VIDA DE ARTISTA IMAGINARIO
SOLEDAD
DE SIAMESA
Unas artistas siamesas –como se sabe, gemelas cuyos cuerpos siguen unidos después del nacimiento- organizaron su vida de manera tal, primero por un afán de perfección técnica y luego por costumbre (una costumbre que se les había vuelto tiránica) que permanecían día y noche en poses inverosímiles de las que eran a la vez modelos y artífices. Pues ellas mismas se constituían en el instrumento de su obra. Todas sus necesidades, por cierto, muy moderadas, eran satisfechas por una criada que aguardaba con paciencia su señal, para alimentarlas con mangueras especiales para ese fin, por las que les suministraba agua y sopa, o cuanto necesitaran en sus variadas contorsiones. Esta manera de vivir de las artistas no creaba demasiado problema a quienes las rodeaban. Su permanencia acalambrada solo resultaba un poco molesta cuando decidían presentarse sin avisar en parques o bulevares, porque como no se la podía disimular, aunque estuvieran sin moverse, nunca faltaba alguien que desviara la mirada hacia ellas y reaccionara con desagrado o con miedo. Pero los peatones en general se lo perdonaban, porque eran unas artistas extraordinarias, insustituibles. Y después de todo, la ciudad era famosa por esta suerte de extravagancias.
Por otra parte, se sabía que ellas no vivían así por simple capricho y que sólo viviendo así podían mantenerse siempre entrenadas y conservar la extrema filigrana de su arte. Por supuesto, gradualmente el trato humano de aquellas artistas se fue limitando. De tanto en tanto algún colega se sentaba al lado de sus escorzos. Así conversaban durante un buen rato. Otras veces eran los espectadores, los que cambiaban algunas palabras con ellas, o la criada, que al revisar las conexiones de los conductos, les gritaba alguna palabra respetuosa aunque no demasiado inteligible. Fuera de eso, siempre estaban solas. Alguna vez un transeúnte que vagaba por la acera vacía en las primeras horas de la tarde, llevaba los ojos hacia la ventana y miraba aquel nudo de dos, en el cual las artistas descansaban o practicaban su arte sin saber que las observaban. En una oportunidad, mientras en perenne trabazón, una leía un libro, la otra, sumida en sus ensueños, comenzó a hablarle con voz casi inaudible. Mordiéndose los labios, le dijo que en adelante no representaría nada nunca más si no se mostraban como dos artistas diferenciadas en todo: nombres, vestuarios, personajes... que necesitaba expresar su verdadero yo.
La lectora accedió sin vacilaciones. Pero la ensoñadora, como si quisiera demostrar que la aceptación de su gemela era tan intrascendente como su oposición, añadió que nunca más, bajo ninguna circunstancia, volvería a trabajar frente a público alguno sin distinguirse como una persona particular y entera. Parecía estremecerse ante la idea de tener que hacerlo. La lectora vaciló, observó a su hermana y una vez más le aseguró que estaba dispuesta a satisfacerla. Sin duda, pensó, eso complicaría sus trabajos y las técnicas de las actuaciones, pero tal vez, no fuera del todo inconveniente. Por otra parte, sabía que las excentricidades de la otra, no debían debatirse si no era estrictamente ineludible. Pero, de pronto, la soñadora rompió a llorar. Profundamente conmovida, la lectora quiso conocer el motivo de aquel llanto. Como no recibiera respuesta, la acarició y apoyó las palmas contra las mejillas de la atribulada, cuyas lágrimas humedecieron su piel. -¿Quién soy yo? ¿yo? ¿mi hermana? ¿o ese escarabajo oscuro?- sollozó, después de escuchar las preguntas y las palabras afectuosas de su gemela. A la lectora le resultó ahora más fácil consolarla. Le prometió que haría los arreglos pertinentes y se reprochó duramente su
desconsideración por haberla dejado trabajar durante tanto tiempo en esas circunstancias. Luego le agradeció el haberle hecho advertir aquella imperdonable omisión. Así pudo calmar a la triste e instalarse nuevamente con su libro. Pero ella misma no podía ya leer. No había conseguido tranquilizarse. Muy preocupada estaba. A hurtadillas y por encima del libro, miraba a su gemela. Si la otra había llegado a la certeza de que su angustia venía de no ser única, como si tal cosa fuera posible, entonces ¿no había valido para nada tanto sudor en común? ¿no le ayudaba a la otra su arte para conocerse y aceptarse tal cual era? ¿no se daba cuenta de que lo que tenían era indivi-dualidad? ¿no acabaría algún día por entender? No había que proponerse la soledad, estaba descontada. Eran las uniones a las que había que dedicarles todos los esfuerzos. A pesar de que, al final, solo quedaran en fugaces comuniones. Y la ex lectora, creyó ver –en aquel sueño aparentemente tranquilo en el que había desembocado el llanto- cómo, casi conseguir el milagro de no estar sola, sola, sola, se abismaba en su semejanza extrema y en la extrañeza de su vínculo. Franz K.
Deplorable espectáculo Triste es comprobar que el arte actual no hace sino ennoblecer lo más bajo de nuestro mundo. En un magno evento como es el de nuestra Exposición Universal, es indignante, no ya para París, sino para Francia entera, que se presenten números tan lejos de lo decente como el protagonizado por las hermanas Jelinek. Es del todo inaceptable que las arcas del erario público se despilfarren en pagar por muestras que no pueden estar más alejadas del verdadero arte que las monerías de circo de estos dos monstruos, que en vez de permanecer recluidas en su hogar, como exige el más mínimo decoro, se pavonean desnudas a la vista de todos. Es una completa aberración. En contra de la moral más básica y no es posible defender estas farsas bajo ningún tipo de argumentaciones, por más librepensadores y liberales que sean los organizadores de tan magna ocasión. En cualquier otra parte del mundo, ellas serían unas parias. Pero acá, precisamente en la cuna de los derechos del ser humano, se exhiben impúdicamente bajo la máscara del arte. No. No se pueden trastocar así los valores que tanto han costado a la República y a la burguesía, haciendo de lo imperfecto una caricatura de la belleza. Jules De Rochefoucauld Le Figaro 6 de agosto de 1900
Imprescindible soledad Recostada contra una pared del hall central, una caja de madera, de cinco metros de ancho por tres de alto, con tapa de vidrio, las muestra desnudas y pintadas como una extraña araña pegada con alfileres de una tela azul cielo. Por fin al museo, natural, es solo una de la docena de obras de Darina y Kája Jelinek, siamesas que inauguraron tantísimas revoluciones en el arte del s. XX. Territorios que ahora son familiares, fueron explorados por la osadía de estas virtuosas. Los asistentes se convierten en actores, también. Les dan el rol de monstruos a los “normales”. La jerga es casi incomprensible, pero los acentos de lo que dicen son entendibles. De hecho, fotografías, maquetas, reproducciones agigantadas, proyecciones y figuras de cera, implican al público en el drama del circo de la realidad. “¿Te sientes culpable?” le preguntó un hombre a su esposa durante el recorrido de una función reciente. “Deberíamos abrirnos más”, le dijo ella. Las Jelinek, artistas alejadas de todos los circuitos, son redescubiertas, o casi podría decirse reveladas, en esta retrospectiva de su obra. (MoMA 11 W 53rd St, New York, NY 10019, EE. UU) New Yorker Reseñas Artes 25 de julio de 1989