AHORA | 18 | 29 DE ENERO - 4 DE FEBRERO DE 2016
CINE vidaculturaideas En los sótanos del periodismo
S
PAULA ARANTZAZU RUIZ
i Shakespeare estuviera vivo, estaría escribiendo en Los Soprano.” Ya hace unos 13 años que el periodista George Anastasia del Philadelphia Inquirer escribió esta sentencia que se ha convertido en la coletilla más utilizada desde que las series de televisión son el nuevo santo grial de la ficción audiovisual. A tenor de la inmensa cantidad de películas y seriales que a juicio de Jordi Balló y Xavier Pérez están influidos por el ingenio narrativo del bardo de Stratford-Upon-Avon, parece que la frase no ha perdido vigencia. Lo que en su día parecía una máxima que justificaba casi como un capricho el renovado culto a la ficción televisiva con la irrupción de series como Los Soprano, The Wire o Breaking Bad es en El mundo, un escenario. Shakespeare: el guionista infinito piedra de toque sobre la que crece y se expande una constelación de ficciones y firmas que deben a Shakespeare parte del éxito de sus dramaturgias. Habrá quien se crispe al ver que David Chase, David Simon o Vince Gilligan gozan (casi) de la misma autoridad que el autor de La tempestad, o al leer que la televisión es la nueva novela clásica. De lo que no cabe duda es de que en las series de los tres encontramos trazos y conexiones con la literatura del británico. En el siglo XXI no es Shakespeare quien escribe los guiones de las series, obviamente, pero sí sus émulos, fascinados por la fuerza de una puesta en escena y una narratología que se ha erigido en universal. Balló y Pérez, profesores de Comunicación Audiovisual en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, continúan con la senda iniciada en La semilla inmortal. Los argumentos universales en el cine (Anagrama, 1997) y Yo ya he estado aquí. Ficciones de la repetición (Anagrama, 2005) para indagar en cómo las estrategias narrativas de Shakespeare, así como algunos de los grandes temas y arquetipos de sus obras, perviven en el audiovisual contemporáneo. El guionista Aaron Sorkin comienza el relato de La red social (David Fincher, 2010) con el “todo puede suceder en cualquier momento” que, puntualizan Balló y Pérez, es una de las astucias narrativas propias del teatro isabelino heredadas de la épica homérica. Este procedimiento narrativo vuelve a ser el motor que pone en marcha la dramaturgia en el reciente biopic Steve Jobs (Danny Boyle, 2015). En este último trabajo, por cierto, también está el personaje excesivo como protagonista absoluto de la película, Jobs, interpretado con precisión por Michael Fassbender. El carácter desmesurado de ciertos personajes es un trazo muy propio de algunas de las obras dramáticas más poderosas del poeta (Ricardo III o el Falstaff de la Henriada shakesperiana) que en la pequeña pantalla se ha metamorfoseado en los avatares de los psicópatas Hannibal Lecter (en su versión catódica), Dexter Morgan o el Walter White de Breaking Bad, “uno de los personajes más irresistibles de la serialidad contemporánea”, indican los autores de El mundo, un escenario. Esos protagonistas o secundarios titánicos de varias de las piezas del autor isabelino funcionan como contrapunto de otro de los procedimientos narrativos que ha hecho fortuna en la ficción audiovisual actual: la trama coral. La serie The Wire y su retrato fragmentado y colectivo sobre la ciudad de Baltimore es quizá el ejemplo más claro de este recurso, evolución del antiguo coro del teatro ático, pero tampoco resulta complicado verlo en series como Juego de Tronos. Aunque la aportación más interesante de Balló y Pérez acerca de las tramas corales es su tesis sobre cómo estas han derivado en historias duales y desdobladas que cambian protagonistas a mitad del relato y en narraciones rimadas donde la trama principal y la secundaria se desvanecen en una “complejidad orgánica en la que to-
Spotlight recrea la investigación periodística que puso al Vaticano en jaque al destapar su actividad sistemática de abusos sexuales CARLOS REVIRIEGO
E SHAKESPEARE REVIVE EN
‘PRIME TIME’
En el año que se celebra el 400 aniversario de la muerte del autor isabelino, El mundo, un escenario celebra y repasa el legado narrativo de su obra en la ficción audiovisual contemporánea
Hace 13 años se publicó la frase de que si Shakespeare estuviera vivo escribiría en Los Soprano Hamlet no se acaba nunca y una de sus últimas traducciones se encuentra en la serie London Spy
dos los elementos dramáticos adquieren una importancia estructural”. Ejemplos contemporáneos de estos procedimientos dramáticos que encontramos en El sueño de una noche de verano, Julio César o El rey Lear son Psicosis, de Alfred Hitchcock, Misterios de Lisboa, el serial del chileno Raúl Ruiz, o en gran parte de los largometrajes de Woody Allen, desde comedias como Melinda y Melinda a dramas como Delitos y faltas.
Poder y venganza
El estudio de la herencia macbethiana en la ficción audiovisual contemporánea es uno de los tramos más atractivos del estudio de Balló y Pérez sobre el legado de Shakespeare. Los autores se sustentan en Shakespeare, nuestro contemporáneo (Alba Editorial, 2007), de Jan Kott, para hablar del mecanismo circular de ascensión y caída de los poderosos mediante un entramado de conspiraciones, engaños, usurpaciones, ambición enfermiza y destrucción. Macbeth es la obra que mejor ilustra “el doble movimiento del usurpador”, la ambición y la paranoia y que, aparte de las adaptaciones cinematográficas de Orson Welles (1948), Roman Polanski (1971) y la de Justin Kurzel (2015), se ha reproducido en las ficciones como pocas: desde las series House of Cards o Boss a la saga El padrino, de Francis Ford Coppola. Resistir o revelarse contra los poderes fácticos del gran mecanismo resulta estéril. El persona-
je shakesperiano canónico que intenta esquivar el mandato paterno por el que debe reproducir ese engranaje circular de venganza parricida es Hamlet, recuerdan Balló y Pérez. Aunque el príncipe de Dinamarca acaba cometiendo el fatal destino asesinando a su tío Claudio, toda la pieza teatral es la historia de una sospecha y de una resistencia. Como apuntan en el libro, la semilla hamletiana crece vigorosa en el género de espías. Las narraciones de John LeCarré y otros thrillers como Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976) o El escritor (Roman Polanski, 2010) derivan de esa figura solitaria que acaba convertida en marioneta del poder. Hamlet no se acaba nunca y una de sus últimas y creativas traducciones se encuentra en la serie de Tom Rob Smith para la BBC London Spy, en la que ya no es un príncipe quien descubre las oscuras tretas del engranaje político, sino un chaval sin oficio ni beneficio (Ben Whishaw), enamorado de un atlético espía, que se resiste a ejercer de peón y de víctima del violento sistema que controla el mundo.
El mundo, un escenario. Shakespeare, el guionista Jordi Balló y Javier Pérez Anagrama, Barcelona, 2015, 248 págs.
l arzobispo de Boston, Bernard F. Law, y el recién llegado director de The Boston Globe, Martin Baron, mantienen una reunión al principio de Spotlight. Es el verano de 2001. El anciano clérigo, interpretado con encanto por Len Cariou, sostiene que la única forma de que “la ciudad florezca” es que sus “grandes instituciones trabajen juntas”. La respuesta de Baron, encarnado por Liev Schreiber, no podía ser otra procediendo de un periodista: “Personalmente creo que para que un periódico funcione bien, debe trabajar solo”. Queda así expuesto el conflicto central de Spotlight, el superlativo filme de Tom McCarthy que pone su punto de mira tanto en las nobles actividades del gran periodismo de investigación como en las abominables prácticas permitidas y silenciadas por la Iglesia católica durante décadas, cuya colisión condujo a la mayor exposición pública de abusos sexuales de la curia bostoniana así como a un premio Pulitzer. El actor y cineasta Tom McCarthy interpretó a Scott Templeton, el periodista corrupto de la última temporada de The Wire (2008), que en su desesperada búsqueda del reconocimiento y el “estrellato periodístico” pasaba por encima del código deontológico de su oficio. En su quinto largometraje como director entrega uno de los más encendidos tributos a la institución periodística. En la tradición del mejor cine sobre periodismo estadounidense, Spotlight encierra a sus personajes en las redacciones, en las reuniones de edición y en despachos como peceras. Pero la película se encierra sobre todo en un sótano y en una hemeroteca donde aún se trabaja con recortes, donde trabajan el director (Michael Keaton) y los tres redactores (Mark Ruffalo, Rachel McAdams y Brian D’Archy Hames) del suplemento “Spotlight” de la cabecera bostoniana, en un tiempo no tan lejano en el que un rotativo local podía permitirse tener a cuatro personas investigando durante al menos un año en un solo caso. Han pasado apenas tres lustros y el periodismo que retrata Spotlight parece pertenecer a otro mundo. Su punto de inflexión coincidió prácticamente con los atentados al World Trade Center. La investigación al clero de la ciudad más católica de Estados Unidos debe interrumpirse bruscamente frente a la hecatombe mediática del apocalipsis neoyorquino. Todos los periodistas remaron a partir de entonces en la misma dirección, tras los pasos invisibles del terrorismo. El reporterismo online estaba apenas inventándose y su amenaza al rigor y la ética informativa solo empezaba a dar sus primeras dentelladas: transformaciones estructurales, fin del papel, huida de lectores, precarización laboral, pérdida de independencia, etc. En el sótano del “Spotlight” aún se dedicaban al periodismo de investigación. La verdadera crisis de Spotlight es la que se cierne sobre la archidiócesis de Boston. La energía subterránea de la película opera como una bomba de relojería. Al cabo de la investigación, 249 curas y monjes de esa ciudad fueron públicamente acusados de pederastia. Más de un millar de víctimas denunciaron los hechos a la publicación y las investigaciones revelaron que las altas jerarquías eclesiásticas ocultaban el alcance sistémico de los crímenes de pederastia mediante un curioso proceso de traslados y bajas laborales —imposible no acordarse de El club (2015), de Pablo Larraín, que actuaría co-
mo cierto contraplano de Spotlight—, en connivencia perpetuada con los poderes fácticos de Boston, incluida la prensa. En el homenaje y glorificación del cuarto poder que hace Spotlight también hay lugar para la autocrítica y el lamento, y eso es lo que, entre otras cosas, vincula tan estrechamente el filme con lo mejor que ha producido el subgénero a lo largo de las décadas. Spotlight no convierte a los periodistas en héroes. Los retrata sin glamour, teléfono y libreta en mano, encerrados en un archivador, pasando frío, escuchando testimonios escalofriantes, llamando a las puertas con insistencia y expulsados de los despachos. Son personajes que solo parecen existir para el trabajo, pues la película apenas muestra interés por sus vidas privadas, como si no las tuvieran. La seducción que ejerce el trabajo en la película procede de la captura detallada de un grupo de personas haciendo cristalizar la esencia de su oficio mientras trata de romper un silencio casi ancestral. El filme observa el trabajo de la prensa, por tedioso o crítico que sea, con voluntad casi etnográfica, con una clase de realismo que magnetiza al espectador quizá a pesar de sí mismo. The Wire, la serie creada por un exredactor de larga trayectoria en The Batimore Sun, David Simon, es una referencia inevitable. Pero el código genético del filme de Mc-
En el homenaje y glorificación de la prensa también hay lugar para la autocrítica Carthy busca y encuentra el pedigrí cinematográfico: el de Luna nueva (Howard Hawks, 1940), El gran carnaval (Billy Wilder, 1951), Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976), Network, un mundo implacable (Sidney Lumet, 1976), Buenas noches, y buena suerte (George Clooney, 2005), Zodiac (David Fincher, 2007) o El desafío: Frost contra Nixon (Ron Howard, 2008). Y en el reconocimiento que la Academia de Hollywood le otorga —cinco candidaturas, entre ellas a Mejor Película y Mejor Director—, está contenida la devoción por esa tradición casi exclusiva del cine estadounidense. El cine sirve aquí como el reportaje de una investigación o la investigación de un reportaje. El linaje se revela incluso extracinematográfico. Ben Bradlee Jr. (interpretado por John Slaterry, el Roger Sterling de Mad Men), que fuera redactor en jefe de The Boston Globe durante la publicación del escándalo, es hijo de Ben Bradlee Sr., el periodista y directivo del Washington Post durante el caso Watergate. Si aquella mítica investigación hizo caer al presidente de Estados Unidos, la que emprendió el rotativo bostoniano apuntó al Vaticano, aunque no hiciera caer al papa. El arzobispo de Boston fue reasignado a la Basílica de Santa Maria la Maggiore en Roma, uno de los enclaves de mayor alcurnia en el rango eclesiástico. Al final todo consistía en que dejaran a la prensa trabajar sola.
Spotlight Dirigida por Tom McCarthy Escrita por Josh Singer y Tom McCarthy Estreno el 29 de enero