fem sex
sexo se escribe con
a
Este FemZine (tomando el término de las compañeras de Labio Asesino) nace de la inquietud de recopilar e ilustrar aquellos libros que para nosotras han significado algo, en algún momento de nuestras vidas. Con una propuesta sobre la mesa -hacer un fanzine que hablara sobre sexo-, sin dudar nos pareció una idea divertida identificar aquellos fragmentos que trataban el tema, y convertirlos en un conjunto de líneas tal vez sarcásticas, tal vez festivas. Esta idea, sin embargo, se vería arrollada y transmutada irremediablemente tal como nos pusimos manos a la obra. Como lectoras y, sobre todo, como mujeres, llevamos toda la vida consumiendo obras escritas por y para hombres, hecho que se hace aún más evidente cuando se habla sobre erotismo. Muchos de los libros aquí citados retratan -sin ser esta la intención de sus autores -una sexualidad a veces prohibida, a veces no elegida, a veces confusa para las mujeres. Otros, sin embargo, buscaban claramente reflejar esta realidad. El caso es que el género femenino, en cuestiones de sexo, ha sido siempre un tabú, o simplemente inexistente desde una mirada exclusivamente masculina. Por este motivo creamos un relato, desde nuestra propia mirada, acerca de la relación entre mujer y sexo, en una sociedad aún lejana de liberarse de todos los prejuicios que dicha relación conlleva. A lo largo de estas páginas se han elegido 8 fragmentos de libros completamente dispares, en los que viajaremos a través de muchas épocas, situaciones y prejuicios. Comenzamos leyendo Lolita, en la que se retrata la hipersexualización que sufrimos las mujeres desde niñas. En la adolescencia
comienza la presión para perder la virginidad -o la presión de mantener nuestra “pureza”- un concepto obsoleto referido solo a las relaciones heterosexuales y ligado al sufrimiento, como relata dolorosamente Murakami. Más tarde asistiremos al autodescubrimiento, donde el personaje aprende a soñar consigo misma y a disfrutar de su propio cuerpo. Virginia Woolf nos hablará de un deseo prohibido, en una época -no muy lejana- en la que el sexo entre mujeres es impensable. Con Hemingway acudiremos al amor pasional, producto de una liberación sexual desesperada ocurrida en el nuevo siglo por el avance de la guerra, y con Ana Karenina presenciaremos la vergüenza -acompañante devota de la mujer- que la sociedad y su propia mente arrojan sobre ella. Huxley nos presentará un futuro (ya no tan) distópico, en el que las relaciones personales han dado un giro radical y el libertinaje sexual crea una nueva presión sobre la mujer. Para acabar, viajaremos a la antigua Grecia: junto a Lisístrata y a sus compañeras, acudiremos a una de las primeras revoluciones femeninas, a la conciencia y el uso del propio cuerpo como arma de guerra y a la sororidad, la palabra y la auto-organización como compañeras de combate. Paula y Ana
nínfula
«Ella llevaba una camisa a cuadros, blue jeans, zapatillas de goma. Cada movimiento que hacía en las salpicaduras de sol punzaba la cuerda más secreta y sensible de mi cuerpo abyecto. Un rato después se sentó junto a mí en el último escalón de la entrada trasera y empezó a recoger guijarros entre sus pies -guijarros, Dios mío, y después un vidrio curvo de botella de leche parecida a una boca regañona- para después arrojarlos contra una lata. Ping. No acertarás otra vez…, no podrás -qué agonía- otra vez. Ping. Maravillosa piel, oh, maravillosa: suave y tostada, sin el menor defecto. La crema produce acné. El exceso de sustancia oleosa que alimenta los folículos pilosos de la piel produce, cuando es abundante, una irritación que abre paso a infecciones. Pero las nínfulas no tienen acné aunque se atiborren de comida. Dios mío, qué agonía ese tenue lustre sedoso en sus sienes que se intensifica hasta el brillante pelo castaño. Y el huesecillo a un lado de su tobillo cubierto de polvo.» Navokob, Lolita, 1955, p. 43
«Aquella noche me acosté con Naoko. No sé si fue lo correcto. Ni siquiera hoy, veinte años después, podría decirlo. Tal vez jamás lo sepa. Pero entonces era lo único que podía hacer. Ella estaba en un terrible estado de nerviosismo y confusión; deseaba que yo la tranquilizase. Apagué la luz de la habitación, la desnudé despacio, con ternura; luego me quité la ropa. La abracé. Aquella noche de lluvia tibia no sentimos el frío. En la oscuridad, exploramos nuestros cuerpos sin palabras. La besé, envolví con suavidad sus senos con mis manos. Naoko asió mi pene erecto. Su vagina, húmeda y cálida, me esperaba. Sin embargo, cuando la penetré sintió mucho dolor. Le pregunté si era la primera vez, y ella asintió. Me quedé desconcertado. Creía que ella y Kizuki se acostaban. Introduje mi pene hasta lo más hondo, lo dejé inmóvil y la abracé durante mucho tiempo. Cuando vi que se tranquilizaba, empecé a moverlo despacio y, mucho después, eyaculé. Al rato, Naoko me abrazó muy fuerte y gritó. Era el orgasmo más triste que había oído nunca.»
virginidad
Murakami, Tokio blues (Norwegian Wood), 1987, p. 56
«Había ido otra vez a la sauna y estaba ante el espejo. Se miraba y veía la escena amorosa en el piso del ingeniero. Lo que de ella recordaba no era al amante. Francamente, no sería capaz de describirlo, posiblemente no se había fijado en su aspecto cuando estaba desnudo. De lo que se acordaba (y lo que ahora, excitada veía en el espejo) era de su propio cuerpo, su pubis y de la mancha redonda situada inmediatamente encima de él. Aquella mancha, que hasta entonces había sido para ella un simple y prosaico defecto de la piel, se le había grabado en la mente. Deseaba volver a verla una y otra vez en aquella increíble proximidad del miembro de un extraño. Es necesario que lo subraye una vez más: lo que deseaba no era ver el sexo de un extraño. Quería ver su pubis en compañía de un miembro extraño. No deseaba el cuerpo de un amante. Deseaba su propio cuerpo, repentinamente descubierto, el más próximo y el más extraño y el más excitante.»
autodescubrimiento
Kundera, La insoportable levedad del ser, 1984, p. 169
deseo
«Con todo, en algunas ocasiones era incapaz de resistirse al encanto de una mujer, no de una niña, de una mujer confesándole, como hacían a menudo, un mal paso, una locura. Y ya fuera por compasión, o por su belleza, o porque ella era mayor, o por alguna contingencia – como un leve aroma, o un violín en la casa de al lado (tan extraño era el poder del sonido en algunos momentos), ella sentía, sin lugar a dudas, lo que los hombres sienten. Sólo por un instante; pero era suficiente. Era una revelación súbita, una especie de excitación, como un sofoco, que tratabas de contener, pero conforme se extendía no te quedaba más remedio que entregarte a su movimiento y te precipitabas hasta el final y allí te ponías a temblar y sentías que el mundo se te acercaba, hinchado con un significado sorprendente, con una especie de pasión que te llevaba al éxtasis, porque estallaba por la piel y brotaba y fluía con un inmenso alivio por fisuras y llagas. Y entonces, en ese preciso momento, había tenido una iluminación. La luz de una cerilla en una flor de azafrán; un significado interior que casi llega a verbalizarse. Pero la presión se retiraba; lo duro se volvía blando, el momento había terminado.»
prohibido
Woolf, La señora Dalloway, 1925, p. 179
pasional
«De no ser por la guerra, habría podido ir a España. El sol se estaba poniendo y empezaba a refrescar. Después de la cena iría a ver a Catherine Barkley. Ojalá estuviera aquí ahora. Ojalá hubiera estado con ella en Milán. Me habría gustado comer en la Cova y luego pasear por la via Manzoni una tarde calurosa y atravesar el canal para ir juntos al hotel. Tal vez lo hiciera. Puede que fingiera que yo era aquel novio a quién habían matado: entraríamos en el hotel por la puerta principal, el portero se quitaría la gorra y yo iría al mostrador de recepción y pediría la llave mientras ella esperaba delante del ascensor; luego subiríamos muy despacio parando en todos los pisos y, al llegar al nuestro, el ascensorista nos abriría la puerta, y ella saldría y yo también, recorreríamos el pasillo, yo abriría la puerta, entraría, cogería el teléfono y pediría que nos enviaran una botella de capri bianca en un cubo de metal lleno de hielo, y oiríamos el repiqueteo del hielo contra el cubo por el pasillo, y el camarero llamaría y yo le diría que hiciera el favor de dejarlo en la puerta. Porque haría tanto calor que iríamos sin ropa, la ventana estaría abierta y las golondrinas revolotearían sobre los tejados de las casas y cuando oscureciese pequeños murciélagos cazarían sobre las casas y cerca de los árboles, y beberíamos el capri con la puerta cerrada con llave y haría calor y sólo tendríamos una sábana y pasaríamos la noche amándonos en la cálida noche de Milán. Así debería ser. Tenía que cenar deprisa para ir a ver a la señorita Barkley.» Hemingway, Adiós a las armas, 1929, p. 49
«-¡Perdóname, perdóname! -decía Ana, sollozando, y oprimiendo la mano de él contra su pecho. Sentíase tan culpable y criminal que no le quedaba ya más que humillarse ante él y pedirle perdón y sollozar. Ya no tenía en la vida a nadie sino a él, y por eso era a él a quién se dirigía para que la perdonase. Al mirarle sentía su humillación de un modo físico y no encontraba fuerzas para decir nada más. Vronsky, contemplándola, experimentaba lo que puede experimentar un asesino al contemplar el cuerpo exánime de su víctima. Aquel cuerpo, al que había quitado la vida, era su amor, el amor de la primera época en que se conocieron. Había algo de terrible y repugnante en recordar el precio de vergüenza que habían pagado por aquellos momentos. La vergüenza de su desnudez moral oprimía a Ana y se contagiaba a Vronsky. Mas en todo caso, por mucho que sea el horror del asesino ante el cadáver de su víctima, lo que más urge es despedazarlo, ocultarlo y aprovecharse del beneficio que pueda reportar el crimen. De la misma manera que el asesino se lanza sobre su víctima, la arrastra, la destroza con ferocidad, se diría casi con pasión, así también Vronsky cubría de besos el rostro y los hombros de Ana. Ella apretaba la mano de él entre las suyas y no se movía. Aquellos besos eran el pago de la vergüenza. Y aquella mano, que siempre sería suya, era la mano de su cómplice…»
vergüenza
Tolstói, Ana Karenina, 1877, p. 185
« -No sé por qué –musitó- últimamente no me he sentido muy dispuesta a la promiscuidad. Hay momentos en que una no debe… ¿No te ha pasado nunca, Fanny? La muchacha asintió con simpatía y comprensión. -Pero es preciso hacer un esfuerzo -dijo sentenciosamentees preciso tomar parte en el juego. Al fin y al cabo, todo el mundo pertenece a todo el mundo. -Sí, todo el mundo pertenece a todo el mundo -repitió Lenina lentamente y guardó silencio un momento, después cogió la mano de Fanny y se la estrechó ligeramente-. Tienes toda la razón, Fanny.
promiscuidad Huxley, Un mundo feliz, 1932, p. 67
revolución
«Lisístrata. ¿No echáis de menos a los padres de vuestros hijitos, que están lejos, de servicio? Pues bien sé que todas vosotras tenéis al marido lejos de casa. Cleonice. Mi marido, por lo menos, cinco meses lleva fuera, pobre de mí, vigilando a Éucrates en Traria. Mírrina. Pues el mío, siete meses completos en Pilos. Lampito. Y er mío, zi arguna vé viene der frente, cohe el ehcudo y desaparese volando. Lisístrata. Y ni siquiera de los amantes ha quedado ni una chispa, pues desde que los milesios nos traicionaron, no he visto ni un solo consolador de cuero de ocho dedos de largo que nos sirviera de alivio cueril. Así que, si yo encontrara la manera, ¿querríais poner fin a la guerra con mi ayuda? Cleonice. Yo sí, por las dos diosas, desde luego, aunque tuviera que empeñar el vestido este curvilíneo y… bebérmelo el mismo día. Mírrina. Pues yo, me dejaría cortar en dos y daría la mitad de mi persona, aunque pareciera un rodaballo. Lampito. Y yo, ahta me zubiría a todo lo arto der Taiheto, ayí donde diera vé la pá. Lisístrata. Voy a decíroslo, pues no tiene ya que seguir oculto el asunto. Mujeres, si vamos a obligar a los hombres a hacer la paz, tenemos que abstenernos… Cleonice. ¿De qué? Di. Lisístrata. ¿Lo vais a hacer? Cleonice. Lo haremos, aunque tengamos que morirnos. Lisístrata. Pues bien, tenemos que abstenernos del cipote. ¿Por qué os dais la vuelta? ¿A dónde vais? Oye, ¿por qué hacéis muecas con la boca y negáis con la cabeza? ¿Por qué se os cambia el color? ¿Por qué lloráis? ¿Lo vais a hacer o no? ¿Por qué vaciláis? Cleonice. Yo no puedo hacerlo: que siga la guerra. Mírrina. Ni yo tampoco, por Zeus: que siga la guerra.» Aristófanes, Lisístrata, 411 a.C., p. 31-32
Aristófanes, 411 a. C. (2007). Lisístrata, Barcelona: Editorial Gredos. Hemingway, E., 1929 (2013). Adiós a las armas, Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial. Kundera, M., 1984 (2008). La insoportable levedad del ser, Barcelona: Maxi-Tusquets. Murakami, H., 1987 (2007). Tokio blues (Norwegian Wood), Barcelona: Maxi-Tusquets Navokob, V., 1955 (1999). Lolita, Madrid: Millenium. Tolstói, L., 1877 (2000). Ana Karenina, Barcelona: Espasa. Woolf, V., 1925 (2005). La señora Dalloway, Madrid: Cátedra Editorial.
Textos e imágenes por Paula Martín Escudero y Ana Osuna.