos en determinadas regiones del mundo y otros en otras. Son precisamente los signos de los tiempos los que aportan el elemento de futuro y sin los cuales se carece de un elemento esencial para la interpretación de la palabra de Dios y de una de las mayores fuerzas de renovación. Pero unos signos de los tiempos enmarcados en la dialéctica utopía-profecía, sin la que se volvería a caer en el idealismo ineficaz. Desde la situación actual de América latina, la renovación de la Iglesia y su proyección hacia el futuro, si es que ha de convertirse en el cielo nuevo, ha de ser en la línea de la Iglesia de los pobres. Una Iglesia que haya hecho efectivamente una opción preferencial por los pobres será, por un lado, prueba y manifestación del Espíritu renovador presente en ella y, por otro, garantía de que pueda convertirse en el cielo nuevo de la tierra y del hombre nuevos. El ejercicio utópico de la profecía puede llevar a una Iglesia, configurada en gran parte por los dinamismos del capitalismo occidental como una Iglesia de los ricos y de los poderosos, que en el mejor de los casos deriva hacia los más pobres las migajas desprendidas de la abundancia, a irse convirtiendo —en verdadera «conversión»— en una Iglesia de los pobres, que realmente pueda ser el cielo de una tierra en la que vaya dominando una civilización de la pobreza y en la que los hombres sean no sólo intencional y espiritualmente pobres, sino que lo sean real y materialmente, esto es, despegados de lo superfluo y de los dinamismos constringentes de la acaparación individual y de la acumulación colectiva. El dinero puede ser para los hombres y para los Estados un incentivo de desarrollo material, pero ha sido siempre, y sigue siéndolo cada vez más, un veneno letal para un auténtico humanismo y, desde luego, para un auténtico cristianismo. Que esto suscite un poderoso rechazo mundano, que esto sea un escándalo y aun
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un insulto para la civilización de la riqueza, es una prueba más de la continuidad de estas ideas y de esta práctica con la línea evangélica más plena, siempre atacada con los mismos reproches. Es en este sentido como la Iglesia de los pobres se constituye en el nuevo cielo, que como tal se necesita para superar la civilización de la riqueza y construir la civilización de la pobreza, nueva tierra, en la que habite, como en un hogar acogedor y no degradado, el hombre nuevo. Aquí es donde se da una gran confluencia del mensaje cristiano sin glosas desfigurantes con la situación actual de la mayor parte del mundo y, ciertamente, de América latina, depositaria mayoritariamente de la fe cristiana, la cual, sin embargo, hasta ahora poco ha servido para hacer de esta región una tierra nueva, no obstante haberse presentado inicialmente como el nuevo mundo. La negación profética de una Iglesia como el cielo viejo de una civilización de la riqueza y del imperio y la afirmación utópica de una Iglesia como el cielo nuevo de una civilización de la pobreza es un reclamo irrecusable de los signos de los tiempos y de la dinámica soteriológica de la fe cristiana historizada en hombres nuevos, que siguen anunciando firmemente, aunque siempre a oscuras, un futuro siempre mayor, porque más allá de los sucesivos futuros históricos se avizora el Dios salvador, el Dios liberador.
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Ante los tres items de este título, el lector puede, a primera vista, pensar que por economía de espacio, esta obra ha reunido aquí tres cosas muy vagamente relacionadas. Quizás se dirá que el mismo orden en que han sido colocados los tres items apunta, de manera escalonada y descendente, a las expectativas teóricas acostumbradas de una obra que se propone recoger los conceptos fundamentales de la teología de la liberación. En efecto, parecería notable que entre esos conceptos no estuviera presente, de manera obligatoria, el término «revelación». ¿Cómo concebir, si no, una teología seria que no trate de lo que Dios ha revelado? O, más a fondo aún, ¿que no trate de lo que significa el que Dios «revele» algo al hombre? Y sería asimismo lógico suponer que, si alguna característica específica tiene esta determinada teología, deberá reflejarse en la manera como se acerca a la revelación divina, la estudia y la usa. Y, por ende, que, después de tratar de la «revelación», deberá tratar de la «fe» con que el hombre ha de responder a ese mensaje revelador cuando descubre que procede efectivamente de Dios, verdad infinita. Finalmente, una teología como la de la liberación que, como es notorio, se caracteriza entre otras por mantenerse (y aun por comenzar) adherida a la praxis de la fe, no podrá, en su trabajo por «entender» esa fe, prescindir de las señales que la historia de esa praxis y de sus crisis le va colocando enfrente como otros tantos interrogantes: «los signos de los tiempos», como los llama Jesús según Mateo (16, 3). Esto equivale a detectar un orden —casi necesario, al parecer— que va de la «palabra de Dios», pasando por la fe, a los problemas concretos más significativos que la historia presenta para que sean «iluminados, guiados... e interpretados a la luz del 443
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evangelio» 1, o sea, sometidos al criterio de la palabra revelada de Dios. Este orden, indudablemente lógico, no es, espero, el orden en que se van presentando los tres elementos en la existencia y en la historia concreta del hombre. Representa por cierto un orden «teológico». Lo que no quiere decir que su uso se restrinja a la ciencia. La reflexión sobre la actividad pastoral más ordinaria mostrará que los cristianos siguen por lo común ese camino rutinario. No es, sin embargo, el único orden posible. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si se invirtiera la secuencia de esos tres conceptos? Si no nos engañamos, este segundo orden representaría una secuencia «antropológica» o «existencial». Se quiere decir con esto que es ése el orden en que los tres factores aparecen (aunque en forma diversa y por lo menos a título de problema) igualmente en hombres creyentes y no creyentes. No debe pensarse que esta hipótesis —que aquí se examinará— signifique la necesidad de optar por uno u otro orden como siendo «el (único) verdadero». Cada uno, en su propio campo, tiene su explicación y su razón de ser. No se excluyen, pues, y sería imprudente tomar con ingenuidad uno de ellos como constituyendo la única manera de relacionar correctamente esos tres términos. Entendemos, no obstante, que la segunda orientación o secuencia tiene, por reproducir un proceso más genérico de la especie humana, ventajas pedagógicas que, si no nos engañamos, quedarán de manifiesto en el curso de este capítulo. Nos proponemos, pues, consagrar las tres partes de este trabajo a mostrar cómo cada uno de los tres Ítems condicionan la comunicación de Dios a los hombres y cómo, a este respecto, el que parece último es, en realidad, el primero de esos condicionamientos.
I.
REVELACIÓN
Cuando proclamamos que Dios decidió «revelar» al hombre verdades que éste no podría de manera alguna, o podría sólo con excesiva dificultad, hallar por sí mismo (D. 1785-1786), apuntamos certeramente al origen, bondadoso y gratuito, en el plan divino, de esa intervención de Dios en la historia humana: comunicarnos verdades ciertas sobre sí mismo y sobre el propio hombre. Y siempre ambas cosas al mismo tiempo. En efecto, quien pretende que esa «comunicación» es posible, tiene que admitir, de entrada, que el mensaje comunicado ha de caer dentro de lo que es comprensible e interesante para el 1. Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación de la Congregación (romana) para la Doctrina de la Fe (Vaticano, agosto 1984), II, 4.
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hombre. En vano pretenderíamos, en efecto, concebir una «palabra de Dios» dirigida al ser humano que no estuviera expresada en el lenguaje de los hombres o que no alcanzara a llamar la atención de éstos por algún valor que se derivaría de conocerla. Hay aquí, por ende, dos condicionamientos lógicos que convergen en una misma acción: la de comunicar. Y, de acuerdo a la definición más simple, quien comunica envía a su interlocutor «una diferencia que hace una diferencia» 2. Si no hay comprensión del mensaje, la (presunta) diferencia no llega. Algo que no se sabe qué es, no se añade a lo que ya se conoce. Pero, del mismo modo, si esa diferencia trasmitida no diferencia nada en la existencia del que recibe el mensaje, tampoco se comunica nada. Y como el saber, contrariamente al conocido proverbio, realmente «ocupa lugar» en la mente, la psicología intenta recuperar rápidamente (por el olvido) el espacio ocupado por supuestas diferencias que, transmitidas, no cambien en nada al receptor. De estas dos pre-condiciones para que Dios pueda «revelarnos» algo (porque toda revelación o se acomoda a nuestra manera humana de comunicación o, simplemente, no existe), la teología ha aceptado por lo general la primera. Aunque no sin ciertas vacilaciones y cortapisas debidas al respeto por la iniciativa y el objeto divino de esa comunicación privilegiada. Se entiende que el Ser Infinito no puede hablarnos un lenguaje propio, con las características de un ser sin límites. Por ejemplo, no puede hablar en forma intemporal a un ser cuya imaginación (trascendental) está estructurada por el tiempo. Para decirlo de otra manera, el hombre no puede entender un lenguaje «eterno», porque el que tiene y le permite comunicarse y ser receptor de comunicaciones, varía con el tiempo y las circunstancias. Aún antes de «encarnarse» personalmente en el Hijo, Dios, en cuanto ha querido ser revelador, ha tenido que hablar al hombre «encarnando» su palabra en un lenguaje humano, que usa signos limitados en su ser y en su poder de significar. De ahí que en ese acto de comunicación, lo que se comprende sea sólo —por así decirlo— una partícula infinitesimal de una verdad que nos llega siempre en «la medida en que podemos comprenderla» (D. 1796; cf. Me 4, 33) 3 . 2. G. Bateson, Pasos hacia una ecología de la mente, Buenos Aires, 1972, pp. 487 ss. 3. No puede decirse que esta primera condición para que se dé una «revelación», es decir, una comunicación entre Dios y el hombre, haya sido por lo común cabalmente comprendida. Ha sido, sí, aceptada. Pero una corriente que empieza fuera del cristianismo y del pensamiento bíblico (y que se introduce en aquél con el neo-platonismo) ha puesto, a través de los siglos, las más hondas esperanzas de acercarse a Dios en un cierto «vaciamiento» de la mente. Como si negar o apartar los límites de los signos lingüísticos, conceptuales e históricos con los que Dios mismo habla, fuera garantía de llegar más honda y certeramente a su conocimiento. Tal vez por influencia de esta filosofía, los mismos místicos fal trasmitir conceptualmente sus
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El mayor peligro de desviación está, empero, en el olvido de la segunda pre-condición. No se trata solamente de percibir algo (para lo cual es menester que nuestro conocimiento reciba un contenido «diferente» del que tenía antes). Es menester que «la diferencia produzca una diferencia». De lo contrario, el mensaje, por bien recibido que sea y, por así decirlo, por bien «depositado» que quede en el receptor, no significaría aún nada. Y los mecanismos mentales pronto darían cuenta de esa diferencia «insignificante». La diferencia trasmitida comienza a significar cuando el receptor percibe lo que aquélla debe afectar o cambiar en su propia existencia o conducta. Es decir, cuando la diferencia percibida se relaciona con otra diferencia correlativa que debe tener lugar en la existencia del receptor. De la misma manera, para entender mejor esto con un ejemplo del orden material, cuando la temperatura del aire se vuelve «diferente» de los límites establecidos en el termostato (del aparato de calefacción hogareño) no «comunica» aún nada en rigor hasta que el termostato «comprende» que lo trasmitido sobre la diferente temperatura debe «diferenciar» su actual situación encendiendo la resistencia que volverá a calentar el ambiente a la temperatura deseada. Sólo allí se da una verdadera «comunicación»: una diferencia que hace ( = produce) una diferencia. Esto, que es una ley de toda comunicación, vale también para cualquier revelación sobre sí mismo que Dios quiera hacer al hombre. San Agustín lo explica con un lenguaje menos científico, pero muy expresivo. Comentando un pasaje del evangelio de Juan (5, 25), donde Jesús aparece prometiendo una especie de «resurrección» del espíritu o de la mente, que ha de tener lugar antes de la resurrección universal de la carne, indica que hay que entender esa resurrección en forma realista, pero espiritual. ¿No es acaso —se pregunta— recobrar vida (espiritual) pasar «de injusto a justo, de impío a piadoso, de tonto a sabio»? Agustín señala que este tipo de «resurrecciones» constituyen, en cuanto promesas, algo común. Cada uno de los fundadores de religiones o de sectas, han pretendido tener una «revelación divina» al respecto de esas transformaciones que bien pueden llamarse resurrecciones o cambios radicales de vida. Y da esta atinada razón que es lo que aquí nos interesa: «Nadie, en efecto, negó esta resurrección espiritual para que no se le dijera: si el espíritu no resucita, ¿para qué me hablas}; si no me haces mejor de lo que era, ¿para qué me hablas}» *. Esta pregunta, experiencias) han hablado de experiencias de Dios que no se parecen casi nada a las de la Biblia: el alejamiento o desprecio de lo creado. 4. In loannis Evangelium Tractatus, trat. XIX, 14, en Obras de san Agustín, t. XIII, Madrid, 1968, pp. 447-448.
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acentuada y repetida por Agustín —-¿para qué me hablas?— muestra a las claras que, para la estructura de la mente humana, una comunicación, aun divina, que no apunte a (o signifique) una «diferencia» en la existencia humana (directa o indirecta, a más corto o largo plazo), no tiene sentido ni razón de ser. No «significa» nada. En este punto preciso, el Vaticano II completó y, de alguna manera, corrigió un posible malentendido que podían dejar los textos del Vaticano I a que se hizo alusión y que decían que Dios, para hablarle al hombre, no podía menos de «encarnar» su palabra en el lenguaje limitado de los seres humanos. Surgía de allí que, aunque Dios quisiera hablarnos de su propio misterio, no podía hacerlo sino en la forma limitada y oscura que nuestra capacidad finita de entender ponía de alguna manera a su disposición. De esta manera, el que Dios fuera Uno y Trino a la vez, permanecía «misteriosa» aún después de ser «revelada», o sea comunicada, por Dios (cf. D. 1796). Parecía así como si Dios hubiese comunicado algo al solo fin de que el hombre lo supiese, o mejor, lo repitiese sin que ello significara «diferencia» alguna en su manera de existir. Su relevancia para el hombre procedería no de que éste comprendiese más su vida y la viviese mejor, sino de una especie de poder intrínseco a ese mensaje el cual sería salvador ante el juicio de Dios aunque no modificase en nada la existencia del hombre. Como un salvoconducto mágico, un sésamo-ábrete. El concilio Vaticano II, hablando de la revelación divina, concuerda con el Vaticano I en que «Dios habló por medio de hombres a manera humana» (DV 12). Pero en el Vaticano II el acento no está ya puesto en la limitación que esa «manera humana» impone a la revelación divina y, por ende, en el misterio que esa revelación deja subsistir. Está puesto en que todos los mensajes de Dios al hombre son una auténtica y cabal «comunicación»: una diferencia en la concepción de Dios destinada a hacerse diferencia en la forma en que el hombre comprende y vive su destino creador y comunitario. En efecto, la misma revelación más completa, total y personal de Dios es, de modo indivisible, al mismo tiempo, la revelación sobre lo que es el hombre y sobre cuál es su destino: «La misma revelación del Padre y de su amor (en Cristo) manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su destino» (GS 22). Por eso el Vaticano II no considera a la revelación como algo que, sin transformar la vida histórica del hombre —sin «hacerlo mejor», para usar la expresión ya citada de Agustín— constituya una «verdad». Es decir, algo que puede poseerse, depositarse y valer (cf. Mt 25, 14 par) ante Dios, operando de modo mágico su acción salvadora (cf. GS 7.43). Así, según el Concilio, la «revelación» de Dios no está destinada a que 44"
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5. Praxis correcta, eso es la verdad final. Por eso ésta, para la teología joánica, no se posee, se «hace» (cf. Jn 3, 21; 1 Jn 1, 6). No es la verdad que pueda caber en un libro, ni en una fórmula, ni en la perfección de un saber. Es la verdad hecha, puesta por obra.
Constituye una dimensión inseparable del ser humano lo que podríamos llamar la búsqueda de sentido para su existencia. Por poco que el hombre se despegue de la urgencia diaria por sobrevivir y perciba que posee una libertad que le abre un cierto abanico de posibilidades o caminos hacia diferentes valores o satisfacciones, se da cuenta asimismo de que su existencia libre es una especie de apuesta. ¿Por qué «apuesta»? Porque no tiene más que una existencia y no puede hacer una prueba previa de lo que va a elegir. No le es dado recorrer un camino hasta el fin, verificar si es satisfactorio, y luego, cerciorado ya y con conocimiento (empírico) de causa, volver al comienzo. Y entonces optar sabiendo de antemano lo que le espera al final del camino. Quien se enamora, no tiene medio alguno de saber cómo será la persona amada cincuenta años después. Quien elige un ideal y se prepara durante muchos años para él (por ejemplo siguiendo una carrera profesional) no puede tener desde el comienzo las experiencias de lo que le aguarda al final en el ejercicio de su profesión. Quien comienza una revolución no sabe aún qué precio histórico le exigirá su realización ni qué quedará de su proyecto una vez pagados esos precios... La historia apasiona. Es como una promesa abierta. Pero no hay verificación previa de nada, por lo menos directa. Ello no quiere decir que la apuesta por la que nuestra libertad lo da todo, y muchas veces la vida (de una manera o de otra), sea ciega, irracional. La sociedad humana provee a cada uno de sus miembros con una especie de memoria colectiva, dentro de la cual la opción se vuelve razonable. Sin perder por ello su carácter de apuesta. La especie humana con sus diferentes culturas, la nación, el clan, la familia, proveen a cada individuo de «testigos» o «testimonios» de existencias vividas con sentido. La opción de la libertad se basa en esa memoria, la hace suya, la sopesa, la usa, la modifica y opta entre las posibilidades que ofrece. Pero, básicamente y a fin de cuentas, deposita su «fe» en alguno o algunos de los testimonios que ella presenta. La prueba de que una tal fe —que vamos a llamar «fe antropológica» porque es una dimensión humana y la tienen tanto personas religiosas como no religiosas— se da, diferente, en cada ser humano, es que no existe nadie que en su vida no muestre cómo paga precios costosos por cosas que no ha experimentado aún si serán posibles o satisfactorias, si llevarán a la felicidad o a la frustración. Más aún, el sentido es tan importante para el hombre, que éste es capaz de dar todo el ser de que dispone, su propia vida, para que ésta tenga sentido y, así, salve su valor. Sabemos de sobra en América latina que esto no es privilegio o característica de los cristianos. Pero el evangelio no cree proclamar algo sin sentido cuando Jesús dice: «Quien quiera salvar su vida la
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el hombre sepa (lo que de otra manera le sería imposible o difícil saber), sino a que el hombre sea de otra manera y actúe mejor. Cuando esta concepción de la revelación divina se profundiza, se hace posible comprender la reorientación dogmática que un Concilio, que quiso ser pastoral, se vio obligado a hacer para que se comprendiera la «diferencia» que entrañaban sus más novedosas orientaciones. En efecto, el Concilio entiende así que la fe en esa revelación que Dios hace de sí mismo, lejos de desviar la mente de lo temporal y efímero hacia lo necesario y eterno, «orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas» de cara a los problemas históricos (GS 11). De tal modo que el cristiano no posee aún, ni siquiera por el hecho de entenderla, la verdad que Dios le comunica, mientras no consigue convertirla en «diferencia» humanizadora dentro de la historia. Hasta que la ortopraxis 5 se vuelva realidad, no importa cuan efímera y contingente sea, el cristiano no sabe todavía la verdad. Debe, por el contrario, y por un imperativo de la conciencia moral, «unirse a los demás hombres (cristianos y no cristianos) para buscar la verdad» (GS 16).
II.
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Pero esto ya nos coloca cara a cara con el problema de la prioridad entre revelación y fe. Pensábamos que la fe llegaba, en segundo lugar, como respuesta a la revelación que Dios nos hacía de su verdad. Ahora percibimos que, para recibir esa verdad, ésta tiene que hallarnos en una cierta búsqueda común de la liberación humana. Lo cual implica ya un tipo de «fe». Y, lo que es más, un tipo de fe «abrahámica», es decir, previa a toda clasificación religiosa. Así presenta, en efecto, Pablo a Abraham (Rom 4); es un hombre que, antes de ser clasificable religiosamente en una categoría determinada, cree ya en una especie de promesa que la historia de la liberación y humanización del hombre parece dirigir a quienes luchan por ella. Creyó en «el Dios que da vida a los muertos y llama a ser a lo que no es» (Rom 4, 17; cf. 4, 21; 2, 6-7). ¿Qué es esta «fe» que precede a la «revelación» y la hace, como se ha visto, posible, ya que es la pre-condición necesaria para que la «diferencia» revelada efectúe la «diferencia» práxica esencial, sin la cual no podría existir una verdadera comunicación entre Dios y el hombre? \
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perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el evangelio, la encontrará» (Me 8, 35; Mt 16, 25 par). Resumiendo, cada hombre, por ser libre, estructura el mundo de lo que, para él, va a tener sentido y valor, fiándose de otras existencias que son testimonios de cómo puede vivirse una existencia humana satisfactoria. Escoge dentro de ese acervo testimonial. Y todos lo hacen: los que, después, vamos a llamar virtuosos y criminales, mediocres o héroes. Esta opción estructuradora, aunque surja ligada a uno o varios testigos, es compleja. Como es compleja una existencia que tiene que enfrentar siempre situaciones diferentes y elegir, en cada una de ellas, lo que sea lo más coherente posible con el valor que es tenido por supremo y que siempre está presente y activo en la mente (normalmente traducido más en imágenes que en términos abstractos). Tenemos así un valor o constelación de valores dominados por uno que la fe ha entronizado como absoluto. En efecto, independientemente de que exista o no un «Ser» absoluto, y previamente a esa cuestión, cada hombre establece —por la fe «antropológica»— su Absoluto. Es decir, lo que busca no como medio para otra cosa, sino por su valor propio. Lo que un hombre leal a sí mismo no negocia. Lo que no se paga como precio, ni aun para conservar la vida. Aquello cuya pérdida sería la muerte del sentido. ¿Qué tiene esto que ver con nuestro tema de la «revelación» de Dios? Mucho. Porque el orden habitual en que se presenta el problema es un orden teológico. Y es, en ese terreno, exacto. Pero en el proceso de una existencia humana, el orden es diferente, y aun opuesto. Pensamos por lo común que Dios revela. Y que, frente a esa revelación (percibida y aceptada como tal), el hombre opta por aceptarla o rechazarla (en la increencia o en la idolatría). Pero lo que se acaba de ver obliga a modificar esa concepción rutinaria. Y nos hace volver a la pregunta radical de Agustín: si no me haces mejor de lo que era, ¿para qué me hablas? Esta cuestión no es una mera impertinencia. Es que el hombre no comprende sino lo que le afecta. Lo que le hace mejor o peor. Ahora bien, esto significa que, en el revelar de Dios, la fe no llega después de que algo ha sido revelado. Es parte activa, indispensable, de la misma revelación. Pero hay más. Esa búsqueda de sentido necesaria para que se establezca una comunicación entre Dios y el hombre, no es la misma en todos. Aunque siempre sea «fe». Dios con su palabra se dirige a una fe (antropológica) que ya está allí y que en^cada hombre es fruto de una opción (previa al escuchar). Dicho en otras palabras, el papel de la libertad es más activo o decisivo que lo que parecía. No está limitado a decir sí o no a lo que Dios revela. Forma parte del mismo proceso de la «revelación». La ortopraxis no es una última «aplicación» de la revelación
a la práctica: es algo que condiciona la posibilidad misma de que la revelación revele en realidad algo 6 . Pero hasta aquí sólo hemos dado el primer paso. Hemos mostrado que, en su definición misma, no existe revelación divina, aunque exista la llamada «palabra de Dios» en la Biblia, si no hay una búsqueda humana convergente con esa palabra, y para la cual la palabra de Dios significa una liberación de potencialidades y valores humanos: el hacer al hombre «mejor de lo que era». Es ése el juego que Dios acepta jugar al comunicarse con el hombre 7 . Hay mucho más, sin embargo. Lo que Dios le comunica a ese hombre que busca no es, sin más, una respuesta ya hecha, válida de una vez para siempre y para todas las cuestiones, en cualquier contexto o problema frente a los cuales se encuentre. Y ello, aunque a veces la Iglesia parezca utilizar la Biblia —el depósito de la «revelación» de Dios— como un repertorio de respuestas ya hechas y universalmente válidas. Si observamos, por de pronto, ese llamado «depósito» de la revelación que es, para nosotros cristianos, el Antiguo y el Nuevo Testamento, es posible, y hasta conveniente, que nos sorprenda la multitud de imágenes, palabras, testigos y episodios que allí se encuentran. Y que, se supone, Dios usó para revelarnos algo. Así como es muy posible que nos sorprenda igualmente cómo tal procedimiento de comunicación entre Dios y el hombre haya terminado en una determinada fecha, vagamente establecida, como si esa revelación se hubiera agotado en su contenido o como si los hombres no necesitaran ya de más palabras de Dios para liberarse de todo lo que aún les impide ser colectiva e individualmente humanos.
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6. Si el lector desea ver un ejemplo de esto propuesto por el mismo magisterio de la Iglesia, puede, aunque no encuentre el término de «fe antropológica», hallar su equivalente en la explicación que hace la Gaudium et spes del proceso que lleva al hombre de buena voluntad al ateísmo. Mientras otros, al contrario, y a pesar de repetir las palabras de la «divina revelación», practican —y llevan a otros a practicar— una «fe» que es idolatría, ya que los valores con que se confunde en ellos la «palabra de Dios» no corresponden al Dios verdadero. «El ateísmo nace a veces como... protesta contra la... adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que... incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el auténtico rostro de Dios» (GS 19). 7. «He aquí que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3, 20). Esto no significa por cierto que Dios se vea, así, como obligado a «decir» aquello que el hombre está dispuesto a aceptar. La «palabra de Dios», al mismo tiempo que confirma las más auténticas expectativas del hombre, también «juzga» a éste. Como se verá más claramente en lo que sigue hay una circularidad en este proceso hermenéutico. Por eso la «palabra» invita a la «conversión» o a «mejorar» algo existente. Pero aun en ese caso, debe dirigirse, para ser comprendida como palabra humana, a una especie de búsqueda o aspiración que puede haber quedado relegada en el hombre a un segundo plano, a una hipótesis válida si la realidad fuera mejor, a algo que podría ser y que, por ello, interesa aunque signifique trastocar la constelación de valores (o antivalores) que se están poniendo por obra.
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Hay, en efecto, ciertas preguntas que un cristiano debe hacerse, por poco perspicaz que sea, en lo que hace a la revelación bíblica. Una, y la más visible tal vez, es la siguiente: después de la revelación que Dios hace de sí mismo y del hombre en su Hijo unigénito y cuando con él (y los testigos de su vida y mensaje) termina el depósito de la revelación, ¿por qué las palabras, imágenes y personajes anteriores se consideran aún como una revelación que exige todavía nuestra fe (cf. D. 783, 1787)? Otra pregunta afín surge del hecho de que, como se dijo, muy a menudo se busca en todo ese «depósito» de verdad revelada, respuestas hechas a las preguntas del hombre de hoy. Así por ejemplo, ¿cómo debe ser el matrimonio? Frente a esta pregunta, lo más común es que la Iglesia responda con las palabras que, al respecto, habría dicho Jesús (cf. Mt 19, 1-9 par) prohibiendo la separación de los cónyuges («que Dios ha unido»), el repudio de la mujer («salvo en el caso de fornicación», lo que nadie sabe a ciencia cierta cómo interpretar) y el contraer el marido (o la mujer, cf. Me 10, 12) nuevas nupcias. Ahora bien, si la fe obliga a aceptar, en la fe, esta respuesta para cualquier caso del presente, ¿es lícita hoy la poligamia que practicaban, con aprobación de Dios, los patriarcas, así como el repudio de la mujer aprobado por la ley de Moisés (Dt 24, 1 ss)? Si a esta cuestión, que no es más que un ejemplo entre mil posibles, se responde con un «sí», se opone uno directamente a lo que Jesús dice. Y si se responde con un «no», ¿qué sentido tiene pretender que todo el Antiguo Testamento es «palabra de Dios» como el Nuevo? No parece, por ende, que a esa pregunta que hacen a Jesús sus discípulos, se tenga respuesta alguna lógica mientras se siga pensando la «revelación» o «palabra» de Dios como un repertorio de preguntas y respuestas válidas de modo intemporal a la manera de una «información», siempre veraz, pues procedería de la Verdad misma. Y no vale decir que esto ocurre sólo en lo que se refiere a usos y costumbres morales. Prácticamente hasta el final del Antiguo Testamento, encontramos que los autores y actores que allí figuran no creen en la existencia de otra vida más allá de la muerte. ¿En qué sentido puede decir, entonces, el cristiano que cree en la «revelación» de Dios hecha en el Antiguo Testamento del mismo modo y por la misma razón por la que cree en el Nuevo? Más aún, en lo que concierne a Dios mismo hay variantes importantes entre los diversos autores veterotestamentarios. El caso más elocuente al respecto es el del libro de Job, donde, a raíz de los males que aquejan a este personaje legendario, el libro presenta una polémica entre dos teologías. Según una, representada por los amigos de Job y por Elihú —así como por la mayoría de
los libros del Antiguo Testamento—, los males que un hombre padece tendrían estricta relación con sus acciones pecaminosas. Job, examinando su propia experiencia, y aun sabiéndose pecador, niega tal ecuación y se opone, así, a la teología tradicional. Y Dios zanja la cuestión en favor del alegato de Job, aunque éste sea imprudente en pedir cuentas de sus males a Dios. El «justo que sufre», y que aun puede morir sin que Yahvé ponga de acuerdo su suerte con su conducta moral, se vuelve así una crisis teológica (cf. Sal 73, 44; Ecl 3, 16-22, etc.) a la que Israel dará diferentes soluciones. Porque, en efecto, ¿cómo compaginar la fidelidad —característica esencial de Yahvé— con una vida humana entera donde la justicia no tenga la última palabra? El Vaticano II, precisamente en su constitución Dei verbum, es decir, la que trata sobre la «palabra de Dios» y su «revelación», apunta hacia la solución más profunda y cabal de estos problemas globales. Allí dice de los libros del Antiguo Testamento: «aunque contienen algunas cosas imperfectas y transitorias, demuestran, sin embargo, la verdadera pedagogía divina» (VD 15). Esta declaración es digna de consideración por varias razones. La primera es que «cosas imperfectas y transitorias» puedan ser atribuidas a la «verdadera» revelación divina. Es evidente que, al hablar de cosas «transitorias» se alude a cosas que han dejado de ser verdaderas (o, por lo menos, total y perfectamente verdaderas) aunque lo fueran en tiempos pasados. Parecería que el concepto de «verdad» se relativizara. Ya Jesús indicaba lo mismo en lo referente a la validez o verdad de su concepción del matrimonio (cf. Mt 19, 8) o, para sólo recordar un caso célebre, en lo relativo a saber qué obligaciones había impuesto Dios para las actividades humanas en día de sábado (cf. Me 2, 27). Una vez más, Dios no parece preocuparse de que lo que «revela» sea verdad en sí mismo, verdad eterna, verdad inalterable, sino de que se «haga» verdad en la humanización del hombre. En otras palabras, no habla sino con un hombre que busca, y no le da recetas sino le guía en su búsqueda. De ahí la segunda cosa digna de consideración en el pasaje citado de la Dei verbum. La «revelación divina» no es un depósito de informaciones verdaderas, sino una «pedagogía» verdadera. La revelación que Dios hace de sí mismo y del hombre no consiste en acumular informaciones correctas a ese respecto. Es un «proceso» y en él el hombre no aprende «cosas». Aprende a aprender. Exactamente como en toda pedagogía; se guía a un niño (ésa es la etimología de la palabra) para que aprenda a buscar la verdad, usando de sus mismas equivocaciones y errores. Por eso en todo proceso de educación —aun en el más verdadero y hasta infalible— hay cosas «imperfectas y transitorias». Es, así, enormemente importante saber dónde se coloca lo «verdadero» en este tipo de
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procesos educativos. No es irrelevante el que el Concilio use el adjetivo «verdadero» para caracterizar no el primer nivel, sino el segundo. La pedagogía es un proceso de aprendizaje en segundo grado. Y su verdad no está en la verdad intemporal del primer nivel donde las informaciones se suman, sino en el segundo nivel de aprendizaje en que los factores para buscar y hallar la verdad se multiplican. Así, para volver a un ejemplo ya dado, si se le preguntara a un autor o lector de la mayoría de los libros del Antiguo Testamento si existe o no una vida más allá de la muerte, tendríamos, en el primer nivel, una respuesta (negativa) que es errónea. Por cierto que ésta raras veces se explícita, pues el problema no se plantea. Pero no nos cabe duda posible sobre qué respuesta recibiríamos si llegásemos a preguntar por esa vida ultraterrena (cf. Sal 30, 10; 88, 11; 115, 17; Ecl 3, 19-21, etc.). Sin embargo, una pedagogía tan certera y verdadera como fiel y verdadero es el Dios que la conduce, llevará un día a tratar de resolver la ecuación entre un Dios que es justicia, y el hecho de que un hombre bueno y justo tenga que vivir y morir en el dolor. Llegará así el día en que el hombre, guiado de esa manera, piense que la justicia practicada durante la vida tiene que sobrevivir a la muerte (cf. Sab 1, 15). Ese momento, el del verdadero planteo, multiplicará el valor liberador de la solución hallada y una dimensión nueva, escatológica, se añadirá a la histórica (limitada a la tierra y a esta vida) multiplicando su sentido. Pero, siguiendo con el ejemplo, ¿se habría ganado «verdad» si esa misma información acerca de la vida ultraterrena se hubiese dado mucho antes, por ejemplo en la época del exilio o de los grandes profetas? Por cierto, no es generalmente ni fácil ni útil manejar hipótesis que no se realizaron de hecho en la historia. Pero pensamos que los procesos educativos que conocemos llevan a concluir que el hecho de «adelantar» información, esto es, de darla sin atender al momento en que se halla el proceso pedagógico, habría obliterado una serie de importantes verdades con las que Yahvé se fue haciendo conocer en Israel mediante muchas experiencias críticas en búsquedas plenamente históricas. La información prematura de la vida ultraterrena hubiera precipitado a Israel en una búsqueda desubicada de Yahvé fuera de la historia. Y así, a pesar de ser materialmente verdadera —ortodoxa— esa información, habría generado errores más profundos y difíciles de salvar en el futuro. La pastoral, hoy, está frente a ese problema. Por eso, la necesidad de concebir la «revelación» no como una mera provisión de informaciones correctas sobre Dios y el hombre, sino como una «verdadera pedagogía» divina, debe modificar seriamente nuestra concepción de la relación existente entre revelación y verdad. No obstante, y aquí llegamos a la tercera
observación, la Dei uerbutn habla de lo imperfecto y transitorio en relación con el Antiguo Testamento solamente. No dice nada parecido en lo que respecta al Nuevo. Y esto da que pensar. ¿Habrá Dios cambiado su método de «revelar» después de Jesucristo, proveyendo desde entonces al hombre sólo informaciones perfectas e invariables o meramente aclaratorias? ¿O, frente a la Verdad divina y eterna ya revelada, habrá terminado ese proceso de búsqueda demostrado en el Antiguo Testamento? Aunque parecería indicarlo así, de manera implícita, la atribución de cosas imperfectas y transitorias específicamente al Antiguo Testamento, así como alguna declaración explícita del magisterio eclesiástico ordinario (cf. D. 2021), hay razones serias para pensar que, aun después de la revelación de Dios en Jesucristo, su hijo unigénito, la función reveladora del Espíritu de Jesús sigue acompañando el proceso de humanización de los hombres todos. Por una parte, está el hecho de que el mismo Nuevo Testamento lo dice así. Según la teología joánica, la misma desaparición física de Jesucristo, su tránsito de esta tierra a su invisibilidad gloriosa, es «conveniente». Agustín lo expresó de un modo muy simple e incomparablemente elocuente: «El mismo Señor, en cuanto se dignó ser camino nuestro, no quiso retenernos, sino pasar» \ Jesús mismo lo dice con otras palabras en su discurso de despedida, según el cuarto evangelio (lo que, si bien no es sinónimo de fidelidad histórica, sí pertenece a la «revelación» o «palabra» de Dios). Y explica el porqué de esa extraña conveniencia: «Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito... Os podría decir aún muchas cosas, pero no podríais con ello ahora. Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hacia la verdad completa» (Jn 16, 7.12-13). Encontramos aquí, por de pronto, la misma preocupación de todo proceso de aprendizaje en segundo grado, de todo enseñar a pensar, por no adelantar una información por el hecho de ser verdadera, ya que la «verdad» de que se trata en ese proceso está en otro nivel, y ese nivel requiere que un problema lleve a otros y que la información se encuadre dentro de la problemática real. Pero, además, encontramos, como en toda «pedagogía», la necesidad de que las (meras) informaciones mengüen con la creciente madurez. El aprender a aprender exige, a partir de cierto grado, la ausencia del maestro. O, por mejor decir, la sustitución del maestro físico, a quien se puede recurrir en la duda, por «su espíritu» que, con lo ya aprendido y los desafíos históricos nuevos, continúe llevando adelante el proceso. Pablo hace de esta madurez el núcleo mismo del mensaje cristiano. El «pedagogo» o, en este caso, la revelación «depositada
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Patrología latina, 34, 33. Citado por H. de Lubac, Catolicismo, Barcelona, 1963, p. 52.
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por escrito», termina su función. Debe dejar su lugar al Espíritu que conduce a la comunidad de Jesús a aprender «creando» en la historia, como hijos que somos de nuestro Padre creador (cf. Gal 3-5; 1 Cor 1, 10-16; 3, 1-9.21-23; Rom 8, 14-21). La comunicación gradual, paulatina, «pedagógica», que Dios nos hace de su verdad, que es también nuestra verdad, la que nos libera la historia donde se construye al hermano (cf. 1 Cor 3, 9; 10, 23-24), no puede cesar con Jesús. Cesa, sí, el maestro que nos habla desde una «escritura», pero continúa algo más importante, eficaz y maduro: el Espíritu de Jesús que nos sugiere lo que Jesús, de estar presente, hubiera querido decirnos ante los problemas de hoy 9 . Una pregunta a la que apunta el Vaticano II, aunque parece haber sido olvidada, es si la Iglesia cree, de veras, en ese Espíritu que lleva a la comunidad a toda verdad. Con lo dicho hasta aquí hemos dado un segundo paso desde el comienzo en que nos parecía que la revelación de Dios ya estaba toda hecha de su parte y que la única función del hombre era acatarla en la fe y aplicarla en la praxis. Con este segundo paso vemos que la revelación no sólo supone una búsqueda y una fe previa a la escucha de Dios que revela. Supone, además, la constitución de un pueblo que trasmite de generación en generación una sabiduría 10 . A través de cosas siempre imperfectas y transitorias, que se trasmiten por la misma existencia de la
9. De hecho, en los primeros siglos de la Iglesia se asimilaban a la «palabra (inspirada) de Dios», digna de ser creída «hasta el último ápice» —aun cuando no estuviera «depositada» en la Biblia—, los escritos de los santos Padres y las declaraciones dogmáticas de los primeros concilios ecuménicos (cf. D. 164-165 y 270). El que así Jesús no nos detenga, sino pase, como escribía Agustín, es el fundamento último de ese gran principio teológico que hizo suyo el Vaticano II a propósito del ecumenismo, pero que va mucho más lejos aún: a partir del evangelio existe «un orden o jerarquía en las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» (UR 11). Ello equivale a declarar que esa verdad final es la meta de una pedagogía, no el resultado de una información. 10. Vale aquí de todo el proceso y «tradición» bíblica (Viejo y Nuevo Testamento) lo que von Rad escribía sobre la «sabiduría» cuya búsqueda más específica caracteriza especialmente el último período del Antiguo Testamento: «Se podría casi decir que el conocimiento del bien no se adquiere sino en la vida común, de hombre a hombre, de situación en situación; con todo, no se recomienza de cero cada vez, porque siempre existe la base de un saber antiguo, de una experiencia muy rica» (G. von Rad, Israel et la Sagesse, Ginebra, 1970, p. 98). Y explica en estos términos cómo se construye esa «base» de sabiduría colectiva: «Nadie viviría un solo día si no pudiera hacerse dirigir por un vasto conocimiento empírico. Ese saber sacado de la experiencia le enseña a comprender lo que ocurre a su alrededor, a prever las reacciones de su prójimo, a emplear sus fuerzas en el momento oportuno, a distinguir el acontecimiento excepcional del acostumbrado y muchas cosas más. El hombre no es muy consciente de ser, así, piloteado, como tampoco de no haber elaborado él mismo sino una parte pequeña de ese saber experimental. Ese saber se le impone, está impregnado de él desde su edad más tierna, y apenas si, por su parte, lo modifica en algo. Ese saber experimental... no adquiere su importancia y su carácter de obligación sino cuando puede representar el bien común de todo un pueblo o de una gran parte de la población» {Ibtd., pp. 9-10).
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comunidad, ese «pueblo» se vuelve «tradición» " . Ello significa que la memoria y la pedagogía colectiva tienen una decisiva función en el mismo proceso de la revelación: hacen que cada generación nueva no tenga que comenzar desde cero su aprendizaje (de segundo grado). Recordando y re-asumiendo, de un modo vivido y asimilado a la propia identidad colectiva, las experiencias pasadas de un proceso donde la búsqueda, las soluciones y los desafíos de la historia convergen, cada generación es lanzada hacia una madurez más cabal y hacia una nueva, más profunda y más rica verdad. Para formar parte de esa comunidad en proceso hacia la verdad, guiada por Dios, es menester tener «fe» en ella. No en Dios directamente, porque no es él quien nos habla. Dios tiene testigos, pero esos testigos divinos no son individuos aislados: constituyen una comunidad, un pueblo al que Dios, con su «verdadera pedagogía», va encaminando hacia la verdad liberadora de todas las potencialidades creadoras del hombre 1 2 . Pueblo israelita, pueblo cristiano, cumplen una función de interpretación y trasmisión sin la cual no podríamos hoy reconocer dónde y cómo suena la «palabra de Dios». Sin Israel o sin Iglesia no hay, en el mundo que conocemos y dentro de la tradición cristiana, revelación de Dios. Así, este segundo paso que hemos dado desde la «revelación» a la «fe», nos muestra que el hecho mismo de revelar Dios algo con sentido supone no sólo un individuo en búsqueda, sino una comunidad, un pueblo comprometido en ese intento de aprender a aprender, buscando así la verdad. Sólo entonces Dios comunica algo. La fe no es la mera consecuencia de una aceptación pasiva e individual, en la fe, de una palabra que Dios nos habría dirigido. La comunidad de fe no sigue de esa manera el hecho, terminado, de una revelación efectuada por Dios. Forma parte integrante de ella. Pero hemos de dar un paso más y descubrir hasta qué punto y 11. Eso es lo que se llamó, y debe continuar llamándose hoy, «tradición». No el hecho discutible e incontrolable de que Jesús haya «revelado» personalmente a alguno a algunos de sus apóstoles o discípulos cosas que no fueron consignadas en el Nuevo Testamento y que habrían, de este modo, quedado como perdidas hasta que reaparecen años o siglos más tarde. Es así como se entiende la existencia de una «segunda» fuente de la revelación bíblica. Aunque el Vaticano II no quiso zanjar la cuestión entre una o dos «fuentes» de la «revelación», todo en la Dei verbum y en la mejor teología post-vaticana apunta a, o entiende por, «tradición» no una fuente separada —otra— sino el hecho de que el proceso de trasmisión no consiste en un libro o en una fórmula, sino en un saber que se trasmite en la experiencia (institucional, sin duda) de una comunidad viva, la Iglesia. 12. Esta fe, aunque esté en continuidad con la que hemos llamado «fe antropológica», tiene características propias que la hacen «religiosa». En efecto, es la adhesión a una comunidad que posee una «verdad» sobre Dios y sobre lo que ese Dios significa para la humanidad toda.
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cómo, de un modo inesperado, llega a formar parte de ella de una manera creadora. III.
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De todo lo dicho anteriormente, queda efectivamente aún una cuestión importante por resolver: ¿cómo hizo el hombre para distinguir la palabra «de Dios» de otras palabras «meramente humanas», dado que el lenguaje usado es el mismo y las opciones que plantea figuran en un abanico de posibilidades más o menos equivalentes? También se vio que ni siquiera se requería, para tal revelación, el que se tratara de la divinidad o se la mencionara. No hay que olvidar que, en el mismo Israel (para no hablar de otras religiones), dos profetas, por ejemplo Jeremías y Jananías, pueden apelar al mismo Dios para justificar dos orientaciones opuestas de la misma «pedagogía divina» (cf. Jer 28). ¿Qué es lo que permite introducir en la colección de «palabras de Dios» las profecías de Jeremías y no las de Jananías (teniendo, además, en cuenta, que ninguno de los dos mensajes proféticos fue verificado por los acontecimientos)? La misma Biblia se encarga de hacernos saber que durante siglos existieron en Israel opiniones contradictorias, pero autorizadas (y seguidas por diferentes autores) acerca de si la institución de la monarquía fue voluntad de Dios o un pecado de rechazo de Yahvé como rey por parte de Israel (cf. 1 Sam 8-10). Y, lo que es más, esta situación no cambia radicalmente en el Nuevo Testamento. No es tan fácil percibirlo porque todas las obras que contiene se han redactado en un período que no sobrepasa seguramente el medio siglo, siendo así que la redacción del Antiguo se extiende por un milenio. Pero ya en ese reducido espacio de tiempo se nos informa de serias divergencias no resueltas entre Pablo y el autor de la carta de Santiago (cf. Rom 3, 21-30 y Sant 2, 14-26) y entre Pablo y Santiago «el hermano del Señor» (o, por lo menos, sus seguidores: Gal 2, 12). En algún caso, la cuestión parece haberse resuelto por la vía fácil de incluir sólo una de esas opiniones en el Nuevo Testamento. En otros, queda a cargo de la comunidad cristiana del futuro la tarea de resolver la cuestión. Aunque constituya un dato importante en el mismo sentido, no trataremos aquí las opciones que la Iglesia deberá hacer sobre la «interpretación» de lo que quedó consignado en ese «depósito de la revelación» que es la Biblia. Nos interesa referirnos aquí únicamente a ese misterio que constituye la existencia misma de la Biblia: ¿cómo se reconoce la «palabra de Dios» y se la separa de lo que parece serlo pero no lo es? 458
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La respuesta es fácil y casi tautológica en el plano de la teología teórica: Cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia. Esta fe... es una virtud sobrenatural por la que... creemos ser verdadero lo que por él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas... sino por la autoridad del mismo Dios que revela (D. 1789).
Toda la dificultad para el hombre común reside en distinguir ese «cuando Dios revela» de ocasiones muy semejantes que podrían ser también tomadas como revelaciones de él. Es cierto que el hombre común identifica ese «cuando» privilegiado y merecedor de fe con la redacción de esa Biblia que hoy tiene en las manos. Pero luego se le ocurrirá, sin duda, preguntar: ¿cómo ha hecho la Iglesia para realizar esa colección que separa lo que Dios ha revelado de lo que Dios no ha revelado? También aquí la solución teológica es fácil. Y la da igualmente el Vaticano I: La Iglesia los tiene [los libros de la Biblia] por sagrados y canónicos, no porque, compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque contengan la revelación sin error; sino porque, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor (D. 1788).
Es, como decíamos, casi una redundancia esa respuesta. Porque es evidente que si se pretende que Dios ha usado para comunicarnos algo del lenguaje humano y si tales escritos tienen asimismo un autor humano, ese autor debe ser «inspirado» por Dios para que lo que escriba sea considerado como «revelación divina». Pero hablamos de redundancia porque históricamente hablando el problema del criterio continúa sin resolver. Sólo que ahora, en lugar de pretender saber cuándo Dios revela (para que podamos tener fe en lo revelado), hemos de preguntar cómo se sabe cuándo Dios «inspira» el escrito de un autor. A esta cuestión perfectamente lógica, pero extrañamente ausente de las preocupaciones de la teología más corriente, es particularmente sensible la teología de la liberación, pues el reconocer hoy lo que sería, para «nuestra» realidad, la «palabra que Dios diría» es una tarea que hay que reemprender una y mil veces dentro de las comunidades que forman la base de la Iglesia y que se interrogan por el contenido enriquecedor y liberador de su fe. Si Dios continúa su obra reveladora por su Espíritu, cómo reconocer hoy su «palabra» se vuelve un criterio eclesial decisivo. En realidad, tenemos dos respuestas a esta cuestión. Una es la (paradigmática) y cerrada negativa de Jesús a ayudar a sus oyentes a identificar la presencia de Dios, en sus obras y mensaje, por medio de «señales del cielo». La otra está constituida por los datos 459
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Dios revelado lo que hoy forma la Biblia. Por eso hoy es también verdad que, en la tarea de interpretar dónde estamos en presencia de Dios, los documentos de Medellín definen la tarea de una teología liberadora:
que brinda la historia sobre la formación del canon (o lista de los considerados inspirados por Dios) tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Esta historia, aunque no conocida en su totalidad, nos brinda elementos de juicio suficientes. La negativa de Jesús a brindar señales del cielo que sirvan para criterio de si sus oyentes están o no ante una presencia y revelación de Dios, tiene, según Lucas, un contexto muy preciso. Jesús ha devuelto el habla a un mudo. Los allí presentes se preguntan entonces si están ante un hecho que suponga el poder y, por ende, la presencia de Dios, o si podría existir otra explicación. Por ejemplo, el mismo poder de Satanás (quien habría quitado el habla al mudo) trasmitido a Jesús. Según Marcos, la negativa de Jesús es absoluta: no se dará a esta generación ninguna señal del cielo. Pero hay algo más. En cuanto a la posibilidad de que Jesús quite del hombre lo que en él introdujo Satanás, en virtud del poder de éste, Marcos ya señala el argumento que repiten los tres Sinópticos: la pregunta, aun hipotética, no tiene sentido. Porque, sea Dios o sea Satanás el que humaniza a un hombre, ello es ya un signo de que «ha llegado el fin del reino de Satanás» (Me 3, 26). Luego, comienza el de Dios, que es la consecuencia que saca explícitamente Lucas (11, 20). Dios se comunica con el hombre mediante actos o ideas. Pues bien, en ambos casos, sólo entenderá la comunicación quien esté a tono con las prioridades del corazón de ese Dios. Y para ese tal, la señal histórica de la liberación de un hombre es señal de la presencia y revelación de Dios. De la misma manera que no comprende lo que Dios quiere del sábado quien lee un libro, por divino que sea o por más truenos y relámpagos que hayan acompañado su edición. Dios se da a conocer como «revelando algo al hombre» cuando encuentra en éste una sensibilidad histórica convergente con sus propias intenciones. Por eso en Mateo y Lucas (dependientes de Q), Jesús da dos ejemplos de personas que, sin conocer la «revelación bíblica», han comprendido lo que Dios quería comunicarles y percibido su presencia reveladora en la historia: los habitantes de Nínive y la Reina del Sur (cf. Mt 12, 38-42). Según Lucas, estos paganos «han juzgado por sí mismos lo que es justo» (Le 12, 57), es decir, han reconocido una señal que está en la historia o, como dice Mateo, una «señal de los tiempos» (Mt 16, 3). En otras palabras, la selección de lo que es presencia o «revelación» de Dios en la historia de Israel primero, y en los actos y dichos de Jesús después, no la ha hecho Dios ni la ha marcado desde el cielo. Ha dado a los hombres la responsabilidad de señalarla, acertando de la mejor manera posible con las miras y prioridades de Dios que son también las del Reino. Sólo desde ese compromiso, fruto de la sensibilidad, se definió «cuándo» había
13. El problema, rigurosamente dogmático, que plantea la formación del canon (o lista) de los libros que contienen la «revelación» (Biblia), está conspicuamente ausente de obras tan perspicaces y profundas como el Curso fundamental sobre la fe de Karl Rahner (Barcelona, 1979). Una de las obras teológicas últimas que han tratado de subsanar esta carencia y han ido más al centro de esta materia es, a nuestro conocimiento, la de A. Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid, 1987. Nótese, en esta obra, la semejanza entre la aplicación que el autor de esta obra hace a la Biblia de la «mayéutica» socrática, y lo que aquí se ha llamado «aprendizaje en segundo grado» o proceso de «aprender a aprender». Ambos métodos suponen que la verdad, aun la de los misterios de Dios, no se recibe desde un «afuera» como si fuese una mera «información».
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Así como otrora Israel, el primer Pueblo, experimentaba la presencia salvífica de Dios cuando lo liberaba de la opresión de Egipto..., así también nosotros, nuevo pueblo de Dios, no podemos dejar de sentir su paso que salva, cuando se da... el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas (Introducción, 6).
Estas «señales» son ya suficientemente claras y experimentales para que «creamos» que «todo crecimiento en humanidad nos acerca a reproducir la imagen del Hijo para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Doc. Educación, 9). Decíamos que, amén del paradigma evangélico acerca de la importancia fundadora de las «señales de los tiempos», teníamos datos históricos suficientes como para construir lo que podríamos llamar un paradigma del «hecho teológico» de la formación del canon. Con esos datos en la mente, vamos a construir un ejemplo de cómo funciona dicho paradigma: el caso de Moisés en el Éxodo. Digamos, para simplificar, que no nos interesa, en el establecimiento de este paradigma, saber quién escribió tal relato. Es atribuido legendariamente a Moisés mismo, pero creemos que su redacción pertenece a uno o varios cronistas que escribieron en tiempos de David o de Salomón. Como decimos, el hecho es que el relato fue escrito. Tampoco, para los fines de este estudio, interesa saber cuál era el estatuto «historiográfico» de este relato en el momento en que fue redactado. Si se lo tomaba como una historia real o como un suceso mítico. En uno u otro caso y eso sí interesa, pasó a formar parte de la «fe» yahvista. Pues bien, uno de los teólogos que, a nuestro conocimiento, ha tomado más en serio la teología implícita en la construcción de un canon o lista de los escritos que contienen la «revelación divina» es A. Torres Queiruga (en su obra La revelación de Dios en la realización del hombre)13. Este autor resume así cómo Dios y los hombres interactuan en la creación de la palabra de Dios sobre el
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Éxodo. O, si se prefiere, cómo la «revelación divina» se reconoce en la liberación del pueblo judío de la opresión en Egipto: Desde su vivencia religiosa, Moisés descubrió la presencia viva de Dios en el ansia de sus paisanos por liberarse de la opresión. La «experiencia de contraste» entre la situación fáctica de su pueblo y lo que él sentía como voluntad salvadora de Dios, que quiere la liberación del hombre, le hizo intuir que el Señor estaba allí presente y que los apoyaba. En la medida en que fue logrando contagiar esta certeza en los demás, ayudándoles a descubrir también ellos esa presencia, suscitó historia, promovió el sentimiento religioso y, en definitiva, creó el yahvismo'".
Partamos de este texto y hagamos una serie de observaciones sobre lo que dice explícita y, sobre todo, implícitamente. Y el lector debe notar que lo usamos para nuestro propio intento, no para determinar el pensamiento de su autor. Primera. Se habla en el texto de un personaje que tiene lo que el texto llama «una experiencia de contraste». No importa en este momento cuál es su nombre. El relato bíblico lo llama Moisés y lo presenta como el protagonista de la narración del Éxodo. Pero es evidente que, cualquiera que sea el valor histórico de su relato, el autor del relato debe, él sí históricamente, haber tenido esa experiencia, pues juzgó relevante contarla y resaltarla como básica para la fe de Israel en su Dios. Es él el que «descubre» en los hechos del pasado que otros le trasmiten, una presencia reveladora de Dios y separa esos hechos del resto. Pues bien, lo primero que sobre él se constata es que esa «experiencia de contraste», como aquí se la designa, presupone una «fe» (antropológica) ya existente. Es decir, una determinada estructura de valores que lo sensibiliza ante esa situación de opresión y le hace pensar que Dios no puede quererla. Cuando otros pensaban que esa era la situación normal o el mal menor (cf. Ex 4, 1-9; 6, 12; Núm 11, 5, etc.). Ahí está la fuente de su interés que hace de un mero suceso o situación una «señal» de algo por hacer. Y lo que convierte su acción o narración en un «entusiasmo» transformador que luego se contagiará a otros. Segunda. ¿Por qué decimos que esa «fe» de «Moisés» (sea éste mismo, el Yahvista o el autor del Deuteronomio) era «antropológica», es decir, algo que parece oponerse a la fe «religiosa» en Yahvé? Queremos decir con eso que ese Moisés no tiene aún Biblia alguna. No podía recurrir, como es nuestra rutina, a «la palabra
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de Dios» para saber qué valores procurar y en qué orden. Ni, por ende, algo que le permitiera distinguir, entre las múltiples posibles voces de la realidad histórica, una «señal» inequívoca que le posibilitara «descubrir» con garantías la presencia reveladora de Dios. Tuvo, para ello, que hacer lo que hicieron, según el evangelio, los ninivitas o la reina del Sur que adoraban a dioses que no eran Yahvé. Es verdad que, en el relato, narrado cuando ya Moisés había sido aceptado como testigo de Yahvé, se narra que éste le dio a Moisés «señales del cielo», es decir, signos mágicos de que su misión, su deber, procedían de Dios mismo. Pero, en primer lugar, otros hombres, en el relato, pretenden, con semejantes argumentos mágicos, que no era ése el querer de Dios (cf. Ex. 11, 22, etc.). Más aún, otros libros de la que es hoy la Biblia, han sido reconocidos como «palabra de Dios» sin que medie ninguna aparición divina a su autor y sin que éste nombre una sola vez a Dios (como es el caso del Cantar de los Cantares) en una obra que podría haber sido escrita por un ateo, por ejemplo. Aquí «Moisés» es, por definición, so pena de recurrir a una cadena infinita, el hombre sin Biblia, sin «palabra de Dios» depositada. Debe apostar a lo que Dios «debe» querer. Y quienes lo sigan, deberán creer de la misma manera 15. Tercera. Nuestro texto habla de una «experiencia de contraste». O sea de lo que le parece algo que «señala» lo que Dios no quiere. Y que señala, por ende, la voluntad divina de «liberar» de ello a los hombres o, en este caso, a los israelitas. Hay, sin embargo, otras señales de los tiempos que apelan a la misma fe (a la misma estructura de valor o de ser) desde otras experiencias que no son el contraste. Por ejemplo, la de la celebración del valor alcanzado (como en muchos de los salmos), la de la alianza en la búsqueda de unos mismos valores (como en la predicación de varios profetas), o la de la promesa de una futura o cercana realización (como en las bienaventuranzas). Lo que es común a todas estas experiencias es la presencia, en la historia, de sucesos o cualidades que ponen en juego el sentido mismo de la existencia. El notarlas como señales —lo que ocurre con Moisés, según el
14. Ibid., p. 63. No queremos hacer al autor responsable de las conclusiones y extensiones que le damos al pasaje citado. Nos permitimos, sí, amistosamente, usar ese pasaje de su obra para nuestro propósito. Entendemos, no obstante, que ese pasaje no es algo escrito a vuelapluma, sino conclusión de un largo discurso. El autor repite un semejante resumen, con iguales o semejantes términos, en otros lugares de su obra (cf. Ibid., pp. 122, 125-126).
15. Esto que aquí se dice de Moisés es, como ya se ha indicado, paradigmático. Jesús, ¿no se halla acaso en una situación similar? Se dirá que Jesús sí tenía la Biblia para apoyar en la «palabra de Dios» sus pretensiones. Y que no se privó nunca de utilizarla. Pero ¿será ello así, en rigor de verdad? Hans Küng escribe con razón (aunque no saque la misma consecuencia que nosotros): «Toda la predicación y el comportamiento de Jesús no son otra cosa que una interpretación de Dios... Todo aquel que se adhería a Jesús con decidida confianza tenía que constatar a la vez una transformación, inesperada y liberadora, de lo que hasta entonces entendía por "Dios"» [Ser cristiano, Madrid, 1977, p. 402). No podía, así, Jesús apoyarse en la Biblia sola, sin apuntar a una actitud que causara una diferente hermenéutica de esa Biblia. De ahí vienen sus alusiones a los signos de los tiempos y a ese riesgoso criterio previo: «¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?» (Le 12, 57). Y eso, ante Dios y ante su «palabra» presente en la Biblia.
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texto— y el no dejar que pasen como irrelevantes dependerá de la fuerza con que esa fe, previa a la revelación (que esos momentos cumbres vehicularían), se vuelva sensible a las vicisitudes de esos valores, y no a otros en nuestra tierra humana. Cuarta. Mas ahora hemos de pasar de los hechos del Éxodo a sus lectores. Y, una vez más, no nos importa la diferencia que separa a quienes estuvieron con Moisés en su gesta de los que leen apasionadamente esa misma gesta siglos después. Porque, en unos y otros, ese acompañamiento supone el «contagio de un entusiasmo» y compromiso. A consecuencia de lo que precede, los israelitas contemporáneos de Moisés tienen a éste por «inspirado por Dios». Exactamente como los que leen con reverencia y como dirigido a sus vidas el libro del Éxodo tienen por «inspirado» al escritor (a quien también, por facilidad, llamamos aquí «Moisés», pero que era el Yahvista, el Elohista, Deuteronomista, etc.). Los contemporáneos de Moisés optaron entre seguir a éste o a líderes que les proponían como voluntad de Dios otras alternativas. Los lectores posteriores optan entre libros, entre relatos divergentes, posibles o reales de esos sucesos. Hubo obras donde esos mismos sucesos o no están narrados o están narrados bajo una luz diferente, o, finalmente, no son considerados como «señales» de la presencia activa de Dios. Y todo eso sucedió también antes de que existiera una Biblia. Es, por el contrario, la Biblia la que va surgiendo de esa elección entre libros (guiada por los mismos testigos y criterios que los acontecimientos allí narrados). Quinta. El texto que comentamos nos dice que, por contagio del entusiasmo suscitado por el descubrimiento de señales de una presencia divina liberadora, Moisés —y, por ende, el autor (o autores) que narra su gesta— «suscitó historia». Ello quiere decir que dio origen a un proceso histórico. Y lo hizo creando una comunidad, un pueblo, cuya identidad fundamental estaba asentada en la tradición ( = trasmisión) que optó por los mismos valores y por las mismas señales históricas. Y decimos que se crea así un «proceso» porque ese descubrimiento de la presencia de Dios no es estático. Por ejemplo, es diferente en el Éxodo (con fondo Yahvista y/o Elohista) y en el Deuteronomio. Hay varios «Moisés». Pero en una línea de crecimiento, frente a distintos desafíos históricos. Moisés no enseña una cosa hecha de una vez para siempre, sino cómo aprender a aprender. Cómo «descubrir» más señales en la historia de la misma presencia reveladora y liberadora de Dios. Sexta. El texto tiene la enorme audacia de decir que ese Moisés —pluriforme y progresivo— que suscita historia, «creó el yahvismo». Pero ¿acaso no fue la «revelación divina», inspiradora de Moisés, la que lo creó? Por cierto que sí. Pero los datos que poseemos sobre cómo se recopiló lo que hoy llamamos el Antiguo Testamento en Israel, es decir, el depósito escrito de la revelación,
nos hablan de la decisiva participación que tuvo en esa creación histórica, a partir del exilio, el mismo pueblo de Israel. La reducción del culto divino al único templo de Jerusalén bajo Josías, su imposibilidad durante el cautiverio y sus limitaciones posteriores, junto con la creciente diáspora, hicieron que la institución doblemente «laical» de la sinagoga, centrada en la «lectura» (e interpretación), desplazara cada vez más al culto. Y se volviera así, «más que ningún otro factor, responsable de la supervivencia del judaismo (yahvismo) como religión y de los judíos como un pueblo diferente» 16. Dios habla, es cierto, en un lenguaje humano, pero su palabra reveladora sólo comienza a ser tal cuando es reconocida, entre muchas otras, en la experiencia de la liberación fundadora (en «Moisés») y en su continuidad que sostiene a Israel. Séptima. No hay por qué suponer, finalmente, que lo que con cabal fundamento histórico se dice aquí de la creación del «yahvismo» no valdría también para la del «cristianismo». Y no estamos hablando de algo paralelo, que imita lo que pasó anteriormente. Es, desde un punto de vista histórico, la continuación del proceso de aquel «Moisés» cuyo descubrimiento fundó un pueblo, una tradición, un aprendizaje en segundo grado. Porque la sintonía inicial requerida para que una palabra entre mil sea reconocida como señal de que Dios habla, es criticada luego por esa misma palabra frente a nuevos desafíos. La hermenéutica es circular o, como algunos prefieren, semeja una espiral. Jesús y Pablo hacen una nueva experiencia liberadora: la de dejar la servidumbre de una situación de privilegio y tratar de estar al acecho de las señales de los tiempos que vienen de donde el hombre sufre, es pobre, oprimido, limitado en sus posibilidades humanas. De ahí que, como lo ve Pablo, se injertan nuevas ramas en el viejo árbol. El antiguo pueblo aprende o, mejor, continúa aprendiendo a aprender. No deja de buscar la verdad, porque la verdad sólo es tal cuando se convierte en humanización real. Así, aunque en forma por demás breve y que merecería un mayor desarrollo, hemos mostrado o intentado mostrar que la relación de estos tres términos —revelación, fe y signos de los tiempos— pueden, como la cristología, leerse en dos direcciones. Y que debe hacerse así para captar su riqueza.
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16. J. L. McKenzie, Dictionary of tbe Bible, Nueva York, 1965, p. 855, art. «Synagogue». Decimos que la sinagoga era doblemente laical, en el sentido de que no sólo era una institución a la que el pueblo (laos) concurría para sentirse y mantenerse pueblo con identidad propia (entre quienes lo rodeaban, regían y oprimían), sino porque estaba dirigida por laicos (no ordenados, o sea por los ancianos). Y los ordenados, sacerdotes o escribas, cuando visitaban la sinagoga, no eran distinguidos de los demás, aunque fueran tratados con especial cortesía (cf. Ibid.).
JUAN
LUIS
SEGUNDO
No es erróneo el orden «teológico» que deduce del dogma de la revelación la consecuencia lógica de que, si Dios usa hombres y lenguaje humanos para ella, los autores que han consignado, por inspiración divina, esa «palabra» son testigos dignos de «fe», y por cierto de «fe» en el sentido más estricto y teologal de la palabra. Es en ese sentido en el que santo Tomás afirma que «en la fe, la razón formal es la verdad primera, es decir, que nos adherimos a las verdades de la fe sólo porque han sido reveladas por Dios y en la medida en que han sido reveladas por Dios» 17. Y puede deducirse, asimismo, que esa verdad primera debe ejercer su función de interpretación y discernimiento de todas las aspiraciones humanas que, como la de la liberación, surgen en la historia como signos de los tiempos 18. No obstante, como sucede también con las cristologías desde arriba, de Dios al hombre, existe el peligro de que olviden el orden en que, en el proceso de la historia cognoscitiva y práxica del hombre, la verdad se va abriendo camino desde lo más imperfecto a lo más perfecto. Y, siguiendo ese camino, que el evangelio recuerda y que la historia de la redacción y del canon de la Biblia muestran, el orden opuesto tiene también su verdad y su gran sentido liberador. Los signos de los tiempos, leídos con un corazón abierto y sensible, son los que impiden que la «letra» aneja a toda revelación que se haga en lenguaje humano pueda volverse mortífera (2 Cor 3, 6) —aun la del evangelio— y hacernos errar en lugar de llevarnos al encuentro del corazón de Dios. Esos signos muestran un camino que, al ser compartido, forma pueblo e historia. Son como indicaciones de que la historia tiene un sentido y que es razonable apostar por él. Y de la riqueza compartida comunitariamente de esa experiencia liberadora, brota una fe razonable, no un fideísmo o un instrumento mágico. Cuando esa fe que se vuelve tradición nos va conduciendo a la verdad que humaniza a nuestros hermanos y nos compromete definitivamente, sabemos que en ella está Dios presente y guiándonos. Revelándonos la verdad del hombre que debe ser.
CENTRALIDAD DEL REINO DE DIOS EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN ]on
I.
Sobrino
LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
C O M O TEOLOGÍA DEL REINO DE DIOS
17. Citado por A. Liégé, en la obra colectiva Initiation tbéologique, t. III, París, 1952, p. 518. 18. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la «Teología de la liberación», I, 1-2; II, 1-4.
Toda verdadera renovación en la teología proviene de contestar a la pregunta por lo que sea «último» en la fe cristiana. Esto presupone que la fe cristiana está hecha de una diversidad de realidades que pueden ser organizadas y jerarquizadas. Que existe una jerarquía de verdades para la fe es una obviedad desde el Vaticano II, pero el organizarías y jerarquizarlas desde un principio último es cosa de la teología. Esta debe buscar aquello último que mejor dé cuenta de la totalidad de la fe, y según se determine eso último así será la teología. En nuestra opinión esto es lo que ha ocurrido en la teología desde hace un siglo con el redescubrimiento de que el mensaje de Jesús era escatológico. Sus descubridores propusieron un contenido concreto a lo estatológico: el reino de Dios; pero la importancia del descubrimiento fue más allá de la determinación del contenido. Para la teología esto significaba el fin del mero positivismo teológico, dogmático o bíblico, y el comienzo de teologías escatológicas; es decir, de teologías que han tratado de nombrar lo último de la fe y de desarrollarse desde eso —terminando con el equívoco de adecuar escatología con los novísimos—. El nombrar lo último ha supuesto la determinación de un eschaton desde lo específico de la fe y de un primado de la realidad. Como eschaton pueden fungir la proclamación del kerygma de Jesucristo crucificado y resucitado (Bultmann), la comunicación a la historia del misterio santo (Rahner), el punto omega (Teilhard de Chardin), la resurrección universal (Pannenberg); a lo que corresponde un primado metafísico-antropológico diversamente entendido como
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el primado de la existencia y la decisión, el primado del futuro, de la promesa y de la esperanza, el primado de la evolución, de la incondicional apertura del misterio, etc. 1.
Respuesta de la teología de la liberación a la pregunta por el eschaton
La teología de la liberación se entronca formalmente en esa forma de hacer y comprender la teología. Nombra algo último que puede fungir como principio organizador y jerarquizador de todo lo demás. Lo que sea el «primado» de esa teología le viene dado por su mismo nombre: la liberación; comprendida esencialmente como liberación de los pobres. En este sentido la teología de la liberación es también una teología escatológica, pues hace de la liberación no sólo un contenido de la teología, por muy importante que ésta sea, sino un contenido último y jerarquizador. Por ello la teología de la liberación no es teología regional ni menos reduccionista. Al dar primado a la liberación de los pobres propone este contenido como aquello desde lo que se puede organizar el todo de la teología: lo que sea Dios y su Cristo, gracia y pecado, Iglesia y sociedad, amor y esperanza, etc. A la teología de la liberación la llamamos escatológica no porque al añadir el adjetivo «integral» a la liberación se puedan aumentar cuantitativamente sus contenidos y convertirse en teología totalizante, sino porque desde la liberación de los pobres se piensa que es posible —y en América latina necesario y conveniente— organizar cualitativa y jerarquizadamente el todo de la teología. Lo que queremos analizar en este trabajo es qué realidad de la fe, qué eschaton corresponde más adecuadamente a una teología que da el primado histórico a la liberación de los pobres. En otras palabras, cómo formular lo último de manera que se haga justicia a la revelación de Dios y a la histórica liberación de los pobres. En la elección de ese eschaton para la teología —obviamente no se trata de elección para la fe— se ofrecen dos posibilidades que hoy son tenidas muy en cuenta por las teologías creativas y que en principio serían también aptas para incorporar el esencial interés liberador de la teología de la liberación. Estas dos posibilidades son: la resurrección de Cristo (entendida como inicio de la resurrección «universal») y el reino de Dios. Ambas realidades son escatológicas desde una comprensión bíblica y sistemática y ambas expresan en sí mismas liberación. Por ello son usadas en varias teologías modernas, aunque unas se inclinan por una posibilidad y otras por otra. Por recordar algunos ejemplos importantes, Bultmann se inclina exclusivamente por la resurrección, más exactamente por la 468
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predicación del kerygma de Jesucristo crucificado y resucitado, como el verdadero acontecimiento escatológico, con la triple connotación de ser juicio, salvación y presencia de lo último en la historia. El reino de Dios no es considerado por pertenecer, como todo lo del Jesús histórico, a los presupuestos, ni a la teología del Nuevo Testamento. Pannenberg valora más el reino de Dios como lo escatológico, pues el anuncio de su venida —cercana, aunque no realizada— posibilita y exige que ya en la historia se viva en radical apertura y se realice así lo último. Sin embargo el acontecimiento escatológico definitivo, también para la teología, es la resurrección de Jesús, pues en ella se ha cumplido, aunque provisionalmente, el objeto de la apertura del hombre y la revelación de Dios. Moltmann se orientó en sus comienzos más desde la resurrección y su correlativa esperanza, pero cada vez más ha ido formulando el eschaton también desde lo histórico, desde los pobres, desde su liberación y, así, desde el reino de Dios. Estos recordatorios sólo pretenden poner un marco en que mejor se entienda la respuesta que da la teología de la liberación a la pregunta por el eschaton. Para esa teología lo que funge como lo último es el reino de Dios. No significa esto, por supuesto, que ignore la resurrección, ni que no vea su dimensión claramente escatológica; pero para hacer una teología que da primado a la liberación de los pobres ve mejor expresado el eschaton como reino de Dios. Esta primacía del reino de Dios no se deduce de tal o cual afirmación explícita, aunque las hay, sino del quehacer concreto de la teología de la liberación, de aquello por lo que muestra más interés y analiza más en detalle, de aquello que se relaciona más frecuentemente con lo que es su primado: la liberación de los pobres. Ya en los comienzos, en el clásico libro de G. Gutiérrez Teología de la liberación, se revaloriza claramente el enfoque escatológico de la teología, pero al servicio del problema mayor de su teología: liberación y salvación histórica. Y se concluye con el reino de Dios como la realidad más adecuada para expresar la liberación, aunque en este libro el tratamiento del reino no se haga desde un punto de vista bíblico sino desde el magisterio de la Iglesia \ Desde entonces no se puede negar que en las cristologías 2 y las eclesiologías 3 de la teología de la liberación se ha dado gran 1. Teología de la liberación. Perspectivas, Lima, 1971, pp. 201-21.5, 183-200, 216-229. 2. L. Boff, Jesucristo y la liberación del hombre, Madrid, 1981; J. L. Segundo, El hombre de boy ante jesús de Nazaret, Madrid, 1982; Echegaray, La práctica de jesús, Lima, 1981; J. Sobrino, Cristología desde América latina, México, 1977; jesús en América latina, San Salvador, 1982; «Jesús de Nazaret», en C. Floristán-J. J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid, 1983, pp. 480-513. 3. L. Boff, Eclesiogénesis, Santander, 1979; Iglesia, carisma y poder, Santander, 1984; 1. Eliacuría, Conversión de la Iglesia al reino de Dios, Santander, 1984; R. Muñoz, La Iglesia en el
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importancia al reino de Dios y se ha hecho de él in actu lo central y lo último o, al menos, algo más central y más último teológicamente que otras cosas. I. Ellacuría ha explicitado esa centralidad del reino de Dios en la teología de la liberación afirmando que éste es «el objeto mismo de la teología, de la moral y de la pastoral cristianas: la mayor realización posible del reino de Dios en la historia es lo que deben perseguir los verdaderos seguidores de Jesús» *. 2.
La primacía del reino de Dios
Si el hecho nos parece claro, más importante es analizar por qué la teología de la liberación da preferencia al reino de Dios como el eschaton. Variadas son las razones y trataremos de resumir las más importantes. a) La teología de la liberación, en su propio quehacer, tiene un determinado talante que no se puede negar, sean cuales fueren sus aciertos y limitaciones. En ello no se diferencia totalmente de otras teologías, pero sí recalca algunas dimensiones del quehacer teológico que le son más específicas que a otras teologías. La teología de la liberación es claramente una teología histórica que busca historizar y verificar en la historia todos los contenidos de la fe y también los estrictamente trascendentes. Su propio nombre no es más que la historización de lo central de la fe cristiana: la salvación como liberación. Es también una teología profética que tiene en cuenta como algo central el pecado y el pecado histórico, como aquello que hay que desenmascarar y denunciar. Es una teología práxica que se comprende a sí misma como momento ideológico de una praxis eclesial e histórica; es decir, que está interesada antes que nada en transformar la realidad, aunque defienda su status teológico y crea que a través de ello se puede ayudar a la transformación de la historia. Es una teología por último popular —aunque haya diversas comprensiones de ello— que ve en el pueblo, en su doble connotación de pobreza y colectividad, el destinatario y, en algunas teologías, aunque analógicamente, incluso el sujeto de la teología. Siendo esto así, no es de extrañar que la teología de la liberación encuentre espontáneamente en el reino de Dios una pueblo, Lima, 1983; A. Quiroz, Eclesiología en la teología de la liberación, Salamanca, 1983; J. Sobrino, Resurrección de la verdadera Iglesia, Santander, 1981. 4. I. Ellacuria, «Aporte de la teología de la liberación a las religiones abrahámicas en la superación del individualismo y del positivismo», manuscrito de una ponencia presentada al Congreso de religiones abrahámicas, Córdoba, España, febrero de 1987.
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realidad más apta que otras para desarrollar su propio talante y guiar su propio quehacer. Veamos, ya que no se puede obviar la cuestión, por qué la teología de la liberación no hace de la resurrección, el otro símbolo del eschaton, aquello que mejor puede organizar el todo de la teología. La resurrección de Jesús, entendida como primicia de la resurrección universal, ofrece sin duda importantes elementos para fungir como lo último: la plenificación y salvación absolutas y, así, la liberación absoluta, la liberación de la muerte; la radical esperanza que exige y desencadena, más allá y contra la muerte, la ultimidad y universalidad de la revelación de Dios. La resurrección puede también ser interpretada —y no necesariamente en base a una arbitraria interpretación, sino en base a los textos bíblicos— de tal manera que recoja e ilumine importantes elementos que interesan a la teología de la liberación. Puede así decirse que la resurrección de Cristo no es sólo revelación del poder de Dios sobre la nada, sino el triunfo de la justicia; que la resurrección ofrece en directo no una esperanza universal, sino una esperanza parcial —aunque después pueda ser universalizada— para las víctimas de este mundo, a los crucificados —como Jesús— de la historia; que la resurrección puede desencadenar una esperanza absolutamente radical para la historia, pues si Dios se muestra con poder para liberar de la muerte, mayor poder tendrá para liberar de la opresión; que la resurrección no es sólo un símbolo de esperanza personal-individual, sino también de una esperanza colectiva, pues la resurrección de Jesús es presentada en su misma entraña como resurrección del primogénito, a la que debe suceder —para que el mismo concepto tenga lógica interna— la resurrección de otros muchos; que la resurrección asume y da la debida importancia —a diferencia de otras expresiones de la esperanza de supervivencia, como la del pensamiento griego— a lo materialcorpóreo, pues todo el ser humano es el que resucita y queda asumido en la plenitud; que incluso la resurrección puede ser ya vivida en la historia, historizada por lo tanto, al dejar sentir su fuerza específica en una determinada manera de vivir el seguimiento de Jesús en gozo y libertad —realidades ambas que reflejan en la historia limitada lo plenificante de la resurrección—. Todo esto es desarrollado en varias teologías y es valorado por la teología de la liberación J . Pero, con todo, es evidente que para que la resurrección pueda fungir como lo último para una teología con el talante descrito hay que hacer un inmenso esfuerzo de interpretación. Dicho de otra forma, la resurrección puede interpretarse de tal manera que pueda fungir como lo último para la 5. Varios aspectos de esta interpretación de la resurrección los hemos desarrollado en Jesús en América latina.
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teología de la liberación; pero esa interpretación tiene menos obvias apoyaturas en la realidad histórica, tal como ésta es captada en su primariedad. La resurrección, que en sí misma tiene gran fuerza para expresar el sentido último de la historia y la radical esperanza, no tiene tanta fuerza para mostrar cómo haya que vivir en la historia. Tiene gran fuerza para mostrar la utopía final, pero no tanta para mostrar cómo haya que vivir ya ahora y encaminarse hacia esa utopía. La resurrección, además —como cualquier otro símbolo de plenitud que se elija, incluido el del reino de Dios—, ofrece también, no en el concepto, pues en él se puede superar, pero sí para la vida real, su propia peligrosidad. No debieran asustar estas palabras, pues cualquier cosa que tocamos los seres humanos por buenas y santas que sean —sea la oración o la lucha por la justicia— queda sometida a nuestra limitación y concupiscencia. No se puede negar, pues lo afirma repetidamente la historia, que una orientación teológica unilateral hacia la resurrección puede y suele fomentar un individualismo sin pueblo, una esperanza sin praxis, un entusiasmo sin seguimiento de Jesús; en suma, una trascendencia sin historia. Desde los entusiasmos de la comunidad de Corinto hasta los entusiasmos actuales, católicos, protestantes y sectarios, la historia lo muestra abundantemente. A este peligro la teología de la liberación es especialmente sensible por su talante descrito. Todo lo dicho sobre la resurrección hay que entenderlo bien. No se dice, por supuesto, que la resurrección de Cristo, primicia de la resurrección universal, no sea una realidad y una realidad central para la fe y para la teología; no se dice que en la teología de la liberación no se le dé la debida importancia a la resurrección, pues es tratada debidamente en las cristologías y es tenida en cuenta en la formulación de la utopía cristiana. No se ignora que en la resurrección aparecen mejor y más radicalmente expresados, mejor incluso que en «el reino de Dios», algunos aspectos de la fe: la- radicalidad de la utopía, la definitiva manifestación de Dios, la gratuidad última. No se niega que la resurrección pueda fungir como antídoto contra una concepción puramente dolorista y resignada de la cruz, a la que tendería una religiosidad popular tradicional; ni que, por otra parte, no sea útil para criticar utopías no consecuentemente radicales 6 . Lo único que se quiere decir es que para la teología de la liberación la resurrección no es vista como realidad tan apta como la del reino de Dios para fungir como lo último, para organizar y jerarquizar teológicamente el 6. P. Miranda llega a decir que Marx no tuvo la suficiente dialéctica como para llegar a concebir una transformación del mundo que incluyese «la resurrección de los muertos»: cf. Marx y la Biblia, Salamanca, 1972, p. 315.
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todo de la fe. La resurrección es muy tenida en cuenta, pero dentro de algo más abarcador que es el reino de Dios. b) Además de que el reino de Dios corresponde mejor al talante de la teología de la liberación, se ve en él una mayor capacidad de organizar sistemáticamente el todo de la teología, tal como ésta debe llevarse a cabo en una realidad como la del Tercer Mundo. I. Ellacuría, que insiste en hacer del reino de Dios el objeto de la teología, lo ejemplifica de la siguiente manera. Aunque la cita es algo larga, la ofrecemos para ahorrarnos largos comentarios. Esta concepción de la fe desde el reino de Dios lo que hace es poner en conjunto indisoluble a Dios con la historia... El reino de Dios evade toda una serie de desviaciones peligrosas. Supera el dualismo reino (terrestre) y Dios (celestial), de modo que los que cultivan el mundo y la historia estarían haciendo algo meramente positivista mientras que los que se dedican a Dios estarían haciendo algo trascendente, espiritual y sobrenatural. No acepta que el reino de Dios se identifique con la Iglesia y, menos aún, con lo institucional de la Iglesia, lo cual supondría por un lado la evasión del mundo al interior de la Iglesia y por otro un empobrecimiento del mensaje y de la misión cristianas que acaban mundanizando y secularizando la Iglesia al conformarla en su institucionalidad con valores secularistas de dominación y riqueza y sometiendo a ella lo que es mucho mayor que ella, el reino de Dios. No deja que se manipule el nombre y la realidad de Dios en vano porque comprueba su invocación en los signos históricos de justicia, fraternidad, libertad, opción preferencial por los pobres, amor, misericordia, etc., sin los cuales no se puede hablar de presencia salvífica de Dios en la historia. El reino de Dios como reinado de Dios entre los hombres pone de manifiesto la malicia histórica del mundo y con ella el reino del pecado, la negación del reino de Dios. Además de un cierto pecado natural (original) y de un pecado personal (individual), el anuncio del reino y la dificultad de implantarlo hace presente un pecado del mundo, que es fundamentalmente histórico y estructural, comunitario y objetivo, fruto a la vez y causa de otros muchos pecados personales y colectivos y que él mismo se propaga y se consolida como la negación permanente del reino de Dios. No es que las estructuras pequen, como algunos les hacen decir a los teólogos de la liberación, pero las estructuras manifiestan y actualizan el poder del pecado y en ese sentido hacen pecar y dificultan sobremanera el que los hombres lleven la vida que les corresponde como hijos de Dios. Ese poder pecaminoso es absolutamente real, es en sí pecado y fruto del pecado —recuérdense las explicaciones tradicionales del pecado original—, pero además hace pecar al obstaculizar el dinamismo del reino de Dios entre los hombres, la presencia del Espíritu vivificante entre las potestades y los poderes de la muerte. Recobra así el mal del mundo una dimensión trascendente sin separarse de la inmanencia que le es propia... La destrucción de la vida humana o su empobrecimiento no es ni tan siquiera un problema puramente moral sino que es también y sin fisuras o diferenciaciones un problema
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teológico, el problema del pecado puesto en acción y el problema de la vida negada en la existencia humana. 7
En esta larga cita se puede apreciar que la primacía que se da al reino de Dios reside en su capacidad de unificar, sin separación ni confusión, trascendencia e historia, superando peligrosos dualismos y ofreciendo una verificación a la realización de lo trascendente en la historia. Desde ahí pueden y deben comprenderse contenidos esenciales, como Cristo y la Iglesia, sin el peligro de abstracciones idealistas o de suplantación espúrea del reino por lo que no lo es. Además, aunque no se use esta terminología en la cita, el reino de Dios es lo que hace redescubrir el antirreino, el mundo de pecado; y, de nuevo, unificadamente: como mal histórico y trascendente. La dualidad última en la realidad, en cuanto dualidad irreconciliable, no aparece tanto en el binomio trascendencia e historia —que pueden y deben ser reconciliadas—, sino en el binomio irreconciliable de reino y antirreino, historia de gracia y de pecado. El reino de Dios, comprendido con esa radicalidad, ofrece a la teología de la liberación dos cosas a las que no puede renunciar. La primera es una totalidad, necesaria para que la teología de la liberación sea simplemente teología. La segunda es una determinada historización de esa totalidad, necesaria para que la teología pueda ser teología de la liberación. Las diferentes tensiones que aparecen en cualquier teología que quiere ser fiel a la totalidad del mensaje aparecen planteadas en la realidad del reino de Dios, pero resueltas de tal manera que se mantiene y aun potencia lo más específico de la teología de la liberación. El reino de Dios implica trascendencia e historia, salvación y liberación, esperanza y práctica, lo personal y lo comunitario-popular. Los elementos que aparecen en la segunda parte de las tensiones son los más específicos —por novedosos, no por excluyentes de los otros— de la teología de la liberación. El reino de Dios ofrece entonces la posibilidad de tomar seriamente en cuenta los aspectos más novedosos de la teología de la liberación y de elaborarlos dentro de la totalidad de la fe. Con ello se mantiene la especificidad de la teología de la liberación y su identidad cristiana. Vista la liberación desde el reino de Dios se hace justicia a la intuición original de la teología de la liberación y se enmarca a ésta en una totalidad que por su naturaleza lleva a plantear la plenitud de la liberación —«liberación integral» se la llama en lenguaje ortodoxo, aunque poco expresivo— sin que esto quite radicalidad a la intuición original.
7. I. Ellacuría, «Aporte...», pp. 10-12.
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c) El talante y deseo sistematizador de la teología de la liberación explica por qué tiene primacía el reino de Dios. Pero existe todavía una razón más primigenia. La teología es siempre un acto segundo en y ante una realidad y la teología de la liberación lo recalca explícitamente. Pues bien, es la realidad latinoamericana y en general la del Tercer Mundo la que clama por un reino de Dios, sea como fuere el modo de formularlo. El hecho mayor en América latina es la masiva e injusta pobreza que acerca a la muerte a las mayorías. Por otra parte el hecho más novedoso es la esperanza de vida justa, de liberación. Esa realidad es la que exige ser reflexionada y ante la que hay que reaccionar con primariedad y, lógicamente, con anterioridad a cualquier reflexión teológica e incluso a cualquier determinada fe. Es la misma realidad la que exige ser vista como realidad de vida o de muerte, la que hace la pregunta por la esperanza o por la desesperación, la que exige una opción en favor de la vida o de la muerte. La captación de la realidad primaria como pobreza injusta y esperanza de vida justa, y como exigencia a apostar en favor de la vida puede después ser reformulada en la reflexión teológica como precomprensión necesaria para entender la revelación de manera adecuada, y puede ser teologizada como signo de los tiempos y manifestación de la volutad divina. Todo ello es verdad y lo hace la teología de la liberación. Pero en sí mismo es algo más primigenio; es la captación de una realidad que en sí misma posee su propio clamor. Pues bien, cuando la teología ve la realidad latinoamericana en ese primer momento pre-teológico, encuentra, sin caer en ingenuidades ni anacronismos, una realidad que tiene gran afinidad con la realidad en que surgió la noción de reino de Dios, tanto bíblicamente en ese lenguaje como extrabíblicamente en otros. Es verdad hoy que existen pueblos enteros injustamente oprimidos y que tienen esperanza de vida; es verdad hoy que ése es el hecho mayor desde el cual se comprende mejor la totalidad y las diversas dimensiones éticas, práxicas y de sentido que emergen de ella. Si eso es verdad y si esto está en afinidad histórica con la realidad en que cuajó la formulación de la utopía como reino de Dios, es entonces bastante obvio que la teologización de la realidad del Tercer Mundo se haga usando la teología del reino de Dios. La realidad histórica actual es la que hace en último término que el reino de Dios sea hoy más útil que otros conceptos para elaborar teológicamente la realidad. La afinidad entre ambas realidades, la actual del Tercer Mundo y la de los pueblos que forjaron el «reino de Dios», es también lo que posibilita comprender mejor lo que entonces significó el reino de Dios. El Horizontsverschmelzung (entrelazamiento de horizontes) que exige la hermenéutica se realiza antes que nada en la misma realidad. 475
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Lo que ha ocurrido entonces en la teología de la liberación es que en un momento pre-teológico se ha captado la realidad como irrupción del pobre con una esperanza de liberación. Esa captación supone un pre-juicio, si se quiere; pero en ello está el origen de la teología de la liberación. Cuando ésta se constituye formalmente en teología desde el primado del pobre o, más exactamente, de la liberación del pobre, se enrumba según la teologización que de eso mismo se hizo hace muchos siglos en el Antiguo Testamento y en Jesús: el reino de Dios. La situación histórica es la que en último término fuerza a esa elección. En otros lugares en que la teología no ha podido descubrir la irrupción del pobre —por pasar ésta más desapercibida o por no tener interés en descubrirla— no se ha enrumbado hacia el reino de Dios, sino hacia la resurrección. En América latina y en el Tercer Mundo en general, sin embargo, la actual y previsible situación histórica sigue forzando a la teología a enrumbarse según el reino de Dios. Puede mantenerse la esperanza última de una resurrección universal, pero la urgencia del clamor se dirige al advenimiento del reino de Dios. Y aquí está en definitiva —además de en el urgente recordatorio ante el olvido teórico y práctico que parece darse en la Iglesia— la razón y finalidad de volver al tema en este trabajo. El Tercer Mundo sigue necesitando urgentemente de liberación y el mejor tratamiento teológico de ésta sigue haciéndose desde el reino de Dios.
II. LA DETERMINACIÓN DEL REINO DE DIOS EN EL EVANGELIO
Que el reino de Dios sea algo central en la teología de la liberación nada dice todavía de lo que es ese reino. Su determinación actual —lo que abordaremos en el siguiente apartado— no es cosa fácil. Pero ni siquiera lo es su determinación evangélica. Y ello por una razón obvia: Jesús, que tantas veces usa la expresión, que tanto intenta esclarecerlo en sus parábolas, nunca dice con exactitud qué es ese reino: «Jamás nos dice Jesús expresamente qué es ese reino de Dios. Lo único que dice es que está cerca» 8, afirma Kasper con razón. De ahí no se deduce, por supuesto, que nada pueda saberse de lo que el reino de Dios significó para Jesús. Lo que sí se deduce es la necesidad de un método o, digámoslo más modestamente, de una vía para averiguarlo. En nuestra opinión, las cristologías sistemáticas, cuando abordan el tema del reino de Dios bíblica- / mente, usan de varias vías que vamos a llamar: 1) la vía nocional, 2) la vía de la práctica de Jesús y 3) la vía del destinatario del reino. Estas vías no son excluyentes sino complementarias; pero 8.
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W. Kasper, Jesús, el Cristo, Salamanca, 1976, p. 86.
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según se use una u otra, según se haga más énfasis en una o en otra, así será la noción que se desprenda del reino de Dios. El aporte de la teología de la liberación a la determinación del reino de Dios no consiste especialmente en descubrimientos exegéticos. Consiste más bien en insistir en la limitación y peligrosidad de considerar sólo la primera vía, y en recalcar la necesidad de la segunda y especialmente de la tercera. Eso lo muestra la teología de la liberación en su propio quehacer cuando analiza el anuncio de Jesús del reino de Dios. Lo que haremos a continuación es analizar por separado cada una de las vías, insistiendo en aquellos aspectos en que más específicamente insiste la teología de la liberación. Su aporte más específico está, entonces, en el método para llegar a determinar lo que es el reino de Dios. 1.
Vía nocional
La vía nocional intenta averiguar lo que fue el reino de Dios para Jesús a partir de la noción que el mismo Jesús pudo tener de él. Se analizan así las diversas nociones del reino en el Antiguo Testamento y en los contemporáneos de Jesús (Juan Bautista, zelotas, fariseos, grupos apocalípticos, etc.), se indaga de esta forma lo que Jesús pensó del reino. El resumen de estas investigaciones —expresado en términos formales— suele ser el siguiente: Jesús anunció una utopía, algo bueno y salvífico, que se acerca. Esto es verdad y lo asume la teología de la liberación. L. Boff, por ejemplo, dice bellamente que al anunciar la venida del reino «Jesús articula un dato radical de la existencia humana, su principio esperanza y su dimensión utópica. Y promete que ya no será utopía, objeto de ansiosa expectación (cf. Le 3, 14), sino topía, objeto de alegría para todo el pueblo (cf. Le 2, 9)»9. El problema está en cómo se concreta un poco más esa noción de reino de Dios, y en ello se nota la importancia que se le da o no a las otras dos vías. Cuando éstas no están activamente presentes en la investigación —decimos activamente porque de algún modo siempre están presentes— la noción del reino suele quedar en suma vaguedad y abstracción. Esto no quita que lo que se diga del reino no sea algo verdadero, bueno y santo, algo —digámoslo así— con lo que Jesús también estaría de acuerdo. Pero esa vaguedad y abstracción no ayudan para saber lo que en concreto fue el reino para Jesús y pueden ser peligrosas cuando hacen pasar a segundo plano o simplemente ignorar cosas importantes que Jesús quiso decir con el reino de Dios. Veamos dos ejemplos. 9. «Salvación en Jesucristo y proceso de liberación»: Concilium 96 (1974), p. 378; pero en la reflexión de L. Boff toma un papel muy importante la consideración de las otras dos vías.
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Kasper analiza en su cristología 10 el reino de Dios (pp. 86-107) como el mensaje central de Jesús, su carácter escatológico y teológico. Cuando quiere decirnos qué es en definitiva ese reino se fija muy brevemente en su destinatario según los evangelios (pp. 103 ss) y en algunas obras de Jesús (p. 105) para concluir —formalmente— que el reino de Dios es salvación. Cuando se espera alguna concreción de lo que sea esa salvación, Kasper responde de la siguiente manera: En consecuencia podemos decir: la salvación del reino de Dios consiste en que llega a imperar en el hombre y por el hombre el amor de Dios que se autocomunica. El amor se manifiesta como el sentido del ser. Únicamente en el amor encuentran plenitud mundo y hombre (p. 106).
La respuesta a lo que es el reino es aquí sistemática, pero se supone que recoge el análisis que se ha hecho de los evangelios: «en consecuencia», comienza el párrafo. Si ésta es la realidad objetiva del reino —el amor—, lo que añade el anuncio de su cercanía es lo siguiente: Cada individuo puede esperar que el amor sea lo último y lo definitivo, que sea más fuerte que la muerte, que el odio y la injusticia. El mensaje de la llegada del señorío de Dios representa, pues, una promesa para todo lo que se hace pasar por amor en el mundo: lo que se hace por amor tendrá consistencia para siempre contra toda apariencia, aún más, es lo único que existe para siempre (p. 106).
Amor, esperanza, promesa, son realidades sumamente importantes y centrales en los evangelios y en todo el Nuevo Testamento. Son también realidades que tienen que ver con el reino de Dios predicado por Jesús. Lo que desconcierta y decepciona es que se presenten —y en ese grado de abstracción— como resultado de una investigación sobre lo que es el reino de Dios y el significado de su cercanía en los evangelios. Lo que aquí se dice ser el reino de Dios pudiera ser dicho también a propósito de la resurrección de Jesús o de la primera carta de Juan o del himno de la caridad (1 Cor 13) o del himno de la esperanza (Rom 8, 31-39). No es que lo que dice sea falso en sí mismo, sino que no se ve cómo ello esclarece el contenido concreto del reino de Dios predicado por Jesús, y se intuye más bien que oculta algo muy importante de ese reino. De esa forma el reino de Dios pierde no sólo concreción sino centralidad y se hace prácticamente intercambiable con otras realidades del Nuevo Testamento. El segundo ejemplo está tomado de la cristología de Pannen10. Cf. W. Kasper, op. cit.
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berg " . Este recalca la importancia del reino de Dios predicado por Jesús. Su cercanía es salvación, implicada en el término «Padre» con que Jesús habla del Dios que se acerca (p. 284), lo que exige y posibilita una vida en el amor (p. 288 ss). Pero si se pregunta qué es la salvación del reino y por qué su cercanía puede ser salvación, Pannenberg responde con la siguiente solución, que en sí misma nos parece muy original y hasta genial, pero muy poco iluminadora a la postre. Al anunciar Jesús la venida próxima del reino, el hombre se ve obligado a «salir de sus seguridades cotidianas», a «superar cualquier cumplimiento de la existencia y cualquier seguridad actualmente real o posible» (p. 281). En cuanto el Dios que viene es todavía futuro, el anuncio de su venida manifiesta «la apertura de la existencia a Dios» (p. 281). En una palabra, ante el reino de Dios que viene, el hombre se descubre como lo que verdaderamente es, como el ser abierto por esencia y radicalmente a Dios, sin adecuar nada de lo que es con lo definitivo. Pero precisamente esa incondicional apertura que posibilita y exige el anuncio de la venida del reino, es salvación para el hombre. Dado que la específica del es algo actual por Jesús (p.
salvación consiste en el cumplimiento de la determinación hombre, en la plenitud de la apertura hacia Dios, por esto ya para aquellos que anhelaban la proximidad de Dios predicada 283).
La argumentación de Pannenberg es aquí formal. Desde su propia antropología 12 puede ser salvación en el hecho de que el reino, cercano pero no realizado, exige y posibilita la radical apertura del hombre, el vivir radicalmente de la confianza: En el lenguaje moderno cabe decir que Jesús pone al hombre en la apertura radical que constituye el rasgo específico fundamental del ser humano (p. 287).
Pero esta argumentación formal la ve exigida y justificada en lo concreto de la actuación de Jesús: Sus curaciones ponen de manifiesto de un modo inmediato que allí donde se acepta por entero y con entera confianza el mensaje sobre la proximidad de Dios la salvación en cuanto tal es ya efectiva (p. 283 s).
El reino de Dios es salvación, por lo tanto, porque al estar llegando, sin llegar nunca en plenitud, permite vivir realmente 11. Cf. Fundamentos de cristología, Salamanca, 1973. En un libro posterior, Teología y reino de Dios, Salamanca, 1974, aborda el tema del reino de Dios tomando algo más en consideración sus repercusiones sociales e históricas. 12. Cf. Was ist der Menscki, Góttingen, 1962.
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como verdaderos seres humanos. De ahí deduce Pannenberg que, una vez llegado el hombre a su propia esencia, tenga que actuar como actúa el mismo Dios: en el amor (pp. 288 s). Esta solución de Pannenberg tiene en cuenta la esperanza, el amor y la salvación; es además una genial interpretación del clásico «ya, pero todavía no» de Cullmann. Pero la noción de reino de Dios queda, de nuevo, genérica por unlversalizada y pasa por alto cosas sumamente importantes del reino de Dios. Estos dos ejemplos muestran que lo que hemos llamado la vía nocional, prácticamente aislada, tiene graves limitaciones y peligros. Se pretende subsumir el reino de Dios en un concepto que, en el fondo, corresponde a lo que previamente se haya decidido ser el reino de Dios. Este peligro es siempre, en parte, inevitable y no se puede superar del todo. Pero lo que ayuda a concretar la precipitada universalización del concepto del reino de Dios y a superar el que sea el propio interés el que guíe su determinación está en la consideración de las otras dos vías. 2.
La vía de la praxis de Jesús
La vía de la praxis de Jesús dice que lo que sea el reino se iluminará también desde lo que hizo Jesús. Así lo afirma Schillebeeckx: «El contenido concreto del reino surge de su ministerio y actividad consideradas como un todo». 1 3 Esta opción metodológica está claramente justificada por lo que toca a aquellas actividades de Jesús que él mismo relacionó con el reino, explícitamente (expulsión de demonios, predicación en parábolas) o implícitamente (las comidas). Pero la opción es también razonable para toda la actividad de Jesús; ciertamente para la gran primera parte de su vida, si en verdad el anuncio del reino fue lo central para él. Para esclarecer la importancia de este punto hay que recalcar en primer lugar el hecho mismo de la práctica de Jesús, lo cual en pura lógica no tendría por qué haber sido así. Hagámonos las siguientes preguntas lógicas e hipotéticas. Si Jesús pensó que el reino de Dios llegaba pronto y gratuitamente, ¿por qué no reducirse a su anuncio, por qué no esperar confiada y pasivamente esa venida, por qué no aceptar la situación de su mundo si pronto iba a cambiar? En otras palabras, ¿a qué la práctica de Jesús? Estas preguntas puramente lógicas sólo tienen una respuesta histórica. Jesús hizo muchas cosas. En pura lógica de nuevo, puede preguntarse si las hizo porque el reino ya se hacía presente o para que se hiciese presente; es decir, si las obras de Jesús eran puramente
13.
jesús, An experiment in Christology, New York, 1979, p. 143.
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sacramentales como expresión de un reino que se acerca gratuitamente o eran también servicio al reino para que se acerque. Sea cual fuere la respuesta a estas preguntas, lo importante es recalcar que Jesús hizo muchas cosas y no esperó pasivamente la venida del reino (ni exigió esa actitud a sus oyentes). Ni siquiera en el corto plazo de espera de la proximidad del fin pudo Jesús tolerar la situación de su mundo, como dice Cullmann 14 . La actividad de Jesús al servicio del reino es comprensible a priori, pues ya según Isaías (y en la concepción de Le) el anuncio de la buena noticia, el contenido del reino, va por esencia acompañado de un hacer: «Sólo será buena esa noticia en la medida en que se realice la liberación de los oprimidos» 1J. Pero no sólo a priori. Junto al sumario programático del anuncio del reino, aparecen desde el principio los sumarios de su actividad: «Jesús recorrió toda Galilea predicando en sus sinagogas y expulsando demonios» (Me 1, 39). Jesús curó a muchos que adolecían de diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios (Me 1, 34 par). En el sumario de Hech 10, 38 se dice que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo». El hecho de la actividad de Jesús es claro; el relacionarla con el reino de Dios está justificado evangélicamente en muchos casos y es razonable sistemáticamente. Lo importante, entonces, es ver lo que aporta su actividad a la determinación del reino —y que concrete las vaguedades de su formulación—. Analizaremos brevemente tres estadios de su actividad, diciendo desde el principio que sólo por razones metodológicas separamos esta vía de la tercera, la vía del destinatario. a) Jesús realizó una serie de actividades como «signos» del reino. En cuanto signos no son la totalidad del reino; pero si lo presentizan, algo se podrá conocer de él a partir de aquéllos. Signos del reino son los milagros, la expulsión de demonios, la acogida a los pecadores; y signos de la celebración del reino son las comidas. Concentrémonos, por no alargar el análisis, en los milagros. Formalmente los milagros son signos de que el reino de Dios se acerca con poder, «clamores del reino», como se les ha llamado. No son por lo tanto el reino en totalidad ni presentan una solución totalizante a los males que el reino debe remediar. En cuanto signos del reino los milagros son ante todo salvación, realidades benéficas y realidades liberadoras en presencia de la opresión. De ahí que los milagros generan gozo por lo benéfico y generan esperanza por lo liberador. 14. 1.5.
Jesús y los revolucionarios de su tiempo, Barcelona, J1980. C. Escudero Freiré, Devolver el evangelio a los pobres, Salamanca, 1978, p. 270.
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¿En qué ayudan los milagros para comprender el reino de Dios si son sólo signos? Fundamentalmente porque afirman que el reino de Dios es «salvación», pero con dos precisiones importantes que la concretizan. La primera es que la salvación es concreta y por ello plural. En los milagros aparece que Dios salva de necesidades reales, inmediatas, sin determinar de antemano de qué necesidades vaya a salvar el reino. Esto es importante recalcarlo porque después de la resurrección —como ocurre con otras cosas del Jesús histórico, tampoco sus milagros son muy mencionados en los escritos del Nuevo Testamento con la excepción de los evangelios— la salvación se convierte en término técnico, totalizante y en singular: Cristo trae la salvación. Pero en los sinópticos la salvación no aparece de esta forma. No hay salvación, sino salvaciones, superación de males concretos. «Así, salvar es curar, exorcizar, perdonar por medio de acciones que afectan al cuerpo y a la vida» 16 . De ahí que los milagros, precisamente por su concreción y «pequenez», en comparación con la grandiosidad con que se esperaba que viniese el reino, no fuesen comprendidos por todos; no por los grupos apocalípticos que esperaban prodigios portentosos como señales de la venida del reino, pero sí por aquellos que necesitaban «salvaciones» en su vida cotidiana. Por eso dice bellamente Schillebeeckx: En la tradición de los milagros nos encontramos, pues, con un recuerdo de Jesús de Nazaret basado en la impresión que causó particularmente en el pueblo rural de Galilea, que era menospreciado por todos los movimientos y grupos religiosos 17.
La segunda es que los milagros no son sólo salvación sino estricta liberación. Las concretas necesidades de las que hay que salvar son producto de algún tipo de opresión. Las enfermedades —y mucho más radicalmente aparece eso en las posesiones del demonio— eran comprendidas como producto del poder opresor del Maligno, según las concepciones demonológicas que permeaban la mentalidad de la época. «Reinaba un terror intenso a los demonios» 18 , dice J. Jeremias. En el caso de la acogida a los pecadores no se trataba sólo de aceptar bondadosamente su compañía, sino de acoger a los rechazados por la sociedad religiosa, a los oprimidos por la religiosidad vigente. Los milagros, y los signos de Jesús en general, no ocurren sólo como satisfacción de necesidades desde una tabula rasa, sino en una situación de opresión, en una situación de antirreino. Por ello no son sólo 16. G. Baena, «El sacerdocio de Cristo»: Diakonía (1983), p. 26. 17. E. Schillebeeckx, Jesús, Madrid, 1983, p. 168. 18. Teología del nuevo Testamento I, Salamanca, 1974, p. 115.
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signos de salvación, sino de liberación; no son sólo salvaciones de necesidades concretas, sino liberaciones concretas. Los milagros (y la acogida a los pecadores) esclarecen también algo muy importante, que se explicitará mejor al hablar del destinatario: la razón por la que el reino se acerca, lo que introduce también a lo que es el reino. La razón fundamental por la que se describe a Jesús haciendo milagros es la compasión y la misericordia hacia los débiles y los oprimidos. Repetidas veces se dice que Jesús sintió compasión y misericordia ante el dolor de los débiles. «Vio mucha gente y compadecido de ellos curó a sus enfermos» (Mt 14, 14). Se dice que sintió compasión por un leproso (Me 1, 41), por dos ciegos (Mt 20, 34), por quienes no tenían que comer (Me 8, 2; Mt 15, 32), por quienes estaban como ovejas sin pastor (Me 6, 34; Mt 9, 36), por la viuda cuyo hijo acababa de morir (Le 7, 13). Esa misericordia es la que aparece también en las narraciones de milagros. Al menos en cuatro ocasiones Jesús cura tras la petición: «Ten misericordia de mí» (Mt 20, 29-34 par; 15, 21-28 par; 17, 14-29; Le 17, 11-19). Esta misericordia es la que explica los milagros de Jesús. Jesús aparece hondamente conmovido ante el dolor ajeno de los débiles. Reacciona ante ese dolor y, lo que es más importante, reacciona con ultimidad. En la necesidad del débil hay algo último hacia lo que hay que reaccionar con ultimidad. Es importante notar que el verbo con que se describe la actitud de Jesús en los pasajes citados es esplagjnizomai, proveniente del sustantivo esplagjnon que significa «vientre, entrañas, corazón». La misericordia expresada en los milagros de Jesús no es entonces una pura actitud de cumplir con algo prescrito, no es una reacción motivada por algo ajeno al dolor mismo. Es la reacción —acción, por lo tanto— a una realidad que se ha interiorizado y que no deja en paz. Es por lo tanto una reacción primaria que, en último término, no tiene otra explicación —aunque después pueda ser declarada como virtud, como cumplimiento de la voluntad de Dios— más que en la realidad del dolor del débil. Con la misericordia estamos tocando algo último, no argumentable ulteriormente. Esto es tan así que cuando Jesús quiere definir al hombre cabal, lo define como el samaritano de la parábola «movido por la misericordia» (Le 10, 33); y cuando quiere definir a Dios, el Padre del hijo pródigo, vuelve a repetir «movido por la misericordia» (Le 15, 20). (El mismo Jesús será definido en Hebr como el hombre fiel y el hombre de la misericordia). Que los signos del reino se realicen por misericordia significa que la razón —si es que se puede buscar razón a la gratuita iniciativa de Dios— de la cercanía del reino está en la misericordia de Dios, pero a la manera explicada: en el revolvérsele las entrañas a Dios ante el sufrimiento de los débiles. Dios se acercará por esa razón y por esa sola razón. 483
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De esta forma los milagros y los demás signos de Jesús algo concretan ya lo que es el reino de Dios para Jesús, más allá de las definiciones genéricas de salvación como amor o como vivir en plena apertura a Dios. Aunque son sólo signos, expresan que el reino de Dios es salvación de necesidades concretas apremiantes; que es liberación, pues esas necesidades de las que hay que salvar son las producidas por los elementos opresores; y que la razón del reino no está en nada ajeno y exterior a esas mismas necesidades. b) A los signos que hizo Jesús los hemos llamado actividades al servicio del reino. Pero puede preguntarse si Jesús tuvo alguna actividad más globalizante, correlativa a la totalidad del reino y de la que se pudiese deducir lo que el reino significaba en totalidad. Indudablemente Jesús no tuvo una teoría de la sociedad como tal. Sin embargo, tampoco puede decirse que Jesús nada ofrece sobre la dimensión de totalidad del reino. Eso aparece en su visión del antirreino como totalidad, de modo que sub specie contrarii algo también puede deducirse de lo que significaba el reino como totalidad, pues el antirreino no es sólo cosa distinta del reino sino formalmente su contrario. En este sentido quizás podamos denominar praxis, analógicamente, a ciertas actividades de Jesús, pues estaban destinadas a denunciar a la sociedad en su totalidad, a desenmascarar las causas del antirreino y a transformarlo en el reino, aunque en ese punto Jesús no ofrece medios técnicos sino la exigencia de conversión. Que Jesús está convencido de la existencia del antirreino es claro. El mundo y la sociedad en que vivió no eran totalidades de acuerdo a la voluntad de su Padre, Dios; pero no sólo eso, eran estrictamente lo contrario. Eso es lo que enseñan las controversias de Jesús en las que no se trata de pura casuística o de resolver quaestiones disputatae secundarias sino de la cuestión central: quién es Dios, lo cual en su sociedad religiosa significaba automáticamente la otra cuestión: cómo debe ser el mundo según Dios. En la controversia de las espigas arrancadas en sábado en un campo ajeno, por ejemplo, está en cuestión la primariedad de la vida con respecto al culto (dimensión religiosa de la controversia) y con respecto a la propiedad (dimensión social de la controversia). Jesús afirma que para Dios la vida tiene primariedad sobre cualquier otra cosa; que Dios es un Dios de vida, en lenguaje actual, y que la sociedad debe estar organizada alrededor de la vida. Lo que está detrás de las controversias es la alternativa excluyente entre el Dios de la vida y otros dioses, entre reino y antirreino. Lo que en directo queda claro en la controversia es el rechazo que Jesús hace del antirreino; pero, indirectamente, también se esclarece este mínimo: en nombre de Dios debe existir una sociedad alrededor de la vida. 484
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Las denuncias de Jesús ponen de manifiesto su clara condena a los responsables del antirreino. Algunos anatemas pueden ir dirigidos a personas individuales, pero en general los destinatarios de las denuncias y anatemas están formulados en plural. No es que Jesús, de nuevo, tuviera una teoría de las clases sociales, pero sí presupone la existencia de grupos sociales que son responsables del antirreino. Ricos, fariseos, escribas, sacerdotes, gobernantes son denunciados y anatematizados. Contra ellos se dicen varias cosas: que son hipócritas, que vana es su existencia, que tendrán que dar cuenta en el día del juicio, etc. Pero en (casi) todas las denuncias hay un elemento fundamental: son los causantes del antirreino, son opresores, producen víctimas. En las abundantes denuncias contra esos responsables puede verse una denuncia contra la sociedad que ellos configuran como sociedad opresora, podrida en su raíz y no sólo en algunas de sus manifestaciones. Es una sociedad en la que el poder, en sus diversos niveles, oprime a las mayorías. Es el antirreino. Jesús desenmascara el antirreino y sus raíces, desenmascara los mecanismos por los cuales el antirreino se puede hacer pasar por el reino. Desenmascara las tradiciones religiosas creadas por los hombres para poder anular la verdadera voluntad de Dios y mantener la opresión en nombre de Dios. Afirma por lo tanto que hay opresión, por qué la hay y cómo puede justificarse ideologizadamente tal situación de opresión 19 . En resumen, podemos decir que Jesús rechaza a esos grupos sociales y a la sociedad que configuran; a través de sus denuncias a los grupos responsables denuncia la configuración de la sociedad. La sociedad que produce tantas víctimas es el antirreino y eso es lo que tiene que cambiar para que sea según la voluntad de Dios. De ahí se deduce un mínimo, pero un mínimo importante para lo que sea el reino. Este será contrario al antirreino; no habrá opresión de unos hacia otros. En lenguaje actual y en el del Antiguo Testamento, el reino será un reino de justicia, un mundo organizado alrededor de la vida de quienes eran víctimas, que superará las raíces que producen muerte y opresión. El «amor», como posible formulación de la sustancia del reino, tendrá que ser concretado desde la justicia. De otra forma no tendrían mucho sentido las denuncias y desenmascaramientos de Jesús. c) Que las denuncias y desenmascaramientos de Jesús, vistos como un todo, fungen como praxis, independientemente de la conciencia explícita que de ellos tuviera Jesús, es decir, con la finalidad de transformar la realidad social, se verifica en el destino 19. Véase la sugerente interpretación de J. L. Segundo, op. cit., II/l, pp. 180-199, sobre las parábolas de Jesús como desenmascarantes y desideologizantes.
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de Jesús, el cual, a su vez, esclarecerá lo que es el reino. Hoy casi nadie acepta que la muerte de Jesús a manos del poder político y como castigo por un delito político fue un absurdo y trágico malentendido (Bultmann). Los dos juicios, más el religioso que el político, explican muy bien que sus adversarios sabían lo que hacían y por qué lo hacían. En el juicio religioso se acusa a Jesús de blasfemo, acusación formulada religiosamente. Pero junto a esta acusación, más bien redaccional, aparece la acusación fundamental: querer destruir el templo. En formulación religiosa se le acusa a Jesús de querer subvertir radicalmente la sociedad, pues el templo era el símbolo de la totalidad de la sociedad en lo religioso, económico, financiero y político. En el juicio político se le acusa de actos de subversión concreta, que no son tenidos en cuenta por falsos. Pero se le acusa, y por ello es condenado, de ofrecer una alterantiva distinta —y en la formulación de los evangelios, excluyente— al imperio. Desde un punto de vista histórico mucho más real es la acusación que se le hace en el juicio religioso que en el político; pero la conclusión es la misma: Jesús representa objetivamente una amenaza a la sociedad constituida, y por eso debe morir. Monseñor Romero, en situaciones tan parecidas a las de Jesús, lo explicaba con suma sencillez y claridad: se mata a quien estorba. Y hay que añadir que mata aquel a quien se estorba. El agente último del asesinato de Jesús no hay que buscarlo en personas concretas sino en aquellos a los que estorbaba Jesús: su sociedad. En lenguaje sistemático podemos decir que en la muerte de Jesús el «mediador» de Dios, Jesús, es asesinado por los mediadores de otros dioses porque la «mediación» de Dios, el reino de Dios, es una amenaza objetiva a otras mediaciones de otros dioses (la teocracia alrededor del templo, el imperio). El intento de acabar con Jesús fue una necesidad histórica y estructural. Por ello, el hecho de que lo mataran es históricamente muy comprensible, aunque el que Dios lo permitiera es ya el misterio, que no vamos a abordar ahora 2 0 . Pero volvamos a lo que nos interesa: ¿qué dice el asesinato de Jesús sobre el reino de Dios? De nuevo, algo mínimo pero fundamental. No suele asesinarse a quien predica un reino exclusivamente trascendente, no suele asesinarse a quien predica un reino que fuese sólo una nueva relación interior con Dios o sólo «amor» o sólo «reconciliación» o sólo «confianza en Dios». Estos pueden ser considerados como elementos acompañantes del mensaje del reino de Dios, pero ellos solos no explican la muerte de Jesús y por eso ellos solos no pueden ser lo central del reino, si es verdad que quien lo anunciaba fue asesinado por ello. Lo que Jesús entendió 20. Cf. J. Sobrino, Jesús de Nazaret, p. 249 ss; I. Ellacuría, «Por qué muere Jesús y por qué lo matan»: Diakonia (1978), pp. 65-75.
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por reino de Dios fue algo que tenía que ver con lo históricosocial, no sólo con lo trascendente. Jesús lo anunció por razones religiosas, porque esa era la voluntad de Dios, pero su contenido no era religioso en el sentido de ahistórico y asocial. Para recalcar este punto, J. L. Segundo 21 afirma que el reino de Dios anunciado por Jesús era una realidad política; no en oposición a lo religioso, sino en oposición a lo puramente trascendente o puramente individual. Y que lo verdaderamente religioso del reino de Dios no hace más que reforzar su dimensión política, pues conceptos como «reino» (y «pobres») «son tanto más decisivos políticamente cuanto más son empujados, digámoslo así, por motivaciones religiosas»". Llámese al reino de Dios una realidad política o histórico-social, lo importante es recalcar su dimensión histórica para Jesús. Para él, el reino es «de Dios», es lo que ocurre en la historia cuando «Dios» reina; pero cuando Dios reina, algo ocurre «en la historia» que la transforma y configura de una determinada manera y en contra del antirreino. Que para Jesús el reino de Dios era una realidad histórica —lo cual no quita que sea también una realidad escatológica y teologal— no es un recordatorio innecesario. R. Schnackenburg, por ejemplo, en su conocido libro sobre la materia 23 , afirma taxativamente que «la salud anunciada y prometida con el reino de Dios es una dimensión puramente religiosa» (p. 83), de lo que se saca además una consecuencia que nos ocupará más adelante: «por razón de su carácter puramente religioso el mensaje de Jesús acerca del reino de Dios tiene una trayectoria universal» (p. 87). ¿Cómo se puede llegar a hacer una afirmación tan simplista o, al menos, con tan poca dialéctica? Para defender su tesis Schnackenburg recuerda, con razón, que Jesús se distanció de expectativas teocráticas y apocalípticas exaltadas y de mesianismos populares maravillosos. Pero de ahí no se deduce que el reino de Dios fuera puramente religioso. En nuestra opinión tal conclusión sólo es posible cuando no se considera el ministerio de Jesús, su actividad, praxis y destino, como algo que Jesús hace al servicio del reino. Cuando esto se toma en serio, algo importante se puede decir del reino de Dios. El reino es salvación plural de necesidades concretas (enfermedades, hambre, posesión del Maligno, indignidad y desesperación del pecador marginado); es liberación, pues esas necesidades son vistas como producto de causas históricas. Pero además, en su totalidad, el reino es estricta oposición al antirreino histórico. En cuanto oposición, no es la extrapolación de las posibilidades presentes, y en cuanto oposición al antirreino 21. 22. 23.
Cf. J. L. Segundo, op. cit., pp. 127-132. \bid., p. 129. Reino y reinado de Dios, Madrid, 1977.
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histórico, es algo que acaece en la historia, es una realidad histórico-social, política si se quiere. Nada de esto quita que el reino sea «de Dios»; al contrario. Jesús lo ve así precisamente porque así entiende a «su» Dios, y lo sirve con tal radicalidad —hasta llegar a ser asesinado— porque ésa cree ser la voluntad de Dios para este mundo. 3.
Vía del destinatario del reino
La tercera vía para determinar lo que es el reino de Dios es la vía del destinatario, ya esbozada de alguna manera en la segunda. El recalcarla nos parece ser el aporte metodológico más específico de la teología de la liberación. El presupuesto fundamental es que contenido y destinatarios del reino se esclarecen mutuamente, mucho más cuando el destinatario no queda determinado de manera vaga e indiferenciada sino concreta y, sobre todo, cuando se puede conocer la razón por la cual es destinatario del reino. Lo que hace el análisis del destinatario es concretar lo que sea la utopía y la salvación del reino; concretar, ciertamente, el antirreino, de tal manera que no se puede universalizar la salvación ni hacer intercambiable cualquier concepción de ella, precisamente porque el destinatario es concreto. La determinación exegética del destinatario del reino de Dios ya lo ha hecho la exégesis con anterioridad a la teología de la liberación, aunque otras teologías sistemáticas no hayan sacado sus consecuencias. J. Jeremías, por ejemplo, ya afirmaba claramente en 1971, y con cierto matiz polémico, quiénes eran los destinatarios del reino z *. Después de analizar el anuncio de Jesús y la cercanía del reino dice que con ello «no hemos descrito aún completamente su predicación de la basilea. Antes, al contrario, no hemos mencionado su rasgo esencial» (p. 133). Este consiste en el destinatario, que son los pobres. Con gran radicalidad, dice: «El reino pertenece únicamente a los pobres... La primera bienaventuranza: la salvación está destinada únicamente a los mendigos y pecadores» (p. 142; subrayados en el original). No se puede hablar con más claridad. El mismo autor determina lo que son esos pobres citados como destinatarios del reino. Son los mentados en la primera bienaventuranza de Le 6, 20 y aquellos a quienes se les predica la buena noticia en Mt 11, 5 y Le 7, 23. Jeremías trata de sistematizar el significado de pobres en una doble línea: los agobiados por el peso de la vida (carácter absoluto de la pobreza material, socio-económico diríamos) y los despreciados y margina-
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dos por la sociedad (carácter relacional de la pobreza, marginación sociológica)". Aunque no sea fácil subsumir en un concepto unívoco ambos significados, es obvio que pobres significa aquí una realidad histórica, aquellos para quienes vivir es una dura carga por razones históricas, económicas y sociales. En cualquier caso, los pobres, en cuanto destinatarios primarios del reino, no lo son por lo que ocurra en su interioridad y ciertamente no lo son porque simplemente son seres humanos, limitados por lo tanto. La teología de la liberación toma muy en serio esta determinación exegética del destinatario y sistematiza la realidad de los pobres en base a los datos evangélicos " . Pobres son una realidad económica y social: aquellos para quienes vivir es una dura carga por la dificultad de vivir y por la marginación. Pobres son una realidad colectiva: pueblos pobres o pobres en cuanto pueblo. Pobres son una realidad histórica: existen no principalmente por razones naturales, sino históricas, por causa de la injusticia. Pobres son una realidad dialéctica: existen porque hay ricos y a la inversa. Pobres son una realidad política: en su misma realidad poseen al menos un potencial conflictivo y transformador para la sociedad. Esta sistematización de la realidad de los pobres no se deduce, sobre todo en el último punto, inmediatamente de los datos evangélicos, pero recoge rasgos fundamentales, y la ofrecemos para que la realidad de los pobres tenga entidad concreta y no se la difumine, como es tan frecuente. En cualquier caso, lo que le interesa a la teología de la liberación y lo que propone metodológicamente es tomar en serio que «estos» pobres del evangelio son los destinatarios del reino de Dios y que desde «estos» pobres se puede concretar lo que sea el reino de Dios. Estas afirmaciones, que parecen tener una lógica aplastante, no suelen ser, sin embargo, aceptadas, o no lo son consecuentemente. Ello es comprensible porque de esta manera se afirma una parcialidad de Dios que, hoy como en el tiempo de Jesús, es escandolosa. La predicación de la buena noticia a los pobres, por serlo, produce escándalo (cf. Mt 11, 6; Le 7, 23). J. L. Segundo, después de un largo análisis, recalca esa parcialidad: El reino de Dios no es anunciado a todos. No es proclamado a todos... El reino está destinado a ciertos grupos, es de ellos, les pertenece. Sólo para ellos será causa de alegría. Y, de acuerdo con Jesús, la línea divisoria entre la alegría y la tristeza que habrá de producir el reino pasa entre pobres y ricos (p. 132).
25. En su interpretación de Le 6, 20 el autor se refiere a la pobreza material de los seguidores de Jesús, la cual distingue de la de Mt 5, 3. Pero ensancha el concepto de pobre real en una sistematización de acuerdo a la línea de los profetas. 26. Cf. I. Ellacuría, «Pobres», en Conceptos fundamentales de pastoral, pp. 786-802.
Cf. J. Jeremías, op. cit.
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Y da la razón de esa parcialidad que suele causar mayor escándalo:
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Si se toma en serio que los pobres son los destinatarios del reino de Dios y que lo son simplemente por ser pobres, dos consecuencias sumamente importantes se deben sacar. La primera, obvia, es sobre el contenido del reino. Los pobres definen el reino de Dios por lo que son, concretan la utopía que suele formularse, en parte por necesidad lógica pero en mayor parte por no querer concretarla, en forma abstracta; en el fondo, para que no sólo los pobres, sino también «otros» y en último término «todos» puedan ser el destinatario del reino. Al formular esa concreción no es fácil elegir un solo término, pues, como antes decíamos, las necesidades —de los pobres, añadimos ahora— son plurales. Pero para formular el fin de sus desventuras, siguen siendo significativos términos como «vida», «justicia», «liberación». Cuál sea la mejor formulación del reino de Dios en el fondo es cosa a lo que sólo los mismos pobres pueden contestar, pues de ellos es el reino y ellos conocen aquello de lo que el reino les libera. Pero lo importante es que, sea cual fuere la formulación, los pobres concretan el contenido del reino como superación de la pobreza. Quizás pueda decirse simplemente que el reino de Dios es un mundo, una sociedad, que posibilita la vida de los pobres y su dignidad. La segunda cosa importante que concreta el destinatario es que el reino es precisamente «de Dios»; es decir, su dimensión trascendente. Esta afirmación puede extrañar, pues determinar que los pobres, tal como se les ha descrito, sean los destinatarios del reino, suele originar la acusación de reduccionismo, economicismo, sociologismo, etc. Y puede extrañar también porque el mencionar lo trascendente nos estaría traslandando automáticamente a un mundo atemporal y amaterial. Se sigue teniendo la tendencia no sólo de distinguir sino de oponer trascendencia e historia. Sin embargo, lo trascendente del reino de Dios debiera analizarse en un primer momento, al menos, en lo que tiene «de Dios», sea cual fuere la manifestación de ese ser «de Dios». En nuestra opinión, el hecho de que el reino sea de los pobres es una forma muy eficaz de expresar que el reino es «de Dios»; y ello tanto por lo que toca a la formalidad de Dios en cuanto
misterio como por lo que toca al contenido último de ese misterio. Por lo que toca a lo primero, los pobres son destinatarios del reino no por alguna cualidad moral o religiosa en ellos ni porque la pobreza posibilite —aunque de hecho la posibilita— una mayor apertura a Dios. La razón es simplemente que así es Dios. Ese ser así de Dios no es lo pensado ni lo pensable (además de que para los adversarios de los pobres no sea ni lo querido ni lo querible), es la manifestación de su realidad que, al menos desde un punto de vista histórico, va más allá —trasciende— de las expectativas de la razón natural y, ciertamente, de la razón pecaminosa. Toda la vida de Jesús muestra cuánto trasciende a la idea convencional de Dios ese ser así de Dios. La parcialidad del reino hacia los pobres causa escándalo y conflicto. Y si en las bienaventuranzas Jesús les anuncia a los pobres que el reino de Dios es de ellos, en las parábolas tiene que defender constantemente ante sus adversarios esa parcialidad de Dios. «Dios no es como ustedes piensan, sino todo lo contrario», tiene que decir constantemente Jesús. No puede propiamente argumentar por qué es Dios así, sólo lo puede afirmar con la esperanza de que acepten a un Dios nuevo, al Dios que abraza al pecador, que paga lo mismo al que llega a trabajar a última hora que al que llegó a la primera, que se desvive por una sola oveja descarriada. La «novedad» e «impensabilidad» de que los pobres sean destinatarios del reino se convierte en mediación histórica de la novedad e impensabilidad de Dios, de su misterio, de su trascendencia con respecto a imágenes humanas de Dios. Aceptar que el destinatario del reino son los pobres es una forma eficaz de dejar a Dios ser Dios, de dejar que él se muestre como él es y como él quiere mostrarse. La realidad trascendente de Dios podrá ser analizada desde otras perspectivas, desde su función suprahistórica en el origen y en el futuro, en la creación y en la plenificación final. Pero la trascendencia de Dios puede ser analizada también desde su motrarse así y no de otra manera. En el fondo no otra cosa hizo Pablo al proponer la cruz como la sabiduría de Dios, obviamente locura y escándalo, pero a través de la cual Dios se manifestaba como Dios. Algo semejante ocurre al afirmar que el reino de Dios es de los pobres por ser pobres y sólo por ser pobres. A través de ello Dios se muestra como Dios, como el misterio inmanipulable. Pero también el destinatario ayuda a concretar el contenido del misterio de Dios. El Nuevo Testamento dice con radicalidad que Dios es amor; pero el destinatario del reino lo concreta en forma de amor al débil, en forma de ternura hacia el débil y en forma de defensa del débil. Desde la flagrante inhumanidad a la que están sometidos los pobres se manifiesta la humanidad de Dios en forma de ternura, abajamiento amoroso, alegría cuando el pobre y el
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El reino divide para cambiar la situación de los pobres y ponerle fin. Que los pobres poseen el reino de Dios, de acuerdo con la primera bienaventuranza, no es mérito de ellos, ni menos aún la consecuencia de un valor que tendría la pobreza. La razón es la opuesta: lo inhumano de su situación de pobres... Si los pobres estuviesen todavía sujetos a condiciones (morales y religiosas) para gozar del reino de Dios que llega, caerían las bienaventuranzas originales. No se podría decir que de ellos es el reino. Y que es de ellos precisamente porque su situación infrahumana los hace sufrir (pp. 160, 209).
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pecador se dejan acoger por Dios. Desde los destinatarios del reino se conoce no sólo que así es Dios, sino que así es Dios, tan bueno. Los pobres como destinatarios del reino tienen, pues, la capacidad de concretar el contenido histórico de ese reino, pero también la capacidad de hacer conocer mejor al Dios del reino. Desde ellos hay que dejar que Dios se muestre como es, sin que se pueda determinar de antemano cuál deba ser su revelación o cuál deba ser una plausible revelación; hay que dejarle libertad para que se revele como él quiere y no como lo desean los que se tienen por justos y hombres de bien; hay que dejarle que sea buena noticia como él quiere, y también —para espanto de muchos— que sea mala noticia; hay que dejarle ser parcial, tal como se ha mostrado a lo largo de todo el Antiguo Testamento y en Jesús, en definitiva hay que dejarle ser Dios y dejarle que manifieste su amor como él lo decide: acercándose salvíficamente a los que no son amados, sino oprimidos y despreciados en este mundo. Aunque también de otras formas habrá que abordar la realidad de Dios según el Antiguo y Nuevo Testamento, no es pequeña ayuda la que proporciona el considerar a los pobres como el destinatario del reino. Garantizan, al menos, la necesaria sorpresa para verificar que se trata realmente de la revelación de Dios y exigen una pre-comprensión, que es además conversión, para poder estar abiertos y llegar a captar a ese Dios que así se manifiesta. Desde el servicio de Jesús al reino y desde sus destinatarios creemos, pues, que se puede concretar lo que fue el reino de Dios para Jesús. Sigue siendo utopía y por lo tanto indefinible; pero, después de lo dicho, puede decirse que es la utopía de los pobres, el fin de sus desventuras, la liberación de sus esclavitudes, la posibilidad de vivir y vivir con dignidad. Y también desde ahí puede concretarse mejor que el reino es «de Dios»: el Dios del reino es un Dios que desea la vida de los pobres y los libera del antirreino.
III.
EL CONCEPTO SISTEMÁTICO DEL REINO DE DIOS
La determinción evangélica del reino de Dios es sumamente importante para la fe; pero por sí misma no ofrece un concepto sistemático del reino para la actualidad. La teología de la liberación que, a diferencia de otras, mantiene la centralidad del reino, considera que el concepto sistemático del reino debe basarse en y recoger lo esencial del concepto evangélico; que esto es necesario, pero no suficiente: El evangelio invita a la fantasía creadora a elaborar ideologías nacidas no de una magnitud a priori, sino del análisis y de los desafíos de una situación, en
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función de un proyecto liberador.' Ante esto, el cristiano, en su fe, no debe temer asumir una decisión concreta con los riesgos de fracaso que implica, decisión que puede ser la venida históricamente mediatizada del reino. Por ello puede, día tras día, suplicar ardientemente: «Venga a nosotros tu reino». Ni la fe ni la Iglesia saben de antemano cuál será la configuración concreta de tal decisión 27 .
Esta cita de L. Boff prohibe una formulación absoluta del reino, recalca la necesidad (y los riesgos) de historizarlo hoy. Pero exige que haya alguna noción de lo que el reino puede significar hoy, algún horizonte desde el que la respuesta a los desafíos actuales pueda ser comprendida como realización, siempre provisional, del reino. 1.
La reafirmación actual del reino de Dios
Antes que nada hay que constatar que la teología de la liberación, con los riesgos y provisionalidad que ello conlleva, reafirma la necesidad de mantener el reino de Dios como concepto central hoy. Las razones específicas ya las vimos en la primera parte de este trabajo. Lo que hay que esclarecer es en qué sentido lo mantiene cuando otras teologías lo abandonan como concepto central teológico. Para entender lo que queremos decir podemos recordar la conocida cuestión del cuándo de la venida del reino, cuya respuesta depende en el fondo de lo que se entienda por reino. Como es sabido, las soluciones exegéticas a la pregunta por el cuándo de la venida del reino son variadas. Según la escatología consecuente, el reino será realidad sólo al final de los tiempos (A. Schweitzer); según la escatología realizada, el reino ya se hizo realidad en la persona y actividad de Jesús (Ch. Dodd). Según la conocida tesis de Cullmann, con la venida de Jesús ya ha comenzado el fin de los tiempos, pues el Maligno y el pecado ya han sido vencidos en principio, aunque sólo al final se desvelará la plenitud de Cristo; es la tesis del «ya, pero todavía no». En la teología sistemática se dice que la venida del reino puede considerarse «como algo cumplido provisionalmente con la propia resurrección de Jesús», pues «la resurrección universal de los muertos» debe ser comprendida «como la entrada en el reino de Dios» (Pannenberg) 28 . Bultmann abandona toda referencia al reino y afirma que lo último acaece en la historia siempre que se acoge el kerygma29. 27. L. Boff, op. cit., p. 388. 28. W. Pannenberg, op. cit., p. 300. 29. «El Nuevo Testamento anuncia a Jesucristo como el acontecimiento escatológico, como la acción de Dios en la cual ha puesto fin al mundo antiguo. En el anuncio, el
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La pregunta por el cuándo se responde, en último término, según se entienda lo que es el reino, y esa comprensión del reino es lo que hace que se le mantenga o abandone como lo central para la teología. Para comprender en qué sentido la teología de la liberación sigue haciendo de él lo central, hagamos dos aclaraciones previas. La primera consiste en distinguir entre mediador y mediación de la voluntad de Dios. Según la economía salvífica tal como se ha realizado, Dios tiene siempre un mediador, un enviado, una persona que anuncia e inicia con signos lo que sea su voluntad para este mundo y cuál deba ser la dirección que debe tomar el mundo para llegar a ser según su voluntad. En este sentido debe decirse que ya ha aparecido, que ya es realidad el mediador escatologico. Y en este sentido también, pero sólo en ese sentido, son verdaderas las bellas palabras de Orígenes que nombran a Cristo la autobasilea de Dios, el reino de Dios en persona. Esto, por otra parte, no es más que una reformulación, ahora en el lenguaje de reino de Dios, de lo que es el núcleo de la fe cristológica: Cristo es el definitivo mediador. Pero, por otra parte, la voluntad de Dios no es simplemente que aparezca en la historia un medidor, sino que en la historia se realice su voluntad para el mundo. A la realización de esa voluntad es a lo que llamamos mediación; en el lenguaje de los evangelios, el reino de Dios. Mediador y mediación están por lo tanto intrínsecamente relacionados, pero no son lo mismo. La segunda cosa es distinguir entre «signos» y «realidad» del reino. La presencia de los signos es sumamente importante para explicitar simbólicamente la realidad del reino y desencadenar una esperanza de que éste es posible, de que éste se acerca. Pero, de nuevo, esos signos no son adecuadamente la realidad del reino. Las curaciones no hacen desaparecer la enfermedad, ni la multiplicación de los panes el hambre, ni la expulsión de demonios el poder onmipermeante del Maligno, ni la acogida a los pecadores la marginación y el desprecio social. ¿En qué sentido puede decirse, entonces, que el reino es o no realidad? ¿Con qué criterios previos se constata y se mide la realidad del reino? La teología de la liberación afirma que el reino es realidad al nivel del mediador y que no hay que esperar otro mediador escatologico; afirma que es realidad al nivel de signos siempre que éstos acaecen en la historia. Pero recalca que no es
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una realidad al nivel de mediación, como en otro lenguaje lo recalcaba Pablo: Dios no es todavía todo en todos (1 Cor 15, 28). El «ya, pero todavía no» de Cullmann puede valer como respuesta, pero entendiéndola bien. Es un «ya» definitivo por lo que toca al mediador, aunque en la historia puedan y tengan que seguir surgiendo mediadores —medidos ahora por Jesús—; es un «ya» en la historia siempre que acaezcan los signos del reino. Pero es «todavía no» —en la realidad del Tercer Mundo habría que decir «ciertamente no»— por lo que toca a la mediación, a la realización de la voluntad de Dios para este mundo. Lo que la teología de la liberación afirma, entonces, es lo siguiente. En primer lugar, que no ha llegado el reino de Dios al nivel de mediación y que, sin embargo, sigue siendo la voluntad de Dios que llegue a este mundo. Del no haber llegado no saca la conclusión de otras ideologías que lo ignoran y se concentran en lo que sí ha llegado: el mediador. El que no haya llegado ofrece una dificultad intrínseca para su determinación, pero la teología de la liberación afirma que hay que seguir buscando hoy su determinación. En segundo lugar, que existe una continuidad y una discontinuidad entre el concepto sistemático y evangélico de reino de Dios. Lo segundo es obvio, pues se trata de cuál sea la voluntad de Dios hoy para el mundo real actual; de lo que deduce la conocida exigencia de mediaciones analíticas para determinar el reino. Lo primero es obvio, pero desde la fe. La teología de la liberación acepta totalmente que el mediador sí ha llegado y que, por lo tanto, en su visión del reino, en su actividad en favor del reino y en su determinación de los destinatarios del reino hay algo esencial y permanente, que deberá ser concretado pero no ignorado; algo que deberá dirigir la determinación actual del reino de Dios. Por simple que parezca el decirlo, la teología de la liberación acepta que en la vida real de Jesús, no sólo en lo acaecido en él en la resurrección, apareció con ultimidad la voluntad de Dios para este mundo y que ésta no ha sido revocada en la historia posterior. 2.
Presupuestos para la determinación
del reino de Dios
acontecimiento escatologico se hace cada vez presente, y se hace cada vez más acontencimiento en la fe. Para el creyente el mundo antiguo ha llegado a su fin, es "nueva creación en Cristo^'. Pues precisamente por ello el mundo antiguo ha llegado a su fin para él, en que su existencia como la del hombre viejo ha llegado a su fin, en que él se ha hecho alguien nuevo y libre»: Geschichte und Eschatologie, Tübingen, 1964, p. 180.
Lo dicho hasta aquí muestra que la teología de la liberación hace una opción teológica en favor del reino de Dios. Opción justificada o al menos justificable y por ello razonable desde la revelación; opción necesaria y urgente desde la situación del Tercer Mundo; opción que puede apoyarse en muchos documentos eclesiales actuales. Pero en el fondo es una opción, una forma concreta y última de captar y formular la fe cristiana. Pero detrás de esa opción en la formulación de la fe existen presupuestos históricos, existenciales, que son necesarios para
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comprender por qué tiene sentido la opción teológica fundamental en favor del reino de Dios y por qué se concreta ésta de la forma que luego veremos. Veamos a nuestro entender cuáles son esos presupuestos. a) El presupuesto fundamental consiste en establecer el primado de la realidad de los pobres; en palabras actuales, hacer la opción por los pobres. Desde ese primado se tiene también la expectativa —lógicamente presupuesta, pero reforzada con su realización— de que la misma realidad y la revelación de Dios se harán más asequibles y transparentes. Este presupuesto en sí mismo es una opción; no puede argüirse en su favor o en su contra en último término. J. L. Segundo lo ha expresado con toda radicalidad para explicar su propia teología en el punto concreto del presupuesto necesario para la lectura del evangelio. La opción por los pobres, afirma, «no es un tema de la teología de la liberación, sino la premisa epistemológica para interpretar la palabra de Dios» 30 . Enfatiza el autor que ese presupuesto es realmente anterior a la lectura del texto bíblico, que ni siquiera el texto fuerza a ese presupuesto —aunque sí exija algún presupuesto, alguna precomprensión—, que el presupuesto es, por ello, en último término una apuesta. Se puede discutir, como concede el autor 31 , que, en el caso concreto del acercamiento al texto evangélico, la opción por los pobres sea pura opción, puro presupuesto, o si el texto mismo induce a ella y la exige. Pero sea cual fuere la respuesta a esta pregunta, lo que queda claro en la teología de la liberación y en todas sus variedades es que la opción por los pobres —como sea que se llegue a ella— es necesaria para leer el evangelio y, más aún, para leer adecuadamente la realidad. Recuérdese que la opción por los pobres no es patrimonio de cristianos y creyentes sino de muchos otros seres humanos. Lo importante es que la opción por los pobres no es un puro contenido evangélico o socio-histórico, no es sólo una exigencia ética, no es por supuesto sólo algo que hay que realizar porque así lo exigen documentos eclesiásticos, de modo que, si no lo hubieran hecho, los cristianos no se verían obligados a ella. La opción por los pobres es algo más primigenio. Es una forma última de ver la realidad de los pobres, y de ver en la liberación de los pobres el modo necesario de corresponder a la realidad. 30. «La opción por los pobres, clave hermenéutica para leer el evangelio»: Sal Terrae (¡unió 1986), p. 476. 31. «No estoy muy seguro de por dónde he empezado ese círculo. No sé hasta qué punto, a fuerza de leer el evangelio, me he dado cuenta de que el evangelio dice una cosa... Una vez que se ha entrado en el círculo hermenéutico con la precomprensión de que hemos hablado, evidentemente nos convencemos de que el evangelio dice eso»: ¡bid., p. 482.
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Puede discutirse teóricamente cuál es la estructura interna de esa opción. La teología de la liberación insiste en que tiene la estructura de conversión, pues se hace en diferencia e, históricamente, en contra de otras opciones. La opción puede tener, por lo tanto, un componente ético, pero el nivel en que se realiza es más primario. Como afirma Pablo, los seres humanos tienden —y según Pablo, en lenguaje universalizante, lo hacen irremediablemente— a aprisionar la verdad. La conversión primaria es entonces dejar que la verdad sea, ver al mundo tal cual es, sin oprimirlo de antemano dictándole cómo tiene que aparecer. En este sentido la opción por los pobres, en el lenguaje paulino, es considerada necesaria para desaprisionar la verdad del mundo, del mundo oprimido y del mundo opresor. Puede discutirse, de nuevo, cómo se llega a hacer, existencialmente, la opción por los pobres. La teología de la liberación insiste en que esa opción es posibilitada (o reforzada) desde los pobres. Cómo se logra optar «desde» los pobres es teóricamente discutible. Pero en cualquier caso hay que dejarse afectar radicalmente por la realidad de los pobres, dejar que los pobres penetren con ultimidad y sin condiciones en uno mismo. La opción por los pobres es entonces una opción que se cree necesaria para captar la realidad histórica y el evangelio, para responder y corresponder mejor a ambas cosas, para entrar en sintonía y afinidad con lo que dicen y con lo que exigen. Una vez realizada la opción, puede crecer el convencimiento de que así es, de que se capta más y mejor la historia y el evangelio. Se puede entonces teorizar la opción como el presupuesto hermenéutico necesario para comprender la realidad y el evangelio. Se puede entonces teologizar a los pobres, como lugar teológico, como mundo en que aparecen los signos de los tiempos. Se puede incluso aceptar como verdaderas las escandalosas palabras de Isaías: en los pobres, en el siervo crucificado, hay salvación y hay luz. Hay un reforzamiento mutuo, histórica y teológicamente, entre la opción por los pobres que ilumina la realidad y la realidad del pobre que convence de cuan atinada es la opción. Pero en definitiva lo que recalca la teología de la liberación es el hecho mismo de la opción con anterioridad (lógica) al desarrollo de una teología de la liberación. Esto significa en concreto que los pobres son los que guiarán la elaboración de lo que sea hoy el reino de Dios. Teórica e históricamente el concepto del reino de Dios puede ser elaborado desde otros primados que no sean los pobres; puede ser elaborado desde las necesidades humanas universales, desde el ansia de libertad, desde el deseo de supervivencia tras la muerte, desde la utopía del continuado progreso. De hecho así ocurre en varias teologías, y sus diferencias en los conceptos sistemáticos de reino de Dios se explican en último término por los presupuestos con 497
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que se lee el texto evangélico y la realidad histórica actual. Cuando se hace la opción por los pobres, el concepto sistemático de reino de Dios toma un rumbo preciso: es el reino de los pobres. b) Desde la opción por los pobres se recogen también dos importantes planteamientos hermenéuticos necesarios para la comprensión del reino, a los que da soluciones novedosas. El primero es la cuestión de la esperanza. La teología moderna ha tenido el gran mérito de redescubrir la dimensión de futuro al nivel metafísico, de esperanza al nivel antropológico y de promesa al nivel de la revelación. Pero además ha declarado que el reino es una realidad que por su naturaleza exige esperanza para poder ser captado. Dicho en otras palabras, el reino es una realidad tal que si, por un imposible, los seres humanos no tuviesen esperanza, su contenido sería una contradicción lógica. La esperanza, por lo tanto, es algo esencialmente necesario para comprender lo que es el reino. Pero, de nuevo, hay que preguntarse de qué esperanza se trata. La teología de la liberación insiste en que se trata de la esperanza de los pobres. No niega, por supuesto, que el hombre sea el ser de la esperanza y que por ello pueda llegar a forjar conceptos utópicos. Insiste, sin embargo, en que la esperanza, como dimensión antropológica, es sólo condición necesaria, pero no suficiente, para comprender el reino de Dios. Análogamente a lo que se dice de la fe, puede decirse que existe la spes quae y spes qua y ambas deben ser concretizadas desde los pobres para ofrecer acceso a la comprensión del reino. Aquello que se espera, la spes quae, es lo que esperan los pobres de este mundo: el fin de sus desventuras, la posibilidad de vida, la configuración justa de un mundo que ahora les oprime. Los signos que esperan son los que les ofrecen ya algo de vida y les permiten esperar que la vida es posible. Por lo que toca a la spes qua, al acto de esperar, los pobres esperan dentro de la dialéctica de signos realizados, fundantes de esperanzas, y de una realidad, masiva, cruel y estructural, que activamente hace contra su esperanza. Esta dimensión de la contra-esperanza es inherente a la esperanza, y así se recuerda desde Pablo hasta la teología moderna: la radical esperanza en la resurrección se realiza en contra de la muerte. Pero, de nuevo, los pobres concretan el «contra» de la esperanza: la actual situación de opresión, el antirreino. La esperanza del reino se realiza activamente como esperanza a pesar de y en contra del antirreino. La esperanza tiene siempre la estructura de acción victoriosa contra lo que se la opone. Por ello es importante ver qué es aquello que se le opone. Para quienes la vida no tiene por qué ser ya objeto de esperanza pues la poseen —aunque puedan cuestionar su sentido— el obstáculo a la esperanza suele ser la muerte final. Pero 498
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para quienes vivir sigue siendo objeto de esperanza, el obstáculo a su esperanza es el antirreino. No es que los pobres (en América latina ciertamente) no tengan una esperanza trascendente en la resurrección, pero para ellos tan milagro es vivir ahora como sobrevivir después. Lo que de contra hay en la esperanza lo ven no sólo en la muerte sino en la imposibilidad de vida ya ahora. Por ello su esperanza es tan radical, cuando la tienen, ya ahora. La teología de la liberación afirma entonces que para captar lo que es el reino de Dios no basta cualquier esperanza, sino la esperanza de los pobres; que hay que hacer propia, de alguna manera, su esperanza. Pero realizada ésta, también se comprende mejor sistemáticamente lo que deba ser el reino de Dios: una promesa de vida en contra del antirreino. c) La segunda cuestión es la de la praxis. La teología moderna recalca la necesidad de una praxis, como la exige todo el Nuevo Testamento. El problema no está, por lo tanto, en la necesidad de praxis para la vida cristiana sino en relacionarla con el reino de Dios. De éste se recalca que es don gratuito de Dios y que no puede forzarse por la actividad humana. Por lo que toca a la hermenéutica, el reino de Dios sería una realidad que sí exige esperanza para ser captado, pero que en sí mismo no exigiría una praxis. La teología de la liberación no niega sino que recalca la gratuidad del reino; pero exige una praxis, también cuando habla del reino. La razón evangélica está en que el mismo Jesús hizo muchas cosas en servicio del reino y en principio hizo a sus oyentes algún tipo de exigencias. Desde el primado del pobre la necesidad de la praxis en favor del reino es evidente. Que la praxis sea una necesidad no está, pues, en discusión en la teología de la liberación. Lo que hay que analizar es el valor hermenéutico de la praxis, lo que ayuda a captar lo que es el reino de Dios, de tal manera que, a la inversa, sin praxis se conocería peor y menos el reino de Dios; la praxis ayuda incluso a captar su gratuidad. En la práctica al servicio del reino se concretiza mejor y más eficazmente aquello que se espera. En el lenguaje de I. Ellacuría 32 , en el encargarse de la realidad (dimensión práxica de la inteligencia) se profundiza en la realidad de la que hay que hacerse cargo. Empecemos negativamente. En el hacer la justicia aparece toda la hondura de la injusticia, en poner los signos denunciantes aparece con fuerza la reacción de quienes captan el reino como mala noticia. En otras palabras, en la praxis, más que en el puro concepto, es donde aparece con mayor radicalidad la existencia y 32. «Hacia una fundamentación filosófica del método teológico latinoamericano»: ECA 322-323 (1975), pp. 418 ss.
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realidad del antirreino. Aparece no sólo que la realidad no es el reino, no sólo que el reino todavía no ha llegado, sino que el antirreino hace activamente contra el reino. Las innumerables persecuciones, asesinatos y martirios de los pobres que buscan liberación y de quienes los acompañan lo muestran con toda claridad. La práctica, pues, ayuda a comprender con una radicalidad no alcanzada sin ella que en verdad existe el antirreino y qué es éste en concreto, pues no contra cualquier actividad se revela el antirreino sino contra algunas específicas. Sub specie contrarii, de nuevo, se esclarece lo que es el reino hoy. Positivamente, en la práctica se va esclareciendo lo que genera esperanza en los pobres. Muchas acciones benéficas pueden hacerse hacia ellos. Estas pueden generar alivio, pero no todas generan esperanza, aunque sean bienvenidas. En la práctica se decide qué signos, qué anuncio de la buena nueva, qué denuncia, qué planteamientos de nueva sociedad generan esperanza, y por ello apuntan en la dirección del reino; en la práctica se decide qué cosas celebran los pobres como signos del reino. Y en la práctica se decide también, por tanto, cuáles son los caminos del reino, entre el realismo de su viabilidad y la reserva de la utopía que mueve a buscar nuevos caminos. La práctica es, entonces, no sólo una obvia exigencia ética sino también principio hermenéutico de comprensión. Con anterioridad al hacer se sabe menos del reino de Dios que después de haber hecho algo por el reino. Desde la práctica se concretan y así se captan lo que hoy sean signos, se descubren nuevos signos, se aprenden los caminos por los que hay que transitar. Este tipo de argumentación es afín, ciertamente, a una determinada teoría del conocimiento, pero se basa sobre todo en la reflexión de la teología de la liberación sobre lo que ocurre en la realidad cuando se trabaja por el reino. La práctica ilumina lo que es el reino. Y podría también preguntarse si el mismo Jesús no fue configurando su anuncio inicial desde sus actividades y prácticas concretas y desde las reacciones a ellas por parte de los diversos grupos sociales. Pero, además, para la teología de la liberación la práctica no se opone a la gratuidad del reino, sino que la supone e incluso ayuda a esclarecerla. La teología de la liberación acepta y valora la gratuidad del reino desde dos puntos de vista. En primer lugar confiesa que la consumación del reino es obra trascendente de Dios, como lo es su creación; la esperanza de la consumación última está puesta en Dios. La misma gratuidad que aparece en el porvenir radicalmente de Dios aparece también en el llegar definitivamente a Dios. La teología de la liberación para nada quiere poner en peligro la gratuidad del reino definitivo de Dios, y sólo burdos intereses pueden querer hacerla decir la insensatez de
que seres humanos puedan llegar a construir la perfecta utopía. En segundo lugar, la teología de la liberación acepta y valora que la razón por la que Dios quiere acercarse en su reino es pura iniciativa de Dios, que no puede ni tiene por qué ser forzada por acción humana alguna, simplemente —como se decía y recalcaba antes— porque Dios es así. Estos recordatorios debieran ser innecesarios, por obvios, ya que la teología de la liberación es realmente cristiana y ortodoxa; pero no lo son porque se los cuestiona. Lo que quizás puede estar detrás de estos burdos cuestionamientos es el interés por ignorar o suavizar algo que sí recalca la teología de la liberación: que gratuidad para nada se opone a práctica; que, cristianamente hablando, más bien la exige. Lo que hay que analizar es cómo se entiende cristianamente la relación entre gratuidad y práctica, no la necesidad de ambas. Desde un punto de vista histórico hay que recordar que Jesús anuncia la gratuidad del reino y por otra parte él mismo tiene una práctica y exige algo de los demás. Desde un punto de vista sistemático, en lenguaje del Nuevo Testamento, hay que recordar que Dios nos ha amado «primero», de lo cual se deduce una práctica del amor histórico, el amor entre los hermanos. La gratuidad para nada exime de la práctica. Lo que hace la fe cristiana es proclamar dónde está la iniciativa y qué significa para la práctica que esté en Dios. Significa que la práctica debe ser hecha no con hybris sino con agradecimiento, que la primera práctica de Dios, su amor sin condiciones previas, muestra cómo hay que llevar a cabo la práctica histórica y cómo capacita para ella. El misterio de Dios es que «nos creó creadores» (Bergson); en el acto suyo más gratuito nos dejó su impronta de ser, análogamente, como él, de ser con otros como él ha sido con nosotros, de hacer con otros lo que él ha hecho con nosotros, y de hacer con otros como él ha hecho con nosotros. Hay que escuchar y anunciar que el advenimiento del reino de Dios es, en último término, don gracioso de Dios; pero de ahí no se deduce la pasividad sino la urgencia de anuncios históricos, el esvivirse por poner signos de su advenimiento, el proponer formas en que los hombres vivan de acuerdo a ese don último que sólo será realidad al final. El que el reino nos sea anunciado y nos sea dado es lo que tiene que mover a llevar a cabo la práctica con un talante determinado, la gratuidad: «libres para amar», «liberados para liberar», dice G. Gutiérrez 33 . El que el reino sea en definitiva de Dios es lo que tiene que mover a una práctica sin hybris, más aún, a hacerla con conciencia de la limitación y aun del propio pecado («hacer la revolución como un perdonado», sugiere J. I.
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33.
Cf. su obra fundamental sobre espiritualidad Beber en su propio pozo, Lima, 1983.
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Después de estas reflexiones podemos contestar a la pregunta: qué entiende la teología de la liberación sistemáticamente por reino de Dios. Formalmente hablando entiende por reino de Dios una realidad histórica que en sí misma tiene la virtualidad de abrirse y apuntar siempre a un «más». Materialmente hablando, recoge en el concepto de reino de Dios lo fundamental del concepto evangélico historizado desde los principios hermenéuticos expuestos. El reino de Dios es, entonces, un reino de vida; una realidad histórica —la vida justa de los pobres— y una realidad que en sí misma tiende al más, en definitiva, a la utopía. En esta definición debiera quedar claro, por el primado que se le da en el evangelio y en la opción, que los pobres son destinatarios primarios del reino. El que el contenido se defina como «vida» debe esclarecerse. Indudablemente lo que está en juego no es el término en sí mismo, para el que pudieran buscarse otros equivalentes. Se elige «vida» porque, creemos, recoge mejor lo histórico y lo utópico del reino de Dios. Se añade «justa» para
indicar tanto el camino para conseguirla en presencia del antirreino como para expresar la condición de que subsista. La teología de la liberación insiste en la vida como el contenido histórico del reino porque pobreza, en el Tercer Mundo, significa cercanía a la muerte; pobres son «los que mueren antes de tiempo» (G. Gutiérrez). Con «vida» se quiere afirmar que con el reino los pobres dejarán de serlo. La teología de la liberación insiste en el sentido primario de la vida, sin precipitarse a analizar el «más» que toda vida lleva consigo. Paradójicamente se orienta más hacia la protología (idealizada) que hacía la escatología; más hacia la creación que hacia la plenificación. La vida no funge como un presupuesto que, una vez asegurado, lanzase a realizar lo verdaderamente humano y donde sólo entonces tuviese sentido hablar de reino de Dios. La vida en el Tercer Mundo no es lo presupuesto, sino lo que siempre hay que «poner»; es una finalidad en sí misma. Por decirlo desde lo negativo, el pecado primario del reino no es contra la escatología, sino contra la creación. La vida justa es lo que relaciona hoy el concepto sistemático con el concepto evangélico del reino. Es la buena noticia para millones de seres humanos; es lo que mueve a poner signos impulsados por la misericordia ante los rostros de los pobres y lo que mueve a denunciar el antirreino generalizado. Propiciar la vida es también lo que sigue hoy causando escándalo, conflicto, persecución y muerte. Todo ello hace que la buena noticia del reino pueda hoy formularse cristianamente y con sentido como la vida de los pobres. Pero también la vida es una realidad que, por su propia naturaleza, está siempre abierta al más; su concepto es dinámico y direccional; apunta a un desdoblamiento de sí misma para realizarse a diversos niveles, con nuevas posibilidades y exigencias. La vida apunta a lo que en el concepto de reino de Dios hay siempre de «más». En el reino de Dios tiene que haber pan, símbolo primero de la buena noticia hoy. Pero esa misma realidad del pan lleva consigo la pregunta por el cómo conseguirlo, con lo cual se exige algún tipo de actividad y de trabajo. Una vez que hay pan surge la exigencia de que sea compartido —lo ético y lo comunitario—, surge la tentación de no compartirlo —el pecado— y la necesidad de celebrarlo por el gozo que el pan produce. El pan conseguido por unos es en sí mismo una pregunta por el pan de otros grupos, otras comunidades, por el pan de todo un pueblo —y surge la pregunta por la liberación—. Y, entonces, conseguir pan para todo un pueblo significa práctica, reflexión, ideologías funcionales, riesgos, amenazas. Y puede surgir la exigencia de arriesgar hasta la propia vida para que el pan no se convierta en símbolo de egoísmo, sino de amor. Y el pan es más que pan, tiene algo de
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González Faus). Pero el talante de gratuidad y de humildad configura la práctica, no la suprime. En la misma práctica, además, se puede hacer la experiencia de gratuidad, aunque esto sólo puede constatarse cuando acaece; pero acaece. La gratuidad, el que todo tenga su origen en Dios, no tiene por qué ser expresado sólo como los ojos nuevos para ver lo que sin Dios no se podría ver o como los oídos nuevos para oír lo que sin Dios no se podría oír. Puede también ser expresado como las manos nuevas para hacer lo que sin Dios no se podría hacer. Muchos que se encuentran haciendo el reino formulan así la gratuidad: algo se nos ha dado, y precisamente eso que se nos ha dado es poder hacer el reino, poner los signos que antes no se ponían, anunciar lo que antes no se anunciaba, correr riesgos que antes no se corrían, permanecer en la persecución que antes se rehuía. Ese antes expresa lo que es lo normal, lo que son históricamente las posibilidades humanas. Ahora, lo que parecía imposible se ha hecho posible: trabajar decididamente por el reino. Y eso es experimentado como don. La teología de la liberación propone, pues, la práctica del reino no sólo como una obvia exigencia ética, sino como principio hermeneutico para conocerlo e incluso conocerlo en lo que tiene de don. Esa práctica y el asumir la esperanza de los pobres son concreciones de la opción por los pobres que capacitan hoy para la comprensión del reino de Dios.
3.
El concepto sistemático de reino de Dios
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sacramental; y así se celebra la fiesta del maíz, y los que se juntan no sólo comen pan sino que cantan y recitan poemas, y el pan se va abriendo al arte y a la cultura. Y nada de esto acaece mecánicamente, sino que en cada estadio de la realidad del pan aparece la necesidad del espíritu: espíritu de comunidad para compartir y celebrar, espíritu de valentía para luchar por él y de fortaleza para mantenerse en esa lucha; espíritu de amor para aceptar que el trabajar por el pan de otros es lo más grande que puede hacer un ser humano. Y la buena noticia del pan puede llevar a agradecer al Dios que lo ha hecho o a la pregunta de por qué permite Dios que no haya pan abundante para todos; puede llevar a preguntarse quién es aquel que multiplicó panes para saciar el hambre y, sin embargo, le mataron por ello; puede llevar a preguntarse si la Iglesia toma en serio el pan como buena noticia y cómo lo relaciona con su misión. Puede llevar a preguntarse también si hay algo más que pan, si hay un pan de la palabra, necesario y buena noticia incluso cuando no hay pan material; si es verdad que al final de la historia habrá pan para todos, si merece la pena caminar y trabajar en esta historia para que así sea, aunque a veces la oscuridad lo penetre todo; si la esperanza del pan para todos es en verdad más sabia que la resignación... La vida es siempre más y en el pan hay siempre más que pan. Pero hay que recalcar que la realidad del pan se desdobla en esta dirección cuando se trata no de cualquier pan —el del lujo y el que proporciona la riqueza— sino del pan de los pobres. Esta breve fenomenología del más que hay en el pan, sea cual fuere la fortuna de su descripción, sólo pretende mostrar cómo la vida misma se desdobla siempre en «más». Por ello la teología de la liberación recalca el carácter histórico del reino —la vida— que en sí misma lleva hacia el más; y, como no le pone límites a ese más, lleva a lo utópico. Esta es la razón última de por qué la teología de la liberación tiene que hablar de una liberación «integral»; no para equilibrar, por adición, liberación «material» con otras liberaciones más espirituales, sino porque en ese material primario, que llamamos vida de los pobres, está siempre el germen de un más de vida. En este sentido puede decirse que el reino de Dios es vida, vida abundante y la plenificación de la vida. La teología de la liberación, por lo tanto, recalca el aspecto histórico y utópico del reino. En ello no es especialmente novedosa, pero sí lo es en el modo de relacionar ambas cosas, en comparación a como lo hacen otras teologías. En primer lugar, insiste y defiende lo que de histórico hay en el reino de Dios, tanto por obvias exigencias éticas como porque cree que desde ahí se plantea mejor y sin los habituales peligros alienantes lo que el reino tiene de utópico. Con ello quiere asegurar que la plenificación final del reino no haga ignorar o
pasar a segundo plano la realización de la voluntad de Dios para los pobres. En las repetidas palabras de monseñor Romero, «es preciso defender lo mínimo que es el máximo don de Dios: la vida». En segundo lugar, lo utópico del reino es comprendido como guía de los caminos que se deben transitar en la historia y no sólo como relativización de los ya transitados. A diferencia de otras teologías, la de la liberación no enfatiza, aunque obviamente lo acepta, el carácter relativizador del reino utópico sobre todo lo que sea histórico. Conoce la «reserva escatológica» y sorprendería más bien que no la aceptase. La realidad de los pobres dice evidentemente que la historia actual no es el reino de Dios. Recordarlo en América latina para evitar el peligro de adecuar historia con la utopía del reino sería un sarcasmo. La teología de la liberación no rechaza la función de la reserva escatológica, pero la interpreta de otra forma. La escatología no sólo pone «reservas» a lo histórico, sino que lo condena. Y, positivamente, no relativiza toda configuración histórica por igual sino que las jerarquiza. Hay una falacia en insistir en que nada es el reino de Dios, como si la distancia entre éste y cualquier configuración histórica fuese la misma por ser infinita. La teología de la liberación sabe muy bien que utopía es aquello que por definición nunca se realiza en la historia (outopos); pero sabe también que hay topoi en la historia, y que en unos mejor que en otros se realiza la voluntad de Dios. Por último la teología de la liberación comprende lo utópico del reino de Dios no sólo como lo que acaecerá al final de la historia, sino como lo que ya se hace presente como fuerza atrayente en la historia. Esa fuerza no consiste, como en Pannenberg, en que, por no ser realidad, la utopía permite y exige vivir de una determinada manera y así vivir ya como hombres salvados. Con toda la provisionalidad del caso, hay formulaciones de la utopía que atraen y hacen que la historia dé más de sí: justicia, fraternidad, liberación o las conocidas palabras de Rutilio Grande: «Una mesa común con manteles largos para todos, como esta eucaristía. Cada uno con su taburete. Y que para todos llegue la mesa, el mantel y el conque». La utopía es lo que atrae con fuerza, lo que moviliza, lo que una y otra vez mueve a que los seres humanos den lo mejor de sí mismos para realizar el reino. La teología de la liberación cree que la utopía última está más allá de la historia, pero que desde ahora mueve a la historia.
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4.
El carácter totalizante del reino de Dios
El reino de Dios, así entendido, es central en la teología de la liberación. Lo que hay que preguntarse, para terminar, es si y
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cómo el reino de Dios, como objeto teológico central, tiene la capacidad de organizar todos los contenidos de la teología. A continuación ofrecemos, en apretado resumen, cómo el reino de Dios se puede compaginar, organizándolos y enriqueciéndolos, con los más importantes temas de la teología, añadiendo que, aunque esta organización se realiza conceptualmente, creemos que se basa en la experiencia de muchos que creen, trabajan y sufren por el reino de Dios. Por lo que toca a la teo-logía, en el concepto de reino de Dios está incluido, por definición, Dios, y con la ultimidad que le es propia. Desde el reino de Dios aparece la ultimidad de la voluntad de Dios, su designio, su trascendencia; y también, su contenido como lo sumamente bueno: el amor y la ternura. A ese Dios le llama la teología de la liberación el Dios de vida. Por la propia naturaleza del reino, Dios no aparece como un Dios celoso del bien de los hombres; más bien, su gloria consiste en la vida de los pobres. Pero sí es celoso de los otros ídolos, de los ídolos con los que está en estricta contradicción. Por ello el amor de Dios puede denominarse como justicia, el amor en contra de la muerte que propician otros dioses. Dios se hace el Dios de las víctimas de este mundo y esa solidaridad llega hasta los extremos de la cruz, de modo que tiene sentido la mención de un Dios crucificado. Pero ese Dios sigue siendo afirmado como el que —gratuita y definitivamente— será capaz de sacar vida de donde no la hay, de hacer surgir un reino definitivo en medio del antirreino de la historia. Puede preguntarse cuál es la relación entre el Dios del reino y el otro gran símbolo para expresar la realidad de Dios: Abbá, Padre. Esta advocación de Jesús es también irrenunciable y por ello hay que preguntarse cómo se compagina con el Dios del reino. El que Dios sea Padre para Jesús y para el creyente de hoy se muestra en la confianza que Jesús deposita en él por el convencimiento de que el Padre es bueno. De ahí que a la fe le competa el momento de confiar y apoyarse en Dios. Pero esa bondad de Dios, que posibilita llamarle Padre, es la que Jesús describe en sus parábolas precisamente cuando habla del amor de Dios, no en general, sino a los destinatarios del reino. Puede decirse, sistemáticamente, que la bondad de Dios que lleva a nombrarle Abbá, Padre, se expresa en el hecho mismo de ser el Dios de los débiles y, por ello, inequívocamente el Dios bueno. Y, a la inversa, la razón, lógica, de que Jesús pueda anunciar la venida del reino a los pobres es su convicción de que así es Dios, el Dios bueno, Padre. El reino de Dios, por lo tanto, no desvía de, sino que recalca la realidad de Dios tal como lo mencionó Jesús: Padre. Por lo que toca a la cristo-logia, afirmar que Jesús es el anunciador y mediador escatológico del reino de Dios es ya una afirmación de fe cristológica en sentido estricto. Aunque la fe en la
divinidad de Jesús sólo llega a ser después de la resurrección, su esencial relación con el reino algo puede esclarecer la lógica por la cual se puede llegar a confesar su divinidad. No hay que despreciar el hecho mismo de que Jesús, en medio de la historia, se atreviese a proclamar cuál es el secreto último de la historia y su final: es verdad que lo último de la historia es salvación y que, además, eso se acerca. Su resurrección puede ser interpretada también como la confirmación de parte de Dios de la verdad de ese Jesús en cuanto anunciador escatológico del reino. La argumentación creyente en favor de la divinidad de Cristo —como lo muestran las hondas reflexiones de los padres—, que si Cristo no fuese Dios no habría salvación definitiva, puede reformularse en lenguaje del reino: si Cristo no es Dios, vana es la esperanza de salvación que trae el reino. Por lo que toca a la verdadera humanidad de Jesús, es evidente la relevancia de la relación de Jesús hacia el reino. Lo que esa relacionalidad constitutiva tiene de práctica histórica y de historicidad en la subjetividad de Jesús lo muestra como verdadero ser humano, sujeto a lo que hay de universal en lo humano, pero presentando también en qué consiste el verdadero ser humano. El participar de la corriente esperanzadora de la humanidad que espera un reino, su pro-existencia, su misericordia, su amor hasta el final, la fortaleza en mantenerse en las pruebas, externas e internas (tentaciones, crisis galilea, ignorancia), su esperanza contra esperanza lo muestran como ser humano y —según la confesión cristológica— como el verdadero ser humano. El reino de Dios es, por lo tanto, también una realidad desde la que se puede esclarecer la lógica de la confesión cristológica —una vez aceptada en la fe—, con la ventaja, sobre otras formas, de que recalca lo concreto de ese ser humano que revela a Dios y lo concreto de ese Dios que se muestra en lo humano. Los peligros de que la fe cristológica degenere en abstracciones son menores; y la invitación-exigencia a recorrer el camino histórico de Jesús como modo de llegar a conocerle y a confesarle como el Cristo es más obvia desde el reino de Dios. Por lo que toca a la eclesio-logia, el reino de Dios ofrece el horizonte último de comprensión de la identidad y misión de la Iglesia. Le recuerda que ella no es el reino de Dios, sino su servidora por principio; y que sus realizaciones internas deben ser signo del reino en la historia. Le exige que su misión sea, como la de Jesús, buena noticia a los pobres, evangelización y denuncia, anuncio de la palabra y realización histórica de liberación. De esta forma puede hoy la Iglesia ser «sacramento de salvación». El destinatario primario del reino, los pobres, le exigen una real encarnación en la historia de la pasión del mundo, con lo cual la Iglesia resuelve en principio el difícil problema de estar en el
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mundo sin mundanizarse, es decir, sin dejarse regir por los valores mundanos con los que se oprime a los pobres; de ser mundanal, pero no mundana. Los pobres concretizan la realidad interna de la Iglesia como pueblo de Dios desde la igualdad fundamental de lo humano, pero desde la parcialidad de aquello humano por lo que Dios siente predilección y que, por su propia naturaleza, puede producir una fe y una esperanza más evangélicas. La Iglesia tiene que organizarse en su interior poniendo su centro en la materialidad de la pobreza de este mundo con el espíritu que puede surgir más espontáneamente desde ahí. En el lenguaje de Puebla, desde la evangelización que ofrecen los mismos pobres; en lenguaje sistemático, desde «los pobres con espíritu», como indica I. Ellacuría 34 . Esa Iglesia de los pobres es la que está en la historia real y crece en la historia; la que agradece cuando aparecen los signos del reino, la que pide perdón cuando los anula; la que celebra los sacramentos y la palabra. Terminemos con unas palabras sobre la espiritualidadiS que desencadena el reino de Dios, pues es algo que elabora positivamente la teología de la liberación y que debe ser mencionado ante las acusaciones en contrario. Esa espiritualidad es ante todo teologal porque debe enfrentarse con lo último. Exige elegir ante la ineludible alternativa de servir a Dios o servir a los ídolos. Es una espiritualidad que llama a recorrer los caminos de la vida y que dan vida en contra de los caminos de la muerte y que dan muerte. Toma muy en serio, por lo tanto, la elección entre lo que verdaderamente es gracia y pecado. Desde el reinado de Dios se esclarece con fuerza lo que es pecado y su analogatum princeps: dar muerte; y también lo que es gracia: dar vida. Se esclarece la dimensión histórica, social, estructural de ambas cosas, pero también la dimensión personal, pues por acción u omisión todo ser humano en su decisión personal está ante esa alternativa. Es una espiritualidad cristológica pues ve en el seguimiento de Jesús el paradigma de toda espiritualidad; seguimiento que es práctica, misión, hacer el reino; pero seguimiento que debe ser hecho no mecánicamente, sino con espíritu y con el mismo espíritu que se hizo presente en la vida de Jesús y en las exigencias de Jesús, precisamente cuando él sirve al reino y cuando él habla del reino: espíritu de misericordia, de limpieza de miras, de fortaleza, de empobrecimiento... Es una espiritualidad, por último, que cree en la acción del Espíritu hoy en la historia para buscar y encontrar nuevos caminos históricos en la construcción del reino, para mantener la esperanza 34. 35. 1985.
Conversión de la Iglesia al reino de Dios., pp. 129-151. Véase la obra citada de G. Gutiérrez y J. Sobrino, Liberación con espíritu, Santander,
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de que es verdad que el reino se acerca a pesar de las apariencias, para mantener, concretizar y ahondar la fe en Dios. El que hoy pueda y tenga que haber oración, ponerse delante de Dios, dejarse hablar por Dios y hablar a Dios, no es nada rutinario, sino algo que por su naturaleza confronta a quien trabaja por el reino y algo posibilitado por el Espíritu de Dios. La teología de la liberación habla de la necesidad de la espiritualidad. La liberación, la práctica de la justica, la construcción del reino es algo irrenunciable; pero esa decisión fundamental por la vida de los pobres tiene que estar llenada de espíritu. Ambas cosas se ven como necesarias y como mutuamente potenciadoras. La primariedad de la práctica de la liberación exige espíritu, pero posibilita un determinado espíritu que no se consigue desde otros cauces; el espíritu con que hay que llenar la práctica de la liberación no hace desentenderse de ella, pero sana sus inevitables peligros y unilateralidades y aun la potencia. Para expresar esa mutua relación se habla de «contemplativo en la liberación» (L. Boff), «contemplativo en la acción por la justicia» (I. Ellacuría). Se puede hablar de «sanidad política», de unificar fe y justicia, de conocer a Dios haciendo la justicia... Las fórmulas son diversas pero todas tienen algo fundamental en común: la construcción del reino de Dios exige un determinado espíritu, pero también lo posibilita; y por ello la teología de la liberación tiene una espiritualidad. Este apretado resumen sólo pretende ilustrar lo que la teología de la liberación hace en su totalidad; pero puede ser suficiente para mostrar que el reino de Dios no es sólo objeto central de la teología, sino lo que puede organizar —en el Tercer Mundo mejor que otros— la totalidad de la teología. Al elegir el reino de Dios como su objeto, la teología de la liberación no pretende —ciertamente en su intención, pero tampoco en sus realizaciones objetivas— empequeñecer o reducir la totalidad de la teología, sino todo lo contrario; y en la realidad concreta del Tercer Mundo, le parece la mejor manera de potenciar la totalidad de la teología 36 . Lo que en definitiva dice la teología de la liberación es que en la historia —junto con otros seres humanos, y de ahí el ecumenismo radical que ofrece el concepto de reino de Dios— hay que construir el reino y que, desde la fe, a través de esa construcción parcial, nos encaminamos al definitivo reino de Dios. Como el 36. No quiere decir esto que la teología de la liberación haya desarrollado con la misma creatividad todos los temas de la teología. Hemos mencionado los que parecen ser más importantes. Pero quedan pendientes muchas tareas de lo cual la misma teología de la liberación es consciente. Entre otras, el problema de la inculturación, la teología de la mujer, los aspectos personales y familiares de la vida cotidiana, etc.
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profeta Miqueas, la teología de la liberación tiene claro lo que hay que hacer: «defender el derecho y amar la lealtad» —propiciar la vida de los pobres en la historia—; y como el profeta tiene la fe de lo que en último término significa esa práctica: «caminar humildemente con Dios en la historia». Lo primero exige poner siempre signos configuradores del reino, denunciar el antirreino y proponer formas de vida más abundante para los pobres. Lo segundo exige la fe en el sentido último de la historia, en el designio plenificante de Dios, simplemente la fe en Dios tal como se manifestó en Jesús. Esa fe es la esperanza de que la historia será salvada por Dios. Y entonces sí, pero no antes, el reino de Dios se hace teológicamente intercambiable con la resurrección de los muertos o con el paulino «Dios todo en todos».
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Juan Pablo II, en su primer discurso a los obispos latinoamericanos en Puebla, dijo unas palabras de fundamental importancia para nuestra comprensión trinitaria de Dios: Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia. Pues lleva en sí mismo la paternidad, la filiación y la esencia de la familia que es el amor; este amor en la familia divina, es el Espíritu Santo (Puebla, 28 de enero de 1979).
La afirmación quizás más trascendental del cristianismo sea ésta: en el principio no está la soledad del uno, sino la comunión de tres personas eternas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; en el primer principio rige la comunión. Esta comunión constituye la esencia de Dios y a la vez la dinámica concreta de cada ser de la creación. Nada existe solamente en sí y para sí, todo se encuentra dentro de un juego de relaciones mediante las cuales todos los seres conviven, existen unos con los otros, por los otros y en los otros. La Trinidad, que es la coexistencia y la convivencia del Padre con el Hijo y con el Espíritu Santo, constituye la raíz y el prototipo de esta comunión universal. Desgraciadamente se da una inmensa amnesia de la verdad trinitaria y de la realidad comunional. Antes de todo importa hacer una crítica de las causas que produjeron y siguen produciendo esta amnesia con daños notables para la sociedad y para las iglesias.
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I. DIFICULTADES POLÍTICO-RELIGIOSAS PARA LA VIVENCIA DE LA FE TRINITARIA
Las dificultades para la vivencia de la fe trinitaria tienen muchas razones; queremos subrayar dos, una de orden político y otra de orden religioso. En el terreno de lo político, somos herederos de un inmemorial autoritarismo político y de una histórica concentración del poder. En la familia es el padre el que detenta el poder; hubo siglos de patriarcado que estableció relaciones desiguales en los lazos familiares y parentales. En la política los reyes acumularon en sus personas todos los poderes. Los jefes de tribus o naciones, generalmente, han ejercido el poder de forma autocrática. La ideología que se creó a partir de estos fenómenos políticos enseñaba: «Hay un solo Dios, un solo rey y una sola ley». La frase de Gengis Khan, que podría estar en la boca de cualquier príncipe cristiano, resulta paradigmática: «En el cielo sólo hay un único Dios y en la tierra un único señor, hijo de Dios, Gengis Khan». Algo parecido a esto es corriente en el discurso religioso: «Al igual que hay un solo Dios, hay también un solo Cristo, una sola Iglesia, un solo representante de Cristo, el papa para el mundo entero, el obispo para la diócesis y el párroco para la comunidad local». Una forma de organizar la convivencia social basada en el poder en una sola mano o en pocas no crea las condiciones reales para la experiencia de Dios como comunión. En el campo religioso se ha vivido un fenómeno semejante al político. Es notorio el ejercicio centralizado del poder sagrado en la figura del Sumo Sacerdote o del Pontífice Máximo. No es raro ver la acumulación del poder real y sacerdotal en una única figura. La concepción jerárquica de la Iglesia romano-católica favoreció una visión unitarista de Dios. Una cierta comprensión del monoteísmo teológico, en la medida en que concibe a Dios como el vértice de la pirámide de todos los seres, es deudora de experiencias políticas y religiosas caracterizadas por el autoritarismo y el despotismo. Entonces se produce un doble fenómeno. La realidad socio-religiosa sirve de base para la construcción del monoteísmo atrinitario y pretrinitario; y el monoteísmo sirve de legitimación sagrada para formas centralizadoras del ejercicio de poder político y religioso. Fue mérito de Erik Peterson (El monoteísmo como problema político, 1931) haber mostrado que, detrás de cierto monoteísmo rígido, se esconde un problema político, tanto en la antigüedad como en los tiempos actuales. La amnesia trinitaria en la vivencia cristiana de Dios tiene gran parte de su explicación en tales fenómenos. Los fieles encuentran pocas experiencias concretas de comunión, de participación, de relaciones inclusivas que les permitan concretar su fe en un Dios-Trinidad de personas. Por
mas que el dogma enseñe que el Dios verdadero es la comunión de tres divinas personas, la experiencia común, expresada en el lenguaje, es de una concepción monoteísta de Dios. Si bien hay que enfatizar que hay un sentido verdadero del monoteísmo dentro de una comprensión trinitaria de Dios, en la medida en que la unión entre las tres personas divinas se debe a la unicidad de la esencia o naturaleza, que es la vida, amor, comunión. Este predominio del monoteísmo lleva a que muchos cristianos tengan una experiencia desintegrada del misterio trinitario. Cada persona divina es adorada como Dios en sí misma, sin incluir simultáneamente las otras dos. Es una especie moderna de triteísmo (doctrina que afirma la existencia de tres dioses). Así, existe una religión del Dios Padre que se puede encontrar en grupos sociales de mentalidad agraria. Como prevalece el patriarcalismo, Dios es representado primordialmente como el Padre todopoderoso, omnisciente, juez y señor de la vida y de la muerte. A su lado no queda lugar para un Hijo; las personas, más que hijos, son todos siervos que deben conformarse a la voluntad soberana del Padre que está en el cielo. El Hijo y el Espíritu Santo aparecen dependientes del Padre (subordinacionismo). Se da, también, una religión del Dios-Hijo en los estratos modernos en los que predominan relaciones horizontales y surgen líderes y militantes comprometidos con una gran causa, y donde se valoran las figuras carismáticas que conducen los grupos y mueven las masas. En este contexto emerge la figura de Cristo, venerada como el Maestro, el Hermano, nuestro Jefe y Conductor. Este cristocentrismo se convierte en un cristomonismo, como si Cristo fuera todo y no fuera enviado de su Padre y no tuviera el Espíritu para actualizar su mensaje y persona en la historia. Se da, por último, la religión del Dios-Espíritu Santo, particularmente en los grupos carismáticos, sea en medios populares o en sectores pudientes de la sociedad. Se valora el entusiasmo, la creatividad espiritual y se respeta el sentido íntimo que cada uno encuentra en su búsqueda interior. En esta experiencia, reconociendo todo lo válido que tiene, prevalece la intimidad en detrimento de la dimensión histórica y de la preocupación necesaria para con los empobrecidos en vista de su liberación real e integral. La desintegración de la experiencia trinitaria se debe a la pérdida de la memoria de la perspectiva principal y esencial del misterio del Dios trino, que es la comunión entre las divinas personas. El hacia arriba (el Padre), el hacia los lados (el Hijo) y el hacia el fondo (el Espíritu Santo) constituyen dimensiones que siempre coexisten en la existencia y deben ser vividas de forma integradora. En lenguaje trinitario, el Padre está siempre con el Hijo en el Espíritu. El Hijo se interioriza en el Padre por el Espíritu. El Espíritu une el Padre al Hijo y él mismo se une en
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ellos. En fin, la Trinidad inserta a la creación en su propia realidad divina. La comunión es la primera y la última palabra del misterio de Dios y del misterio del mundo.
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¿Cómo se ha revelado la santísima Trinidad? Hay dos caminos a tener siempre en consideración: el camino de la historia y el
camino de la palabra; ambos son expresiones de la revelación. Primeramente la Trinidad se reveló en la vida de las personas, en las religiones, en la historia común de los humanos; después se reveló en la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, y, por último, en la manifestación del Espíritu en las comunidades cristianas. A pesar de que los hombres y mujeres nada sabían de la Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han habitado siempre la vida de las personas y estaban presentes en todos los procesos históricos. San Ireneo dijo esta frase de gran contenido teológico: «El Hijo y el Espíritu Santo son las dos manos del Padre por las que nos toca, nos abraza y nos moldea a su imagen y semejanza». Estas dos personas divinas fueron enviadas a la humanidad para que ésta fuese injertada a la comunión trinitaria. La revelación explícita del misterio se produjo solamente por Jesús y por las manifestaciones del Espíritu, particularmente en la Iglesia primitiva. Hasta entonces, la presencia de la Trinidad se hacía por indicaciones indirectas. Con la irrupción de Jesús afloró claramente a la conciencia el hecho de que Dios es Padre que envía su Hijo para, con el Espíritu, liberar integralmente la historia. Reparamos, por tanto, que la Trinidad no se reveló como una doctrina, sino como una práctica: en las actitudes y palabras de Cristo y en la acción del Espíritu en la historia y en la vida de las personas. El texto más importante que comunmente se cita para identificar la revelación del misterio trinitario es aquel de Mt 28, 19: «Id, pues, haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizándolos en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Los exegetas son de la opinión de que esta fórmula es tardía, pues recoge la experiencia bautismal de la comunidad primitiva, en el tiempo en que fue escrito el evangelio de Mateo, hacia el año 85. La comunidad había meditado mucho sobre la vida y las palabras de Jesús. Comprendió que Jesús había revelado de hecho quién es Dios, es decir, las tres divinas personas, en cuyo nombre debían ser bautizados todos los que creían. Jesús está en el origen de esta fórmula eclesial. Es en Jesús donde vamos a encontrar la revelación del misterio trinitario. Empecemos por la revelación del Padre. Sabemos por los evangelios que Jesús expresó su experiencia de Dios, llamándolo siempre «Padre». Utiliza una expresión sacada del lenguaje de los niños, Abbá, especialmente en sus oraciones a solas (cf. Le 3, 21-22; 5, 16; 6, 12; 11, 1-5; Me 14, 32-42, etc.). Ese Padre es de una infinita bondad y misericordia, que «ama a los ingratos y malvados» (Le 6, 35). Esta experiencia es más que una doctrina; origina una práctica de liberación hacia los pobres y despreciados, descarriados y pecadores. La relación de Jesús con el Padre revela una cierta distancia y diferencia junto con una profunda intimidad.
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II. LA PERSPECTIVA LATINOAMERICANA DEL MISTERIO TRINITARIO
Toda teología tiene que mostrar su dimensión evangélica, es decir, tiene que ser una buena noticia para las personas en la situación en la que viven. En América latina el gran desafío viene de los pobres, que constituyen las grandes mayorías. ¿Qué significa para ellos creer en la Trinidad? No se trata solamente de profesar la verdad dogmática y procurar entender sus términos, sino que se trata de la realización existencial del misterio de comunión que ayude a las personas a vivir su humanidad de una forma más plena y libre. Para el creyente cristiano se plantean, entonces, dos líneas de reflexión: la primera que parte de la fe trinitaria, y considera las iluminaciones que de ella se derivan para la vida personal y social; la segunda parte de la realidad personal y social, y se pregunta en qué medida ella es imagen y semejanza de la Trinidad, en qué medida contradice, en la forma como se organiza, la comunión entre las diversidades y, por fin, si la realidad permite una experiencia de lo que es la esencia del misterio trinitario: la interrelación igualitaria entre las tres divinas personas en la comunión de vida y de amor. Y entonces se percibe, en el caso latinoamericano, cuánto debemos cambiar la realidad personal y social para que sea un sacramento de la santísima Trinidad. De aquí arrancan las raíces trinitarias del compromiso cristiano para la transformación de la sociedad: queremos cambiarla porque vemos en la fe que la suprema realidad es el prototipo de todo y esta suprema realidad significa la absoluta comunión de tres distintos, cada uno de igual dignidad, con igual amor y con plena comunión recíproca de amor y de vida; además queremos que nuestra realidad nos pueda hablar de la Trinidad mediante su organización igualitaria y comunional y nos permita, así, experimentar a las tres divinas personas. Hacemos nuestro el lema de los reformadores socialistas ortodoxos de Rusia a finales del siglo XIX: «La santísima Trinidad es nuestro programa social». Hechas estas introduciones, queremos ahora abordar los datos reguladores de la fe trinitaria. III. LAS DOS MANOS DEL PADRE: EL HIJO Y EL ESPÍRITU SANTO
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Distancia porque Jesús le reza y se postra en su presencia; intimidad porque le llama «papá». Quien designa a Dios «Padre» es porque se siente hijo suyo de verdad (cf. Mt 11, 25-27; Me 12, 1-9; 13, 32). En Jesús se revela también el Hijo, no tanto autodenominándose como tal (cf. Mt 11, 25-27; Me 12, 1-9; 13-32), sino actuando como Hijo de Dios. Su práctica de vida revela una autoridad que se sitúa en la esfera de lo divino. Representa al Padre en el mundo y lo hace visible en su bondad y misericordia. Los judíos hacían bien en decir: «Se hace igual a Dios» (Jn 5, 18). Pedro capta el misterio de Jesús y confiesa: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). El texto que más directamente habla de la Trinidad es aquel recogido por Mateo (11, 25-27), especialmente en la versión de Lucas (10, 21-26): «En aquella misma hora Jesús se sintió inundado de la alegría en el Espíritu Santo y dijo: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque fue éste tu agrado. Todo me ha sido entregado por el Padre. Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Aquí tenemos nítidamente la presencia de las tres personas que se relacionan recíprocamente. Para la revelación del Hijo es importante también el testimonio del cielo con ocasión del bautismo de Jesús. No sabemos si el relato se refiere a un acontecimiento concreto o si quiere expresar, mediante esta fórmula literaria, la experiencia íntima de Jesús. De todas formas, tanto en el bautismo como en la transfiguración en el Tabor se dio este testimonio: «Este es mi Hijo amado en quien pongo todo mi cariño» (Mt 3, 17; 17, 5). Otro texto de fundamental importancia es el que formula la teología de san Juan: «Yo y el Padre somos una misma cosa» (Jn 10, 30); «Que todos sean una misma cosa como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que ellos estén en nosotros y el mundo crea que me has enviado» (Jn 17, 21). El texto no dice: «Yo y el Padre somos uno (eis en griego)», sino que dice: «somos una misma cosa», es decir, somos una realidad de participación y de comunión recíproca. Por último, hay que decir que el misterio pascual es el momento de la gran revelación: en él aparece la esencia de la Trinidad como comunión, porque el Hijo se entrega por amor y en fidelidad al Padre y éste, por amor, responde al Hijo resucitándolo de los muertos. Esta plenitud de vida muestra lo que es la presencia del Espíritu, expresión de la vida nueva y comunional que rige entre las divinas personas. La reflexión teológica irá profundizando esta mutua implicación, elaborando la doctrina trinitaria, desde los primeros siglos haste el día de hoy.
Por último se da la revelación del Espíritu Santo. Ella acontece en la propia vida de Jesús. El es el portador permanente del Espíritu. El Espíritu es aquella fuerza {dynamis) y aquella autoridad (exousía) con que realiza milagros y gestos liberadores (Me 3, 20-30). Explícitamente dice Jesús: «Si yo expulso demonios por el Espíritu de Dios, es señal de que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12, 28). El Espíritu es aquella fuerza que habita en Jesús y que sorprende a todos, como en el caso de la hermorroísa: «Jesús percibió entonces que de él salía una fuerza» (Me 5, 30). Esta fuerza está en Jesús y al mismo tiempo es diferente de Jesús. La comprensión trinitaria va a decir después: el Espíritu y el Hijo tienen la igual naturaleza de vida, comunión y amor, pero son personas divinas distintas. Hay otros textos en el Nuevo Testamento que nos hablan trinitariamente de Dios. No se trata de una doctrina elaborada, sino de una conciencia de que Jesucristo, el Espíritu Santo y el Padre son igualmente Dios. Por ejemplo, el texto de 2 Cor 13, 14, utilizado en nuestras liturgias eucarísticas: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros». Otro texto muy significativo es también aquel de 2 Tes 2, 13-14: «Hemos de dar incesantes gracias a Dios por vosotros, hermanos amados del Señor, a quienes desde el principio escogió Dios para salvaros por la santificación del Espíritu y por la fe verdadera. Por medio de nuestra evangelización, él os llamó también para que alcancéis la gloria de nuestro Señor Jesucristo». Aquí se formula un pensamiento que se organiza trinitariamente y que va a culminar después en la reflexión teológica de los siglos Il-V. Véase también este otro texto de Gal 4, 6: «La prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: \Abbá, Padre!». Hay muchos otros textos que revelan la convicción de los primeros cristianos de que con el evento-Jesús se les había comunicado la comprensión verdadera de Dios como comunión de personas (cf. 1 Cor 12, 4-5; 2 Cor 1, 21-22; 3, 3; Rom 15, 16; 15, 4; Flp 3, 3; Gal 3, 11-14; Ef 2, 18; 20-22; 3, 14-16; Ap 1, 4-5, etc.). El sentido de todos estos textos es mostrar que en el acercamiento de Dios con vistas a nuestra salvación se reveló la comunión de los divinos Tres que siempre actúan juntos y que insertan a las personas en su vida y en su amor. A partir de la conciencia trinitaria nosotros, los cristianos, leemos el Antiguo Testamento. Descubrimos en él señales del misterio trinitario en la personificación de la Palabra de Dios (Sal 119, 89; 147, 15 ss; Sab 16, 12), de la sabiduría (cf. Prov 1, 20-23; 8; 9, 1-6; Job 28; Eclo 24; Sab 16, 12) y la hipostatización del Espíritu Santo. Fundamentalmente el Espíritu es Dios en su fuerza y en su presencia en la creación y en la historia. Lentamente se va
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El pensamiento reflejo jamás tiene la primera palabra. Primeramente viene la vida, la celebración de esta vida y el trabajo. Después aparece la reflexión y las doctrinas. Así también pasó con los primeros cristianos. Empezaron a expresar su fe trinitaria en las doxologías (oraciones de alabanza), en los sacramentos (bautismo y eucaristía) y en las primeras profesiones de fe. Después empezaron a reflexionar sobre lo que celebraban y creían. Fue entonces cuando surgió la doctrina trinitaria. La primera cuestión que surgió fue: ¿cómo compaginar la fe en un solo Dios, como atestigua todo el Antiguo Testamento, con la fe en la Trinidad, como se profesa en el Nuevo Testamento? En el intento de contestar a este interrogante surgieron las primeras herejías, que son formas erróneas de entender el misterio. Generalmente ocurre en la teología lo que sucede en otras ciencias: es al combatir los errores como se llega a la verdad. La comunidad cristiana no aceptó tres formas de representación del misterio trinitario: el modalismo, el subordinacionismo y el triteísmo. El modalismo afirma: solamente puede existir un único Dios, que habita en una luz inaccesible. Pero, enseñan los modalistas, cuando ese Dios se revela a los humanos, aparece bajo tres modos distintos (de ahí la expresión «modalismo»), que son una especie de máscara con la cual el único y mismo Dios se presenta bien como Padre, bien como Hijo, o como Espíritu Santo. Con esta interpretación, jamás aceptada por la Iglesia, se renuncia a la comprensión originaria del cristianismo en la comunión de tres distintas personas divinas. Con el modalismo nos quedamos en el monoteísmo. El subordinacionismo dice: solamente el Padre es plenamente Dios. El Hijo y el Espíritu Santo son subordinados a él; pueden ser las criaturas más excelsas y cercanas del Padre, pero no tienen la misma naturaleza del Padre. Otros llegan a decir que el Hijo es adoptado por el Padre (adopcionismo) y por eso está en una altura que ninguna otra criatura tiene, pero no es igualmente Dios como el Padre es Dios. Con esta formulación se renuncia a la igualdad entre las divinas personas, todas ellas igualmente Dios por la misma naturaleza de vida y de amor. El concilio de Nicea (325) condenó especialmente esta doctrina. El triteísmo afirma que existen tres personas divinas, pero
totalmente autónomas e independientes entre sí. Por eso existen, dicen, tres dioses. Pero, ¿cómo puede haber tres infinitos, tres absolutos? Esta doctrina fue también rechazada porque no considera la interrelación de comunión que existe entre las tres divinas personas, tan profunda y absoluta que son un solo Dios. Después de ciento cincuenta años de reflexiones, discusiones y varios concilios ecuménicos (los principales, que atañen directamente nuestro tema, son: Nicea en 325; Constantinopla en 381; Calcedonia en 451; IV de Letrán en 1215; Florencia 1431-1447) se llegó a crear un lenguaje técnico, propio de la reflexión teológica, capaz de evitar las comprensiones erróneas de la fe. Pero se ha pagado un precio alto en términos de la experiencia de la fe, debido a que el lenguaje acuñado es de gran rigor y formalismo teórico. Consideremos las palabras-ejes: a) Naturaleza o esencia o sustancia: con esta expresión se quiere indicar lo que une en Dios y es igual en cada una de las personas. La naturaleza divina (esencia o sustancia) es numéricamente una y única. b) Persona o hipóstasis: es lo que distingue en Dios, es decir, las personas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por «persona» entendemos la individualidad concreta, que existe en sí, pero siempre abierta a las otras personas. Así, el Padre es distinto del Hijo (existencia en sí), pero está siempre volcado al Hijo y al Espíritu Santo (existencia para el otro). Lo mismo vale para el Hijo y el Espíritu Santo sucesivamente. c) Con el término procesiones se designa la manera y el orden según el cual una persona «procede» de la otra. El término «procesión» no debe ser entendido en una forma causal, como si el Hijo y el Espíritu Santo no fueran tan eternos, infinitos y omnipotentes como el Padre. Es una expresión técnica para indicar la comunión dentro de un cierto orden de comprensión lógica. Existen dos procesiones: la generación del Hijo y la espiración del Espíritu Santo. Se dice que el Padre se conoce a sí mismo tan perfectamente que genera una imagen absoluta de sí, que es el Hijo. Padre e Hijo se contemplan y se aman tan radicalmente que emerge concretamente la expresión de esta relación: es el Espíritu Santo como lazo entre Padre e Hijo, como Amor de uno para con el otro. d) Relaciones: son las conexiones que existen entre las personas divinas. El Padre con relación al Hijo posee la paternidad; el Hijo con relación al Padre, la filiación; Padre y Hijo con relación al Espíritu Santo poseen la espiración activa; el Espíritu Santo con relación al Padre y al Hijo, la espiración pasiva. Por las relaciones se distinguen las personas unas de las otras. e) Perijóresis, circuminsesión: como la filología de las palabras ya lo insinúa, estas expresiones quieren significar la radical
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mostrando como una realidad autónoma, pero siempre relacionada, de tal forma que aparece como el Espíritu del Hijo, el Espíritu que nos hace decir Abbá, Padre, el Espíritu que habita en nosotros como en su propio templo. IV. LA RAZÓN HUMANA Y EL MISTERIO DE LA TRINIDAD
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coexistencia, cohabitación e interpenetración que existe entre las tres personas divinas a causa de las relaciones entre ellas. Se da una total circulación de vida y de amor con una co-igualdad perfecta, sin ninguna anterioridad o superioridad. De aquí los cristianos elaboramos nuestra utopía social de una convivencia de igualdad, respetadas las diversidades, viviendo la comunión plena dentro de las relaciones más distintas. f) Misiones: designan la presencia de las personas divinas en la historia. Se trata de una autocomunicación de la persona a alguien distinto de ella. Hay dos misiones conocidas: la del Hijo que se encarnó para divinizarnos y las del Espíritu Santo que habita en nosotros para unificar a todo y conducir toda la creación al reino de la Trinidad. Con estos instrumentos teóricos se puede construir una lectura ortodoxa de la fe en la trinidad de personas y en la unidad de una misma naturaleza que es comunión y amor. En la historia de la reflexión trinitaria se pueden discernir tres grandes tendencias de sistematización. Estas tendencias no surgen de modo abstracto, sino que están ubicadas dentro de condicionamientos sociales e ideológicos que explican éstas y no otras tendencias. En un ambiente de disolución de la sociedad y vigencia del politeísmo, como era el caso de los cristianos en el Imperio romano, es natural que se subraye la unicidad de Dios y se ponga menos énfasis en la diversidad de las personas divinas. La predicación de la Trinidad podría ser interpretada por los oyentes como la confirmación de su politeísmo. En tal contexto, se favorece una reflexión centrada en la unidad de Dios y, a partir de ahí, en la diversidad de las personas. En otro ambiente, el de los griegos, se insiste en el monoteísmo y en la monarquía absoluta de Dios hasta imposibilitar la fe en Jesucristo, Hijo de Dios. Aquí se impone, más bien, una reflexión que parta de la diversidad de las personas divinas en dirección a la unidad. En la situación donde predomine el individualismo, la falta de comunión, como es el caso del mundo moderno, particularmente en América latina, la reflexión se siente invitada a dirigir su mirada no tanto hacia el monoteísmo o el trinitarismo, sino hacia la forma de relación que se establece entre las divinas personas; se insistirá, consiguientemente, en la comunión como la esencia de la Trinidad y fundamento de toda solidaridad humana. En todo esto vemos la presencia de la historia que permite una apropiación singular del misterio conforme a las preguntas humanas. Detallando las distintas formas de sistematización, tenemos: 1. Los griegos parten de la persona del Padre. El es fuente y origen de toda divinidad. El credo lo insinúa: «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso». Al expresarse, el Padre omnipotente
genera el Hijo como su Palabra y espira simultáneamente el Espíritu como su Soplo. A ambos comunica su naturaleza. Las personas son, así, consustanciales, es decir, poseen la misma naturaleza que el Padre. Por eso, no hay multiplicación en Dios, sino que son un solo Dios. El sentido mayor de esta sistematización reside en que siempre se subraya la personalización en Dios. Se piensa en Dios-Padre y no tanto en una sustancia infinita y eterna, como siendo Dios. Hay todavía riesgo de subordinacionismo. El Padre concentra todo. El Hijo y Espíritu serían expresiones del único principio que está en el Padre. 2. Los latinos parten de la única naturaleza divina. En el credo subrayan la primera parte del versículo inicial: «Creo en un solo Dios...». Ese Dios es un espíritu absoluto y perfectísimo. Es propio del Espíritu ser reflexivus sui, pensar y querer. Al pensarse absolutamente, el Padre genera una expresión absoluta de sí mismo: es el Verbo o el Hijo. Al generar al Hijo, Dios se revela como Padre. Padre e Hijo se aman mutuamente de forma tan completa que espiran el Espíritu Santo, como expresión del amor recíproco, cerrando el círculo trinitario. En esta reflexión está asegurada desde el principo la unidad trinitaria. Pero se corre el riesgo del modalismo, es decir, de que las personas no sean más que modalidades de la misma y única sustancia divina. 3. Muchos teólogos modernos parten de las relaciones entre las personas divinas. El dato primero de la revelación neotestamentaria afirma que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero sumultáneamente se sustenta la perijóresis entre las personas, una «íntima y perfecta inhabitación de una persona en las otras», de tal forma que se da la unión de las personas en un solo Dios. Son tres sujetos infinitos de una única comunión o tres amantes de un mismo amor. Nosotros asumimos esta última tendencia, porque sale al encuentro de las demandas más profundas de los pobres que quieren participación, comunión y una convivencia más igualitaria dentro del respeto de las diferencias. En la Trinidad encuentran inspiración.
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V.
UNA CONCEPCIÓN LIBERADORA DE LA TRINIDAD
Las contradicciones de la realidad latinoamericana, como ya indicamos anteriormente, nos invitan a vivir y a pensar el misterio trinitario como un misterio de comunión entre las distintas personas. Esta perspectiva propiciará a los cristianos la fundamentación última de su compromiso por la liberación de los oprimidos en vista a su liberación para la justicia social, la equidad, la construcción de la fraternidad posible en nuestras condiciones. Hay que partir del hecho mayor, testimoniado por el Nuevo
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Testamento: Dios es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en comunión. El único Dios que existe es la Trinidad de personas. La unidad divina es comunitaria porque cada persona está en comunión total y absoluta con las otras dos. ¿Qué significa decir que Dios es comunión y por eso es Trinidad? Hay que observar que sólo las personas pueden estar en comunión. Estar en comunión implica estar uno en la presencia del otro en radical reciprocidad; implica abrirse una persona a las otras y autoentregarse sin reservas. Decir que Dios es comunión significa afirmar que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están siempre juntos, emergiendo juntos y siempre volcados unos para los otros. Las Escrituras afirman esta recíproca comunicación entre las personas divinas con la expresión «Dios es un Dios de vida y donador de toda vida». Jesús mismo, Hijo eterno encarnado, se presentó como portador de vida y de vida en abundancia (Jn 10, 10). Si analizamos rápidamente lo que comporta «vida», captaremos mejor la comunión entre los divinos Tres. Vida es un misterio de espontaneidad, proceso inagotable de dar y de recibir, de asimilar y de entregar la propia vida para la vida del otro. Toda vida tiene presencia. Estar presente no es simplemente estar ahí, sino que significa una intensificación de la existencia. El ser vivo habla por sí mismo, no necesita palabras para comunicarse. El es ya comunicación, tan fuerte que exige del otro que tome posición, de aceptación o de rechazo. Toda vida se expande y entra en comunión con su alrededor, estableciendo con él relaciones. Todo ser vivo es para otro ser vivo. Esta relación garantiza su propia vida. Algo análogo ocurre en la Trinidad. Cada persona divina es para las otras, por las otras, con las otras y en las otras. Porque es así, entendemos que la categoría que expresa esta realidad solamente puede ser «comunión» que, a su vez, genera la comunidad divina. No se trata de una dualidad Padre-Hijo, de un frente-afrente de dos personas distintas. Se trata de una Trinidad que significa la inclusión de un Tercero, el Espíritu Santo, estableciendo así una forma de convivencia más rica que aquella de la contemplación mutua entre sólo dos personas. La vida es la esencia de Dios. Y la vida es comunión dada y recibida. Y este tipo de comunión es el amor. La comunión y el amor son la esencia del Dios-Trinidad. Para expresar esta interpenetración de las divinas personas, la teología acuñó una palabra que empezó a circular con san Juan Damasceno: perijóresis. «Perijóresis» significa, en primer lugar, la acción de envolvimiento de una persona con las otras dos. Cada persona divina penetra la otra y se deja penetrar por ella. Este fenómeno es propio del amor, es natural en el proceso de comunión. Así, los divinos Tres se encuentran desde toda la eternidad en una eclosión infinita de amor y de vida, uno en
dirección al otro. El segundo sentido es que, como efecto de la interpenetración, cada persona vive y mora en la otra. Como enseñaba el concilio de Florencia (1441): «El Padre está todo en el Hijo y todo en el Espíritu Santo. El Hijo está todo en el Padre y en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo está todo en el Padre y en el Hijo. Nadie precede al otro en eternidad o excede en grandeza o sobrepasa en poder». La santísima Trinidad es, pues, un misterio de inclusión. El Hijo y el Espíritu fueron enviados a nosotros para que toda la creación participara de ellos. En razón de la perijóresis las relaciones entre las personas son siempre ternarias. Así, el Padre se revela por el Hijo en el Espíritu Santo. El Hijo, a su vez, revela al Padre en la fuerza del Espíritu. El Espíritu Santo, por último, «procede» del Padre y reposa sobre el Hijo. De esta forma el Espíritu es del Padre por el Hijo (a Patre Filioque) como el Hijo se reconoce en el Padre por el amor del Espíritu (a Patre Spirituque). La perijóresis impide toda superposición o subordinación de una persona a otra. Todas son igualmente eternas e infinitas. La perijóresis nos permite decir: no existen primeramente los Tres y después su relación, sino que los Tres son desde el principio entrelazados y viven la relación de comunión eterna. Por eso existe un solo Dios, Dios-Trinidad. La dinámica trinitaria nos permite también hacer una crítica social y eclesial y descubrir en la perijóresis de las divinas personas inspiración para nuestras relaciones humanas. Innegablemente hay una aspiración humana fundamental por la participación, por la igualdad, por el respeto a las diversidades y por la comunión con Dios. En nuestras sociedades periféricas estos valores son grandemente negados. Ello explica los anhelos de liberación y las luchas seculares de los oprimidos por su vida y libertad. En el sistema capitalista, bajo el cual todos sufrimos, todo está centrado en torno al individuo y su desarrollo sin consideración esencial para con los otros y la sociedad. Los bienes son apropiados privadamente con la exclusión de las grandes mayorías. Se resaltan las diferencias individuales con daño para la comunión. Por su parte, en el sistema socialista se resalta la participación de todos, por lo que está, en cuanto al ideal, más cerca de la dinámica trinitaria. Pero poco significan las diferencias personales. La sociedad socialista tiende a constituir una masa, más que un pueblo, como fruto de toda una red de comunidades y de asociaciones en las que las personas cuenten. El misterio trinitario invita a adoptar formas sociales en las que se valoren todas las relaciones entre las personas e instituciones, de forma igualitaria, fraterna, acogedora de las diversidades. Como muy bien lo formularon cristianos de las comunidades eclesiales de base: la santísima Trinidad es la mejor comunidad. La perijóresis trinitaria ayuda a las Iglesias a mejorar su
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organización interna. Especialmente la Iglesia romano-católica vive un modelo más de sociedad que de comunidad. El poder está centralizado en el cuerpo clerical, la conducción de los fieles suele ser autoritaria, con muy poca participación diferenciada de todos. La concepción monárquica del poder se impuso históricamente en la Iglesia. Aquí no ha tenido vigencia una reflexión trinitaria y comunional sino que predominó una visión pretrinitaria hasta atrinitaria. Si aceptamos en la fe que la Trinidad es la mejor comunidad y que es la comunión la que reúne a las personas divinas en un solo Dios, entonces podemos postular un modelo de Iglesia más adecuado a su fuente de donde brota su vida y su unidad (cf. LG 4). La Iglesia, teológicamente, es la communitas fidelium, la comunidad de los fieles. Cada uno de ellos tiene sus dones, que deben ser vividos en benficio de todos. Lo que construye a la comunidad es exactamente la vivencia de la comunión que implica la aceptación y el respecto de unos para con los otros. En la medida en que cada uno crea comunión, se hace sacramento de la Trinidad. La comunión trinitaria impediría en la comunidad eclesial la concentración del poder y abriría espacio para una amplia participación igualitaria de todos. Todos no pueden hacer todas las cosas. Cada uno hace la suya, pero en comunión con los demás. De esta forma la Iglesia entera se transforma en una señal de la Trinidad porque vive la esencia de la Trinidad que es la comunión. VI. LAS DISTINTAS PERSONAS
Después de haber expuesto las articulaciones principales del misterio trinitario, convendría considerar, siempre dentro de la dialéctica perijorética, las distintas personas. 1.
El Padre, misterio
insondable
TRINIDAD
Así, el Padre es la raíz de toda paternidad y también de toda fraternidad y sororidad. Cuando nos referimos al Padre, indicamos al último horizonte de todo, a aquel que todo lo origina y todo lo contiene. Solamente a partir de él es posible entender algo del Hijo y del Espíritu Santo. Ellos, en verdad, son siempre simultáneos y están eternamente juntos. Pero para captar algo del misterio de Dios, debemos empezar por el Padre. El es el primero entre los simultáneos, cuando queremos establecer cierto orden entre las personas divinas. Esta es una forma de hablar de nuestra fe humana, pero es importante no olvidar jamás que en la comunión trinitaria nadie es anterior, posterior, superior o inferior. Los divinos Tres son coiguales, co-eternos y co-amorosos. Pero es en la persona del Padre donde todo el misterio divino muestra su carácter abismal. 2.
El Hijo, misterio de comunicación y de liberación integral
Dios se revela como es, como Trinidad de personas. Las divinas personas, cuando se revelan en el mundo, se muestran como son en el seno de la Trinidad. El Hijo es la expresión absoluta del Padre. Todo lo que es comunicable del misterio logra forma concreta en la persona del Hijo. El es la imagen visible del Padre insondable (cf. Col 1, 15). Por eso él es la comunicación suprema. Ese Hijo eterno fue enviado por el Padre y se encarnó por la fuerza del Espíritu Santo. Su vida, su práctica liberadora, sus luchas con los detentadores de poder, su ternura para con los abandonados, su pasión, muerte y resurrección revelaron a Dios de forma definitiva. No solamente nos comunicó la verdad de Dios como Padre de todos y abogado de los pobres, sino que actuó como su Hijo enviado. Asume las mismas actitudes de misericordia que el Padre. Construye el reino del Padre porque «así como el Padre trabaja hasta ahora, yo trabajo también» (cf. Jn 5, 17). Pero la gran comunicación del Hijo fue hacernos también hijos e hijas de Dios. El sentido de su encarnación no se agota en el proceso de redención, si bien es un paso necesario para una creación decaída; el sentido más radical de su encarnación consiste en hacer participar de su filiación a todas las criaturas. El Verbo, por su encarnación, verbificó a todo el universo, y, así, lo ha introducido en el seno mismo del misterio trinitario.
El Padre es invisible porque es un misterio abismal. Jesús lo dijo claramente: «A Dios no lo ha visto nadie. El Hijo unigénito que está en el seno del Padre es el que nos lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18; 6, 46; 1 Tim 6, 16; 1 Jn 4, 12). Y lo dio a conocer exactamente como Padre que tiene un Hijo y que convive eternamente con el Espíritu Santo. La intimidad de Jesús con su Padre es tal que pudo" decir: «Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). El Padre es aquel que eternamente es, aun cuando no hubiera ninguna criatura. El es Padre no porque creó, sino porque «generó» al Hijo en el Espíritu Santo. En el Hijo proyectó a las hijas e hijos creados y creables.
El Espíritu Santo es aquel que supera la relación cara a cara del Padre y del Hijo e introduce lo nuevo, el «nosotros» de las
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El Espíritu Santo, motor de la creación hacia el reino de la Trinidad
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personas divinas. Por eso el Espíritu Santo es, por excelencia, la unión entre las personas divinas. Todas están volcadas unas hacia las otras, pero es en la persona del Espíritu Santo en la que vemos mejor esta característica de toda perijóresis. Lo que el Espíritu es en la Trinidad inmanente, se muestra en la Trinidad económica (en la historia). Por eso él es la fuerza de unión en todos los seres. Por su fuerza lo nuevo irrumpe en la historia y anticipa así la sustancia del reino de la Trinidad. Particularmente el Espíritu Santo es el actualizador de la memoria de Jesús. El no deja que las palabras de Cristo permanezcan como letra muerta, sino que sean siempre releídas, ganen nuevos significados e inspiren prácticas liberadoras. El es también el principio de liberación contra todo lo que disminuye la existencia en la carne, en términos de las Escrituras. Donde está el Espíritu ahí hay libertad (cf. 1 Cor 3, 17). Y donde hay libertad emergen diferencias y los dones más diversos. Es el Espíritu el que impide que las diversidades degeneren en desigualdades y discriminaciones, manteniendo todo en la comunión. El Espíritu fue también enviado al mundo junto con el Hijo. Lucas insinúa que fue la Virgen María quien, por primera vez, lo acogió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso al que va a nacer lo llamarán Hijo de Dios» (1, 35). «Cubrir con su sombra» es la expresión bíblica para decir que el Espíritu planta su tienda sobre María, que allí tendrá una habitación permanente (cf. Ex 40, 34-35). Con razón la tradición la llama «sagrario del Espíritu Santo» (cf. LG 53). Hay una relación única entre María y el Espíritu, porque por su presencia en ella, el Hijo tomó carne y forma humana. La humanidad del Verbo eterno es la humanidad de María, que, por la acción del Espíritu Santo, hace que lo que nace de ella sea un ser humano y divino. Por último, es obra del Espíritu la reconducción de todo lo creado a su plenitud escatológica. La nueva creación, finalmente, redimida, verbificada y espiritualizada será introducida en el reino de la Trinidad. Solamente entonces Dios-Trinidad será todo en todas las cosas.
TRINIDAD
La fe no se expresa solamente por la inteligencia con que profundiza en los misterios, ni tampoco por el corazón que ama y se entrega confiado a las divinas personas. Creemos también con la fantasía, que es la inconmensurable capacidad del ser humano para añadir siempre algo a la realidad e identificar las potencialidades escondidas en cada ser. La fantasía ve conexiones para las
cuales muchas veces la razón se muestra ciega. Así, para acercarnos más al misterio trinitario se utilizaron muchas analogías. Queremos referirnos rápidamente a tres de ellas. En primer lugar, la persona humana es vista como una gran parábola del misterio trinitario. Cada persona es un misterio abismal. Pero este misterio se comunica mediante la luz de la inteligencia y se abre a los demás en amor y entrega mediante la voluntad. Estas tres dimensiones no son realidades yuxtapuestas, sino que constituyen la dinámica de la persona en su unidad existencial. El Padre aparece en el carácter de misterio de la persona, el Hijo en la inteligencia que se comunica y el Espíritu en el amor que se une a todos los seres. Otro símbolo de la Trinidad es la familia humana. La unidad psicológica de la persona está estructurada triádicamente. El hombre se abre a la mujer y viceversa; esta relación no se queda en una contemplación narcisista entre dos, sino que se muestra fecunda por el hijo que nace. Si no se da esta apertura, la relación humana no llega a su plenitud. En la familia tenemos los tres términos: padre, madre e hijo. Cada cual es distinto del otro, pero todos están involucrados por lazos de amor. Son tres pero una sola comunión de vida. Algo parecido ocurre con la familia divina: son tres distintos en una misma dinámica de vida, de amor y de completa comunión. Por último, la propia sociedad humana se presenta como una referencia simbólica al misterio trinitario. Toda sociedad se construye en la articulación de tres fuerzas que son siempre simultáneas: la económica, la política y la cultural. Por la economía garantizamos la producción y reproducción de la vida; es la fuerza más fundamental porque posibilita todas las demás. Por la política nos organizamos socialmente distribuyendo el poder y las responsabilidades comunes. La política tiene que ver con las relaciones humanas mediante las cuales construimos el tipo de sociedad que es posible en una determinada parcela de la historia. Por la cultura proyectamos valores, significaciones existenciales, incluso trascendentes, mediante las cuales expresamos lo típico del ser humano, como aquel ser que puede problematizar su existencia y dar un sentido a su quehacer. Toda sociedad se construye, se solidifica y se desarrolla por la coexistencia e interpenetración de estas tres fuerzas. Ellas actúan siempre conjuntamente, de tal suerte que en lo económico está lo político y lo cultural, y así sucesivamente. Hay aquí alguna semejanza con la Trinidad porque las personas divinas, aun distintas, están eternamente juntas y juntas actúan dentro y fuera del círculo trinitario. En conclusión, reconocemos la insufiencia de nuestros conceptos y expresiones humanas para significar el misterio del Padre, del
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VIL SACRAMENTOS DE LA TRINIDAD EN LA HISTORIA
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Hijo y del Espíritu Santo en comunión recíproca. Nuestras palabras esconden más que revelan. Por eso el término de nuestra búsqueda no puede quedarse en la inteligencia que escruta, sino que termina en el corazón que alaba y se abre a la acogida del misterio divino dentro del misterio humano. Todos los grandes teólogos, como san Agustín, san Buenaventura, santo Tomás de Aquino y otros terminaban sus tratados sobre la Trinidad con himnos de adoración a tan augusto misterio. Honramos a la Trinidad con el silencio en la conciencia de que todo lo que podemos decir no pasa de un balbuceo alrededor del misterio que se debe siempre alabar: gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Amén.
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I. LA ACTUALIDAD DEL TEMA «DIOS»
La experiencia renovada de Dios ha estado desde un comienzo en el núcleo de la nueva conciencia cristiana en América latina 1. La reflexión sobre el tema Dios, sin embargo, ha venido tomando importancia más paulatinamente en la teología latinoamericana, y sólo recientemente ha comenzado a ser abordada en forma sistemática 2 . Desde los primeros años de dicha renovación, se descubre con alegría y se pone en primer plano la imagen bíblica de un Dios liberador y de justicia en favor de los oprimidos de la tierra. Este se descubre en contraste con el Dios castigador y de resignación pasiva, al que empieza a reconocerse como impuesto por los grupos dominantes y por los agentes de Iglesia ligados a los mismos 3 . En una primera etapa (últimos años 60 y primeros 70), esa experiencia es vivida especialmente por grupos pequeños, más cultivados y con un grado creciente de politización. Entonces, los referentes bíblicos son principalmente el Dios del Éxodo, de los
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1. Cf. J. L. Segundo, Nuestra idea de Dios, Buenos Aires, 1970; R. Muñoz, Nueva conciencia de la Iglesia en América latina, Santiago de Chile, 1973; CLAR, La vida según el Espíritu en las comunidades religiosas de América latina, Bogotá, 1973; Frei Betto y otros, Experimentar Deus boje, Petrópolis, 1974. 2. Cf. V. Araya, El Dios de los pobres; el misterio de Dios en la teología de la liberación, San José, 1983, con abundante bibliografía. 3. Cf. R. Alves, Religión: opio o instrumento de liberación, Montevideo, 1970; G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Salamanca, 1972; H. Assmann, Opresiónliberación: desafío a los cristianos, Montevideo, 1971.
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profetas y de algunos salmos, y por otra parte, un Jesús histórico inspirador de la urgente revolución social y cultural. Más adelante (últimos años 70 y años 80), la experiencia se amplía al mismo pueblo de los pobres, en y a través de las comunidades de base, y con el apoyo de sectores importantes de los pastores y agentes de las iglesias. La tendencia es no sólo inspirar las luchas sociales, sino rescatar la vida popular en todas sus facetas. Ahora, el referente bíblico central para la experiencia renovada de Dios es el propio Jesucristo: el Mesías de los pobres y predicador del reino *, el crucificado por los poderosos y resucitado por el Dios de la vida, el Hijo del Padre. Ese desplazamiento o maduración cristiana no ha significado suavizar el perfil o moderar el conflicto de esta nueva experiencia del Dios bíblico, en relación con las formas religiosas recibidas y con las creencias de los grupos dominantes. Por el contrario: si en el primer período hablábamos de una diversidad de imágenes de Dios, ahora la tendencia es reconocer la vigencia de esa confrontación radical que hace la misma Biblia entre el único Dios vivo y verdadero —que se revela a los pobres y a quienes se solidarizan con su causa— y los ídolos de mentira y de muerte —que se muestran en el discurso y las prácticas de los grupos dominantes, y en las «estructuras de pecado» impuestas por los mismos 5 .
II. EL DIOS DE JESÚS ENTRE NOSOTROS
Así, esa experiencia renovada de un Dios liberador que ha actuado y actúa en la historia de los pobres, está muy marcada en América latina por el redescubrimiento del Jesús hombre, que vivió y se comprometió en un ministerio público y una historia concreta 6 . No se trata aquí de aquella alternativa entre un «Jesús de la historia» y un «Cristo de la fe», como se ha planteado en la teología académica de Europa. Por el contrario, lo que aquí nos interesa, nos hace renacer y nos libera, es precisamente redescubrir la plena humanidad de Jesucristo, Señor resucitado e Hijo del Padre, el mismo que ahora camina con nosotros y con quienes vivimos en comunión por la fe. Tal redescubrimiento lo hacemos 4. Cf. J. Sobrino, «La centralidad del "reino de Dios" en la teología de la liberación»: KLT (San Salvador) 9 (1986), pp. 247-281, publicado en este volumen, pp. 467-510. 5. Cf. J. L. Sicre, Los dioses olvidados: poder y riqueza en los profetas preexílicós, Madrid, 1979; Varios, La lucha de los dioses: los ídolos de la opresión y la búsqueda del Dios liberador, San José, 1980; J. Sobrino, «Reflexiones sobre el significado del ateísmo y la idolatría para la teología»: RLT (San Salvador) 7 (1986), pp. 45-81. 6. Cf. L. Boff, Jesucristo el liberador, Buenos Aires, 1974; J. Sobrino, Cristología desde América latina. Esbozo a partir del seguimiento del Jesús histórico, México, 1975; J. Comblin, Jesús de Nazaret, Santiago de Chile, 1976; H. Echegaray, La práctica de Jesús, Lima, 1980.
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en estos dos «lugares» inseparables de nuestra fe cristiana: el pueblo de los pobres, con las creencias y prácticas de su cristianismo popular y su solidaridad liberadora, y la comunidad eclesial entre los mismos pobres, con su fraternidad concreta, su anuncio y celebración de la palabra, sus servicios. Allí vamos reencontrándonos con el Jesús de los evangelios: el que nos ha mostrado el amor del Padre, su presencia y su proyecto, en una situación histórica que presenta tantas analogías profundas con la nuestra; el que ha hecho eso mediante actitudes y gestos humanos, mediante opciones sociales y prácticas liberadoras concretas, las que para nosotros son norma y esperanza precisamente porque son testimonio y llamado del Dios vivo en medio de nosotros. En este sentido, el redescubrimiento del Jesús histórico está marcando cada vez más nuestra misma experiencia de Dios. Poco a poco vamos superando por este camino el esquema de la catequesis católica recibida, resumen simplificado de la teología escolar de los seminarios. Allí se partía de Dios en sí mismo, «explicado» con un lenguaje de especulación filosófica; se continuaba con la Trinidad, como el «secreto» de Dios revelado a los cristianos; se mostraba luego que Jesucristo es uno de esa Trinidad —el Hijo— que ha venido a encarnarse, ha fundado la Iglesia y ha regresado después al Padre. En este esquema parecía suponerse que Dios mismo fuera para nosotros una realidad más o menos evidente, y el «misterio» de la Trinidad, una especie de cifra enigmática que nos recuerda su trascendencia. Pero, en realidad, no podemos conocer con certeza al Dios verdadero ni la Trinidad puede tener ningún sentido para nosotros, antes de encontrarnos con ese hombre singular llamado Jesús de Nazaret. Por eso, a falta de ese encuentro con el Jesús histórico, a menudo el Dios que así evocábamos se parecía más al principio supremo y la perfección inmutable conocidos por la filosofía de las élites intelectuales, que al Padre misericordioso que se revela a los simples; se parecía más al todopoderoso invocado por la ideología de las clases dominantes, que al liberador de los oprimidos y vengador de los humildes. Y la misma imagen de Cristo, la proyectábamos más bien como un personaje celestial, a menudo confundido con la figura de ese «Dios» todopoderoso e impasible. Ahora, en cambio, aplicamos un esquema en cierto modo inverso. En primer plano aparece más y más Jesús de Nazaret, en su historia mesiánica como la narran los evangelios. Es Jesús, el Cristo, que nos muestra el reinado de Dios como dinamismo de liberación y de vida activo entre los pobres, que vive personalmente y va rehaciendo para nosotros la comunión con el Padre y con los hermanos, que es rechazado por los que se sienten seguros y tienen el poder, hasta ser ajusticiado por las autoridades en el patíbulo de la cruz. Ese mismo es el que ahora —resucitado— nos 533
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acompaña, nos interpela y nos anima. Dios mismo aparece entonces en forma indirecta: él no es en sí mismo el «tema» central de la predicación de Jesús, ni el «objeto» directo de la experiencia cristiana. Lo que propiamente experimentamos y practicamos, lo que padecemos y construimos, es nuestra historia humana. Pero, en esa historia de solidaridad liberadora y de alegría compartida —la de Jesús, y la nuestra «en su nombre»— el Dios vivo se hace presente con su amor liberador y su gozo. Es el Dios del Reino, el Padre de Jesucristo, el que resucita al crucificado de entre los muertos; el que nos regala el Espíritu del Resucitado para también nosotros abrazar su causa y seguir su camino, y así «hacer la verdad» y «conocer» al único Dios verdadero 7 . De ahí, para la primera predicación cristiana y todo el Nuevo Testamento, la urgencia única con que llaman a «seguir a Jesucristo», a «creer en el Hijo», a «acoger la Palabra» y responder con toda la vida; la insistencia en que «sólo (él) tiene palabras de vida eterna», en que «sólo en su nombre hay salvación», en que él es «el camino, la verdad y la vida». De ahí la importancia decisiva reconocida por la antigua teología cristiana y por el credo de la Iglesia a la afirmación de la plena divinidad de Jesucristo y de su igualdad con el Padre: porque ese Jesús y sólo él —el hijo de María crucificado bajo Pondo Pilato, tan humano y tan histórico como nosotros— es «el Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios (procedente) de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero..., de la misma naturaleza del Padre» 8 . Y de hecho ese Jesús, en su ministerio público y en la misión de sus discípulos como aparecen en el Nuevo Testamento, no viene a depurar los conceptos de las religiones dominantes, a rescatar las intuiciones de un «conocimiento natural de Dios», no viene tan sólo a restaurar las tradiciones religiosas de su pueblo elegido. Ese mismo Jesús —como testigo de Dios— en el mundo tan conflictivo y religiosamente ambiguo de su medio, tomó opciones y posturas bien precisas, actuó a contracorriente de muchas prácticas religiosas y sociales dominantes, se esforzó por revertir las deformaciones en la concepción de Dios que se revelaban en esas prácticas, y —por último— fue condenado y ejecutado por su testimonio consecuente de un Dios contradictorio con el «Dios» del orden socio-político y religioso establecido. Por eso, en ese testimonio de Jesús sobre Dios, confirmado por Dios mismo al resucitarlo de entre los muertos, se nos ha dado la 7. Cf. K. Scháfer, «El testimonio de Jesús sobre Dios»: Conálium 76 (1972), pp. 370-378; E. Schillebeeckx, «El "Dios de Jesús" y el "Jesús de Dios"»: Conálium 93 (1974), pp. 424-442; J. Sobrino, Cristología..., op. cit. 8. Son los términos del Símbolo del primer Concilio de Constantinopla, en el 381 (D. 150).
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clave definitiva para —en cualquier tiempo, en cualquier situación social y eclesiástica— reconocer la verdadera imagen de Dios vivo, distinguiéndola de sus caricaturas y falsificaciones. III. DIOS EN LA LIBERACIÓN DE LOS OPRIMIDOS
Al Dios de la Biblia lo hemos «conocido» —hemos hecho la experiencia de su realidad viva, hemos sido involucrados en comunión con él— porque él mismo ha querido intervenir en la historia colectiva, ha ejercido sus «juicios» sobre ella para liberar a grupos humanos oprimidos, explotados y disgregados, y hacer de ellos un pueblo de hombres libres y solidarios. Ese estado de opresión y servidumbre, se lo ha vivido «sacralizado» por el culto a los falsos dioses del poder despótico y la riqueza privatizada de los dominadores: del faraón y los magnates de Egipto, de los reyes prepotentes y los grupos acaparadores del propio Israel, de las cabezas y los grupos privilegiados de los grandes imperios. La condición nueva, como pueblo organizado y libre, pueblo de hermanos, viene ligada al encuentro y la alianza que nos ofrece el Dios verdadero: el del servicio humilde y los bienes compartidos entre los pobres de la tierra. La liberación, el acceso al reino de Dios, suponen el abandono de los ídolos de la dominación y de la masacre, para convertirnos y pertenecer al Dios vivo y verdadero, el de la solidaridad y la vida plenamente humana para todos. Y leyendo hoy la Biblia —Antiguo y Nuevo Testamento— en la marcha creyente de nuestro pueblo, no «confundimos» nuestra fe cristiana con las tareas de la liberación colectiva que podemos compartir con no-creyentes, no «reducimos» esa fe a estas tareas. Pero tampoco podemos «separar» en nuestra fe y práctica cristianas la dimensión espiritual y religiosa de la más temporal y social; la experiencia del Dios vivo y la fidelidad a él, del compromiso en la liberación de los oprimidos y la lucha por una sociedad justa y fraterna'. Así el mismo Dios, el único verdadero, nos revela su presencia activa y su llamada, no en los grandes de la tierra, no en el «poder sagrado» de las jerarquías humanas, no en la cultura elitista y el prestigio de las «clases dirigentes», sino en el semejante necesitado, reconocido y servido como hermano, y en la muchedumbre de pobres y marginados, con sus privaciones, su miseria y su esperanza. No en el orden mentiroso y la seguridad excluyente de una sociedad clasista y represiva, sino en el anhelo y el empeño por una convivencia más justa y más humana por el camino del amor solidario y la entrega de la propia vida. No en el éxito económico 9.
Cf. Vaticano II, GS 34, 38-39.
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competitivo y privatizador, no en el progreso tecnológico y el bienestar refinado de una minoría privilegiada, sino en la experiencia de solidaridad del pueblo humilde y de comunidades de hermanos, donde nos reconocemos responsables unos de otros y aprendemos a compartir bienes y servicios; en la utopía movilizadora de una fraternidad universal. Leyendo la Biblia y descubriendo su tradición viva en la perspectiva de los pobres, hallamos que si hay una dimensión «sacral» y una experiencia «religiosa» en relación con el poder de los grandes, el orden represivo y la acumulación individualista de la riqueza, ésa es la experiencia de lo sagrado negativo o perverso: la idolatría de la riqueza y las «estructuras de pecado», los dioses de la opresión, «el príncipe de este mundo». Son «dioses» mentirosos y mortíferos, desde luego para las muchedumbres marginadas y oprimidas, pero también para las mismas minorías dominantes 10. El Dios verdadero es el de las Bienaventuranzas y del «Magníficat», el Dios del reino ofrecido a los pobres y a los que tienen hambre y sed de justicia, el Dios que resucita al que fue crucificado por los poderes y jerarquías sagradas de este mundo, el «Dios todo-en-todos» de la reconciliación y la fraternidad universales; en definitiva, el Dios de la vida, de la vida plena y compartida para todos. Desde el lugar de los empobrecidos y reprimidos de la tierra, ese Dios verdadero comunica la sabiduría y la fuerza'', de su Espíritu, reparte dones y talentos, apelando a la responsabilidad del hombre para revertir la dinámica social de la codicia y la dominación, y construir una convivencia en la justicia y el amor solidario. Responsabilidad generosa e inteligente, de personas, de grupos y organizaciones, del pueblo mismo. Respuesta del hombre o del pueblo a la palabra convocadora de Dios, a la iniciativa divina de la liberación primera y la alianza fundadora, la liberación radical y la alianza nueva de Jesucristo. Respuesta que implica convertirse de los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, renunciar a las reiteradas apostasías del pecado para perseverar en la fidelidad al Dios de la alianza. O, dicho a la inversa, liberación radical del pecado, conversión y fidelidad al Dios vivo, que se verifican (se realizan, se acreditan como verdaderas) en el amor solidario con los necesitados y el compromiso por la justicia en favor de los oprimidos. La revelación de Dios en la historia de los oprimidos, para su liberación, comprometiendo la responsabilidad del hombre, la hallamos documentada —como hemos sugerido— por la Biblia
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entera 11 . Desde el acontecimiento fundador del éxodo de Egipto y la alianza del Sinaí, hasta la esperanza cierta de los nuevos cielos y la tierra nueva donde habitará la justicia y Dios mismo será «todo en todos», pasando por el evangelio del reino y el acontecimiento pascual de Jesucristo. Por ahí van las tradiciones históricas de Israel y las leyes para su convivencia en la tierra prometida; por ahí van la predicación de los profetas, la oración de los salmos y la esperanza de los apocalipsis; por ahí van, en definitiva, el evangelio de Jesús, el mensaje de los apóstoles y la práctica de las comunidades cristianas primitivas. Es siempre —y cada vez más clara y radicalmente— el Dios liberador de los oprimidos, el que se nos revela y nos interpela desde los pobres de la tierra, el que espera de nosotros como sustancia del auténtico culto religioso, la misericordia con los necesitados y el compromiso por la justicia y la paz en nuestro mundo.
IV. DIOS EN F.L SUFRIMIENTO INJUSTO Y LA MUERTE VIOLENTA
Con todo, podemos reconocer en la marcha creyente de que hablamos y en la teología que la acompaña, un cierto desplazamiento que corresponde en su línea gruesa a los dos períodos que reconocíamos más arriba. No se trata, pues, de una profundización meramente académica, sino de la respuesta al proceso histórico vivido por nuestros pueblos, en los que en general se han agravado el empobrecimiento, la represión cruel y las frustraciones. Por eso, si en el primer período destacaban el despertar de la conciencia social y las prácticas de liberación política, actualmente, en amplias regiones de América latina, destacan más la constancia sufrida y la esperanza de liberación futura. En el primer caso, el foco de la reflexión se situaba en la pareja «opresiónliberación», y ahora parece centrarse más bien en «muerte-vida». Ese desplazamiento se refleja en los mismos títulos de las publicaciones teológicas más importantes. Para el primer período, podemos citar Teología de la liberación1Z y La fuerza histórica de los pobres13 (G. Gutiérrez), así como Teología desde la praxis de
10. Cf. Mt 6, 19-24; Le 4, 5-8; 12, 13-34; 16, 1-15; 20, 20-26; 22, 39-53; Jn 12, 31-32; 14, 30; Ap 13, 1-18.
11. Cf. J. S. Croatto, Liberación y libertad; pautas hermenéuticas, Buenos Aires, 1973; C. Mesters, El misterioso mundo de la Biblia, Buenos Aires, 1977; Id., «Flor sin defensa; leer el evangelio en la vida», en SEDOC, Una Iglesia que nace del pueblo, Salamanca, 1979, pp. 329431; E. Támez, ],a Biblia de los oprimidos, San José, 1979; C. Mesters, P. Richard y otros, «A Biblia como memoria dos pobres»: REB (Petrópolis) 173 (1984); A. F. Anderson, G. Gorgulho y otros, «Caminho da libertacao»: REB (Petrópolis) 174 (1984). 12. Cf. más arriba, nota 3. 13. Lima, 1979. Colección de trabajos anteriores.
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liberación (H. Assmann) 14 . Allí Dios mismo aparece sobre todo como Dios liberador desde la opresión. Para el segundo período, podemos citar La misión del pueblo que sufre (C. Mesters) 15 , Desde el lugar del pobre (L. Boff)16, Dios de vida, urgencia de solidaridad (J. Sobrino) 17 y Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente (G. Gutiérrez) 18 . Y aquí Dios aparece sobre todo como Dios de la vida en medio de tantas fuerzas de muerte. En el primer período —como ya lo indicábamos— los referentes bíblicos principales son el Éxodo, los profetas preexílicos, y el ministerio de Jesús en Galilea. En el segundo, son más bien los profetas del exilio, los salmos y los apocalipsis, y la subida de Jesús a Jerusalén. En el primer caso, Jesús mismo aparece como el nuevo Moisés, como el Mesías «hijo de David», y Dios, como el Dios del reino: el que se pone del lado de los pobres y marginados para conducirlos a la tierra nueva de justicia. En el segundo caso, Jesús aparece también como el «siervo de Yahvé» y el nuevo Job, y Dios, con más fuerza como el Padre de Jesús: el que deja morir a su Hijo muy amado en la impotencia extrema de la cruz, y que luego resucita al Crucificado de entre los muertos. Pero, en ese desplazamiento encontramos reflejado no sólo un proceso objetivo en la historia de nuestros pueblos. También se refleja allí el cambio subjetivo vivido por los agentes de la Iglesia que se han desplazado desde los centros socio-culturales dominantes, o desde pequeñas minorías más politizadas, hacia las mayorías «periféricas» de los pobres y marginados. Allí, no sólo anuncian renovadamente el mensaje pascual y convocan a leer el evangelio en comunidad, sino que aprenden también del sufrimiento secular y del cristianismo tradicional de los mismos pobres 19. Jesucristo, el mesías de Dios que nos revela su verdadero rostro y su amor entregado por nosotros, es el perseguido y el crucificado, que continúa su pasión en los oprimidos de nuestra tierra y en todos los crucificados de la historia. Y es al mismo tiempo el resucitado: el vencedor del sufrimiento injusto y de la muerte violenta, el liberador del hombre desde la raíz de todas sus opresiones; es el «líder de la vida» 20 y la convivencia verdadera-
14. Salamanca, 1973. 15. Madrid, 1983. 16. Bogotá, 1984. Cf. Id., l.a fe en la periferia del mundo; el caminar de oprimidos, Santander, 1981. 17. Artículo en Diakonía (Managua) 35 (1985). Cf. Id., Resurrección Iglesia, Santander, 1981; La experiencia de Dios en la Iglesia de los pobres, 18. Lima, 1986. Í9. Cf. R. Muñoz, Dios de los cristianos, Santiago de Chile, 1988, c. 2, marcha creyente». 20. Hech 3, 15; cf. Heb 2, 10; 12, 2.
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la Iglesia con los \ de la verdadera pp. 143-176. «Dios en nuestra
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mente humanas, el «primogénito de muchos hermanos» 21 en la alegría plena del Padre, del reino de Dios. La primera dimensión, del Crucificado, tierje raíces profundas en la fe religiosa de nuestro pueblo humilde, desde la primera evangelización del continente y los primeros testimonios proféticos de «los Cristos azotados de las Indias» (Las Casas). Es la identificación que los mismos oprimidos reconocen en las imágenes —tan abundantes y expresivas en toda América latina— del Cristo humillado y cubierto de llagas. Es el lugar central, en la piedad tradicional del pueblo, de la imagen del crucifijo y la celebración del viernes santo. Es el recuerdo cristiano, tan importante y expresivo entre los pobres, de los seres queridos difuntos y en especial de las víctimas de muerte violenta. La segunda dimensión, del Resucitado, ha venido destacándose con la evangelización renovada de la fe religiosa y las expresiones de vida de nuestro pueblo, en y en torno a las comunidades de base. u Y esta nueva conciencia evangélica ha traído una nueva perspectiva para esa primera dimensión del Crucificado: la perspectiva más histórica del conflicto en la sociedad. Jesús sufre persecución y muere en el patíbulo de la cruz no sólo porque «estaba escrito», no por una directa «voluntad de Dios». El sufre todo eso porque es fiel hasta el final a la misión recibida, en una sociedad dominada por la fuerza del pecado. En una sociedad regida por la idolatría del dinero, por la prepotencia de los grandes y por una «piedad religiosa» formalista y corrompida, es normal y lógico que el anuncio que Jesús hace del reino a los pobres, que su programa de las Bienaventuranzas y su práctica liberadora de los oprimidos, entren en conflicto mortal con los «valores» dominantes y los grupos de poder. Son éstos quienes difaman y persiguen, condenan y ejecutan a Jesús, el Cristo de Dios.'1 En contraste con la ideología religiosa del sacrificio o la teoría teológica de la expiación penal 22 , al pecado no se le ve en el Crucificado, el que estaría allí sustituyendo a los pecadores para sufrir y reparar «por» ellos. Por el contrario —en una perspectiva teológica que podemos reconocer más joánica que paulina— al pecado se le ve, con toda su fuerza mentirosa y asesina, en los crucificadores. Estos son instrumentos del pecado, opresor de los débiles y «deicida», ¡no de Dios! 21. Rom 8, 29; cf. Col 1,18. 22. No se pone en cuestión la teología bíblica del sacrificio expiatorio, aplicada a la muerte de Cristo por el Nuevo Testamento en referencia —especialmente— al Servidor de Yahvé en Is 53. La percepción de fe de nuestras comunidades contrasta, eso sí, con la «teoría teológica» (de origen medieval) y la «ideología» mencionadas, de las que tanto ha usado y abusado la predicación corriente. Cf. L. Boff, Teología del cautiverio y de la liberación, Madrid, 31985, pp. 179-204; Id., «¿Cómo predicar la cruz hoy en una sociedad de crucificados?»: Pastoral Popular (Santiago de Chile) (1985), p. 27.
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Se diría que a Dios mismo —al del reino, al Padre de Jesús se le ve ahora presente y activo no tanto en la pasión y la cruz, cuanto en la resurrección. En la cruz, Dios estaría más bien ausente, rechazado. Ausente como Dios poderoso, y presente sufriendo con y en el Crucificado. Se diría que allí se revela él mismo, paradójicamente, como el Dios marginado y reprimido, torturado hasta la muerte. Donde él aparece, por el contrario, actuando con gran poder, es como el Dios que resucita a Jesús, su Cristo y su Hijo muy amado. Al modo de la primera predicación apostólica " , Dios aparece como el que reivindica maravillosamente al injustamente condenado; el que resucita y otorga vida gloriosa y asombrosamente fecunda al que los opresores han ejecutado con crueldad buscando borrar todo rastro suyo de la faz de la tierra. "* Por eso nuestros hermanos de pueblo oprimido pueden decir: «Dios está siempre con nosotros, especialmente en las situaciones más duras... Allí experimentamos al Dios que anima y que une, en el servicio y la entrega». «Cuando nos hacen la contra, nos golpean y nos echan, recordamos el ejemplo de Cristo reprimido, y tomamos fuerza»l'Por eso, las comunidades eclesiales más directamente afectadas por la represión a la Iglesia, han sabido con el Espíritu del Resucitado actualizar la rica tradición cristiana de la persecución y del martirio 24 . Tradición evangélica que tanto nos ha iluminado y sostenido en estos años, y que pastores como Romero y Angelleli han sabido interpretar con lucidez profética y profundizar con su testimonio. Por eso, más allá de la muerte de los perseguidos y asesinados «por causa de la justicia» del reino de Dios, siguen resonando en nuestro pueblo palabras como ésta: «Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño», «Que mi sangre sea semilla de libertad», «Resucitarás en la lucha del pueblo». Porque los hombres y mujeres como ésos son hoy nuestros confesores y nuestros mártires; porque ésos son, en el camino de nuestro pueblo oprimido, los grandes testigos de Jesús resucitado y del Dios de la vida.
23. Cf. J. Schmitt, Jésus resuscité dans la prédication apostolique, París, 1949; Ch. Dodd, La predicación apostólica y sus desarrollos, Madrid, 1974; Varios, Dieu l'a resuscité d'entre les morts, París, 1982. V 24. Cf. I. Lesbaupin, A bemaventuranca da perseguicao; a vida dos cristaos no imperio romano, Petrópolis, 1975; L. Boff, Pasión de Cristo, pasión del mundo, Bogotá, 1978; Id., "Reflexión sistemática sobre el martirio»: Concilium 183 (1983), pp. 325-334; J. Hernández, «El martirio hoy en América latina: escándalo, locura y fuerza de Dios»: Concilium 183 (1983), pp. 366-375; Varios, «Espiritualidad del martirio»: Diakonía (Managua) 27 (1983).
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V. EL PADRE MISERICORDIOSO
Invocar a la divinidad como «Padre» no es exclusivo de la religión bíblica. Por el contrario, la presencia de tal invocación en el Antiguo Testamento es más bien discreta, en comparación con su frecuencia en los pueblos que preceden o rodean a Israel en el Oriente antiguo l s . Es que para la Biblia, en contraste con las otras religiones, el hombre ha sido «creado» por Dios. Dios ha «hecho» al hombre, por libre iniciativa y distinto de sí mismo; no lo ha «generado», por algún proceso natural y como emanación más o menos degradada de su mismo ser. Por eso, el Dios de Israel es el Dios de los padres, de Abraham el patriarca; de ningún modo aparece Dios mismo como el patriarca o el ancestro mítico del pueblo. En este sentido, Yahvé es primero para Israel el Dios del encuentro gratuito y de un camino concreto, antes de ser el Dios de los orígenes y del destino universal y necesario; es el Dios de la historia y de la esperanza histórica, antes de ser el Dios de la naturaleza cósmica y del futuro absoluto. Por eso, cuando en la Biblia se llama a Dios «Padre» y el hombre (o el pueblo) se reconoce «hijo de Dios», se está hablando más de una opción o una «ad-opción» de Dios, que de una condición propia del hombre. «Padre misericordioso» y «rico en misericordia», no hablan en la Biblia de una esencia necesaria de Dios de la que se derivara la naturaleza del hombre. Hablan —simbólicamente— de una actitud libremente asumida por un Dios trascendente e intensamente personal. Esa actitud se la entiende como la de un padre atento al llamado de sus hijos; siempre dispuesto a perdonar de corazón a los que se han alejado y ahora se convierten, a levantar al caído; siempre deseoso de darles cosas buenas y de conducir a sus hijos por el camino de la libertad y de la vida. Incluso más que al «corazón» del padre, esa actitud se refiere a Ias«entrañas» 3e la mádreTTásjüeZsuTra^ profunda^ por jd sufrimiento de sú criatura inocente^ las jnae_exurtan_con _gozo_ indéciBle por el retorno del~hi]o que se~había perdido. Nada más distante de la concepciorTFiTósofTca deTT perfección impasible y del principio inmutable, esencialmente inalcanzable por las contingencias humanas 2 6 . El Dios vivo de la Biblia, que hoy nuestro pueblo 25. Cf. W. Marchel, Abbá, Padre, Barcelona, 1967, «La creencia en la paternidad de Dios antes de Cristo», pp. 11-41; C. Orrieux, «La paternité de Dieu dans l'Ancien Testament»: Lumiére et Vie (Lyon) 104 (1971), pp. 59-74. 26. Cf. A. Heschel, Los profetas II. Concepciones históricas y teológicas, Buenos Aires, 1973, c. VI; W. Pannenberg, «La asimilación del concepto filosófico de Dios como problema dogmático de la antigua teología cristiana», en Id., Cuestiones fundamentales de la teología sistemática, Salamanca, 1976, pp. 93-149; J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, Salamanca, 1983, «La pasión de Dios», pp. 35-75.
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descubre y sigue buscando en su camino, es el Dios santo y trascendente, plenitud de vida y de poder; pero a quien descubre porque él mismo ha querido involucrarse en nuestra historia para entrar en comunión con nosotros. Que lo ha hecho a partir del movimiento libre y gratuito de su «amor de entrañas» con nosotros, con el pueblo sufrido y pecador 27 . Sobre este trasfondo debemos entender al Dios del mensaje evangélico de Jesús, al Dios de las bienaventuranzas. ** La materia del «Sermón de la Montaña», que Mateo nos presenta como el discurso inaugural de Jesús (Mt 5-7), no es el mundo trascendente de Dios en sí mismo, ni tampoco —directamente— la acción «sobrenatural» de Dios en nuestro mundo. Se trata, más bien, de este mismo mundo nuestro, de la existencia humana más cotidiana: el llanto y la alegría, el trabajo por la comida y el vestido, la pobreza y la riqueza, las relaciones domésticas, la injusticia o la solidaridad frente a vecinos y compañeros, el juicio o el perdón de los enemigos... Todo eso para anunciarnos la novedad increíble de que Dios está pendiente de estos asuntos nuestros, como un padre solícito e infinitamente eficaz. Pero Jesús sabe que ese mismo Dios puede dejarnos pasar hambre, sufrir el odio y la persecución, morir. Aún más, Jesús proclama bienaventurados a los que sufren, a los perseguidos... ¿Cómo se concilia esto con su llamada a la confianza filial, concreta e ilimitada? Dios no quiere el hambre y las lágrimas; Jesús declara «bienaventuradas» a las lágrimas que Dios viene a enjugar. Jesús no nos llama a resignarnos ni menos a alegrarnos con el sufrimiento y la injusticia que llenan el mundo. Nos dice que es hora de alegrarnos porque el Padre ha puesto su atención en la miseria y la explotación que agobian a sus hijos; nos llama a esforzarnos por erradicar de entre nosotros la pobreza y la opresión, porque Dios mismo quiere terminar con ellas." Así en el discurso de Jesús, como en toda su práctica mesiánica («vayan a contar a Juan lo que están viendo y oyendo...») 28 , se nos revela la atención cariñosa y eficaz de Dios sobre la vida de cada uno de nosotros y en especial sobre la muchedumbre de los pobres 27. Cf. A. Gelin, í.as ideas fundamentales del Antiguo Testamento, Bilbao, 1958, pp. 1541; T. C. Vriezen, An outline of Oíd Testament theology, Oxford, 1958; Y. Congar, «La miséricorde, attribut souverain de Dieu», en Id., Les voies du Dieu vivant, París, 1962, pp. 6174; W. Eichrodt, Teología del Antiguo Testamento 1, Madrid, 1975, pp. 163-262; G. Von Rad, Teología del Antiguo Testamento I-II, Salamanca, 1972; A. Heschel, Los Profetas II. Concepciones históricas y teológicas, Buenos Aires, 1973; A. Deissler, «La revelación personal de Dios en el Antiguo Testamento», en Misterium Salutis Ií/l, Madrid, 1969, pp. 262-311; H. Cazelles, «Le Dieu du Yahviste et de PElohiste...», en J. Coppens (ed.), La notion biblique de Dieu, Gembloux, 1976, pp. 77-89; B. Andrade, Encuentro con Dios en la historia; estudio de la concepción de Dios en el Pentateuco, Salamanca, 1985. 28. Mt 11, 2-6; cf. Le 4. 16-22; 7, 18-23.
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y desamparados. Pero que se nos «revele» no quiere decir que se nos descorra el velcTcTe <<otTo^undó">^n^qlje~se^io~s^acelnltulr" en el centroide" nuestra propTi'^ídaTérTel corazórTdFeste mundo y entré los pobresTy marginados d é l a tierra, la presencia misteriosa y salvadora de Dios. De un Dios que, tomando a nuestra vida y al muñdcTcomo son —con sus expresiones y sus anhelos más nobles, y con todo su peso de egoísmo, de crueldad y de muerte—, ha decidido liberar a su creatura. Donde este mensaje del «Padre misericordioso» aparece con más fuerza, es en la confrontación del Dios de Jesús con el «Dios» del templo y los sacerdotes, y sobre todo, con el de los escribas y los fariseos 29 . Con el poder y la autoridad de estos últimos —los más cercanos a la vida cotidiana del pueblo sencillo y posiblemente los más opresivos— encontramos en la historia evangélica de Jesús la confrontación más recurrente y la más profunda. Escribas y fariseos son los maestros letrados y las cofradías de piadosos —«pastores» y «religiosos»— que acompañan más de cerca y enseñan al pueblo. En su práctica, y especialmente en la disciplina moral y religiosa que buscan imponer al pueblo, descubre Jesús una degradación formalista de la fe bíblica. Del Dios de la alianza, que escoge por amor, convoca y libera, se ha hecho un «dios de la ley», que exige multitud^dej<prácticas» y retribuye justlci^ámeñTe, marginando y oprimiendo aTpueWo^urrTilde. El suyo Tía venido a ser un «Dios» justiciero, que vigila el cumplimiento~de unalarga serie~dé~p"rohibiciones y mandarñientos, de7abúes^o~ITe~l3Íicucas. religioslasrcie niaTós~pásos que Jiay que evitar .o_.de.buenas obras qué j^y^qTiFlfiuTtlpJicar..., todo lo cual es contabilizado en~«su libro» y mérecé~eTpremró o el castigo que vendrá, en esta vida o en la otra, en su justa medida. Por esta vía la relación con el Dios vivo, que ama y actúa libremente en la historia humana, perdonando y liberando radicalmente, y esperando del hombre una respuesta «de corazón»..., se degrada en un frío moralismo de justicia inmanente, en la pretensión soberbia de acumular méritos delante de Dios y por encima de los demás hombres, en un ritualismo de prácticas religiosas motivadas por el temor o los intereses mezquinos. Aquí converge la crítica de Jesús al culto ritualista del templo, crítica de larga historia en la tradición profética de Israel: «Misericordia quiero, y no sacrificios; el conocimiento de Dios, y no los holocaustos» 30. Es la crítica de Jesús a un «Dios» sacral, que tendría su «mundo religioso» aparte, separado de la vida cotidiana, y sus castas de consagrados especialistas en santidad; su crítica a un «Dios» jerárquico, que 29. Cf. Me 2, 1-3, 12; 12, 38-40; Mt 5, 23-24; 7, 21-23; 21, 28-31; 23, 1-36; Le 8, 1-3- 13, 22-30; 15, 1-32; Jn 7, 11-11, 54. 30. Os 6, 6; cf. Mt 9, 13 y 12, 7.
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sólo sería accesible para el pueblo por la mediación de esas mismas castas, las que tendrían el monopolio del saber religioso y del poder sagrado. En ese contexto socio-cultural y religioso —fuertemente marcado por el fariseísmo y por ese culto formalista— Jesús nace y vive como laico; se interesa por la vida y las preocupaciones de la gente común, y les revela allí directamente —y no mediante palabras o símbolos «religiosos»— el amor del Padre y la responsabilidad ante su reinado que llega; realiza «signos» que no son ritos cultuales, sino gestos humanos para sanar y salvar a hombres y mujeres que sufren la miseria, la marginación, la opresión demoníaca; relativiza toda práctica o «cumplimiento» religioso en función de la salud y la vida digna de personas concretas; a sus discípulos les enseña a reconocer su presencia de resucitado y el amor del Padre, no en el templo y los ritos o en la contemplación solitaria, sino en el semejante que sufre o que comparte, y en la comunidad vivida de los hermanos. El Dios de Jesús aparece así, con máxima fuerza, como el Dios de los pequeños y los simples, y no de los sabios y prudentes (Mt 11, 25-27). Es el Dios que se revela más radicalmente como Dios de la gracia y el perdón; como el Padre que pone su mayor alegría en perdonar y dar vida, y que espera de nosotros una respuesta «con todo el corazón», en su presencia y para con nuestros semejantes. En las fórmulas densas y fuertes del evangelio de Juan, es el Dios de la vida y de la verdad, en contraste con el Dios de ellos, el que muestran en su práctica, que es «asesino y mentiroso desde el principio» (Jn 8, 44; cf. 1 Jn 3, 8-15). Es el Dios de la vida cotidiana, «profana», con sus miserias y sus alegrías más «materiales»; el Dios de la gente menuda, de los simples, de «esos pecadores que no conocen la Ley» (Jn 7, 49).
VI. EL PADRE DE JESÚS Y PADRE NUESTRO
El contenido de toda la tradición bíblica llega a su plenitud y se resume en el «evangelio» que Jesús de Nazaret proclama a los pobres y marginados de su pueblo, en el «mensaje» que los testigos del Resucitado comienzan a difundir por el sub-mundo del Imperio romano: que Dios viene a ejercer su reinado, el que ya comienza con la práctica humilde de Jesús, subvirtiendo de raíz el pecado y las dominaciones de este mundo; que Dios ha resucitado a su siervo Jesús, a quien los tribunales de su nación han ajusticiado, reivindicándolo como Hijo suyo y mesías para todos los pueblos; que el Dios y Padre de Jesucristo se ha hecho Padre nuestro, y que nosotros somos todos hermanos; que el Espíritu Santo, con sus signos y su acción interior, es el testigo y el agente 544
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invisible de esta transformación profunda de la vida y la convivencia humana, haciéndonos a todos hijos y libres, coherederos y colaboradores, en comunión de hermanos, hacia la plenitud del reino de justicia y del conocimiento del Padre. Es que en realidad la fuerza del mensaje de Jesús de Nazaret sobre el Padre misericordioso, no está en su lógica interna o su apariencia verosímil, ni en su efecto consolador como discurso religioso, sino en el hecho de que traduce la experiencia del propio Jesús: experiencia auténticamente humana, de nuestra vida y nuestro mundo, y en el corazón de la misma, experiencia íntima de Dios como su Padre. El Sermón de la Montaña —como toda la predicación, los coloquios y las polémicas de Jesús— nos trae las palabras de un hombre que vive lo que dice y dice lo que vive. El mismo experimenta la dureza de los ricos, el odio y la persecución de los enemigos; a los hambrientos y los que lloran los encuentra cada día en su camino, ha hecho de ellos sus compañeros; a los hipócritas y los frivolos los sabe calar a fondo, a primera vista. El vive la mirada de amor del Padre sobre toda esta miseria, reacciona ante ella como el Padre. Jesús vive ante los hombres la vida que describe en sus palabras y ofrece a sus seguidores: vida que se juega entera por la gran causa del hombre que es la causa de Dios; vida pobre, amenazada y combatida, con la certeza firme y serena de estar en las manos del Padre. Toda la vida de Jesús —hasta el «Padre mío, aparta de mí este cáliz...» (Me 14, 36)— nos muestra esa íntima seguridad de que nada podrá separarlo del amor del Padre. Y él nos invita a compartir esta seguridad de fondo, haciendo confianza en su experiencia de Hijo muy amado. Para la tradición evangélica, en efecto, la vida de Jesús está dominada por su conciencia de tener con Dios —su Padre— una relación única. Según Lucas, por ejemplo, la primera palabra de Jesús y la última de su vida terrestre, son para nombrar al Padre (Le 2, 49; 23, 46); según Mateo y Lucas, «nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquéllos a los que el Hijo quiere dárselo a conocer» 31. «Conocimiento» de transparencia íntima, de confianza ilimitada y de entrega total, que se «revela» precisamente «a la gente sencilla», a «los cargados y agobiados» (Mt 11, 25.28). Y la oración de Jesús que aparece atestiguada en los evangelios, es normalmente la que en las coyunturas más difíciles o trágicas de su camino expresa su confianza ilimitada en ese amor del Padre, su disposición más
31.
Mt 11, 25-27 y Le 10, 21-22. Cf. Mt 21, 37; 24, 36; Jn 1, 18; 10, 15; 17, 1-8. 20-26.
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radical y sobre todas las cosas a que «se haga tu voluntad» 32. Así, en el umbral de la pasión, Marcos (14, 36) nos refiere el hecho —inaudito en la piedad judía— de que Jesús se dirija a Dios llamándolo Abbá (en lengua aramea), es decir, empleando el término usado por los niños para llamar a su padre en la intimidad de la familia 33 . Es el mismo término que —con el Espíritu de Jesús— se atreverán a emplear libremente los cristianos para invocar al «Padre nuestro» 34. Y con ello expresarán esa misma experiencia compartida de que «...ni la muerte ni la vida... ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas del universo, de lo alto o de lo profundo, podrán apartarnos del amor de Dios que encontramos en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8, 38-39). En el meollo del evangelio nos encontramos, pues, con la identidad de el Dios del reino con el Padre de Jesucristo, su Abbá. «Reino» es un término de orden político, Abbá evoca la intimidad de la familia 35 . Y en concreto, el reinado que Jesús nos muestra en su práctica de mesías de los pobres, la experiencia filial que él revela a sus «hermanos más pequeños», no traen al mundo una nueva «jerarquía», una nueva dependencia religiosa que deje al hombre o al pueblo humilde en minoría de edad, sino todo lo contrario: traen un dinamismo profundo de igualdad, de comunión y servicio entre iguales. Él siervo Jesús, el mesías como profeta perseguido que trae de esa manera el reinado de Dios, es su Hijo único, que está ahora sentado a la derecha del Padre. A sus discípulos y enviados, Jesús no los llama siervos, sino amigos, sus hermanos. Para ellos, el hecho de tener todos un solo Padre y un solo Maestro, no autoriza a algunos para imponerse como padres o maestros de los demás, sino, todo lo contrario, es fuerza de compañerismo, de amistad profunda y servicio humilde entre iguales 36 . Porque, en último término, el contenido radical del mensaje de Jesucristo —y del misterio de Dios— es el amor. Y el amor verdaderamente digno de tal nombre, el amor en que Dios consiste y que se nos ha revelado en Jesucristo, no es en su misterio más profundo cascada descendente de beneficios, monarquía y subordinación, sino comunión entre iguales: el Padre, el Hijo y el
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Espíritu; el Espíritu en nosotros y nosotros en el Hijo, de cara al Padre 37 . Sin duda —y esto también pertenece al misterio del amor y de la vida— esa comunión entre iguales no suprime la diferencia en el origen, la gratitud del don que funda la misma comunión. El Padre sigue siendo el Padre, incluso y sobre todo de su Hijo único. El Señor y el Maestro sigue siendo el Señor y el Maestro, incluso y sobre todo de sus discípulos y amigos entre quienes está como el que sirve. Dios sigue siendo Dios, incluso y sobre todo de su creatura que él mismo ha elegido y santificado y a quien ama «en el Hijo». Pero la misma diferencia queda asumida y transformada en el dinamismo de comunión entre iguales, para asombro inagotable y mayor gozo en el amor. En el nivel limitado de nuestra experiencia, es lo que podemos vivir cuando nos toca ser maestros, por vocación y con algún grado de entrega verdadera. Es lo que, más ampliamente, pueden vivir los jóvenes de nuestro mundo popular cuando llegan ellos mismos a tener la experiencia de ser padres. Entonces, nuestra preocupación no es la de afirmar la propia autoridad, de mantener la distancia o la posesión, sino todo lo contrario. Es la urgencia de entregar lo mejor de uno mismo para que el hijo o el discípulo crezca, se abra a recibir de otros que tienen más que entregar, sea libre. Es el anhelo impaciente y la esperanza de que el menor llegue cuanto antes a ser igual y mejor que uno mismo, y —si así llega a desearlo libremente— sea para uno amigo y compañero. En esta perspectiva se nos abre en nuestra situación cultural y para los mismos jóvenes de nuestro pueblo más allá de su historia familiar a menudo tan traumática, un nuevo acceso para comprender aquello de que Dios es Padre nuestro 38 . Que Dios sea Padre podemos entenderlo a partir de nuestro padre carnal, pero también —y con frecuencia es ésta la única vía que queda abierta para nuestros jóvenes— a partir de nuestra propia experiencia de ser padre. Esta parece ser la pista que nos sugiere el mismo Jesús en el evangelio: «¿Quién de ustedes, cuando su hijo le pide pan, le dará una piedra?... Si ustedes, malos como son, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre de ustedes!» (Mt 7, 7-11). En el mismo Sermón de la Montaña se nos enseña a pedir al Padre «nuestro pan de cada día», y que «perdone nuestras ofensas así como nosotros perdonamos las ofensas...» (¿de nuestros hijos?)
32. Cf. J. Comblin, La oración de jesús, Santiago de Chile, s.f.; J. Sobrino, Cristología..., op. cit., pp. 109-134. 33. Cf. T. W. Manson, The teaching of Jesús, Cambridge, 1959, pp. 89-115; J. Jeremías, Abbá, el mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca, 1983, pp. 17-73. 34. Cf. Rom 8, 15; Gal 4, 6; y también Mt 6, 9; Le 11, 2; Jn 20, 17. 35. Cf. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios. La doctrina sobre Dios, Salamanca, 1983, pp. 77-87; L. Boff, La Trinidad, la sociedad y la liberación, Madrid, 1987, pp. 41-43. 36. Cf. Me 12, 38-40; Mt 20, 20-28; 23, 1-12; Le 22, 24-30; Jn 13, 1-17.
37. S. Vergés, Dios es amor; el amor de Dios revelado en Cristo según Juan, Salamanca, 1982; L. Boff, La Trinidad..., op. cit. 38. Cf. A. Vergote, Psicología religiosa, Madrid, 1969, «Los dos ejes de la religión: el deseo religioso y la religión del padre», pp. 187-255; P. Ricoeur, «La paternité: du fantasme au symbole», en Id., Le conflit des interprétations, París, 1969, pp. 458-486; A. Manaranche, Creo en Jesucristo hoy, Salamanca, 1973, «La simbólica del Padre», pp. 149-157.
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(Mt 6, 11-12). Así como el padre de la parábola, en Lucas, que acoge tiernamente y perdona, que no quiere ni pensar en dejar al hijo en condición servil, sino que olvida y hace fiesta..., y espera que el otro hijo —«tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo»— haga otro tanto con su hermano que regresa (Le 15, 1132). VIL LA PRIMERA PERSONA DE LA TRINIDAD
Para terminar, y aunque pueda resultar superfluo por la estructura misma del presente trabajo, quisiera hacer notar que aquí —salvo en el pasaje donde hablamos expresamente del misterio divino de la comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu— siempre que hablamos de «Dios», nos referimos en concreto al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; al que se reveló a «los padres» como liberador y Dios de vida, intensamente personal; al mismo que Jesús de Nazaret reconoció como su propio Dios y con quien mantuvo esa relación única como con su Abbá; al mismo que resucitó al Crucificado y a quien nosotros, movidos por el Espíritu, podemos invocar con verdad como Padre nuestro. No nos referimos a un «Dios» del universo y de la vida en el sentido de las religiones de la tierra, ni a un Ser supremo o un Futuro absoluto vislumbrados por las filosofías. Y no nos referimos tampoco, en términos de la teología cristiana a partir del siglo IV, a ese «único Dios, que es la Santísima Trinidad» (san Agustín) 39 . No ponemos en cuestión la legitimidad de tales perspectivas, pero aquí hemos preferido seguir el uso obvio del mismo Nuevo Testamento, como es redescubierto al leerlo hoy en nuestras comunidades entre los pobres. En el Nuevo Testamento, en efecto, los términos «un solo Dios», «Dios único» o simplemente «Dios» {ho Theós) no significan —como para la teología posterior— la unidad (esencial) de las tres personas divinas. Más directa y concretamente, esos términos significan el «Dios de los padres» que ahora se ha revelado a los creyentes como el «Dios y Padre de Jesucristo» 40. Así aparece, desde luego, siempre en boca del mismo Jesús. Pero también, por ejemplo, en las «fórmulas trinitarias» de la fe cristiana que encontramos a menudo en las epístolas paulinas: «Un solo Dios (y Padre)..., un solo Señor (Jesucristo)... y un solo Espíritu...» 41 . Es
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decir, que dichos términos significan —en el lenguaje teológico posterior— la persona de Dios Padre. Ese es el significado concreto que esos términos tienen todavía en los antiguos «símbolos» cristianos que aún hoy usamos como «credo» de nuestra fe común. Por esos símbolos, con su estructura tripartita, confesamos la fe trinitaria de la Iglesia. Pero cuando en el primer artículo del credo decimos nuestra fe en «un solo Dios», no estamos hablando del «Dios único en tres personas», sino de la persona del Padre. Este es concretamente «el Dios» (ho Theós) único y personal, de quien el «solo Señor» Jesucristo es «su único Hijo» y quien (con el mismo Hijo) derrama sobre nosotros «el Espíritu Santo».
39. De Trinitate, I, VI, 9. 40. Cf. K. Rahner, «Theós en el Nuevo Testamento», en Id., Escritos de teología I, Madrid, 1961, pp. 144-167; B. Lonergan, De Verbo incarnato. Thesis prima (ad usum auditorum editio altera), Roma, 1961; J. N. D. Kelly, Primitivos credos cristianos, Salamanca, 1980. 41. Cf. Rom 15, 30; 1 Cor 12, 4-6; 2 Cor 1, 21-22; 13, 13; Ef 4, 4-6; 1 Pe 1, 2.
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I JESÚS DE NAZARET, EL CRISTO LIBERADOR Carlos
Bravo
I. PUNTO DE PARTIDA
1.
La fe de un pueblo oprimido y creyente
La fe cristiana hace referencia a tres historias: a) la historia presente, b) la historia fundante, la de Jesús, c) que es mediada por la historia de la comunidad eclesial, y es una experiencia de vida antes que una reflexión sobre la vida. En América latina se trata de la fe de un pueblo oprimido y creyente, en cuya historia de cinco siglos han estado interrelacionadas opresión y fe, fe y liberación. Hablar de opresión es hablar de una conquista que manipuló el nombre de Dios en favor de sus intereses económicos y políticos, de violencia institucionalizada, de mortalidad infantil, violación de derechos humanos, analfabetismo, hambre, deuda externa impagable. Y hablar de fe vivida es hablar de amor concreto, solidaridad, búsqueda de la justicia, organización, sentido de fiesta, gratuidad vivida en presencia de Dios, luchas por la libertad y por la vida. En una sociedad injusta y desigual la persona de Jesús resucitado cobra nueva dimensión como inspirador de utopías liberadoras. Quienes hemos sido encontrados por él valoramos la opresión y la injusticia de manera diferente: no sólo como un fenómeno social, sino como lo que imposibilita el reino y traiciona el nombre del Padre. A partir de ese encuentro ya no podemos actuar «como si» ese encuentro no hubiera acontecido. Entonces la fe comienza a acuñar nuevas formulaciones para hablar de él. Porque la experiencia de Jesús como mesías es mediada por la experiencia de vida amenazada y remite a un 551
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compromiso político y social: romper con la situación que impide el reino del Padre. En su vida encontramos no la explicación de por qué la historia es como es, sino el impulso para que deje de ser historia de muerte y lo sea de vida. Esto es muy importante para superar tanto la cristología de la resignación (la de los cristos sufrientes sin resurrección), como la cristología de dominación (la de los cristos imperiales o guerreros, que de hecho manipularon la memoria de Jesús en favor de proyectos imperialistas). Quede, pues, asentado de entrada que en América latina creemos en Jesús como Hijo de Dios, Señor de la historia, mesías liberador. Pero hemos de explicar el contenido de esos títulos. Porque significan cosas diferentes desde el mundo del conquistador y desde la muerte del indio, desde la Casa Blanca y desde Nicaragua. 2.
La verdad de las confesiones de fe
Esto no significa que los títulos atribuidos a Jesús sean neutros. Se trata de fórmulas que en su tiempo expresaron fielmente en símbolos de su cultura el significado salvífico de Jesús para los creyentes. Su validez les viene de la continuidad que tienen tanto con la realidad fundante de Jesús, como su norma, como con la realidad cultural de los creyentes, como su condicionamiento cultural. Toda expresión de fe tiene que pasar la doble prueba de fidelidad: a Jesús, en quien se nos entregó y reveló el Emmanuel (el Hijo de Dios con nosotros), y al pueblo concreto cuya fe expresa y vehicula. De aquí la exigencia de una pluralidad de formulaciones diferentes del inagotable misterio de Jesús. Modelo de esto es el Nuevo Testamento, con sus múltiples cristologías funcionales, que responde a las comunidades diferentes'. La comunidad cristiana tiene que someter sus formulaciones y sus prácticas en primer lugar a la crítica que les hace la práctica misma de Jesús. Cuando eso no se ha hecho, le hemos reducido a un mero modelo de moda (sabio, neoliberal o guerrillero, incluso 1. »E1 Nuevo Testamento se siente libre para hablar de la experiencia de salvación realizada con Jesús utilizando conceptos diferentes, con tal de que en estas diferentes interpretaciones se exprese lo que realmente sucedió con Jesús. Y esto nos confiere también a nosotros la libertad para expresar, de manera inédita, la experiencia de salvación que realizamos con Jesús y traducirla a un lenguaje extraído de nuestra cultura moderna y contemporánea, con sus problemas, expectativas y necesidades, aunque tenga que permanecerabierto a la crítica de la espera de Israel tal como se ha cumplido en Jesús. Es más, deberemos hacerlo así para permanecer fieles a lo que los cristianos neotestamentarios experimentaron, anunciaron y prometieron como salvación en Jesús»: E. Schillebeeckx, En torno al problema de Jesús, Madrid, 1983, p. 32.
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extraterrestre). Pero eso traiciona la novedad fundamental del hecho-Jesús: que Dios, permaneciendo trascendente e inalcanzable («a Dios nadie le ha visto nunca», 1 Jn 4, 12), entró en la historia y se nos puso al alcance en Jesús. Pero esto impone una serie de preguntas: ¿para qué vino? ¿para confirmar la historia tal cual es, dejándola intocada? ¿para condenarla? ¿para salvarla? Pero ¿cómo? ¿espiritualizándola? ¿ritualizándola? ¿informándola sobre Dios? ¿o subvirtiéndola? En la sociedad desigual y opresora en que vivió ¿de qué lado estuvo y qué tipo de vida desencadenó? Estas preguntas no se pueden deducir de un concepto de Dios previo a lo que de Dios nos revela la práctica nueva e irrepetible de Jesús de Nazaret. Y es ésta la que da significado a los títulos que le atribuímos y no al revés, los títulos a su práctica y a su vida. Y las formulaciones a que llegue así la comunidad cristiana deben ser mediadas en segundo lugar por un conocimiento de la opresión concreta de la que hay que liberar a la historia para ser fieles a Jesús. No puede quedarse el cristiano en la contemplación de Jesús, ni tampoco en la indignación ética ante la injusticia, sino que ha de pasar a lo que las relaciona, que es la «misericordia eficaz» que libera (cf. Ex 3, 7 ss). Esto impone nuevamente otras preguntas: la cristología que se elabora, ¿es fiel a ese Jesús y a lo que sigue siendo su causa, la liberación? ¿con quiénes se compromete: con los opresores o con los oprimidos? ¿es solidaria del mismo proyecto por el que Jesús dio su vida? ¿es consciente de que toda teología es, de hecho y más allá de sus intenciones, partidaria y comprometida, incluso cuando pretende ser neutral? Sabedores de que el seguimiento es la vía de acceso insustituible al misterio de Jesús, y de que sin él ninguna teología nos hace «ver» a Jesús, en este trabajo intentaremos balbucir lo que, desde la perspectiva de los pobres, creemos de Jesús. Los dos momentos de reflexión teológica, el narrativo y el sistemático, se irán entreverando. El talante narrativo-teológico'de los evangelios justifica la validez del intento de no hacer esta reflexión segunda desde arriba, sino «desde abajo»; no deductivamente, sino inductivamente. Al final condensamos brevemente las afirmaciones fundamentales de la fe en Jesús, a manera de conclusión.
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II.
1.
NARRATIVA
JESÚS
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CRISTOLOGICA
Presupuesto metodológico: el Jesús que hace historia
Llegar a determinar la estructura mínima de la práctica de Jesús ha sido tarea fundamental de las ciencias bíblicas, y es muy importante para no hacer una lectura desituada o fundamentalista, manipulatoria de la tarea de Jesús (a quien convertiríamos en maestro de moral o en figura ahistórica cuya muerte no habría tenido nada que ver con sus opciones y su práctica); pero esto no basta para el seguimiento. En América latina la búsqueda de los mínimos históricos en torno a Jesús no se propone formalmente la determinación «objetiva» de lo que Jesús hizo, sino lo que él hoy haría, siguiendo en esta diferente situación el dinamismo que lo impulsó en el Espíritu. Esta tarea exige como segundo polo el conocimiento de la realidad: ambas cosas, fe en Jesús y compromiso con la realidad, son fundamentales para el seguimiento 2 . En el «Jesús que hace historia» están implicados dialécticamente tres momentos que integran el hecho-Jesús: a) Jesús de Nazaret, como hecho originante; b) el Resucitado confirmado por el Padre; c) el movimiento de seguidores suyos en los que su Espíritu sigue inspirando el proseguimiento de su causa. Eso es lo que aparece en el final del relato de Marcos (16, 6 ss):
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El primer momento, la «tesis», es la vida de Jesús de Nazaret, que es negada en la «antítesis», la crucifixión; y ésta a su vez es superada (pero no ignorada) por la resurrección, que es la síntesis, «negación de la negación». No es un «retorno a la vida», sino un «salto hacia adelante» que asume la vida negada por la muerte y asume la muerte misma cuyas señales conserva el Resucitado en las manos y en el pecho. Pero esa resurrección se convierte nuevamente en «tesis», que es negada como «constatable aquí», en el sepulcro («antítesis»); su nueva presencia está en Galilea, a la manera de «precedencia»; y a quien precede sólo se le alcanza si se le sigue. El seguimiento es el momento final de «síntesis», y es la condición epistemológica de la experiencia de Jesús. Galilea, el lugar de la práctica de Jesús, es ahora el lugar del seguimiento, único lugar donde se le «ve». Para «ver», pues, a Jesús es insuficiente el acceso al Jesús histórico, que podría encerrarse, como la búsqueda de las mujeres, en el recuerdo de un muerto al que, una vez encontrado, se le deja embalsamado e inactivo para el resto de la historia. Hay que llegar a la experiencia pascual, que es lo que lo hace normativo, y al testimonio, que es el que le da presencia permanente en la historia. Podríamos presentar nuevamente, en el esquema dialéctico, los siguientes momentos que constituyen lo que llamamos «el Jesús que hace historia»: Práctica de Jesús <-
Buscan a Jesús de Nazaret <-
-> Resurrección
-»el que fue crucificado Experiencia pascual «resucito <-
—> no esta aquí sino caminando a Galilea
allí lo verán
2. Así lo formula J. Sobrino: «Por histórico se entiende aquí formalmente la práctica de Jesús como aquel lugar de mayor densidad metafísica de su persona. Esa práctica es toda actividad, en hechos y en palabras, por la que transforma la realidad circundante en la dirección del reino de Dios y a través de la cual se va haciendo y expresando su propia persona. Esa práctica de Jesús permite el mejor acceso a su persona. Pero además ha desencadenado una historia que ha llegado hasta nosotros para ser continuada. Con ello la práctica actual es una exigencia de Jesús, pero es también el lugar hermenéutico de comprensión de Jesús»: J. Sobrino, «Jesús de Nazaret», en C. Floristán-J. J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid, 1983, pp. 483 ss.
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—^Tradición
Seguidores de Jesús En esta tarea del seguimiento tiene un papel importante el tomar en serio la humanidad de la conciencia de Jesús. No por un afán psicologista imposible; lo que está en juego es su realidad humana y la posibilidad misma de nuestro seguimiento. Si Jesús fuera sólo un simple hombre, si no hubiera sido confirmado por el Padre como su Hijo en la resurrección, no tendríamos el deber cristiano de seguirlo; si sólo fuera Dios a costa de no ser hombre (es decir, a condición de ser superhombre) no podríamos seguirlo; tampoco si no hubiera llegado hasta nosotros el testimonio acerca de su vida mediante la cadena eclesial de testigos, que por nosotros continúa. Por eso ha adquirido relevancia no sólo el saber qué hizo, sino también cómo y por qué lo hizo. Para respetar a Dios su decisión 555
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de ser hombre. Y para asumir la responsabilidad de seguir a Jesús en el pro-seguimiento de su causa. 2.
Las raíces de Jesús
Por la investigación nos es conocida la situación en tiempos de Jesús; los principales grupos existentes y sus prácticas e ideologías. Existe entre ellos una correlación de fuerzas que va determinando a su vez la situación del pueblo, cuya historia no ha sido escrita porque nadie escribe la suerte de los vencidos. Sin embargo podemos leerla entre las líneas de la historia de dominación de su tiempo. Y así podemos situar la práctica de Jesús como respuesta a esa situación. Desde el punto de vista económico es un pueblo despojado de su tierra, explotado por un sistema injusto; tributario, empobrecido, sin espacio vital y sin garantías para su vida. Y esto tiene una dimensión religiosa, porque vacía de contenido la promesa de la tierra y va contra el proyecto de Dios para el pueblo. Jesús responde ayudando al pueblo en sus necesidades vitales fundamentales: salud y comida; rompe el círculo excluyente de la propiedad y critica proféticamente a los ricos, subvirtiendo los polos de valoración humana: el centro no es el acumular y el tener, sino el compartir; por eso serán los pobres los que poseerán el reino y también la tierra. Desde esta convicción diseña la utopía igualitaria del reino: la abundancia para todos basada en la gratuidad del don del Padre para todos sus hijos. En lo político es un pueblo dominado; en ocasiones reprimido sangrientamente; a cuyas justas aspiraciones nadie responde; sin poder de participación y decisión sobre su propio destino; resistente y agitado por expectativas mesiánicas de liberación, pero sumido en la pasividad y fatalismo nacidos de las frustraciones de la historia y de la dominación presente. También esto tiene dimensión religiosa, en cuanto que atenta contra la realidad del dominio de Dios sobre su pueblo. Ante esto Jesús anuncia la soberanía del Padre en favor de los pobres; desde un lúcido análisis critica proféticamente el poder, desarticulando el círculo vicioso del poder y de la violencia, al denunciar su incapacidad de construir un mundo nuevo; subvierte la concepción de autoridad diciendo que sólo se realiza en el servicio; diseña la utopía igualitaria del reino: la paz nacida de la justicia y la participación de todos los hijos. Y en el terreno religioso es un pueblo expectante pero desorientado en sus expectativas. Excluido por sus jefes religiosos como impuro y como «pueblo maldito» sin derechos ante Dios, es marginado de la promesa y del reino. Aquí es donde localiza Jesús 556
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la «contradicción principal»: en que el centro ha despojado de la esperanza al pueblo. Jesús responde ofreciéndole una alternativa en la preferencia de Dios por los pobres y marginados; así genera una nueva esperanza. Corrige la concepción mesiánica de venganza de Dios contra los pecadores; rompe el círculo excluyente de la ley de la pureza; reincorpora a los marginados al pueblo de Dios. Desautoriza al Centro judío y su interpretación de las leyes, enseñando con autoridad; cambia el centro valoral de la ley, que está en amar, y no en saber o ser puro, sino en la misericordia y la justicia; critica proféticamente el culto y sus observancias rituales; así diseña la utopía igualitaria del reino: consiste en la fraternidad nacida de la filiación común y exige verdad y libertad en la relación, que supere el encubrimiento de la realidad. 3.
Encarnarse: ser pueblo
Como judío que era, la imagen de Jesús respecto de Dios tendría rasgos como los siguientes: es el Dios de la promesa hecha a un pueblo que no posee la tierra; es el Dios de la alianza, único Señor del pueblo, pero suplantado por un poder extranjero e idólatra; es el Dios de la resistencia a la injusticia, que oye el clamor de su pueblo y actúa; y ya es tiempo de que intervenga. Como el pueblo laico al que pertenece, y al que nunca dejará de pertenecer, enfrenta una multiplicidad de ofertas religiosas: el pensamiento apocalíptico habla de un mundo dominado por el mal, ante el que Dios ha decidido intervenir para inaugurar definitivamente su reinado. Esto lo rechazan los saduceos, seguros en su propio bienestar, porque los anuncios proféticos les parecen «novelerías liberacionistas». Los fariseos se apropian del reino, excluyendo al «pueblo maldito que no conoce la Ley» (Jn 7, 39); piensan acelerar su venida mediante el cumplimiento estricto de todas sus normas. Los esenios llevan al extremo el cumplimiento de la ley de la pureza y de la exclusión de los impuros. Hay un incipiente movimiento armado de resistencia, que piensa acelerar la venida del reino mediante la violencia armada. Juan el Bautista habla de otra manera de salvarse de la «ira venidera» mediante el bautismo y la conversión. 4.
Un Dios diferente
Este movimiento de Juan es un reto para los jefes judíos: el perdón se ofrece en los márgenes, no ya en Jerusalén; mediante la conversión y el bautismo y no mediante sacrificios y purificaciones rituales; y el mediador es un profeta laico, no un sacerdote. Hasta 557
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Nazaret le llegan a Jesús noticias de las esperanzas que suscita Juan. La decisión de dejar su tierra e ir tras él fue algo trascendental tras lo que su vida cambió definitivamente de rumbo. Jesús tiene la experiencia de un Dios diferente. Es el Abbá del pueblo. Le importa la vida del pobre (Mt 6, 9-13); en ella se juega la realidad de su paternidad en la historia. Ha decidido ya reinar, cambiando la situación de los marginados. Pero no de manera mágica, ni mediante un poder similar al de los poderosos, sino en kenosis y ocultamiento, porque es un amor que se ofrece. Se experimenta como absoluta e incondicionalmente referido a la tarea de anunciar y hacer que se acepte ese reinado. En esto consistirá su «ser el Hijo de Dios en la historia»: en ser responsable de su proyecto de vida en un mundo de muerte, en responder por el nombre del Padre, en hacerle justicia. Podemos hablar de una «conversión» en Jesús: un cambio de vida que lo adentra en sus raíces y lo impulsa a comunicar esa experiencia nueva de Dios, para reengendrar la esperanza. Pero ¿cómo actuar? Lo que él ha experimentado choca con lo que piensan los que tienen autoridad, incluso con lo que predica Juan. Jesús entra en tentación respecto de las mediaciones: ¿continuar en la misma línea de Juan? ¿lanzarse a una campaña espectacular de mesianismo público? ¿aliarse con alguno de los grupos ya existentes? Y, en todo caso, ¿qué hacer ante las previsibles reacciones contrarias del Centro judío? Lo que está en juego es su fe en Dios: un Dios preocupado por la vida, el Padre; que no puede ser sometido a la prueba de la magia para violentar la historia, porque es gratuito, que no se alia con otros poderes ni pacta con ningún sistema porque es libre y está por encima de toda mediación. Marcos y Mateo se refieren a lo que fue ocasión para salir de esa situación de tentación: el prendimiento de Juan (Me 1, 14 ss; Mt 4, 12 ss). Jesús no proseguirá su obra; deja el Jordán, el bautismo, y decide irse a Galilea a «predicar la buena noticia» del Abbá que llega a reinar.
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en la dependencia respecto de Dios y de los demás. Jesús se define como enviado a anunciar a los pobres esa buena noticia: es año de gracia para los ciegos, los oprimidos, los cautivos (Le 4, 18 ss). Su experiencia del Padre no se queda en el cielo, porque sabe que su reino es también asunto de la tierra y de la historia, y que tiene que ver con el pan para todos, con el perdón de las ofensas, con la superación del mal concreto que nos amenaza, con el reconocimiento de una paternidad que hermana e iguala a todos. Y para que eso sea posible va a dejar en claro tres cosas: que hay una oposición irreductible entre el reino y el dinero, el reino y el prestigio, el reino y el poder. a)
El reino y el dinero
El reino pertenece a los pobres (Le 6, 20) y los ricos en cuanto tales no tienen parte en él (Le 6, 24 ss; 16, 19-31; Me 10, 23-25). Porque el dinero es un ídolo que busca ser el absoluto: no se puede servir a Dios y al dios-Dinero (Mt 6, 24). Jesús no idealiza la pobreza; es consecuencia del pecado de posesión excluyente. Su ideal es la abundancia para todos (expresada en el símbolo del banquete del reino), pero para que sea posible educa en el desprendimiento y la despreocupación por los bienes de la tierra (Mt 6, 25-33) e invita a compartir lo que se tiene con los pobres (Le 14, 13 s), para que sea posible un mundo vivido en familia, sin pobres ni ricos. Entre tanto, se pone decididamente del lado de los pobres, por misericordia eficaz con ellos y por amor al rico cuya complicidad con el reino de Satán lo pone en peligro. El dinero origina una sociedad estratificada (los que tienen y los que no tienen), porque excluye a los otros de sus propiedades privadas y privantes. Así imposibilita la paternidad de Dios en la historia. b)
El reino y el prestigio
Eso será en adelante su única causa: porque en la vida del pobre es donde el Padre se juega la santidad de su nombre. No se puede dar el reino mientras no cambie la suerte de los pobres, mientras haya injusticia y desigualdad. Su proyecto es la reordenación de las relaciones a) del hombre con Dios: que lo trate como Padre; b) que al hombre lo trate como hermano, familia de Dios; c) que el mundo sea en verdad el patrimonio común dado por Dios para la vida de todos; d) así vivirá el hombre en la verdad consigo mismo:
En una sociedad que daba enorme importancia al status social, Jesús se pone en la acera de enfrente, con quienes nadie elegiría estar. Porque descubre que el prestigio es también principio de estratificación y diferencias, opuesto a la igualdad. Declara que Dios está del lado de los chiquillos (símbolo de los que no valen para la sociedad, cf. Mt 18, 10) y dice que acogerlos es acogerlo a él y al Padre (Me 9, 37). Ataca a escribas y fariseos (Mt 6, 2.5.16; 23, 5-7; Le 11, 45-52) y se alegra porque el Padre ha querido revelarse a los sencillos y ocultarse a los sabios (Mt 11, 25 ss). Por eso Jesús mismo se hace el último y el servidor de todos cuando, en un acto de «locura» para el mundo, se pone de rodillas ante sus
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5.
El reino de la vida en un mundo de muerte
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3. Lestes, en griego, no es «ladrón» ordinario, sino asaltante, rebelde, violento; cf. ELJo's., Bell. Jud. 2, 254-257. 4. No es claro que se pueda hablar de pertenencia de algunos de ellos al movimiento zelota, que es más tardío (año 66 d. C ) ; pero es muy probable la simpatía de algunos por la resistencia armada contra los romanos, tentación que se acentuaría en esos momentos de expectativas apocalípticas.
mesías que imaginan. Jesús vence esa tentación de regionalizar el reino en la ilusión de un triunfo fácil, y decide ampliar su campo de acción (Me 1, 35-38). Con las curaciones, Jesús no pretende probar nada acerca de sí mismo, sino dar señales de la presencia liberadora del Padre que reina. Su importancia no radica en que sea algo excepcional sino en que refiera al hombre a Dios: «Si con el dedo de Dios lanzo los demonios, señal de que llegó a vosotros el reino de Dios» (Le 11, 20). Identificándose de manera «escandalosa» con los pecadores, también los reincorpora a la promesa, rescatando su dignidad y liberándolos de la vergüenza y de la culpa. Con su solidaridad hace ver que Dios los acepta. Los efectos no se dejan esperar. El cambio que se va dando en el mundo de los pobres gracias a sus acciones hace que la gente compare enseñanza con enseñanza, práctica con práctica, la de Jesús y la de los escribas, y diga que él sí enseña con autoridad; porque habla él y cambia la situación para el marginado; lo contrario de los escribas, que hablan y hablan y nada nuevo sucede. Pero esta comparación es para Jesús una llamada de alerta: difícilmente el Centro tolerará esa autoridad paralela (Me 3, 6) que, además, va haciendo al pueblo tomar conciencia crítica frente a sus líderes (Me 1, 22.27). Además, el vínculo entre milagros y reinado no era evidente. Jesús no respondía a las expectativas de tipo apocalíptico y a lo anunciado por Juan. No se presenta como el ejecutor del juicio de Dios. A la pregunta sobre si es él o aún hay que esperar a otro, Jesús contesta remitiendo a Isaías. El punto culminante de ese texto no son los milagros sino la última formulación: «A los pobres se les anuncia la buena noticia» (Le 7, 22). Los milagros son la señal de que es verdad la alternativa que Dios le ofrece. No acaba con toda desgracia y todo mal, pero señala claramente la dirección que debe seguir toda fe en él: su más importante tarea es la lucha contra toda miseria humana, contra la enfermedad, el hambre, la ignorancia, la esclavitud, cualquier tipo de inhumanidad. Y dichoso el que no se escandalice de esta manera de ser del reino de Dios... (Le 7, 23). Un primer nubarrón aparece cuando Jesús comienza a multiplicar acciones que transgreden la ley de la pureza: cura en sábado (Me 1, 21-23; 3, 1-6; Le 13, 14 ss; Mt 12, 9-13); queda impuro al tocarlos (Me 1, 3-31; 5, 27.41; 6, 5; Le 13, 12 ss), sobre todo a un leproso (Me 1, 41-45), para hacerles sentir la cercanía de Dios de la que han estado privados por culpa del Centro, que los ha declarado malditos de Dios (Jn 7, 39); llama a un publicano a seguirlo y come con él y sus amigos (Mt 9, 9 ss); no teme tratar con prostitutas (Le 7, 36-50) a quienes también abre una puerta de esperanza en el reino (Mt 21, 31). Con él colaboran algunas
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discípulos (Jn 13, 2-5). Y morirá desprestigiado ante todos (Me 15, 29-32), fuera de las murallas de la ciudad, y entre dos rebeldes (Me 15, 27 ss) 3 . c)
El reino y el poder
Siendo principio estratificante último, que decide quién tiene poder sobre quién, tiende a ser homicida porque se mantiene arriba sólo a costa de los derechos de los que pone abajo. Jesús le opone el servicio como fuerza de construcción de la sociedad nueva. Desenmascara el poder político cuando dice que «los que pretenden gobernar las naciones las tratan con despotismo y los poderosos las oprimen» (Me 10, 42); y en lenguaje cifrado, por el peligro que corre, niega todo derecho del César al cobro del impuesto idólatra, y exige que le regrese a Dios lo que le corresponde: el dominio del pueblo, que injustamente retiene (Me 11, 13-17). Desenmascara las intenciones del poder religioso (Le 11, 39-52; Mt 23, 1-36; Me 7, 1-23; 11, 15-17; 12, 1-12, 35-40). Por ponerse del lado del oprimido Jesús morirá «bajo el poder de Poncio Pilato», como maldito (Gal 3, 13), en la impotencia y abandono totales. 6.
La primavera galilea
Hubo un verdadero florecer de vida en torno a Jesús. Todas las esperanzas encontraban eco en su mensaje y en su práctica. Para ampliar su radio de acción, Jesús reúne un grupo de discípulos, como nuevos pastores para el pueblo abandonado y maltratado (Mt 9, 36). Ese llamamiento parece haber revestido en algún momento un carácter escatológico: serán los doce fundamentos del pueblo de la promesa. Pero eso es provocativo para el Centro: el verdadero Israel se constituye ahora en Galilea y con gente del pueblo. En ese grupo inicial heterogéneo probablemente algunos tenían una esperanza secreta: que él fuera el mesías que acabara con la dominación romana; militarmente, por supuesto*. La popularidad se le hace tentación en Pedro y los otros compañeros, que ven la oportunidad de un triunfo popular del
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mujeres, desplazadas de toda actividad por el reino por las leyes judías de la pureza (Le 8, 1-3; Me 15, 40 ss). Las controversias con los escribas y fariseos parecen haber sido frecuentes (Me 2, 1-3, 6; 7, 1-23; 11, 15-12, 48; Le 11, 37-53; Mt 23; Jn 2, 13-22; 5, 16-47; 7, 14-39; 8, 12-59; 10, 22-39). Lo que estaba en juego no era una cuestión periférica a su fe, sino el núcleo mismo de la realidad del Dios en quien creía. Y la consecuencia es que muy tempranamente se nos habla de planes de muerte contra Jesús (Me 3, 6; Le 4, 28 ss; Mt 12, 14; Jn 5, 16; 7, 30.44; 8, 20.59; 10,31; 11, 8.49-53.56). Ante esas amenazas Jesús buscó protegerse. Nunca actúa con ingenuidad imprudente (cf. Jn 6, 1.15; 7, 1-10; 8, 1.59b; 10, 39 ss; 11, 54; Le 4, 30; Mt 12, 15; Me 3, 7); en Marcos las parábolas parecen tener, entre otras, la finalidad de cierta clandestinidad protectora para Jesús, acusado de blasfemo (digno de muerte, 2, 7), de violar el sábado (cosa digna también de muerte, 3, 2.6), de endemoniado (3, 22) y loco (3, 20). Tal vez expresó su propia experiencia en aquel consejo que da a sus discípulos: «sean astutos como las serpientes y sencillos como las palomas» (Mt 10, 16b). 7.
El comienzo de la crisis
Pero ¿qué pasa con el reino? «Jesús esperó al principio el triunfo de su misión religiosa, pero paulatinamente fue creciendo en él la sensación de que su misión le conduciría a un conflicto fatal con la sociedad político-religiosa» 5 . Sus discípulos se hacen falsas expectativas y no acaban de entender (Me 4, 13. 35-41). El mismo se siente rebasado por su propia práctica y por la gente (Me 3, 9 ss; 5, 30-32). Sus coterráneos se escandalizan por las obras que hace, siendo uno de ellos (Me 6, 2 ss). Jesús comprende la lógica mortal de todo eso: ningún profeta es aceptado por los suyos (Mt 13, 57); al profeta se le asesina. Pero ¿por qué su práctica no despierta la fe? (Me 6, 6a). Es el dolor de no poderse hacer entender por su pueblo. Ni a Juan ni a él los han comprendido (Mt 11, 18 ss). Y no se dan cuenta de que ya es el tiempo final, de que Elias ha venido ya... Las ciudades en que más milagros ha hecho, más se han cerrado. Su pueblo tiene el corazón embotado: no quieren ya hacerse ilusiones que vayan más allá de la salud, del alimento inmediato... Ante esto Jesús intensifica su acción por la vida y envía a los Doce para ampliar su radio de acción. Hubo un hecho que debe haber tenido particular resonancia entre el pueblo oprimido; es lo 5. K. Rahner y W. Thüsing, Cristología. Estudio teológico y exegético, Madrid, 1981, p. 32.
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que Marcos llama enigmáticamente «lo de los panes» (6, 52). Una gran multitud, que seguía a Jesús desde varios días atrás, tiene hambre. Su situación no preocupa para nada a sus pastores; él entonces se hace cargo de ellos (Me 6, 34); no sólo les da la palabra de Dios, sino que también les da de comer sobreabundantemente. Así mostraba que Dios alimentaba a su pueblo y que las necesidades físicas, hambre y enfermedad, eran asunto del reino. El pueblo va en otra dirección: quieren que les encabece como rey (Jn 6, 15). Jesús aleja a los discípulos para que no vayan a alentar esa especie de levantamiento (Me 6, 45) y él despide a la gente y se oculta (Jn 6, 15). En la oración enfrenta ante el Padre ese momento de tentación (Me 6, 46). ¿Por qué la gente no ve signos del reino, sino que se queda en lo material de sus acciones? Pero el creciente choque con el Centro llega a su culmen, según el relato de Marcos, porque sus discípulos comen el pan sin preocuparse de los ritos de purificación (7, 1 ss). El reclamo de los fariseos es ocasión para que Jesús desenmascare la honda infidelidad que ocultan tras su apariencia de piedad; se fijan en las minucias, pero violan lo fundamental de la ley: la misericordia y la justicia, en las que de verdad se juega el pueblo la vida y la muerte, y no en el cumplimiento de prescripciones rituales. Ahora Jesús es un peligro para el Centro judío. Por eso tendrá que marcharse lejos de su alcance. No va a territorio sirio en viaje misionero, sino para refugiarse (Me 7, 24). Y allí se va gestando la crisis de Galilea. 8.
Crisis y
confirmación
Rahner habla de «crisis extremas de autoidentificación» 6 en Jesús. Es posible que éste sea uno de esos momentos. Hay indicios suficientes del desconcierto del pueblo, cuyo interés en Jesús decae 7 . Les decepciona ese reino que proclama. Juan Bautista mismo muestra esa decepción: «¿Eres tú el que estaba por venir o esperamos a otro?» (Mt 11, 2-6). Varios de sus discípulos desertan (Jn 6, 67). Jesús se va a jugar el todo. «¿Quién dice la gente que soy yo?... Y vosotros ¿quién decís que soy?». No es una pregunta pedagógica, que busca tomar pie para una enseñanza. Y la respuesta se queda a un nivel meramente humano: «eres el Mesías» (Me 8, 29), a cuyo triunfo esperan estar asociados (Me 9, 34; 10, 35-45). Su mesianidad es malinterpretada. Tal proclamación no responde a la verdad de Jesús, y bajo la dominación romana lo pone en peligro evidente. Por eso corrige la 6. 7.
lbid., p. 34. lbid., p. 32.
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del reino. En el horizonte de la certeza de la muerte amenazante, Jesús deja el trabajo con el pueblo y decide formar a sus discípulos (Me 9, 30-31a), para consolidar más orgánicamente la comunidad que posibilite la misión. Uno a uno va a ir corrigiendo sus criterios y sus valores. Han de comprender que ya son los tiempos nuevos: la venida de Elias (Juan Bautista, cf. Mt 17, 13) es la señal. En estos tiempos, las condiciones para luchar contra el mal son la fe y la oración (Me 9, 14-29). Deben acoger a los pequeños (Me 9, 36 ss) porque con ellos están las preferencias de Dios (Me 10, 13-16); deben entender que las riquezas son obstáculo fundamental para el reino (Me 10, 17-27) y que, siendo el ideal del reino la abundancia para todos, el camino es la pobreza de quien por compartir se queda sin nada (Me 10, 28-31); en el reino la igualdad original hombre-mujer es fundamental (Me 10, 2-12). Pero sobre todo, su corazón debe irse adecuando al estilo del reino: a las ambiciones de poder de los discípulos Jesús opone el servicio como norma (Me 9, 33-35; 10, 35-45); entonces podrán discernir qué alianzas hacer y cuáles rechazar (Me 9, 38 ss).
respuesta e impone silencio (Me 8, 30), pero asume el conflicto hasta el final: «voy a morir a manos de los hombres» (cf. Le 9, 44). Ha quedado claro qué es lo importante para Jesús y por qué ha apostado la vida. Ahora ha de asumir las consecuencias de haber unido la causa del Padre y la causa del pobre, desde la convicción de que el reino es mayor que el fracaso de su estrategia. La muerte violenta, tal vez por apedreamiento (cf. Jn 8, 59; 10, 31-33), es ahora para él una realidad amenazante. Debió haber habido un serio problema con Pedro en base a esta declaración de Jesús; la comunidad no hubiera creado gratuitamente esta confrontación entre ambos. Se nos dice que Pedro regañó a Jesús (Me 8, 33). Ortodoxa en su formulación, su confesión se quedaba en un nivel puramente humano en el que no cabia la radicalidad de la entrega hasta la muerte. Jesús le reprende con las palabras más duras que jamás usará contra nadie: «Retírate, Satanás». Esta propuesta es tentación para él. Jesús corre el riesgo de quedarse solo (Jn 6, 68). Pero debe plantear honestamente el cambio que se ha dado en su misión; por eso, el que todavía quiera seguirlo ha de contar con la muerte (Me 8, 34-38). Y propone una nueva manera radical de seguimiento: en la primera etapa el reino era mediado por el anuncio de conversión y los milagros; ahora ya no ajustan las palabras ni las acciones con poder; se requiere la entrega total de la persona (Le 12, 49 s), para desenmascarar el poder que hace imposible el reino: el poder religioso que ha secuestrado al Dios gratuito y libre de la Alianza, sustituyéndolo por un Dios de leyes, méritos y purificaciones. Sólo así se podrá crear un espacio a la libertad del reino. En este kairós la única manera de conservar la vida es arriesgándola con Jesús por el reino (Le 9, 24-26). En la oración tiene una honda experiencia de confirmación del Padre (Le 9, 28). No se ha predicado a sí mismo ni ha centrado al pueblo en su persona; en todo se ha comportado como el Hijo. El fracaso es inherente al enfrentamiento que supone pronunciarse por el Padre y por el pobre desde los márgenes, en un mundo que habla de un Dios en favor de los selectos. «Este es mi Hijo querido, en quien me complazco; escuchadlo» (Mt 17, 5). La Voz confirma a Jesús como el único camino para los discípulos; ya no estarán ni Moisés (Ley) ni Elias (Profetas) (Mt 17, 8); basta Jesús, el Hijo, que ha hecho lo que agrada al Padre, y al que hay que seguir.
La muerte de Jesús sólo tiene sentido cuando se la ve después de la resurrección. Pero no basta mirarla desde la perspectiva pascual; se necesita mirarla como fue antes de la resurrección. Y esto exige una pregunta previa: ¿por qué y a qué va Jesús a Jerusalén? Vamos a responder a estas preguntas desde los textos evangélicos mismos. Por eso dejamos de lado la controversia sobre el número de subidas a Jerusalén y el momento en el que se haya(n) realizado. Partimos del hecho evidente de que hubo una última subida en la que se condensa toda la historia de difícil relación de Jesús con el Centro, y que estuvo arropada en la conciencia que tenía de que «todo profeta muere en Jerusalén». Y más que formular hipótesis sobre sus intenciones, veremos lo que de hecho hace. Aparecen tres grandes bloques: en los primeros Jesús es el personaje principal, y su acción desenmascara y condena al Centro; en el tercero, Jesús prácticamente no actúa, es como el sujeto pasivo de toda la trama, y es condenado y asesinado por el Centro.
9.
a)
Formación de los discípulos
-
10.
El enfrentamiento
final con el Centro judío
Jesús desenmascara al Centro en el Centro mismo
Desenmascarar al poder religioso supone un reto al Centro judío, que terminará muy probablemente en la muerte. Pero los discípulos aún no están suficientemente formados para asumir la causa
Juan y los sinópticos sitúan de manera diferente el enfrentamiento con el Templo. Nosotros seguiremos la presentación de los sinópticos porque, sea como haya sido, ese hecho fue decisivo en
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su enfrentamiento último con el Centro judío: la acusación fundamental será la de intentar destruirlo. Llega un momento en que Jesús decide enfrentar al Centro en el Centro mismo. No basta lo que ha dicho en la marginada Galilea. Y elige el momento de la celebración de la pascua, la fiesta de la liberación judía. Es una decisión madurada, sabiendo que se juega la vida. Es consciente de las expectativas mesiánicas despertadas en torno a él; no han bastado las correcciones que ha hecho a esas expectativas. Por eso ahora su primera acción es simbólica: entra a Jerusalén en un asno. No pueden mantenerse expectativas caudillistas respecto de él. Dentro de las discusiones sobre el alcance del episodio del Templo creemos que debe interpretarse no como purificación, luego de la cual pudiera seguir siendo el centro simbólico del pueblo de la promesa, sino como una toma del Templo cuya esterilidad desenmascara, y del que predice su destrucción y la necesidad de abandonarlo. Porque ya la presencia de Dios no se encuentra allí (cf. Mt 27, 51 ss). Pero ¿por qué va contra el Centro religioso y no contra el Centro político romano? Hay que buscar los mínimos elementos de claridad sobre esto: es evidente que Jesús rechaza la dominación romana, que va contra el reinado exclusivo de Yahvé sobre el pueblo; la carga tributaria, además de injusta, le resulta insoportable porque era un elemento del culto al Emperador. En clave, por el peligro de la situación, está diciendo: «que el César se lleve esta moneda idólatra, que mancha a Israel, y que a Dios le dé lo que le corresponde, que es el dominio del pueblo, que injustamente retiene en su poder». Analiza y juzga como injusta la dominación política (cf. Me 5, 9.13; 10, 42; 12, 16.17; 13, 14; Le 13, 32 ss) 8 . Pero la tergiversación que hacen de Dios y de su proyecto los jefes religiosos es el principal obstáculo contra la esperanza del pueblo. Dos elementos, pues, serán fundamentales para su condena: la manera como desenmascara al Templo, dejando al descubierto su esterilidad e injusticia («no quedará piedra sobre piedra»), y la oposición al pago del tributo, que así es como luego interpretarán sus enemigos sus palabras. El pueblo, una parte al menos, lo apoya y aclama. Podemos suponer que son los que le acompañan desde Galilea, no los de Jerusalén, más propensos a conservar su status que a apoyar un cambio; pero eso agudiza el conflicto con las autoridades, que no encuentran cómo matarlo. La oportunidad se la ofrecerá la traición de uno de los Doce, Judas.
b)
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¿El sentido del sinsentido?
8. Sólo constituyendo a Jesús en guardián de los intereses del César (de entonces y de todos los tiempos) se puede interpretar como aprobatoria la respuesta de Jesús a la trampa sobre el tributo al César (Me 12, 13-18).
El círculo se estrecha en torno a Jesús. ¿Qué toca hacer? En el contexto del memorial de la pascua, de una liberación frustrada por la dominación bajo la que viven en su propia tierra, y de cara a la traición, Jesús comprende que ya no es momento de huir ni de resistir a la violencia. Ya las palabras, la denuncia, no bastan; llega el momento de la renuncia para que en su muerte quede al descubierto lo homicida del poder, tan seductor para el hombre, y más cuando se ejerce en nombre de Dios, pero que sigue causando la muerte de todo profeta, porque sigue causando la muerte de los pobres, de los hijos de Dios. En una acción profética de profunda densidad simbólica, y desde la certeza escatológica del triunfo irrevocable del reino, va a expresar el sentido de su vida. Reunido con sus amigos por última vez condensa en un gesto lo que siempre ha hecho: partir-se y compartirse por la vida del pueblo; derramar la vida para que la muchedumbre sea pueblo organizado y pueblo de Dios. Así quiso que lo recordáramos siempre: en el pan compartido y en la sangre derramada por la vida del pueblo. Y nos mandó que hiciéramos lo mismo: partir y compartir el pan, partir-nos y com-partirnos, para que esa su memoria subversiva siga generando esa misma manera de ser-en-el-mundo. Esa será su nueva forma de presencia en la historia: a manera de entrega para la vida del pueblo. Esa memoria subversiva de Jesús es traicionada nuevamente siempre que se la ritualiza haciéndola adorable para que no sea inquietante y transformadora. Pero ese «asumir» la renuncia no se da en la evidencia y la luz. Experimenta la amenaza más honda que puede sufrir la vida y la obra de un ser humano: el sinsentido de una muerte injusta y violenta. Una muerte natural no amenazaría igualmente el futuro de su obra, aun siendo también punto final; pero ¿morir (tal vez apedreado) como falso profeta? ¿Quién va a creer en su anuncio del reino? ¿Su muerte no significará la muerte de la causa del Padre? Estamos ante el penúltimo momento de tentación: ¿qué hacer ante la injusta decisión de violencia del Centro judío? Huir sería dejar el campo libre a la mentira que el Centro manipula respecto de Dios; equivaldría a afirmar que la causa por la que ha vivido no es tan importante como para arriesgar por ella la vida. Tampoco puede defenderse mediante la violencia. Pero no hay respuesta a sus preguntas. Al Hijo le compete el «no-saber» y fiarse del Abbá, incluso en su silencio. Dios es diferente de como él lo pensaba: «Todo te es posible», le dice; pero descubre que Dios no puede ir contra las decisiones humanas; no se salta la historia, ni le ahorra
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A Jesús, más que juzgarle, se le condena. Las acusaciones, sin embargo, son verosímiles. Desde el punto de vista religioso, los jefes comprendieron muy bien de qué se trataba: el Yahvé al que ellos daban culto o el Abbá de Jesús. La práctica de Jesús era atentatoria contra el «Templo». El mismo así lo comprendía: «Os doy mi palabra: quien diga al monte ese: "Quítate y échate al mar"... lo obtendrá» (Me 11, 23). Confía que su fe obtendrá la subversión del Centro religioso de Israel. Y desde el punto de vista político, un amor operante, que confronta la situación injusta, puede ser malinterpretado como ambición de poder. Y Jesús ha corrido ese riesgo, antes que el riesgo mayor de que se pensara que su amor es neutro, de puros sentimientos y deseos, pero sin eficacia. Lo que en definitiva lleva a Jesús al juicio es su lucha al lado del proscrito, para que la vida no se enajene del reino. Condenan a Jesús por el Dios en que cree, el Abbá cuya paternidad es asunto público; y lo condenan por la forma como dice que se accede a él: en gracia y parcialidad por el pobre; no por sacrificios, sino por la práctica del amor; no en el templo, sino en el hombre que sufre. Si fueron dos juicios religiosos o uno solo, si efectivamente podían o no condenar a muerte los judíos, si Pilato trató o no de salvar a Jesús, es algo que no cambia cualitativamente la realidad: los hombres matamos al Hijo que Dios nos había enviado para salvarnos. Y no podemos minimizar la gran injusticia atribuyendo el hecho a un drama suprahumano en el que Dios «ajusta cuentas»
con la humanidad a costa de la sangre del Hijo. Lo hemos matado y seguimos matando a los hijos de Dios siempre que estorban a los planes de los poderosos. A quien era el mismo Hijo de Dios, los hombres lo condenamos como blasfemo; y al que buscaba la liberación plena y total de los hombres lo condenamos como subversivo del «orden establecido». Claro que esta explicación de la coherencia histórica de la muerte de Jesús (las razones de Estado y de seguridad nacional, la ortodoxia) no da razón adecuada del sentido total de ese hecho que es el hito que divide la historia, vista desde la fe. Dios ha integrado esa injusticia en su plan de salvación y su respuesta no es la aniquilación de los asesinos, sino la salvación definitiva de Jesús y su causa mediante la resurrección y el seguimiento. Sin la resurrección, nuestra fe en él sería injustificable; sin el seguimiento, la fe en él sería imposible. En búsqueda de esa explicación se han acuñado muchas formulaciones de fe: «Murió por nuestros pecados»; «era necesario que el Cristo padeciese y así entrase en su gloria»; así se muestra el amor del Padre (Rom 8, 31; Jn 3, 16). Tres son los esquemas soteriológicos fundamentales que tratan de explicar el sentido de la muerte de Jesús: es un sacrificio ofrecido a Dios por los pecadores; es la satisfacción condigna a Dios por las ofensas de los hombres; es el pago de redención (rescate) para librarnos del poder del demonio. Formulados en contextos culturales muy diferentes de los actuales, deben ser reformulados para determinar en ellos lo que hay de revelación normativa y lo que hay de revestimiento cultural, que ahora más velaría que re-velaría el sentido. Y ante ellos nacen preguntas como las siguientes: hablar de salvación, ¿es hablar de superación de una situación de perdición? Pero ¿qué es «perdición» hoy en América latina? ¿es algo que se refiere sólo a la otra vida? ¿sólo atañe a las relaciones con Dios o tiene que ver con las relaciones interhumanas? Y ¿qué es salvación? ¿es un cambio de la situación en función de una «relación perdida» en el pasado? ¿o es un cambio que apunta al futuro? Y si es así, ¿ese futuro tiene que ver con la historia presente, o tiene una dimensión meramente escatológica? ¿es de un orden sólo subjetivo, intimista, o tiene que ver con una exterioridad transformada? Tanto el esquema sacrificial como el de satisfacción entienden el pecado como una ofensa hecha a Dios directamente; el de redención lo interpretará además como una esclavitud bajo el poder del demonio. El primero llegó a formular la pasión como orientada a «aplacar» a Dios y a purificar al hombre; el de satisfacción verá en ella el medio de reparar el honor lesionado de Dios; el de redención lo ve como el precio que se paga por rescatar al esclavo. Tres son los principales escollos: el que son fundamen-
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nada de la condición humana. Como dirá Rom 8, 32: «no nos escatimó» nada, ni se ahorró el dolor de entregarnos así de incondicionalmente a su Hijo. Jesús descubre que el modo de ser de Dios en la historia no es en poder sino en kenosis, en ocultamiento, en respeto por la libertad del hombre, incluso si se alza contra él. Jesús entra en un abismo de soledad. Los discípulos no parecen haber comprendido lo que está por suceder; él decide no asumir su propia defensa, sino dejarse en manos del Abbá, con una fe mayor que el fracaso mismo. A este fiarse del Hijo responde también una «fe» del Padre, que «no puede» gritarle al Hijo su cercanía y la certeza de que oye su clamor (cf. Heb 5, 7-10); también el Padre sabe de quién se ha fiado, y se calla y no interviene. Esto nos advierte que no es a Dios a quien hay que pedir cuentas de su silencio ante la violencia del hombre, sino que es a éste a quien hay que pedir cuentas de su decisión homicida. Porque ni frente a la muerte de su Hijo, ni ante sus clamores, manipuló Dios la historia. c)
El Centro contra Jesús
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talmente «pecadocéntricos»; el que reducen la dimensión salvífica al sufrimiento de la pasión 9 y el que propiamente no hablan del Dios revelado por Jesús, el Padre que aparece en los evangelios. Además, convierten la salvación del hombre en un drama suprahistórico en el que el hombre no interviene para nada: todo se arregla entre Jesús y Dios. Pero reducir así lo salvífico corre el peligro de canonizar el sufrimiento, de provocar la pasividad y de ocultar la dimensión salvífica de la vida de Jesús, incluso de su resurrección y, consecuentemente, también del seguimiento. Sin embargo, no podemos prescindir del hecho de que son lenguajes usados en la revelación. Y es que encierran un núcleo fundamental que es irrenunciable: a) El esquema sacrificial encierra la intuición de la gente de que «hay que sacrificarse por la vida, por los demás». «Sacri-ficar» significa «hacer sagrado», dedicar a, consagrar. Eso fue la vida de Jesús: vida con-sagrada a los demás, para ofrecernos una alternativa a lo inhumano. En esa vida con-sagrada al reino se nos revela qué significa ser hijos de Dios y cómo se vive como hermanos. b) El esquema de satisfacción sustitutiva encierra la intuición hebrea de la solidaridad humana. Propiamente hablando no es que nadie sustituya a nadie, sino que todos estamos implicados con todos. No se trata de que Jesús tome nuestro lugar «frente» a Dios, sino de que tome el suyo propio que es el de encabezar (ser cabeza) de este «gran-yo» de salvación, en el cual cada uno de nosotros asuma su propio lugar y responsabilidad. El encabeza, pero no suple. Vive como Hijo para que quienes en él creamos podamos también vivir como hijos de Dios y como hermanos de los demás (cf. Jn 1, 10-13). La carta a los Hebreos hablará de Jesús como el «jefe de fila», el primero de los que creen (6, 20; 12, 1 ss). Vivificados con él, seremos su cuerpo en la historia en la medida en que «con sus cicatrices seamos curados» (Is 53, 5), aprendiendo de ellas el daño que causa a los hijos de Dios el poder, el dinero, la mentira, la explotación, la injusticia, la ley. Por otra parte, ha de quedar claro que no es propiamente a «Dios» a quien hay que «satisfacer», pues nada le falta; es su proyecto sobre el hombre y la historia lo que hay que «satis-facer» ( = cumplir suficientemente), porque es eso lo que no está «satis-fecho» en la historia. c) Finalmente, el núcleo fundamental del esquema de redención-rescate coincide con la intuición que tienen nuestros pueblos del continente de que «hay que pagar un precio por la libertad» y por la vida; y ese precio puede ser la vida misma. Eso es lo que Jesús ofreció para rescatarnos, a sangre limpia, de la esclavitud de los antivalores en que estábamos empeñados y del miedo que nos
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agobia. La carta a los Hebreos formula esta dimensión en una síntesis interpretativa que engloba lo teológico y lo histórico: «Para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y para liberar a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos» (Heb 2, 14 s). 11.
Resurrección y protesta de Dios
Dios estaba absolutamente insatisfecho con la muerte de su Hijo. Porque en último término la muerte no resuelve nada; sólo la vida. De ahí su protesta absoluta y radical, que no consistirá en la muerte del asesino, sino en la confirmación vivificante del Hijo asesinado. La verdadera «protesta» consiste en confirmar la vida. Sólo esa respuesta de Dios hace justicia a su proyecto de Padre. Confirma a Jesús «exaltándolo» y poniéndolo a su derecha, y confirma su vida toda (como camino a recorrer) y su práctica (como causa a pro-seguir). Para eso fue necesario que confirmara también la fe de los discípulos mediante la experiencia pascual. Gracias a ello tenemos testigos, una comunidad reconstruida, y la posibilidad del seguimiento. Es de la esencia de la resurrección el ser anunciada. Ambos hechos se exigen dialécticamente, y no pueden existir el uno sin el otro. Sin anuncio la resurrección sería sólo el desenlace suprahistórico del drama, pero la historia de injusticia y muerte quedaría intocada y sin salida; sin resurrección «real» el anuncio sería mera ideología. No es, pues, la muerte (el sufrimiento) la que da salvación, sino la totalidad amorosa del misterio del paso del Señor por nuestra historia: su vida, cuya consecuencia es la muerte, y la resurrección que es la plenitud. Nuevamente podemos expresarlo en el esquema dialéctico: Vida
-> muerte Resurrección «-
-» experiencia pascual
Testimonio
9. "La soteriología padece de una falta de visión al fijar únicamente su atención en el acontecimiento pretérito de la cruz en el Gólgota»: K. Rahner y W. Thüsing, o. c, p. 133.
La vida (tesis, don de Dios al hombre) es negada por la muerte (antítesis, respuesta del hombre), pero no como ignorada o anulada por ésta, sino como consecuencia de una vida vivida así; y la resurrección (síntesis nueva, don de Dios a Jesús y a los hombres) es la «negación de la negación», pero tampoco se hace
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como borrando vida y muerte, sino como confirmación de ambas. Es nuevamente la síntesis de Marcos: Jesús el Nazareno (vida), el crucificado (muerte), resucitó (nueva vida) para posibilitar el retorno a «Galilea» y la nueva experiencia (allí le verán). La resurrección no lo salva de la muerte y de la vida, sino que pasa por ellas y lo salva con ellas. Por eso el resucitado conservará las señales de esa vida-muerte: las llagas en manos y costado. Pero la verdad de todo esto sólo la sabrá quien regrese a Galilea, a caminar tras él... III. AFIRMACIONES FUNDAMENTALES SOBRE JESÚS
Tras la cristología narrativa, que nos pone formalmente en contacto con qué hizo Jesús, subyacen afirmaciones que formalmente nos dicen quién es Jesús de Nazaret, el Liberador. A manera de conclusión las enunciamos en forma de tesis o, si se quiere, de «credo». — La realidad última y absoluta, que condiciona toda práctica de Jesús, el criterio último de discernimiento, lo que no es negociable para él, es el reino de Dios, el Padre. De esa referencia absoluta a que el Padre reine nace su libertad frente a toda mediación y propuesta humana. — Jesús es «el Hijo de Dios» en la historia de los hombres. Es su práctica lo que da densidad histórica al título: vive referido incondicionalmente al Padre y a su proyecto. El que en la eternidad es «desde siempre» el Hijo, fue aprendiendo a serlo de manera humana en la historia (cf. Heb 5, 7 ss). Lo que lo constituye como Hijo en la historia es el hacerse responsable del nombre del Padre, de su causa. — Jesús verdaderamente es hombre; no «hombre» en sentido genérico, sino «tal hombre». Este es el polo que nos es inmediatamente accesible del misterio de la encarnación; y precisamente en esa andadura humana es verdaderamente Dios: no siendo un «superhombre» (al estilo de los héroes mitológicos) sino «probado en todo igual que nosotros, excluido el pecado» (Heb 4, 15). De esa manera llega a ser en plenitud «el Hombre Nuevo». — Los títulos que le atribuimos reciben su realidad precisamente de su vida y de su práctica. No dicen más que eso. Formulados en una circunstancia cultural determinada encierran un núcleo normativo y un revestimiento conceptual que debe estar en relación dialéctica con los cambios culturales, mutables en el transcurso de la historia, por lo que deben ser reformulados para seguir expresando en fidelidad la realidad profunda de lo que hoy sigue siendo Jesús para nosotros. — Toda su vida es salvífica; esa característica es sellada de 572
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manera definitiva por su muerte y por su resurrección. Es la totalidad del misterio de su paso por nuestra historia lo que nos posibilita la liberación total, en su doble dimensión, histórica y escatológica, de tarea y de don, de «ya» y «todavía no». Y nos salva no en cuanto que nos revela una nueva ley más exigente que la primera, sino en cuanto que nos da una nueva capacidad, un Espíritu para que vivamos como hijos de su Padre, como hermanos de los demás, y así prosigamos su causa. De esta manera es Jesús plenamente «el Liberador». — Por su resurrección Jesús es constituido «Espíritu vivificante» (1 Cor 15, 45); integrados a él formamos su cuerpo en la historia. El horizonte de comprensión de la resurrección y de la incorporación a él es la esperanza que tengamos respecto de la historia; sólo quien espera mejores posibilidades en ella puede dar el salto a esa realidad definitiva de Jesús. Y el horizonte último de la experiencia del resucitado es el seguimiento de Jesús en el proseguimiento de su causa.
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En el trabajo anterior se ha ofrecido una narrativa cristológica desde Jesús de Nazaret, el liberador. Lo que pretendemos ahora es elaborar, sólo en forma de esbozo, lo central de una cristología sistemática que presupone ya el contenido de esa narrativa y tiene en cuenta los presupuestos específicos de la teología de la liberación ', es decir 1) que su objeto central es el reino de Diosz, 2) que su finalidad es la liberación y por ello se comprende a sí misma como la teoría de una praxis 3, y 3) que se desarrolla desde un determinado lugar, los pobres de este mundo*. I. LA CRISTOLOGÍA TEÓRICA: JESÚS C O M O «EL» MEDIADOR DEL REINO DE DIOS
Toda cristología debe afirmar la ultimidad y trascendencia de Cristo, y la cristología de la liberación debe hacerlo desde aquello que considera realmente último: el reino de Dios. Y para ello, metodológicamente, comienza su reflexión con Jesús de Nazaret, 1. En este libro se analizan muchos de los presupuestos metodológicos de la teología de la liberación. Por lo que toca más específicamente a la cristología, véase el artículo de J. Lois, La cristología en la teología de la liberación, pp. 223-251. 2. Véase en este libro J. Sobrino, La centralidad del reino de Dios en la teología de la liberación, pp. 467-510. 3. Véase I. Ellacuría, «La teología como momento ideológico de la praxis eclesial»: Estudios Eclesiásticos 53 (1978), pp. 457-476; J. Sobrino, «Teología en un mundo sufriente. La teología de la liberación como intellectus amoris»: Revista Latinoamericana de Teología 15 (1988), pp. 243-266. 4. Véase I. Ellacuría, «Los pobres, "lugar teológico" en América latina», en Conversión de la Iglesia al reino de Dios, San Salvador, 1985, pp. 153-178.
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pues en él aparece con toda claridad la relación entre Jesús y reino de Dios. Digamos desde el principio que volver a Jesús no significa reducir la cristología a puro jesuanismo, sino encaminarla de una manera determinada. Que ese camino sea o no fructífero se desprenderá del análisis, pero constatemos que es al menos posible, y así es visto hoy también desde otras cristologías sistemáticas. K. Rahner, por ejemplo, establece la posibilidad de que desde algo central del Jesús histórico se puede elaborar una cristología, y se pregunta «si un ser humano detentador de un amor absoluto y puro, libre de todo género de egoísmo, no ha de ser algo más que mero hombre» 5 . Para nuestro propósito lo importante de esta cita no reside tanto en lo concreto que se menciona de Jesús («un amor absoluto y puro»), sino en asentar la posibilidad de edificar la cristología sobre el Jesús histórico. Nosotros lo vamos a elaborar desde la relación del Jesús histórico con el reino de Dios. 1.
La ultimidad de Jesús desde el reino de Dios
En los sinópticos es central —histórica y sistemáticamente— la relación de Jesús con el reino de Dios, que definimos aquí formalmente como la última voluntad de Dios para este mundo. Ese reino y su cercanía es presentado por Jesús como lo realmente último; es lo que configura su persona en la exterioridad de su misión (hacer historia) y en la interioridad de su subjetividad (su propia historicidad), y es también lo que desencadena su destino histórico de cruz. Su propia resurrección es la respuesta de Dios a quien, por servir al reino, ha sido dado muerte por el antirreino. En otras palabras, para conocer lo específicamente cristiano del reino de Dios hay que volver a Jesús; pero también, a la inversa, para conocer a Jesús hay que volver al reino de Dios. El mismo Jesús afirma esta relación entre el reino de Dios y su persona. A veces explícitamente: «Si por el Espíritu de Djos expulso yo los demonios, es que ha llegado a ustedes el reino de Dios» (Mt 12, 28 par). A veces, en forma implícita, pero real, en diversas acciones y praxis de Jesús que pueden y deben ser interpretadas como signos de la venida del reino en favor de los pobres (milagros, expulsión de demonios, acogida a los débiles y oprimidos), como lucha contra el antirreino (controversias, denuncias, desenmascaramientos a los opresores), como celebración de la presencia del reino (comidas). Jesús aparece, pues, relacionado esencial y constitutivamente 5.
K. Rahner-K. H. Weger, ¿Qué debemos creer todavía?, Santander, 1980, p. 105.
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con el reino de Dios, con la última voluntad de Dios, lo que llamamos sistemáticamente la mediación de Dios. Y a ese Jesús, relacionado con la mediación, lo llamamos sistemáticamente el mediador de la voluntad de Dios, es decir, la persona que anuncia el reino, pone signos de su realidad y apunta a su totalidad. Para la cristología sistemática el asunto está en pasar de la realidad de Jesús como mediador a proclamarlo como el mediador definitivo del reino de Dios, tarea que no se diferencia de la de otras cristologías, pues en todas ellas hay que dar un paso —que, en último término, es un salto— de lo que históricamente aparece en Jesús a proclamar que en ello hay algo último. (A no ser en las obsoletas cristologías que suponen que algunos hechos de Jesús —los milagros o profecías— o lo acaecido en Jesús —la resurrección— automáticamente dan el paso-salto a la ultimidad de Cristo. Pero lo primero no es prácticamente aceptado hoy y lo segundo, en definitiva, exige también fe). En el análisis del paso-salto de Jesús como mediador a Jesús como el mediador definitivo del reino, hay que tener en cuenta si y dónde se halla algún tipo de discontinuidad que lo haga razonable, aunque aceptarla como radical discontinuidad siempre es en último término cosa de fe. En esta línea se pudiera mencionar la audacia de Jesús en proclamar la cercanía de ese reino y la victoria indefectible de Dios, la audacia de anunciar —dentro de la ambigüedad del devenir histórico— el desenlace definitivo del drama de la historia, la audacia de afirmar que se ha roto para siempre la simetría de que Dios en su llegada pueda ser posiblemente salvador o posiblemente condenador; a todo lo cual correspondería la discontinuidad en sus oyentes: «por fin ha llegado la salvación para los pobres». Esta audacia de Jesús en anunciar la venida de Dios en su reino y en proclamar la realidad gratuita, salvífica y liberadora del Dios que en él se acerca es lo que ofrece algún tipo de discontinuidad desde el punto de vista histórico desde lo cual se podrá reflexionar la especial relación de Jesús con lo trascendente. Pero, por otra parte, Jesús aparece en continuidad con otros mediadores anteriores —Moisés, profetas, el siervo...—, es decir, aparece como ser humano que participa en esa corriente de la historia transida de honradez ante la verdad, de misericordia ante el sufrimiento ajeno, de justicia ante la opresión de las mayorías, de entrega amorosa a su misión, de total fidelidad a Dios, de esperanza indestructible, de entrega de su vida (lo cual ofrece una gran ventaja sistemática —aunque desdeñada por cristologías que sólo buscan lo específico y peculiar de Jesús— para establecer lo que después afirmará el dogma: su verdadera humanidad como participación en lo mejor que lo humano ha dado de sí). Afirmar la discontinuidad absoluta de Jesús es cosa de fe, 577
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como hemos dicho. No podemos proponer, pues, una realidad jesuánica que mecánicamente fuerce el paso-salto a el mediador (como Rahner no puede pasar mecánicamente del amor de Jesús presentado históricamente al amor total en total discontinuidad). Lo que sí se ofrece es una realidad de Jesús desde la cual se pueda formular con sentido —y, en nuestra opinión, mejor que desde otras realidades— ese salto a el mediador. Lo que hemos llamado la «audacia» de Jesús puede remitir a su propia ultimidad trascendente, y la realización de lo humano en Jesús —nada totalmente novedoso en su caracterización formal— puede remitir a su propia ultimidad humana, no como diferenciación sino como plenitud de lo humano. Este paso-salto se dio de hecho después de la resurrección. Lo que hay que añadir desde nuestra perspectiva es que la resurrección puede ser presentada también como confirmación de la verdad del mediador Jesús y no sólo como acción arbitraria de Dios para revelar su realidad que muy bien pudiera haber acaecido en la resurrección de cualquier otro cadáver. En este caso, la resurrección sería algo extrínseco a la vida de Jesús y nada diría sobre su ser mediador. Pero si quien ha sido «devuelto a la vida» es aquel que anunció el inicio de la vida para los pobres y por ello fue privado de vida, si quien ha sido resucitado es quien acabó como víctima del antirreino, entonces la resurrección puede muy bien ser comprendida sistemáticamente como la confirmación del mediador, como la confirmación de su audacia teologal y de la plenitud de lo humano acaecido en su persona. Entonces se puede dar el paso-salto de la fe y formularlo cristológicamente como la aparición en Jesús de Nazaret de el mediador del reino de Dios. Desde el reino de Dios se puede, pues, formular la realidad de Jesús, y desde la ultimidad del reino se puede formular la ultimidad de Jesús. Lo que hay que analizar —debido a que así ha quedado consagrado en las formulaciones dogmáticas— es si este enfoque desde el reino de Dios se compagina con el más habitual de mostrar la ultimidad divina de Jesús en relación con la persona de Dios-Padre y su ultimidad humana (lo primero, por cierto, habitualmente más tenido en cuenta en el análisis teológico del Jesús histórico que lo segundo). a) Por lo que toca a asentar la divinidad de Jesús, es claro que en los evangelios se relaciona a Jesús con la persona de Dios a quien llama Padre. El contenido de ese Padre, sin embargo, no es ajeno al del Dios del reino, aunque cada una de esas expresiones de ultimidad tiene su propia especificidad y no son absolutamente intercambiables ni se puede deducir totalmente una a partir de la otra por pura reflexión conceptual. Pero al menos hay que afirmar que están relacionadas y que convergen en buena medida. En esa medida, la relación de Jesús con lo último divino —en lo que se
basará su propia ultimidad divina— puede ser desarrollada desde el «Dios» del reino y desde el «Padre». Y entonces, también a partir de la ultimidad del reino de Dios se podrá abordar lo divino de Jesús. Veamos brevemente la convergencia de «Dios» del reino y «Padre». Desde ambas perspectivas Jesús aparece relacionado con un Dios que tiene un contenido específico, positivo para los seres humanos, misericordioso, justo, parcial hacia lo pobre, débil y pequeño... Un Dios que genera y a quien hay que responder con honradez, confianza, esperanza, libertad, gozo... Y esta convergencia fundamental puede observarse en los textos en que Jesús aparece en relación personal con Dios-Padre y en muchas parábolas del reino que muestran a un Dios así, que posibilita y exige una tal relación con él. Por otra parte, también desde ambas perspectivas, Jesús aparece relacionado con un Dios que es misterio a quien hay que dejar ser Dios y con quien hay que relacionarse con absoluta apertura y disponibilidad. Así, Jesús, en oscuridad ante el Padre, le pide que se haga su voluntad; y en oscuridad ante la venida del reino, exclama que sólo el Padre sabe la hora de esa venida. La relación personal de Jesús con la divinidad puede ser, entonces, analizada desde su relación con el «Padre», pero también desde su relación con el «Dios» del reino. En este sentido, el mediador del reino de Dios podrá ser también comprendido como el Hijo de Dios sin hacer violencia a ninguna de las dos cosas. b) Por lo que toca a asentar la humanidad de Jesús, relacionarlo con el reino de Dios ofrece mayores ventajas que cualquier otro enfoque bíblico o dogmático (afirmación genérica de su naturaleza humana, análisis de sus actitudes...). La razón fundamental para ello es que, confrontado con el reino de Dios, aparece la totalidad de la persona de Jesús en acción. Guiados por las tres preguntas de Kant —a la que añadiremos una cuarta—, en cuya respuesta se expresa la totalidad de lo humano, con relación al reino de Dios aparece el saber que Jesús tiene y comunica acerca del reino de Dios y del antirreino, aparece la esperanza que suscita y que le mantiene (la venida del reino), aparece la praxis que lleva a cabo al servicio de ese reino y aparece la celebración histórica de lo que ya hay de reino. Si se arguyese que esa realización totalizante de lo humano de Jesús puede deducirse también de su relación con el Padre, la respuesta es que, cuantitativamente, hay muchos menos textos de la relación de Jesús con el Padre que con el reino de Dios; y, sistemáticamente, que mejor se conoce la interioridad humana de Jesús desde la exterioridad de su relación con el reino. Esa exterioridad es la que nos muestra en concreto, in actu, a un Jesús honrado con la verdad, misericordioso y justo, denunciador y
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desenmascarador, disponible y fiel. Esa exterioridad, exigida por el hacer el reino de Dios, es lo que va configurando su interioridad personal en referencia al Padre. Y, por último, en su relación con el reino se ponen mejor de relieve características específicas de lo verdaderamente humano: la honradez con la realidad, la misericordia como reacción primaria, la exigencia de justicia ante la opresión de las mayorías, la fidelidad en las pruebas y persecución, el amor mayor de la entrega de la vida. En síntesis, lo humano de Jesús, cuando se lo ve con relación al reino de Dios y a su servicio, aparece con unas características determinadas. Y, además, cosa que no suele recalcarse en las cristologías sistemáticas, eso humano aparece como parcial en su ubicación y encarnación, en los destinatarios de su misión y en su propio destino. Y aparece como lo humano solidario, es decir, como una realización específica de lo humano en relación a otros hombres, como hermano, como ser humano que es para los otros y quiere estar con los otros. 2.
Comparación de la cristología de «el mediador del reino de Dios» con otras cristologías teóricas del Nuevo 1estamento
Desde el reino de Dios se puede establecer, pues, la ultimidad de Jesús. Comparemos ahora este modo de proceder con las cristologías del Nuevo Testamento, comparación que hacemos para comprender mejor lo específico del enfoque que hemos presentado y su novedad, y para encontrar una posible justificación bíblica de ese enfoque 6 . a) En general, en el Nuevo Testamento tiende a desaparecer el reino de Dios como expresión de lo último y, más específicamente, para encontrar en él la explicación de la ultimidad de Jesús. No es que desaparezca la expectativa de la llegada de lo último, unida ahora a la parusía de Cristo, ni que la noción del reino no tenga ningún equivalente teológico, como son la «nueva creación», la «nueva alianza», relacionadas también esencialmente con Jesús. Pero aunque se den analogías con el reino de Dios, éste —tal como lo anunció Jesús— va desapareciendo, así como el buscar la ultimidad de Jesús en su relación al reino. Las cristologías de los títulos y su destino muestran, en efecto, que hay títulos que por su naturaleza se relacionan más con el reino de Dios {profeta que lo anuncia, Hijo del hombre que lo 6. Análoga comparación debiera hacerse con respecto a la cristología de la patrística, sobre todo por lo que toca al destino del reino de Dios, pero que no llevamos a cabo por falta de espacio.
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proclama al final de los tiempos, sumo sacerdote que establece una nueva alianza, siervo que carga con el antirreino), pero esos títulos no llegan a convertirse en títulos centrales en el decurso del mismo Nuevo Testamento y han ido despareciendo prácticamente en la historia posterior. Mención aparte merece el título mesías (el ungido = Cristo) que sí dice relación primordial a las esperanzas de liberación de un pueblo (de diversas formas, como es sabido); título, por tanto, cercano al nuestro sistemático de mediador, pero que al llegar a convertirse en nombre propio Jesu-Cnsío, paradójicamente perdió su esencial relación al reino de Dios. En su lugar, la cristología se desarrolla explicitando la ultimidad de Cristo con títulos que expresan su relación directa con la persona de Dios: Hijo de Dios, Señor, Palabra, Hijo. Y por otra parte, aunque hay títulos que expresan la manifestación concreta de la humanidad de Jesús, éstos no alcanzan la importancia de aquéllos. Y expresiones como la de «el cordero degollado» del Apocalipsis o la de «hermano» de Hebreos, por ejemplo, no llegan a considerarse como títulos de la humanidad de Jesús. La razón teológica de que la reflexión teórica tomara esta dirección pudiera estar en la obviedad con que se asume la humanidad de Jesús. Pero de hecho se da una concentración en los títulos que apuntan a la relación de Jesús con la divinidad, y entendida ésta más como la persona de Dios, el Padre de Jesús, que como el «Dios» del reino. b) Sorprendentemente, junto a estas cristologías teóricas de «títulos», y después de que ya se hubiesen elaborado varias de ellas, aparece en el Nuevo Testamento otra forma de hacer cristología teórica: la de las narraciones evangélicas. Estas, por una parte, ya han integrado la especial relación de Jesús con el Padre, y así Jesús es confesado en ellos como el Hijo de Dios (y en Juan simplemente como el Hijo). Pero ante esta cristología ya adquirida con anterioridad, los sinópticos reaccionan mostrando la ultimidad de Jesús en su relación con el reino de Dios y mostrando la realidad de su humanidad como historia. No dudan de que Cristo es el Hijo de Dios, pero recalcan y así lo muestran desde el principio —en nuestra terminología— como el mediador del reino de Dios que tiene una historia concreta y específica. En primer lugar, los evangelios vuelven a Jesús de Nazaret, pero de una manera bien precisa: narrando su historia. Cierto es que los eyangelios no pueden historizar a Jesús sin teologizarlo, y por ello los evangelios son narraciones teológicas; pero también es cierto lo contrario: no pueden teologizar a Jesús sin historizarlo. Y esto es sumamente importante para la cristología sistemática, al menos como posibilidad, y es lo que recoge la narrativa cristológica del artículo anterior como realidad. En segundo lugar —y lo más decisivo para nuestro tema—, en 581
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las narraciones evangélicas lo último para Jesús es presentado, ciertamente, en dos expresiones: «reino de Dios» y «Abbá». Pero cuantitativamente más aparece lo primero que lo segundo, y sistemáticamente bien —y, creemos, mejor— puede comprenderse lo segundo a partir de lo primero que a la inversa. Se da pues una innegable recuperación del reino de Dios para comprender la ultimidad de Jesús. En tercer lugar, las narraciones evangélicas presentan la ultimidad del reino en presencia de un «antirreino». El reino es, entonces, una realidad dialéctica y duélica con respecto a aquél. Y este punto —que no suele estar muy presente en las cristologías sistemáticas— es esencial también para comprender al mediador. La misión del mediador en favor de la ultimidad del reino se realiza en presencia de y en contra de otras ultimidades. Así, el mediador anuncia y sirve al reino, pero denunciando y desenmascarando al antirreino; se relaciona con ultimidad con Dios-Padre, pero desrelacionándose y combatiendo a los ídolos (todo tipo de poder opresor) que se le ofrecen como Dios; se solidariza con todo lo humano, pero cargando con lo deshumanizante, con el pecado. Cierto es que esta dimensión dialéctica y duélica de la realidad está presente en otros escritos del Nuevo Testamento, pero la forma concreta como aparece en los evangelios es la más adecuada —por histórica y narrativa— para comprenderla. Dicho lapidariamente, Jesús no aparece como mediador, como Hijo y como ser humano desde una tabula rasa, sino en medio de una realidad que le hace contra. Tiene que llegar a ser mediador, Hijo, humano. Por último, en las narraciones evangélicas aparece la parcialidad de Dios, de la mediación y del mediador. Esto que es conocidamente central en el Antiguo Testamento —la parcial revelación de Dios en favor de pobres, débiles y oprimidos— pudiera dejar de serlo en el Nuevo Testamento por razones aparentemente comprensibles. Después de la resurrección, indudablemente, se proclama la universalidad de la salvación; es decir, que para pertenecer al nuevo pueblo de Dios no se necesita ya pertenecer a ningún pueblo ni religión determinada: basta simplemente con ser un ser humano. En este sentido queda superada incluso la visión jesuánica de ir primero a las ovejas de Israel. Pero este universalismo real —en el cual estaba en juego la misma existencia y autocomprensión de la Iglesia— no tiene por qué eliminar la parcialidad de la mediación y del mediador hacia los pobres. Y ésa es la significación de las narraciones evangélicas: de los pobres es el reino de Dios. La resurrección de Cristo anulará un tipo de parcialidad por razones religiosas o raciales, pero no tiene por qué anularla por razones de pobreza y opresión. Los evangelios recalcan la parcialidad del reino y de su mediador.
c) Esta breve reflexión sobre dos modos teóricos diferentes de hacer cristología en el Nuevo Testamento no la hacemos para negar validez a una de ellas, la de los «títulos», más consagrada en la historia de la cristología, sino para hacer caer en la cuenta de que la cristología, a lo largo de la historia, se ha desarrollado de hecho más en la línea de una posibilidad y, en concreto, en la de expresar la ultimidad de Jesús con relación a la persona de Dios. Pero lo que muestran las narraciones evangélicas es que hay otra posibilidad: se puede hacer cristología teórica también a partir de narraciones histórico-teológicas; y, así, como dijo E. Schweitzer, lo más importante del evangelio de Marcos «es que se haya escrito». Y cuando se procede de esta forma, la ultimidad de Jesús puede ser expresada en su relación con el reino de Dios. Ambos modos de hacer cristología no se excluyen, sino que se reclaman. En este pequeño esbozo sistemático hemos expresado la ultimidad de Jesús precisamente con un título teórico, el de mediador del reino de Dios, pero lo hemos hecho después y en base al artículo de narrativa cristológica. No se trata, pues, de excluir una cristología de «títulos», pero sí de analizar dónde se da la prioridad lógica para la reflexión sistemática, si en lo narrativo o en el título conceptual. Lo narrativo ofrece la obvia ventaja de la historia misma: antes fue la vida real de Jesús que la teorización creyente sobre él. Y permite, además, evitar los graves peligros que ofrece la cristología de los títulos si no se relacionan con la narrativa cristológica; y por ello la narrativa de los evangelios no es sólo cristología expositiva sino también crítica y correctiva de la cristología de los puros títulos. El más grave peligro desde la perspectiva de este artículo ya está mencionado: los títulos pueden llevar a prescindir de lo que fue central en Jesús, el reino de Dios, y a ignorar una cristología basada consecuentemente en el reino. Pero, además, los títulos, en su concreto destino histórico, pueden llevar a ignorar lo humano de Jesús (problema de contenido para la cristología) y al grave error de pensar que ya se sabe con anterioridad a Jesús qué significan sus contenidos: ser señor, ser Hijo, ser sumo sacerdote, etc. (problema metodológico). Digamos, resumiendo, que la cristología sistemática latinoamericana ve dentro del mismo Nuevo Testamento la posibilidad teórica de comenzar la cristología con las narraciones evangélicas y de encontrar en ellas la ultimidad desde la cual se comprenderá la ultimidad de Jesús. Ve, así, la justificación neotestamentaria de su propio modo de proceder. Y ve, por último, en el mismo Nuevo Testamento la necesidad de dar prioridad a la narrativa sobre los puros títulos, pues los peligros a los que responde aquélla en el Nuevo Testamento siguen presentes en la historia actual: ignorar el reino de Dios y a los pobres como su correlato,
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desestimar la humanidad de Jesús, manipular la realidad concreta de Cristo. II.
LA CRISTOLOGIA PRAXICA: EL SEGUIMIENTO DE JESÚS
La fe del creyente no crea su objeto {fides quae), pues a la esencia de la comprensión cristiana de la fe le compete esencialmente el que Dios se nos haya dado por gracia. Pero, por otra parte, ningún objeto habría llegado a ser reconocido como objeto de fe, si no hubiera desencadenado un acto de fe {fides qua). Si, según Rahner, nada creado puede ser objeto de fe, entonces, si de hecho hay fe, ésta se ha depositado en algo realmente trascendente. La fides qua, por lo tanto, testimonia una realidad creída y ayuda existencialmente a comprender cuál es su contenido concreto. Para la cristología esto significa que, además de ser teórica y analizar la fides quae, debe también analizar la fides qua, por razones existenciales y pastorales, y también por lo que ayuda a comprender el objeto de fe, en este caso, Jesucristo. 1.
El seguimiento de Jesús como expresión existencial de la fe en Cristo
a) La fides qua puede hacerse real en el acto de aceptar la trascendencia de Cristo, la cual puede ser proclamada litúrgica y doxológicamente. Pero esta fides qua puede expresarse de otra forma y, en nuestra opinión, de la forma más radical, tomando existencialmente postura ante el Jesús histórico. Citando de nuevo a Rahner: En el caso de que la personalidad moral de Jesús, cifrada en su palabra y en su vida, opere de hecho sobre una persona concreta una impresión tan decisiva que ésta cobre el valor de entregarse incondicionalmente en vida y muerte a ese Jesús, esa persona habrá superado con mucho un jesuanismo meramente horizontal y humanista y estará viviendo (quizá no de modo plenamente consciente, pero real) una cristología ortodoxa 7.
Esto es, pensamos, lo que ocurrió ya en el Nuevo Testamento. La fe en Jesús se expresó desde el principio de forma existencial y práxica, antes de que los cristianos se esclareciesen teóricamente sobre cómo formular la realidad de Jesús. Confesaron, así, a Jesús, litúrgica y doxológicamente, como el resucitado, el exaltado, el Señor. Pero, con ser esto expresión de la fides qua, no es su máxima expresión. La ultimidad de Jesús se expresó ante todo —y 7. K. Rahner-K. H. Weger, op. cit., p. 105.
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por principio— con la ultimidad de la propia vida, y con un tipo de vida que, en general, no es otra cosa que reproducir la vida de Jesús: hay que tener los mismos sentimientos de Cristo (Pablo), hay que tener los ojos fijos en Jesús y mantenerse, como Jesús, firmes en el sufrimiento (Hebreos)... En palabra totalizante, hay que seguir a Jesús. El Nuevo Testamento testimonia, por lo tanto, que la fe existencial tiene prioridad sobre las formulaciones de fe, y que aquélla se expresa de la manera más radical como praxis de la fe, como seguimiento. El que se dé el seguimiento de Jesús es la máxima expresión de fe en Cristo, pues la razón formal para ello (aunque existan otras, como pudiera ser la recompensa) es el hecho nudo de la llamada de Jesús y sus contenidos se desprenden simplemente de que «así» fue Jesús. Y esta adecuación que se hace en el Nuevo Testamento entre acto de fe y seguimiento es tanto más significativa si se tiene en cuenta que, en la opinión de algunos exegetas, el Jesús histórico no llamó a todos a su seguimiento, sino sólo a quienes querían ser discípulos suyos activos. Sin embargo, después de la resurrección, cuando comienza la verdadera fe en Cristo, «seguimiento y discipulado empezaron a ser expresión absoluta de la existencia cristiana» 8. En el seguimiento de Jesús en vida se afirma la fe en Jesús. Y mucho más en el seguimiento de Jesús hasta la muerte, pues la vida es algo que se entrega responsablemente sólo por aquello que se cree en verdad ser último. (Y digamos, de pasada, que no creemos que existencialmente se pueda entregar la vida por algo penúltimo, puramente ideológico, como se achaca a veces tristemente a los mártires de América latina). Pues bien, en el Nuevo Testamento se testimonia que hay que estar dispuestos a dar hasta la vida por Jesús, se testimonia la disponibilidad a la persecución, el gozo incluso por ello y el hecho del martirio. La conclusión es que, sea cual fuere la conciencia explícita teórica que iban adquiriendo los primeros cristianos sobre Jesús al adjudicarle títulos, la ultimidad que ponían en ellos la expresaban con su propia vida y muerte. Y esa ultimidad existencial es lo que quedó consagrada con el término «seguimiento» de Jesús. De esta forma se recupera al Jesús histórico en la fe. Y al tratar de reproducir el seguimiento de Jesús, entonces vuelve a reaparecer centralmente el reino de Dios. Recordemos, en efecto, que en la primera etapa de su vida, seguimiento significó anunciar y poner signos del reino, y en la segunda etapa significó mantenerse firmes ante la poderosa reacción del antirreino. Sin el reino de Dios, el seguimiento de Jesús no tendría ni la motivación ni los contenidos centrales. 8. M. Hengel, Seguimiento y carisma, Santander, 1981, p. 105.
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b) El seguimiento de Jesús a lo largo de la historia debe ser historizado y convertirse en proseguimiento (como de hecho ocurrió ya en el Nuevo Testamento), pero lo más importante para la cristología sistemática es que de hecho se dé ese seguimiento en la historia. Esto es lo que está ocurriendo en América latina, y con tal magnitud y calidad que la cristología lo debe tomar seriamente en cuenta. No se puede dudar de que en América latina existe el acto de fe en Cristo y de que esto se muestra en el seguimiento de Jesús y el martirio. Más aún, no se puede dudar de que el proseguimiento en América latina recupera la estructura fundamental del Jesús histórico, y de que, por ello, el seguimiento está relacionado esencialmente con la construcción del reino de Dios y la destrucción del antirreino, y de que eso ocurre —en su facticidad histórica y sin juzgar subjetividades— de una manera más clara y más semejante a la de Jesús que en otras formas de seguimiento a lo largo de la historia. Y no se puede dudar de que los actuales martirios son históricamente muy semejantes al de Jesús y por las mismas razones que el de Jesús: anunciar a los pobres el reino de Dios y defenderlos combatiendo el antirreino.
2.
El significado del seguimiento para la cristología teórica
Si esto es así, se puede decir que hoy sigue exitiendo el acto de fe en Jesús, la fides qua, y su máxima expresión, el seguimiento. Lo que hay que preguntarse es si y qué significado tiene ello para la cristología. a)
Los testigos de la fe iluminan la fides quae
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Dentro de esta circularidad, es evidente que el criterio para analizar y verificar cuánto de cristiano expresen los testigos actuales es Jesús; pero hay que afirmar también que esos testigos actuales algo pueden decir acerca de Jesús. Es el conocido problema hermenéutico, sólo que aquí su circularidad viene exigida por la esencia misma de la revelación. Si Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, algo dirá de Cristo quien transparente a Dios y lo humano. Esto que hemos afirmado teóricamente nos parece una realidad innegable en América latina. Aunque el argumento es indefenso, pues sólo puede aducirse el hecho de que ocurre, sucede que muchos que han visto a monseñor Romero —por citar un solo ejemplo de testigo de la fe— afirman que les ha hecho conocer mejor a Jesús. Es un hecho también que los testigos latinoamericanos han hecho abrir los ojos, al menos, a exegetas, proporcionándoles nuevos horizontes hermenéuticos. Es un hecho que campesinos que han escuchado la narración de la pasión de Jesús afirman en palabras sencillas: «Cabalito lo que le pasó a monseñor Romero», y, a la inversa, que desde su conocimiento de monseñor Romero comprenden mejor la pasión de Jesús. Y es un hecho que los testigos han llevado a comprender más a fondo cómo lo humano verdadero se hace sacramento de lo divino verdadero. En las palabras de I. Ellacuría, «con monseñor Romero Dios pasó por El Salvador». La cristología teórica puede y debe incorporar esta argumentación; debe argumentar también con la realidad de los testigos actuales. Que esta argumentación deba ser cuidadosa en grado sumo es evidente; pero más incomprensible sería que nunca se argumentase con los testigos para conocer al Testigo por antonomasia. Vano sería pedir a los testigos tener los ojos fijos en el Testigo, si ningún reflejo de éste pudiese verificarse en aquéllos.
El seguidor es un testigo, alguien que reproduce —historizadamente— la vida de Jesús. Cuánto y en qué grado ocurra eso es, por supuesto, discutible y debe ser analizado; pero debiera ocurrir en principio, pues de otra forma vano e inane sería el designio de Dios de hacer de los seres humanos hijos en el Hijo. Y si per impossibile no hubiera nada de fides qua ni de seguimiento, se daría el absoluto fracaso de Dios y Cristo no sería el Hijo. Y, por supuesto, no podría existir la cristología. Pero si existe de hecho el seguimiento, puede haber cristología y ésta tiene que tomarlo en cuenta en sus contenidos. Si los seres humanos son modos deficientes de ser Cristo, como dice Rahner, algo puede haber en ellos de Cristo; o, en formulación de la teología tradicional, si nosotros somos por gracia lo que Cristo es por naturaleza, también desde el hombre agraciado se podrá conocer algo de la realidad de Cristo.
Además de ofrecer contenidos, el seguimiento de Jesús expresa que el objeto del acto de fe es tenido por algo último. Pero como toda realidad última —misterio en sentido estricto—, ese objeto no sólo no es abarcable sino que no es intuible en directo. Sólo podrá conceptualizarse y verbalizarse con sentido tras un camino que lleva de lo que ya es en alguna manera experimentable y controlable a la afirmación límite. La necesidad de recorrer un camino para formular afirmaciones límite ya ha sido reconocida por varias cristologías. Así por ejemplo, se ha recalcado que las afirmaciones límites de Calcedo-
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b)
El seguimiento posibilita la afirmación límite sobre la realidad de Cristo
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nia sólo tienen sentido después de recorrer el camino cristológico teórico del Nuevo Testamento y de la tradición de los primeros siglos; es decir, hay que conocer con prioridad lógica y cronológica quién fue Jesús, cómo se le teorizó en el Nuevo Testamento y en la tradición de la Iglesia para que las afirmaciones límite de Calcedonia puedan tener sentido 9 . De no recorrerse ese camino, la fórmula de Calcedonia no sólo sería misteriosa e incomprehensible sino simplemente ininteligible, lo cual no es lo mismo. Lo que aquí queremos recalcar es que ese camino debe ser también —y más radicalmente— práxico. Es decir, que hay que transitar el camino del seguimiento real para que la formulación de ultimidad tenga sentido. Esa necesidad permanece a lo largo de la historia y sería una ingenuidad de la cristología teórica pensar que se puede delegar sólo en los primeros cristianos la tarea de recorrer el camino del seguimiento real para poder llegar a hacer formulaciones límite con sentido, mientras que —después— bastaría con analizar esas formulaciones, en cuanto formulaciones, y contentarse con desarrollar teóricamente sus virtualidades a lo largo de la historia. Esta última tarea es necesaria y buena, pero —si se trata de afirmar la ultimidad de Cristo— no puede prescindir de la fides qua y del seguimiento realizado. Sólo en el seguimiento de Jesús, en efecto, nos hacemos afines a la realidad de Jesús, y desde esa afinidad realizada se hace posible el conocimiento interno de Cristo. Que se le confiese después como lo último, eso es el salto de la fe; pero es sumamente importante determinar con la mayor precisión posible el lugar de ese salto. Según lo dicho, ese lugar es el seguimiento, pues fuera de él no se sabría realmente de qué se está hablando al mencionar a Cristo. El seguimiento, en efecto, significa hacer, actualizadamente, lo que hizo Jesús y como lo hizo Jesús, la misión de construir el reino con el talante y el espíritu de Jesús. En esa praxis se adquiere afinidad, mayor o menor por supuesto, con Jesús, y esa praxis —como toda praxis— esclarece el concepto previo que se tiene de Jesús, su misión y su espíritu. Por otra parte, la praxis está sujeta también, como la de Jesús, a los vaivenes de la historia; es decir, aunque su horizonte sea lo último, sus concreciones no lo son, y, dependiendo de cómo llegan a ser, la misma praxis puede ser verificación o tentación para la propia fe. Y, como consecuencia lógica, también el seguimiento pudiera ser el lugar para no dar el salto de la fe, pues pudiera ocurrir que, siguiendo a Jesús, se llegase a la conclusión de que ese camino no ofrece ultimidad. Dentro del seguimiento se puede ir, pues, haciendo el acto de fe y la afirmación límite sobre Cristo (o se puede dejar de hacerlo), 9.
Véase D. Wiederkehr, Mysterium
salutis III/l, Madrid, 1969, p. 558.
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pero entonces ese acto de fe se convierte también en victoria, como afirma la teología de Juan. La conclusión es que el seguimiento actualizado es la realidad en que pueden tener sentido, o dejar de tenerlo, las afirmaciones límite sobre Cristo 10. En resumen, la cristología debe tomar en serio el seguimiento realizado por dos razones importantes de epistemología cristológica. Ante el seguimiento de los testigos de la fe puede conocer mejor al Testigo, y en el propio seguimiento puede ahondar (o abandonar) la convicción de la ultimidad de Cristo. III.
LA C R I S T O P R A X I S D E LA L I B E R A C I Ó N
La finalidad última de la teología, como la de toda actividad cristiana, es —según la teología de la liberación— la máxima construcción del reino de Dios; y en nuestra actual situación de opresión, esa construcción del reino tiene que ser liberación. Por ello la teología de la liberación se comprende a sí misma como teoría de una praxis, intellectus amoris, que hay que historizar como intellectus iustitiae. Según esto, la cristología en concreto debe elaborar y ofrecer un saber acerca de Cristo que por su naturaleza propicie la construcción del reino de Dios. Y como ese reino se hace en contra de la opresión del antirreino, ese saber de Cristo debe ser un saber de liberación, intellectus liberationis. 1.
El momento específicamente cristológico de la praxis
La cristología debe proponer un saber acerca de Cristo, pero de tal modo que ese saber incluya el que Cristo, por su naturaleza, 10. Al analizar el concepto sistemático del seguimiento hay que mencionar su analogía, precisamente por la realidad de los pobres. En tiempo de Jesús —y con su esperanza de la próxima llegada del reino— unas son las exigencias fundamentales a sus discípulos y otras a los pobres; a éstos no parece exigirles el seguimiento de aquéllos sino la activa esperanza en la posibilidad de la llegada del reino. En la actualidad, dada la no inminencia de la llegada del reino, debe actualizarse el tratamiento teológico del seguimiento de los pobres. De todas formas, la condición material de la pobreza en la actualidad parece imposibilitar el tipo de seguimiento de los discípulos, lo cual llevaría a la paradoja de que los pobres, para quienes es en directo la buena noticia y a quienes Cristo quiere liberar, no pudieran asemejarse a Cristo como aquéllos. Por ello hay que hablar de la analogía del seguimiento. Así, los pobres participan con mayor radicalidad que los discípulos —por lo general— en el momento encarnatorio del seguimiento en la pobreza, en el destino de cruz y, a veces, en la esperanza de resurrección. El aspecto activo de misión, sin embargo, está o puede estar más ausente por las condiciones materiales. Por ello también, I. Ellacuría propone la analogía del concepto teológico sistemático de pobre: pobres son los pobres materiales y empobrecidos, los pobres que han tomado conciencia de las causas de su pobreza, los pobres organizados que luchan por su liberación y los pobres que llevan a cabo esa lucha con el espíritu de las bienaventuranzas: véanse las pp. 81-163 del libro citado.
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mueve —a quien le conoce y para que le conozca— a un hacer salvífico. Esto significa introducir en la misma realidad de Cristo el dinamismo del envío a ese hacer salvífico. No es, pues, que, primero, se conozca quién es Cristo y, después, se añada que uno de los elementos de su realidad es ser alguien que envía al hacer salvífico. Indudablemente, se da la circularidad hermenéutica entre captar el ser de Cristo y captar el envío que hace, pero al menos hay que mantener como central el momento de enviar como esencial al ser de Cristo. En el Nuevo Testamento se puede barruntar que el enviar a un hacer salvífico es esencial al mismo ser de Cristo, de modo que —dicho sistemáticamente— sin la disponibilidad a ser enviado no se podría conocer adecuadamente a Cristo. Que al menos se da esta dualidad unificada en Jesús de ser y enviar aparece programáticamente en el «estar con Jesús y ser enviados por Jesús». En algunas escenas evangélicas, incluso parece tener prioridad el envío con respecto al conocimiento de Jesús. Y en las escenas de apariciones, Jesús se aparece no a «videntes» sino a «testigos», es decir, él es a la vez el aparecido y el enviante; y, correlativamente, la disponibilidad a un hacer —dar testimonio— es esencial, según la interpretación de algunos exegetas, para captar el ser de Jesús aparecido. De estas reflexiones fragmentarias no se puede deducir una tesis inequívoca, pero apunta al menos a lo que aquí nos interesa. Cristo, ni en vida ni después de su resurrección, aparece simplemente como un alguien-en-sí a quien se puede simplemente conocer, ni siquiera sólo como un alguien-para-nosotros de quien se puede esperar salvación, sino también como un alguien-queenvía cuya misión hay que proseguir. De esa forma, la praxis desencadenada por Cristo le es esencial al mismo Cristo (y a la cristología). Y aquí se da el contexto para hablar de la cristopraxis de la liberación. En esta comprensión de Cristo-enviante existe una novedad teórica. No es novedad el que Cristo sea presentado salvíficamente, y recordemos que el interés salvífico es lo que movió a desarrollar la cristología en Nuevo Testamento, en la patrística y en los dogmas conciliares, lo cual es aceptado por la cristología de la liberación, que prosigue formalmente esa línea y supera radicalmente la disociación que comenzó a surgir en la Edad Media entre cristología y soteriología. Lo novedoso está en a) la determinación de la salvación como liberación y b) de qué forma el interés por la liberación influye en la cristología teórica, es decir, no sólo para tener que pensar la realidad de Cristo de tal manera que pueda ser salvador (interés del Nuevo Testamento y de la especulación de la patrística), sino en pensarlo de tal manera que produzca ya salvación histórica.
En el contexto de este artículo esto significa que no basta con afirmar que Jesús es el mediador del reino de Dios, sino que él es quien por su propia naturaleza envía a la construcción del reino. Es un mediador por esencia enviado (la dimensión de gratuidad con respecto a nosotros) y es un mediador por esencia enviante (su exigencia fundamental a nosotros). Y además del hecho mismo del esencial envío a la praxis, desde Cristo se puede determinar el contenido y horizonte utópico de esa praxis: el reino de Dios; el espíritu con que llevarla a cabo: el del mediador; la esperanza que debe ser mantenida en medio de la praxis: la posiblidad de superación del antirreino.
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2.
La cristopraxis de la liberación
Como ese reino que hay que construir se hace en presencia de y en contra del antirreino, el reino es algo bueno, por supuesto, pero es, específicamente, algo liberador. Y ello explica también por qué se le denomina «buena noticia»: porque es la aparición de lo bueno esperado en presencia de malas y opresoras realidades. Y, consecuentemente, la praxis de construir el reino será buena, pero será también liberadora. Para mostrar lo que de bueno y liberador existe en la praxis a la que envía Cristo, analicemos los diversos niveles de la realidad de Jesús en que aparece como liberador. a)
Lo liberador de la misión de Jesús
La misión más específica del Jesús histórico es el anuncio e inicio del reino de Dios para los pobres y marginados, y así inicia Marcos/Mateo su evangelio y, en el lenguaje de buena noticia, más explícitamente Lucas. No quita esto que no deba haber salvación del pecado ni salvación trascendente —y parte de la responsabilidad de la cristología actual será mostrar cómo se compaginan todas las salvaciones plurales en la del reino de Dios. Pero de aquí hay que partir para comprender la liberación. En otras palabras, liberación es la llegada del reino de Dios para los pobres. Y por la realidad de éstos, el contenido de la liberación tendrá unos mínimos fundamentales: la vida justa y digna; si se quiere, la posibilidad económica y sociológica de vivir: el que el oikos —lo fundamental de la vida— sea posible, y el que el socium —las relaciones sociales verdaderamente fraternas— sean posibles. Y ese reino es formalmente liberación y no simplemente lo bueno esperado, porque llegará en contra del antirreino. Esto es, en directo —aunque no lo único— que se quiere decir al hablar de Jesús liberador, y por ello lo hemos llamado el
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mediador del reino de Dios. Sin incluir centralmente esta significación de «liberación», no puede haber una cristología de la liberación. Y notemos de paso que de esta forma, después de veinte siglos, la cristología latinoamericana recupera el núcleo del título primigenio de mesías (christos), convertido ahora en nombre propio de Jesús, pero, por así decirlo, desmesianizado, es decir, sin referencia a una esperanza popular de liberación. Si se arguye que en esta concepción de liberación no aparece lo que después será central en el Nuevo Testamento, la liberación del pecado, hay que decir que a la misión liberadora del Jesús histórico en favor del reino de Dios le pertenece también esencialmente su actitud salvadora hacia los pecadores, pero de manera precisa. A los que podemos llamar pecadores por debilidad o, más exactamente, a los tenidos por pecadores por parte de los opresores, Jesús les brinda cordial y tierna acogida, lo cual incluye pero va más allá del mero perdón de pecados. A los pecadores por antonomasia, los opresores, Jesús les anuncia la buena nueva, pero a través de una exigencia de radical conversión, ejemplificada en Zaqueo. La liberación del pecado, incluso su universalidad, está, pues, presente en la misión de Jesús, aunque de forma historizada y sin la especulación posterior en base a modelos teóricos explicativos (sacrificio, expiación, etc., en el Nuevo Testamento; asunción de todo lo humano, en la patrística; satisfacción congrua, en la Edad Media). Lo que hay que recalcar es que el Jesús histórico aparece también como liberador del pecado, pero la noción de pecado, de pecador y de perdón está basada en referencia de todo ello al reino de Dios. b)
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gratuidad, el estar apoderado por la verdad, todo ello es algo bueno, humano y humanizante para los demás. A ese espíritu de Jesús lo llamamos liberador, no sólo bueno, porque Jesús llegó a ser así en presencia de la tentación a no ser de esa forma, sino de la contraria, como aparece en la escena de las tentaciones. El mediador aparece entonces como liberado él mismo. Y eso es también liberador para otros: se puede vivir así, liberado de uno mismo, liberado del egoísmo, de la deshumanización —problema que está también presente en los procesos históricos de liberación—, se puede caminar humildemente con Dios en la historia, a la vez en absoluta confianza en un Dios que es Padre y en total disponibilidad hacia un Padre que sigue siendo Dios. En América latina la cristología ha enfatizado desde sus inicios al Jesús liberador de pobres y marginados, pero cada vez más enfatiza también al Jesús liberado él mismo, y liberador por ello de nosotros mismos, si tenemos los ojos fijos en él. Pero insiste en relacionar ambas cosas, sin que la liberación histórica de los pobres vaya por un lado y el espíritu personal de Jesús por otro. Y constata —no sólo por la aceptación en principio de las narraciones evangélicas, sino por experiencia histórica actual— que llevar a cabo la liberación histórica con el espíritu de Jesús es eficaz para la misma liberación, como lo ejemplifica a cabalidad monseñor Romero. Dicho en palabras sencillas, muchos se alegran de que Jesús anunciase e iniciase la liberación para los pobres de este mundo (el reino de Dios) y se alegran también de que el mediador (Jesús de Nazaret) fuese como fue. Es buena noticia la mediación y es buena noticia el mediador.
Lo liberador de la persona de Jesús c)
Con Jesús liberador se quiere afirmar también que la persona del mediador es liberadora. Es liberador que Jesús fuese como fue. En pura teoría, la liberación del reino de Dios pudiera haber sido anunciada y propiciada por otro tipo de mediador (actuando desde el poder, distanciado de los pobres, aunque en favor de ellos, con más rigidez y menos ternura, con más cálculos y menos riesgos...), quien de esta forma pudiera haber liberado de las estructuras opresoras, pero con un espíritu diferente al de Jesús. Lo liberador de la persona del mediador es el espíritu con que lleva a cabo el anuncio e inicio del reino de Dios. Su propia fidelidad a Dios y su misericordia con los seres humanos —por resumirlo sistemáticamente como hace Hebreos—, su modo de proceder ante Dios y los hombres narrado en los evangelios, el espíritu de las bienaventuranzas expresado en él mismo, la vida en 592
Lo liberador de la resurrección de Jesús
En el Nuevo Testamento es evidente que la resurrección de Jesús, junto con el reino de Dios, es símbolo de utopía, de una nueva tierra y un nuevo cielo, y lo específico de este símbolo es la liberación de la muerte, todo lo cual es aceptado por la cristología de la liberación. Para ésta, sin embargo, es también esencial mostrar qué de liberación histórica genera ya la resurrección de
Jesús. En primer lugar genera una esperanza específica, que, indirectamente puede ser para todos, pero directamente para las víctimas de este mundo, los destinatarios del reino de Dios. La resurrección de Jesús es presentada en los primeros discursos de Pedro, en efecto, como reacción de Dios a la injusticia que los hombres cometieron contra el justo e inocente Jesús. En ese sentido, la 593
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resurrección es esperanza ante todo para las víctimas de este mundo, y es esperanza liberadora porque acaece en presencia de la desesperanza de que, en la historia, el verdugo triunfa sobre su víctima, en presencia de la tentación a la resignación o el cinismo. La resurrección de Jesús es también liberadora en cuanto apunta al presente señorío de Cristo sobre la historia, generando seres humanos que no son esclavos de la historia sino que se enseñorean de ella. Pero no consiste esto en vivir como inmunes y desentendidos de la historia, ni mucho menos en tratar de «imitar» —intencional e idealistamente— las condiciones inmateriales del estado de resurrección (como lo propiciaban antiguas teologías de la vida religiosa), sino en triunfar sobre las esclavitudes a las que está sometido el ser humano por el hecho de vivir en la historia. Lo que de plenificante hay en la resurrección de Jesús se muestra ya históricamente en la libertad con que se vive el seguimiento de Jesús; libertad nada liberal, ni libertad puramente estética o existencialista, sino, al contrario, libertad para encarnarse más en la realidad histórica, para entregarse más a la liberación de otros, para ejercitar el amor que puede llegar a ser el amor mayor; libertad, pues, que se realiza no huyendo de lo histórico y material, sino encarnándose más en ello por amor. Es, en definitiva, la libertad del mismo Jesús para dar su vida sin que nadie se la quite; es la libertad de Pablo que voluntariamente se esclaviza a todos para salvarlos a todos. La dimensión plenificante de la resurrección se muestra también en poder vivir con gozo en medio de la historia, en encontrar en el seguimiento de Jesús la perla preciosa y el tesoro escondido por lo cual se vende todo por el gozo que produce. Es vivir para otros y recibir —gracia— de otros. Es poder estar con otros, poder celebrar ya la vida, poder llamar a Dios «Padre» y poderle llamar, en fraternidad, Padre «nuestro». Y esta dimensión plenificante de la resurrección es también liberadora porque es una victoria. La libertad que se encarna en la historia y no la rehuye tiene que superar las esclavitudes que ésta genera: miedos, fracasos, persecución, cruz. El gozo ocurre en medio del sufrimiento y, sobre todo, ante la comprensible tentación de la tristeza y del sinsentido. De ese modo la resurrección de Jesús se muestra como algo liberador ya en la historia. En síntesis, la resurrección de Jesús es liberadora porque permite y anima a vivir ya en la historia como resucitados, a que el seguimiento de Jesús refleje también lo que de plenificante y triunfal se expresa en la resurrección: esperanza indestructible, libertad y gozo. Y digamos de pasada que, cuando esto ocurre, entonces el resucitado se muestra como Señor de la historia. Y en este sentido, pudiera decirse —en expresión chocante— que ha dejado en nuestras manos hacerle verdadero Señor de la historia.
Digamos, por último, que la cristología de la liberación tiene que mostrar lo que de buena noticia y de liberador hay también en la verdad dogmática sobre Cristo, cuya verdad acepta sin ambigüedades. Afirmar que el dogma es no sólo verdad sino buena noticia es una afirmación de fe y de una fe que se alegra en sí misma. No es por ello ulteriormente analizable, aunque el veré Deus y veré homo puede ser ya interpretado y recibido no sólo como verdad, sino como la buena noticia de la bondad y aun de la ternura de un Dios abajado a lo humano y de que lo humano puede ser sacramento de Dios. El dogma, sin embargo, puede ser específicamente liberador si lo reformulamos de la siguiente manera: Jesucristo es Deus verus y homo verus. Entonces Jesucristo es estricta revelación de lo sumamente fundamental para el ser humano, qué sea ser Dios y qué sea ser hombre, y es revelación victoriosa contra la innata tendencia del ser humano a decidir de antemano, por sí mismo y según su propio interés, la verdad de ambas realidades fundamentales. El dogma cristológico aparece como liberador si es aceptado no sólo como develación de lo hasta ahora no sabido, sino como revelación victoriosa de la verdad reprimida; si se acepta que es verdad que Cristo es veré Deus y veré homo no porque cumple las condiciones que los seres humanos imponemos a la verdad de ambas realidades, sino porque esa verdad tiene la fuerza de trastocar —y radicalmente— nuestra interesada comprensión de lo divino y de lo humano. Dicho en palabras sencillas: es una gran buena noticia liberadora que —por fin y contra el innato intento de los hombres de tergiversar y oprimir la verdad— haya aparecido la verdad de lo que es Dios y de lo que somos los seres humanos. Qué sea ser Dios y qué sea ser un ser humano, eso es lo que ha aparecido en Jesús, eso es lo que se ha revelado en Jesús, y eso es lo que ha triunfado sobre la concupiscencia de la razón humana a decidir sobre ambas cosas por propio interés. También el que el dogma presente la subsistencia en Cristo de ambas realidades, divina y humana, sin división ni confusión, es buena y liberadora noticia. Esa forma de subsistir lo divino y lo humano en Cristo es misterio estricto y por ello inanalizable. Pero si observamos el «reverbero» de ese misterio en la realidad histórica, podemos afirmar que es buena noticia que la realidad sea así. Es bueno el «sin división» de lo divino y lo humano, y especialmente si la unidad se comprende como «trascendencia en la historia», de modo que la historia presentiza a Dios, a la manera
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d)
Lo liberador de la realidad (metafísica) de Cristo
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histórica, y Dios, por ser trascedente, hace que la historia se trascienda a sí misma y dé más de sí. Y es bueno también el «sin confusión», el no mezclar las cosas ni menos reducir una a otra, pues la historia muestra que una reducción consecuente de lo divino a lo humano priva a éste de su misterio; y una elevación de lo humano a lo divino lo absolutiza, hace monstruos de lo humano, en forma de despotismos, triunfalismos, idolatrías en suma. Digamos con sencillez que es bueno dejar a Dios ser Dios y dejar a lo humano ser humano. La historia muestra cuan pernicioso es para los seres humanos violar al nivel religioso esta verdad elemental del dogma cristológico. Pero lo es también en sus equivalentes históricos y seculares, cuando, por ejemplo, se separa absolutamente la utopía (el equivalente a lo divino) de las realidades concretas, de modo que aquélla quede siempre relegada al más allá de la historia y no influya en el intento de hacerla real en realidades concretas ni éstas sean valoradas como signos de la utopía (tentación de la derecha); y cuando se subordina a la utopía todo lo concreto (el equivalente a lo humano), como si ello no tuviese su propia entidad (tentación de la izquierda, también en los procesos de liberación, que tienen la tentación de supeditar todo lo concreto, lo personal, lo familiar, lo social, lo artístico, a lo que se piensa ser el camino determinante hacia la utopía: lo político o lo militar, según los casos). Esos intentos de separar una cosa y otra o de reducir una cosa a la otra tienen efectos deshumanizantes, y por ello la formulación dogmática de la realidad de Jesucristo es buena y es también liberadora. A pesar de la deshumanización que produce la separación y la reducción, los seres humanos nos empeñamos en cometer estos errores porque pensamos saber ya lo que es la estructura última de la realidad. Que el dogma nos recuerde cómo es en verdad la realidad, trascendencia en la historia, es una buena noticia liberadora. e) Por lo que Jesús hace, por el destino que le sobreviene y por lo que es, tanto en su realidad histórica como en su última realidad trascendente, puede y debe ser llamado liberador. Cada uno de esos aspectos liberadores tienen su propia entidad y autonomía, de modo que no puede deducirse uno del otro por pura conceptualización. Pero si se toman todos ellos en su conjunto, aquí se da la base cristológica para la posibilidad y necesidad de la liberación integral, tan recordada y exigida por el magisterio. Desde Cristo esa liberación integral es posible y es necesaria. Pero, desde lo dicho, creemos que hay que insistir en tres cosas: 1. que la liberación no se convierte en integral por pura adición de momentos liberadores inconexos, sino por la complementación 596
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de todos ellos en la dinámica del seguimiento de Jesús; 2. que, si se trata de la dimensión liberadora cristológica, es necesario — o , en nuestra opinión, al menos muy conveniente— reproducir lógicamente el camino que hemos propuesto cronológicamente: comenzar con y hacer central la liberación de los pobres para desde ahí, y por la propia dinámica de esa liberación, integrar los otros aspectos liberadores de Cristo; 3. que el análisis de la liberación integral que trae Cristo se hace en último término para propiciar la cristopraxis liberadora. Y, digamos finalmente, que desde la asunción de todos los momentos liberadores mencionados se puede formular la liberación teologal y trascendente. Quien hace real el envío de Cristo a liberar, está haciendo real la exigencia de Dios en el profeta Miqueas: actuar con justicia y amar con ternura. Y haciéndolo puede caminar humildemente con Dios en la historia. Puede realmente interpretar teóricamente y vivir existencialmente su propia vida como una vida con Dios. Y puede, teórica y existencialmente, interpretarla como un caminar hacia el encuentro definitivo con Dios, cuando Dios sea todo en todo —formulación paulina de la plenitud trascendente del reino de Dios.
IV. LOS POBRES COMO LUGAR TEOLÓGICO DE LA CRISTOLOGIA
Digamos una muy breve palabra final sobre el lugar de la cristología, tal como la hemos desarrollado. Sabido es que la teología de la liberación ha desarrollado novedosamente el tema del lugar teológico, y lo ha hecho por propia experiencia existencial: al hacer teología desde un determinado lugar, «desde los pobres», ha redescubierto contenidos sumamente importantes y centrales en la fe, que no se han redescubierto desde otros lugares, y por ello da suma importancia al análisis del lugar teológico. La teología sabe que hay que distinguir metodológicamente entre lugar teológico y fuente de conocimiento teológico. Sin embargo, como dice I. Ellacuría, «la distinción no es estricta ni, menos aún, excluyente, porque de algún modo el lugar es fuente en cuanto que aquél hace que ésta dé de sí esto o lo otro, de modo que gracias al lugar y en virtud de él, se actualizan y se hacen realmente presentes unos determinados contenidos» " . El esbozo cristológico que hemos presentado se ha intentado hacer desde el lugar teológico que en la teología latinoamericana, admitidamente, son los pobres. Sólo quisiéramos añadir que eso es específicamente necesario para la cristología. Los pobres, en efecto, no son sólo una realidad desde la cual se puede releer el 11.
I. Ellacuría, «Los pobres, "lugar teológico"...», cit., p. 168.
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todo de la teología, sino que son una realidad con la que en algún momento la cristología tiene que confrontarse. Y la razón no es ya de exigencia o conveniencia metodológica, sino que proviene de la misma revelación: el Hijo del hombre está presente en los pobres de este mundo. Esa presencia de Cristo hoy en la historia podrá ser aceptada o no, pero, si se acepta, sería suma irresponsabilidad de la cristología no tenerla centralmente en cuenta. Así ocurre en América latina. En palabras sencillas, no técnicas, Medellín afirma que donde se peca contra el pobre «hay un rechazo del Señor mismo» {Paz 14, citando a Mt 25). Puebla hace la muy pensada afirmación de que «Jesucristo... ha querido identificarse con ternura especial con los más débiles y pobres» (n. 196). Monseñor Romero dijo en sus homilías a una comunidad perseguida: «Ustedes son la imagen del divino traspasado», y comparó al pueblo salvadoreño con el siervo de Yahvé. Ellacuría, en estricta reflexión teológica, afirmó que el gran signo de los tiempos —la presencia actual de Dios entre nosotros— es siempre el pueblo crucificado, la continuación histórica del siervo de Yahvé, de Cristo crucificado. Estas afirmaciones no son rutinarias, ni pretenden ser, en la intención de sus autores, sólo piadosas, sino que hay que tomarlas en serio. Los pobres fungen como lugar para la cristología por los contenidos concretos que le ofrecen, y dicen, así, algo importante de Cristo: su abajamiento, su kénosis, su escondimiento, su cruz. Y, sobre todo, fungen como lugar para la cristología (y por supuesto para la fe y el seguimiento) porque al ser lugar de la actual presencia de Cristo, son como luz que todo lo ilumina y específicamente que ilumina la verdad de Cristo. Esta argumentación es indefensa ante el cuestionamiento que puede hacerse desde las cristologías que se hacen desde otros lugares teológicos —y siempre existen éstos, se reconozca o no. Por ello sólo se puede invitar a otras cristologías a ubicarse en el lugar de los pobres. Pero, como contraprueba, la cristología latinoamericana ofrece el hecho innegable que, desde los pobres como lugar teológico, ha redescubierto realidades cristológicas fundamentales —centrales en el mensaje evangélico, como lo afirma la Instrucción vaticana sobre la teología de la liberación— que han dormido durante siglos el sueño de los justos. Desde el lugar de los pobres la cristología ha redescubierto teóricamente a Cristo como mesías, como liberador, como el mediador definitivo del reino de Dios. Y como la situación de los pobres y de los pueblos crucificados es intolerable, ellos le han propuesto la tarea fundamental. Buena es la tarea de la desmitologización para presentar a un Cristo que parezca razonable y para que «el nombre» de Cristo pueda ser aceptado por el hombre moderno ilustrado; pero más urgente es la tarea de la despacifica-
ción de Cristo para que «en su nombre» no se pueda dejar la realidad abandonada a su miseria, y —en casos extremos— la tarea de la des-idolatrización de Cristo para que los pobres vean en Cristo a alguien que está en su favor y no en su contra, y para que «en su nombre» no se les pueda oprimir. El lugar teológico, si se le comprende como un quid sustancial y no sólo como un ubi categorial, siempre ha sido decisivo para la cristología y ha hecho de la cristología algo profundamente pastoral. Si Lutero elaboró una cristología del Christus pro me, Bonhoeffer la de «el hombre para los demás», Teilhard de Chardin la de «el punto omega de la evolución», K. Rahner la de «el portador absoluto de la salvación», es porque la realidad lo estaba demandando, aunque de diversas maneras: cómo encontrar un Dios benévolo, cómo presentar a Cristo en un mundo mayor de edad, en evolución, secularizado y antidogmatista. Esta realidad pre-cristológica, pero pastoralmente determinante para la cristología, y que siempre ha estado presente en las cristologías creativas, es lo que está también presente en la de la liberación: la realidad de la pobreza deshumanizante y de la esperanza de su erradicación. Dice G. Gutiérrez que la pregunta más decisiva para la teología latinoamericana es «cómo decir a los pobres que Dios les quiere». Desde la cristología se responde con el Jesucristo liberador, mediador absoluto del reino de Dios para los pobres. La realidad de la pobreza mueve y posibilita teorizar así a Cristo. Y la agradable sorpresa es que el Cristo así teorizado se parece un poco más —así lo pensamos— a Jesús de Nazaret.
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MARÍA María
Ivone Cebara Clara Lucchetti
Bingemer
I. PRESUPUESTOS
Pensar en el misterio de María y, consiguientemente, en la perspectiva de la liberación, implica algunos antropológicos y hermenéuticos que fundamenten novedad de la reflexión que se pretende hacer en mariología tradicional. 1.
Presupuestos
la mariología presupuestos y dirijan la relación a la
antropológicos
La teología de la liberación ve y piensa a María dentro de una antropología humanocéntrica que no sólo considera el hombrevarón como constructor de la historia, imagen de la divinidad y mediador en la relación entre Dios y la humanidad, sino a toda la humanidad, hombre y mujer, como centro de la historia y reveladora de lo divino. Esta antropología recupera la acción histórica de las mujeres en favor del reino y, en consecuencia, hace justicia a María, a las mujeres, en fin, a la humanidad creada a imagen y semejanza de Dios. Se trata, también, de una antropología unitaria, no dualista, que quiere afirmar la existencia de una única historia humana. No opone dos historias, como si hubiese una divina y una humana, sino que parte de esta historia, escenario de los conflictos, de las alegrías y tristezas de generaciones de diferentes pueblos. Para una teología mariana, las bases de una antropología unitaria le devuelven no sólo el realismo de la existencia humana marcada por las diferencias de la historia, sino que la hacen participar de manera profunda en el misterio de la encarnación. El Verbo se 601
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hace carne en la carne humana, carne de hombre y mujer, carne histórica marcada por el espacio y por el tiempo, por la vida y por la muerte, por la alegría y por el dolor, por la construcción y por la destrucción, en fin, por esa conflictividad inherente a nuestro ser y a nuestra historia. Es, además, una antropología realista, que combina objetividad y subjetividad y no pretende ser puramente objetiva e idealista, sino que asume una multiplicidad de interpretaciones, hipótesis y teorías sobre hechos diversos. La antropología realista da a la mariología un respaldo concreto que intenta responder a la realidad mutable de la existencia humana. Lo eterno es siempre histórico. Tal perspectiva permite una comprensión siempre nueva de la figura de María. No se puede eternizar un modelo, una manera de ser, sino que la figura histórica de María debe de entrar siempre en diálogo con el tiempo, el espacio, la cultura, los problemas, las personas concretas que se relacionan con ella. Es la vida de hoy la que da vida a la vida de ayer de María. Es, también, una antropología pluridimensional y no ya unidimensional. Está caracterizada por la consideración de las diferentes dimensiones de lo humano, en la perspectiva de su evolución histórica marcada por innumerables factores. El ser humano no es, en primer lugar, una definición, sino una historia marcada por el espacio y por el tiempo. No es primero bueno y después depravado, ni perverso primero y salvado después, sino que lo humano es esa realidad compleja que intenta explicarse y explicar el mundo en una existencia marcada por la división en sí misma y marcada por el carácter al mismo tiempo limitado e ilimitado, conflictivo, de su ser. La teología mariana encuentra en la antropología pluridimensional un fundamento humano-divino que le permite mirar, con justicia y respeto profundo, el «fenómeno humano» constructor de la historia, creado, amado y salvado por Dios. Descubre, igualmente, la posibilidad de elaboración de una mariología en la que los diferentes aspectos en relación a María puedan aparecer sin que uno excluya necesariamente al otro. Cada aspecto es un perfil, una expresión, una palabra sobre la aspiración humana por lo divino que lo habita y constituye. Y María es lo divino en la expresión femenina de lo humano, expresión constitutiva de aquello que llamamos integralmente humano. Finalmente, se trata de una antropología feminista, cuyo sentido está ligado al momento histórico en que vivimos, momento de irrupción de la conciencia de la mujer sobre su milenaria opresión y de su milenaria postura de connivencia con y sumisión a las estructuras de opresión de la sociedad. Una antropología feminista sería, en líneas generales, la expresión del recuerdo, desde el otro lado de la humanidad, el lado de la mujer, de realidades vitales con respecto a las cuales ella ha estado alienada.
Con relación a la hermenéutica utilizada por la teología de la liberación para hablar de María hay que destacar también algunos puntos: a) María, después de ser alguien que «ha vivido en la historia», es alguien que «vive en Dios». En los que «viven en Dios» se proyecta la situación de los que «viven en la historia», situación de limitación y al mismo tiempo de deseo de lo ilimitado. Lo que en la vida de los que «viven en la historia» rompe la armonía, la perfección, la salud, la integridad, la protección, la plenitud, la felicidad, el amor, los valores del deseo de lo ilimitado, eso es lo que es pedido y buscado en los que «viven en Dios». En América latina, la relación de los que «viven en la historia» con los que «viven en Dios» ayuda a romper el profundo sentimiento de abandono y desamparo de las mayorías pobres y oprimidas del Continente. El clamor por Dios y por los que «viven en Dios» —entre los que se destaca, dentro del pueblo pobre y creyente latinoamericano, María— es el clamor en busca de socorro, cualquiera que éste sea. De esto está hecha la espiritualidad del pueblo latinoamericano y, concretamente, su espiritualidad mariana. María es la esperanza, la madre, la protectora, aquélla que no abandona a sus hijos. Para una teología mariana latinoamericana, no basta, pues, el análisis de los textos bíblicos y de la tradición posterior. Es de fundamental importancia percibir a qué tipo de experiencia humana corresponde la devoción o la relación con María, experiencia ésta que en el continente latinoamericano es esencialmente la experiencia de los pobres que se descubren como sujetos de la historia y se organizan para la liberación. b) Una teología mariana hecha a partir del hoy de América latina debe presentar, igualmente, una manera diferente y propia de leer los textos bíblicos. El texto escrito debe crear siempre en quien lee e interpreta la sospecha, y también la pregunta, sobre lo que no fue escrito, lo que se perdió o lo que se quiso omitir voluntariamente. Un texto escrito es siempre selectivo. Los textos que hablan de María son muy pocos en la tradición neotestamentaria, pero cada época histórica parece construir, a partir de esos
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Una mariología en la perspectiva de la liberación no intenta poner de relieve las cualidades de María/Mujer, cualidades idealizadas y proyectadas desde diferentes necesidades y culturas, sino que intenta una relectura de María desde las exigencias de nuestro tiempo y, en particular, del momento privilegiado que vive la humanidad toda con el despertar de la conciencia histórica de la mujer. 2.
Presupuestos
hermenéuticos
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textos y de diferentes tradiciones nacidas en medio del pueblo, una imagen de María y de su actuación histórica pasada y presente. De ahí que no se pueda decir que la única verdad sobre la vida de María está en lo poco que nos dicen los textos del Nuevo Testamento. Lo que no es dicho también es importante. El que no se haya dicho, no quiere decir que no aconteció. c) El concepto de reino de Dios es esencial para la hermenéutica que oriente la teología mariana en la perspectiva de la liberación. La explicación de este concepto va más allá de la persona de Jesús. Afecta a la totalidad de su movimiento, del cual participaban hombres y mujeres en forma activa. A partir de él, se podrán leer los hechos de María, en las diferentes imágenes que el reino de Dios asume en la Escritura, en la tradición y en las tradiciones, como hechos que hacen presentes las señales del reino de Dios, acciones concretas que manifiestan la presencia de salvación en la historia humana. María habla de Dios y de su reino, de la divinidad vivida por la mujer; habla del Hijo de Dios que nace del pueblo y de la mujer; habla de los muchos hijos engendrados por el Espíritu de Dios, que no nacerán de la carne ni del deseo de varón, sino de Dios. Una teología mariana desde la perspectiva del reino permite percibir, también, la «pasión» de María por los pobres, la «pasión» de María por la justicia de Dios y, a través de ella, permite recuperar la fuerza del Espíritu actuante en las mujeres de todas las épocas. Es la recuperación de la «memoria peligrosa» o «memoria subversiva» capaz de cambiar las cosas, pues no sólo mantiene vivas las esperanzas y luchas de las mujeres del pasado, sino que permite que nazca y crezca una solidaridad universal entre las mujeres del pasado, del presente y del futuro. En esta perspectiva, María no es solamente la encantadora y suave madre de Jesús, sino que es, por encima de todo, «trabajadora» en la mies del reino, miembro activo del movimiento de los pobres, lo mismo que Jesús de Nazaret. De esta manera se termina con una interpretación limitada del pasado de María que la somete a su Hijo, como la mujer estaba sometida al varón, y se abre ante nosotros un horizonte más amplio en el que María forma parte de aquéllos que ven una nueva luz brillante desde Nazaret, símbolo de las periferias del mundo.
En la Escritura, aquello que es narrado, aunque se centre más en un determinado personaje, se refiere en verdad a un colectivo, a un pueblo. Así, las figuras femeninas que preceden a la aparición de María en el Antiguo Testamento: Miriam, Ana, Rut, Judit, Ester y otras, son, al mismo tiempo, imágenes de mujeres e imágenes de
un pueblo. A través de sus acciones se revela la fuerza de Dios que salva a su pueblo y la resistencia de ese mismo pueblo, expresada en aquellas figuras de mujer. Siendo esto así, sin negar la misión de cada persona y especialmente de algunas con carismas especiales, nuestro tiempo exige cada vez más en el tejido de la historia pasada y presente el redescubrimiento de la dimensión colectiva de las acciones humanas, la construcción colectiva de la historia. A la luz de esa lectura de la sagrada Escritura se procura entender hoy en América latina el lugar y el papel de María. No se trata solamente de la persona individual Miriam de Nazaret, sino de la mujer que es imagen del pueblo fiel, particular morada de Dios. La afirmación «Dios se hizo carne en Jesús» debe ser completada con otra con el mismo valor teológico: «Dios nace de una mujer». El Nuevo Testamento quiere mostrar que con María y con Jesús comienza un nuevo tiempo para la historia de la humanidad. Hay una especie de salto cualitativo en su práctica y conciencia religiosa. Es la conciencia de la presencia de Dios en la carne humana. Dios habita la tierra humana y es descubierto y amado en la carne humana. María, aunque nace en un contexto patriarcal, donde la mujer es cosa, propiedad del hombre a todos los niveles, es una figura que vive entre los dos Testamentos. Participa y saborea la nueva experiencia liberadora del movimiento de su Hijo, que inaugura un discipulado igual para hombres y mujeres. Es portadora, justamente con las otras mujeres de la primera hora de la Iglesia, de una nueva esperanza y un nuevo modo de ser mujer. Representante legítima del pueblo de Israel, figura-símbolo de la Sión fiel, María es —también y no menos— portadora del nuevo Israel, del nuevo pueblo, de la nueva alianza que Dios hace con la humanidad, donde la mujer ya no aparece más pasiva y sumisa al hombre, ya no más como ser inferior, sino como sujeto activo y responsable, compañera del hombre, asumiendo con él, hombro con hombro, muchas de las tareas inherentes al anuncio de la Buena Nueva. El Nuevo Testamento, en los pocos textos que recoge sobre María, ilustra estas perspectivas. Pablo: En Gal 4, 1-7, Pablo dice que «en la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer». La teología mariana de este versículo paulino ofrece, en la figura de la mujer que da a luz al Hijo de Dios en la plenitud de los tiempos, la convergencia entre escatología e historia, antropología y teología. A partir de ahí, no hay más lugar para androcentrismo o dualismo de cualquier especie, sino que todo reduccionismo antropológico o teológico cede su lugar a la confesión de fe de que el Verbo se hizo carne en la carne humana, carne de hombre y mujer, en la realidad y en los límites de la historia. Dice también que el reino llegó, la
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II. MARÍA EN LA SAGRADA ESCRITURA
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plenitud del tiempo está ahí, la nueva creación ya es realidad porque Dios envió a su Hijo nacido de mujer. A la luz de este misterio, el reino acontece en la comunidad de hombres y mujeres que, con sus luchas y sufrimientos, dolores y alegrías, hacen estallar en todo momento la novedad incansable y bella del amor. Mateo: Este evangelio lee los nuevos acontecimientos desencadenados por el hecho-Jesús como cumplimiento de las promesas de Yahvé al pueblo elegido. Sobre la mujer viene el Espíritu de Dios, como en el texto de la creación (Gen 1, 2). Por eso, María dio a luz «sin que José la conociese». José es la síntesis del pueblo antiguo, de la tradición judaica primitiva que reconoce al mesías a pesar de las dudas y dificultades. La mujer aquí es el símbolo del pueblo fiel del que nace el mesías y José el pueblo antiguo que es llamado a nuevas nupcias para comenzar el amor otra vez. La María de Mateo es el símbolo de la esperanza virgen, mujer preñada de vida, rostro del pueblo lleno de luz, rostro de Dios que renace siempre de los escombros de la destrucción. Marcos: La maternidad de María es una referencia histórica, un hecho capaz de identificar al carpintero hacedor de milagros, conocedor de la ley y de los profetas y defensor de los pobres, acogido por unos y rechazado por otros. María, la madre de Jesús, participa de ese ambiente que abre y cierra espacios, que acoge y rechaza a Jesús. Colocada del lado de la humanidad que «casi» lo rechaza, y envuelta en el mismo grupo de los que piensan que «está loco», es colocada, por otro lado, como la figura que, superando el nivel biológico de la relación con Jesús, está entre los que hacen la voluntad de Dios (cf. Me 3, 35). Lucas: Es el que más textos tiene referentes a María. Lo que es anunciado a María en la anunciación (Le 1, 26-38) está en la estela de las múltiples manifestaciones de la fidelidad de Dios para con su pueblo (Sara, Abraham, la madre de Sansón). María/Pueblo es la nueva «arca de la Alianza», la morada de Dios, el lugar de su habitación, el lugar donde puede ser encontrado y amado. Lucas se apropia de las experiencias y expresiones teológicas de los judíos, dándoles un nuevo significado a partir de la gran novedad vivida por los seguidores de Jesús. La visita de María a Isabel (Le 1, 40-45) es el encuentro de lo viejo con lo nuevo y el reconocimiento, por parte del pueblo judío, de lo nuevo. María es ahora «bendita entre las mujeres». Quien eso reconoce y proclama es Isabel, la anciana judía de la cual nace el último de los profetas de la antigua Ley. El canto de María, el Magníficat (Le 1, 46-55), es un canto de guerra, canto del combate de Dios trabado en la historia humana, combate por la instauración de un mundo de relaciones igualitarias, de respeto profundo a cada ser, en el cual habita la divinidad. La imagen de la mujer preñada, capaz de dar a luz lo nuevo, es la imagen de Dios que por la fuerza de su Espíritu
hace nacer hombres y mujeres entregados a la justicia, viviendo la relación con Dios en la amorosa relación con sus semejantes. El canto de María es el «programa del reino de Dios», así como lo es el programa de Jesús, leído en la sinagoga de Nazaret (Le 4, 1621). El parto de María (Le 2, 7) tiene un significado colectivo, en el que todos y todas están implicados, superando los límites de la biología y de la fisiología humanas. Se trata del nacimiento de Dios en la humanidd. En los dos últimos textos en que menciona a María (Le 2, 34-35 y Le 2, 48-49), la profecía de Simeón da a María un alcance para todos los tiempos. Los que luchan por el reino de Dios son marcados por la contradicción con este mundo. Una espada continúa traspasando el corazón de los pobres y de los que luchan por la injusticia de Dios, de los que se ocupan en primer lugar de las cosas de Dios, poseídos por la pasión de la liberación de sus hermanos. Hechos de los Apóstoles: Este libro nos muestra a María presente en las raíces de la primera comunidad cristiana, perseverante en la oración y unida a los discípulos de su hijo. Presente como la madre, la hermana, la compañera, la discípula y maestra de un movimiento organizado por su hijo Jesús, movimiento cuyas raíces históricas tienen por núcleo el anuncio de la presencia del reino en medio de los pobres, de aquellos privados de todo reconocimiento por el poder establecido. Juan: El cuarto evangelio presenta a María en dos ocasiones: la primera es en las bodas de Cana (Jn 2, 1-11), cuando Jesús realiza, por su intercesión, la primera de sus señales, transformando el agua en vino. La fe de María gesta y da a luz la fe de la nueva comunidad mesiánica e inaugura el tiempo del nuevo pueblo, de la comunidad del reino, donde la pobre y despreciada Cana de Galilea pasa a ser lugar de manifestación de la gloria de Dios. El segundo episodio es al pie de la cruz, en el momento de la muerte de Jesús, donde él le entrega a ella el discípulo amado como hijo. En la estela de las grandes figuras femeninas y maternas del Antiguo Testamento (Débora, la madre de los Macabeos y otras), María aparece como madre de la nueva comunidad de hombres y mujeres que se tornaron seguidores de Jesús porque creyeron en la gloria de Dios en él manifestada. El evangelio de Juan coloca a María en el centro del acontecimiento de la salvación, traída por Jesucristo, como símbolo del pueblo que acogerá el mensaje del reino y la plenitud de los tiempos mesiánicos. Apocalipsis: En el capítulo 12 del Apocalipsis aparece una mujer vestida de sol y coronada de estrellas, con dolores de parto, luchando contra el dragón. Su vocación es la victoria, ser esposa del cordero, la nueva Jerusalén, donde se reunirán finalmente todos aquellos que cumplen los mandamientos de Dios y guardan el testimonio de Jesús. El pueblo de Dios perseguido y mártir es
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quien lleva consigo la prenda de la victoria de Jesús. María es, pues, identificada como esa mujer de Ap 12, la figura de la fe humilde y laboriosa del pueblo que sufre y cree en el salvador crucificado, sin perder la esperanza. Es, también, la figura de una Iglesia perseguida por el mundo, por las fuerzas del anti-reino y por los poderosos y opresores de toda suerte que, como el dragón descrito en el Apocalipsis, quieren «devorar» a los hijos y a la descendencia de la mujer, quieren devorar el proyecto del reino, todo lo que es vida y libertad para el pueblo, todo lo que es fruto maduro de las entrañas fecundas de la mujer. El nuevo pueblo de Dios, del cual María es símbolo y figura, es la «señal», que aparece en el cielo y en la tierra, de que a la descendencia de la mujer-Eva fue dada la gracia y el poder de triunfar sobre la serpiente mediante la descendencia de la mujer-María, de cuya carne el Espíritu formó la encarnación de Dios, de la mujer-pueblo de Dios, de cuyo seno brotó la salvación y la comunidad de aquellos que «cumplen los mandamientos de Dios y guardan el testimonio de Jesús».
III. RELECTURA DE LOS DOGMAS MARIANOS
Hoy, en América latina y en el esfuerzo de la teología de la liberación que aquí se hace, es preciso pensar los dogmas de la Iglesia —y, en este caso, los dogmas marianos— a la luz de los presupuestos antropológicos y hermenéuticos anteriormente descritos. Es preciso, también y después de eso, pensarlos y reflexionarlos desde la clave eclesial y pastoral que orienta a la Iglesia latinoamericana a partir de las conferencias de Medellín y Puebla: la opción por los pobres. 1.
El misterio de la Theotokos, madre de Dios
Al contrario de otros dogmas, cuyas raíces bíblicas son cuestionadas y constituyen auténticos problemas ecuménicos, la maternidad divina de María posee profundos y sólidos puntos de apoyo en la Escritura. Con el título de madre se llama a María la mayoría de las veces en el Nuevo Testamento (25 veces). María es fundamentalmente, para los relatos evangélicos, la madre de Jesús. En el centro del misterio de la encarnación, misterio que es salvación para todo el género humano, el Nuevo Testamento coloca, pues, al hombre y a la mujer, Jesús y María, a Dios tomando carne de varón en y por medio de la carne de la mujer. El concilio de Efeso (431) declara a María, expresamente, Theotokos, madre de Dios. La maternidad divina de María aparece ahí, en esa declaración 608
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conciliar, como clave de interpretación del misterio de la encarnación, que hace posible y explica la unión de las dos naturalezas del Verbo de Dios. De aquel que es engrendrado eternamente por el Padre, se dice que nació de mujer según la carne, en el sentido de que unió a sí la naturaleza humana según la hipóstasis. A partir de Efeso, la maternidad divina constituye un título único de señorío y gloria para aquella que es la madre del Verbo encarnado. Reconocer a María como madre de Dios significa, de hecho, profesar que Jesús, el carpintero de Nazaret, el Crucificado, hijo de María según la generación humana, es Hijo de Dios y Dios mismo. La visión antropológica subyacente a esta afirmación es profundamente integrada y unitaria. Toda mujer es madre no sólo del cuerpo, sino de la persona entera de su hijo. El misterio de la encarnación de Jesús, Hijo de Dios, en María de Nazaret nos enseña que la persona humana no es bipartida entre un cuerpo de materia e imperfección y un espíritu de grandeza y trascendencia. Sino que, al contrario, solamente en la fragilidad, en la pobreza y en los límites de la carne humana se puede experimentar y adorar la grandeza inefable del Espíritu. Significa, también, proclamar la llegada del reino que «ya está en medio de vosotros». Dios asumió la historia humana por dentro, viviendo él mismo sus luchas y percances, derrotas y victorias, inseguridades y alegrías. María es figura y símbolo del pueblo que cree y experimenta esa llegada de Dios que ahora pertenece a la raza humana. Aquella cuya carne formó la carne del Hijo de Dios es también el símbolo y prototipo de la nueva comunidad donde hombres y mujeres se aman y celebran el misterio de la vida que se manifestó en plenitud. Significa también desvelar toda la grandeza del misterio de la mujer. Misterio de apertura, fuente y protección de la vida. María es, al mismo tiempo, madre de todos los vivientes, mujer donde el misterio de la fuente y origen de la vida llega a un punto máximo de densificación. Revela, así, un lado inédito e inexplorado del misterio del propio Dios encarnado en su seno: que es él mismo comparable a la mujer que da a luz, que amamanta el hijo de sus entrañas y del que no se olvida (cf. Is 66,13; 42,14; 49,15). Finalmente, significa reconocer en esta misma que llamamos Madre y Señora Nuestra a la pobre y oscura mujer de Nazaret, madre del carpintero subversivo y condenado a muerte, Jesús. Implica percibir, tras el título de gloria y las lujosas imágenes con que la piedad tradicional la representa, el no menos real y teológico título de «sierva del Señor». La maternidad es un don y una dignidad, pero también un servicio, que se inscribe en la misma línea de los «siervos de Yahvé», inspiración para la Iglesia que, en América latina, se autocomprende como Iglesia servidora de los pobres, para quien la encarnación de Jesús en María trae la buena nueva de la liberación. 609
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de Yahvé que dicen: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Le 1, 38). '
Virginidad
El judaismo, del cual María es legítima hija, no considera la virginidad como un valor particular. Esta equivale a la esterilidad, a la no procreación, que acarrea desprecio e implica una carga de muerte, ya que la supervivencia está en la prole. La virginidad de María no puede ser vista, por tanto, desde un punto de vista moralizante e idealizado. Los textos bíblicos quieren decir que el hijo que es engendrado en María es un ser divino. La cadena de genealogías humanas sufre una radical ruptura para dar lugar al Espíritu que con su soplo creador invade la historia y hace brotar la vida allí donde sería imposible. Jesús, el nuevo Israel que brota del seno de la Virgen, es la simiente del nuevo pueblo que es plasmado por el Espíritu del cual María es figura y símbolo. La tradición de la Iglesia toma entonces este indicio para proclamar, a lo largo de la historia de los primeros siglos y, finalmente, en el concilio Lateranense (año 649), la virginidad perpetua de María. La virginidad de María ilumina la cuestión antropológica sobre quién es el ser humano. La creatura humana es como un terreno virgen e inexplorado, donde todo puede acontecer. Y todo lo que le acontecerá deberá llevar a esa misma creatura humana hasta el punto en que María llegó a tener plasmado en sus entrañas el propio Dios. A la virginidad de María fecundada por el Espíritu corresponde la vocación de todo ser humano: ser templo y morada abiertos y disponibles, con todas las posibilidades latentes. La importancia del cuerpo virgen de María consiste en que es figura de la pobreza de la humanidad para realizar su propia salvación sin la gracia de Dios. La entrega total al Dios de la vida y al abandono radical de los ídolos que dan muerte encuentra en la virginidad de María una figura propuesta a todos, hombres o mujeres, que desean poner sus pies sobre las pisadas de Jesús y vivir la realidad histórico-escatológica del reino de Dios. La virginidad de María anima también a la vocación específica de la mujer, en cuanto hospedera de la vida en plenitud, espacio ilimitado abierto, potencialidad latente que tanto más crece cuanto mayor y más profunda sea su entrega. El dogma de la virginidad de María declara a la mujer para siempre espacio afirmativo donde el Espíritu del Altísimo puede posar y hacer su morada. Se trata, además de eso, de la gloria de Dios omnipotente que se manifiesta en aquel que es pobre, impotente y despreciado a los ojos del mundo. La virginidad despreciada en Israel es el lugar de la shekinah, la morada de la gloria de Yahvé. La preferencia de Dios por los pobres se vuelve clara y explícita al encarnarse él mismo en el seno de una virgen. Al igual que su maternidad, la virginidad de María se inserta en la línea de servicio de los pobres 610
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La Inmaculada
Concepción
Este dogma, proclamado en 1854 por Pío IX, no encuentra una raíz bíblica tan explícita como los anteriores. Tenemos como referencia el texto de Gen 3, 15 (también llamado el protoevangelio), donde la mujer y su descendencia aparecen como enemigas mortales de la serpiente, terminando por destruirla aplastándole la cabeza. Además de otros menos importantes referentes al arca de la Alianza, a la Ciudad Santa, etc., está el saludo del ángel en el evangelio de Lucas, que declara a María «llena de gracia» (Le 1, 28) y el saludo de Isabel que la declara «bendita entre todas las mujeres» (Le 1, 42). María aparece, pues, como el milagro de Dios por excelencia, la creación llegada a su plenitud, bendita, bienaventurada, llena de gracia. El sentir de los fieles lo vivió y lo expresó en su devoción antes de que el magisterio de la Iglesia oficialmente lo reconociera como dogma de fe. Por su Inmaculada Concepción, María es la síntesis personificada de la antigua Sión-Jerusalén. En ella tiene inicio ejemplar el proceso de renovación y purificación de todo el pueblo para vivir más plenamente la alianza de Dios. Toda de Dios, María ya es, pues, prototipo de aquello que el pueblo es llamado a ser. La Inmaculada Concepción es, por tanto, utopía que da fuerza al proyecto y sustento a la esperanza del pueblo en su Dios'. Es la prenda de garantía de la posibilidad de que la utopía de Jesús —el reino de Dios— es realizable en esta pobre tierra. No es sin embargo únicamente el alma de María la que es preservada del pecado. Es toda su persona la que es penetrada y animada por la gracia, por la vida de Dios, su corporeidad es la morada de Dios santo. Su concepción inmaculada proclama al pueblo, del cual ella es figura, que el Espíritu ha sido derramado sobre toda carne y que el paraíso perdido ha sido reencontrado. La corporeidad de la mujer que el Génesis denunciaba como causa del pecado original, poniendo sobre todo el sexo femenino un defecto y fardo difíciles de cargar, es rehabilitada por el evangelio y por el magisterio de la Iglesia. Ese cuerpo animado por el Espíritu divino es proclamado bienaventurado. En él, Dios hizo la plenitud de sus maravillas. Finalmente, es preciso no olvidar que la Inmaculada Concepción venerada en los altares es la pobre María de Nazaret, sierva del
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Señor, mujer del pueblo, insignificante en la estructura social de su tiempo. La bienaventurada María lleva sobre sí la confirmación de las preferencias de Dios por los más humildes, pequeños y oprimidos. El así llamado «privilegio mariano» es, en verdad, el «privilegio de los pobres». La gracia de que María está llena es patrimonio de todo el pueblo. María —la tapeinosis de Israel— sobre quien se posa con predilección el mirar del Altísimo, constituye más que nunca, para la Iglesia, modelo y estímulo para convertirse, cada vez más, en Iglesia de los pobres. 4.
La Asunción
El más reciente de los dogmas marianos es la Asunción, definida y proclamada solemnemente por Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, con la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus. El dogma tiene como base los textos bíblicos, pero leídos ya con los ojos de la tradición de la Iglesia. El camino andado hasta la proclamación del dogma es sobre todo un camino de fe, que tiene que forcejear con elementos oscuros y desafiantes, con datos objetivos escasos y contradictorios, contando prácticamente sólo con la sensibilidad de la fe del pueblo y con lo que éste iría diciendo en relación al destino final de su Madre querida. El dogma de la Asunción proclama a María asunta a los cielos «en cuerpo y alma». El sujeto de la Asunción es toda la persona de María, toda entera. María no es un alma envuelta provisionalmente en un cuerpo, sino una persona, un cuerpo animado por el soplo divino, penetrado por la gracia de Dios hasta el último escondrijo. Su corporeidad es plenamente asumida por Dios y llevada hasta la gloria. Su Asunción no es reanimación de un cadáver ni exaltación de un alma separada de un cuerpo, sino plena realización, en el absoluto de Dios, de toda la mujer María de Nazaret. Ella nos dice algo también sobre el destino final escatológico al que estamos llamados. No somos un alma prisionera de un cuerpo, y este cuerpo a su vez no constituye un impedimento para nuestra plena realización como seres humanos unidos a Dios. Al contrario; en la resurrección nuestra corporeidad es rescatada y trasfigurada hacia dentro del absoluto de Dios. Eso que creemos y esperamos ya es plena realidad en María. María, glorificada en los cielos en cuerpo y alma, es también imagen e inicio de la Iglesia del futuro, signo escatalógico de esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios que camina en dirección a la patria definitiva. Este pueblo, ya redimido y lleno de esperanza, pero que también se encuentra peregrino, de camino en la historia, ve en María la posibilidad concreta de llegar al Día del Señor. Con la Asunción de María, figura y símbolo del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia ya es, incluso en medio de su 612
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ambigüedad y de su pecado, la comunidad de salvación, el pueblo fiel que es ilamada a ser. La Asunción de María restaura y reintegra también la corporeidad femenina, humillada por el prejuicio patriarcal judeo-cristiano, en el seno del misterio del propio Dios. A partir de María, la mujer tiene la dignidad de su condición reconocida y asegurada por el creador de esa misma corporeidad. Lo masculino y lo femenino está, en Jesucristo y María respectivamente, resucitado y asunto a los cielos, definitivamente participante de la gloria del misterio trinitario. Finalmente, la Asunción de María está estrechamente vinculada a la resurrección de Jesús. En ambos acontecimientos de fe, se trata del mismo misterio: el del triunfo de la justicia de Dios sobre la injusticia humana, la victoria de la gracia sobre el pecado. Así como proclamar la resurrección de Jesús implica continuar anunciando su pasión que continúa en los crucificados y en aquellos a quienes no se les hace justicia en este mundo, análogamente, creer en la Asunción de María es proclamar que aquella mujer que dio a luz en un establo, entre animales, que tuvo el corazón traspasado por una espada de dolor, que compartió la pobreza, la humillación, la persecución y la muerte violenta de su Hijo, que estuvo a su lado al pie de la cruz, la madre del condenado, fue exaltada. Así como el Crucificado es el Resucitado, la Dolorosa es la Asunta a los cielos, la Gloriosa. La Asunción es la culminación gloriosa del misterio de las preferencias de Dios por aquello que es pobre, pequeño y desamparado en este mundo para hacer brillar allí su presencia y su gloria. La misma palabra interpretadora del Padre es la que confirma el camino de Jesús en la resurrección y la que confirma el itinerario de María en la Asunción. Haciéndolo así, indica a su pueblo el camino a seguir, a ejemplo de María. La Iglesia, pueblo de Dios, tiene en la Asunción de María el horizonte de esperanza escatológico que le indica su lugar en medio de los pobres, de los marginados, de todos aquellos que son puestos al margen de la sociedad.
IV.
HISTORIA DE LA DEVOCIÓN A MARÍA EN AMERICA LATINA
En la historia de América latina, la presencia de la devoción y del culto a María siempre ha sido una constante. La primera generación de la Conquista estuvo marcada por mucha violencia religiosa, destrucción de la cultura indígena en nombre de la pureza y verdad del cristianismo. Los conquistadores creían que los dioses indígenas eran malos y que ciertamente los conducirían al infierno. Siendo el cielo más importante que la tierra, todo valía para que no perdiesen la felicidad después de esa vida efímera y pasajera. Para los conquistadores, María está siempre de su lado contra los 613
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indios considerados infieles. Su guerra es santa y por eso la Virgen los protege en la dura faena de atraer a los indios a la fe. A partir de la segunda generación de la Conquista, el culto a María comienza a ser integrado en las costumbres de la América española y portuguesa. Después de la eliminación de millares y millares de «infieles» y de la consecuente victoria de los conquistadores sobre los nativos, comienza un proceso de acomodación de los conquistadores a la nueva cultura religiosa dominante. La integración del culto a María no se dio de forma inmediata y tranquila. Los evangelizadores de la época tuvieron siempre presente la preocupación de sustituir, en el caso de María, la divinidad de su diosa-madre por Nuestra Señora, para evitar según ellos la continuación de la idolatría. Entre tanto, a pesar de eso, se puede hablar más tarde de una integración sincrética entre las grandes divinidades de los indígenas y, después, de los negros, con el cristianismo. Un ejemplo de esa integración es el santuario en el monte Tepeyac en México, lugar de peregrinación a la diosa Tonantzin-Cihuacóatl y más tarde a Nuestra Señora de Guadalupe. En el período de las guerras de independencia con relación a España y Portugal (siglo XIX), María juega un papel tan importante como en el período de la colonización. Los caudillos de la independencia de los países latinoamericanos creen que su devoción a la Virgen fue una de las armas más poderosas para la conquista de la autonomía en relación a la metrópoli. En la América portuguesa eso aconteció en menor escala, pero la devoción a la Virgen era muy popular desde los tiempos de la Colonia, donde ermitas, oratorios y capillas fueran erigidos en su honor, y María fue también protectora de muchos movimientos de liberación, como el de los esclavos. Las devociones marianas se fueron multiplicando en los siglos XVIII, XIX e inicios del XX con la penetración creciente de las congregaciones religiosas europeas que implantaban la devoción a la Virgen de su lugar de origen. María ha sido la gran compañera y madre de muchas luchas populares en América latina. Muchos son los movimientos campesinos en Brasil, Bolivia y Perú que han sido estimulados por el amor del pueblo a la Virgen que lucha con ellos por su liberación. Otro ejemplo significativo es la devoción a la Purísima en Nicaragua durante el período de lucha de los sandinistas contra el régimen de Somoza. En El Salvador el mismo amor del pueblo a María lleva a monseñor Osear Romero a afirmar: «El verdadero homenaje que un cristiano puede tributar a la Virgen es hacer con ella el esfuerzo de encarnar la vida de Dios en las vicisitudes de nuestra historia transitoria» 2. 2.
Cf. María, esperanza nuestra, Managua, 1982.
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De todas las devociones a la Virgen María en América latina, la única que se puede decir que es fruto de una aparición tenida por sobrenatural es la Virgen de Guadalupe. En otros lugares del Continente, las devociones a la Virgen nacerán de una imagen o encontrada o esculpida por los nativos o traída por los mismos misioneros. Por tanto, Guadalupe ocupa un lugar privilegiado en la mariología latinoamericana, significando fundamentalmente que la Virgen asume maternalmente a los «nativos» de México y con ellos a todo el pueblo de América latina. La aparición de la después llamada «Indita» o «Morenita» al indio Juan Diego encierra una exigencia ética de consecuencias históricas importantes. Es la exigencia a que se cumpla el respeto absoluto al otro, de acoger de hecho y de derecho su trascendencia, en el respeto a su vida. En la aparición, la «divinidad» de lo blanco asume lo indígena o lo indígena la asume como suya para hacer valer su derecho al respeto y a la vida ante el poder blanco. La Virgen María habla, en la aparición, el mismo lenguaje que el indio. Conversan en su idioma, en el idioma de su pueblo y no en el idioma del colonizador. La divinidad parece que toma partido por el débil, por aquel con quien habla y al que se manifiesta. Para levantarlo y darle fuerzas ella se le hace semejante en el lenguaje. El indio la comprende y tiene absoluta certeza de su protección. La aparición se convierte en aliada del indio como colectivo, como cultura oprimida. La misión dada al indio por la Virgen es la de construirle un templo. La iniciativa de esa construcción viene de ella, pero la labor para que esto se haga viene del indígena. En esta tradición indígena popular es la mujer María la que envía en misión, a diferencia del Nuevo Testamento, donde es Jesús el que lo hace. La Virgen no tiene los mismos problemas del blanco opresor. Ella ama al indio y lo asume como hijo y por eso le da fuerzas para combatir en favor de su propia causa ante las autoridades eclesiásticas constituidas. Es como si la ejecución de lo pedido por la Virgen significase la afirmación de la identidad de un pueblo que comienza un nuevo momento de su historia. La aparición de la Virgen de Guadalupe y la creciente devoción que de ella proviene juega el importante papel de devolver a un pueblo explotado una identidad religiosa que va a ayudar a la construcción de una nueva identidad nacional. La Señora de la Concepción Aparecida, patrona de Brasil, se volvió negra en las aguas de un río, fue recogida por los pobres y protegió esclavos y esclavas, y presidió cofradías de negros. En su «encuentro» en las aguas del río Paraíba el pescador Joáo Alves y sus dos compañeros, que hacía tiempo no conseguían pez alguno, tuvieron una pesca extremadameante abundante. Los negros esclavizados del Brasil leen los signos de María —entre ellos el de haber liberado de sus grilletes a un esclavo encadenado a la puerta de su 615
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santuario— como indicador de la desaprobación de la esclavitud en Brasil por parte de la Señora. Desde entonces, la Virgen negra, la Aparecida para los pobres, forma parte del patrimonio inalienable de los negros discriminados y marginados de Brasil. Muchos otros rostros y muchas otras devociones señalan la presencia de María en el continente latinoamericano. Sin embargo señalamos preferentemente estos dos porque se refieren a dos sectores del pueblo latinoamericano particularmente oprimidos y discriminados: los indios y los negros, que hace siglos luchan y claman por la justicia y por ver reconocidos su lugar y sus derechos. La presencia de María como aliada en sus luchas es un dato significativo para la teología mariana en la perspectiva de la liberación.
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No es posible hoy, en América latina, hablar de Iglesia de los pobres, de organización y lucha por la liberación, sin hablar de las comunidades eclesiales de base, nueva forma de ser Iglesia, nacida en medio del pueblo según el Espíritu de Dios. Y hablar de las comunidades eclesiales de base es hablar y volver los ojos a María, esta mujer que cargó en su vientre libre y dio a luz al Libertador de los pobres, que es figura de la Iglesia, también de esta Iglesia que nace en medio de los pobres. Las comunidades eclesiales de base son la concrección de un proyecto de Iglesia. Proyecto que hunde sus raíces en la palabra de Dios, en la historia y en la nueva tradición, que va asumiendo cotidianamente formas siempre nuevas y originales dentro de su sencillez cotidiana, formado por personas pobres y sufrientes que se reúnen para reflexionar y celebrar su vida y sus luchas a la luz de la palabra de Dios. Y por eso son buena nueva. María fue y es también la concrección de un proyecto acontecido en medio de los pobres. Con Jesús y José forma una familia digna y sencilla que lucha por vivir con el pan ganado trabajosamente cada día, en coherente fidelidad con la corriente de los israelitas «pobres de Yahvé». A partir de su pobreza e insignificancia Dios planta en ella la semilla de liberación de todo un pueblo. Las comunidades son Iglesia profética, que se hace acontecimiento en medio de conflictos. Inquietan a los poderosos, son objeto de difamación y calumnia por parte de muchos y objeto de codicia y deseo de manipulación por parte de otros. En medio de ese tejido conflictivo, las comunidades eclesiales de base van procurando trazar su camino y encontrar siempre de nuevo el rumbo de su fidelidad al Dios de la vida. Así también el conflicto estuvo subyacente en toda la experiencia de María, desde su
proceso de embarazo «diferente» hasta su permanencia fiel y fuerte al pie de la cruz del hijo condenado como subversivo. En el corazón de la tensión dialéctica entre angustia y esperanza, entre amor y dolor, María y el pueblo de las comunidades eclesiales de base levantan su grito profético de denuncia de las injusticias y anuncio de liberación que ya aconteció para aquellos que esperan en Dios. Las comunidades eclesiales de base tienen a María muy presente en lo cotidiano de su vida y de sus luchas. La ven, además de madre del cielo, santa y misericordiosa, como hermana de la tierra, compañera de camino, madre de los oprimidos, madre de los despreciados. Ella es la protagonista y el modelo de una espiritualidad nueva, nacida en el «pozo» de la vida, del sufrimiento y de las alegrías del pueblo latinoamericano. Si María es —según el Concilio— figura de la Iglesia, sin duda se puede afirmar que en América latina ella es cada vez más figura de esa Iglesia de los pobres de la cual las comunidades son la concrección nueva y privilegiada. Su canto del Magníficat deja entrever, en la lectura hecha por el pueblo de las comunidades eclesiales de base, el «si» constante de María a Dios y a su plan, al mismo tiempo que su «no» a las injusticias y al estado de cosas con el que no es posible pactar, el «no» al pecado de indiferencia ante los sufrimientos que hacen víctimas de los otros. María, figura y expresión perfecta del pueblo fiel, sierva del Señor, es también mujer profética que carga sobre sí con la palabra de Dios y con las aspiraciones del pueblo, y habla y vive la denuncia del pecado y el anuncio de la alianza. A la Iglesia de los pobres que se concreta hoy en el camino de las comunidades eclesiales de base le toca, por tanto, reflexionar cada vez más sobre la persona y el misterio de María dentro de su contexto de opresión, lucha, resistencia y victoria. Reflexionar y elaborar un nuevo discurso teológico mariano implicará, pues, para esta Iglesia, volver sus ojos sobre sí misma, sobre su identidad y misión. Significará, confrontándose con la persona y la figura de María, examinar y discernir la veracidad de su «sí» y la oportuna osadía de su «no». Significará tomar el pulso a su testimonio y a su desempeño profético, evangelizador e igualmente martirial. Significará autoevaluarse en su compromiso de anunciadora de la Buena Nueva a los pobres y marginados y de denunciadora de todo lo que impide que esta Buena Nueva se convierta en realidad. El documento Marialis cultus afirma con vigor que María de Nazaret «fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisa o de una religiosidad alienante, antes bien, fue la mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de
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V. MARÍA Y LAS COMUNIDADES ECLESIALES DE BASE
I.
GEBARA
Y
M.
C.
LUCCHETTI
los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos» 3. Y el papa Juan Pablo II afirma: El Dios de la alianza, cantado por la Virgen de Nazaret, en la elevación de su espíritu, es a la vez el que derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos... La Iglesia, por tanto, es consciente —y en nuestra época tal conciencia se refuerza de manera particular— de que no sólo no se pueden separar estos dos elementos del mensaje contenido en el Magníficat, sino que también se debe salvaguardar cuidadosamente la importancia que «los pobres» y la «opción en favor de los pobres» tienen en la palabra del Dios vivo. Se trata de temas y problemas orgánicamente relacionados con el sentido cristiano de la libertad y de la liberación 4 .
La Iglesia debe de mirar hacia ella, madre y modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión 5 . A partir de ella la Iglesia deberá procurar siempre convertirse cada día para ser cada vez más la sierva del Señor, en quien son obradas sus maravillas.
ESPÍRITU SANTO
José
Comblin
En América latina, la experiencia del Espíritu Santo se hace en la forma que vio la Conferencia episcopal de Medellín: América latina está evidentemente bajo el signo de la transformación y el desarrollo... Esto indica que estamos en el umbral de una nueva época histórica de nuestro continente, llena de un anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva. Percibimos aquí los prenuncios en la dolorosa gestación de una nueva civilización. No podemos dejar de interpretar este gigantesco esfuerzo por una rápida transformación y desarrollo como un evidente signo del Espíritu que conduce la historia de los hombres y de los pueblos hacia su vocación'.
En los sufrimientos y las esperanzas de las actuales transformaciones, Medellín aplica el texto de Pablo sobre los gemidos y las primicias del Espíritu (Rom 8, 22-23) 2 . El documento de Puebla reafirma esta afirmación de la acción del Espíritu en la historia, específicamente en la historia presente de América latina: La renovación de los hombres y consiguientemente de la sociedad dependerá en primer lugar de la acción del Espíritu Santo. Las leyes y las estructuras deberán ser animadas por el Espíritu que vivifica a los hombres y hace que el evangelio se encarne en la historia... El Espíritu que llenó el orbe de la tierra abarcó también lo que había de bueno en las culturas precolombinas; él mismo les ayudó a recibir el evangelio; él sigue hoy suscitando anhelos de 3. MC 37. 4. RM 37, par. 3, 4 y 5. 5. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, 22 de marzo de 1986, p. 97.
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1. Medellín 4. 2. Ibid. 5.
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JOSÉ
COMBLIN
salvación liberadora en nuestros pueblos. Se hace, por lo tanto, necesario descubrir su presencia auténtica en la historia del continente 3 .
Ni Medellín, ni Puebla desarrollaron una teología del Espíritu Santo a partir de las afirmaciones básicas que aquí recordamos. Debemos reconocer que la teología latinoamericana tampoco ha elaborado una teología del Espíritu Santo específica. Hasta hoy sigue siendo en gran parte tributaria de la teología de la Iglesia latina: ésta no ha desarrollado una teología del Espíritu Santo, sino repetido los datos provenientes de la época patrística. Hasta hoy la teología latinoamericana está bajo el signo del «cristomonismo» al igual que toda la teología latina, tanto protestante como católica. Una teología del Espíritu Santo constituye más bien una virtualidad que se puede vislumbrar. Podemos imaginar por dónde caminaría una teología del Espíritu Santo a partir de los fundamentos de la teología latinoamericana. El movimiento pentecostal se está desarrollando con mucha intensidad y conoce una gran expansión en América latina tanto bajo su forma protestante como bajo su expresión católica. Las Iglesias pentecostales protestantes son con mucho las más vivas de todas las denominaciones protestantes. Hacen mucho proselitismo y conquistan millones de adeptos. Triunfan en el mundo popular, sobre todo en las poblaciones periféricas miserables de las ciudades, pero también en el campo. El mensaje que proponen no es específico, sino que implanta en América latina exactamente lo que han vivido en los Estados Unidos. Sin embargo, casi todas se mantienen ahora con pastores autóctonos y recursos propios. Son en cierto modo las Iglesias menos dependientes económicamente del exterior. En virtud de sus orígenes, los pentecostales son fundamentalistas en la doctrina e indiferentes a lo político. Sin embargo cuando los miembros de sus comunidades son directamente atacados, los pastores y las comunidades reaccionan. Así, los pentecostales pueden muy bien colaborar con movimientos populares de lucha sindical, política, incluso revolucionaria. El movimiento carismático católico penetró en las clases medias y allí se quedó. La separación de clases es tan radical en América latina que un movimiento implantado en una clase es incapaz de pasar a otra clase. El movimiento carismático católico es más impermeable que el protestante a lo social y lo político. En las clases medias se da un bloqueo que impide toda sensibilización a los problemas sociales. Estas mismas clases medias llevan este bloqueo a todos los movimientos religiosos que mantienen. En
3.
ESPÍRITU
Europa o en América del Norte el movimiento carismático podría abrise a los problemas sociales. En América latina es casi imposible.
I.
LA EXPERIENCIA DEL ESPÍRITU SANTO
Muy a menudo la experiencia del Espíritu Santo no conoce su nombre. En la teología y en el pueblo cristiano se habla de la experiencia del «Dios liberador». Sin duda, el impacto de los textos del Antiguo Testamento, sobre todo los del Éxodo, ha sido muy fuerte. El lenguaje se inspira en el Antiguo Testamento. Si el contenido de la experiencia ha sido enriquecido por el Nuevo Testamento, sucede frecuentemente que la formulación permanece fiel a las fuentes veterotestamentarias. Saben que el «Dios liberador» de América latina no liberará a su pueblo por medio de milagros como en Egipto o en el desierto. No le liberará desde fuera a golpes de su pura voluntad. Dios libera a su pueblo por medio de fuerzas y energías que coloca dentro de su pueblo, por medio de la iluminación y del carisma profético de líderes poderosos, de la unión y la solidaridad de comunidades vivas y por medio del entusiasmo de las muchedumbres que las comunidades y los profetas logran despertar. Al Dios liberador los cristianos latinoamericanos le reconocen y le sienten en medio de sí mismos, activo en sus acciones y compromisos. Ese Dios liberador es el Espíritu Santo, aunque no digan su verdadero nombre. Puede suceder que en el ardor de la acción política, los cristianos tengan la conciencia de estar desarrollando sólo fuerzas y factores sociales o políticos. Pueden no recordar las fuentes de tal acción. Sin embargo, cuando los pobres despiertan a una acción colectiva en este mundo, no son puras fuerzas sociales las que actúan. Se trata de una resurrección del ser humano, de un nuevo nacimiento de pueblos enteros, de una transformación total de seres humanos. ¿De dónde proceden tales movimientos? De la presencia del Espíritu Santo. La vida teologal y la vida política son, a ese nivel, una sola acción. La fe, la esperanza, la caridad y la acción política son una sola realidad de la persona humana que realmente nace a una vida nueva. No se trata de puras opciones pragmáticas en medio de asuntos discutibles. Se trata de la misma existencia del pueblo: en esto está implicado el Espíritu Santo. Dentro de tales experiencias de acciones históricas está presente la fuerza liberadora del Espíritu.
Puebla 199-201.
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SANTO
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JOSÉ
1.
COMBLIN
ESPÍRITU
Experiencia de acción
Desde la invasión ibérica, desde la importación de esclavos de África, las muchedumbres latinoamericanas han sido sometidas a la pasividad absoluta. La mayoría de la población, hasta el siglo pasado, estaba formada por esclavos. Pocos pueblos han sido tan reducidos a la pasividad durante tantos siglos por un número tan pequeño de dominadores. Aún hoy, gran parte del pueblo latinoamericano vive en la no-acción, objeto pasivo que trata de sobrevivir en medio de sociedades manipuladas por los poderosos. Son masas de individuos aislados. Los pueblos indígenas o africanos a los que pertenecían han sido destruidos. Sistemáticamente todos los esfuerzos por rehacer lazos comunitarios han sido impedidos. No se les permite ni continuidad, ni solidaridad. Por una parte, se les quitó la memoria del pasado y, por otra, no se les permite imaginar un futuro. En la formación de comunidades hay una verdadera resurrección: las masas pasivas aprenden a actuar. Los milagros evangélicos que tienen más éxito en América latina son los que narran que los paralíticos andan, los sordos oyen, los ciegos ven, los muertos resucitan: los que no actuaban, empiezan a actuar. Al principio las formas de acción son muy humildes: se trata de formas sencillas de colaboración entre vecinos, de reuniones para articular acciones de peticiones a las autoridades, o, más sencillamente todavía, de celebrar los humildes acontecimientos de la comunidad. Sólo el hecho de tomar iniciativas y asumir responsabilidades colectivas constituye una vida nueva. Cuando aparecen circunstancias favorables, las mismas comunidades que se habían formado en tales acciones tan humildes, se revelan capaces de asumir responsabilidades históricas decisivas para el porvenir de los pueblos. Así ha sucedido recientemente en América central, sobre todo en Guatemala, Nicaragua, El Salvador. Las comunidades cristianas ya no actúan como objetos en manos de poderes más fuertes que las manipulan, sino a partir de sí mismas, de su conciencia renovada, de sus energías movilizadas por sí mismas. Las comunidades cristianas interpretan el surgimiento de su acción a la luz de la Biblia. Ya en el Antiguo Testamento el Espíritu inauguró su acción liberadora al suscitar a los jueces (Jue 13, 25; 14. 6) y a los reyes (1 Sam 10, 10; 11, 6; 16, 13; 2 Sam 23, 2). Más tarde el Espíritu actúa por medio de los profetas. Hay promesas de una venida más abundante del Espíritu sobre el futuro mesías para que actúe con más fuerza: Is 42, 6-7; 61, 1-2. Este último texto ha sido aplicado a Jesús por Lucas en una perícopa que es una de las más frecuentemente citadas en la teología de la liberación: 622
SANTO
El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la buena nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (Le 4, 18-19).
En sus comunidades, Pablo tuvo que enfrentarse al entusiasmo de un movimiento carismático por el don de lenguas. Este don no produce frutos exteriores: sólo da satisfacciones individuales. Por eso Pablo llama la atención hacia los dones que «construyen» la comunidad, como el don de profecía. Son dones que actúan y producen (1 Cor 14, 4; 14, 12). La misma actividad incansable del apóstol Pablo es una extraordinaria manifestación del Espíritu Santo (1 Cor 2, 4-5, 10-16). Las comunidades latinoamericanas empiezan a experimentar la promesa de Jesús a sus discípulos: «El que cree en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún» (Jn 14, 12). Las acciones del Espíritu son diferentes de las acciones producidas sin él. América latina ha sido famosa, y aún lo es, por sus obras faraónicas, hazañas humanas realizadas con la sangre y los sufrimientos sobrehumanos de millones de esclavos o casi esclavos: la misma conquista, las minas de plata y de oro, las plantaciones; en el presente, las «obras faraónicas» del Brasil. Fueron y son obras que celebran el orgullo de sus promotores, pero revelan al mismo tiempo el menosprecio total por la dignidad de los millones de individuos sacrificados a la gloria de unos pocos. Son testigos de la voluntad implacable de algunos y de su dominación total sobre las muchedumbres. Las obras del Espíritu están basadas en la solidaridad y la colaboración de muchos, en una conciencia común. Las obras del Espíritu no buscan lo gigantesco. Buscan la medida humana. Las obras del Espíritu proceden de una voluntad común y no de la dominación de uno solo o de unos pocos.
2.
Experiencia de libertad
La experiencia de los pueblos latinoamericanos ha sido desde los orígenes una experiencia de frustación de libertad. Nunca faltaron las promesas de libertad. Y siempre vino la esclavitud. La distancia económica, cultural, política entre los grandes y los pequeños es tal que la libertad es el atributo de los poderosos. Estos siempre han hecho de la esclavitud de las muchedumbres la condición de su libertad. La libertad es el privilegio de los poderosos. Los pueblos latinoamericanos han expresado sus anhelos de libertad por la huida: huyeron hacia la selva tanto los indígenas expulsados de sus tierras o perseguidos por los mercaderes de esclavos, como los 623
JOSÉ
COMBLIN
negros rebeldes de las plantaciones, y como los campesinos pobres cuyas tierras eran robadas por los latifundistas. En América latina libertad significó huida y exilio. Hasta hoy. No significa participación y responsabilidad. La experiencia de la libertad la hacen los pobres cuando empiezan a reunirse para pensar juntos, formar asociaciones, ligas, sindicatos y comunidades. La hacen cuando empiezan a elegir a sus representantes, a buscar objetivos comunes, a luchar por su autonomía, sus derechos y su dignidad. La experiencia de la libertad la llevan a cabo en la lucha por la liberación. No se trata de una libertad acabada, establecida, sino de la libertad de luchar por la libertad. Hay libertad cuando aparecen relaciones horizontales entre iguales, cuando muchos se reconocen como hermanos y colaboran sin privilegios. Tal libertad no se reduce a lo económico, ni a lo político, ni a lo racial, ni a lo cultural aunque lo incluya todo. Tal libertad es la posibilidad de ser y existir por sí mismo, de crecer por sí mismo, de no ser robado todo su progreso por un poder superior que se lleva toda la producción. En América latina la libertad es incipiente. Siempre fue un atributo de los grandes: la misma independencia de las naciones no fue nada más que la independencia de los grandes. Hoy día los pequeños empiezan a aprender lo que significa libertad. Esta liberación la entienden a la luz de la Biblia. Es verdad que ha sido sobre todo la lectura del Éxodo lo que ha alimentado la experiencia de la libertad cristiana, pero no sólo la lectura del Éxodo en el texto del Antiguo Testamento, sino su relectura hecha por el mismo Jesús y los evangelios. Es verdad que no se ha insistido mucho en la relación existente entre la libertad y el Espíritu Santo. La doctrina de Pablo y de Juan sobre el Espíritu es ante todo un mensaje de libertad. Este mensaje es liberador para América latina, pues libera de toda religión de esclavitud. En América latina la religión oficial ha insistido en la obediencia. Ha hecho de la obediencia la misma base y el núcleo central del cristianismo. Fue el reflejo de la espiritualidad desarrollada en Europa bajo el signo de Trento, pero también el reflejo de una sociedad basada en la subordinación total de las masas. Pablo libera a la religión de todo espíritu de esclavitud, aun cuando en la práctica hace concesiones a las costumbres del judaismo o a las estructuras sociales de su tiempo. Radicalmente, el anuncio del Espíritu Santo es la apertura de un tiempo nuevo, el tiempo de la libertad: Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor 3, 17). Habéis sido llamados a la libertad (Gal 5, 13). Para ser libres nos libertó Cristo (Gal 5, 1)
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SANTO
El mensaje de Juan también es la libertad del Espíritu: Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu... El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adonde • va. Así todo el que nace del Espíritu (Jn 3, 6-8). Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos, adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu; y los que adoran, deben adorarle en espíritu y verdad (Jn 4, 23-24).
De esa forma, la religión cristiana empieza por liberar a los hombres de toda esclavitud religiosa o por motivos religiosos. Es la base de todas las demás formas de emancipación. El Vaticano II inició un proceso de emancipación de los cristianos en la declaración sobre la libertad religiosa, aunque no mencione su dependencia del anuncio del Espíritu Santo. La doctrina del Vaticano II aún era débil: sin embargo fue atacada y aún la atacan duramente o prescinden de ella en la práctica. El Vaticano II no tenía una doctrina del Espíritu Santo, y, por eso, no pudo elaborar un mensaje claramente cristiano de la libertad. Tampoco lo hicieron las dos Instrucciones de la Congregación de la Fe sobre la libertad y la liberación, en 1984 y 1986. Tampoco el cardenal Ratzinger tiene una teología del Espíritu Santo. Esta sólo podrá proceder de un pueblo cristiano realmente libre. Y éste sólo podrá ser el pueblo de los pobres. Una Iglesia que no sea de los pobres, siempre le tendrá miedo a la libertad. Una teología del Espíritu Santo sólo puede proceder de la praxis de un pueblo cristiano libre.
3.
Experiencia de palabra
Sólo los pueblos oprimidos saben el valor de la palabra. Los dominadores hablan y hablan mucho, pero hablan, sobre todo, para no decir nada, para impedir que ciertas palabras sean pronunciadas. Los dominadores saben que la libertad comienza por la palabra y por eso censuran las palabras. Todos saben que la sociedad está basada en la injusticia, pero nadie lo dice, porque el miedo es más fuerte. América latina se acostumbró al silencio de las masas. El indígena, en presencia del dueño blanco de la tierra, parece que no sabe hablar: se hace lo más tonto posible. Sabe que, si por casualidad tiene la razón, será castigado más severamente por la verdad que dice que por una mentira. Miente porque el dueño espera de él que mienta y lo castigará si no miente. Así, el trabajador negro en el campo y la ciudad. Así, los pobres en general: por obligación tienen que ser ignorantes y confesar su 625
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ignorancia. Tienen que confesar que sólo el patrón sabe y sólo el patrón tiene el derecho de saber y de decir. De ahí la extraordinaria impresión de liberación que viven los pobres cuando empiezan a hablar, cuando empiezan a decir la verdad, a decir lo que ocurre realmente, a contar la historia real de los hechos. La palabra es la primera expresión de rebelión contra la dominación. La palabra no tiene fuerza mágica, pero tiene la virtud de expresar una personalidad y ayuda a la personalidad a existir. La palabra es afirmación de sí. Cuenta menos el contenido de la palabra que el mismo hecho de hablar. La palabra de los pobres de América latina no es palabra científica, no es pura explicación, no es ciencia que ofrece soluciones por medios poderosos. No es filosofía, sistema, reflexión elaborada. Pueden buscar palabras o expresiones en las diversas filosofías, pero no es filosofía. Pueden usar palabras o esquemas marxistas, pero la misma palabra no se identifica con el sistema marxista: la palabra de las comunidades pobres es afirmación de sí mismas, voluntad de existir, expresión de dignidad. Tal palabra denuncia el silencio en el que fueron dominados los pueblos, denuncia las estructuras de dominación, anuncia una vida nueva, una sociedad diferente. Convoca y reúne a los pobres. Estimula, anima, fortalece las comunidades, enuncia proyectos, muestra horizontes y metas. Es mucho más simple que una ideología: es el advenimiento en la sociedad de los que pueden existir, aunque no sean capaces de forjar ideologías. Después, los intelectuales podrán añadir ideologías si es que así dan más fuerza a la palabra de los pobres. Pero ésta es anterior a todas las ideologías y vale más que todas ellas. Vale aunque las ideologías fueran todas ilusiones. Vale porque es la manifestación de personas reales que no podían existir y quieren existir. Esta es la palabra en el sentido bíblico, concepto básico en el mensaje de la Biblia. La palabra es inspirada por el Espíritu, por lo menos la palabra en su sentido fuerte y específico. Inspirada por el Espíritu, la palabra más fundamental es el grito de los oprimidos. El clamor de los oprimidos nace en Egipto y resuena durante toda la historia de Israel. Clamor del pueblo oprimido en Egipto, clamor de los oprimidos de Israel en tierra de Canaán, clamor del pueblo en el exilio, clamor que es el derecho de los pobres. Jesús también clamó en la cruz, asumiendo todo el clamor de los siglos. El pueblo cristiano, pueblo pobre y oprimido desde su nacimiento, tiene también el derecho de clamar al Padre y de contar con su atención y su respuesta. El Espíritu Santo está a la raíz del clamor del pueblo cristiano que gime en la esperanza de la resurrección: 626
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SANTO
Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: Abbá, Padre (Rom 8, 14-15; también, más globalmente, Rom 8, 14-27). La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama Abbá, Padre (Gal 4, 6).
Después de la resurrección el clamor no desaparece porque las luchas y las angustias aún permanecen. Pero la luz de la resurrección proporciona al clamor una seguridad mayor. A la luz de la resurrección, el clamor incluye un evangelio, un anuncio de la liberación. El Espíritu da fuerza al evangelio de los pobres. El Espíritu inspiraba a los profetas como afirma el símbolo nicenoconstantinopolitano. Después de Pentecostés los profetas se multiplican porque el Espíritu es enviado a todos los siervos y las siervas. Los miembros del tribunal de los judíos quedan admirados porque no saben que el Espíritu está presente: Viendo la valentía con que hablaban Pedro y Juan, y sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura, estaban maravillados (Hech 4, 13).
El Espíritu Santo produce palabra: el libro de los Hechos de los Apóstoles es una exposición clara de esta producción de palabra por el Espíritu. Según el evangelio de Lucas, el mismo Espíritu ya había hecho de Jesús un anunciador del reino de Dios. Según la teología de Pablo, el mismo Espíritu es el que hace a los apóstoles hombres de la palabra. El mismo Pablo es una prueba evidente de la fuerza del Espíritu: Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder (1 Cor 2, 4).
Según Juan también el Espíritu está ligado a la palabra: Podréis conocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiese a Jesucristo venido en carne, es de Dios (1 Jn 4, 3).
4.
Experiencia de comunidad
Si las comunidades cristianas se reconocen como palabra en las palabras bíblicas y los ministerios de la palabra instituidos por la Biblia, ellas se reconocen también como tales comunidades a la luz de la Biblia. Aquí también la Biblia viene a iluminar la práctica de los cristianos. Las comunidades cristianas populares no son sencillamente el 627
JOSÉ
ESPÍRITU
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producto de factores sociales espontáneos: no son el producto natural de la miseria, el medio que las culturas populares inventan para sobrevivir. No negaremos los factores sociológicos. Sin ellos el fenómeno de las comunidades sería muy difícil. Es verdad que las masas latinoamericanas han sido reducidas al estado de masa por las conquistas sucesivas. La dominación colonial y neocolonial provoca inmensas migraciones y solidaridades locales ante los pueblos y familias destruidos. De esta forma, conglomera en las minas, las plantaciones, las periferias de las megalópolis, en las favelas y poblaciones callampas, a millones de personas separadas, aisladas, sin raíces. En tal situación, los pobres sobreviven porque se ayudan. Tratan de formar nuevos lazos y nuevas solidaridades. Sin embargo, la misma sociedad que disolvió los lazos antiguos se opone a la formación de lazos nuevos. El triunfo de la comunidad sobre las fuerzas de disociación que hay en la sociedad requiere algo más que fuerzas puramente naturales. Hay poblaciones que se hacen sencillamente asocíales, anárquicas. Hay masas humanas que viven en el peligro permanente de un mundo sin leyes ni orden. Por sí solos los factores sociológicos no lo explican todo. Hay en las comunidades cristianas algo nuevo que parece ser un milagro de Dios. Hay una fuerza que suscita generosidad, dedicación, sacrificio, algo que es comparable a los orígenes del cristianismo. Dentro de los espacios descritos por la sociología y abiertos a nuevas formas de asociación, aparecen fuerzas extraordinarias de personas que saben dedicar su vida al nacimiento de una vida realmente comunitaria. Pues la comunidad nunca nace por sí sola, sino con la ayuda, la inspiración y la palabra profética de personas dedicadas a ella. La comunidad sólo se entiende a la luz de la revelación bíblica. En ella hay algo del reino de Dios. Ella procede de la fuerza del Espíritu de Jesucristo. Los cristianos entienden lo que pasa entre ellos como renovación de lo que sucedió en los primeros tiempos de la Iglesia cuando la acción del Espíritu se hacía sensible. En cierto modo ella también es una señal sensible del Espíritu en el mundo. Además, la pequeña comunidad no se encierra en sí misma, sino que se abre para ser la semilla de un pueblo nuevo fundado en relaciones de hermandad y no de dominación. La comunidad se ve a la luz de la primera comunidad de Jerusalén y de las comunidades paulinas en las que el Espíritu se manifestaba de modo tan visible. Las comunidades de la Iglesia primitiva mostraban claramente el modelo de una Iglesia comunitaria que vive a partir del Espíritu con la mediación de los apóstoles, pero como entidad autónoma, presente localmente. Las comunidades actuales son también la Iglesia que vive en un
pequeño número de seglares: cuenta con los servicios de ministros, pero tiene su consistencia en sí misma y no está en dependencia del clero. El Espíritu hace que los pobres sean capaces de mantener por sí mismos su comunidad y crean con las otras comunidades lazos de comunión. La comunidad es comunión y la comunión procede de la caridad (mejor: de la solidaridad, para traducir la palabra griega ágape). Y la caridad es el primer fruto del Espíritu, el carisma más excelente de todos (1 Cor 12, 30-13, 13; Gal 5, 22-25). De la unión de las comunidades nace la Iglesia grande, comunión nacida de todas las naciones por el Espíritu (Ef 2, 11-22; 4, 2-4). El Espíritu no crea sólo una Iglesia comunitaria, sino una humanidad en comunión. Las comunidades latinoamericanas no quieren sólo renovar la figura de la Iglesia, sino más bien, en primer lugar, renovar la estructura de la sociedad. La vida comunitaria vivida en la base de grupos de familias populares constituye el tejido de una nueva vida social, una promesa de renovación de la sociedad entera. Esta no puede nacer sólo de decretos políticos: necesita partir de la voluntad de personas concretas.
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5.
Experiencia de vida
América latina hace la experiencia del Dios de la vida en un mundo que se presenta a menudo como el reino de la muerte. Cuando la existencia es vivida en una situación de peligros, amenazas y miedo permanente, el gran milagro es la vida. La vida aparece como victoria sobre las fuerzas de muerte. La lucha de cada día es a menudo una pura lucha por la sobrevivencia, por el pan de cada día. La mayoría ni siquiera tiene la posibilidad de pensar en grandes proyectos de liberación. La liberación es vivida como la conquista del alimento de cada día, un triunfo que tiene que renovarse cada día, pues la inseguridad es total. La vida de los pobres es una vida disminuida: cuerpo bajo y delgado, prematuramente envejecido, con mala salud, sin remedios eficaces, medios de subsistencia insuficientes, alimentación insuficiente, instrucción insuficiente, cultura deficiente. Sus anhelos son que sus hijos tengan una vida mejor. Muchas veces, sin embargo, se preguntan si sus hijos no tendrán una vida peor. De allí nace una voluntad tan fuerte de vivir. No hay suicidios entre los pobres. Quieren vivir. Aprecian la vida aun con todas sus limitaciones. Para ellos la vida no es ni riqueza, ni poder, ni gloria, ni grandeza. La vida tiene valor en sí misma, como pura vida, aun sin los ingredientes que los ricos creen indispensables. Pero la vida
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es también compartida: la vida vale si es vivida con otros, comunitariamente. Ahora bien, el Dios de la Biblia es Dios de la vida. Y el Dios de la vida es el Espíritu Santo. Los latinoamericanos aspiran al Espíritu Santo al buscar la vida. Desde el Antiguo Testamento (Ez 37), el Espíritu es fuerza de vida: es capaz de resucitar aun los muertos. El don del Espíritu dado por Cristo resucitado es promesa de resurrección y vida eterna después de esta existencia terrestre. Pero la resurrección ya produce sus primeros frutos en esta tierra en la fe de los creyentes (Rom 8, 11):
ESPÍRITU
SANTO
te políticos. Quieren más que una revolución política: una conversión total del mundo, lo que sólo el Espíritu de Dios puede hacer. 1.
El Espíritu y la renovación del mundo
En las viejas cristiandades los cristianos ya no aspiran a transformaciones maravillosas. Las teologías oficiales están contentas con lo que decía Tomás de Aquino, que Dios había dado en la Iglesia todo lo que tenía para dar a los hombres en este mundo. No se debía esperar nada más allá de la Iglesia. Los cristianos de hoy no se resignan a tal reducción de la esperanza. Para ellos los temas bíblicos insinúan más que eso. Esperan una transformación del mundo. Entienden que los temas bíblicos anuncian una nueva edad de la creación, una verdadera renovación de toda la creación, no sólo de la vida individual de algunos santos por la práctica de las virtudes heroicas. Entre los pobres oprimidos se vive una esperanza que las Iglesias establecidas dan la impresión de querer apagar. Los clérigos invocan la sabiduría desilusionada del Eclesiastes: nada nuevo bajo el sol. En América latina los pobres quieren más. Tampoco se puede interpretar su esperanza en términos puramen-
El Espíritu Santo es el principio de la resurrección de los cuerpos (Rom 1, 4; 8, 11; 1 Cor 14, 44). Si el mismo Espíritu que resucitará los cuerpos ya está presente, ¿no podrá producir ya efectos de resurrección incipiente en este mundo? El Espíritu Santo es la presencia actual del reino de Dios: es el primer paso, el comienzo del reino de Dios en esta tierra (2 Cor 1, 22; Gal 5, 5; Ef 1, 13-14). Muchas veces se entiende el reemplazo del reino de Dios por el Espíritu Santo en los escritos sucesivos del Nuevo Testamento en el sentido de que el reino de Dios utópico de Jesús habría sido reemplazado por el concepto más realista de Espíritu Santo. El Espíritu Santo sería el signo de una transformación puramente interior del ser humano: lo que en el reino de Dios podía insinuar un sentido social o histórico, habría sido eliminado. Poco a poco el cristianismo habría perdido el sentido utópico que había en la más antigua tradición evangélica. ¿Sería cierta esta interpretación? ¿El Espíritu Santo sólo produciría frutos interiores y nada produciría en el mundo y en la historia? Hay en el pueblo oprimido y pobre una protesta muy fuerte contra tal interpretación, por lo demás muy tradicional. Reducir el Espíritu Santo al ámbito de la interioridad es proyectar en el Nuevo Testamento la restricción de sentido que se presentará más tarde en la Iglesia establecida. Notemos que siempre hubo en la Iglesia un sector que no se resignó a esta eliminación del Espíritu del mundo y de la historia. Pero durante la cristiandad aquellos creyentes estuvieron bajo sospechas y habitualmente fueron rechazados. Fueron empujados hacia las «herejías», concepto actualmente en plena revisión histórica. El Espíritu Santo es el principio de la creación y de la nueva creación. La tradición cristiana entendió que el Espíritu que «aleteaba sobre la superficie de las aguas» (Gen 1, 2) al principio de la creación era el Espíritu Santo. El himno medieval canta el «Veni creator Spiritus». El cántico de Judit celebra el Espíritu creador: «Sírvante a ti las criaturas todas, pues hablaste tú y fueron hechas, enviaste tu espíritu y las hizo» (Jdt 16, 14). El Salmo canta también: «Envías tu espíritu y son creados y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104, 30). Si hay una nueva creación, una renovación de la faz de la tierra, ¿cómo podría limitarse a una renovación puramente interior? ¿no habría nada para la vida presente del mundo y de la sociedad humana?
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Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él (Jn 7, 37-39).
La fe no transforma inmediatamente los cuerpos debilitados, pero sí les confiere una fuerza nueva. Los cuerpos frágiles de los pobres se hacen portadores de las energías del Espíritu y su fecundidad provoca admiración. El Espíritu produce una vitalidad nueva en un pueblo tan destrozado por tantas miserias físicas y morales. El Espíritu muestra su presencia. En su actuación está la esperanza de la liberación de los oprimidos. Confesamos el símbolo niceno-constantinopolitano, que dice: «creemos en el Espíritu que da la vida».
II.
EL ESPÍRITU SANTO EN LA HISTORIA DEL MUNDO
JOSÉ
COMBLIN
El Espíritu crea también a un hombre nuevo. Genera un nuevo nacimiento (Jn 3, 5. 6. 8). El Vaticano II interpreta los textos relativos a la nueva creación diciendo que «el hombre es redimido por Cristo y hecho en el Espíritu Santo nueva criatura» (GS 37, 4). Tales textos, que relacionan el Espíritu Santo con la creación y la nueva creación, han orientado el concilio Vaticano II: El pueblo de Dios... a quien conduce el Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos... los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios (GS 11, 1). El Espíritu del Señor que llena el orbe de la tierra (PO 22, 3). Dios obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también, con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a ese fin (GS 38, 1)
En estos textos el Espíritu busca claramente la renovación de la tierra entera y no sólo de la vida interior. En los actuales movimientos de liberación de los pueblos está actuando el Espíritu de Dios. Hay algo del Espíritu que los cristianos han de discernir y recuperar: tendrán que seguir los signos marcados allí por el Espíritu. En otros tiempos, los movimientos de cambio social fueron rechazados como inspirados por la rebelión del demonio. Todavía hay cristianos que así piensan en América latina. Pero ya no son toda la voz de la Iglesia. Nació otra conciencia que sabe descubrir el Espíritu Santo activo en los movimientos del mundo y no sólo dentro de los espacios eclesiásticos. 2.
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No es de extrañar que en la historia de la Iglesia las reformas comiencen con movimientos de pobreza. Desde el monje Antonio del desierto hasta los reformadores medievales y los renovadores del siglo XX, la fuerza del Espíritu empuja hacia la vida de pobreza al encuentro con las masas pobres y oprimidas del mundo. Espiritualidad es algo ligado a la pobreza. El Espíritu actúa así al revés de la historia. No rechaza las mediaciones de las fuerzas históricas: ni el desarrollo científico y técnico, ni el desarrollo económico, ni el poder político, ni siquiera las mediaciones militares en casos extremos, pero subordinándolas a la fuerza de los pobres. Esta actúa por medio de la paciencia, de la perseverancia, de la protesta, de la petición. Sólo en última instancia y en casos límites los pobres recurren a la violencia. Si es verdad que la violencia fue la matriz de la historia, no es ella el camino de los pobres. Ellos fueron y son las víctimas de la violencia y no sus protagonistas. El Espíritu actúa en contra de la violencia y de la explotación del trabajo con las armas propias de los pobres. La tensión entre los medios violentos de los poderosos y los medios pacíficos de los pobres es una constante en la historia del Espíritu. En este sentido, el Espíritu Santo es el origen de un conflicto radical en la historia, conflicto permanente y alimentado por su presencia activa: el conflicto entre las fuerzas de dominación, que usan los recursos que la misma historia pone a su disposición, y las fuerzas proféticas de resistencia de los pobres, desarmados y privados de los medios de acción que ellos mismos construyeron con su trabajo. La paz del Espíritu sólo se construye sobre la base de la restitución a los pobres de los frutos de su trabajo y el despojo de los privilegios injustamente acumulados por los poderosos.
El Espíritu Santo y los pobres
El Espíritu Santo actúa en el mundo por medio de los pobres. Este principio fue establecido y afirmado claramente por Pablo (1 Cor 1, 26-2, 16). No es una afirmación particular o aislada en la Biblia: es el centro de su visión de la historia. Desde su origen, el pueblo de Israel fue escogido para ser el portador de los designios divinos por haber sido el pueblo más débil y más pobre. Dentro de Israel, Dios elige a los más débiles como representantes del verdadero resto de su pueblo. El mesías anunciado por Isaías, Zacarías y todos los profetas será un rey pobre y rey de los pobres. Jesús es la realización del servidor de Dios, humillado y menospreciado por los grandes. En su misión profética en la tierra de Israel, Jesús actúa en medio de los pobres, se dirige hacia los pobres de Israel, escoge entre ellos a sus discípulos. Su Iglesia comienza en medio de los pobres. 632
3.
El Espíritu Santo y el mesianismo
temporal
Las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento anuncian bienes temporales. Jesús adopta tales profecías, por ejemplo en Le 4, 1819. La misma acción de Jesús se refiere a la condición material de su pueblo: cura los enfermos, alimenta a los hambrientos... Una interpretación dominante durante siglos, sobre todo durante los siglos de cristiandad, quiere que tales bienes mesiánicos sean sólo imágenes o figuras literarias para indicar los bienes espirituales que trae la Iglesia: la conversión interior, la fe, las virtudes. Sin embargo siempre hubo en el cristianismo una tendencia presente, sobre todo en los pobres, que no se convenció. No querían aceptar que todo lo que Jesús prometía era sólo figura literaria de bienes puramente interiores. 633
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Estas tendencias encontraron en la edad media latina su expresión literaria más clara en las obras del monje Joaquín de Fiore (siglo XIII). Estas obras tuvieron un influjo grande en el movimiento de los franciscanos llamados «espirituales». Según Joaquín de Fiore, Jesús habría anunciado el advenimiento de una edad del Espíritu Santo. Bajo la cristiandad de Constantino, el cristianismo habría realizado sólo una fase transitoria e imperfecta del mensaje de Jesús: aún había una forma de dominación. Pero debía llegar una época del Espíritu Santo: sería la edad de los pobres, de la no-violencia. El ideal de Joaquín de Fiore coincide casi perfectamente con las utopías de las revoluciones modernas. La Iglesia condenó como heréticas las previsiones de Joaquín Fiore: el Espíritu Santo habría dado todo a la Iglesia. Más allá de la Iglesia no habría nada, y en el mundo nada se podía esperar del Espíritu Santo. Desde entonces las aspiraciones mesiánicas y espiritualistas se apartaron de la Iglesia. Aparecieron los movimientos revolucionarios con una larga trayectoria desde finales del siglo XIV. Al principio creyeron estar inspirados por el Espíritu Santo. Pero poco a poco hicieron una interpretación puramente secular de sus contenidos y de su dinamismo, como si fueran movimientos nacidos puramente del hombre y de la materia sin interferencia de un Espíritu Santo. Al final de la evolución aparecieron en el siglo XX las revoluciones totalmente ateas y antirreligiosas. Por el momento, tanto los movimientos revolucionarios como los cristianos pobres están en un proceso de revisión. ¿Habría puramente fuerzas naturales en los movimientos de transformación del mundo? ¿El Espíritu Santo estaría ajeno a tales movimientos? La teología de la liberación insiste en un acercamiento. No quiere ni revoluciones puramente seculares, ni un cristianismo puramente interior y privatizado. Cree que hay un contenido de verdad en las profecías mesiánicas de los profetas y de Jesús y en las interpretaciones mesiánicas de los cristianos de todos los tiempos. Hay una transformación posible en este mundo aunque nunca sea definitivamente conquistada, ni perfectamente realizada. De modo particular, cree ahora que las revoluciones modernas no han sido inútiles, ni vacías de contenido humano y espiritual. Reconoce en ellas señales del Espíritu a pesar de todos los sufrimientos, todas las violencias. Las revoluciones anticoloniales, encabezadas por la Revolución americana de 1776, no han sido en vano. La Revolución francesa de 1789 y todas sus hijas del siglo XIX no han sido en vano. Las revoluciones socialistas del siglo XX no han sido en vano o sin contenido. No han sido totalmente ineficaces. El mundo no ha vuelto a ser igual que antes. Así, también, los pueblos latinoamericanos creen que sus 634
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futuras revoluciones buscarán otro modo de vivir, una vida mejor, un reino de Dios. No esperan el paraíso en la tierra, pero sí un mayor acercamiento al reino de Dios futuro. Creen que el Espíritu manifestará su eficacia en la historia, promoviendo un mesianismo temporal real, aunque incompleto. No creen que toda la acción del Espíritu Santo permanezca encerrada dentro del recinto de la Iglesia y que no se pueda esperar nada más que la misma Iglesia. En este sentido reasumen las perspectivas de Joaquín de Fiore, de los antiguos franciscanos «espirituales», y de toda una tradición cristiana, muchas veces subterránea. Leen en el Apocalipsis la perspectiva de realizaciones parciales en esta tierra. No hay libro que sea leído con más pasión que el Apocalipsis de Juan: es el libro que pone en palabra la condición actual de los oprimidos y expresa sus esperanzas. Es también el libro de las profecías del Espíritu. 4.
La dialéctica de la Iglesia y del mundo
La Iglesia nació de la reconcialiación entre el judaismo y el paganismo por la fuerza del Espíritu Santo (Ef 2, 14-22). El Espíritu creó una sociedad nueva a partir del fermento del judaismo y de la herencia de todas las naciones del mundo. No hizo una yuxtaposición, ni una síntesis, pero hizo algo nuevo en lo que, tanto el judaismo como las civilizaciones paganas, se pudieran reencontrar sublimadas y perfeccionadas. Ambos perdieron sus limitaciones y lo que los separaba del otro, pero nada perdieron de cuanto tenían de positivo. Algunos entendieron el texto de Ef como si la reconciliación fuera una tarea ya terminada. Sin embargo en la misma carta a los Romanos Pablo anunció que el pueblo de Israel permanecería separado hasta el fin de los siglos como testigo de la obra inacabada. El encuentro entre judaismo y paganismo será un nuevo desafío hasta los últimos tiempos. No sólo porque el judaismo permanece, sino porque también las civilizaciones del mundo aparecen como desafíos cada vez más difíciles. La Iglesia está en medio de esta obra de reconciliación. Es el instrumento del Espíritu Santo y la primera señal de su eficacia histórica. Sin embargo la Iglesia está ella misma dentro de la historia y sufre los impactos y los influjos de la historia. A pesar de estar destinada a la reconciliación, la Iglesia se deja rebajar e instrumentalizar: se asimila a veces al judaismo y a veces al paganismo. Por su vocación tendría que estar más allá del judaismo y del paganismo. Históricamente vacila entre los dos polos de la corrupción. En los siglos II y III la Iglesia volvió a asumir muchos elementos del judaismo y apareció como sinagoga. 635
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A partir de Constantino la Iglesia se dejó integrar dentro del imperio romano y tendió hacia una paganización. Hasta fines de la edad media la tendencia hacia el paganismo prevalece: de ahí la llamada a la reforma que llena los siglos de la cristiandad. Después del gran cisma protestante y de la secularización progresiva de la sociedad occidental, la Iglesia se inclina de nuevo hacia el judaismo y se defiende tomando la figura de una sinagoga. Se defiende por su ley, por su separación de los paganos, por su intransigencia, por su fidelidad a la letra y a las tradiciones. Hoy en día de nuevo se plantea el problema de la reconcialiación. El Vaticano II planteó la realidad de un nuevo mundo pagano para ser evangelizado. De nuevo el desafío es la salida más allá de los muros protectores de la sinagoga. El Espíritu anima esa dialéctica, mostrando a los cristianos los signos de los tiempos. Hoy día el primer desafío es el mundo pagano y la evangelización. La voz más fuerte ha de ser la de Pablo y no la de Santiago, la de Corinto y no la de Jerusalén. Es lo que percibe la Iglesia latinoamericana.
III.
1.
EL ESPÍRITU Y LA IGLESIA
La Iglesia nace del Espíritu Santo
Una tesis constante de la eclesiología latinoamericana es que la Iglesia nace de los pobres (L. Boff, G. Gutiérrez, J. Sobrino, R. Muñoz, etc.). Esta tesis es una expresión de la doctrina de la creación de la Iglesia por el Espíritu Santo. La Iglesia no nació directamente de la obediencia humana de los discípulos a las instrucciones de Cristo. Jesús no fundó la Iglesia del modo como los hombres fundan las instituciones humanas. Todo lo dejó muy indeterminado. Si bien la Iglesia es continuadora de Cristo, el modo concreto y práctico de su imitación no proviene de la simple meditación de las enseñanzas de Jesús. El papel del Espíritu es mucho más radical que el de simple ayudante. En realidad la misma distancia que el Nuevo Testamento muestra entre Jesús y la Iglesia de Corinto es testigo del papel radical del Espíritu Santo. De las enseñanzas de Jesús sería imposible deducir la Iglesia de Corinto. Ese fue el motivo por el que varios han dicho que el creador del cristianismo no habría sido Jesús, sino Pablo. En realidad fue el Espíritu Santo, que utilizó los servicios de Pablo y creó una nueva expresión de la voluntad de Jesús. Esta creación del cristianismo por el Espíritu se hace en cada nueva época de la historia de la Iglesia. El Vaticano II reconoció que estábamos en el umbral de una nueva época. Por lo tanto el Espíritu Santo está haciendo una nueva creación de la Iglesia. 636
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El Espíritu Santo hace brotar la Iglesia en comunidades, dispersas por el mundo. La Iglesia no nace a partir de un centro, por vía de descentralización a partir de un centro, sino a partir de la periferia. Nace simultáneamente, o sin orden aparente, en varios lugares del mundo. Después, los diversos grupos buscan la manera de establecer contactos entre sí. Si bien la predicación es necesaria para suscitar una comunidad nueva, tal predicación se hace de modo discreto y humilde por medio de los viajes de los creyentes. Hoy día, también es ésta la figura de la Iglesia. Aparecieron comunidades sin orden previsible en diversos lugares de América latina. Continúan naciendo sin planificación. Estas comunidades no buscan el aislamiento. Por el contrario, buscan el acercamiento. Se colocan bajo la autoridad legítima de los obispos y del papa. Pero no nacen ni por la voluntad del obispo, ni por la iniciativa del ,papa. El misterio de la Iglesia está ligado a su nacimiento del Espíritu. La Iglesia no nace como efecto espontáneo de fuerzas sociológicas, aunque éstas influyen en su historia. Nace de modo misterioso por el Espíritu que encuentra personas disponibles. Obra del Espíritu es la comunión dentro de las comunidades y entre las comunidades. La comunión eclesial no puede ser sólo una disposición interior. En el Nuevo Testamento ella incluye necesariamente relaciones materiales de intercambio de bienes según las necesidades de cada uno. Ahora bien: ¿dónde se dan esas relaciones materiales? Se dan en la realidad de las comunidades de los pobres, y también en el servicio de los que, habiendo nacido ricos, se han despojado de sus riquezas y hecho semejantes a los pobres. El llamado de Medellín a una Iglesia pobre es una precondición de la comunión eclesial. La presencia del Espíritu en la raíz de la Iglesia toma una orientación ética en la comunión, y también una orientación estética en la oración y la fiesta. El Espíritu es fuente de la alegría de las Iglesias. En la oración, la alegría, el agradecimiento y la alabanza al Padre son productos del Espíritu. Aunque todavía falta mucho para la creación de una nueva liturgia en América latina, ésta es una preocupación permanente. Mientras tanto, las antiguas formas de oración popular descubren un nuevo vigor. 2.
El Espíritu y las notas de la Iglesia
El Espíritu es el motor de la unidad en la Iglesia (1 Cor 12, 13; Ef 4, 5). En América latina la unidad entre las comunidades se busca espontáneamente. La unidad con los obispos y con el papa es un presupuesto que nadie pone en duda, aunque en muchos lugares obispos o la curia romana manifiesten tanta desconfianza hacia las 637
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La Iglesia de los pobres inventa un nuevo modelo de santidad. En un continente marcado por gigantescos pecados sociales y personales, donde la vida no cuenta nada, donde el homicidio queda siempre impune si proviene de los poderosos, donde las injusticias alcanzan niveles increíbles de opresión, donde la corrupción es el mismo principio de la vida pública, la emergencia de personas y comunidades tan pacíficas, tan pacientes, tal solidarias constituye un milagro permanente. La palabra del evangelio suscita milagros de santidad. Esta santidad culmina en los miles y miles de mártires que ofrecieron su vida con calma y dignidad: animadores de comunidades, responsables de asociaciones populares, humildes colaboradores de las comunidades. Fueron decenas de miles los que merecieron el nombre de mártires. Son los testigos del Espíritu. La apostolicidad que procede del Espíritu no se reduce a aspectos formales o jurídicos, como sucedió tantas veces en la eclesiología apologética transmitida desde fines de la edad media. La apostolicidad está en la fidelidad al testimonio de los apóstoles, testimonio consignado en el Nuevo Testamento. Lo esencial de la apostolicidad es el retorno al mensaje de los apóstoles, cuando la Iglesia era pobre, sin fuerza política, sin prestigio cultural. En esto la apostolicidad es un hecho espiritual y no sólo sociológico.
comunidades de base. Muchos tienen la impresión de que todavía subsiste en la jerarquía una angustia por la herejía y el cisma. Para ella todos los seglares son sospechosos de querer destruir la Iglesia y su unidad. Por eso multiplican los medios humanos de imponer la unidad por medio de la uniformidad: uniformidad teológica, litúrgica, canónica. En América latina se interpreta esa búsqueda de la unidad como falta de fe en el Espíritu Santo. El Espíritu, ¿sería tan débil que necesite tantos recursos puramente humanos, a imitación de las sociedades políticas, más aún, de las dictaduras de este mundo? ¿No será un insulto al Espíritu Santo la forma como se distancian los obispos actualmente, contra la voluntad del episcopado nacional, contra los votos del clero y del pueblo, sólo porque ciertos hombres son más fieles ejecutores de todos los deseos de la Santa Sede? ¿No será un insulto al Espíritu Santo la práctica generalizada de la delación como medio de comunicación predominante entre la Santa Sede y las Iglesias locales? ¿No será un insulto al Espíritu Santo la práctica del secreto de Estado, de tal suerte que el pueblo cristiano nada puede saber de la gestión financiera en la Iglesia, de los nombramientos y sus motivos, de las razones que dictaron los cánones? ¿No será un insulto al Espíritu Santo la censura practicada según los métodos de las dictaduras de las que América latina tiene tantas experiencias? ¿No será un insulto al Espíritu Santo la ausencia de un sistema judicial auténtico en el que el juez y el acusador no sean la misma persona? Para la Iglesia que nace del pueblo, ni la herejía, ni el cisma son problemas urgentes en la actualidad. Urgente es la evangelización de los pobres que han sido abandonados por la Iglesia clerical durante tantos siglos. Confían en la fuerza del Espíritu para mantener la unidad a través del diálogo, la paciencia, la perseverancia. Desde el día de Pentecostés el Espíritu abre la Iglesia a los otros. En América latina, desde el inicio, la catolicidad quedó limitada por la voluntad de los conquistadores y sus sucesores. Oficialmente la colonización tenía como justificación la conversión de los indígenas y la esclavitud de los africanos se defendía por las ventajas de la evangelización. Sin embargo, para ambos la cristianización fue cosa forzada. Hasta hoy no ha habido una verdadera evangelización de los indígenas y de los negros, salvo en algunas regiones excepcionalmente. El cristianismo que se les propone es una cultura occidental contra la que no pueden luchar. Se les impone un evangelio con ropaje occidental y es muy difícil para ellos distinguir lo que es cristiano y lo que es occidental. El Espíritu Santo sin duda empuja hacia el nacimiento de una Iglesia indígena y de una Iglesia negra con toda la necesaria autonomía y en comunión con la Iglesia blanca.
La Iglesia es espiritual en la evangelización. Por el Espíritu se hace servidora de la palabra de Dios. Ella se somete a la palabra escrita en la Biblia. Por la iluminación del Espíritu la Iglesia descubre el significado actual de las palabras escritas en la Biblia. Este oficio de la evangelización no está reservado a algunos ministros: pertenece a toda la comunidad y a todos sus miembros dentro de la misión común de la comunidad. El Espíritu despierta y alimenta el potencial evangelizador de los pobres, según la expresión de Puebla. El Espíritu rompe las barreras de la cultura y de la separación entre intelectuales y trabajadores manuales. El Espíritu hace que los pobres descubran mejor el alcance real de la palabra bíblica. La Iglesia celebra en el Espíritu el acontecimiento de la liberación. La pascua de Cristo se vive en millones de pascuas particulares. La pascua de Cristo se actualiza en los hechos de muerte y de resurrección de la vida de los pueblos. Cristo revive su pascua en medio de la práctica de la liberación. Los pobres celebran sus sufrimientos y sus victorias en los sufrimientos y las victorias de Cristo. Así salvan a la liturgia del formalismo que la afectó tanto desde hace siglos, o de la deformación mágica tan
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3.
El Espíritu Santo y los oficios de la Iglesia
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frecuente entre los pobres y los menos pobres. Los sacramentos son realmente espirituales cuando producen una vinculación entre Cristo y la vida de los hombres. Los pobres viven su vida como una pascua permanente. Están dispuestos a reconocer en ella a Cristo. La Iglesia tiene también el oficio de servir por medio de carismas. El renacimiento de la vida comunitaria multiplica los servicios. Los carismas reaparecen. La Iglesia se abre a las necesidades de todo el pueblo. El servicio de los derechos humanos, de la dignidad humana, de la justicia para con los trabajadores, de la protección de la vida están adquiriendo nuevos sentidos. En la Iglesia de los pobres el servicio deja de ser la expresión del paternalismo de los privilegiados para con sus víctimas: es la expresión de la solidaridad de los pobres.
4.
El Espíritu Santo y los ministerios de la autoridad
Durante siglos, en realidad desde Constantino, los ministerios en la Iglesia fueron entendidos en gran parte en paralelismo con los grados de la autoridad en la sociedad civil: los obispos fueron entendidos dentro del esquema de los gobernadores de la provincia o de las ciudades del imperio romano. A partir del Vaticano II en América latina algunos empezaron a apartarse de tal modelo: la autoridad espiritual no puede ser paralela a la autoridad civil o militar. Hay un modo espiritual de ejercer la autoridad: En América latina, desde el Concilio y Medellín, se nota un cambio grande en el modo de ejercer la autoridad dentro de la Iglesia. Se ha acentuado su carácter de servicio y sacramento, como también su dimensión de afecto colegial 4 .
Puebla insiste en la aplicación a los obispos de la recomendación de Pablo: «No extinguir el Espíritu ni tener en poco la profecía» (1 Tes 5, 19) 5 . De hecho nació un nuevo modelo de acción episcopal: la generación de Medellín fundó un fenómeno hasta cierto punto irreversible, por lo menos en determinados países. El modelo encontró su expresión más perfecta en los obispos-mártires: Geraldo Valencia Cano de Buenaventura (Colombia), Enrique Angelelli de La Rioja (Argentina), Osear Romero (El Salvador). Con ellos, los que hicieron Medellín formaron un grupo que merece el título de los Santos Padres de América latina. 4. 5.
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Puebla 260. lbid. 249. ¿4.0
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En las comunidades eclesiales de base muchos seglares han asumido una verdadera autoridad, primero espontánea y carismática, poco a poco reconocida por la misma jerarquía, aunque todavía no autentificada por las leyes universales de la Iglesia latina. Muchos religiosos y religiosas se han visto interpelados por los cambios en la Iglesia. En muchos casos habían introducido en América latina de modo mecánico las mismas instituciones que mantenían en sus países de origen. A la luz de la nueva Iglesia de los pobres, han sido llevados a revisar toda su inserción pastoral o espiritual: ellos también descubrieron el mundo de los pobres. A la luz de la pobreza de los pobres han cuestionado su voto de pobreza, a la luz de la esclavitud de los pobres han cuestionado el sentido de su voto de obediencia, a la luz de la miseria y del abandono de los pobres, se han interrogado sobre el sentido de su voto de castidad. El Espíritu mueve todas las estructuras y llega a intranquilizar costumbres de siglos y formalismos sacralizados por el tiempo. El Espíritu renueva todas las formas de autoridad. IV.
1.
LA NUEVA ESPIRITUALIDAD EN AMERICA LATINA
Una espiritualidad de la liberación
El rasgo fundamental de la nueva espiritualidad de la liberación es que se trata de una espiritualidad de seglares para seglares. No es una vulgarización de una espiritualidad nacida en una orden o congregación religiosa. No nace a partir de la experiencia privilegiada de un fundador genial, sino de la práctica simultánea de miles de cristianos comprometidos que viven en regiones muy distantes pero en condiciones históricas semejantes. Su experiencia espiritual de base es la liberación integral. Han conocido en carne propia la dominación y la alienación en todas sus dimensiones: la opresión política, las amenazas, las prisiones, las torturas y muchas veces la muerte, la explotación de su trabajo, la sumisión a las mentiras oficiales y al lavado de cerebro que practican los mass-media al servicio de los dominadores. Habían asimilado la dominación y la habían hecho suya, como la gran mayoría de los pobres de América latina: se habían convencido de la justicia de la injusticia. En la renovación de la Iglesia, su personalidad se ha liberado poco a poco de todos los lazos de la esclavitud: política, económica, cultural, etc. Esta liberación la han vivido como acción del Espíritu Santo en ellos. Saben que es un camino estrecho y peligroso. La liberación se paga con un precio terrible. Están dispuesos a pagar el precio. 641
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La liberación no engrendra orgullo, ni egoísmo, ni individualismo, ni libertinaje, como sucedió en la modernidad. Para servir a sus hermanos han renunciado a la promoción individual que les ofrece la sociedad de consumo. Quieren participar en el destino común de sus hermanos pobres. La liberación progresiva engendra el servicio a la comunidad y la solidaridad. Tal espiritualidad no nace de los libros, ni tiene muchas expresiones literarias. Los pobres viven su espiritualidad y no la escriben. Un día quizás alguien sabrá escribirla también. Pero lo que vale es lo que se vive. 2.
La oración de los pobres
Toda espiritualidad se expresa también en un lenguaje: una oración. Los pobres de América latina no han perdido el contacto con su religión tradicional y las expresiones populares antiguas del cristianismo. Muchas veces estas expresiones tradicionales de la «religiosidad popular» han sido desviadas por los dominadores al servicio de la dominación. Pero a menudo también es posible restituir a los pobres las riquezas de su pasado. Las fórmulas tradicionales son susceptibles de significados de liberación. La religiosidad popular puede ser liberada de sus deformaciones. Además, en las comunidades populares los pobres están aprendiendo a expresarse por sí mismos. Adquieren la libertad de palabra aun en las celebraciones. En otros tiempos estaban callados, el silencio era su única participación. Ahora aprenden a orar espontáneamente, a transformar su vida y su muerte en oración. Como recomienda Pablo, viven en acción de gracias. La alegría es su tema dominante: en medio de los tormentos y de la miseria, del miedo y de las amenazas, alcanzan la alegría de un modo que los privilegiados no conocen. Viven en la alegría porque existe entre ellos una profunda y sincera amistad. Y como decía un campesino, la riqueza de los pobres es la amistad. Él tema fundamental de la nueva espiritualidad es el más antiguo de todos, el de los mismos evangelios: el seguimiento de Jesús en su humanidad, la imitación de las obras de Jesús durante su misión terrestre. No se trata de copiar literalmente. La gracia del Espíritu les permite descubrir las equivalencias actuales de los actos de Jesús. El Espíritu hace ver las correspondencias escondidas: la vida de Jesús revive en la vida escondida y heroica de la Iglesia de los pobres.
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