Pantallas
PANTALLAS Miércoles, 22 febrero 2012 Cultura|s La Vanguardia 26
Cine Estreno de ‘Shame’, la segunda película de Steve McQueen, un director especialista en transmitir sensaciones físicas. El filme está protagonizado por Michael Fassbender, una interpretación aclamada en el Festival de Venecia
El cuerpo y la palabra PAULA ARANTZAZU RUIZ
En el principio fue el verbo y éste se hizo carne para habitar entre nosotros. Es en estos versos parafraseados del Evangelio de San Juan donde probablemente mejor se represente la distancia dada entre el logos y el cuerpo, lo sagrado y lo mundano, palabra y piel, discurso y deseo. Sabemos, sin embargo, que la relación no es necesariamente opuesta, sino que esconde un subrepticio enigma: hemos llegado a articular nuestro deseo a partir del habla, pero también hemos logrado escribir a través de nuestros gestos, a textualizar los cuerpos. El cineasta y videoartista Steve McQueen (Londres, 1969) ha construido su corpus audiovisual mediante la solemnidad de la presencia física, devolviendo a la piel su papel de instrumento comunicativo. De la misma manera que hiciera en su controvertido debut, Hunger (2008), en Shame, su segundo trabajo de ficción y con Michael Fassbender como protagonista, ‘Shame’ Dirección: Steve McQueen. Guión: Steve McQueen y Abi Morgan. Con Michael Fassbender, Carey Mulligan, James Badge Dale, Nicole Beharie, J. Richard Siciliano, y Hannah Ware, entre otros. www.foxsearchlig ht.com/shame.
Dos escenas de ‘Shame’ con el actor irlandés Michael Fassbender encarnando al protagonista Brandon, en una de las grandes interpretaciones del año
McQueen insiste en tratar esa paradoja: poner el cuerpo en el centro del relato y mostrar la carne como sustituta del habla; siempre en situaciones extremas, extenuantes. Pero en esta ocasión el resultado no puede ser más contrario: si en el primero el ecosistema corporal (la piel, los orificios, los excrementos, la decadencia orgánica) funcio-
Brandon encarna el arquetipo de una masculinidad incapaz de escapar de la compulsión naba como vehículo de la palabra y espacio de resistencia de cierto discurso político, en Shame se plantea el cuerpo como frontera y prisión del logos, escenario donde el deseo ejerce de única posibilidad narrativa, insaciable e irracional y, por tanto, obligado a la perpetua repetición para colmarse.
No habría que pasar por alto que Fassbender interpretaba en Un método peligroso, la última película de David Cronenberg, a uno de los teóricos del discurso de la libido, Carl Gustav Jung. En ese filme, Cronenberg hacía uso del habla desnuda y de su circulación entre el trío protagonista, Sigmund Freud, Sabina Spielrein y Jung, como elemento que hace brotar el deseo y, consecuentemente, la verdad de los personajes. En Shame, el recorrido es inverso: del impacto de los cuerpos se llegará al de la palabra. A lo largo de todo el largometraje de McQueen apenas escuchamos la voz de su protagonista, Brandon, pero sí reconocemos su lenguaje corporal, su mirada seductora. Tampoco se nos dice mucho de su vida –ni siquiera conoceremos su apellido–, aunque se nos enseña su intimidad, sus escarceos con prostitutas o su adicción al porno on line en la comodidad de su moderno apartamento en Manhattan o en su lugar de trabajo. No
hay espacio para el habla, menos para el diálogo o el afecto: todo lo copa la tensión de su sexualidad. Mientras el verbo en Brandon se encuentra constantemente en fuga, como las Variaciones Goldberg que gusta de escuchar, la libido y el ritual de su satisfacción imponen su presencia una y otra vez. De algún modo poco importa que McQueen despersonalice a su protagonista, porque lo que éste encarna es el arquetipo de una masculinidad incapaz de escapar de la compulsión: vemos un cuerpo apolíneo destinado a fusionarse únicamente con lo más hondo de sí mismo, sin posibilidad de salir de ese ensimismamiento sexual. Así pues, Brandon emerge como una figura inane en la nocturnidad de una ciudad hecha a su medida, vacía y estéril; como un contorno que se funde en gris para transformarse en una imagen que no da la cara. Una imagen de la vergüenza. La caída
Retomando el símil del descenso bíblico que abre el texto, la película puede verse como la historia del peso de un cuerpo: un plano picado iluminando el torso de Fassbender abre el telón de Shame y avisa al espectador que va a ser testigo de una caída. “Si Occidente es una caída, como pretende su nombre, el cuerpo es el último peso, la punta extrema del peso que se vuelca en esta caída. El cuerpo es la gravedad”, apunta el filósofo Jean-Luc Nancy al inicio de su Corpus. No hay representación más vívida de lo humano que la que se sumerge en la masa de las emociones, en el pathos del desplome, parece que-
La escena clave de Shame no tiene nada que ver con el sexo ni con ninguno de los asuntos que ya han convertido esta película en una cause célèbre, sobre todo entre algunos sectores de la crítica. No se dirimen en ella temas relacionados con la misoginia de que ha sido acusada, ni convierte al protagonista en un libertino arrepentido, con la consiguiente admonición final que otros ven en el desenlace. Muy al contrario, lejos de esa deriva moralista, la desliza hacia el territorio de la moral, de nuestra reacción como espectadores ante un relato que pone en juego algunas de las cuestiones más relevantes de nuestro tiempo: darse a los demás o replegarse sobre uno mismo, participar de la vida o rechazarla. En ese fragmento privilegiado, Brandon (Michael Fassbender) oye cantar en un club a su hermana Sissy (Carey Mulligan) una particularísima versión de New York, New York y una lágrima cae por su mejilla. El hombre-cuerpo, el hombre sin alma, el adicto al sexo que es incapaz de experimentar emoción alguna relacionada con el sentimiento amoroso, esboza un sollozo ante una canción que simplemente ha cambiado de registro. Pues lo que aquí importa es esa pequeña variación, ese gesto consistente en el enfrentamiento entre dos rostros, filmados en inquietante y sinuoso plano-contraplano. Del mismo modo en que el famoso tema musical deja de ser una celebración de la capital del imperio para convertirse en un lamento (sólo un piano y una voz languideciente), los implacables escenarios en los que tiene lugar la acción (oficinas y apartamentos convertidos en monumentos del capitalismo higiénico) se desvanecen para dejar paso a la abstracción del rasgo humano, de la mirada y el reconocimiento. Se trata de la mejor escena de este segundo largo de Steve McQueen, el videoartista convertido en cineasta, el experimentador formal que quiere devenir inspector de almas. Y es la cima de algo que va tomando forma entre Hunger, su primera incursión en la pantalla grande, y esta Shame que quiere ir más allá, reconvertir los planos claustrofóbicos y agresivos de aquélla en una ficción que se va abriendo poco a poco hacia una equívoca redención. Quiere, pero ¿puede? Lo que hace la voz de Sissy con New York, New York es lo mismo que McQueen aplica a un género que acepta diversos nombres, aunque ninguno relacionado con la casuística
hollywoodiense. Shame es a la vez un melodrama, un western urbano y una tragedia familiar, pero sobre todo se adscribe a diversas etiquetas que la crítica saca a relucir en ocasiones como ésta: descenso a los infiernos, camino de salvación. Podría decirse, pues, que Shame no es una película sobre esos temas, sino sobre las películas que tratan esos temas. No sobre la realidad, sino sobre su reflejo cinematográfico. El propio McQueen ha aludido a Scorsese como inspiración directa, y la crítica más perspicaz ha añadido los nombres de Paul Schrader o Abel Ferrara. Artefacto posmoderno por naturaleza y vocación, Shame es un objeto de lujo
El protagonista de ‘Shame’, como el de ‘Drive’, adopta la expresión de la insensibilidad que se construye sobre las ruinas de esa tradición dantesca. Fassbender no pertenece ya a la estirpe de Robert De Niro o Harvey Keitel, sino a una nueva serie de máscaras en busca de una expresión que a su vez intentan encontrar en los intersticios de la historia del cine. Si en estos momentos hay algu-
na película que pueda identificarse con la de McQueen es Drive, de Nicholas Winding Refn, donde Ryan Gosling (de nuevo al lado de Carey Mulligan, es curioso) también adopta la expresión de la insensibilidad para, poco a poco, desear ser humano, es decir, alguien que puede sentir, pero también provocar la debacle, derramar sangre, hacerse ser-para-la-muerte en el sentido más heideggeriano de la expresión. Y ahí reside también el debate que puede provocar Shame, más allá de su vocación de ejemplo moral. ¿De verdad nos está hablando de eso? ¿De verdad tiene que ver con el mundo o sólo con lo que sabemos de él por el cine? ¿No se tratará de una imitatio que se propone re-crear una tradición formal y adaptarla a un nuevo tipo de espectador? Si es así, la escena del club vuelve a resultar fundamental para definirla. Pues la Nueva York que describe la película es como la que evoca esa versión, y no como la de Scorsese o Ferrara: un reflejo melancólico de sí misma que juega con su propio mito pero que ya no puede ir más allá, por más que lo intente, en la evocación del mal y sus paliativos. Todo lo que queda son destellos de aquella estética que de vez en cuando arrancan una pequeña emoción y, por qué no, también una furtiva lágrima. |
Desde su inicio la película avisa al espectador que va a ser testimonio de un descenso infernal mica del protagonista. Es en el espacio simbólico de lo subterráneo donde por fin la explosión sexual, sin miradas de soslayo, ocupa la pantalla. No ya como un acto de goce, sino como gesto exhausto, deformado, en la agonía del deseo. Un rostro esculpido en el horror del infierno dantesco. |
PANTALLAS Miércoles, 22 febrero 2012
CARLOS LOSILLA
Cultura|s La Vanguardia
Una canción, una lágrima
rer señalar con su filme. La caída, al fin y al cabo, es la acción que marca la primera frontera entre el bien y el mal, marca la ley. “No somos malas personas, lo que pasa es que venimos de un mal lugar”, le espetará Sissy a Brandon, tratando de consolarle. No es hasta la presencia de su hermana en su vida que el atlético protagonista reconoce en su lasciva cotidianidad un falso edén. La caída, no obstante, no será propiciada por esa revelación, en el fondo muy superflua, sino por no querer traspasar ni desviarse más, si cabe, de la norma. Hay una escena que catalizará todo el viaje descendente de Brandon, calcada en su estrategia del famoso plano secuencia de Hunger: Brandon y Sissy están sentados en el sofá, pero en lugar de ver sus rostros, topamos con sus nucas y de nuevo con una imagen que no da la cara, opaca con la palabra. A esa confrontación con el verbo, le seguirá un periplo nocturno por un Nueva York como topografía aní-
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Un relato moral