AHORA | 22 | 13- 19 DE NOVIEMBRE DE 2015
CIENCIA vidaculturaideas la cabeza de los cosmonautas del mismo modo que ellos tenían que encajar tanto física como mentalmente en sus naves espaciales.”
Batalla propagandística
A la izquierda, el cartel de la muestra y una de las salas. Sobre estas líneas, Valentina Tereshkova, la primera mujer que viajó al espacio. Abajo, trajes espaciales. A la derecha, el módulo de descenso Soyuz TM-14 y el asiento eyector. SCIENCE MUSEUM
El mito de la carrera espacial La muestra del Science Museum trata de responder algunos interrogantes sobre la empresa espacial soviética
E
PAULA ARANTZAZU RUIZ
l 4 de octubre de 1957 se consiguió enviar por primera vez un artefacto al espacio exterior. Se trataba del satélite soviético Sputnik. Ese mismo año, la perra Laika se convirtió en el primer ser vivo en orbitar alrededor de la Tierra. También fue lanzada al espacio desde la URSS. En 1961 el ruso Yuri Gagarin entró en los anales de la historia como el primer hombre que veía el planeta desde la extraña intimidad del Vostok 1 flotando en el abismo espacial, mientras que apenas cuatro años después sus compatriotas Pável Beliáyev y Alekséi Leónov hicieron lo propio como los primeros humanos en abandonar una nave durante un vuelo y pasear por el espacio durante 12 minutos. Las efemérides citadas son tan solo unas notas al pie de cómo Rusia abrió el camino hacia el espacio en unos años en los que el proyecto espacial era mucho más que una cuestión de Estado. Todos estos hitos son memorables —desde los canes Belka y Strelka, primeros supervivientes a un viaje estelar, a los triunfos de Gagarin o el primer paso en la Luna de Neil Armstrong—, pero cuando ya han pasado décadas y han caído muros, ¿qué se recuerda exactamente de la carrera espacial y cómo se ha escrito su historia? En el Science Museum de Londres se han propuesto responder algunos interrogantes sobre la empresa espacial soviética con la exposición Cosmonauts: Birth of the Space Age, que ocupa sus salas desde el pasado septiembre hasta el próximo 13 de marzo de 2016. La muestra traza la historia del programa espacial de la extinta URSS y es una celebración fetichista de los objetos y los restos de un proyecto científico extraordinario: como si fuera un gabinete de maravillas del espacio exterior, en la exhibición se pueden observar artefactos auténticos, muchos desclasificados por primera vez, como la cápsula Vostok 6, comandada por Valentina Teres-
hkova, la primera mujer en ir al espacio (1963); el cohete Voskhod 1, que se utilizó en la primera misión que transportaba a una tripulación más allá de la exosfera, o el LK-3, el módulo de aterrizaje lunar construido para competir contra la tecnología estadounidense Apolo. Además de gadgets como trajes espaciales para perros, kits de supervivencia, los visionarios bocetos de Konstantín Tsiolkovsky o el dibujo de la salida del sol que Leónov pintó a bordo del Voskhod 2 en el ya legendario primer paseo espacial de la humanidad. Pero Cosmonauts: Birth of the Space Age también refleja la inversión científica, política e incluso artística de un territorio fascinado con alcanzar las estrellas mucho antes de la Revolución de Octubre. “La historia sobre la conquista del espacio tiene sus mitos recurrentes”, afirma el científico del MIT Slava Gerovitch en Soviet Space Mythologies (University of Pittsburgh Press, 2015), y la muestra londinense los celebra en todas sus dimensiones, no solo su origen y desarrollo, sino también explicando cómo esos mitos han entrado en el imaginario de la cultura popular.
Los padres fundadores
Aún hoy no está del todo clara la influencia de Konstantin Tsiolkovsky (1857-1935), el padre de la cosmonáutica rusa, en el pensamiento de Sergei Korolev (19071966), la otra gran figura clave del proyecto espacial soviético, pero la importancia de Tsiolkovsky como padre fundador del relato sobre la conquista del espacio es innegable. “La Tierra es la cuna de la humanidad, pero no podemos vivir para siempre en una cuna”, dijo. Jamás estudió ingeniería en una escuela superior y su perfil de genio autodidacta y algo fantasioso, cuya sordera le empujó a la lectura compulsiva de libros y obras científicas, alimenta aún más su legado en materia de astronáutica. En la exposición del Science Museum se recogen buena parte de sus notas y dibujos sobre cohetes, que revelan su inventiva a la hora de imaginar propulsores para elevar las naves más allá de la atmósfera terrestre, además de los bocetos y apuntes para Kosmiches-
kii Reis [Viaje cósmico], de Vasili Zhuravlyov, una película de 1936 que describe una misión lunar a bordo de una nave llamada Josef Stalin y en la que Tsiolkovsky participó como asesor. Korolev, el legendario diseñador jefe del programa espacial soviético, cerebro en la sombra y responsable de haber enviado a Gagarin al espacio, tampoco disfrutó de una vida de placeres. Denunciado por sus compañeros del Instituto de Investigaciones en Propulsión a Chorro (RNII) durante los años de la Gran Purga de Stalin, acabó condenado en un gulag durante algo más de un año hasta que en 1939 regresó a Moscú con una sentencia reducida y poco a poco fue haciéndose un lugar en el programa de desarrollo aeronáutico soviético. Consiguió ser trasladado al OKB-1, programa que había reclutado a los científicos alemanes de los legendarios cohetes V2 capturados en la Segunda Guerra Mundial, y cuando la rivalidad con Estados Unidos por lanzar un satélite artificial al espacio comenzó a copar la prensa occidental, Kruschev y el Politburó le dieron vía libre. “Es solo una pelota pequeña en el aire”, declaró Eisenhower cuando le preguntaron por el logro del Sputnik. Pero el desdén del presidente de Estados Unidos no podía esconder que con ese satélite la URSS les estaba ganando la batalla de manera fragrante: casi todo el mundo pudo escuchar durante 23 días seguidos y en directo aquel bip-bip-bip en medio de sus programas favoritos, pues el Sputnik emitía en la frecuencia de onda que utilizaban por entonces muchas estaciones de radio. Y esa hazaña nunca más ha podido ser vencida: icono del diseño, emblema de lo cósmico y de lo soviético, de un sueño global y de una amenaza nuclear, su circularidad es asimismo el símbolo de un futuro que quedó atrás. Con Kolorev a los mandos el hombre consiguió ver la Tierra desde el espacio. Su repentina muerte en 1966 hizo que la responsabilidad del programa espacial cayera en manos de Vasily Mishin, con quien comenzaron a vislumbrarse algunas sombras del proyecto espacial, sobre todo tras el accidente mortal de Gagarin en
“La propaganda soviética retrató de manera muy vívida a los cosmonautas como héroes” Las instrucciones que le dieron a Gagarin sobre el sistema de control manual fueron: “¡No toques nada!”
1968. El adjunto de Korolev, Boris Chertok, continuó siempre en segundo plano, pese a ser el último gran patriarca de la cosmonáutica soviética. Sus memorias Rockets and People (NASA, 2005-2011) han funcionado durante años como única fuente oficial del relato de la carrera espacial de la URSS y, tal y como declaraba el profesor Asif Siddiqi cuando el ingeniero ruso murió en 2011 a los 99 años de edad, “es complicado recordar cualquier hito del programa espacial soviético en el que no haya contribuido Chertok”.
Los héroes de la patria
En enero de 1960 se estableció en una ubicación secreta el centro de entrenamiento de cosmonautas bajo las órdenes del coronel Yevgeni Karpov, adonde llegó un grupo de 29 candidatos de los que fueron reclutados finalmente 20: Alekséi Leónov, Ivan Anikeyev, Valeri Bykovski, Yuri Gagarin, Víktor Gorbatko, Grigori Nelyubov, Andriyan Nikolayev, German Titov, Boris Volynov, Georgi Shonin, Pavel Popovich, Vladimir Komarov, Yevgeni Khrunov, Dimitri Zaikin, Valentin Filatyev, Pável Beliáyev, Valentin Bondarenko, Valentin Varlamov, Mars Rafikov y Anatoli Kartashov. Y aunque el éxito de las primeras misiones humanas en el espacio exterior hizo de los cosmonautas los héroes de la patria, lo cierto es que su responsabilidad en el engranaje del proyecto espacial
era casi nula. Como indica Slava Gerovitch en su artículo “‘New Soviet Man’ Inside Machine: Human Engineering, Spacecraft Design, and the Construction of Communism” (2007), “la propaganda soviética retrató de manera muy vívida a los cosmonautas como héroes que valientemente conducen las aeronaves hacia lo desconocido, pero su papel a bordo era, de hecho, muy limitado”. Para el pueblo y en el contexto de la guerra fría, los cosmonautas suponían un ideal comunista —“el cosmonauta soviético no solo es una victoria en el espacio exterior, no solo un héroe de la ciencia y la tecnología, sino ante todo es el ejemplo de un nuevo hombre de carne y hueso, real y vivo, que demuestra con sus acciones la invaluable calidad del carácter soviético que el partido de Lenin ha estado cultivando desde hace décadas”, declararía el periodista Evgeni Riabchikov—, pero para los ingenieros que controlaban el proyecto espacial no eran más que piezas de un complejo sistema. Hoy los recordamos copando los carteles propagandísticos con sus rostros amables y sonrientes, dominando con su presencia el universo, pero, como explica Gerovitch, apenas contaban. “Las aeronaves soviéticas estaban completamente automatizadas. Se instalaron sistemas de control manual, aunque sus funciones y su uso estaba limitado. El Vostok 1 que pilotaba Gagarin solo tenía dos controles manuales y solo podían utilizarse en caso de emergencia. El diseñador del sistema de control manual del Vostok resume las instrucciones que se le dieron a Gagarin en tres palabras: ‘¡No toques nada!’.” Con el tiempo los cosmonautas acabaron controlando más funcionalidades técnicas de las aeronaves, pero continuaban sin poseer apenas margen de acción en el proyecto espacial. “Estaban ‘diseñados’ como parte de un sistema tecnológico más amplio”, apunta Gerovitch. Lo que esperaban de un cosmonauta, en suma, era que actuara bajo parámetros predecibles para que encajara bien en el mecanismo de la aeronave. “Se podría afirmar que la política espacial soviética se inscribió en el cuerpo y
Silenciar cualquier fracaso o error relacionado con la carrera espacial se convirtió asimismo en uno de los objetivos de la propaganda soviética, centrada en reducir la historia espacial a un conjunto de tópicos: “Cosmonautas precisos guiados por los ideales comunistas, misiones perfectas gracias a un desarrollo tecnológico infalible, que demostraba la superioridad de los científicos e ingenieros comunistas y, por tanto, del modo de vida soviético”, tal y como señala Gerovitch en otro volumen reciente, Voices of the Soviet Space Program. Cosmonauts, Soldiers, and Engineers Who Took the USSR into Space (Palgrave, 2014), donde recoge entrevistas con cosmonautas como Vladimir Shatalov, comandante de varias de las misiones del programa Soyuz (1969-1971). Al mismo tiempo, la prensa occidental no paraba de publicar rumores sensacionalistas de cosmonautas muertos en misiones desconocidas y, dado el secretismo inherente del programa espacial ruso, sumado a las políticas informativas de las autoridades de la URSS, sus medias verdades y sus prácticas de borrar de la foto a personas o hechos, muchos expertos en astrofísica de todo el mundo comenzaron a creer que las fatalidades que aparecían en los diarios eran ciertas, explican los investigadores Colin Burgess y Rex Hall en The First Soviet Cosmonaut Team: Their Lives, Legacy, and Historical Impact (Springer, 2008). Pero la batalla propagandística era solo el reflejo de una enfebrecida lucha entre las dos principales superpotencias mundiales cuya virulencia se incrementó a partir de 1965, cuando las naves Gemini de Estados Unidos superaron en tecnología a las Korabl-Sputnik. Fue también el inicio de una serie de tragedias a costa de la conquista del espacio —en enero de 1967 la tripulación del Apolo 1 murió asfixiada durante un incendio en la rampa de lanzamiento y meses después el cosmonauta Vladimir Komarov falleció cuando la Soyuz 1 se estrellaba contra la Tierra— que borraron todo romanticismo asociado a la empresa hasta que en 1969 Armstrong pisó la Luna. “Es una derrota personal”, confesaba Boris Chertok en sus memorias al ver cómo Estados Unidos aterrizaba en el satélite. Fue un punto de inflexión que marcó el inicio de la decadencia del programa soviético, que en junio de 1971, cuando los cosmonautas Gueorgui Dobrovolski, Víktor Patsayev y Vladislav Vólkov fallecieron por asfixia durante el regreso a la Tierra de la misión Soyuz 11 debido a un escape de aire en la cápsula, ya que carecían de trajes espaciales, no consiguió recuperar el prestigio de antaño. Hacia finales de la década de los 70 los viajes por el espacio perdieron su fuerza evocadora entre la población, más preocupada por la acuciante crisis económica provocada por el inmovilismo económico de Brehznev que por tratar de recuperar terreno en una batalla perdida. De esos años de gloria, a los que rinde tributo la exposición londinense, quedan restos de las numerosas réplicas del Sputnik y de los diseños de las aeronaves Soyuz, así como recuerdos de sentimientos exaltados hacia unos cosmonautas que personificaron muy a su pesar los valores de un sistema, las cartas de granjeras ansiosas por poder tocar el famoso satélite, muñecas con la efigie de Gagarin o uniformes militares: recuerdos de un pasado que iba en busca del futuro.
Cosmonauts: Birth of the Space Age Science Museum, Londres. Hasta el 13 de marzo de 2016.