Rodrigo Jordán es profesor, emprendedor social y alpinista. Es fundador de Vertical, grupo que ofrece programas de educación al aire libre y desarrollo humano, entre otros. Rodrigo lideró la primera expedición sudamericana que logró llegar a la cumbre del Everest, en 1992. Repitió la ascensión a la montaña más alta del mundo en 2012. Marcelo Simonetti es periodista, escritor y guionista. Escribe columnas para la sección Deportes del diario La Tercera. Ha publicado los libros El fotógrafo de dios, El abanico de madame Czechowska y La traición de Borges, obra que recibió el Premio Casa de América en 2005 (España). Acaba de ganar el Premio del Consejo de la Cultura y las Artes a las Mejores Obras Literarias por su volumen de cuentos El disco de Newton. En la colección El Barco de Vapor publicó Tito, su primera novela infantil.
Horizonte vertical. Ascensi贸n al Everest
Rodrigo Jord谩n Marcelo Simonetti 31
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Ascensi贸n al Everest
HORIZONTE VERTICAL Ascensi贸n al Everest Rodrigo Jord谩n y Marcelo Simonetti
Horizonte vertical. Ascensión al Everest Rodrigo Jordán y Marcelo Simonetti Ilustración de portada: Vicente Martí Ilustraciones interiores: Pablo Santander Dirección de Publicaciones Generales: Sergio Tanhnuz Edición: Paula Peña Correcciones: María Paz Contreras, Rodrigo Olivares y Claudia Herrera Dirección de arte: Carmen Gloria Robles Diagramación: Gabriela de la Fuente Producción: Andrea Carrasco Primera edición: noviembre de 2014 © Rodrigo Jordán Fuchs © Marcelo Simonetti Ugarte © Ediciones SM Chile S.A. Coyancura 2283, oficina 203, Providencia, Santiago de Chile. ATENCIÓN AL CLIENTE Teléfono: 600 3811312 www.ediciones-sm.cl chile@ediciones-sm.cl Registro de propiedad intelectual: 248.061 ISBN: 978-956-349-817-2 Impresión: Salesianos Impresores General Gana 1486, Santiago. Impreso en Chile/ Printed in Chile No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni su transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea digital, electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. 160270
La cumbre no es más que la excusa para un bello recorrido. Cristián García-Huidobro
Cuando lo vi, el corazón se me agitó por la sorpresa. Ahí estaba, un manuscrito anillado que llevaba por título Horizonte vertical. Lo suponía perdido y, prácticamente, ya me había olvidado de que lo había escrito. Nos acabábamos de mudar a una casa más cerca de las montañas. Mi mujer me había pedido que revisara unas cajas en las que había guardado libros y papeles que al día siguiente iba a llevar al reciclaje o al basural. Era tarde y tenía sueño. Revisé sin muchas ganas, y entonces lo encontré. Horizonte vertical es el manuscrito que escribí hace dos décadas y en el que quise dejar registro de lo que fue —y sigue siendo— la experiencia más intensa de mi vida: haber integrado, con solo 20 años, una expedición que pretendía llegar a la cima del Everest, la montaña más alta del mundo. Escribí el texto en 1993, justo un año después del viaje. No sé bien por qué, pero solo un año más tarde me sentí preparado para narrar esta experiencia que fue tan reveladora para mí... En estas páginas está la mirada del muchacho que fui sobre una aventura que me cambió la manera de enfrentar las cosas. Aunque hay ideas que hoy no comparto, siento que necesito dar a conocer este testimonio, sobre todo pensando en mis hijos que hace poco aprendieron a leer y que el día de mañana, de seguro, querrán saber con lujo de detalles qué hizo su papá en las alturas del Chomolungma —como se conoce al Everest en el Tíbet—, la diosa madre de las montañas. Martín.
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Horizonte vertical: crónica de mi viaje al Everest octubre de 1993
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Yo tenía la cabeza llena de aventuras. Había leído la historia del primer viaje alrededor del mundo que hicieran Hernando de Magallanes y Sebastián Elcano hace más de cinco siglos. Me había estremecido con el relato de sir Henry Stanley y su expedición por el corazón de África en busca del doctor Livingstone. Y con asombro había seguido las desventuras de Admunsen en su lucha por convertirse en el primer hombre en alcanzar el Polo Sur. También había sido un ávido lector de aventuras inventadas: La vuelta al mundo en 80 días, de Julio Verne; El mundo perdido, de Arthur Conan Doyle, y todas las peripecias de Tintín, el aventurero. Pero por encima de cualquier cosa, lo que a mí me obsesionaba era la montaña más alta del mundo, el Everest, y todo lo que se contaba acerca de ella. Sabía más cosas del Everest que cualquier otro de mi edad. Por ejemplo, que a pesar de su altitud, el Everest había sido descubierto recién en 1852; que la primera medición que se hizo de su altitud falló solo en ocho metros; 9
que su nombre es un homenaje a uno de los jefes de la oficina de Estudios Trigonométricos de la India, sir George Everest, pero que en tibetano era conocido como Chomolungma, que quiere decir “la diosa madre de las montañas”. Muchas veces traté de imaginar cómo se las habían arreglado las primeras expediciones que, a partir de 1920, intentaron conquistar su cumbre. Siempre me sedujo la historia de George Leigh-Mallory, una leyenda. Fracasó las primeras dos veces y nadie sabe si cumplió su sueño en la tercera. El 8 de junio de 1924 ascendía junto con su compañero Andrew Irvine por encima de los 8600 metros. Nunca más volvieron a verlos. Las otras expediciones que intentaron llegar a la cumbre en los años posteriores fracasaron una tras otra. Conseguían subir y acercarse hasta la cima del Everest, pero los 400 metros finales eran inexpugnables. Recién en 1953, una poderosa expedición inglesa pudo encarar esos últimos metros con éxito. La mañana del 29 de mayo, Edmund Hillary y Tenzing Norgay lograban subir hasta el punto más alto del planeta, ubicado a 8848 metros de altitud. Hillary era mi héroe. No me cansaba de mirar una foto que aparecía en un libro que me había regalado la abuela. Se llamaba La Tierra y sus recursos. Ahí era posible ver a Hillary, enfundado en una parka azul, con unos bototos como de elefante, en la cima del Everest. Tenía una bandera del Reino Unido que hacía flamear contra el cielo. Cada vez que observaba esa fotografía sentía el deseo irrefrenable de querer ser como él. Lo imaginaba en lo alto, tocando la gloria junto a Tenzing Norgay, y a veces, sin que me diera cuenta, comenzaba a sentir el cansancio acumulado en los músculos, el frío, el infernal frío, la falta de oxígeno, las jaquecas, el cuerpo 10
que no respondía, la blancura sobrecogedora… Y luego el triunfo, la cima, nadie más arriba que tú, nadie más alto, apenas el cielo, las nubes.
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A mis veinte años lamentaba que, en los tiempos que me había tocado vivir, esas historias de grandes viajeros quedaran reservadas solo para las páginas de los libros. Tenía sed de aventuras. Amaba la vida peligrosa porque sabía que de ahí solo podía salir convertido en alguien más fuerte. La gloria, el triunfo, la posibilidad de ser el mejor alimentaban mi espíritu y los necesitaba como el volantín precisa del viento. Ya no me bastaban los fines de semana en el Cajón del Maipo. Dentro de mí, una voz me decía que estaba hecho para cosas más grandes. Y no me equivocaba. Sentía que era un hombre viviendo una vida que no le correspondía, porque la ciudad era terriblemente aburrida y todos los que me rodeaban parecían haberse rendido frente al destino. No querían pelear, se dejaban arrastrar por los días y no eran dueños de su existencia. Lo peor de todo es que querían hacer de eso un modelo, el referente para los que venían después de 11
ellos. ¿Qué culpa tenía yo de que hubieran fracasado? ¿Por qué yo debía pagar sus culpas? ¿Por qué tenía que repetir sus historias a sabiendas de que eran un guión mal resuelto? Yo hablaba de adentrarme en una selva virgen o de navegar por el más endemoniado de los mares, sentir mi corazón emocionado, poner la cara a los peligros, vivirlos, padecer heridas, subir hasta la montaña más alta, pero nadie parecía entenderme. Creían que estaba loco, que eran delirios de una juventud que pronto pasaría. ¿Cómo explicarles que yo no iba a dejar que eso ocurriera? No quería pasarme las tardes de mi vida sentado frente al televisor viendo vidas ajenas, mientras la mía se pudría lentamente. ¿Cómo podía decirle a mi padre que no me interesaba trabajar en la fábrica de camisas que había ido pasando de Calleja a Calleja, desde que el tatarabuelo Carlos la había fundado cerca del parque Bustamante? ¿Cómo decirle que no quería seguir sus pasos, que no quería volver a festejar ninguna de las celebraciones familiares y que estaba harto de esa vida que él me quería heredar? La rabia no era solo con él. Me incomodaban la ciudad y sus estructuras, las normas, las obligaciones cotidianas, los otros; sobre todo los otros, carceleros de una cárcel invisible que intentaban programarnos para vivir en ella sin que nos diéramos cuenta. Yo no quería esa vida. A mí me animaba una existencia distinta. No quería una corbata ni un escritorio con vista a la cordillera, ni la misa del domingo, ni el viaje en metro. Mis padres me hablaban de la importancia de planificar, de pensar en el futuro, de ahorrar para tener una buena casa y de hacer buenos contactos para que el día de mañana pudiera estar bien ubicado. Pero yo no quería eso ni nada 12
que se le pareciera. Yo quería vivir la vida peligrosa, sentir que un día podía ser infinitamente distinto al otro, que el futuro era una caja de sorpresas, que la única casa a la que podía aspirar era a la que formaban las miles de montañas, infinitas en sus misterios y secretos. ¿Algún día mis padres entenderían que lo mío era caminar por la orilla de la existencia, avanzar por los territorios de la vida salvaje? Había días en que me arrancaba al zoológico con el fin de estar cerca de esas bestias que alguna vez habían conocido el mundo salvaje. Me quedaba contemplando a los leones, a los rinocerontes, al tigre de Bengala, esperando ver en ellos aunque fuera el recuerdo de la vida primitiva. Y, sin embargo, en sus miradas ya no quedaba ni siquiera una chispa de ese pasado vital. Los ojos de las bestias solo ofrecían desesperanza, la misma que me inundaba en esos años. El zoológico no era más que un espejo de la ciudad. Entonces, la vida cotidiana caía con mayor fuerza sobre mis hombros, igual que una condena eterna. No imaginaba que mi vida tendría un giro insospechado la tarde en que Sofía me llamó por teléfono para contarme lo de su papá. —En cuatro meses más parten al Everest. Se bajó un integrante. Necesitan a alguien que sea seco en escaladas. ¿Te animas? Yo sabía de esa expedición. En ella figuraban tres de los mejores escaladores chilenos: Dagoberto Delgado, Christian Buracchio y Juan Sebastián Montes. También estaban dos leyendas vivas del montañismo: Claudio Lucero y Cristián García-Huidobro. No supe qué responderle. Solo atiné a enmudecer. Me tiré de espaldas en la cama sin entender demasiado bien qué estaba pasando. El teléfono se me resbaló de la mano y cayó al suelo. Debo haber estado 13
así una hora, con una sonrisa estúpida deformándome la cara. “El Everest”, pensé. Dejar las aburridas clases en la universidad para vivir esa aventura que tanto había soñado. Tuve que tomar aliento, el mismo que algunos meses después me habría de faltar una vez que superáramos los 6000 metros de altitud y sintiera que la muerte me abrazaba por la espalda.
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Rodrigo, el papá de Sofía, ya había intentado subir dos veces hasta la cima del Everest. Y había vuelto sin conseguir su objetivo. Pero no se había dado por vencido. Sofía arregló un encuentro entre los dos, en su casa. Era una casa linda la de Sofía. Su padre tenía una biblioteca llena de libros y fotos de las montañas más altas del mundo, además de figuritas talladas en distintas maderas con motivos tibetanos. El olor a incienso inundaba la sala donde estaba su escritorio. A ratos, sentía que entraba a otro mundo. Hablamos toda una tarde. De vez en cuando, Sofía entraba a preguntar si necesitábamos algo y me guiñaba un ojo. Me gustaba Sofía. Su pelo, la forma en que se reía, sus piernas. Por un momento llegué a pensar que ella esperaba que yo hiciera algo parecido al protagonista de El mundo 14
perdido para tener algo conmigo: que fuera el héroe de alguna hazaña, que llegara a la cima del Everest. Pero no era fácil, considerando que Rodrigo era su padre. Como buen ingeniero, era cuadrado, le gustaban las estructuras, el orden, la organización. De eso fue de lo que me habló cuando nos juntamos y de si estaba dispuesto a tomarme en serio una aventura como la que emprendería en un par de meses más. —No podría estar más preparado, señor —respondí con voz marcial. —No me digas señor. Si vamos a ser compañeros, es mejor que me digas Rodrigo. —No podría estar más preparado, Rodrigo. —Y era verdad, en el último año había estado en constante actividad física, corría por las mañanas, iba al gimnasio casi todos los días y el fin de semana siempre subía algún cerro. Era capaz de hacer 300 abdominales de un tirón y lo mismo con las sentadillas. Lo que más me recalcó Rodrigo fue que subir el Everest no era un juego, que podía morir en el intento. Esa tarde, volvió varias veces sobre esa posibilidad y me contó lo que había ocurrido con la expedición chilena que intentó la cumbre en 1986. Cuando habían superado los 7000 metros, un integrante del equipo, Víctor Hugo Trujillo, cayó luego que cediera una cornisa de hielo. Su cuerpo se precipitó montaña abajo por 700 metros. No sobrevivió a la caída. Tenía apenas 22 años, al igual que la mayoría de sus compañeros, quienes rescataron el cuerpo y lo enterraron cerca del campamento base, en el corazón del Everest. —Nadie puede asegurar que vayamos a salir vivos de ahí. Pero nos hemos preparado para que eso ocurra —me dijo antes de que nos despidiéramos en la puerta de su casa. 15
Esa noche tuve un sueño. Soñé que subía el Everest y que a mitad de camino, cuando las fuerzas me faltaban, caía al suelo. Mi cara se hundía en la nieve y no podía salir de ahí. Me hundía hasta que mi cuerpo chocaba con otro cuerpo. Era Víctor Hugo. Yo nunca lo había visto, pero sabía que era él. El frío lo conservaba intacto, hermosamente muerto. La juventud de sus 22 años resplandecía en su mirada. Pero cuando lo miraba con detención me daba cuenta de que ese muchacho enterrado en la nieve de la montaña más alta del mundo no era Víctor Hugo, sino yo. Trataba de huir de la nieve, de salir a la superficie, pero no podía. Desperté con el corazón agitado. Y me alegré de estar en el dormitorio de mi casa y no en la montaña.
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Tenía claro qué iban a decir mis papás cuando les contara mis planes. Amarrados a una vida aburrida que evitaba cualquier sobresalto, que uno de la familia partiera a escalar el Everest era un disparate mayor. Claro, la vida de ellos había girado alrededor de una fábrica de camisas. ¿Puede haber algo más aburrido que eso? La historia ya me la sabía de memoria. Que un día Carlos Calleja se levantó sin saber 16
qué iba a ser de su vida, que la crisis que vivía el país lo tenía a él, precisamente a él, con la soga al cuello, que se sentía pésimo esa mañana de octubre, y que cuando se puso la camisa sintió un alivio tan grande, un calor tan agradable, que vio en eso una señal. Carlos Calleja era mi tatarabuelo. “Una fábrica de camisas, ¡eso es!”. Se supone que eso habría dicho el tata Carlos. O cuando menos eso repite mi padre cada vez que le da por recordar a su parentela. Después arremete con esa cantinela que yo ya no escucho sobre la familia y acerca de lo importante que es recordar a todos los que son sangre de nuestra sangre, partiendo por el tata Carlos y su mujer, mi tatarabuela Marta, padres de Luis Emilio, Pedro, Carlos y Antonia Calleja Acevedo, para luego irse descolgando por las distintas ramas de los Calleja. ¡Ufffffff! Era una cuestión de nunca acabar y la mayor gracia de mi padre en las fiestas familiares era recitarla sin parar por varios minutos, desde el primero de los Calleja hasta el último, que era yo. Qué tontería. Se los dije en el almuerzo del domingo. Al principio pensaron que era una broma. Y celebraron mi buen humor. Tuve que asegurarles que era en serio, que me iba en un par de meses en la expedición que estaba organizando el papá de la Sofía. Recién entonces me creyeron. Mi mamá estalló en un sermón respecto de los absurdos riesgos de la vida y volvió a preguntarme qué sentido tenía subir cerros: “Tú me vas a volver loca, Martín. ¿Acaso crees que puedo quedarme tranquila mientras una avalancha puede sepultarte para siempre en la montaña? ¿Acaso piensas que no nos ha costado criarte y educarte para que te expongas de esa manera? Ay, Dios, ay, Dios”. Mi padre se quedó en silencio, pero por su rostro era evidente que la noticia le había provocado un desconsuelo 17
mayor. No quería verme en la montaña, sino sentado en el escritorio que había sido del tata Carlos, dirigiendo desde el segundo piso la producción de “Camisas Calleja, la elegancia diaria”. Luego de unos segundos, se decidió a hablar: “Espero que recapacites. Los jóvenes pueden hacer tonteras, pero esto es una estupidez sin nombre. Piensa en la vida que hicieron el tata Carlos, el tata Luis Emilio, tu abuelo Santiago… Siempre tuvieron los pies en la tierra”. Y tras decirme eso subió al dormitorio, imagino que a dormir su siesta. En las semanas que siguieron, mis padres trataron de hacerme desistir de la idea. Me hablaban del peligro que significaba correr un riesgo como ese y de que era demasiado joven para exponerme de esa manera. No podía entender por qué se desvivían por una vida segura, sin riesgos, tan calma como una taza de leche. Quizás en eso consistía la vejez, en evitar la posibilidad de un corazón agitado. En esa vena, la posibilidad de un acuerdo era imposible. Yo estaba vivo, y parecía que ellos estaban cada día más cerca de morir. “Tienes toda una vida por delante”, decía mi madre y se quedaba mirándome a la espera de que yo le contestara: “Sí, mamá, tienes razón”. Pero era precisamente no saber si tenía toda la vida por delante lo que me apasionaba de ir al Everest. No iba a echar pie atrás.
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Everest 1992: la expedici贸n real
Aproximaci贸n al Everest por el este
Ruta de la escalada
1 Campamento I: 6400 metros. 2 Campamento II: 7350 metros. 3 Campamento III: 7986 metros.
A Dep贸sito: 5600 metros. B Fin de la cuerda fija: 6700 metros. C Cumbre Sur: 8765 metros. D Cumbre principal: 8848 metros.
Diario fotográfico En 1992, un grupo de montañistas chilenos hicieron realidad un sueño: llegar a la cumbre del Everest. Con ello, no solo asumieron un desafío personal, sino el de su país. Y lo lograron: se convirtieron en los primeros chilenos en llegar a la cima de la montaña más alta del mundo.
Foto: R. Jordán
Este es el diario fotográfico de aquella expedición, en cuya historia se basa la novela que acabas de leer.
Los protagonistas de esta aventura: Arriba, de izquierda a derecha: Chuldim Dorjee Sherpa, Juan Sebastián Montes, Christian Buracchio, Alfonso Díaz, Karma Lama Sherpa y Ngima Dorjee Sherpa. Abajo, de izquierda a derecha: Claudio Lucero, Dagoberto Delgado, Cristián García-Huidobro y Rodrigo Jordán.
Foto: J. S. Montes Foto: C. García-Huidobro
Inicio de la expedición chilena al Everest en 1992. La organización de los porteadores en Kharta fue una verdadera torre de Babel en la que se cruzaban distintos idiomas: español, inglés, chino y nepalí.
¿Una pausa en el camino? Christian Buracchio descansa bajo su paraguas doble uso: da sombra cuando hay mucho sol y también protege de las nevadas intensas.
Los anclajes metálicos son el punto que une a los montañistas con la vida. Aquí está Cristián García-Huidobro desenredando cuerda en un anclaje.
Foto: C. Buracchio
Foto: C. García-Huidobro
Y acá Buracchio, con la cuerda al cuello, en pleno equipamiento de la montaña.
“Naturaleza desatada, furia blanca, belleza temi-
ble. Presencia cautelosa amenazada por los hielos caprichosos y violentos. Las banderas de oración parecen querer protegernos con sus plegarias .
”
Foto: C. García-Huidobro
Christian Buracchio
Una avalancha vista desde el Campamento Base.