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PAULA ARANTZAZU RUIZ
Ingrid, en el fondo, nadie la descubrió ni la lanzó. Ella se descubrió a sí misma”, dijo Gustaf Molander de Ingrid Bergman. Molander la dirigió en las primeras películas de la intérprete para la Svensk Filmindustri, mucho antes de que pisara Hollywood de la mano de David O. Selznick, antes de que se convirtiera en la actriz fetiche de Alfred Hitchcock y de que provocara uno de los mayores escándalos cuando huyó hacia la luz del Mediterráneo de la mano de Roberto Rossellini, el genio del neorrealismo, dejando atrás un marido, una hija y una ristra de espectaculares marquesinas cubiertas de palmo a palmo con su rostro cada vez que estrenaba una película. Habría cumplido 100 años el 29 de agosto, el mismo día en que murió en 1982, y el rutilante mundo del cine la recuerda en esta efeméride con una serie de homenajes entre los que se encuentra el documental Ingrid Bergman, in her Own Words, un trabajo firmado por el sueco Stig Björkman que cuenta con grabaciones inéditas y numeroso material de archivo, además del libro de fotografías Ingrid Bergman, A Life in Pictures, un repaso al perfil íntimo de la actriz, ambos proyectos impulsados por su atenta hija Isabella Rossellini. A pesar de que la carrera de Bergman es dilatada y fue recompensada con tres Oscar, su romance y su colaboración con Roberto Rossellini marcaron su trayectoria. Porque también, lo saben los cinéfilos, dejó una huella indeleble en la historia del cine con obras maestras como Stromboli (1950) o Te querré siempre (1954). Y pese a que el origen del comentadísimo affaire con el cineasta italiano es harto conocido, no por ello habría que pasarlo por alto. Todo comenzó con el envío de una alegre y coqueta misiva: “Querido señor Rossellini: He visto sus dos filmes, Roma, ciudad abierta y Paisà, que me han gustado mucho. Si necesita una actriz sueca, que habla el inglés perfectamente, que no ha olvidado el alemán, a quien apenas se entiende en francés y que del italiano solo sabe decir ‘Ti amo’, estoy dispuesta a acudir para hacer una película con usted”. Pero debajo de esa romántica disposición, y según asegura la actriz en su biografía Mi vida (1981), coescrita junto a Alan Burgess, se ocultaban unos motivos más profundos: “Probablemente, aunque de modo subconsciente, Roberto me ofreció la solución de mis dos problemas capitales: mi matrimonio y mi vida en Hollywood”.
Ser natural en Hollywood
Bergman esperó a los 18 años para ingresar en la Real Academia de Arte Dramático y convertirse en actriz; una profesión que no era del gusto de sus tíos Otto y Hulda, que se habían convertido en sus tutores tras la muerte de su padre cuando ella tenía 13 años (su madre falleció cuando la actriz apenas había cumplido 3), pero de la que enseguida comenzó a obtener réditos: obtuvo su primer papel en la industria del cine sueco cuando todavía era una estudiante primeriza en la película El conde del puente del monje (1935), de Edvin Adolphson, y pronto comenzó a colaborar con Gustaf Molander hasta que el éxito de Intermezzo (1936) cruzó el charco y la llamaron tres años después para filmar un remake de ese mismo trabajo con Leslie Howard en el papel que había interpretado el galán sueco Gösta Ekman. Para entonces, Bergman ya se había casado con Petter Lindstrom, odontólogo de profesión, e incluso había pisado la Alemania de Hitler al haber sido contratada por la RFA para participar en tres películas. Solo llegó a rodar una, porque la agresiva política de ese país y la escalada de tensión y violencia que vivía el continente provocó que el matrimonio anulara el contrato y
UN VIAJE POR ITALIA. La actriz y Roberto Rossellini durante un viaje por Capri, Nápoles y la Costa Amalfitana.INGRID BERGMAN / COLLECTION WESLEYAN UNI-
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DOS GENIOS SUECOS. Ingmar Bergman e Ingrid Bergman conversando sobre su papel en ‘Sonata de otoño’, Estocolmo, 1977.ARNE CARLSSON viajara a Estados Unidos entusiasmado con los halagos del gran productor de Hollywood de los años 30: David O. Selznick acababa de concluir el complicado rodaje de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) y, como revela la estrella en su autobiografía, había seducido a Bergman con la promesa de interpretar a Juana de Arco. Lo que no se esperaba el poderoso productor es que la actriz se atreviera a llevarle la contraria cuando intentó transformar su imagen y moldearla según los estándares de la industria como había hecho con actrices tan famosas como Rita Hayworth, a quien metamorfoseó de pies a cabeza. Ese rechazo a no ser ella misma ayudó a que se fraguara su aura de estrella de belleza natural, saludable y etérea que la acompañaría en su carrera cinematográfica, en ocasiones como el peor de los clichés. Gracias a ese aspecto de dulces atributos consiguió el papel que la catapultaría: la Ilsa de Casablanca (1942), de Michael Curtiz, y también su primer Oscar tres años más tarde, poco antes de que acabara la Segunda Guerra Mundial. Entonces, explica Burgess, “la actriz sueca respetó a rajatabla la austeridad que exigía la contienda. Sin temor a la mala suerte, Bergman recogió su Oscar por Luz que agoniza en 1945 con el mismo sobrio vestido negro que se había puesto el año ante-
rior, cuando era candidata con Por quién doblan las campanas y se fue de vacío”. Su discurso de agradecimiento da también bastantes pistas del carácter bromista y decidido de la estrella: “Agradezco este premio desde el fondo de mi alma. Y me alegro de obtenerlo, sobre todo ahora, porque estoy trabajando en una película [Las campanas de Santa María] con los señores Crosby y McCarey. Mucho me temo que, si mañana me hubiese presentado sin él en los estudios, ninguno de los dos me hubiera dirigido la palabra”.
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El ‘affaire’ Rossellini
El bar del Ritz pregunta por ti
Es uno de los romances menos conocidos de Hollywood, pero también de los más apasionados y del que se prepara una versión cinematográfica tras haber sido novelado en Seducing Ingrid Bergman (2012), de Chris Greenhalgh. Robert Capa e Ingrid Bergman se conocieron y se enamoraron en París en 1945 cuando la actriz regresó al continente para animar a las tropas estadounidenses que desembarcaron en Normandía, y luego Capa la siguió hasta Hollywood, la fotografió para la revista Life en los sets de Encadenados (1946), de Alfred Hitchcock, y Arco de triunfo (1948), de Lewis Milestone, pero jamás se adaptó al tedioso ritmo de la industria. Continuaron escribiéndose y las cartas que Capa enviaba a In-
los flashes de Hollywood le tenían sin cuidado, justo cuando la estrella sentía un hartazgo absoluto por interpretar el mismo papel en sus películas americanas. Pese a que con los años logró emular a su ansiada heroína Juana de Arco en una producción independiente dirigida por Victor Fleming, Bergman se sentía frustrada con el sistema de estudios: “En Juana de Arco yo no tenía el aspecto de una campesina, sino el de una estrella que encarnaba a Juana. Cara limpia, cuidadoso peinado”.
grid, publicadas en la biografía Mi vida, son una muestra de romanticismo. “El bar del Ritz, el Morocco y la esquina de la plaza Vendôme preguntan por ti. Yo hago mucho más”, le escribiría en 1946, cuando el fotógrafo volvió otra vez a Europa en busca de nuevas situaciones de riesgo. Fue Capa quien le recomendó a Bergman las películas de Roberto Rossellini. “Preferiría que me recordaran por una sola gran película artística como esta que por cualquiera de mis éxitos de taquilla”, le dijo al fotógrafo después de haber visto Roma, ciudad abierta (1945), y todo su empeño futuro se centró, así pues, en conocer y convencer a un director italiano al que
El día que llegó la carta de Bergman a Rossellini a Minerva Films, los estudios donde el italiano trabajaba, las instalaciones sufrieron un incendio. Pero la carta se salvó y llegó a su destinatario, provocando otra serie de misivas que incendiaron, por otra parte, la paciencia de Anna Magnani, en ese momento amante del cineasta, casado y con dos hijos. Roberto había estado madurando la idea de Stromboli con Anna como protagonista, pero acabó dándole el papel a Bergman cuando la rubia apareció en su horizonte. Magnani, ofendida, llegó a tirarle un plato de espaguetis por encima como despedida, aunque la tensión entre ese fervoroso ménage à trois no acabaría allí. La diva italiana también pisaría suelo siciliano para rodar a la vez que Stromboli otra apasionada
película con un volcán como telón de fondo: Volcano (1950). Sin embargo, pasó sin pena ni gloria, y para desgracia de Magnani en la noche de su estreno nació el primogénito de Rossellini y Bergman. Pero antes de que todo eso sucediera, el cineasta y la actriz recorrieron Hollywood en busca de financiación y consiguieron que Howard Hughes, a través de la RKO, produjera la película. El 19 de marzo de 1949 Ingrid voló hacia Roma para no regresar a suelo estadounidense después de siete años tumultuosos. “Creo que, en la raíz de mi alma, me enamoré de Roberto en cuanto asistí a la proyección de Roma, ciudad abierta. En efecto, no pude borrarlo de mi pensamiento”, confesaría mucho tiempo después. Pero la historia de amor que se consagró en la ladera de un volcán no duraría siempre, pese a que la pareja lidió con todos los obstáculos posibles: un embarazo que podría arruinar el estreno en Estados Unidos de su película, una campaña de desprestigio hacia la actriz en la que incluso se vio metido el senador Edwin C. Johnson, uno de los adalides de la caza de brujas, el acoso de la prensa y la indiferencia de la crítica de cine, además de otros tantos escollos personales. Sin embargo, para la posteridad han quedado Stromboli, Europa 51 (1952), Nosotras las mujeres (1953), Te querré siempre (Viaggio in Italia), Ya no creo en el amor (La paura) (1954) y Juana de Arco (1954) y de esa relación nacieron a su vez tres hijos: Roberto y las mellizas Isabella e Isotta. Para cuando la actriz volvió a triunfar en Estados Unidos con Anastasia (1958), película por la que consiguió su segundo Oscar de la Academia, Rossellini le confesaría estar “cansado de ser el señor Bergman” y acordaron divorciarse. “Mi dicha a su lado fue tan intensa como los disgustos”, afirmaría la actriz con el tiempo. Pero ella ya había rehecho su vida amorosa con Lars Schmidt, un productor de teatro sueco que, como ella, había dado el salto a Estados Unidos. Le diagnosticaron un tumor en el pecho, del que se operó mientras también finalizaba su tercer matrimonio. Todo ello no fue impedimento para que, cuando se recuperó de su enfermedad, regresara al cine para participar en Asesinato en el Orient Express (1974) de Sidney Lumet, por la que Ingrid obtuvo su tercer Oscar, esta vez como mejor actriz secundaria, y en el largometraje Sonata de otoño (1978), a las órdenes del otro gran Bergman de la historia del cine y compatriota, compartiendo escena con Liv Ullman. Tan solo unos meses después le llegó la fatal noticia de un nuevo tumor y la obligación de internarse para ser tratada. En esta ocasión no lo superó y falleció el mismo día y mes de su nacimiento, el 29 de agosto de 1982, en Londres, al cumplir 67 años. Su compañero Cary Grant, con quien entabló una duradera amistad, dijo en su momento que “la Academia debería establecer un premio especial para Bergman todos los años, haga una película o no la haga”. No parece una boutade para una estrella que protagonizó en Encadenados el famoso beso que Hitchcock ideó para burlar a la censura de Johnson, que cautivó a medio mundo con su rostro palpitante en Casablanca y que nos arrastró bajo el volcán de una tierra baldía, inscribiendo su nombre paso a paso, película a película, en la historia del cine. “Vas a arruinar tu carrera intentando cambiar y hacer cosas distintas”, le espetó Michel Curtiz cuando Bergman intentaba dar una vuelta de timón a su trayectoria en Hollywood. Sobra decir que se equivocó. Paula Arantzazu es periodista especializada en cine
(01234#-521670 /#"385#30#93:;<25= Edición de Isabella Rossellini y Lothar Schirmer Schirmer Mosel, 528 págs.