PROLOGO ´´ OBRAS SON AMORES´´ Vida y Obras del P. Juan CORTI LAS SIMILITUDES DE LA VIDA DE SAN JUAN BOSCO, fundador de la Orden Salesiana y de D. JUAN CORTI s.D.B. Para comenzar a recorrer y entender desde sus orígenes las circunstancias que fueron jalonando la vida y las obras del P. Juan Corti a los largo de sus casi 60 años de actividad sacerdotal en Comodoro Rivadavia, pretensión de las páginas que siguen, es necesario remitirnos a la vida del fundador de la Orden Salesiana D. Juan Bosco y hurgar en ella. Hay en ambas una serie de notables similitudes, o coincidencias, que se van manifestando a medida que se repasan las circunstancias y los hechos que las fueron modelando. O descartándolas como tales si nos atenemos a la sentencia que dice . . . . EN LOS DESIGNIOS DE LA PROVIDENCIA NO HAY SIMPLES COINCIDENCIAS. Y la PROVIDENCIA tuvo mucho que ver y estuvo presente de manera constante en la vida de ambos. Los dos nacieron en hogares muy pobres, producto de tragedias extremas y duras como la guerra. Don Bosco, el fundador de la Orden Salesiana, nació en la Italia del 1800 políticamente desgarrada y empobrecida de aquella época. Envuelta en la tragedia de una Europa convulsionada por la guerra. Dividida en un puñado de reinos, principados y ducados, los estados pontificios y el reino de las dos Sicilias. El Piamonte, que pertenecía al reino de Cerdeña y comprendía al propio Piamonte, Cerdeña, Saboya, Niza y Génova era uno de ésos reinos, limitando con Suiza al norte y Francia al oeste. Fué el Piamonte, con su capital en Turín, el que lideró la reunificación italiana y su monarca Víctor Manuel II se convirtió en rey de Italia en 1861. Europa había quedado destruída. Campos arrasados, hambre, miseria, comunidades arruinadas y viudas y huérfanos fueron la secuela de las guerras de la época. Entre el 15 y el 18 de Junio de 1815 se había apagado definitivamente la estrella de Napoleón y el imperio francés en Waterloo 1
Dos meses después, el 16 de agosto de 1815, en el caserío de I Bechi a pocos kms. de Castelnuovo de Asti nacía Juan Melchor Bosco. Hijo de Margarita Occhiena y Francisco Bosco. A los pocos días de nacido, su madre Margarita lo consagró a la Ssma. Virgen María. Don Bosco en sus memorias relata sus primeros recuerdos de infancia: la muerte de su padre en 1817 cuando no tenía 2 años, y el hambre de ese mismo año al perderse las cosechas por una naturaleza adversa. Su cuna fué signada por la pobreza. De la mano de su madre Margarita, viuda a los 29 años y con toda la familia a cargo, se crió en la austeridad, la disciplina y el trabajo, sostenida ella por la fé y la confianza en Dios. El ejemplo de su madre llevando la totalidad del peso del hogar, desenvolviéndose en las duras tareas del campo, en las domésticas y en el cuidado dulce, firme y a veces severo de sus hijos impregnada por su gran fé, marcó su vida. Y de alguna forma sentó las bases de su sistema educativo. (*) Juan Corti nació el 9 de octubre de 1925 en Galbiate, pequeña localidad del norte de Italia, que en en ése año tenía alrededor de 4.500 habs., vecina de Lecco, a 50 kms. de Milán y 30 de Suiza. Al 2do. día de nacer su madre María lo consagró a la Ssma. Virgen María colocándolo sobre su altar en la iglesia del pueblo. Sus padres, María Riva y Jerónimo Corti, habían vivido los desgraciados avatares de la 1ª. Guerra ,mundial. Sobrevivientes en uno de los tantos países europeos devastados por guerra, como lo fué Italia. Tiempos muy duros de pobreza extrema. Marcados por la necesidad de trabajar desde muy temprano para ayudar al ingreso familiar. Juan Bosco a los 8 años. Gianni, diminutivo de Juan, Corti a los 7. Al igual que Don Bosco, su cuna fue la pobreza. Y su niñez estuvo marcada por la austeridad, el sacrificio y las privaciones. Igual que aquél, el ejemplo de austeridad y sacrificio de la conducta de sus padres, en el caso de Don Bosco su madre, forjaron su carácter.
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En Juan Corti su madre María modeló su alma en la fé, en la caridad y en la esperanza. Las virtudes que conformaron los valores que orientaron y rigieron los actos de toda su vida. Para ambos la pobreza tenía el sello de la dignidad, sustentada en sólidos valores morales, santificada por la fé. Ambos vivieron en la pobreza durante toda su vida a pesar de la fortunas que pasaron por sus manos por construir sus obras. Mamá Margarita, la madre de Don Bosco, les inculcaba, acuérdate que Dios te ve. Que ve hasta tus pensamientos. O ante la desgracia . . el Señor sabe porqué hace lo que hace. Dios nos lo dió y Dios nos lo quitó. Y terminaba con resignación matizada por su fé: El sabrá porqué. (*) Mamá María, la madre de Juan Corti, se hacía acompañar diariamente por su hijo a misa a hora muy temprana. Rezaban juntos. Después Juan haría de monaguillo. Tras la misa salía a asistir gratuitamente a sus vecinos enfermos, colocando inyecciones, animándolos, ayudándolos a recuperarse. Juan, su hijo, la acompañaba hasta la hora de ir al colegio. Fué mamando ésa caridad que exigía el sacrificio de todos los días en nombre de Dios. Don Bosco dormía sobre un colchón lleno de hojas de maíz. Juan Corti en el establo, sobre un colchón de paja y algunas frazadas. Su casa tenía sólo dos habitaciones. En una dormían sus padres y en la otra sus hermanas. No quedaba lugar para él salvo en el establo. Ambas, mamá Margarita y mamá María eran iletradas, pero conocían los rudimentos de la Historia Sagrada y de los Evangelios que enseñaron a sus hijos. Les inculcaron el hábito de la oración y a confiar casi con obstinación en Dios. El amor y la devoción a la Virgen María. Ambos desde sus primeros años sintieron la inclinación por el sacerdocio. Los dos comienzan a los 9 años sus estudios elementales. Don Bosco tuvo su primer contacto con la educación elemental y de manera informal alrededor de los 9 años. Primero con un campesino vecino que sabía leer. Luego con un sacerdote, Don Lacqua, durante tres meses. Juan Corti también a los 9 inició la suya en la escuela de Galbiate a cargo de la maestra Gabriela Aldeghi. Fué su guía y apoyo de su educación y de sus sueños. Después del colegio, Juan Corti en distintos días de la semana salía a vender ropa o quesos para ayudar a la economía familiar. 3
Don Bosco hacía lo propio en el pequeño campo de su familia en I Bechi, donde el sol salía muy temprano en la mañana, para aliviar el trabajo de su mamá Margarita y ayudar a la provisión de la mesa familiar. A los 16 años Don Bosco, tras completar sus estudios elementales y de latín ingresa al seminario de Chieri, a pocos kms. de Castelnuovo de Asti. A los 14, Juan Corti ha concluído sus estudios elementales e ingresa al seminario de Chiari, a 60 kms. de su pueblo Galbiate. (*) Cuando Don Bosco, seminarista, recibió la sotana en el seminario de Chieri, su madre Margarita le dijo: . . acuérdate que no es el hábito el que honra tu estado sino la práctica de la virtud. Si llegaras a dudar de tu vocación, por amor de Dios, no deshonres ése hábito. Quítatelo. Prefiero un hijo pobre campesino que un hijo sacerdote descuidado de sus deberes. Y cuando fue ordenado sacerdote en junio de 1841 sus sentencia fué: . . . ´´ ya eres sacerdote Juan. En adelante piensa solamente en la salvación de las almas, y no te preocupes por mí´´. Don Bosco sostuvo como lema de su acción: . dadme almas y dejad lo demás.(*) En la despedida a su hijo, Juan Corti, ante su partida hacia Argentina el 3 de octubre de 1948, mamá María le dijo: . . si vas a las misiones para no hacer nada, no te dejo ir. Pero si vas para hacer algo te ordeno que vayas. Y no voy a llorar. . . Y Juan Corti incorporó como lema de sus obras: . ´´ buscar almas y dejar lo demas . . . Don Bosco completa su formación sacerdotal trabajando en hospitales asistiendo a enfermos y ancianos. Topándose con la miseria en las calles y en los suburbios del Turín de la época. Visita las cárceles cuya población de jóvenes – pequeños presos – lo impacta. Se propone trabajar para rescatarlos de las circunstancias que los condenaban a un destino sin esperanza. En 1851 Don Bosco solicita permiso para sacar a sus presos a un día paseo en contra del criterio de la autoridad carcelaria. Un día de libertad y sin guardias. Obtiene de aquellos el compromiso de no fugarse haciéndose él responsable. Y lo logra. Los paseos con los presos se hacen frecuentes. (*) Juan Corti inicia su acción sacerdotal en 1952 como docente y catequista en colegio Dean Funes, y fuera de él en el oratorio Dgo. Savio los fines de semana. Ese era el ámbito de la periferia del Comodoro de la década del 50 donde se desenvuelve el oratorio.
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Ve y palpa la marginalidad y la pobreza en que vive la niñez y juventud semi o analfabetos en los barrios periféricos, condenados a una vida sin horizonte. La única herramienta que podrá ayudarlos es la educación. Y ése será el objetivo de su vida y de sus acciones en adelante. En 1965, durante la construcción del edificio definitivo del colegio Dgo. Savio, solicita y obtiene la autorización judicial para emplear como obreros una treintena de presos alojados en la alcaidía local, pagándoles el salario correspondiente. Pide que no haya guardias de seguridad. El propio Corti se hace responsable por ellos. Con la autorización obtiene de aquellos el compromiso formal de no fugarse. En los cinco años que demandó la obra no se fugó uno solo. Muchos aprendieron su oficio y al término de la obra salieron en libertad. En sus primeros años de acción oratoriana Don Bosco deambuló por varios lugares con su oratorio, sus chicos y las modestas pertenencias de sus incipientes escuelas e iglesia a cuestas.. Cuando en 1851 Don Bosco compra en el barrio de Valdocco, en Turín, la casa Pinardi en 30.000 liras para establecer definitivamente su oratorio, no tenía un céntimo de lira. Pero una gran confianza en la PROVIDENCIA que finalmente proveyó hasta la última de las 30.000. Juan Corti cargó desde 1957 a 1962 con su colegio Dgo. Savio, sus modestas pertenencias, sus alumnos y sus maestras desde las instalaciones del club Tiro Federal hasta la iglesia Ma. Auxiliadora que estaba en construcción. Cuando en 1960 planea la construcción del primer edificio del colegio Dgo. Savio, el antiguo, y encara la obra no tenía como decía – un centavo. Pero una gran confianza en la PROVIDENCIA que le proveyó hasta el último peso de los varios millones que demandó la obra. En 1854/55 Don Bosco sufrió varios atentados contra su vida. En uno de sus tantos recorridos entre la ciudad y su oratorio de Valdocco en horas nocturnas, comenzó a acompañarlo un enorme perro de pelaje gris, con aspecto de lobo, que en mas de una oportunidad intervino furiosamente salvándolo de un ataque contra su vida. Y en otra impidió que saliera del oratorio en horas de la noche cruzándose en la puerta. Después supo Don Bosco que un sujeto armado lo había estado esperando para agredirlo. Lo llamaba ´´el gris´´ aludiendo al color de su pelaje. Cuando le preguntaban por el origen de semejante animal respondía sonriendo: . . es mi ángel de la guarda con forma de perro. (*) Juan Corti comenzó su obra educativa en su primitivo colegio Dgo. Savio en las instalaciones prestadas durante la semana por el club Tiro Federal. los viernes por la tarde debía entregarlas
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vacías de bancos y biombos para los bailes que se realizaban en sus instalaciones los fines de semana. Los lunes debía rearmar las aulas con los bancos y biombos guardados en el fondo del salón, para comenzar las clases a las 8. Salía entonces a las 4 ó 4.30 de la madrugada del colegio Dean Funes donde vivía. Caminando a campo traviesa cruzaba el infiernillo, valle oscuro y agreste entre los cerros Vitteau y Chenque. Acortaba el camino subiendo por la ladera de uno de ellos, el Chenque, y descendía por la ladera opuesta. Cruzaba el entonces barrio Pietrobelli para llegar a tiempo a su escuela en el Tiro, como le decía. Lleva un palo en la mano para defenderse ante cualquier contingencia. En uno de ésos viajes apareció de entre unas matas un perro de grandes dimensiones que comenzó a acompañarlo. Todos los lunes le salía puntual y silenciosamente al encuentro y lo acompañaba hasta muy cerca de su colegio. Corti decía que era su ángel de la guarda. El proyecto de Don Bosco era capacitar a los chicos que reclutaba en su oratorio. Enseñarles algún oficio para mejorar sus oportunidades de ganarse la vida. Él mismo había aprendido el oficio de zapatero y de sastre para pagar sus estudios y poder ingresar al seminario. Pero la mayoría de sus chicos eran analfabetos. Tuvo que comenzar por enseñarles a leer, escribir y conceptos básicos de matemáticas e idioma. Y cuando pudo establecerse en su casa definitiva en Valdocco, recién en 1851, comenzaron a tomar forma sus talleres de artes y oficios como él los llamaba. (*) Juan Corti completó su trienio ( los tres años de docencia de acuerdo al reglamento de la orden salesiana antes de la teología ), trabajando de 1946 a 1948 en un colegio industrial salesiano en Bologna, devastada por la guerra. La escuela de Artes y Oficios. Esa era la idea que traía cuando llegó a la Argentina. . Pero no pudo concretarla. Tuvo que trabajar primero en la escuela elemental para instruir a sus chicos, la mayoría analfabetos, desde 1957. Cuando inaugura el primer edificio propio del colegio Dgo. Savio en 1962, incorpora los primeros cursos técnicos. Aquella idea primigenia, la escuela de Artes y Oficios, hoy colegio San José Obrero comenzó a cobrar forma a partir de 1987. Lo pudo inaugurar recién en 1995. La vida y las acciones de Don Bosco se circunscribieron a su propia tierra. Su pueblo natal, su región y finalmente la ciudad de Turín hasta establecerse en Valdocco, un barrio algo alejado de la propia ciudad. Su madre Margarita lo acompañó en su obra desde 1846 hasta su muerte 10 años después, en noviembre de 1856. A pedido de su hijo, Miguel Rúa, alumno de Don Bosco luego sacerdote y 6
su primer sucesor al frente de la congregación, fué su madre María Juana quien ocupó la lugar de mamá Margarita durante los siguientes 20 años.(*) Luego se extendieron a España y Francia, países que visitó en los últimos años de su vida. Juan Corti, con poco mas de 20 años dejó su tierra, sus afectos y a sus padres. Se vino a la Argentina y completó sus estudios teológicos. Ordenado sacerdote en 1952 se radicó en el centro de la Patagonia de los sueños de Don Bosco. Toda su acción, larga, costosa, sacrificada y fecunda la desarrolló en Comodoro Rivadavia. Su nueva familia fueron sus chicos y sus maestras, sin las que no hubiera podido desarrollar su obra, y sus colaboradores. Unos conocidos y muchos anónimos. Volvió a su tierra 26 años después. Sus padres habían muerto. Y es en éste pedazo de tierra patagónica que recorrió incansablemente y que adoptó como suya, donde desarrolló sus nuevos afectos y fecundó con sus acciones, sudor y 60 años de su vida íntegramente dedicada a la educación de niños y jóvenes sin posibilidades, donde quiere que sus restos mortales descansen. Porque dice, . . soy 60 años más argentino que italiano con 23. El eje de ésta historia es el relato de su protagonista. Resultado de muchas horas de charlas y entrevistas en las que se fueron perfilando el hombre y el sacerdote. Uno, el hombre, sujeto a las limitaciones físicas y arrastrado por el otro, el sacerdote, movido por una porfiada fe y profunda caridad empeñado en concretar lo que soñaba para otros. Que eran la simiente desvalida de una sociedad futura sin futuro: los niños y los jóvenes. Sus cuerpos y sus almas. Rasgar el oscuro presente en que estaban sumidos y proyectarlos hacia un futuro de posibilidades a través de la religión y la educación. Animas quaerere et caetera tolle: buscar almas y dejar lo demás . . . Lo que sigue es la narración de la vida y obras del Padre Juan Corti, s.D.B. Su protagonista y relator.
(*) Fuente: Una biografía nueva de Don Bosco – Edic. para la Juventud – Joaquín López – Edit. Didascalia
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CAPITULO 1. NIÑEZ Y ADOLESCENCIA BAJO EL SIGNO DE LA POBREZA Antes de avanzar en el relato de la biografía de Juan Corti debemos detenernos en analizar siquiera a mano alzada, el tiempo y el lugar que le tocó para venir al mundo en 1925. 7 años antes, en 1918, la 1ra. guerra mundial había terminado. Mas de treinta naciones europeas y varias extracontinentales como Estados Unidos, que se incorporó en 1917, y otras como Australia, Canadá, la India como colonia inglesa y Nueva Zelanda habían intervenido. No se midieron costos económicos ni humanos. Inmensos recursos fueron volcados en la industria bélica, que se desarrolló como nunca antes, y humanos en la fuerza combatiente. Mas de 60 millones de hombres fueron pertrechados y lanzados al campo de batalla. De los varios escenarios bélicos el principal fue precisamente el continente europeo. Pese al criterio de políticos, estrategas y generales de que sería una guerra corta, terminó cuatro años y tres meses después y fue bautizada como la gran guerra. Convirtió a Europa en tierra arrasada. Ciudades y pueblos, medios de comunicación y de transporte destruídos; sistemas de producción agrícola e industrial arrasados. Cambió el mapa europeo. Desaparecieron imperios centenarios y nacieron nuevas naciones. Los mas de 8 millones de muertos la convirtieron en un enorme cementerio. Italia pagó un precio muy elevado por su participación desde 1915 en el conflicto. Volcó mas de 5 millones de combatientes y entre muertos, heridos y desaparecidos perdió mas de dos millones, alrededor del 40%. Y su territorio, convertido uno de los teatros de guerra, devastado. Ruina y dolor hasta donde alcanzara la vista. Profundas crisis política, económica y social. El esfuerzo de recuperación fue ímprobo. La falta de la mano de obra joven, demandada y exterminada por la guerra, lo hizo recaer sobre las espaldas de la sociedad que quedó en pié y no precisamente jóven. La sociedad en la que nació Juan Corti era la sobreviviente de aquella desgraciada hecatombe bélica. Ensimismada en la reconstrucción y en recuperarse, casi sin percibirlo se vió envuelta en la otra – esta sí – grande: la 2da. Guerra mundial. Su lucha era rescatar lo que se podía y sobrevivir. Con éste marco comienza la historia por boca de su protagonista. 1. LA NIÑEZ Me llamo Juan Corti. Nací en Galbiate, en la provincia de Lecco, Italia, el 9 de octubre de 1925. Mi niñez fue una niñez muy difícil, muy dura, llena de sacrificios. Eramos una familia de ocho integrantes, mi madre María Riva y mi padre Jerónimo Corti; cinco hermanas, María, Gina, Angela, Luisa, Carla y yo Juan, único varón. La casa tenía cocina, la pieza dormitorio de los padres y el dormitorio de mis hermanas. Yo no tenía lugar para dormir en mi casa. Dormía en el establo de un tío mío que tenía dos vacas. Durante el invierno sobre un colchón de paja en el suelo y unas frazadas y con el calor de las vacas. En verano en alguna parte abierta y sobre el pasto por el intenso calor.
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La niñez realmente fue muy dura. Mi primer par de zapatos me los puse a los 14 años. Siempre con zuecos de madera. Tal es así que cuando hice mi primera comunión me pusieron los zapatos de mi hermana, que servían para ella y también para mí, porque yo no tenía zapatos. Nuestra familia era muy pobre. Eramos ocho en total y uno solo que trabajaba que era papá. Trabajaba en los altos hornos de hierro en una localidad llamada Lecco, a 6 kms. de Galbiate. Todos los días tenía que caminar 12 kms., 6 de ida y otros tantos de vuelta. En la fundición de hierro trabajaba con altas temperaturas cumpliendo turnos de 22 a 6 de la mañana; de las 6 a las 14 o de las 14 a las 22. En no pocas oportunidades al volver a casa a las 8 de la mañana después de recorrer los 6 kms. desde Lecco, no tenía ganas ni de acostarse. Se sentaba a la mesa, extendía sus brazos y sobre ellos la cabeza y así se quedaba dormido. Luego iba al monte cercano, y a veces yo lo acompañaba, para buscar leña para alimentar la cocina, y la estufa para calefaccionar la cocina y las dos habitaciones. La más grande donde dormían mis hermanas y la de mis padres. Era tan grande el respeto que tenía por mis padres que si por cualquier causa debía entrar en su habitación pedía y esperaba el permiso. En las noches de invierno se calentaban las camas colocando entre las frazadas unos ladrillos calientes envueltos en trapos. La pobreza hizo que a los 7 años comenzara a trabajar para poder juntar alguna lira para comer. En una pequeña localidad cercana Galbiate y a alrededor de 1.200 ms. de altura llamada Monte Barro, había un hospital con un centenar de mujeres con enfermedades pulmonares. Los lunes y los miércoles cargaba un fardo con distintas prendas de ropa, subía la cuesta e iba al hospital. Extendía las prendas sobre unas mesas y las vendía a las internas. En cambio los martes, jueves y viernes cargaba un canasto con pedazos de queso, recorría los pueblos cercanos, y casa por casa procuraba vender el queso. El queso era producido en una pequeña fábrica de un señor cuyo hijo era muy amigo mío. Juntos salíamos a recorrer los pueblos para venderlo. A lo largo de la semana entre la venta de la ropa y del queso solía juntar dos liras y hasta dos liras con cincuenta. Para mí era un capital. Y ése dinero se lo daba a mamá para que pudiera comprar comida o lo que fuera necesario para la casa. Quería ayudar a mis padres. Ayudar al sueldo y al esfuerzo de papá. Recuerdo que desde los 6 años me levantaba a las 5.30 de mañana porque a las 6 acompañaba a mamá a la primera misa en la iglesia del pueblo. Ya mayorcito ayudaba al oficiante en la misa del altar mayor, vestido con sotanita roja y sobrepelliz ( roquete ) blanco. Y eso era todos los días, de lunes a domingo. Antes de ir a la iglesia tomábamos café, cuando había, con leche, o leche con polenta. No había pan. El pan se comía sólo los domingos porque no había dinero para el pan diario. 9
La misa terminaba a las 7 y después acompañaba a mamá en su recorrido diario por el pueblo asistiendo a los enfermos, colocando inyecciones. Solía colocar entre 15 y 20 inyecciones diarias. Los ayudaba a recuperarse. Mamá hizo de enfermera gratis durante 30 años. Yo la acompañaba hasta las 8. A ésa hora me iba a la escuela. Me gustaba llegar temprano e ir con las tareas hechas y la lección aprendida. Nunca repetí un grado. Siempre fui uno de los primeros alumnos. Me gustaba mucho estudiar. Las clases comenzaban a las 08.30 hasta las 12. Un receso para almorzar y de 13.30 hasta las 17. Muchas veces al mediodía mi maestra, Gabriela Aldeghi, me convidaba parte de su almuerzo porque yo no tenía nada para almorzar. Iba a la escuela con la comida del desayuno. Y las clases de mañana y de tarde se hacían largas con el estómago vacío. A la noche cenábamos sólo un plato de sopa O algunas castañas secas que calentábamos con leche. Era toda la comida del día en ésa época de disciplina y economía familiar de pobreza franciscana que viví hasta los 14 años, en que ingresé al seminario. La fruta la comíamos el día de navidad. Porque en ésa fecha el patrón de la fábrica donde trabajaba papá a cada uno de sus obreros le daba una bolsa con naranjas, turrones y chocolates como regalo navideño. Y ése día de navidad lo esperábamos no sólo por ser navidad sino porque podíamos llenar un poco más el estómago que de ordinario con fruta y golosinas. Los inviernos eran muy duros, de mucha nieve y hielo. Y además con muchos sabañones en los dedos de las manos y de los pies. Eran muy dolorosos. Tanto dolían que como último recurso solía poner los dedos de manos y pies en la nieve, para que el frío mitigara el dolor tan intenso que sufría. Porque al final no sabía cuál de los dolores era mas fuerte, si el de los sabañones o el producido por el frío de la nieve. Para protegernos del frío mamá nos hacía medias de lana, gruesas, y con éso y con los zuecos de madera, porque no teníamos zapatos, nos defendíamos. Pero muchas veces la nieve atravesaba las medias y nos mojaba y enfriaba los pies. Pero con sabañones, dolores, nieve y frío en invierno iba de madrugada a la misa con mamá, durante el día al colegio y después a vender la ropa o el queso para hacer el dinero que aportaba a casa. Y por la noche después de cenar hacía los deberes y el estudio para el colegio. Nada de lo que tenía que hacer quedaba sin cumplir. Porque me quedó grabada y para toda la vida la enseñanza de mi maestra Gabriela Aldeghi: primero el deber luego el placer. Después de la actividad de todo el día desde la misa de las 6 de la mañana, el recorrido junto a mamá por el pueblo atendiendo a los enfermos, la jornada completa de clase y las ventas de ropa en el hospital de Monte Barro o de queso por los pueblos cercanos según correspondiera, llegaba a casa y cenaba el plato de sopa de arroz o fideos o las castañas secas con leche caliente. Por último debía hacer los deberes y estudiar para la clase del día siguiente. Recién entonces me acostaba. Galbiate y Lecco están entre montañas y el clima invernal es muy duro. Nieve y hielo eran permanentes y el frío intenso. Vivíamos con frío, comíamos lo que podíamos y yo
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dormía en un establo. Este régimen de pobreza extrema y de carencias lo sobrellevé hasta que ingresé al seminario. Mientras asistía a la escuela primaria comencé a prepararme para recibir la 1ra. comunión. Durante todo un año estudiamos el catecismo, una hora diaria de 8 a 9 en la iglesia. Después íbamos a la escuela. De modo que mi mañana comenzaba con la misa de las 6, el recorrido junto a mamá visitando los enfermos del pueblo hasta la hora del catecismo a las 8 hasta las 9 y de 9 a 17 en la escuela. Seguía la ´´gira comercial´´ de venta de ropa o queso según el día que correspondiera y los deberes antes de irme a la cama. Finalmente el día de San Pedro y San Pablo el 29 de junio de 1934 hice mi primera comunión. Mis padres me pusieron la ropa de fiesta y como no tenía zapatos me calzaron los de mi hermana. El régimen de la escuela en aquella época era muy exigente y había mucha disciplina. Recuerdo la figura de mi maestra, Gabriela Aldeghi. Era de de trato cordial pero carácter firme. Y hasta en oportunidades podía ser severa y exigente. Era formadora, educadora y hasta guía espiritual. La disciplina, contracción al trabajo y cumplimiento cabal del deber lo aprendí en mi casa con el ejemplo de mis padres y lo consolidé en la escuela con el ejemplo y la guía de mi maestra. La volví a ver poco antes de su muerte en 1973 cuando tuve que viajar a Italia para reponerme de una dolencia que me obligó a detener mis actividades durante todo ése año. Un día me mandó llamar y me dijo: . . mirá, me falta poco para morir. Te voy a regalar una carta que Don Bosco le escribió a mi tío, un sacerdote de Milán, el 8 de setiembre de 1885 agradeciéndole una donación de 100 liras . . . La carta de puño y letra de Don Bosco y con su firma al pie la tengo enmarcada en un cuadro y guardada como una de mis posesiones mas preciadas. Pocos días después murió. Guardo en mi memoria y en mi corazón dos imágenes de aquella figura. La de la maestra que se plantaba frente al aula o la recorría banco por banco observándonos, calificándonos o corrigiendo nuestros yerros con voz y gestos firmes y cariñosos y compartía con nosotros muchas horas del día. Y la de la anciana postrada, de cabellos blancos y voz débil que me obsequió lo que para ella era muy valioso y sabía que para mí lo sería como fue la carta de Don Bosco. Fue su último gesto de aquel cariño que me profesaba cuando era mi maestra y yo su alumno y que la hacía compartir conmigo la mitad de su almuerzo, porque yo no tenía para comer a la hora del refrigerio en la escuela. Mis padres como la gran mayoría de los vecinos del pueblo vivían como podían, aferrándose a las pocas posibilidades laborales que existían, apoyándose unos a otros en un marco de pobreza generalizada. Una fe obstinada era el ingrediente absolutamente necesario, prendida en el alma para poder vivir y sobrellevar una vida tan dura, alimentando una esperanza que pretendía un mañana mejor. La ayuda desinteresada entre vecinos, como la asistencia diaria de mamá ayudando a los enfermos, colocando inyecciones después de asistir misa, era muestra de una caridad espontánea que nacía de la necesidad mutua de apoyarse y sostenerse.
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Sin proponérselo la gente vivía su vida enmarcada en la práctica de las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad. Cuando nuestros padres podían comprarnos una prenda de ropa, el día del estreno era una fiesta. Y la prenda se guardaba para ser usada solamente en días festivos, siempre sujeto a la autorización paterna. Yo tuve mi fiesta de estreno con mi primer par de zapatos a los 14 años. La ropa lavada, cosida y remendada se usaba hasta que se deshilachaba de vieja y de usada. Y aun así se la pasaba entre hermanos: los menores se ponían las prendas usadas hasta el cansancio por los mayores. Eso sí, con nuevos remiendos. En la mesa la comida se repartía de manera salomónica. A cada cual le tocaba su porción sin derecho a reclamo porque la olla quedaba vacía y no había más para nadie. Y mis padres daban el ejemplo. La mayoría de las veces sus porciones eran mas reducidas que la nuestras. – nosotros debíamos comer, sostenían, porque estábamos creciendo. Una fruta en la mesa significaba fiesta. Aun en el caso siempre frecuente de que se trataba de una sola pieza dividida en cuatro o cinco partes. Fue una niñez muy dura marcada por la pobreza, carencias y cargada de obligaciones. Laborales desde los 7 años y escolares y religiosas desde los 9. Pero una pobreza digna, alimentada por el ejemplo de la conducta de mis padres; la fe inconmovible y la práctica de la caridad de mi madre. El esfuerzo silencioso, abnegado de mi padre. Y por la cariñosa rectitud y disciplina de mi maestra Gabriela Aldeghi en la escuela, con la que conviví casi 8 horas diarias a lo largo de cinco años. Tuve los mejores ejemplos de vida. De mis padres y mi maestra. Recibí valores que marcaron a fuego mi alma y orientaron cada uno de los actos de mi vida. La pobreza, la austeridad y la disciplina fueron las grandes maestras y la guía de mi apostolado a lo largo de los 60 años de mi vida sacerdotal. Creo que con todas sus carencias, limitaciones y obligaciones mi niñez fue feliz. Feliz por el afecto incondicional de mis padres. Porque vivíamos con lo que teníamos y no deseábamos mas de lo que disponíamos. Por el acceso al ámbito de la iglesia que nos acercaba al Dios de la fe y la caridad y a la devoción a la Ssma. Virgen, cuya ayuda a lo largo de toda mi vida fue manifiesta e invalorable. Al segundo hogar de la escuela lleno de gritos, juegos y alegría, en la que nos encontrábamos a diario con la cercanía recta y afectuosa de la maestra Gabriela Aldeghi, que nos introducía en el mundo nuevo y apasionante del conocimiento, de hábitos y valores de conducta. No conocimos otra cosa. Nuestro mundo era el mundo en que vivíamos y el que nos rodeaba, circunscripto a los límites de la pequeña región de Galbiate y los pueblitos cercanos. Pero tengo que decir que fueron 3 las mujeres que marcaron mi vida. Dos de carne y hueso, mi madre María y mi maestra Gabriela Aldeghi que me acompañaron y marcaron los primeros años de mi vida. Y la tercera que me acompaña desde que mi madre me consagró a ella a los dos días de nacer depositando mi cuerpito de poco mas de tres kilos sobre su altar, en la iglesia
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del pueblo, la Ssm.a Virgen María. No sólo no me dejó un solo instante durante toda mi vida sino que su mano estuvo presente en cada una de las obras que pude concretar. Mi mamá era la primera persona que veía al despertar en la mañana y de quien recibía los primeros ejemplos de fe aprendiendo a rezar con ella en la misma diaria. Y de caridad, acompañándola en su recorrida de asistencia a los enfermos del pueblo cada mañana. Cuyo beso de buenas noches recibía antes de dormirme. La segunda mujer con la que tenía contacto en la mañana era la Ssma. Virgen María a la que rezaba junto con mamá en la misa de la mañana y cuya asistencia pedía. La tercera era mi maestra Gabriela Aldeghi, a la que encontraba en la escuela cada mañana a las 8.30. Que compartía su almuerzo conmigo aliviando el hambre de mi pobreza y de quien recibía todos los días un caudal de afecto, conocimiento y valores de vida. De modo que en ése aspecto y desde muy chiquito fui muy afortunado El haber vivido en la pobreza desde la cuna me desarrolló el instinto del pobre y me permitió percibir y sentir el dolor que causa. Lo que yo llamo el olor de la pobreza. Ver cómo se le cierra al pobre el horizonte de posibilidades y queda prisionero de su circunstancia. No se puede hablar de la pobreza y atender las necesidades de los pobres si no se ha sido o se es pobre. No se puede hacerlo desde la comodidad que proporciona la riqueza. Porque la riqueza encandila y no permite ver las necesidades de los otros. 2. LA ADOLESCENCIA Casi sin sentirlo los años fueron pasando uno tras otro. Mi vida giraba de la mañana a la noche alrededor de mis actividades religiosas, acompañando a mamá a misa muy temprano y cuando podía a la asistencia de los vecinos enfermos. Laborales, porque continuaba vendiendo ropa y queso para ayudar el ingreso de la casa y al sueldo de papá. Escolares, porque las tareas y exigencias de la escuela no admitían fallas, y de eso se encargaba y con mucho celo nuestra maestra Gabriela Aldeghi. Una tarea que me agradaba y cumplía con la mejor voluntad era ayudar a mis compañeros cuando por alguna causa no podían asistir a la escuela. Les llevaba la tarea y les explicaba los temas que se habían dado en el aula para que no perdieran días de clase. Seguíamos usando los zuecos de madera y la ropa cuya vida útil tratábamos de estirar al máximo. Yo tenía la desventaja de no tener hermanos mayores cuya ropa hubiera aliviado mis carencias. Sólo tenía hermanas. En casa me llamaban familiarmente Gianni, algo así como Juancito. Me quedó como sobrenombre. Y como Gianni fui creciendo en un marco muy austero y de férrea disciplina. Me gustaba mucho estudiar y leía cuanto libro podía. El proceso de dejar atrás la niñez y entrar en la adolescencia se fue dando con naturalidad. Casi no me di cuenta. Mi mente se fue enriqueciendo y expandiendo con los conocimientos adquiridos en los cinco años de la escuela primaria. Mi fe se fue
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afirmnando con la oración y misa diarias. Mi conducta se fue modelando con valores y hábitos que crecían entre el modelo de mis padres y la guía de mi maestra. Todos los domingos asistía al oratorio y el día festivo transcurría entre juegos y catecismo. Solía organizar y animar algunos juegos y hasta me animaba con algunas explicaciones, las más simples, en las clases de catecismo. Y ésa era una actividad que me atraía y con la que me sentía muy a gusto. El oratorio en mi pueblo era una institución anexa a la parroquia. Disponía de una instalación edilicia con aulas, salón, baños y un gran patio en las que se podían desarrollar con cierta comodidad todas las prácticas oratorianas. Admiraba la actividad del párroco y del teniente cura dando misa, administrando los sacramentos. Dando clases de catecismo, ayudando muchas veces a los chicos con problemas en la escuela. Visitando vecinos enfermos e interesándose por las personas de su parroquia. Auxiliando con cuanto podían a aquellas cuya situación era difícil. Me fui sintiendo cada vez mas atraído por la tarea del sacerdocio. La veía como una tarea que estaba muy cerca de Dios y al mismo tiempo muy cerca de la gente. Cuando estaban lejos Uno del otro la tarea del sacerdote era una especie de puente entre Dios y la gente. Pero sin desentenderse de sus necesidades. Cuando terminé el primario tenía 11 años. Sentí mucha tristeza al dejar la escuela, de ver a mis compañeros con los que había compartido tantos momentos durante los cinco años transcurridos. Y sobre todo dejar de ver a mi maestra con la que había establecido una relación respetuosamente afectiva. Era como la personalidad de mi madre pero en el aula. Me creía un jovencito casi hombre. Había asumido desde temprano tareas que eran de adulto como el trabajar de vendedor de ropa y quesos para ayudar al ingreso familiar durante toda mi infancia. Y me sentía bien conmigo. Veía a muchos de mis compañeros dedicarse a buscar trabajo. El que fuera. Debían dejar de depender de sus padres. Yo no quería eso para mí. De modo que me plantée la gran pregunta. . terminé el primario. Ahora qué hago . .? Era como si tras concluir la educación primaria se hubiera abierto delante de mí un horizonte difuso e ilimitado que me confundía y atemorizaba. En la penumbra de ésa etapa de adolecer en cuyo umbral me encontraba, ya no era sólo la incógnita de qué hago sino también hacia dónde voy . .? Qué rumbo debía tomar. Cuál sería o debería ser mi destino . .? Desde hacía tiempo una idea daba vueltas y vueltas en mi cabeza pero no terminaba de corporizarse. Sentía que en el fondo de mi alma y cada vez con más fuerza había comenzado a manifestarse una atracción por el sacerdocio. En el ambiente de la iglesia, entre la liturgia y la oración me sentía como elevado y muy cerca a Dios y de la Virgen. En mi casa se respiraba caridad y amor a Dios en un ambiente de abnegación y sacrificio. En cada palabra y acción de mi madre y en el ejemplo silencioso de mi padre. 14
Ambiente, palabras y ejemplos penetraron profundamente en mi corazón y mi alma. Pero era en el trabajo y en las actividades que desarrollaba en el oratorio donde me sentía en mi ambiente natural. Disfrutaba lo que hacía. Y durante la semana imaginaba nuevos juegos y actividades para entretener y divertir a los más de 200 chicos que concurrían cada domingo. Hablar con ellos, rezar, participar y divertirme en sus juegos. El domingo transcurría sin sentirlo. Esa idea la presentaba en mis oraciones a la Virgen pero sin lograr hasta ése momento una respuesta clara que pudiera orientarme. Pero sí una voz que me indicó consultarlo con mi mamá. Eso hice. Le expuse la idea que tenía. Lo bien que me sentía trabajando en el oratorio con otros chicos. Cómo me volcaba totalmente a atenderlos y cómo lo disfrutaba. Mamá había oído de la orden salesiana por un pariente sacerdote que ya con unos cuantos años había profesado los votos ingresando a la orden. Conocía los dichos de Don Bosco de la bendición que significaba para una familia tener un hijo sacerdote. Y ante la sorpresa y alegría de mamá le dije que yo quería ser sacerdote. Que sentía la necesidad de serlo y quería comenzar estudiar para ser sacerdote. Le pregunté cómo tenía que hacer. Me respondió que para ella sería un gran gusto que yo fuera sacerdote. Y me refirió los dichos de Don Bosco que el mejor regalo que Dios puede hacerle a una familia es un hijo sacerdote. Mamá se ocupó de inmediato. Le llevó mi inquietud al párroco de Galbiate y éste se puso en comunicación con el cura párroco de un pueblo cercano que había ubicado a tres jóvenes en el seminario de Chiari, a 70 kms de mi pueblo. Este sacerdote le escribió al director del seminario explicándole de mi origen humilde y profundamente cristiano y de mi vocación sacerdotal. Le solicitó un lugar. A los pocos días llegó la respuesta afirmativa del director. Había un lugar para mí en el seminario pero sujeto a una serie de requisitos como condición de ingreso. Los más gravosos eran que debía tener 14 años de edad y debía prepararme para ingresar. No tenía la edad exigida y con los estudios primarios no alcanzaba. La exigencia estaba por encima de mis conocimientos. Mi madre supo que en el ámbito de la propia parroquia de Galbiate había un grupo de chicos que estaban siendo preparados para rendir la exigencia del seminario. Los aspirantes estaban a cargo del teniente cura, sacerdote ayudante del párroco, y vivían la mayor parte del día en la parroquia en un ambiente de privacidad, recogimiento y régimen de estudio similar al del seminario. Era una especie de preseminario con semi-internado. No perdían contacto con su casa a la que podían volver con la frecuencia que desearan. Incluso podían dormir en su casa o en el oratorio de la parroquia, que disponía de instalaciones para el caso. Mamá habló con el párroco que dispuso una plaza para mí en el pre-seminario parroquial. Y en el año 1936, con poco más de 11 años, comencé a prepararme estudiando concienzudamente, como lo había hecho en el primario. Ahora tenía una imagen más clara de lo que pretendía. Quería ser sacerdote y había comenzado a andar el camino aunque tenía conciencia que no iba a ser nada fácil. Había un compromiso tácito primero con la Virgen, cuya devoción se acentuó desde ése momento. Con mi madre, cuyo rostro se había iluminado de alegría cuando le 15
confié mi decisión de ser sacerdote. Conmigo, frente al desafío que me había propuesto. Tanto que hoy, más de 70 después, confieso que si debiera afrontar el mismo desafío en las mismas condiciones de pobreza, austeridad y sacrificio volvería a hacerlo. Mamá me hizo un bulto con algunas ropas y otras pocas pertenencias y me acompañó hasta el oratorio. El teniente cura me dio la bienvenida. Mi madre se despidió, se volvió y sin darse vuelta se fue. Ignoro si lloró. Pero yo estaba muy entusiasmado y no reparé en que se iba. El sacerdote me guió al interior de las instalaciones del oratorio que desde ése momento haría de las veces de seminario. Y de mi nueva casa la mayor parte del día. Me presentó a mis compañeros. Al primero que ví fue a mi primo, Franco Riva. Años después sacerdote fue administrador de la diócesis de Milán a la órdenes del entonces Arzobispo monseñor Juan Bautista Montini, conocido como el ´´obispo de los obreros´´ por su intensa acción social a favor de la clase obrera. Después Papa Pablo VI. Fue él, Franco, quien en 1973 durante mi estadía de recuperación en Italia gestionó y obtuvo la entrevista con el papa Pablo VI. Otro fue Mario Colombo. El tercero se llamaba Julio Vertematri. Del cuarto no me acuerdo el nombre. El quinto era yo, Juan Corti. La actividad académica y religiosa abarcaba mañana y tarde. El teniente cura don Hermenegildo Vimercatti nos daba clase de italiano, matemáticas y las primeras lecciones de latín. Nos levantábamos a las 6 de la mañana para la práctica de meditación y asistencia a misa. Desayunábamos café con leche y pan en la casa del teniente cura y asistíamos a clase desde las 9 hasta el mediodía. Podíamos almorzar en la casa del cura o en nuestras propias casas. Y las comidas eran tan austeras en la parroquia como en mi casa. Un plato de sopa, polenta y cuando había un trozo pequeño de carne. Por la tarde la actividad religiosa consistía en visita y adoración al Ssmo. Sacramento en la iglesia y luego dos horas de clase. A diario cumplíamos los llamados oficios, que consistían en limpiar y ordenar todas las instalaciones del oratorio que utilizábamos como seminario. Prepararlo para la actividad oratoriana del día domingo con una concurrencia que superaba los 200 chicos, desde las 13 a las 17. Yo fui nombrado encargado del oratorio. Y el cargo y la responsabilidad los asumí en plenitud. Me sentía pleno al alternar con los chicos. Jugar, correr y gritar con ellos. Asistirlos ante cualquier contingencia. Escucharlos, hablarles y compartir con ellos muchas horas del domingo. Me acordaba cuando compartía la algarabía de los recreos con mis compañeros de la escuela primaria. Pero ahora el sentimiento era profundo. Me sentía distinto. Protector y responsable por ellos. Y si ésa tarea era una parte de la tarea sacerdotal que me esperaba, sentía una honda alegría y profundo agradecimiento a Dios. Al principio me resultaba raro vivir semi-recluído. No escuchar el bullicio que había en casa con mis hermanas. No tener que subir la pendiente de Monte Barro hasta el hospital para vender ropa a las internadas o recorrer los pueblitos cercanos para vender queso. 16
Muy lejos estaba de suponer lo que me esperaba por querer recibir ése Orden Sagrado que tanto quería. Aunque yo estaba fuera de casa mamá seguía muy de cerca mi estadía, comportamiento y estudios. Me enteré después que hablaba con frecuencia con el teniente cura y con el párroco sobre mis adelantos. El chico tiene capacidad. Exíjanle, solía pedirles. No dejaba de recordar la charla breve que había tenido con papá para comentarle mi intención de ser sacerdote. Me escuchó, me miró cuando terminé de hablar y después de unos momentos de silencio me dijo sencillamente . . si quiere ser sacerdote yo no me opongo. Que sea la voluntad de Dios. Y me dejó ir. Creo que papá ahogó un sentimiento. Se le iba el único varón de la casa. El que lo había ayudado desde los 7 años vendiendo ropa y queso, aportando el par de liras semanales para la casa. Para el que seguramente tendría otros planes. Lo sintió, no me cabe duda. Pero lo calló. Me bendijo y volvió a encerrarse en su silencio. Al final del primer año de ése pre-seminario sui generis, a nuestro juicio habíamos avanzado mucho en latín, italiano y matemáticas. Pero para nuestro maestro Dn. Vimercatti y atento a que nos preparábamos para el seminario diocesano, aún faltaba mucho camino por recorrer. Durante los poco más de dos meses de vacaciones continué con la actividad de encargado del oratorio tanto los domingos como en cualquier otro día si se presentaba la oportunidad. Me encantaba estar rodeado por los chicos y actuar con ellos. En octubre de 1937 iniciamos el 2º y último año de preparación. Don. Vimercatti se había tomado muy a pecho su tarea docente. Nos quería muy bien preparados por lo que acentuó sus exigencias. Las matemáticas se nos hicieron más difíciles. Debimos esforzarnos para pulir nuestro italiano. Para pensar, construir sintácticamente y traducir el latín al italiano. Pero al final, en junio de 1938 los cinco, con más o menos habilidades terminamos superando las pruebas finales a que nos sometió nuestro maestro. Aprobamos todas las asignaturas. El primer obstáculo había sido superado. Estábamos a las puertas del seminario. Tuve la suerte de que una buena señora aceptara becar mis estudios en el seminario diocesano. No cabía en mí de gozo. El camino había comenzado a allanarse. Pero la alegría duró lo que un soplo. Cuando aquella señora se enteró de que mi primo Franco Riva era huérfano de padre decidió favorecerlo a él asignándole la beca. No a mí porque yo tenía a mis padres. Fue una desilusión. Me dolió. Pero vista en perspectiva aquella circunstancia, creo que fue la mano de Dios. Al disponer la beca para mi primo Franco cerró para mí la puerta del seminario diocesano. Me empujó prácticamente a la puertas del seminario salesiano de Chiari. Como diocesano no creo que hubiera viajado a la Patagonia. Ni hubiera realizado la obra que por la gracia y con la ayuda de Dios pude hacer. Estoy convencido que fue la voluntad de la Providencia la que cerró la puerta diocesana para abrirme la puerta salesiana. Porque también estoy convencido que EN LOS DESIGNIOS DE LA PROVIDENCIA NO HAY SIMPLES COINCIDENCIAS. Y aquello no fue una simple coincidencia. Dios, a su manera comenzaba a marcarme el camino.
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Así fue que el párroco de Galbiate, a instancias de mi madre, volvió a gestionar una plaza para mí en el seminario salesiano de Chiari. Su director le contesta por correo pocos días después confirmando el lugar para mí y acompaña la lista de ropas y enseres que debía llevar. Esta vez cumplía todos los requisitos. Y estaba preparado. Hablaba moderadamente bien el italiano y conocía sus clásicos. Lía y traducía con cierta soltura el latín. Manejaba con alguna habilidad los símbolos matemáticos y entendía y resolvía problemas básicos. Había poco tiempo para armar el ajuar porque en octubre comenzaban las clases y antes de ésa fecha debía estar ubicado en el seminario. Poco más que un par de meses. Mi madre se puso inmediatamente en campaña para armar el ajuar de ropa y hasta las frazadas que debía llevar. Acudió a sus vecinos y a gente que conocía. Y entre todos se pusieron a la tarea de conseguir o confeccionar todas las prendas que me harían falta para ir al seminario. Medias, camisas, camisetas, calzoncillos, pantalones, prendas de abrigo, zapatos y hasta sábanas y frazadas. Yo no cabía en mí de gozo. Ayudaba a mamá en lo que podía. Veía cómo se iba completando mi ajuar de ropa. Mi padre observaba el revuelo de mi madre, mis hermanas y de vecinos trajinando con la confección de la ropa. De tanto en tanto hablaba con mamá. Por lo demás no abría la boca. Permanecía encerrado en su silencio. En septiembre mi ajuar estuvo listo. Yo era, como se dice hoy, una pila de nervios. Para ése momento tenía la certeza de que el camino que había comenzado a recorrer dos años antes preparándome en el oratorio de Galbiate para ingresar al seminario era lo que quería mi alma. Había sentido la mano de Dios y la guía de la Virgen María en la resolución de cada uno de los obstáculos que se me presentaron para seguir mi vocación. Pero así y todo en mi alma había una confusión de sentimientos encontrados. Porque al gozo que se potenciaba con cada prenda que quedaba lista en el baúl que llevaría al seminario, se mezclaban una fuerte ansiedad y expectativa. Hasta había surgido algún temor de si podría superar las exigencias que planteaba la formación en el seminario. Esta segunda etapa de formación tan deseada a la que me disponía a entrar me exigía sólo para ingresar, cortar el cordón con mi casa. Con mi familia, con mi maestra, con mis compañeros y vecinos con los que había convivido durante toda mi infancia. En el oratorio estaba cerca de casa y en manos de Don Vimercatti que solía ser bondadoso y tolerante con nuestras carencias y errores. Fue un desprendimiento de mis afectos y de todo lo que había sido mi mundo que me dolió. Pero lo interpreté como el primer sacrificio que Dios me exigía. La primera gran prueba y la que más dolía porque me desprendía de todo lo que quería. A lo largo de la vida aprendí que son los afectos de los que más cuesta y duele desprenderse. En el seminario estaría lejos de mi casa y solo conmigo mismo frente a todas las exigencias de la formación. En un ambiente distinto y con varios centenares de compañeros a los que no conocía, sujeto a un orden y disciplina estrictos.
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CAPITULO 2. SEMINARIO EN CHIARI - NOVICIADO EN MONTODINE 1. EN CHIARI Chiari estaba a 70 kms. de Galbiate. El seminario salesiano había sido un viejo convento de franciscanos más o menos arreglado y adaptado para hacer de escuela, sin calefacción y con las comodidades mínimas. Preparado para albergar una población de alrededor de 400 alumnos adolescentes cargados de ilusiones y buenos propósitos, con la pretensión de ser algún día sacerdotes. A mediados de septiembre de 1938 me puse en camino hacia Chiari. Mi madre me abrazó fuerte y me repitió las palabras de Don Bosco de que el mejor regalo que Dios puede hacerle a una familia es un hijo sacerdote. Mis hermanas me abrazaron despidiéndose. Para mi sorpresa quien había decidido acompañarme fue mi padre. Me ayudó a llevar hasta el tren el baúl con todas mis pertenencias y en poco mas de dos horas llegamos. Durante el trayecto me reiteró que si era ésa la voluntad de Dios y yo lo quería, tenía su bendición para ser sacerdote. En el seminario fuí recibido por un clérigo y por los tres chicos de un pueblo vecino a Galbiate, internos por la gestión del mismo párroco que había tramitado la mía. Me despedí de mi padre ahogando un principio de llanto. Lo quedé mirando mientras se alejaba sin darse vuelta. Hoy y mirando para atrás creo que él sentía lo mismo. 19
Ambos teníamos la certeza de que nuestras vidas habían comenzado a separarse definitivamente. Siempre había tenido las instalaciones del oratorio en la parroquia de Galbiate como muy grandes. Pero la estructura del seminario me impactó. La vi inmensa. Y cuando entramos y me condujeron por las galerías hacia los dormitorios para ubicarme y acomodar mis cosas me sentí muy chiquito. Mientras caminábamos el clérigo me iba informando sobre reglamento, horarios y obligaciones a las que estaría sometido durante los próximos cuatro años. Los nombres de las autoridades de la casa y otros detalles. Ese fue el comité de bienvenida en Chiari. Alojado y una vez acomodadas las cosas me senté unos momentos en la cama que había terminado de hacer. Mis pensamientos volaron a mi casa, a mis padres. A mi papá al que hacía volviendo a casa. Creo que me asomaron unos lagrimones y se me estrujó el pecho. Recuerdo que pensé como rezando, Dios, cómo cuestan éstas pruebas tuyas. Porque ésa era para mí la primera de las pruebas a que sería sometido para probar la firmeza de mi propósito de ser sacerdote. Era el primer gran paso. Y me sentí bien. Me repuse ante la insistencia por distraerme de mis nuevos compañeros. El dormitorio era realmente inmenso. Tenía como cien camas. En cada esquina había una celda donde dormía un clérigo asistente responsable por nosotros. Todo ése día y de la mano de mis nuevos compañeros recorrí buena parte de las dependencias del seminario. La iglesia, el comedor, las aulas, el patio y las demás instalaciones. La prueba más dura sobrevino a la noche. Después de la cena hubo breve recreo y luego fuimos a la iglesia para rezar las oraciones de la noche. Una costumbre típicamente salesiana para despedir el día con oraciones y unas palabras piadosas a cargo del director o de algún otro sacerdote a cargo. Una vez en la cama no pude contener ni mis pensamientos que volaban hacia mi casa y mis afectos, ni la congoja y el llanto que me desbordó. . Había sido un día muy pesado cargado de emociones encontradas y con mucha expectativa. Recuerdo que me tapé la cabeza con la frazada para no ser descubierto. Uno de los clérigos asistentes caminaba despacio por los pasillos entre las camas, atento y observador. Más calmo miré a mi alrededor. A mis nuevos compañeros. A todo lo que me rodeaba. Recién ahí caí realmente en cuenta que no estaba en mi casa ni en el oratorio de mi pueblo. No tenía a mi alrededor a los cuatro compañeros del pre-seminario del oratorio de Galbiate, sino a otros que eran como cien. Y salvo los tres que me esperaban y me guiaron al ingresar, todos desconocidos. Estaba en el seminario. Había iniciado la primera etapa de mi camino hacia el sacerdocio. En Octubre de 1938 comenzó la actividad y el año lectivo. Nos levantábamos a las 6 y tras el aseo y orden interno a las 06.30 asistíamos a misa y oraciones hasta las 07.30. Desde las 07.30 a las 08.30 estudio para el último repaso de lecciones y tareas antes de clase. Luego desayuno hasta las 09 y clase hasta las 12. Almuerzo de 12 a 13 y tras el almuerzo recreo hasta las 13.45. Clase hasta las 17 y luego la merienda. De 18 a 20 estudio. Había que cumplir con la tarea y las lecciones de cada materia. 20
Luego la cena hasta las 21 seguida por un corto recreo. Las oraciones de la noche y a las 22 y tras el último aseo del día estábamos todos en la cama, para comenzar a las 06 del día siguiente. El almuerzo y la cena eran invariablemente un plato de sopa y otro plato. Más o menos el mismo menú que en casa pero algo más abundante. Desde el primer día me dediqué de lleno al estudio. Pretendía que cada minuto me rindiera en estudio y aprendizaje. Y a la oración y comunicación con Dios. Cuando sonaba la campana para el recreo salíamos del aula como un huracán. Porque también debía rendir cada minuto del recreo para estirarnos. Desentumecernos porque no había calefacción y en invierno hacía mucho frío, y a despejar la mente por la intensidad de la exigencia en el aula. Nuestra vida espiritual era atendida por un confesor, un sacerdote de 86 años, Don Montanelli, que había sido alumno de Don Bosco. Todos los martes a la mañana, durante la misa escuchaba nuestra confesión. Salvo algún imponderable comulgábamos todos los días. Además éste sacerdote cuidaba el orden y el silencio, porque debíamos guardar silencio, en los baños. Nuestros asistentes eran clérigos y sacerdotes con los que convivíamos. Desde el primer día de clase cada asignatura fue ocupando su lugar en nuestros horarios, cuadernos y hojas de monografías. En los libros. En cada uno de nuestros borradores, generando y alimentando preocupaciones y exigencias. El latín, el italiano y sus respectivos clásicos nos acompañaban casi a diario. Las ciencias duras como la matemática, la física y la química seguían detrás con su carga de dificultades. Nos hacían transpirar la gota gorda. No podíamos darle la chance de no entender sus planteos o desentrañar sus misterios o sus desafíos de razonamiento en cada clase porque en la siguiente nos iría peor. Debíamos entenderlos y resolverlos. A ellas seguían otras más fáciles como las de ciencias naturales. Teníamos todas las materias de un secundario más el latín en los cuatro años y griego en los dos últimos. Yo me esforzaba mucho y cuanto mayor eran las dificultades de cualquiera de las asignaturas más tiempo les dedicaba. Cada problema era un acicate para aguzar mi concentración y duplicar el esfuerzo. Me había sometido a un nivel permanente de exigencia y no me daba tregua. En mis visitas al Ssmo. Sacramento y a la Virgen María les pedía una mano, pero yo no dejaba de poner mis propias manos y hasta el codo. Mi lema era . . ORA ET LABORA, reza y trabaja, en coincidencia con el refrán popular A DIOS ROGANDO Y CON EL MAZO DANDO. Eso hacía. Mientras más rezaba más golpeaba el mazo. Días había que de tan cansado me dormía durante las oraciones de la noche. Quedaba planchado en cuanto me metía en la cama hasta que sonaba, y demasiado pronto para mi gusto, la campana de las seis. Había que levantarse. Y todo comenzaba de nuevo. Ocupado como estaba en la actividad del cada día que no daba tregua el tiempo transcurría sin percibirlo. Los exámenes se venían muy rápido. El régimen escolar establecía dos períodos de exámenes en el año. Los llamados semestrales a mitad del año lectivo y los finales, al concluirlo. En ambos todas las materias escrito y oral. Si el escrito no alcanzaba la puntuación exigida no habilitaba a rendir el oral. Este sistema de exigencia académica fue establecido por Don Bosco y se mantuvo en la vida de los 21
seminarios salesianos de formación sacerdotal durante muchas décadas. No sé cómo será hoy. Si quedaba alguna materia sin aprobar indefectiblemente se perdía el año y había que repetirlo. El régimen era muy exigente. Exigente y duro. Y había que responder. Era una especie de criba a través de la cual se iba decantando de manera natural aquella masa crítica apta para la función sacerdotal. El resto quedaba en el camino. Una especie de selección natural de los mejores y más aptos. Y yo no quería quedarme en el camino. Quería estar entre los mejores de aquella masa crítica. Y año tras año lo fui logrando. Poco a poco y después de sudar mucho se me fueron abriendo los secretos de las matemáticas, de la física y de la química. Y cuando les agarré la vuelta caí en la cuenta que no eran tan difíciles como parecían. Como dice el refrán . . no es tan fiero el león como lo pintan . . A medida que progresaba en la construcción sintáctica y la traducción del latín, me iba adentrando en la maravilla de la civilización romana y entendiendo la representación litúrgica de los misterios y sacramentos del cristianismo. Pensaba, estoy entendiendo el idioma que usaban los primeros cristianos en la Roma antigua. De modo que mi vida transcurría entre libros de gramática, diccionarios, textos, manuales y cuadernos. En medio de un orden y una disciplina que reglamentaban y conducían cada una de nuestras acciones. El reglamento era como un manual de procedimientos. El marco que encuadraba nuestra conducta dentro del seminario. Ese orden, método y horario incorporado a lo largo de la formación sacerdotal salesiana me acompañó toda mi vida. Hoy, a los 83 años continúa marcando mi actividad diaria. Si hago un cálculo simple he vivido en la orden salesiana desde los 14 años. Hace 69. Desde el 3º año se incorporó el estudio del griego. Una gramática, un texto y un diccionario más y nuevas dificultades para resolver y superar. Pero a medida que aprendí a descifrar sus signos alfabéticos comencé entender una estructura de pensamiento, de lógica y la técnica de razonamiento de una civilización que gracias a Dios, transfirió sus valores y conocimientos a la base de nuestra civilización occidental. Recuerdo que en primer año éramos alrededor de 50 alumnos y el maestro era un clérigo llamado Don Bernardi. En segundo seguíamos siendo 50 pero el maestro se llamaba Don Fortini. En 3º nuestro profesor de latín y griego era Don Alimonta. El padre consejero, el encargado del orden y la disciplina, era Don Elías Comini. Este sacerdote, durante la guerra fue fusilado por los alemanes por negarse a ser exceptuado de la pena capital junto a un grupo de habitantes que sí habían sido condenados. O nos liberan a todos o nos fusilan a todos, dijo. Su causa de beatificación está siendo estudiada en el Vaticano. Nuestro catequista era otro sacerdote llamado Joaquín Veneto. Entre mis compañeros recuerdo que mis más amigos se llamaban Foglio, Morganti y Sertore. A los primeros los perdí de vista pero Sertore se ordenó sacerdote y está en Bolivia desde hace 30 años. Durante las vacaciones de Junio hasta mediados de septiembre, entre los años 1939 al 41 volvía a mi pueblo pero no vivía en mi casa. Hacía vida comunitaria en el oratorio con mis ex-compañeros y a las órdenes del teniente cura Don Vimercatti, con el mismo 22
régimen del seminario. Recuerdo que el cura nos hacía repasar latín y griego y alguna otra materia, para que no perdiéramos ritmo, decía. Los domingos me ocupaba en la tarea de asistente -encargado del oratorio que se me había reasignado. En los primeros años volví a encontrarme con mis antiguos compañeros y oratorianos. Otra vez el repaso del catecismo, el rezo ante el Ssmo. Sacramento en la iglesia. A jugar, correr y divertirnos. Como en años anteriores ésa tarea la disfrutaba. Me sentía muy a gusto y hasta me veía algo superior a mis ex –compañeros. A casa iba sólo a comer. A mi madre la veía en la misa de la mañana pero ya no la acompañaba en su recorrido de ayuda a los enfermos. A mi padre lo veía cuando coincidían sus horarios y podía sentarse a la mesa con todos, mis cuatro hermanas, mi madre y yo. El resto del día permanecía en el oratorio dedicado a mis tareas con mis compañeros y el teniente cura. Cuando podía iba a visitar a mi maestra Gabriela Aldeghi. Le agradaban mis visitas y mi charla, feliz de que hubiera elegido el sacerdocio para realizar mi vida. En mis segundas vacaciones en Julio de 1940 Europa estaba otra vez en guerra e Italia comprometida en ella. La locura de otra guerra de una magnitud doblemente superior a la anterior, la segunda guerra, se había desatado. Otra vez la destrucción, la devastación y la muerte acompañadas por la desesperación, el hambre y la alienación. Otra vez el miedo y la incertidumbre. Otra vez la angustia de vivir hoy sin saber de mañana. La angustia y el dolor se pintaban en el rostro de papá y mamá. En el de mis hermanas. En cada habitante del pueblo. Cada cual trataba de mostrar tranquilidad ocultando su desasosiego y desesperación interior. Y cada cual se aferraba a lo que podía para sobrellevar el desastre. Le rezaba a su Dios pidiendo salvarse. Don Vimercatti multiplicaba sus acciones y sus oraciones. Y nosotros lo acompañábamos. Dios, dónde estás. . . Cómo es posible tanto odio y tanta muerte entre seres humanos. Preguntas que parecían sacrílegas pero que brotaban incontrolables desde el fondo del alma desesperada. Cómo, si cada religión predicaba la tolerancia y el amor, la fé y la caridad y tantas otras virtudes de convivencia, el hombre se convertía en lobo del hombre. Cómo nos costaba interpretar y asimilar desde la ingenuidad de nuestros corazones que recién se abrían a la vida, el drama que se desarrollaba casi ante nuestros ojos. A lo único que atinábamos era aferrarnos a la oración con una devoción desesperada. Los adultos, y entre ellos mis padres, habían vivido y sobrevivido el infierno de la Primera Guerra Mundial. Bautizada como la grande para recordar a la humanidad la hecatombe que había significado y evitar por todos los medios, entre ellos la creación de La Sociedad de las Naciones, otra guerra como aquella. De nada sirvió. En medio de aquel fragor, en Junio de 1942 rendí los últimos exámenes del 4º año del seminario de Chiari. Aprobé todas las materias. De hecho durante los 4 años de seminario había aprobado todas las materias correspondientes a cada año. La primera etapa y gran prueba, la del seminario, había sido salvada. Y podía decir hasta con honores. Me sentía eufórico. Desde el fondo de mi alma daba gracias a Dios y puse en manos de la Virgen María el resultado. Preparé todas mis cosas para dejar el seminario. Hubo abrazos y augurios de buenos deseos en la despedida entre los que 23
habíamos convivido a lo largo de los 4 años y finalizado la etapa. De mis compañeros y de cada uno de los clérigos y sacerdotes que nos había acompañado y guiado. Lágrimas por la separación de amistadas nacidas en el claustro. Promesas, rezos y bendiciones de los que fueron nuestros superiores. Antes de alejarme definitivamente del seminario lo miré un largo rato fijando su imagen desgastada en mi retina. Todavía me acompaña. Fue un período de mi existencia vivido en ése lugar con mucha intensidad, expectativa y enorme esfuerzo. La primera prueba puesta por Dios en mi camino. Con su ayuda la había superado. Ahora me aguardaba el año de noviciado, la sotana y a su término los primeros votosconocidos como temporarios, porque se formulaban por 3 años. La sotana sería la indumentaria que me identificaría durante toda mi vida como sacerdote. Así fue. Cuando muera me servirá de mortaja. Así será. Recuerdo que durante mi estadía en el seminario papá venía por lo menos una vez al año a visitarme. Pero no viajaba en tren. Lo hacía en su bicicleta. Recorría 70 kms. para llegar al seminario y los desandaba para volver. Siempre en fines de semana. Traía una canasta con la vianda. Almorzábamos. Pasábamos el día juntos. Por momentos charlando y por momentos en silencio. Cuando él se callaba yo lo aturdía con el relato de lo que hacía en el seminario. También recuerdo que solía mirarme cuando yo hablaba mientras me escuchaba con mucha atención. Lo vía irse montado en su bicicleta y pensaba el esfuerzo que significaba para él venir a pasar unas horas conmigo. Pobre papá. Tan esforzado. Tan sacrificado. Su vida de sacrificio, dedicación, de esfuerzo abnegado y constante para con su familia en medio de su silencio casi resignado, ha sido el ejemplo que signó mi vida. Cuando en mi propio camino me sentí agobiado por las dificultades y problemas que se me antojaban insolubles, se cruzaba en mi mente la imagen de papá. Estoica. Perseverante. De gran fuerza interior arremetiendo contra las dificultades que le vida le presentaba. Me sentía reconfortado. Reforzada mi voluntad. En más de una ocasión al recordarlo sentí que se me escapaba una lágrima. En julio volví de vacaciones, las últimas del seminario, a mi pueblo, a mi casa, al oratorio. Me sentía muy conforme conmigo. Había expandido mi conciencia. Acrecentado mi espiritualidad y fe. Enriquecido mi caudal de conocimientos y consolidado mi vocación sacerdotal. Me sentía maduro pese a mi adolescencia. No había defraudado ninguna de las expectativas que había despertado cuando decidí ser sacerdote. La de mis padres. La de mi maestra Gabriela Aldeghi. La de mi primer maestro del pre-seminario por dos años en el oratorio, Don Vimercatti. Y sobre todo al designio divino. Creo que ni Dios ni la Ssma. Virgen María fueron defraudados. El ánimo social del pueblo era distinto con la guerra tronando tan cerca. Lo veía en el rostro de la gente. Y sobre todo en los rostros de papá y mamá. Papá seguía tan austero de palabras como siempre. Muchas veces hablaba sólo con monosílabos. Lo entendía y respetaba su silencio. Interpretaba a través de ellos su preocupación y hasta su pesimismo por las desgraciadas circunstancias que debía vivir otra vez. La austeridad de su vida estaba dividida entre su trabajo en Lecco, a 6 kms., que caminaba todos los días. Su recorrida por los montes cercanos buscando leña para la cocina y estufa de casa, y alguna tertulia con sus amigos los fines de semana.
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Mamá continuaba con su rutina de la misa y oraciones a hora muy temprana y la ayuda a sus vecinos enfermos que mantuvo hasta el último de su vida. Luego se sumergía durante el día en atender su familia. La educación de sus hijas, mis hermanas, a las que seguía muy de cerca tal cual lo había hecho conmigo y el resto de las tareas domésticas. 2. NOVICIADO EN MONTODINE El que dijo alguna vez que el paso del tiempo es una simple relación de conciencia con respecto a las circunstancias que vivimos, más rápido si el suceso es agradable o más lento si resulta costoso o doloroso, de cierto tenía sus razones. Mi paso por el seminario en medio de las exigencias reglamentarias y académicas para ir madurando en conocimientos, fe y espiritualidad mirado en retrospectiva transcurrió muy aprisa. Fueron cuatro años intensos que afirmaron mi vocación. Ratificaron mi voluntad de encarar cuanto esfuerzo y sacrificio fueran necesarios para concretarla y me ubicaron a las puertas del noviciado. La sotana que iba a vestir, el símbolo de mi identificación como sacerdote, estaba muy próxima. En ésas cortas vacaciones en mi pueblo, paréntesis entre mi egreso del seminario y el ingreso al noviciado, me preparé intensamente. Continuaba con mi actividad oratoriana ayudando el teniente cura, pero mi mente y mi alma estaban fijos en el paso que me esperaba. Tenía frecuentes charlas con Don Vimercatti. El sacerdote volcaba en sus palabras sus largos años de experiencia apostólica y trataba de suavizar mis expectativas. Cada charla terminaba con un rezo compartido. Fui armando el baúl con todas mis pertenencias. Tan pobres como cuando fui al seminario. Y como en aquella época, mamá se ocupó con mis hermanas y algunos vecinos de completar mi, entre comillas, guardarropas. A mediados de septiembre de 1942 emprendí solo el viaje en tren al noviciado de Montodine, una pequeña localidad de la provincia de Cremona. Ahí estaba localizado el instituto donde debía pasar el año de novicio. Era una antigua propiedad adaptada para albergar a una treintena de novicios. Se vivía una atmósfera de profundo recogimiento. Recuerdo que en cuanto traspuse el umbral de la entrada el ambiente me resultó familiar. No experimenté nostalgia alguna como cuando entré al seminario cuatro años antes. Al frente del instituto estaban el maestro de novicios y un confesor, ambos sacerdotes. Un clérigo asistente, Don Avendagno, oficiaba de maestro de música, latín e italiano. La orden salesiana impone el noviciado, práctica común en la mayoría de las órdenes religiosas, para reafirmar la vocación del aspirante antes de profesar los primeros votos y recibir el hábito, la sotana, que lo acompañará e identificará de por vida. Durante ése año se interrumpen los estudios académicos. Es una etapa de profunda introspección espiritual. De autoconocimiento. Se ponen a prueba convicciones, valores, propósitos y actitudes que sustentan la vocación. El aspirante se abandona en manos de su guía espiritual, el maestro de novicios. Es el superior que lo acompaña y a quien confía su alma. Escucha sus charlas. Atiende sus dudas. Orienta sus propósitos y oye sus confesiones. Recuerdo que nuestro maestro de noviciado era Don Antonio Bieceli. Un sacerdote de 65 años que era todo bondad. El régimen era similar al del seminario. Levantarse al alba. Meditación; misa, confesión cuando era necesaria y comunión diaria. Luego 25
clase. Horas dedicadas al estudio y por lo menos una hora diaria de práctica de canto gregoriano. La vida espiritual era intensa. Se trataba de una etapa en la que necesitábamos como nunca antes ayuda e iluminación divinas. Mis oraciones y peticiones a Dios y a la Ssma. Virgen María eran frecuentes y profundas. Necesitaba tener la certeza absoluta de mi vocación. Le pedía que iluminara mi camino. Que estuviera conmigo. Quería ser un sacerdote íntegro en cuerpo y alma. Contemplando mi vida desde mis 84 años puedo afirmar que aquellas oraciones fueron atendidas. Mientras, perfeccionábamos nuestros conocimientos de griego, latín e italiano y realizábamos todos los días los oficios. Así se llamaban las tareas de limpieza de todas las instalaciones del instituto. De modo que cuando se nos asignaba limpiábamos ollas, vajilla, pisos de galerías, comedor, dormitorios. Y cuanto otro trabajo fuera necesario realizar. La práctica de la obediencia y la humildad en cada uno de nuestros actos iban moldeando nuestro carácter. Eran parte de la preparación para nuestros próximos votos temporarios. El año de noviciado iniciado en octubre de 1942 fue intenso. El 22 abril de 1943, un par de meses antes de junio, término del año calendario, llegó el momento tan esperado de la vestición, la ceremonia de recibir y vestir la sotana. Entre los que se encolumnaron frente al maestro de novicios estaba yo, Juan Corti, pisando los 18 años, profundamente emocionado. Nos preparamos con una semana de ejercicios espirituales1 vividos con intensidad. Finalizaron con la ceremonia de la vestición, el 22 de abril, un sábado por la mañana. En ése momento tocaba el cielo con las manos. Mientras aguardaba mi turno desfilaron por mi mente los rostros de mis padres y hermanas que no habían podido estar presentes. De mis maestros, del primario Gabriela Aldehi. Del pre-seminario en el oratorio de Galbiate Don Vimercatti. Los del seminario Don Bernardi, Don Fortini, Don Alimenta. Del catequista Don Joaquín Véneto y sobre todo el consejero Don Elías Comini, fusilado en un momento de la guerra por solidarizarse con sus paisanos. Puse mi vida y el hábito que estaba a punto de recibir en manos de la Sma. Virgen María y recuerdo que le dije que me iba a prender de su manto por ayuda y protección por el resto de mi vida. Y así fue. No dejé de rogarle ni Ella de ayudarme y protegerme. Hasta hoy. Cada novicio llevaba en sus manos la sotana y caminaba hasta colocarse frente al maestro, que pronunciaba con firmeza la fórmula del ritual que terminaba diciendo: . . quítate el hombre viejo y ponte el hombre nuevo. El novicio entonces se quitaba la chaqueta, para nosotros el saco, y se colocaba con lentitud la sotana. Y la explicación del maestro: . . desde éste momento ya eres salesiano. Ese día, 22 de abril de 1943 yo, Juan Corti, vestí como hábito la sotana negra que me ha identificado durante toda la vida como sacerdote salesiano. No me separé nunca de 1
Conjunto de prácticas piadosas de oración, meditación y lectura. De profunda introspección y análisis espiritual. Se realizan una vez al año, o ante decisiones personales o colectivas trascendentales.
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ella y la he vestido cada día desde hace 65 años. Y me acompañará cuando me vaya de éste mundo al reino de Dios. Viví con intensidad ése gran día. Me acuerdo que después de la ceremonia y ya fuera de la capilla nos fuimos saludando y abrazando entre nosotros, los noveles salesianos. Compartimos felicitaciones con nuestros superiores que vivían el momento con la misma emoción que nosotros. Eramos pichones de sacerdote, llenos de propósitos e ilusiones. Ingenuos por una adolescencia moldeada en el claustro. Ignorantes de lo que nos esperaba en la vida que teníamos por delante. Dos meses después, al finalizar junio de 1943 formalizamos nuestros votos temporarios. Temporarios porque eran por un período de tres años. En la misma capilla en la que transcurrían los últimos días de nuestra estadía, cada novicio a su turno contestó las preguntas del maestro oficiante, Don Antonio Biecelli: . . quieres ser salesiano . .? Estás dispuesto a obedecer a donde te manden, a cualquier parte del mundo . . Estás dispuesto a vivir en la pobreza . . Estás dispuesto a vivir en castidad . . Los treinta novicios de aquel año en Montodine formulamos nuestros primeros votos. Todavía me acuerdo de algunos compañeros. Foglio; Daverio; Sertore; Bussani; Zappa. Y otros como Restelli; Radice, Tollini. Los treinta a su turno nos ordenamos sacerdote. Y comenzamos a recorrer nuestros propios caminos. Los dispuestos por la Providencia. En un momento a solas me miré y me pareció que no era cierto. Palpé la sotana que había vestido unos días antes. Reviví la emoción de los primeros votos que me habían convertido en salesiano. Caí en la cuenta de que no era un sueño. Era yo, Juan Corti, salesiano de pié a cabeza. Faltaba un largo trecho por recorrer pero ya estaba en camino. Ahora sí tenía la certeza de que iba a ser sacerdote. Mientras afuera, en el continente europeo, en Africa del Norte, en Asia y en los mares del mundo los vientos de guerra soplaban con toda su furia arrasando, destruyendo, matando y mutilando millones de personas. Los cuatro jinetes del Apocalipsis dominaban la tierra envolviéndola en un inmenso manto de muerte, dolor, miseria y llanto. Unos días después recibí la noticia de un deceso familiar. Fui autorizado a viajar a Galbiate por una semana, antes de ir al seminario de Nave, un pequeño pueblo a 60 kms. de Galbiate y a 10 de Brescia, para comenzar los tres años de filosofado. Gran sorpresa se produjo en el pueblo cuando me vieron llegar vestido con sotana. El Gianni que vendía ropa y quesos. Que acompañaba a su mamá a la primera misa de la mañana y a visitar vecinos enfermos. Al que en la escuela primaria la maestra le daba la mitad de su almuerzo porque él no tenía para comer. Algunos de mis excompañeros salieron a saludarme y abrazarme. Al Gianni clérigo. Entré en casa en medio de la algarabía de mamá y mis hermanas. Mamá no terminaba de abrazarme. Papá estaba en ése momento. A su modo y con sus palabras me expresó su alegría. Nos abrazamos todos en medio de gritos, risas y lágrimas. 27
Habían pasado cinco años y nos abrazamos como si hubiéramos querido descontar en ése momento algo del tiempo pasado separados. Mamá se acordaba del dicho de Don Bosco de que el mejor regalo de Dios a una familia es un hijo sacerdote. Y lo celebraba con alborozo. Visité a mi antigua maestra Gabriela Aldeghi. Le costó verme como al pequeño Gianni Corti, su alumno inquieto y aplicado con el que compartía su almuerzo, con sotana y camino al sacerdocio. A Don Vimercatti, mi maestro por dos años del pre-seminario en el oratorio del pueblo. Veía la alegría en sus rostros marcados por la vida y me sentía feliz. La semana transcurrió muy rápido y llegó el día de mi partida a Nave donde me esperaban tres años de filosofía. La despedida con cada uno de los miembros de mi familia fue muy emotiva. Como si cada uno hubiera presentido la inminencia de una larga separación. Todos lloramos. Otra vez me fui sintiendo una congoja en el pecho. Como cuando fui al seminario acompañado por mi padre. Ese día cuando nos separamos lloré. Ahora, cuando después de tantos años me acuerdo, también.
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CAPITULO 3.
1943. EL FILOSOFADO EN NAVE. 1944. INTERNADO OBLIGADO EN BUCHENWALD. 1945. EL ESCAPE.
1. EN NAVE. Los tres años de filosofía, a los que nos referíamos como el filosofado, era la etapa siguiente al noviciado recién cursado en Montodine, finalizado en junio de ése año con la profesión de los votos temporarios tras la vestición de la sotana en abril. La orden salesiana establecía en su reglamentación una serie de etapas que los aspirantes debían cumplimentar durante su preparación. En ésta de filosofía se ampliaban y profundizaban los conocimientos adquiridos. Se incorporaban nuevos saberes. E iba madurando el temperamento del aspirante a través del cumplimiento de exigencias y obligaciones cada vez más estrictas. Era precisamente en ésta etapa donde se afianzaba y consolidaba su vocación sacerdotal. O comenzaba a flaquear en un mar de dudas y cuestionamientos. En un marco de tanta exigencia, austeridad y pobreza, sujeto su carácter por los votos de castidad, pobreza y obediencia que lo obligaban a un duro y tenaz autocontrol de sus impulsos, reacciones y necesidades. A bajar la cabeza sometiendo su ímpetus y arrebatos ante imperativos que podían parecerle injustos o desacertados, surgían las preguntas obligadas . . ésto es lo que quiero ..? ésta es realmente mi vocación . .? Estoy dispuesto a vivir de ésta manera, entre pruebas, exigencias y sacrificios a lo largo de toda mi vida . .? Eran las condiciones impuestas por una realidad muy dura en la que debíamos vivir, convivir y desarrollar conocimientos, aptitudes, actitudes y virtudes preparándonos para una función sustentada en una vocación que exigía el cumplimiento del deber sacerdotal con una entrega total y hasta el sacrificio. Eran condiciones que o templaban y afianzaban el carácter del aspirante consolidando su vocación, o lo hacían dudar de sus condiciones y de la fuerza de su propósito y desistir. Aquí era donde se producían las primeras deserciones. A lo que se sumaba el horizonte oscuro del drama de la guerra que golpeaba las puertas del seminario. Sabía que ésta etapa era definitoria. Aquí se resolvían la continuación o la deserción. Yo no podía ni quería fallar. Tenía una íntima certeza y una profunda convicción de que no fallaría. Y desde el día de ingreso al filosofado de Nave me prendí con las dos manos al manto de la Virgen María, tal como se lo había anticipado. De su mano me comprometí a sortear todos los obstáculos que hubiera en el camino. De la magnitud que fueran. Pensaba que si Dios y la Virgen estaban conmigo quién en el mundo podría oponerse a mi propósito de ser sacerdote. Me apoyaba en que sentía que Dios era mi amigo y yo de El. Que había una confianza y correspondencia mutuas. El convencimiento de ésa confianza y correspondencia me ayudó a resolver muchos de los problemas propios de la edad, de la época y de los 29
estudios. Todas las dificultades que yo debía enfrentar y resolver eran necesarias. Pruebas puestas por Dios en mi camino para ser sacerdote. Estaba siendo templado en la fragua del Señor. Aunque debo reconocer que muchas veces calentó demasiado. Y vaya si fue demasiado. Pero El sabía porqué lo hacía. En mi interior había ido tomando forma el convencimiento de que estaba destinado para una gran misión. No sabía qué era. Pero para algo estaba siendo llamado y preparado. En octubre de 1943 comencé a cursar el primero de los tres años de filosofía que debía cumplimentar en el instituto de filosofía en el pueblo de Nave, a pocos kilómetros de Brescia, con 18 años recién cumplidos. Era un internado salesiano con capacidad e instalaciones para una población de alrededor de 120 clérigos. Centralizaba la demanda de las inspectorías (2) de Lombarda, de la que yo era oriundo, Novarese y Véneta. En ésa época la guerra estaba en su apogeo. Uno de sus frentes más duros abarcaba todo el continente europeo. Una sucesión de hechos políticos provocaron un cambio dramático en la situación bélica de Italia. El régimen de Mussolini colapsó tras el desastre militar italiano en Africa del Norte y la invasión de Italia por los aliados. En junio de 1943 el Duce fué depuesto por Victor Manuel III, rey de Italia, y enviado a prisión con el consentimiento del Gran Concejo Fascista. El nuevo gobierno dirigido por Pietro Badoglio se hizo cargo del poder y en secreto negoció la paz con los aliados ante los que se rindió el 8 de septiembre, según lo acordado, tras el desembarco y ocupación de Sicilia. La familia real y Badoglio huyeron hacia el sur dejando al ejército italiano a la deriva. Mussolini liberado y apoyado por sus aliados alemanes creó el 23 de septiembre en Saló la República Social Italiana. Finalmente en octubre de 1943, Italia le declara la guerra a Alemania, su ex aliada, que asume la defensa de Italia ocupando militarmente todo el norte y centro de la península trazando la línea Gustav al sur de Roma. El norte del país donde yo vivía y ahora me disponía a cursar el filosofado en la localidad de Nave, estaba bajo ocupación militar alemana. Llegué al internado de Nave a mediados de septiembre de 1943 con mi baúl conteniendo el producto de mi pobreza. Algunos pocos enseres y mis ropas gastadas. El mismo baúl que además de guardar mis pertenencias me había acompañado al seminario y después al noviciado. Una vez instalado, y ésa tarea se refería siempre al dormitorio, mesa de luz grande donde guardar el contenido del baúl y la cama, mi primer acto fue dirigirme a la capilla. Me hinqué de rodillas y oré. Agradecí profundamente a Dios y a la Virgen María por haber llegado a ése lugar en una etapa tan temprana de mi vida y con un propósito y convencimiento tan firmes de cuál era mi vocación y el camino elegido para vivirla. Fui presentado a los superiores del internado. El director era Don Alejandro Manzoni, un sacerdote afable, de mirar profundo y cara de bueno que me dió la bienvenida. Conocí a Don Agustín Begni y a Don Luis Cavasin, profesor de matemática y física el primero y de griego el segundo. A quien sería nuestro confesor, Don Emilio Testa y al clérigo Don Gelmini, profesor de filosofía. Al resto del personal con los que conviviría ésos tres años lo iría conociendo en su oportunidad.
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Y en octubre de ése año de 1943, en medio de una gran pobreza porque apenas teníamos para comer, se iniciaron las clases en el internado. Me sumergí entre libros, apuntes y cuadernos. Era mi costumbre desde el seminario en Chiari, repetido en el noviciado y ahora en filosofía. El desafío que tenía frente mí era cada vez más severo. Mi respuesta era un nivel de autoexigencia y disciplina mayor a la altura de la circunstancia. Como en las etapas anteriores las actividades se distribuían entre las 6 de la mañana y las 22. En ése lapso de 16 horas se alternaban los estudios académicos de clase, investigación y trabajo con las prácticas piadosas. Las comidas, tanto el almuerzo como la cena, eran muy pobres. Consistían en un plato de sopa, otro plato de ´´algo´´ y un pedazo de pan cuando había, acompañados por un vaso de agua. Eran precedidas por una oración . . . bendecidnos Señor y bendecid el alimento que vamos a tomar, seguida por otra de agradecimiento por el alimento, más bien escaso, que habíamos ingerido. La falta de comida nos apretaba el estómago. Sentíamos hambre. Las instalaciones no tenían calefacción. El frío del invierno se hacía sentir y se intensificaba en clase, en el estudio, en la capilla, cuando debíamos permanecer quietos. En el comedor aguardábamos con ansia el plato de sopa o lo que fuere porque era caliente, y los recreos para movernos, desentumecernos y calentarnos con el movimiento. En clase y en el estudio nos frotábamos las manos con fuerza y por varios minutos antes de comenzar a escribir para mejorar la letra. Las materias se sucedían en la actividad de cada día de clase. A las horas de filosofía seguían las de griego; a las de latín los clásicos de italiano. Luego una tras otra venían las materias duras, matemática, física y química. Pedagogía y sicología también ocupaban su lugar en las horas de clase. Cada semana debíamos enfrentar alguna prueba oral o escrita de cualquiera de las materias en curso, que nos mantenían en alerta permanente. El promedio de cada materia debía ser mantenido a toda costa para acceder a los exámenes. Que como en el seminario y en el noviciado, eran semestrales y finales. Un motivo de alegría era que los 30 novicios que habíamos profesado en Montodine los votos temporarios y vestido la sotana estábamos juntos en Nave. Con el resto nos fuimos conociendo y relacionando, compartiendo cada momento de estudios, esfuerzos, privaciones y esperanzas. Tratábamos de apoyarnos unos a otros. Las dificultades de uno convocaba la ayuda de los demás. La oración comunitaria era un bálsamo para nuestras almas jóvenes enfrentadas a un mundo enloquecido de odio y muerte que no lográbamos comprender. Por eso nos aferrábamos a la oración. A la fe. La fe que mueve montañas. Si tienes la fe del tamaño de un gramo de mostaza, había dicho Jesús, dí a la montaña que se mueva y la montaña se moverá. Pero nuestra fé no lograba mover ninguna montaña. Y aquí venía la pregunta que daba vueltas en mi alma y me atormentaba: mi fe no alcanza siquiera al tamaño de un gramo de mostaza. También me acordaba de las palabras de Jesús a San Pedro cuando quiso flotar como Él sobre las aguas del Tiberíades y comenzó a hundirse: . . hombre de poca fe, porqué dudaste. Rezaba, Dios, cómo hacía para aumentar mi fe siquiera al tamaño de un gramo de mostaza. En ése tiempo no tenía comunicación con mi familia. Las cartas que les escribía, por las dificultades de la guerra se perdían por el camino. 31
Sólo quedaba rezar por ellos. Por mi maestra Gabriela Aldeghi, por Don Vimercatti, por mis ex-compañeros del pre-seminario en Galbiate. Los incluía a todos. Y pedía protección para todos. Pensaba cómo se acerca el ser humano a Dios cuando las circunstancias de la vida amenazan ahogarlo. Para complementar la escasa comida con que nos alimentábamos, se planeó con los superiores del instituto conseguir de manera regular en alguna de las granjas de los alrededores carne de vaca. El seminario disponía de un cobertizo algo alejado de sus instalaciones que podía hacer las veces de matadero si la oportunidad lo exigía y personal para la faena. Se calculó que la necesidad mínima de carne por mes para la población del seminario podía ser satisfecha con el equivalente de una vaca de tamaño mediano. La zona estaba bajo comando de las fuerzas alemanas de ocupación. Cualquier actividad fuera del seminario debía contar con su autorización. La solicitud presentada recibió respuesta favorable. El seminario podría salir mensualmente a conseguir carne para satisfacer sus necesidades de alimentación. Pero debía entregar al comando local la mitad de la carne obtenida. Que en buen romance significaba media res, o media vaca. Se designó a un grupo de cinco seminaristas que debían salir y recorrer una vez por mes las granjas cercanas para conseguir la preciada vaca y su tan apetecible carne. El grupo estaba formado por Pedot, Matedi, Furlan, yo Corti y un quinto seminarista cuyo nombre olvidé. Recuerdo que discutimos sobre si era éticamente aceptable sacrificar la vida de una vaca para satisfacer nuestras necesidades. Argumentos teológicos y filosóficos a favor y en contra hubo muchos. Unos sostenían que el pobre animal tenía derecho a la vida. Otros que era válido porque en muchos relatos de la historia sagrada se mencionaba el sacrificio de animales para sustento del pueblo judío. Al final convinimos que la causa, poder comer algo mejor y continuar nuestros estudios, era noble. Pero el argumento de mayor peso era incontrastable: el hambre que nos aguijoneaba el estómago a todos. Y comenzamos con las expediciones a la campiña en procura de una vaca. Durante los primeros meses cumplimos con todo el dolor del alma con la entrega de la media res al comando local. Pero la media que nos quedaba era insuficiente para completar nuestra dieta. Acuciados por el mismo argumento que nos obligó a salir a buscar la carne, el hambre, decidimos quedarnos con toda la vaca. No entregarle la media res al comando alemán. Durante un mes, dos, tres no hubo reacción. Pero sí la hubo al quinto. En febrero de 1944 estábamos preparándonos para los exámenes semestrales que estaban próximos. Un sábado por la tarde llegó al instituto un contingente de alrededor de 50 soldados alemanes comandados por un oficial. Traían dos consignas. La primera era implementar un castigo. La segunda exigir el desalojo de las instalaciones del seminario para a ser utilizadas como hospital militar para asistencia de sus heridos de guerra. Habían registrado el incumplimiento de la condición establecida de entregar la media res por cada vaca capturada. Y venían por los culpables.
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Estábamos en clase. Nos hicieron salir de las aulas. Nombraron a cada uno de los integrantes del grupo de captura. Nos apartaron del resto y nos pusieron contra una pared. Quedamos frente al pelotón de soldados. A pocos metros unos de otros. Fue una acción tan sorpresiva y de giro tan drástico que todos quedamos petrificados. Ante la gravedad de la situación quien gracias a Dios reaccionó de inmediato, fue el padre director, Don Manzoni. Pidió demorar lo que parecía una ejecución inminente y envió por el abogado encargado de los asuntos legales del instituto. El oficial aceptó. El abogado llegó a los pocos minutos. Sostuvo con él un áspero diálogo en alemán. Justificó nuestra acción por la escasez de comida y el hambre que soportábamos por la situación bélica y a la impulsividad de nuestra juventud. Logró calmar al militar y arrancarle el indulto ante lo que parecía nuestra pena de muerte. En la situación bélica que se vivía transgredir un convenio con las fuerzas de ocupación era una falta grave que se castigaba con la muerte. El indulto nos encuadraba en la categoría de prisioneros. Por lo tanto, impuso el oficial al abogado, nos enviarían a un campo de prisioneros. Mirando hacia atrás y recordando todo lo vivido y sufrido hubiera sido mejor haber muerto en ése momento. El campo de prisioneros al que fui destinado era el de Buchenwald, en el centro de Alemania. Tristemente célebre porque era un campo de trabajos forzados, de exterminio para ciudadanos judíos y donde se realizaban experimentos médicos con prisioneros. Pero Dios tenía otros planes para mí. Me acuerdo que cuando quedamos frente al grupo de soldados alemanes que debía ejecutarnos, vi que algunos de ellos eran tan jóvenes como nosotros. Y tenían en la mirada tanto miedo como teníamos nosotros. Eramos cinco jóvenes de 18 a 20 años vestidos con sotana y castigados con la pena de muerte, parados ante sus ejecutores de más o menos la misma edad vestidos con uniformes militares, cruzando sus miradas y sus miedos. Claro que Dios tenía otros planes para mí. Pero qué duros que fueron. 2. EL VIAJE A BUCHENWALD. Por orden del oficial alemán fuimos separados del resto de nuestros compañeros, desde ése momento nuestros ex-compañeros de filosofado. Se nos ordenó quitarnos la sotana. Nos entregaron un uniforme parecido a un capote verde, de prisioneros, y fuimos subidos a un camión. Nos despedimos con la mirada y con un ademán de la mano. Miré los rostros pálidos de mis compañeros. Algunos saludaban con un ademán tímido. Otros permanecían rígidos. Nos miraban. Adiviné un rezo en su corazón. Y un abrazo de sus almas dolidas. Alcancé a ver la mano derecha del director, Don Manzoni, bendiciéndonos. Me persigné lentamente. Los miré hasta que se perdieron entre el polvo y la distancia. Pensaba mientras me sujetaba a las barandas del camión que se sacudía por lo áspero del camino y entre los guardias que no nos quitaban la vista de encima. . Dios, adónde me llevan tus planes . . . Fuimos conducidos hasta la estación de Brescia. En el andén y formados en varias filas había una multitud de personas. Muchas eran ancianas. Otras jóvenes y numerosas familias con sus hijos. Todos prisioneros bajo severa vigilancia esperando 33
para abordar los vagones del tren que debía transportarlos. Por indicación de los guardias nos encolumnamos en una aguardando nuestro turno. Perdí de vista a mis compañeros. No sé que pasó con ellos. Ignoro la suerte corrieron. No podía creer lo que me estaba sucediendo. En unas pocas horas mi vida había pasado de la paz del seminario en Nave a ser casi fusilado. Declarado prisionero de guerra y despojado de la sotana estaba viajando ahora a un campo de prisioneros sólo Dios sabía dónde. Fuimos cargados en vagones cerrados. Más que cargados, apilados. Cada vagón tenía un portalón a cada lado y en lo alto un par de ventanas de ventilación. Nos apretaron unos contra otros para transportar la mayor cantidad de prisioneros en cada unidad. Cuando no hubo lugar ni para un alfiler, cerraron sin miramiento los portalones. Quedamos a oscuras. El aire se hizo rápidamente irrespirable. Al principio hubo un gran silencio pero a poco que el tren se puso en movimiento comenzaron los llantos y los gritos, primero de los chicos y luego de sus padres. Luego de los muchos ancianos que viajaban. Nadie sabía adónde nos llevaban. Pero se respiraba, se intuía que muchos no volverían o no volveríamos de ése viaje. Rezaba, rezaba y rezaba en medio del dolor, el llanto y la desesperación contagiosa de mis compañeros de viaje. Sentía el aliento y la presión de los que me rodeaban. Y el olor de sus cuerpos pegados al mío. No sé cuántos éramos. De seguro muchos más de los que podían caber en el vagón. Para poder respirar buscaba ampliar mi espacio empujando con los codos. Ignoraba en ése momento que viajábamos hacia Trento, 250 kms. hacia el norte, rumbo a la frontera austríaca. Era tan oscuro el interior del vagón que no sabíamos si afuera era de noche o de día. La asfixia que comenzamos a experimentar nos obligó a tratar de abrir alguna abertura para ventilar el ambiente enrarecido. Algunos intentaron abrir los portalones. Estaban bloqueados. Otros fueron subidos en hombros de los que estaban cercanos hasta alcanzar las ventanas. Lograron abrirlas. El aire helado fue un alivio. Muchas personas comenzaron a desmayarse. O a morirse. No lo sabía en ése momento. Lo que supe de inmediato fue que las que para su desgracia caían, morían pisoteadas por los que permanecían de pié. Su agonía y muerte eran espantosas. El vacío que dejaban en el grupo era inmediatamente ocupado por otro. Y eso era lo terrible. Tenían que morir para que los vivos tuviéramos un poco más de espacio. Y los cuerpos eran arrastrados y amontonados en los rincones del vagón para evitar tropezar y enredarse con ellos en el medio. Semejante drama comenzó a desarrollarse en las primeras horas del viaje. La suerte y la resistencia física determinaban quién vivía y quién moría. Varias horas de viaje y de agonía después y entrando en Trento, el convoy se detuvo. La estación estaba siendo bombardeada. Los aliados buscaban quebrar la logística del ejército alemán bombardeando y destruyendo caminos, vías férreas y estaciones de ferrocarril. Trento estaba en ésos momentos bajo fuego aéreo. Por un momento creímos que los alemanes abrirían los vagones para permitirnos salir y salvarnos. No hubo tal gesto de piedad. Nos dejaron dentro de los vagones librados 34
a nuestra suerte. Desgraciadamente y a pesar de nuestros rezos porque una bomba nos alcanzara y terminara con semejante infierno, la suerte jugó contra nosotros. Nos salvamos. Muchos kilómetros después de Trento hacia el norte entramos en Austria por Innsbruck. Cada mañana abrían el portalón del vagón y nos alimentaban, entre comillas, arrojando una bolsa de pan por lo general duro. La lucha desesperada que se producía entre nosotros por un mendrugo era espantosa. Algunos alcanzaban un pedazo de pan. Otros la muerte en el forcejeo. Cómo afloraban el atavismo y el instinto de conservación. Habíamos retrocedido a la época del hombre de Cromagnon. Sin miramiento, piedad ni remordimiento. La única instancia era sobrevivir. La sed nos obligó a beber nuestra propia orina. La poca que nuestros cuerpos podían producir carentes de líquido. Trato de ceñirme al recuerdo más fiel posible. Lo más fiel que me permite mi memoria de aquella circunstancia tan desgraciada. Y pido disculpas por lo crudo de la descripción. Convivíamos con los cadáveres de nuestros compañeros de viaje que seguían amontonándose en los rincones. Y hasta en algún momento deseé la misma suerte. Se habían liberado. Su sufrimiento había concluído. Nosotros, con nuestra suerte a cuestas, seguíamos viviendo. En medio del olor y acumulación de nuestras propias heces. Del hedor de algunos cuerpos que habían comenzado a descomponerse. En las estaciones donde el convoy se detenía nuestros captores no retiraban los cadáveres. No nos permitían limpiar los vagones ni la posibilidad de un mínimo aseo. Nunca imaginé que podría el ser humano alcanzar tal nivel de degradación para poder sobrevivir. Vaya si era fuerte el instinto de supervivencia en aquellos días. Yo mismo me veía luchando, empujando, disputando con violencia por un pedazo de pan. Tanto que en una oportunidad, sin poder alcanzar un mendrugo me tuve que conformar con un pedazo de arpillera que arrebaté a un compañero de infortunio. Porque en sólo dos o tres oportunidades durante el viaje pude alcanzar un pedazo de pan. El hambre y la sed me devoraban. Mis 19 años de juventud estaban siendo puestas a dura prueba. Al principio me sorprendió mi propia conducta. Mas me sorprendió que pasara a ser, entre comillas, normal. Me preguntaba dónde estaba todo lo aprendido, meditado, leído, incorporado a lo largo de tantos años de seminario, noviciado, filosofía y tantas lecturas. . Dónde estaba mi alma . . . Me interrogaba para qué tipo de misión estaba siendo preparado frente a la magnitud de las pruebas, porque así las consideraba, a que estaba siendo sometido por la voluntad de Dios . . . Dónde estaba Dios ante tanto desquicio y sufrimiento. Miraba mis manos sucias; me molestaba el olor fuerte y desagradable que exhalaba mi cuerpo traspirado y sucio, mi ropa convertida en harapos. Me resistía a creer que ése era yo. Siempre fui pobre, pero limpio y digno. Una limpieza esmerada de cuerpo y ropa que eran parte de aquella dignidad.
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No entendía que el alma de un ser humano pudiera albergar tanto odio. Tanta crueldad. Tanta falta de compasión para con sus congéneres, como el alma de nuestros captores y verdugos. Me preguntaba y le preguntaba a Dios cómo el hombre, creado a su imagen y semejanza podía ser tan brutalmente despiadado. Comparándolo con el infierno que yo vivía en ése momento, creo que el Dante se quedó muy corto en la descripción del Infierno de su Divina Comedia. No teníamos noción de dónde estábamos. Hacia dónde íbamos. Qué nos esperaba ni cuál sería nuestro destino. Hoy relato mirando en retrospectiva. Cruzamos territorio austríaco e ingresamos en Alemania. Como podía iba registrando y numerando los días de aquella odisea. Cada mañana nos arrojaban una bolsa de pan duro. Desde ahí contaba cada día. Cuando mi cuenta indicaba como 14 o 15 días de viaje, el tren se detuvo y por más tiempo del que solía hacerlo. Escuchamos voces de órdenes y gritos. A los pocos minutos comenzaron a soltar las trabas de uno de los portalones. Aguardamos con una mezcla de expectativa, angustia y miedo. Creo que el corazón se me detuvo. Finalmente el portalón fue abierto. La luz del día iluminó el interior del vagón. Era muy fuerte. Cerré instintivamente los párpados para proteger mis ojos. Y pude respirar aire puro. Recién en ése momento pude, pudimos ver, el lugar en el que habíamos viajado y sobrevivido. La fetidez de los cuerpos muertos que viajaron con nosotros y de los excrementos acumulados a lo largo del trayecto. Nos obligaron a bajar. A gritos, empujones y golpes. Los músculos atrofiados por la obligada inmovilidad no respondían. El salto del vagón al andén fue doloroso y violento para la mayoría. Ni hablar de los ancianos y mujeres sobrevivientes. Chicos no habían quedado. Habíamos llegado a Buchenwald. Ese iba a ser mi, entre comillas, internado durante los próximos 14 meses de mi vida. Después que los sobrevivientes bajamos del vagón, un grupo de prisioneros de aspecto famélico vestidos con uniforme a rayas grises y blancas, que nos sería impuesto a poco de ingresar, se encargaron de bajar los cadáveres. Arrimaron un carro y los descargaron arrojándolos desde el vagón. Después limpiaron los vagones. Mientras miraba el sacrilegio de profanación de la vida, pensaba que ésos cuerpos tan maltratados habían contenido un alma. Fueron personas llenas de vida, propuestas, afectos, rodeadas de sus seres queridos con los que construían sus proyectos de vida. Rumbo a su última morada, arrojados a un agujero cavado en la tierra como fosa común. Cal y tierra por encima hasta cubrirlos totalmente como para borrar del mundo su existencia. Ni una leyenda con el clásico que descanse en paz. Ni una cruz para cubrir su tumba. El hombre lobo del hombre. Verdugo del hombre con tanto desprecio por la vida. Jugando a ser dios, así con minúscula, destruyéndola. Porque el Dios con mayúscula crea, ama y exalta la vida. Ese era mi Dios a cuyos designios y voluntad me sometía y a cuya fe me aferraba. Ahora casi con desesperación. El espectáculo fue muy triste. No pudimos sustraernos al llanto y la congoja que nos produjo. Subimos al tren todos juntos. Vivos. Cada cual cargaba su cuota de miedo pero con una recóndita esperanza de vida. Ahí entendimos que la muerte que nos 36
había acompañado durante el viaje de ida, en el campo conviviría con nosotros durante cada minuto de cada uno de los días que pasáramos en ése internado. Que en mi caso no era precisamente el filosofado. Por eso lo he llamado internado. Desde ése momento nuestra vida quedó en manos de Dios. Si nos llegaba el momento nuestra muerte sería en solitario. Tal vez nos acompañaría la lágrima de algún compañero de cautiverio, o ninguna. En adelante seríamos un número. Me señalaron con el1410. Para mis captores ésa sería mi identidad. Los que se habían adueñado mi vida. Ignoraban que Dios tenía otros planes para Juan Corti. Y en ésos planes mis captores serían el instrumento de Dios para moldear mi carácter en el sufrimiento. La fragua para templar el acero de mi alma. Y como dije antes, a veces la fragua calentaba demasiado.
3. HISTORIA DEL CAMPO DE CONCENTRACION DE BUCHENWALD. Buchenwald fue uno de los konzentrationslager, como llamaban los alemanes a los campos de concentración. En teoría pensados para reeducar mediante el trabajo a los considerados elementos subversivos, fueron creados y distribuídos por toda Alemania. Convertidos después en campos de trabajos forzados, fábricas de armamento y herramientas de exterminio para proteger, decían, al pueblo y al estado de todo lo que era señalado por el régimen nacionalsocialista como parásito del pueblo alemán. Quien pensara distinto o fuera judío, gitano, homosexual; profesara una religión cuyo credo contrariara algún postulado oficial o desarrollara cualquier actividad que incomodara al nazismo, se hacía merecedor a condena y apartado de la sociedad. La condena era la internación en uno de éstos campos. Buchenwald fue construído a 6 kms. de Weimar, en el estado de Turingia, centro de Alemania, y puesto en servicio en julio de 1937. Hasta 1945 pasaron por sus instalaciones alrededor de 250.000 prisioneros. Mas de 60.000 murieron en sus instalaciones, sepultados en fosas comunes o cremados. Estaba rodeado por una alambrada de púa electrificada y custodiado por 22 torres provistas de reflectores y guardias armados con ametralladoras. La teoría de la reeducación consistía en el trabajo forzado de los prisioneros en una cantera cercana, en la fábrica de armamento o en la producción agrícola. Sus jornadas eran de 16 horas, mal alimentados y sometidos a un rendimiento máximo. Eran mano de obra de costo cero. Había barracas para prisioneros políticos, prisioneros comunes y otras para judíos y gitanos. Las expectativas de vida para la mayoría de los internados eran muy reducidas. Al cabo de pocos meses se convertían en lo que llamaban en el campo un muselman. Un cuerpo humano extenuado y tan débil que apenas podía moverse. Entonces el final era inminente. Entre 1940 y1942 se construyeron las instalaciones del crematorio. La cámara de gas y dos hornos, destinados a la eliminación de los judíos que ingresaban al campo y de los cuerpos de los prisioneros que morían extenuados.
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La cámara era una gran sala equipada con duchas donde ingresaban los condenados para recibir, según se les informaba, un baño y tratamiento de desinfección. Debían desvestirse y dejar sus pertenencias en una sala anexa que hacía de vestidor. Una vez adentro se clausuraba la sala y se descargaba el gas tóxico. En los 30 minutos siguientes estaban todos muertos. Los cuerpos eran sometidos a una revisión final para extraérseles cualquier objeto de valor. Hasta los dientes si eran de oro. Luego los cremaban. Una gran chimenea expulsaba el humo denso y los gases de la combustión de los crematorios a la atmósfera. Entre 1940 y 1942 se cremaron más de 30.000 prisioneros. Entre 1941 y 1943 funcionó una instalación llamada Sala del tiro en la nuca, donde eran asesinados los prisioneros de guerra soviéticos. Fueron ejecutados más de 8.000. En una de sus instalaciones se realizaban experimentos médicos. Se infectaban grupos de prisioneros seleccionados por etnias, gitanos o judíos, con cepas de tuberculosis, tifus u otras patologías para obtener vacunas. El hacinamiento en que vivían propagaba rápidamente las enfermedades multiplicando el sufrimiento de los internos y su muerte. El trato inhumano, los trabajos forzados, los experimentos médicos y las cámaras de gas formaban parte de las herramientas de exterminio utilizadas en los campos de concentración; destinados originalmente a la reeducación de los internos separados de la sociedad, por considerarlos el régimen subversivos y parásitos del pueblo alemán. Dibujo a mano alzada y hasta piadoso de lo que era el campo de concentración de Buchenwald o campo de hayas por estar cercano a un bosque de hayas, al que había sido destinado y en el que viviría sus siguientes 14 meses el prisionero italiano Juan Corti y sus compañeros de infortunio.
4. EN BUCHENWALD. LLEGADA E INTERNADO. Tras descender de los vagones nos formaron en doble fila en los andenes para recorrer la distancia que separaban la estación de Weimar del campo de Buchenwald. Recién ahí nos enteramos que ése era nuestro destino. El estado en que nos encontrábamos todos era lamentable. Sucios, macilentos, barbudos, vistiendo harapos. Desesperados. Había perdido mucho peso por los 15 días de viaje y ayuno obligado. Algunos de los prisioneros todavía aferraban alguna valija con sus pocas pertenencias. Era todo lo que les quedaba de lo que había sido su vida. Los alemanes habían construído un camino desde la estación hasta el campo, al que llamaban ´´carachoweg´´, que significa ´´camino al carajo. ´´(1) Flanqueados por los guardias recorrimos ése camino, cuya denominación era una dramática metáfora, hasta la entrada al campo. En el frente había una inscripción en alemán que decía: . JEDEM AS SEINE que significa . . A CADA CUAL LO SUYO . . Yo había viajado con la ropa que tenía en el seminario de Nave. Despojado de la sotana sólo vestía pantalón, camisa, medias y zapatos. Carecía de abrigo. La ropa y calzado estaban hecho girones. Temblaba de frío. Febrero allá es tiempo de mucho frío. 38
Cada paso hacia el campo se me hacía muy difícil. Me pesaban el cansancio, el hambre y una dolorosa debilidad. Era muy amargo caminar hacia un destino al que sabía cruel y penoso. Me sentía huérfano. Abandonado. Rezaba con desesperación pero no encontraba a Dios. Miraba al cielo y preguntaba . . mira dónde estoy Dios. . . . dónde estás Tú . .? Tenía la impresión de sentir la muerte pisándome los talones. En realidad la muerte rondaba alrededor de cada uno de los prisioneros que con paso lento caminábamos hacia el campo. La habíamos sentido, cada cual a su manera durante todo el viaje. La habíamos visto en los cadáveres apilados en el fondo del vagón. A media tarde cruzamos el gran portón de entrada. Nuestros guardias no se caracterizaban por su urbanidad y buenas costumbres. Nos ordenaban a los gritos y en alemán. Cuando una orden no era ejecutada su reacción inmediata era el empellón o el golpe. Entramos en unas barracas enormes. Nos ordenaron dejar todas nuestras pertenencias y desvestirnos. Recibimos el uniforme, camisola y pantalón a rayas gris y blanco y unos zuecos de madera que vestimos y calzamos de inmediato. Para mi cuerpo de ése momento era muy grande. Luego nos raparon y con el cabello cayó el último vestigio de lo que habíamos sido. Cada uno recibió un número de prisionero. Dejé de ser Juan Corti para ser el número 1410. Recuerdo que me miré. Me resistía a creer que fuera yo. Gracias a Dios no había espejos. No hubiera tolerado mi nueva imagen. Luego nos entregaron la vajilla. Plato y jarro de aluminio. Cuando nuestro contingente estuvo listo, vestido a rayas, calzado con zuecos y rapado, nos condujeron a lo que sería nuestro dormitorio. Otra edificación tipo barraca, con muchas hileras de literas superpuestas de a cuatro, de madera, con un frazada raída y sin almohada. Hacía o yo sentía mucho frío. El traje a rayas era de tela liviana. No protegía del frío. A los gritos y con gestos duros nos ubicaron en cada litera. Después aprendimos de los que tenían cierta antigüedad a usar el plato de aluminio en el que comíamos, de almohada. Algo donde apoyar la cabeza.
(1) El carajo era una barquilla situada en la parte más alta del palo mayor de los antiguos navíos a vela, donde se instalaba el vigía para otear el horizonte buscando otros navíos o la cercanía de tierra. También servía para castigo. El marino castigado era enviado por horas y hasta por días al carajo. La amplitud del movimiento lateral del barco o rolido mareaba completamente al marinero y hasta ponía en peligro su vida. En la jerga marina mandar al carajo significaba el castigo más duro y lejano.
. Siempre en alemán un carcelero SS ( 2 ) nos informó sobre horarios y reglamentos. Al día siguiente nos asignarían los trabajos. Cantera, fábrica de armamento o agricultura. Uno de los nuevos compañeros con cierta antigüedad en el campo nos tradujo el discurso. Se nos ordenó acostarnos de inmediato. Sin cena. Me dolía el hambre en el estómago. Más acosté como pude y vestido. No sabía cómo acomodarme en la dureza de mi litera. Me cubrí de la mejor forma. Recuerdo que me acurruqué para que la frazada me envolviera porque el frío era intenso. Había puesto el plato de aluminio como almohada. Era muy duro. Lo saqué. Durante todo el cautiverio me acostumbré a dormir con la cabeza en la madera.
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La desesperación y la angustia me sobrepasaron y lloré. Sentía a mis compañeros pasar por el mismo trance. Lloré hasta que el cansancio me venció y me quedé dormido. Me despertó la estridencia del sonido de la sirena. Era el despertador del campo. Se encendieron las luces. Después supe que sonaba a las 4 de la madrugada. Tras la sirena los gritos de los carceleros me ubicaron. El primer vestigio de conciencia me impuso que no estaba en el instituto de filosofía. En lugar del clérigo asistente que allá recorría el dormitorio vi a nuestros cancerberos (3) de uniforme vociferando órdenes. Como pudo cada cual bajó de su litera y se alineó para ser contado. Tampoco nos esperaba el desayuno. Sí una catarata de órdenes indicando el lugar y el tipo de trabajo que se había dispuesto para cada prisionero. Unos fueron enviados a la cantera. Otro grupo a la fábrica de armamento. El tercero, del que pasé a formar parte, al campo para tareas agrícolas. Una hora después cada grupo partió para su trabajo. Nos volveríamos a ver 16 horas después. Ese sería nuestro cada día en el campo. Nuestra jornada de trabajo. Una sola pausa para una sopa de agua caliente, cuando llegaba caliente, con algunos fideos o arroz y un pedazo de pan, generalmente duro y cuando había, como única comida del día. Sin domingos ni feriados. Los 365 días del año o hasta que la muerte se acordara un día de nosotros. Amanecer de madrugada, limpiar y ordenar el lugar de cada uno en la barraca, dicho en término doméstico hacer la cama, ordenar y limpiar el dormitorio; formación. Marcha al trabajo; labor agobiante, en mi caso en el campo y al descubierto con frío o calor según la estación. Cuando llovía enterrados en el barro o ateridos de frío cuando nevaba o helaba porque salíamos igual pese a lo inútil del trabajo. La espera de la comida que marcaba la mitad de la jornada. Cuando caía el sol regreso al campo, formación para recuento de prisioneros que podía durar horas. Y una orden tajante para ir a la cama. El aseo era mínimo. Y a las 4 de la mañana siguiente la estridencia de la sirena, los gritos y todo volvía a empezar. Esa era la rutina del campo de concentración. (2) SS: schutzstaffel, escuadrón de defensa. Tropa que custodiaba y administraba los campos. Eran extremadamente crueles con los prisioneros. (3) cancerbero: guardián de la puerta del Hades, el inframundo en la mitología griega. Llamado el perro de la puerta de Hades. Aseguraba que los muertos no salieran y los vivos no entraran. Monstruo de tres cabezas y cola de serpiente.
Y cuando comenzaron a transcurrir los días, el acostarnos y sentir el dolor de ver literas vacías que sus ocupantes no volverían a usar. Serían un cuerpo más en una fosa común o un montón de ceniza en uno de los hornos del crematorio. Dolía mucho aunque fueran personas a las que habíamos visto y tratado muy poco. Eran seres humanos. Nuestros compañeros de infortunio. O cuando en la madrugada algunos no volvían a levantarse. Habían dejado de existir. O mejor dicho de sufrir. Su infierno había terminado. Recuerdo que, aun sabiendo que no era propio sentirlo, los envidiaba. Cuatro gritos después entraban un grupo de ´´kapocomandos´´ que recorrían las literas retirando sin miramiento los cuerpos de los infortunados o afortunados que habían partido. Kapocomando se llamaba a los prisioneros que accedían a cumplir tareas auxiliares en el campo, generalmente las 40
peores como la de ocuparse de los cadáveres, para atenuar la dureza del tratamiento. Era una manera de sobrevivir. No los despreciaba. Tampoco los odiaba. Me inspiraban lástima y rezaba por ellos. La presencia de mis carceleros en cambio me revolvía el estómago. Aunque me lo propusiera no podía impedir sentir un fuerte rechazo. Jugaban a ser dios con nuestras vidas en sus manos. Se sentían poderosos. Se divertían. Disfrutaban con nuestro miedo. Recuerdo que trataba pero no me salía ninguna oración por ellos. Tampoco hacía mucho esfuerzo. Buscaba con desesperación aferrarme a mi fe. Ayuda para soportar la prueba a que estaba siendo sometido y no caer en el infierno del odio hacia mis carceleros. La insistencia de mis oraciones desesperadas llegaron a Dios y trajeron alivio. Y una circunstancia milagrosa. Un día, en uno de los pocos momentos que disponíamos para hacer, entre comillas, vida social, descubrimos que uno de los prisioneros era sacerdote. Yo le conté de mi condición se seminarista. Nuestras charlas se hicieron frecuentes. En una de ellas nos sugirió guardar algunos pedacitos de pan y juntarnos a alguna hora de la noche. El los consagraría y podríamos comulgar. Y así fue. Esa comunión más o menos frecuente fue la respuesta de Dios a mis ruegos desesperados. Mi fuente de energía. Me dio la fuerza para soportar el trabajo extenuante; el dolor. Dejar de envidiar a los muertos y ayudar a los vivos cuando podía. A mis carceleros comencé a verlos como pobres almas atormentadas viviendo su propio infierno, merecedores de lástima. Hasta me animé a rezar alguna oración por ellos. Los días se hicieron meses. Los que habíamos sobrevivido hasta ése momento éramos un saco de piel y huesos envueltos por un mugriento, la palabra sucio no lo definía, y harapiento uniforme. Las literas se desocupaban. Se volvían a ocupar. Volvían a desocuparse y a ocuparse en una sucesión constante de vivos y muertos. Iba entendiendo el alemán. No necesitaba traductores. Aquellos prisioneros antiguos que estaban cuando llegamos, que nos traducían y ponían al tanto del funcionamiento del campo habían muerto. Los antiguos ahora éramos nosotros. Y les traducíamos y poníamos al tanto a los ingresantes de cómo era el juego. El juego de la vida y de la muerte en la, entre comillas, residencia de Buchenwald. 5. EL ESCAPE. La vida en el campo se degradaba cada día a niveles que nunca hubiera imaginado. Era denigrante vivir convertidos en piltrafa. Seguir sometidos a tal nivel de vejámenes para extender la vida un día más, unas horas más, no tenía sentido. Ni siquiera teníamos la esperanza de salir vivos algún día de semejante infierno. Era la fuerza del instinto de supervivencia que se aferraba a la vida a cualquier precio. Al fin y al cabo era lo mismo morir en el campo, en la cantera o en la fábrica de armamento que con una bala en el cuerpo por intentar escapar. Cada anochecer nos acostábamos viendo y hasta presintiendo sin equivocarnos qué acompañantes de infortunio no despertarían. Cada amanecer sentíamos el traqueteo chirriante del carro tirado por los kapocomandos y presenciábamos cómo los despojos eran transportados rumbo a las fosas siempre abiertas o a los hornos crematorios. Era 41
demasiado para lo que quedaba de nosotros como seres humanos. La razón y el alma muy lastimados habían terminado por rebelarse. La diferencia estaba en morir sometido y humillado en el campo a morir en el intento de escape pero recuperando la dignidad. No recuerdo cuándo ni cómo comenzó a nacer la idea de escapar del campo. Parecía imposible frente a las alambradas electrificadas con centenares de voltios. La veintena de torres equipadas con reflectores y guardias con ametralladoras. El conteo diario de prisioneros al regresar del trabajo. La vigilancia era muy estricta. Nuestros carceleros sabían que se jugaban la cabeza ante un escape. Y no estaban dispuestos a perderla. Sí y llegado el caso a que fuéramos nosotros los perdedores. Tampoco conocíamos los alrededores. Ni cómo podríamos valernos o qué ayuda podríamos recibir una vez afuera, si lográbamos escapar. Había en la población del campo una especie de tradición oral de que en muy pocas oportunidades se había intentado un escape. Casi siempre sin suerte. No recuerdo que los guardias nos hubieran advertido alguna vez sobre la intención de escapar. Tan seguros estaban de la imposibilidad de saltar el cerco. Con algunos compañeros y con extrema prudencia comenzamos a mencionar la posibilidad de escapar. Sopesábamos que permanecer significaba mas temprano que tarde y visto como éramos tratados y maltratados, una muerte segura. Escapar también entrañaba el riesgo de morir en el intento. Perdido por perdido convinimos que valía la pena intentarlo. La sola idea se convirtió en una esperanza y una fuerza de vida que creíamos perdida. Sentía que estaba recuperando mi dignidad. Que volvía a ser yo, Juan Corti. Doblé la cantidad de mis rezos. Recuerdo que una de mis oraciones era . . Dios, si de veras estoy signado para una misión especial en mi vida, dame una señal. Ayúdame a salir de ésta . . . Con mucho tacto y prudencia para no levantar sospechas nos fuimos reuniendo los cinco comprometidos. En cuanta oportunidad se nos presentaba recorríamos cada cual por su lado algunos sectores del campo. Me acuerdo que referenciaba y memorizaba cada lugar que veía como posible. Cuando nos juntábamos intercambiábamos la información. Comienzos de 1945. Habían transcurrido poco más de un año de cautiverio. Desde hacía un par de meses veníamos trabajando en el proyecto de escape. Las cuestiones que debíamos definir con urgencia eran . . cuándo, cómo y dónde. Finalmente y urgidos por la situación desesperante que vivíamos encontramos el cómo y el dónde. Un lugar estrecho entre la cerca y una de las barracas, cuya estructura podría ocultarnos de los guardias. Ahí la tierra estaba húmeda y blanda. Cavaríamos debajo de la cerca lo suficiente para deslizarnos. Una vez iniciado el escape las acciones no tendrían retroceso. Deberíamos cavar en pocas horas lo suficiente para pasar por debajo de la cerca. Y una vez afuera correr para escondernos si era posible bajo tierra, porque vendrían por nosotros ni bien advirtieran nuestra ausencia. Recordé la frase de César al cruzar el Rubicón . . Alea jacta est. La suerte está echada. Cuando nos decidimos y comenzamos a excavar la desesperación nos dio una 42
fuerza que no imaginábamos. Recuerdo que yo cavaba y cavaba con las manos y con el plato de aluminio. Transpiraba pese al frío pero no sentía cansancio alguno. Tampoco miedo. Mientras cavaba rezaba pidiendo a Dios algún signo.. Una señal o algo que me indicara que estaba en el camino correcto. Pensaba en lo que podía conseguir si tenía la fe del tamaño de un grano de mostaza, como lo había expresado Jesús en una oportunidad. Hoy pienso en ésos momentos y caigo en la cuenta de que aquella fuerza desesperada era la fuerza del instinto de conservación mas la desesperación. Tenía a Dios enfrente indicándome el camino y la muerte detrás pisándome los talones. Me pareció como una señal. Dios me empujaba hacia delante. La muerte me recordaba que no había retroceso. Unas horas después nos deslizamos por debajo de la cerca. Yo fui el último en salir. Agradecí en el fondo de mi alma mientras nos arrastramos hasta alejarnos de la cerca, levantarnos e intentar comenzar a correr. No sé cómo hicimos para cavar con tanta fuerza, escapar y correr si éramos despojos humanos. Exhaustos. Pienso y no puedo explicármelo. Sí recuerdo el esfuerzo que nos costaba cada paso. Cuánto más nos costaba correr. Sin embargo debimos haber corrido tanto como fue necesario para poner distancia del campo y sus carceleros. Tampoco qué distancia ni cuánto tiempo corrimos en medio de la noche. Tropezando, cayendo, levantándonos. Los cinco corríamos o caminábamos en fila, a corta distancia para no perder contacto. Teníamos que librarnos de los uniformes de prisioneros. O todo el esfuerzo habría sido en vano y a poco estaríamos muertos. El que yo tenía puesto había pertenecido a un compañero muerto unos días antes en el campo. El siguiente paso era dónde conseguiríamos ropa para quitárnoslo. Creo que Dios nos guiaba porque prácticamente dimos con una casa. Nos detuvimos. Qué hacemos . . . Golpeamos y pedimos ayuda o seguimos. Nos podían recibir y ayudar como denunciar y ése sería nuestro fin. Era imperioso quitarnos los uniformes. Y tanto o más imperioso comer algo. Lo que fuera. Y descansar. Las fuerzas que la desesperación nos había proporcionado para la primera etapa del escape se habían acabado. No sabíamos qué hora de la noche o de la madrugada era. Sólo que estábamos extenuados. Recuerdo que pensé y dije a mis compañeros. . si Dios puso ésa casa delante es para ayudarnos. Yo voy y golpeo. Fui. Golpée. Insistí varias veces hasta que escuché pasos y voces preguntando. Entendí y respondí las preguntas. En el poco más de un año en el campo había aprendido el idioma alemán como para desenvolverme. Le expliqué a la mujer que nos atendió que éramos prisioneros fugados del campo de Buchenwald. Les pedí ayuda. Algunas ropas para cambiarnos y si era posible algo de comer. En silencio nos hicieron pasar hasta un establo detrás de la casa. Quedamos solos. Tardaron en volver. Temblábamos temiendo lo peor hasta que, para nuestro alivio volvieron. Nos trajeron algunas prendas de distintos tamaños que intercambiamos de acuerdo a nuestras medidas. Aunque los cinco éramos piel y huesos. Algunos quedamos vestidos. Otros a medio vestir.
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Pero pudimos sacarnos el uniforme. Hasta nos proporcionaron varios pares de zapatos viejos. Algunos grandes. Los rellenamos con paja y calzamos igual. Destrozamos con saña los uniformes sucios, raídos, llenos de piojos. Hicimos un bulto con los harapos y los zuecos de madera para enterrarlos en alguna parte. Nos trajeron unos cubos de agua para asearnos y unos trozos de jabón duro. El agua estaba muy fría pero igual nos lavamos las manos y la cara. A poco nos trajeron de comer. No sé qué era. Pero era la primera comida decente que probábamos en más de un año. Comíamos y llorábamos. Ahora recuerdo que uno dijo . . por fin Dios se acordó de nosotros. No tuvimos en cuenta que después de tanto tiempo de dieta forzada nuestros estómagos habían olvidado la comida y nuestro sistema digestivo se había achicado. No comimos. Tragamos. Nos dolió desde el estómago hasta la última porción de intestino. Pero éstos eran dolores de la vida, no los aguijonazos de muerte del hambre. Le pedimos a la dueña de casa que nos permitiera pasar ésa noche hasta la siguiente porque no podíamos continuar durante del día. Dudaron pero terminando aceptando. Nos preparamos unos montículos de paja y nos echamos sobre ellos. Los dueños de casa nos taparon con el resto de la paja y soltaron los animales alrededor. No he dejado de recordar y orar en cada ocasión por aquella gente que se jugó la vida para ayudarnos. Si nos descubrían ellos morirían con nosotros. Era nuestra primera noche fuera del campo de concentración. Nuestra primera comida decente. Nuestra primera cama fuera de las literas de madera. Sin compañeros de infortunio dolientes ni cadáveres a nuestro alrededor ni olores nauseabundos. Tampoco nos despertaría la estridencia de la sirena. Ni el ruido del carro de los kapocomandos retirando los cadáveres de los que habían muerto durante la noche. Me hice eco del dicho de mi compañero. . . Dios, por fin te acordaste de nosotros . . . y nos quedamos dormidos. Agobiados por la tensión de las últimas horas dormimos todo el día siguiente. Nos despertamos sobresaltados por unos ruidos en el establo. No nos atrevimos siquiera a movernos. Temimos lo peor. Miramos por entre la paja y nos volvió el alma al cuerpo. El día había terminado y estaban entrando los animales. Ya de noche nos levantamos. Comimos lo que nos habían dejado. Guardamos y nos repartimos el sobrante para el camino. El problema siguiente era cómo cruzar medio territorio alemán viajando de noche para llegar a Suiza. Nos instruyeron cómo orientarnos. Qué podríamos comer y beber y dónde y cómo conseguirlo. Agradecimos con el corazón la ayuda de la familia alemana. Nos despedimos y partimos en silencio. Habíamos percibido su odio al régimen nazi que los había llevado a una guerra insensata en la que habían perdido buena parte o toda su vida. Entendían la insensatez y crueldad de nuestro cautiverio. Y comprendimos el porqué de su ayuda. Nos sentíamos distintos. Habíamos lograr escapar del horror del campo. Estábamos libres. Pero debíamos luchar y mucho para asegurar la libertad tan ansiada. Frente a lo vivido nos dimos cuenta que la libertad no tiene precio. Y cómo se la reconoce y ansía cuando se la pierde. La libertad o lo que el humano reconoce como libre albedrío es un bien de Dios.
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En nuestro interior había una fuerte mezcla de esperanza, expectativa y miedo por lo que nos faltaba hacer para poder aferrarnos a la libertad. Yo veía la mano de Dios a cada paso. Sentía cómo iba aumentando mi fe en El. Tanto la sentía que había asumido el liderazgo y motorizaba las acciones de mis compañeros. Los sostenía y empujaba cuando su fuerza flaqueaba. No sé si mi fe había crecido hasta el tamaño de un grano de mostaza. Pero en mi mente y mi alma existía la certeza de que llegaríamos a Suiza. No tenía duda alguna. Yo mismo me sorprendía de lo que seguro que estaba. Buscábamos bosques o zonas de vegetación alta para guarecernos y pasar la noche. Hacía mucho frío. Masticamos cien veces cada bocado de la comida que llevábamos para estirarla. Hasta que se terminó. Era marzo de 1945. No podíamos saber que la guerra estaba terminando con la Alemania nazi retirándose en todos los frentes. Nuestra situación era comprometida y extremadamente precaria. Caminar de noche ignorantes de dónde nos encontrábamos. Sin comida. Con escasa ropa para protegernos del frío. Obligados a extremar nuestro esfuerzo sobreponiéndonos al cansancio y al hambre era muy duro. Y cuando la situación se hacía insostenible golpeábamos en alguna granja. Sorteada la desconfianza natural con sus moradores siempre, con poco o con más, fuimos ayudados. Pero el hambre que nos aguijoneaba nos hacía buscar lo que era posible. Lo que fuera. Algunas veces castañas y muchas pero muchas veces el hambre nos obligó a comer ratas o cuanto animalito se nos cruzara. Nos costó vencer el asco y la repulsión naturales pero era eso o la muerte por inanición. Entonces que fuera eso. Hasta que nos acostumbramos. En éstas situaciones es cuando se entiende aquello de que la necesidad tiene cara de hereje. Y vaya si la tenía. Noche a noche y kilómetro tras kilómetro fuimos avanzando en nuestro camino. A veces, cuando las circunstancias nos parecían propicias comenzábamos a caminar con las últimas luces del día. Así le ganábamos unas horas a la noche y avanzábamos un poco más. Cuando veíamos alguna patrulla militar o escuchábamos ruido de vehículos nos arrojábamos al suelo o nos escondíamos como podíamos. Habíamos aprendido a reconocer el tipo de vehículo por el ruido del motor. Si eran livianos o pesados. Cuando se trataba de un tanque el ruido era muy fuerte y el piso temblaba. Pienso en la increíble y dramática aventura que vivimos. Primero el escape. Después cruzar media Alemania de noche a tientas, sin conocer el terreno. Esquivando pueblos para evitar ser descubiertos. Miro sobre el mapa la distancia recorrida y caigo en la cuenta de que por lo menos fueron 700 kms. El clima era duro. Aprovechábamos las noches cerradas y hasta con lluvia porque nos favorecían. Nos parecía que eran menos las chances de que nos descubrieran. Calculo que habrían transcurrido un par de meses desde nuestro escape. Me acuerdo la emoción que experimentamos cuando unos campesinos nos respondieron que las montañas que teníamos enfrente eran la frontera con Suiza. Nos abrazamos. Lloramos. Yo caí de rodillas dando gracias a Dios por su guía. Por su ayuda.
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Mis compañeros mi imitaron. Se arrodillaron y rezamos todos juntos. Después nos quedamos en silencio en largo rato. Creo que cada uno pensaba en sus afectos. En su casa. En todo lo que habíamos dejado obligados por la guerra. Pensaba que ésta vez no me correspondía aquella frase de Jesús a San Pedro diciéndole . . hombre de poca fé, porqué dudaste . . . Esta vez no había dudado. Y por no dudar me había mantenido sobre la superficie del agua. Había salvado mi vida. Nos habíamos salvado los cinco aventureros escapados de Buchenwald. La respuesta a Qué o Quién nos había mantenido en la dirección correcta ayudándonos a sortear cada uno de los obstáculos que en la oscuridad se nos antojaban apocalípticos, para mí era una sola. La ayuda de Dios. Cómo no iba a tener fé. Cómo no voy a tener hoy fe en Dios. Todo lo que pasé fue la fragua de Dios preparándome para lo que hice después aquí en Comodoro Rivadavia. Esto, comparado con aquello donde jugaba la vida a cada minuto, si bien muy trabajoso y sacrificado, fue mucho más fácil. Allá tenía sólo la ayuda de Dios. Acá la ayuda de Dios y la de la comunidad. Aunque mirando para atrás creo que las pruebas a que fui sometido para la tarea que me esperaba acá fueron algo excesivas. Pero fueron la voluntad de Dios. Y El sabrá porqué. Tal vez las ratas y otros animalitos que comí durante el escape me dieron mucha de la energía que me sostuvo para hacer lo que hice, siempre con la ayuda de Dios. No sé de dónde salió la fuerza con que reiniciamos el camino hasta que tropezamos con el cartel de la frontera. Los miedos y la expectativa desaparecieron. Ahí nos enteramos que la guerra había terminado. Nos miramos y nos reímos de nuestro aspecto. Sucios, harapientos, pálidos, barbudos, con el cabello crecido y desordenado. Cada uno era un saco de piel y huesos. Pero habíamos conseguido la libertad. Y era nuestra. La habíamos peleado minuto a minuto, metro a metro. Nos parecía un sueño. No veíamos soldados ni equipos militares. Gente sin uniforme. Mirándonos con curiosidad y hasta saludándonos. Nos presentamos a la autoridad del enclave. Les narramos nuestra historia de prisioneros escapados del campo de Buchenwald. Y preguntamos cómo teníamos que hacer para seguir hasta Milan. Nos escucharon, nos aceptaron y nos ayudaron con algo de comer. Nos instruyeron sobre el camino a seguir y partimos. De tanto en tanto lográbamos que algún camión nos transportara un tramo del recorrido. A medio camino hacia la frontera hicimos seña a un camión que en sus costados tenía inscriptas las letras MI y transportaba carga para Milan. Se detuvo. Le contamos y aceptó llevarnos. Iniciamos el último tramo para llegar a Italia. Dos en la cabina y los otros tres en la caja en medio de la carga. Cada uno vió en silencio las lágrimas en el rostro del otro. En medio de la incomodidad que nos sabía a gloria nos abrazamos. El chofer nos ubicó en el tiempo. Era el mes de mayo de 1945. Mucho después nos enteramos que un mes antes, en abril, las tropas aliadas habían liberado el campo de concentración de Buchenwald. En ése momento había 21.000 prisioneros. El camión nos dejó cerca de la estación de Milan. Agradecimos al conductor que nos despidió deseándonos suerte. Nos miramos. Creo que los cinco supimos que era 46
posiblemente la última vez que nos veíamos. Cada uno expresó para dónde se iba. Nos abrazamos todos juntos por un largo rato. Nos separamos y cada uno se dirigió a su pueblo. O a lo que quedaba de él. Salvo a uno llamado José Bonacina, no volví a ver a los demás. Dios se habrá encargado de ellos como lo hizo a lo largo de los mas de 700 kms. después que nos escapamos de Buchenwald. Estaba a 50 kms. de mi pueblo Galbiate. La cercanía de mi casa y de mi familia me produjo una emoción muy fuerte. Otra vez las lágrimas. Me había vuelto muy sensible y no las podía contener. Unas horas después, en parte caminando y otra en algún vehículo cuyo conductor aceptó llevarme llegué a Galbiate. Caminé hasta mi casa. Puertas y ventanas estaban cerradas. Golpée. Llamé. Volví a golpear. No respondía nadie. Grité mamá, papá. Hasta que después de un largo rato se abrió una venta y apareció mamá. No me conoció. Me preguntó quién era. Yo hablaba un poco en alemán, otro tanto en el dialecto de nuestro pueblo y en italiano. Le respondí . .soy tu hijo mamá . . Ella repreguntó . . de dónde vienes . . vengo de Alemania, de un campo de concentración . . Ahí cayó en la cuenta de que era yo. No podía creer que fuera su hijo Gianni el que estaba ante la puerta. No sabían de mi estadía en un campo de concentración en Alemania. Sin noticias me habían dado por muerto. Y en ése momento el muerto estaba frente a la puerta. A los gritos bajó mamá y me hizo entrar. Vino papá y luego mis hermanas. El harapiento que tenían delante era el Gianni que había partido dos años antes al instituto de filosofía de Nave para ser sacerdote. Mamá y mis hermanas no dejaban de llorar. Recuerdo que papá se mantenía en silencio mirándome. Había un gran dolor en sus ojos. Ellos también estaban delgados. No podía dejar de llorar. El Juan Corti que había pasado por el noviciado y la primera etapa del filosofado; profesado los primeros votos y recibido la sotana. Abrevado en tantos libros de formación espiritual, de 20 años, sucio, harapiento, con 20 kilos menos, sobreviviente de un campamento de concentración y exterminio alemán, lloraba como una criatura abrazado a su familia. Pude asearme. Usar jabón y algo de agua caliente. Sacarme los harapos. En ése momento me di cuenta que mis zapatos sólo tenían la parte de arriba. La suela estaba hecha girones. La planta del pié estaba cubierta de callos, durezas, cicatrices y hasta algunas llagas. Había caminado semidescalzo no sé durante cuánto tiempo y distancia sin darme cuenta. Después de casi un año y medio me había aseado completo por primera vez. Y olía a limpio. Mamá me contó después que me dieron de comer. Me prepararon una cama y me acosté. Dormí varios días con un sueño alterado. Gritaba durante el sueño. A veces en alemán. Otras en italiano. Hacía todo tipo de ruidos con la boca. En oportunidades me levantaba sobresaltado y me escondía debajo de la cama. Finalmente desperté. Abrí los ojos y ví la luz del día colarse por la ventana. No había ruidos. Ni gritos. Ni olores. Estaba limpio y acostado en una cama. Me cercioré de que no estaba en el campo de Buchenwald sino en mi casa. Me levanté. Me arrodillé al pié de la cama y junto con el llanto me brotó desde el alma una oración de profundo agradecimiento a Dios. Recé por mis compañeros de escape. Y por los que se habían 47
quedado en el campo, muchos con seguridad ya muertos. Recordé al sacerdote que conocí en el campo que consagraba mis mendrugos de pan para que pudiera comulgar. Ahora estaba cierto que Dios tenía planes para mí. Me había salvado y me había fraguado. A los primeros votos de castidad, pobreza y obediencia hechos en el noviciado había profesado el que Dios me impuso. El del sufrimiento. Había templado mi alma y mi cuerpo con el sufrimiento en Buchenwald. Y la fé me había sostenido. No sé cuánto tiempo estuve arrodillado. Tampoco recuerdo qué hora era. Me interrumpió la entrada de mamá. Me saludó y me abrazó. El calor y el afecto de mi familia me envolvieron como antes. Estaba en mi casa.
CAPITULO 4.
EL REENCUENTRO. EL ULTIMO AÑO DE FILOSOFIA. EL TRIENIO EN BOLOGNA. RUMBO A LA ARGENTINA
1. EL REENCUENTRO. Estuve en mi casa en Galbiate todo mayo y junio de 1945. Tras la guerra las tropas alemanas de ocupación se habían retirado. Europa había quedado en ruinas. Una generación joven había muerto. Otra vez la reconstrucción quedó a cargo de los sobrevivientes, mayores de edad. Muchos como mis padres, sufrientes y sobrevivientes de los horrores de la primera guerra primero y ahora de la segunda. El pueblo sobrevivió como pudo y no escapó a la ruina. Había mucha pobreza. Dolor. Desesperanza. Me reencontré con algunos de mis ex-compañeros de la escuela primaria y del preseminario cursado en oratorio. Lloré la muerte de muchos otros por la guerra. Galbiate vivía de luto. Cada familia lloraba a uno a o varios de sus seres queridos perdidos. Visité a Don Hermenegildo Vimercatti, el teniente cura que nos preparó para el seminario en el oratorio del pueblo. Estaba muy anciano. A ambos se nos cayeron las lágrimas en el abrazo y durante la charla en la que recordamos los dos años de estudio y oratorio. Me convocó y acepté trabajar mientras estuviera en Galbiate en el oratorio los domingos como antaño. Mi encuentro con algunos de mis compañeros del pre48
seminario fue muy emotivo, especialmente con mi primo Franco Riva. Ellos me creían muerto y yo a ellos. Estábamos todos vivos. Después de los abrazos, las infaltables lágrimas y la alegría fuimos todos a la iglesia del pueblo, donde habíamos hecho nuestras primeras prácticas religiosas. Rezamos todos juntos y en voz alta agradeciendo a Dios. Entre expresiones de alegría, emoción y lágrimas visité a mi maestra Gabriela Aldeghi. Ignoraba lo que yo había vivido en el campo de concentración en Alemania. Le relaté mis peripecias y cómo el sufrimiento había consolidado mi propósito de continuar y finalizar mis estudios sacerdotales. Me había vuelto muy sensible porque las palabras de mi maestra me emocionaron profundamente hasta las lágrimas. Y lloramos juntos. Había carencia de todo. La comida escaseaba en todas las mesas. En casa nos arreglábamos para compartir lo que había y cuando había. Lo que faltaba era sustituído por la alegría de estar todos juntos. Nuestra familia no había perdido a ninguno de sus miembros. Cada vez que nos sentábamos a la mesa agradecíamos a Dios por lo que había, porque nos habíamos salvado y estábamos juntos. Cuando mamá rascaba el fondo de la olla era señal de que el contenido se había terminado. Permanecíamos un tiempo más de sobremesa contándonos cada cual sus vivencias. De a poco me fui reponiendo en cuerpo y alma. El cuerpo con la comida, el descanso y el afecto. El alma con el alimento de la eucaristía diaria, la oración y la meditación. Observando en perspectiva la aventura de lo vivido. Porque fue una dramática aventura de la que salí vivo con la ayuda de Dios. Me refugiaba durante muchas horas en la iglesia. Necesitaba ésa introspección para reencontrarme conmigo mismo. Lentamente fui ubicándome en tiempo y espacio. Mi sueño se hizo mas tranquilo. Mis miedos y sobresaltos se fueron disipando. Buchenwald y el temor y la angustia de tantas noches de escape fueron quedando atrás. La vida había ganado la partida. Mi subconsciente comenzó a cubrir lo peor de la experiencia. Que no molestara la reconstrucción del presente. A la luz del análisis de lo vivido comencé a entender cómo son los caminos que Dios elige para cada uno. De qué herramientas se vale para delinear sus planes. Si no lo hubiera vivido no habría imaginado jamás la existencia de tanta maldad en el alma humana. Y de tanta la capacidad para soportar el sufrimiento y la desesperación ni cuánta la fuerza para aferrarse a la vida. Aunque fuera en un hilo. Pensaba, si Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza cómo el ser creado renegaba de ésa imagen y de ésa semejanza degradándola con sus actos aberrantes, pisoteando y destruyendo la vida. El valor supremo de la creación. Me preguntaba qué tenia que hacer o qué papel me correspondía en el concierto de los planes divinos para revertir siquiera algo de aquella situación. Acompañé en varias oportunidades a Don Vimercatti en sus recorridas por el pueblo asistiendo, socorriendo, consolando, ayudando a sus parroquianos. Entraba en sus casas llenas de pobreza y sufrimiento. Veía cómo era esperado y se recibía su presencia, su palabra, su sonrisa, su caricia que mitigaban el dolor de sus almas. El sufrimiento de ésa gente caló hondo en mi alma.
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Pasaban los días y me iba sintiendo mucho mejor. Mi propósito de ser sacerdote se había afianzado definitivamente después de Buchenwald. Comencé a pensar en los próximos pasos para retomar mis estudios sacerdotales. En febrero del año anterior 1944 había pasado intempestiva y violentamente del internado de filosofía al internado de un campo de concentración de prisioneros. Mis estudios de filosofía habían quedado truncos. Lo consulté con Don Vimercatti, el teniente cura del pueblo y mi maestro del pre-seminario. Me aconsejó contactarme con alguna autoridad de la orden salesiana. Contarle mi situación y pedir consejo. Eso hice. Me comuniqué con el superior de la inspectoría Lombarda Emiliana, el sacerdote Don Italo Gerli. Le expuse mi situación. Me aconsejó que completara un año más de filosofía y luego completara el trienio, los tres años de docencia, en el instituto salesiano de Bologna. 2. EL ULTIMO AÑO DE FILOSOFIA. A mediados de Julio de 1945 me despedí de mi familia. Saludé a Don Hermenegildo Vimercatti, a mi maestra Gabriela Aldeghi. A los pocos ex-compañeros de la escuela primaria que quedaban y a mis oratorianos. Hice un bulto con mis pocas pertenencias y partí en tren a Palazzolo, un pequeño pueblo a 60 kms. de Galbiate para completare mi filosofado. Estaba cerca de Nave, donde había iniciado filosofía en Octubre de 1943 antes de la aventura de Buchenwald. El vagón en que viajé a Palazzolo era de carga y de estructura de madera. Igual a los que transportaron a los prisioneros a los campos de concentración durante la guerra. En alguno de los que yo había viajado. Quedé mirándolo cuando llegó al andén arrastrado por la locomotora. Durante unos segundos me sentí mal. De pronto desfilaron por mi mente las imágenes de lo vivido en un vagón como ése rumbo a Buchenwald. La gente apilada, los gritos, la asfixia, los muertos, los olores nauseabundos. Comencé a transpirar. Desde el fondo mi alma gritó . . Dios, otra vez no. . Hasta que volví a la realidad. La guerra había terminado. Yo estaba libre y viajaba a Palazzolo a completar mi filosofado. Otro medio no había. Otro tren y otro vagón tampoco. O viajaba en él o me quedaba. Tenía que superarme. Me superé. Subí junto con otros pasajeros y me acomodé en los asientos improvisados. El pensamiento que motorizó mi fuerza fue . . estoy viajando al instituto de filosofía para completar mis estudios. Pensé, mi futuro comienza hoy. Y con él recomienzan mis estudios. Y mi sueño de ser sacerdote. Me acordé de fray Luis de León (4) cuando retomó sus clases en la universidad de Salamanca, después de cinco años de cárcel y un injusto proceso inquisitorial con la frase . . decíamos ayer. . , ignorando la ignominia de la prisión que había sufrido. Hice lo propio. Me esforcé en recordar el tema de filosofía que se trataba en clase aquel infausto sábado de febrero de 1944, un año y medio atrás, cuando irrumpió la milicia alemana en el seminario en Nave, nos enviaron al campo de Buchenwald y a lo que sobrevino después. Copié su actitud. Recordé la misma frase pero en latín. . . dicébamus exerna die . . . decíamos ayer. Y sepulté el horror vivido. La eternidad, aprendí, es un eterno presente. El presente es un regalo de Dios. Y me dispuse a vivirlo con la plenitud de mis 20 años llenos de intenciones y de propósitos. 50
En las pocas horas de viaje de Galbiate al seminario de Palazzolo fuí rememorando el primer año de filosofía en Nave. Lo feliz que me sentía a pesar de las incomodidades, el hambre y la exigencia del estudio. Pensaba en Don Manzoni, en los maestros Don Gelmini, Don Cavasin, Don Begni. Me preguntaba si volvería a verlos. Qué habría sido de mis libros. Quién los habría vuelto a usar. Miré la ropa que llevaba puesta. Pobre, remendada y escasa como siempre. Un atado envolvía unas pocas pertenencias. La pobreza de siempre. Pero qué diferencia había entre aquel Juan Corti, ingenuo, inmaduro, novel estudiante de filosofía en Nave dos años antes y éste que volvía, templado, madurado por el sufrimiento y la convivencia con la cercanía de la muerte durante cada uno de los duros días de cautiverio. Volvía con la certeza de una fe consolidada y un propósito que había echado raíces en el alma. Ese era el nuevo Juan Corti que llegaba a Palazzolo para terminar sus estudios de filosofía. Y ahora no habría obstáculos que pudieran impedirlo. Creo que había adquirido la fe del tamaño de un grano de mostaza. Y era capaz de mover montañas. Buchenwald lo había demostrado. (4) Fray Luis de León. Monje de la orden de San Agustín. Nacido en Granada en 1527. Maestro de teología y Sagradas Escrituras en la universidad de Salamanca. Acusado de traducir los libros santos a la lengua vulgar. El Cantar de los Cantares al castellano contra la prohibición de la Inquisición. Fue condenado por el tribunal de Valladolid a 5 años de cárcel. Demostró su inocencia. Fue liberado. El maestro fray Luis iniciaba sus clases con la frase . . dicébamus externa díe. . decíamos ayer . .. Cuando retomó sus clases las inició con aquella frase, ignorando sus cinco años de condena injusta.
Finalmente llegué a Palazzolo. Un pueblo pequeño semidestruído por la guerra a a unos pocos kilómetros de Nave, en cuyo instituto de filosofía ingresé en octubre de 1943. Después desalojado y usado por los alemanes como hospital militar durante el resto de la guerra. El filosofado de Palazzolo era una instalación más o menos adoptada para la función de escuela. Tenía aulas, una pequeña capilla, comedor y sanitarios pero no dormitorios. Los estudiantes asistían a clase, estudio y comían durante el día en Palazzolo. Para dormir debían recorrer los 10 kms. que lo separaban de Cígole, pequeña localidad donde había un viejo castillo. En algunas de sus instalaciones, sin calefacción ni sanitarios, se refugiaban para pasar la noche sobre colchones tirados en el piso. Las cercanías cubiertas de vegetación más o menos elevada eran utilizadas para las exigencias fisiológicas. Qué alegría me produjo al llegar al instituto en Palazzolo y encontrar al mismo director de Nave, el sacerdote Don Alejandro Manzoni. Recordaba su última imagen en Nave bendiciéndonos, cuando los alemanes nos llevaban en camión hacia Buchenwald. Me creían muerto. Nos abrazamos llorando. Con él estaban Don Testa, que había sido mi confesor; Don Begni, el profesor de matemática y física y Don Luis Cavasin que nos enseñaba griego. Todos reíamos y llorábamos. Durante algunos minutos rezamos juntos y en voz alta dando gracias a Dios. Recorrimos las instalaciones del instituto. Las aulas, el comedor, la capilla, el patio. Cuánta diferencia con las del antiguo filosofado de Nave. Pero en éstas yo terminaría 51
mis estudios de filosofía y reafirmaría mis votos de castidad, pobreza y obediencia profesándolos por segunda vez. Me confirmaron que los dormitorios estaban algo lejos. En Cigole, como a 10 kms. Hacia allí nos trasladaríamos todos los días después de clases, bendición sacramental y estudio. Me impusieron del plan de estudios. Me entregaron los libros, que para mí fue una devolución. Recuerdo cómo me emocioné al recibir algunos que había usado que aún guardaban algunos apuntes míos entre sus hojas. Pensé el esfuerzo que tendría que hacer para ponerme al día porque había pedido el hábito y la disciplina del estudio. Un año y medio sin estudiar, sin leer y releer los clásicos latinos y griegos. Volver a entender, razonar y resolver los problemas propuestos por la matemática y la física. Indudablemente era comenzar de nuevo. Volver a encasillarme en aquella estructura conformada por el mandato de orden, método y horario que rige y dispone la actividad estudiantil dentro del claustro salesiano. Tendría agosto y septiembre para estudiar concienzudamente todo lo visto durante el primer año de filosofía en Nave, avanzar y ponerme al día antes de iniciar en octubre próximo el último año de filosofía. Me entregaron una sotana pero no era negra sino gris. Ese sería mi uniforme de salesiano hasta que pudiera conseguirse una sotana negra. Me sentí muy feliz al sacarme la chaqueta y ponerme la sotana. Pedí permiso y fui a la iglesia. De rodillas y entre lágrimas agradecí a Dios y a la Virgen María por ésta nueva etapa de mi vida. Cierto que Dios tenía planes para mí. Esa noche cené en el instituto. La comida tan pobre como siempre me ocupó, creo, un cuarto del estómago. El resto quedó vacío y con hambre. La charla en la mesa con mis superiores y compañeros giró alrededor de mi experiencia de prisionero en Buchenwald. Don Manzini me relató que habían rezado cada día por aquellos cinco seminaristas, entre los que estaba yo, Corti, enviados al campo de concentración. Contó que muchos meses después sin lograr saber de nosotros nos habían dado por muertos. Y rezado por el eterno descanso de nuestras almas. Y reía al expresar que uno de los muertos por los que habían rezado está aquí, sentado a la mesa. Tras las oraciones emprendimos el recorrido de los 10 kms. hacia nuestros dormitorios en el viejo castillo en Cígole. Colchones en el piso, sin calefacción y baños afuera. La actividad comenzaba a las 6. Tras un aseo rápido nos pusimos en marcha para desandar los 10 kms. hacia Palazzolo. Durante la hora y media de camino fuimos rezando el rosario y cantando la liturgia del día. En el seminario asistimos a misa, comulgamos y tras un desayuno frugal nos dedicamos a los oficios. La limpieza de las instalaciones. A las 9 de ésa mañana de un día de agosto de 1945, en el primer día de mi último año de filosofía, en el período de vacaciones de ése año, me enfrasqué en mis estudios decidido a recuperar en dos meses lo que había perdido durante el último año y medio. Ayudado por Don Cavasin y el coadjutor Don Guidoti, profesores de griego y latín, dediqué toda la mañana a los textos y clásicos de ambas lenguas. Don. Gelmini vino en mi ayuda cuando abordé filosofía. Después del almuerzo, compuesto por un plato 52
de sopa, otro de algo más, un pedazo de pan y un vaso de agua, volví al aula. Mi concentración y esfuerzo fueron absorbidos por matemática y física con el auxilio y la paciencia de Don Augusto Begni. Mis profesores me habían armado una grilla de materias y horarios. Muy dispuestos a secundarme me examinaban y aprobaban o reprobaban cada tema tratado. Pedían. Exigían. No me daban tregua. Debía estar a la altura de la exigencia académica cuando iniciara en octubre próximo mi último año de filosofía. Vivía y estudiaba entre Palazzolo y Cígole. Para mi nivel de exigencia no me alcanzaban las horas para adquirir y asimilar los conocimientos que necesitaba. Le pedí al director Don Manzoni que me permitiera quitar un par de horas al sueño para volcarlos al estudio. Alegué que no me alcanzaban las horas de estudio. Me respondió que de acuerdo al reglamento las horas de sueño eran 8, ni una menos. Debía arreglarme con las 16 horas restantes. Que no eran pocas. Y que aplicara a rajatabla el criterio de orden, método y horario. Los días de agosto y septiembre pasaron muy rápido. Me había esforzado al máximo y preparado cada una de las materias lo mejor posible aprovechando concienzudamente cada una de las horas disponibles. En octubre de 1945 inicié el último año de filosofía. Profundamente agradecido a Dios y a la Virgen María no cabía en mí de gozo. La experiencia vivida, dura, traumática y en extremo aleccionadora había fortalecido mi fé, afianzado mi propósito y adquirido un aplomo para enfrentar situaciones límite que antes no poseía. Los obstáculos y dificultades que la vida pudiera oponerme para alcanzar mi sagrado propósito de ser sacerdote, comparado con aquella experiencia eran poca cosa. Cómo no iba a superarlas. Dios sabía muy bien lo que hacía. Nuestros días eran de clase, estudio y mucha oración. 20 kilómetros diarios de recorrido de Palazzolo hasta nuestro castillo dormitorio en Cígole. Vivíamos con los libros y en los libros. Pruebas y exámenes eran moneda corriente. Comida escasa. Comodidades precarias. Recuerdo que cuando rezaba para bendecir la comida . . . bendecidnos Señor y bendecid el alimento que vamos a tomar . . . solía pensar y reía para mis adentros . . Señor, no podrías bendecir algo más para llenar el plato y mi estómago ? Había retomado la costumbre de la carta mensual con mi casa. Mis padres o alguna de mis hermanas me escribían y yo les respondía. Octubre, noviembre, diciembre y navidad de 1945. Durante la celebración litúrgica de la natividad lloré, recé y agradecí profundamente a Dios, recordando que el año anterior había vivido en el campo de concentración la navidad más triste de mi corta existencia, rodeado por el sufrimiento y la muerte de tantos de mis compañeros de cautiverio. El recuerdo y el sentimiento me sustrajeron de la oración litúrgica. La caminata hasta Cígole y el colchón en el piso duro y frío de nuestro castillo dormitorio me supieron a gloria. Entramos en enero de 1946 frente a los exámenes semestrales. Me sentía muy animado pero físicamente cansado. Los 20 kms. diarios de caminata, la alimentación exigua y la exigencia diaria de los estudios dejaban su huella. Pero pasé los exámenes de todas las materias, escrito y oral. No alcancé el summa cum laude (5) pero tampoco anduve muy lejos. 53
En junio, después de completar y superar los exámenes finales de mi último año de filosofía, nos preparamos para reiterar nuestros votos temporarios con una semana de ejercicios espirituales. Me acuerdo que, tanto era mi gozo y mi alegría que no calzaba dentro de mi pobre sotana. Cuánto tiempo había pasado; cuánto esfuerzo, oración, sacrificio. Soportado pobreza, precariedad y el último año de sufrimiento en Buchenwald. Y ése día último de Junio de 1946 había terminado mi etapa de estudios filosóficos y reiterado mis votos de castidad, pobreza y obediencia. Qué feliz que me sentía. Recuerdo que tras las felicitaciones de mis superiores y el abrazo entre compañeros, me fui a la capilla. Hincado agradecí a Dios y a la Virgen María y puse en sus manos mi vocación sacerdotal, mis votos y mi vida. Luego volqué en una carta a mis padres y hermanas la alegría del feliz término de la etapa del filosofado. Ahora tenía que completar el trienio, los tres años de maestro, en Bologna. Ya había sido destinado al instituto salesiano en Bologna. Volví a hacer mía la frase del César al cruzar el Rubicón . . . alea jacta est. . . la suerte está echada.
5) cum laude: frase latina usada para indicar el nivel de desempeño con el que se ha obtenido un grado académico universitario. Cum laude: con alabanza. Magna cum laude: con gan alabanza, y Summa cum laude: con máxima alabanza. Excepcional. De desempeño poco común.
3. EL TRIENIO EN BOLOGNA. A los 21 años había terminado el filosofado en Palazzolo y Cígole con la reafirmación de mis votos temporarios. Esta vez no habría vacaciones. Mis superiores habían dispuesto mi traslado a Bologna no bien concluyera mi etapa de filosofía. Debía incorporarme al personal que trabajaba en el colegio Beata Vergine de Luca, en ése entonces de Artes y Oficios. Un internado que albergaba a 200 chicos, de 14 a 17 años, muchos huérfanos de la guerra, y atendía a 300 estudiantes externos. Todos estudiaban y aprendían un oficio. Así se denominaban determinadas profesiones, capacidades y destrezas que permitían a los estudiantes egresados desenvolverse con mayores posibilidades en el mundo del trabajo. Ese era material humano con el que trabajaría. Jóvenes muy jóvenes y adolescentes, la mayoría sin padres, familia ni hogar. La orden salesiana multiplicaba sus esfuerzos para atender a una legión de niños y adolescentes sobrevivientes de la guerra. Huérfanos desamparados y faltos de medios, que vivían como y donde podían en medio de una pobreza extrema y desesperante. Vagabundos en zona rurales y urbanas. Que peleaban por un mendrugo de pan, un trapo con qué cubrirse o cualquier elemento que pudiera servirles para vivir un día más. Disputas en las que muchas veces la vida era la moneda de cambio. El ejercicio de la violencia y la muerte para sobrevivir eran resabios de la guerra incorporados en la conducta adolescente, acuciados por la necesidad extrema y la desesperación. Me despedí de Don Manzoni cuya bendición recibí, esta vez para la vida, haciendo la señal de la cruz. Agradecí y me despedí abrazando a cada uno de mis profesores que habían apoyado sin retaceos mis esfuerzos para poner al día mis estudios. Me abracé con mis compañeros. Cada mirada que cruzábamos era como una pregunta sobre si algún día volveríamos a encontrarnos. O que nuestros caminos se separarían para sólo Dios sabía qué rumbos. 54
Iba a conocer la gran ciudad de Bologna, con sus monumentos históricos, sus famosas torres Asinelli y Garisenda. Llamada la docta por su universidad, la más antigua de Europa fundada en 1088, en la que estudiaron personalidades como Dante, Petrarca, Erasmo de Rótterdam y Copérnico entre otros tantos famosos. Conocida como la ciudad roja por sus tejados y por ser uno de los ejes del partido Comunista y de la resistencia de los partisanos (6) contra los fascistas durante la guerra. Duramente bombardeada y semidestruída por la aviación aliada por su situación estratégica y como nudo de comunicaciones vial y férrea. Me habían advertido que el colegio al que iría a vivir y trabajar en los próximos tres años tenía la mitad de sus instalaciones destruídas. Guardé mis pocas pertenencias, siempre pocas y siempre pobres y me dispuse a viajar. Fui por tren de Palazzolo hasta Milán. Llegué con tiempo suficiente para tomar el tren a Bologna, de modo que me dispuse a esperar en el bar de la estación. Sentado y frente a un café pensaba en el trabajo que me esperaba en Bologna. (6) partisano: integrante de la Resistencia Italiana o Partigiana. Movimiento armado de oposición al fascismo y a las tropas de ocupación alemanas, mediante guerra de guerrillas, durante la 2ª. Guerra mundial. Actuaron desde set./43 tras el armisticio de Cassabile hasta abril/1945, fin de la guerra con la rendición de Alemania.
Estaba absorto en mis pensamientos cuando sentí que alguien me llamaba por mi nombre. Miré. Ví a una persona que caminaba muy rápido hacia la mesa. Venía con los brazos abiertos. No la reconocí al principio. Cuando llegó junto a la mesa me gritó emocionado. . Corti, no te acuerdas de mí. . Soy José Bonacina. . . .uno de tus compañeros de escape de Buchenwald. Quedé impactado. La impresión que me produjo verlo fue muy fuerte. Me levanté. Nos abrazamos entre lágrimas. Por algunos segundos pasaron por mi mente escenas de aquella aventura en la que nos habíamos jugado la vida. Nos sentamos. Compartimos un café. Los recuerdos y la vida de cada uno fueron saliendo a borbotones apretados por el poco tiempo de que disponíamos. Hasta que llegó la hora de abordar el tren. Nos abrazamos otra vez y enjugamos una última lágrima. Nos despedimos con la certeza y la tristeza de que no volveríamos a vernos. Así fue. Nunca más lo ví ni sé que fue de su vida. Ni él de la mía. Mientras subía al tren pensaba en los caminos de Dios y cómo juega sus cartas. Me acomodé en el asiento de madera. Tenía unas cuantas horas por delante. Me dispuse a pasar el tiempo de alguna manera. El encuentro con Bonacina me había sacudido. Mi mente seguía girando alrededor del encuentro. Intenté leer. No me podía concentrar. Los fantasmas y recuerdos de los días amargos de cautiverio y del escape se habían despertado y volvían a acosarme. Reaccioné. Aquello era parte de un pasado impuesto por los planes de Dios, para madurar como ser humano y consolidar la fé que me sostendría como sacerdote a lo largo de toda mi vida. Frente a mí, el trienio en Bologna como la anteúltima etapa antes de recibir el orden sagrado que me consagraría sacerdote. Nada detrás de mí que pudiera condicionar el presente al que iba a entregarme con alma y vida. Me enfrasqué en la lectura del libro. Uno tras otro los fantasmas fueron desapareciendo. De tanto en tanto detenía la lectura y pensaba en lo movido que había sido mi vida hasta ése momento. Desde los 14 años una vida nómade. Los primeros cuatro en el 55
seminario de Chiari. El siguiente en el noviciado en Montodine. Después el primero de filosofía en Nave. El año de prisionero en Buchenwald, en Alemania. Los meses del escape. Al año siguiente el último de filosofía en Palazzolo y Cigole. Todo en apenas 6 años. Desde 1939 a mayo de 1945. Yo, Juan Corti, con sólo 20 iba ahora rumbo al trienio. Los próximos tres años como docente en Bologna. Me sentí muy bien. Me dormí. El viaje desde Milán duró como 5 horas. El aviso de que la próxima estación era mi destino me despertó. EN BOLOGNA.. Bajé del tren en la estación semidestruída de Bologna en medio de un mundo de gente. La ciudad había vuelto a ser el nudo de comunicaciones que fue antes de la guerra. A medida que caminaba preguntando a uno y otro por el colegio salesiano de la Beata Vergine de San Luca iba contemplando el espantoso nivel de destrucción y muerte a que había sido sometida la ciudad. Viviendas, monumentos, iglesias, edificios públicos. Las instalaciones de la estación ferroviaria, caminos, carreteras. Todo había sido bombardeado sin miramiento. Como centro estratégico de comunicación logística que era para los alemanes, figuraba en el plan de vuelo diario de bombardeo de las fuerzas aéreas aliadas. Sobre el fin de la guerra, en muchas de las calles de la ciudad se habían producido cruentas luchas casa por casa entre los partisanos que habían bajado de las montañas, con las últimas tropas alemanas en retirada y el rezago de las fascistas de la República Social Italiana creada por Mussolini en septiembre de 1943, apoyado por sus aliados alemanes, antes de la llegada de los aliados. No me alcanzaban los ojos para ver. Pero no trataba de entender el porqué de tanta furia. En Buchenwald había conocido el nivel de degradación al que puede llegar a arrastrarse el ser humano. Lo había vivido en carne propia. El hombre lobo del hombre. No conocía Bologna. Sólo por referencia geográfica. Nunca había estado en una gran ciudad. Mi vida hasta ése momento había transcurrido entre pequeñas localidades. En mi pueblo natal Galbiate. En el seminario de Chiari, el noviciado en Montodine o el filosofado en Nave primero y en Palazzolo y Cígole después. Caminé durante horas asombrado por la dimensión de la ciudad y sus monumentos. Edificios históricos. Las famosas torres Asinelli y Garisenda que la identifican. Finalmente me detuve ante el frente del colegio salesiano Beata Vergine de San Luca. Aun demidestruído era un colegio de grandes dimensiones. Para dar una idea, mayor que el colegio Dean Funes de Comodoro Rivadavia. Más de la mitad de su estructura estaba en ruinas. En las que habían quedado en pié residían, en realidad se refugiaban 200 alumnos internos y se dictaba clase a otros 300 estudiantes externos. 40 de ellos eran huérfanos que vivían en un orfanato cercano al colegio, cuyo director era un sacerdote anciano llamado Don Guanella. Muy querido en la parroquia porque salía todos los días en bicicleta a buscar el sustento de ropa y comida para sus huérfanos. Vestía saco, pantalón y sombrero. Tenía una gran barba. No usaba sotana. Fui recibido con palabras de bienvenida por el director Don Antonio Gavinelli. Un sacerdote cargado de años que también cumplía funciones de párroco. A la parroquia que dependía del colegio y de Don Gavinelli se la conocía como La Bolognina. Había también un oratorio a cargo del colegio, de instalaciones semiderruídas, con media 56
docena de agujeros de grandes dimensiones en su perímetro provocados por las bombas, aún sin tapar. Así y todo atendía los fines de semana a más de 400 chicos. Me llevó a recorrer y conocer las instalaciones del colegio que habían quedado en pié. Todas las comodidades consistían en energía eléctrica y agua en determinadas horas del día. Agua fría y sin calefacción. También recorrí la parte destruída. No salía de mi asombro ante tanto daño. Pensé en cuánto tiempo y esfuerzo demandaría recuperar ésa parte del colegio. En las instalaciones que seguían en pié funcionaban las aulas, los talleres, la capilla, dormitorios, sanitarios y comedor. Reparando una parte del edificio y componiendo otras, los salesianos se las habían arreglado para albergar y atender las necesidades de una población de alrededor de 200 chicos, y asistir otros 300 estudiantes externos. Me asignaron un lugar como asistente en uno de los dormitorios de los internos. Conviviría con ellos asistiéndolos, acompañándolos y velando durante la noche. Cuidar el orden y la actividad de la mañana. Dormía en una pequeña celda en uno de los extremos del dormitorio separada por un biombo. El mobiliario consistía en una cama, una mesa de luz y una pequeña cómoda para guardar la ropa y mis enseres personales. Me incorporé al plantel como asistente y docente. Mis funciones como asistente consistían en acompañar a los chicos en el dormitorio, el comedor, el patio y los baños. También en el taller de mecánica. Como docente daba clases de matemática, física y química. Secundaba en las tareas de asistencia a Don Viscardi, un sacerdote de alrededor de 45 años, muy jocoso, inclinado a hacer chistes. Con una sonrisa permanente en el rostro. Llevaba años en el colegio. De su experiencia aprendí mucho en el trato con adolescentes. Y como si lo que hacía hubiera sido poco también me asignaron tareas en el oratorio del colegio. Por lo tanto los domingos pasaba todo el día ayudando a Don Balducci, sacerdote encargado del oratorio. Por la mañana, misa y comuniones. A la tarde impartía clase de catequesis a los oratorianos y luego cine. A las 19 terminaba la actividad y los más de 400 chicos volvían a sus casas. Don Balducci era capellán del cuerpo de bomberos de la ciudad. Acompañaba a las brigadas cuando concurrían a apagar incendios vestido con el uniforme de bombero. Decía que la sotana era muy incómoda para ir a un incendio. La cambiaba por el uniforme. El lunes siguiente recomenzaba la actividad en el colegio a las 5.30 de la mañana. El plantel de docentes estaba conformado por 25 salesianos. Un clérigo que era yo, Juan Corti; 6 coadjutores a cargo de los distintos talleres y 18 sacerdotes. Todos en sus respectivas áreas ejercían la docencia. Los sacerdotes cumplían además sus funciones pastorales. Atención de la feligresía de la parroquia; catequesis; asistencia y guía espiritual de internos y estudiantes; los sagrados oficios; auxilio de enfermos y cuanto tipo de ayuda que pudiera brindarse, incluso económica, en el ámbito del colegio, la parroquia o donde fuera menester. Las demandas excedían largamente el campo educativo y obligaban a multiplicar los esfuerzos de asistencia. Era una acción extra-curricular que se extendía fuera del ámbito del colegio. La vida era dura y exigente. Dura por las carencias de la vida diaria, sobre todo de comida. Exigente porque las dificultades para vivir no eximían ni a estudiantes ni a 57
miembros de la congregación fueran clérigos, coadjutores o sacerdotes, del cumplimiento de sus respectivos deberes y obligaciones, salvo casos de enfermedad o de fuerza mayor. Había chicos con severos trastornos síquicos y emocionales que necesitaban una cuota extra de apoyo, asistencia y sobre todo de afecto. A los que la recuperación les significaba un enorme esfuerzo. Mucho más que al resto. Exigían una cuota mayor de nuestra atención, aliento y vigilancia constantes. Inclusive durante sus horas de sueño que en no pocas oportunidades era perturbado o sobresaltado. Era un esfuerzo muy grande para todos. Salvo en ésos casos puntuales, para el resto no había corona para nadie. Estudiar y salvar los exámenes semestrales y finales era para internos y estudiantes la condición sine qua non para aprobar cada materia y el año académico. Quien no los salvaba repetía el año. Me incorporé de inmediato a la actividad del colegio. Confeccioné una grilla con las actividades y horarios que debía cumplir todos los días como asistente, docente y oratoriano. Como docente debía agregar la preparación de la clase de cada una de las materias; corregir pruebas y exámenes, seguir y controlar el aprendizaje de cada uno de los alumnos. Quedé asombrado por la cantidad de actividades debía desarrollar. Esta sería mi misión de aquí en adelante. Agradecí y pedí ayuda a Dios y a la Virgen María y me sumergí en la actividad. Iniciaba el trienio. Los tres años de docencia. La anteúltima etapa de mi carrera sacerdotal. De acuerdo a como había realizado cada una de las etapas de mi formación, ésta también sería con el máximo nivel de autoexigencia. Ora et labora. A Dios rogando y con el mazo dando. Las actividades se sucedían sin pausa y sin tregua. Creo que aquí fue donde aprendí a comer de prisa. Y a dormir apurado. Me acuerdo que muchas veces al final del día después de la última recorrida por el dormitorio ingresaba a mi celda y me arrodillaba para rezar mis últimas oraciones a los cabezazos. Me tiraba sobre la cama y me quedaba dormido. No alcanzaba ni a sacarme la sotana. El día comenzaba para mí a las 5.30 de la mañana y terminaba a las 23. Algo menos de 7 horas de sueño y 17 de actividad. Y en ésas horas tenía que desarrollar todas y cada una de mis obligaciones. A las 22, con todos los chicos en la cama se apagaban las luces y terminaba el día. Antes de acostarme, por lo general pasadas las 23, recorría un par de veces el dormitorio para asegurarme que todo estuviera en orden. Trataba que los chicos se sintieran protegidos. Que alguien los cuidaba y velaba su sueño. Para la gran mayoría el colegio era su único lugar y su mundo. Les proporcionaba techo, cama, comida, educación y una formación técnica que les permitiría ganarse la vida después. No tenían padres. Tampoco quien se ocupara de ellos. Carecían de casa y de medios para sobrevivir. El colegio era todo para ellos. Y yo, Juan Corti, ahora era parte del sistema salesiano que rescataba, protegía, contenía, educaba y formaba a tantos chicos abandonados en su orfandad y a su suerte por la desgracia de la guerra. Asistía a los estudiantes en los talleres de mecánica. El contacto diario con los artesanos y con los coadjutores-jefe de los talleres me permitió interiorizarme poco a 58
poco de cómo eran las distintas disciplinas. Veía la seriedad y concentración con que los chicos se dedicaban a aprender el oficio, como se denominaba a las especialidades técnicas. Cómo salvaban las dificultades del aprendizaje. La voluntad y esfuerzo que ponían para aprender. Eran concientes de la habilidad que estaban adquiriendo que les permitiría desenvolverse en la vida. Alejarse de la miseria e incertidumbre a que los había condenado la guerra en la que habían vivido antes de su ingreso al colegio. Aquellas fueron los primeros contactos e impresiones que tuve sobre el funcionamiento y las ventajas de un colegio de Artes y Oficios. Los chicos salían a andar su destino y a realizar su proyecto de vida con las herramientas de una educación religiosa, académica y técnica proporcionadas por éste tipo de establecimiento. Podría decirse que corrían con ventaja sobre los estudiantes que sólo recibían la instrucción formal. Guardé ésa idea. La fui madurando con los años. Viajó conmigo cuando vine a la Argentina. El primer año, 1946, en el colegio de Bologna pasó muy rápido saltando de un aula a otra. Conviviendo con los chicos en el dormitorio, en el comedor, en los talleres. Rezando junto a ellos en la iglesia. Ayudándolos en sus tareas. Sosteniéndolos en los momentos de crisis, porque las había y muy frecuentes. Escuchando sus inquietudes y sus dolores en medio de la disciplina que debía imperar para permitir la convivencia. Inculcándoles los valores religiosos, sociales y cívicos para que se formaran como decía Don Bosco, buenos cristianos y honrados ciudadanos. Prepararlos y responsabilizarlos para la sociedad que debían construir desde las ruinas que había dejado la guerra. Reemplazar sus instintos de violencia, crueldad y falta de respeto por la vida para sobrevivir por el respeto al orden, la convivencia y a los valores humanos y cristianos. El colegio funcionaba con los ingresos que obtenía por la venta de los servicios de sus especialidades como mecánica, zapatería y especialmente de su taller de impresión. Los estudiantes debían pagar un arancel pero la mayoría no tenía posibilidades económicas de hacerlo. El colegio debía procurarse ingresos para funcionar. El gobierno no tenía dinero. No había entonces subsidios ni ayuda oficial de ninguna especie. Durante las vacaciones muchos de los internos permanecían en el colegio porque no tenían dónde ir. Los demás volvían a sus casas. El colegio quedaba en ésa época algo más tranquilo. Nuestra tarea continuaba para atender a los que quedaban. Nos necesitaban. Durante las vacaciones el oratorio funcionaba diariamente. Y así empalmábamos un año con el siguiente. Y en octubre todo volvía a empezar. Recuerdo que uno de ésos años, no puedo precisar si 1947 o 1948, hubo elecciones. Uno de los partidos contendientes era el Demócrata Cristiano. Necesitaba afiches para promocionar la figura de sus candidatos. Debía pegarlos en las calles. Contrató la impresión de varios centenares con la imprenta del colegio. El precio pactado incluía la pegatina de los carteles en la vía pública a nuestro cargo. Abonó la mitad del precio convenido. Impresos los afiches salimos en las noches siguientes con varios de los alumnos mayores por las calles a pegarlos en cuanta pared seguía en pié. Horas después miembros del opositor partido Comunista pegaron sus afiches sobre los nuestros. Al 59
otro día no sólo volvimos a pegar nuestros afiches sobre los de ellos sino que vigilamos para que no nos taparan con los suyos. Y hasta nos trenzamos para hacernos respetar. O los pegábamos a la mayor altura posible para evitar que fueran tapados. Cuando terminó la campaña nuestros auspiciantes Demócrata-Cristianos abonaron la parte adeudada del trabajo. La administración invirtió la suma en la compra de alimentos para los internos y enseres para el funcionamiento de los talleres. La extrema pobreza obligaba a la gente a reparar tanto el calzado como la ropa. Había mucha demanda. Los talleres del colegio estaban abarrotados de trabajo. Aunque por el servicio se cobraba unas pocas monedas, además de ser un ingreso para el colegio permitía que los artesanos practicaran su oficio adquiriendo experiencia laboral antes de terminar su aprendizaje. Así vivíamos. Lira que entraba lira que se invertía. No se hablaba de gasto sino de inversión. Y cuando no entraban liras comíamos lo que había o se podía. Y los talleres funcionaban con inventiva más que con materiales. Pero la Providencia siempre proveía. En oportunidades y siempre por interpósita persona, algún benefactor, aportaba lo justo. En otras algo menos. Y ahí debíamos ingeniárnosla para procurarnos el resto. Las únicas vacaciones que nos permitía la actividad incesante del colegio era la semana de ejercicios espirituales. Por grupos nos trasladábamos a la casa de ejercicios en Como. Lejos de la vorágine del trabajo, de las aulas, de los talleres, del oratorio, de los chicos. En medio de la oración, la meditación y el silencio nos parecía estar en otro mundo. Sonaba como irreal. Pero la semana terminaba muy rápido. Y en un abrir y cerrar de ojos nos encontrábamos regresando al colegio. Dice el refrán . . lo bueno, si breve dos veces bueno. Era bueno, por eso era tan breve. Nos sumergíamos nuevamente en el trabajo. ORA ET LABORA. Rezábamos y trabajábamos. O para variar trabajábamos y rezábamos. Finalmente llegó 1948. El último año del trienio en Bologna. Mi experiencia en el trato y relación con los chicos había madurado. En los dos años anteriores había despedido a numerosos artesanos tras concluir su período de aprendizaje. Los veía alejarse del colegio llenos de expectativa. Eran hombres pequeños. Habían dejado la adolescencia madurados de prisa por el sufrimiento, la orfandad, las carencias y la lucha por la supervivencia. La institución salesiana los había recogido, contenido, formado y capacitado preparándolos para enfrentar los rigores de la vida en las mejores condiciones. Se podría parafrasear aquella frase . . dadme un niño, os entregaré un hombre . . . Eran niños o apenas adolescentes cuando ingresaban al colegio. Casi hombres cuando egresaban y trasponían el umbral con su bagaje de conocimientos y esperanzas. Partían para enfrentar un mundo duro, convulsionado. Amenazante. Un mundo que los había golpeado sin lástima en su niñez y en su adolescencia. Los veía pequeños frente a un mundo tan grande. Recuerdo que repasaba la lista de los que se iban y rezaba por ellos. Para que contaran con la ayuda de Dios. Al trasponer la salida del colegio a la calle quedaban librados a su suerte.
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Encima de todas las tareas que desarrollaba me fue encomendada la de catequista en la parroquia. Debía preparar a los chicos para su primera comunión. Había hecho triplete. Trabajaba en el colegio como docente y asistente; en el oratorio con Don Balducci, el sacerdote bombero, y ahora en la parroquia con Don Gavinelli. Todo al mismo tiempo. En medio de tanto trabajo no dejaba de pensar cuando podía en la proximidad de la profesión de los votos perpetuos. Iba a sellar como futuro sacerdote y salesiano mi compromiso definitivo con la orden. Los votos perpetuos serían el vínculo. En los primeros días de agosto de 1948 me trasladé a la casa de ejercicios de Como. Junto con otros 20 clérigos de la inspectoría Lombarda Emiliana comenzamos los ejercicios espirituales y la preparación para la ceremonia de profesión de los votos perpetuos. Me sumergí en un profundo ejercicio de introspección. Quería aprehender la significación del paso que estaba por dar. Visualizar la magnitud del horizonte que la vida me presentaba. Repasé la historia de mi vocación sacerdotal. Había despertado antes de los 9 años. Confusa al principio se había ido definiendo durante la etapa de la escuela primaria. Dos mujeres habían influído mucho durante ésa etapa. Mi madre, a quien acompañaba a diario a la misa de la mañana y en sus recorridas por el vecindario como enfermera, y mi maestra Gabriela Aldeghi dirigiendo con suavidad y afecto mi vocación que estaba naciendo. Tomó forma durante ésa especie de pre-seminario que hicimos en el oratorio de Galbiate a las órdenes y guía del teniente cura Don Vimercatti. El seminario de Chiari fue una especie de piedra fundamental de ésa vocación. El noviciado y las etapas de mi accidentado filosofado entre Nave, interrumpido por el año del internado obligado en Buchenwald, y Palazzolo y Cígole la afirmaron definitivamente. Ahora y tras el trienio, los 3 años de docencia en Bologna, estaba listo para profesar los votos perpetuos. Quemaba las naves. Sólo había camino hacia adelante. Y adelante estaba el horizonte que había perseguido a lo largo de mi vida hasta ése momento. Ser sacerdote. No había vuelta atrás. En mayo de ése año, 1948, escribí al Rector Mayor (7) de la Congregación, Don Pedro Ricaldone (8) explicándole mi intención y deseo de ser misionero. Me puse a disposición de la Orden para ser enviado como tal al lugar donde lo considerara conveniente y necesario. Nunca imaginé que ésa carta decidiría el destino de mi vida. La semana de ejercicios espirituales en Como concluyó el 15 de agosto de 1948. Ese día junto con mis 20 compañeros clérigos de toda la inspectoría, uno por uno, profesamos los votos perpetuos repitiendo la fórmula que nos dictaba el sacerdote oficiante, el titular de la inspectoría de Lombarda Emiliana. No he logrado recordar su nombre. Mi madre había viajado desde Galbiate para presenciar mi profesión. Sentí una emoción muy grande al verla. Vi sus ojos llorosos. Creo que nos contagiamos la emoción. Me esforcé para que mi voz no flaqueara. Quería mostrarme firme al pronunciar la fórmula . . yo, Juan Corti, en nombre de Dios y de la Congregación Salesiana, hago éstos votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia y me comprometo ante Dios a seguir hasta la muerte la vida salesiana y los ejemplos de Don Bosco. . . 61
Ahora sí era salesiano. Los votos me habían ligado de por vida a la Congregación Salesiana. Después de la ceremonia salí al encuentro de mamá. Nos abrazamos muy fuerte. Lloramos juntos. Vi el orgullo en sus ojos. Su hijo Gianni, su único hijo varón había ingresado en la orden salesiana para ser sacerdote. Me dijo que no cabía en sí de gozo y de orgullo. (7) RECTOR MAYOR: máxima autoridad de la Orden Salesiana, con residencia en Milán, Italia. (8) Don Pedro RICALDONE: sacerdote salesiano. Nombrado por el Capítulo General Rector Mayor de la Orden entre 1932 y 1951. IV sucesor de Don Bosco. Creador de la Univ. Pontificia Salesiana (UPS).
Pasé el resto del día con mamá. Ese mismo día el director de la casa, Don Gavinelli me entregó una carta del Rector Mayor, Don Pedro Ricaldone. Era la respuesta que había estado esperando durante los últimos meses a mi solicitud de ser enviado a algún lugar del mundo como misionero. En presencia de mi madre abrí el sobre. Confieso que lo hice temblando. La leí. Luego se la leí a mi madre. Me temblaba la voz. Era un texto breve. La parte final era de fórmula y decía . . por orden de Dios y según los designios de Don Bosco te destino a la Patagonia Septentrional. Antes debía completar la última etapa de mis estudios sacerdotales. Los cuatro años de teología. Lo haría en Argentina. La Patagonia era la parte sur de Argentina. Nos miramos con mamá. Tras un silencio largo que me pareció pesado me preguntó dónde queda la Patagonia, Gianni. .? Le respondí tratando de suavizar el momento creo que cerca de Sicilia, mamá. No lo creyó. Pero no dijo nada. Nos despedimos. Mamá volvió a Galbiate. Después me comentó que fué a la escuela a preguntarle a la maestra Gabriela Aldeghi dónde quedaba la Patagonia y le comentó mi respuesta. Sobre un globo terráqueo la maestra le mostró dónde quedaba la Patagonia. Ante la respuesta mamá le comentó a la maestra . . qué mentiroso que es mi hijo . . La idea de ir la Patagonia era una decisión que había madurado en silencio desde el primer año de filosofado en Nave. Fue a raíz de la visita que hiciera en ése año, 1943, el padre Alejandro Stefenelli (9) y posteriormente el Padre Garbín. Ambos desarrollaron un intensa labor en Rio Negro, precisamente en el norte de la Patagonia. La Patagonia Septentrional. En sus conferencias enfatizaron el trabajo que habían realizado. Stefenelli en la que hoy es la provincia de Río Negro. Garbin en ChosMalal, antes Río Negro hoy Neuquén, durante casi 30 años. Quedé, como se dice hoy, enganchado. Mencionaron la extensión de la Patagonia. Comentaron de sus habitantes naturales, los tehuelches y mapuches. De su necesidad de ser incorporados a la civilización por la religión y la educación. Del potencial de desarrollo de sus territorios. De sus bellezas naturales y de la agresividad de sus pampas. Ahí escuché por primera vez la palabra pampas. Sólo después sabría lo que realmente eran. Que estaba todo por hacer. Italianos de origen, acostumbrados a vivir en pequeñas regiones y en localidades cercanas unas de otras, no podían creer que un país pudiera ser tan grande. Que sus regiones, llamadas provincias y en la Patagonia Territorios
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Nacionales, fueran tan extensas. Que hubiera necesidad de recorrer enormes distancias entre localidades. (9) El P.Alejandro Stefenelli (1864/1952), misionero italiano. Estudió ciencias exactas y técnicas en su juventud. Prevaleció la vocación sacerdotal. D.Bosco le impuso el hábito en 1881. Llegó a la Patagonia en 1884 y tras la campaña del desierto fundó el Centro Misionero y el Cgio. San Miguel en Gral. Roca (R.Negro). Fue uno de los planificadores del sistema de riego del Alto Valle del Río Negro impulsando el desarrollo de la agricultura. El Presidente Roca le otorgó un subsidio de $ 27.000. Logró la cooperación de operarios italianos para concretar la obra. En 1898 fundó la Escuela Agrotécnica Don Bosco en el lugar que hoy lleva su nombre. En 1914 volvió a Italia. Murió en Trento en 1952.
O sin encontrar población alguna. De las obras que habían concretado y de la colaboración que habían recibido de los gobiernos. De la ayuda de los pobladores; de su soledad y sacrificio. No especificaron el grado de dificultades que encontraron ni cómo ni con qué esfuerzos las superaron. Reitero, me entusiasmé. Comencé a masticar en silencio la idea de las misiones en la Patagonia. Fue madurando y creciendo mientras completaba cada una de las etapas de mi formación. Hasta que llegó la carta del Rector Mayor Don Ricaldone contestando mi solicitud La respuesta coincidió con el momento de mis votos perpetuos y la presencia de mi madre. No fueron coincidencias. No fueron coincidencias porque a lo largo de mi vida aprendí que en los Designios de la Providencia no hay simples coincidencias. Me acuerdo haber expresado aquella frase del César al cruzar el Rubicón . . alea jacta est, y que había hecho mía . . la suerte está echada . . La suerte estaba echada. Eran las cartas que Dios barajaba para mí. Comenzó a hacerse la luz en mi mente. Entonces, todas las pruebas a que había sido sometido eran para prepararme a lo que venía, en la Patagonia . . .? Fecha de viaje y orden de pasaje me llegaron pocos días después. Debía embarcar en Génova el 3 de octubre en el barco argentino Santa Cruz, rumbo a la Argentina. En octubre de 1948 cumpliría 23 años. El alma templada por una vida de pobreza y carencias. El sufrimiento de la guerra. El carácter forjado por una férrea disciplina y un alto nivel de autoexigencia. A qué otras pruebas me podía someter la voluntad Divina que ya no hubiera vivido y superado . . Les comenté a mis alumnos mi intención de ser misionero en alguna parte del mundo. La respuesta del Rector Mayor a mi pedido enviándome a las misiones de la Patagonia. Me sorprendieron con su contestación. Mi Patagonia, dijeron, estaba acá, en Bologna. Acá había mucho que trabajar. Que reconstruir. No tenía ninguna necesidad de irme tan lejos. Todavía recuerdo aquella respuesta. El colegio estaba de vacaciones. Intenté seguí trabajando como si nada hubiera ocurrido. Con los internos que permanecían en el colegio. Con los oratorianos. Con la catequesis de preparación de las primeras comuniones en la parroquia. Pero me costaba dominar la ansiedad ante la inminencia del viaje. Me esforzaba por concentrarme en cada una de mis tareas. Octubre y el comienzo del siguiente año escolar estaban próximos. Yo no estaría. Miraba cada parte de aquel colegio en el que había vivido los tres últimos años de mi vida salesiana. Tres años de intenso trabajo conviviendo con una población de chicos 63
huérfanos. Desamparados. Excluídos por una sociedad en la que no tenían cabida. Una sociedad sobreviviente que trataba de cerrar como podía sus heridas provocadas por la guerra. Como una especie de despedida, charlaba con más frecuencia con el director y párroco Don Gavinelli, a cuyas órdenes había estado durante ésos años. Con Don Guanella, con Don Viscardi. Con mis compañeros docentes clérigos, coadjutores y sacerdotes. Cada uno a su modo expresaba el sentimiento que le provocaba la separación. Con sus mejores palabras y actitudes trataban de contemporizar y alentarme. Me hablaban del privilegio de la elección Divina para ser enviado a los misiones de la Patagonia, la tierra soñada por Don Bosco. Había afianzado y profundizado mi comunicación con los chicos. El nivel de compañerismo, contando con que yo tenía sólo unos pocos años más que alguno de los mayores. Para muchos de ellos el clérigo Juan Corti, docente y asistente por tres años, se había convertido en una especie de hermano mayor en la familia que habían logrado recuperar en el colegio. Era como que habían estrechado filas a mi alrededor para hacerme sentir su afecto. Los más osados se atrevían a insistir que no me fuera. Recalcaban que mi campo de acción estaba en Bologna no en la Patagonia. Otro me dijo que para qué me iba si Argentina no había estado en guerra. No había huérfanos. Ni destrucción. Ni hambre. Qué sentido tenía irme tan lejos cuando me necesitaban acá. Sentía que me lo decían con el corazón. Cada vez que me hablaban con semejantes argumentos se me arrugaba el alma. Confieso que cuando daba vueltas en la cama tratando de dormir recordaba las expresiones de mis alumnos. Sus caritas sentidas. Se me escapaban las lágrimas. Durante el día recorría en silencio rincón por rincón las instalaciones del colegio tratando de grabármelas en la memoria. Pensaba no sin congoja cuánto tiempo pasaría antes de volver al colegio. O si volvería alguna vez. Muchas veces llegaba agotado al final del día y me dormía en cuanto alcanzaba la cama. Ahora, a pesar del agotamiento me costaba conciliar el sueño. Mi mente giraba a toda velocidad y mi cuerpo respondía dando vueltas y más vueltas. Conocía la Patagonia por los relatos de algunos sacerdotes misioneros, como fueron los padres Stefenelli y Garbín. Y por todo lo que había leído y releído en los textos de geografía y de historia agentina. La carta de Don Ricaldone decía Patagonia Septentrional. El norte de la Patagonia. Eran las provincias de Río Negro o Neuquén. No imaginaba siquiera adónde iría. Sí que los cuatro años de teología previos a la ordenación los cursaría en la provincia de Córdoba, centro-norte de Argentina. 4. RUMBO A LA ARGENTINA El 15 de agosto del 1948 fue una fecha que marcó a fuego mi vida. Ese día profesé los votos perpetuos y recibí el mandato de la Congregación Salesiana para ir como misionero a la Patagonia Septentrional en Argentina. Mi propósito de ser sacerdote y misionero estaba casi al alcance de la mano.
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Escribí a mis padres comentándoles la fecha de mi partida. Volqué en ésas líneas todo lo que sentía por ellos. Les agradecí todos sus afanes y esfuerzos para criarme y educarme. Por los ejemplos de conducta familiar que había recibido. Por los valores morales que me habían inculcado. Ejemplo y valores que habían marcado mi vida. Ese sería el sello que guiaría mi vida de hombre y sacerdote. Me dolía no poder viajar a Galbiate para despedirme de mi familia. Abrazar a papá y mamá. Decirles cuánto los quería. Cómo los extrañaría. Mi corazón intuía que no volvería a verlos. No se equivocó. Volví 26 años después. En 1973. Ambos habían muerto. Preparé mis valijas gastadas, de cartón descolorido, conteniendo mis ropas y mi pobreza. La misma pobreza que sin necesidad del voto me acompañó toda mi vida. Hasta hoy. El 3 de octubre de 1948 era la fecha de embarque y partida hacia Argentina. Me despedí de mis superiores y hermanos salesianos. La despedida con mis alumnos fue muy emotiva. No sabía si los volvería a ver. Pero la vida me premió. No me olvidaron. Muchos años después un grupo de aquellos internados y alumnos ex-oratorianos de Bologna constituyeron un centro de ayuda que colabora desde Italia con la obra de Juan Corti. Colectan dinero, ropa y enseres que me envían regularmente. Hasta imprimen un boletín mensual con detalle de sus actividades que me remiten todos los meses. El viaje en tren de Bologna hacia el puerto de Génova sobre el Mediterráneo duró todo un día. Llevaba un par de libros para aprovechar el tiempo ocioso del viaje. Todos los intentos de concentrarme en la lectura fueron vanos. Tampoco pude dormir. La ansiedad, el desasosiego por el viaje inminente pudieron más. Pedí a Dios y a la Virgen María que me dieran una mano para sosegar mi espíritu. Si el viaje y la vida de trabajo y sacrificio que debería afrontar en mi nuevo destino estaban dentro de los planes que habían reservado para mí, no tenía sentido el nivel de inquietud que estaba experimentando. Recuerdo que para distraerme trataba de imaginar cómo sería la Patagonia Septentrional a la que me mandaba la Congregación. Las únicas imágenes que se me cruzaban eran las que había visto en los libros de geografía que había consultado. Creo que el esfuerzo del ejercicio mental y el traqueteo monótono del convoy sobre los rieles me permitió dormitar durante algunos tramos del viaje. El 2 de octubre estaba en Génova. Me trasladé de la estación hasta las instalaciones portuarias. Debía completar los trámites de embarque. En las oficinas me encontré con los que serían mis compañeros de viaje. Eramos 15 salesianos enviados a las misiones de Sudamérica. 12 a Brasil, Paraguay, Uruguay. Tres para Argentina. El clérigo Cominelli destinado a Stefenelli en Río Negro; el coadjutor Brescianini a Comodoro Rivadavia y yo, Juan Corti que debía completar los 4 años de teología en la instituto Villada en Córdoba. Esa fue la primera vez que escuché de Comodoro Rivadavia y dónde quedaba. La gran sorpresa sobrevino cuando estábamos próximos a embarcar. Mi madre me estaba esperando. Sin avisarme había realizado un largo viaje desde Galbiate para
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despedirme. Abrazarme. Presenciar mi partida. Recuerdo que me quedé mirándola. La vi avanzar hacia mí sonriéndome. No podía creer que mamá estuviera ahí. Como en Bologna cuando profesé los votos perpetuos, nos abrazamos muy fuerte y lloramos juntos. En lo más hondo de mi corazón agradecí a Dios por la bendición de ver y abrazar a mi madre antes de partir. Mi padre se había quedado en casa. No había dinero para que viajaran los dos. A través de mi madre extendí el abrazo a mi padre. Le pedí que le llevara el abrazo fuerte que yo le daba a ella. Entre lágrimas me sonreía. Miraba orgullosa a su único hijo varón, salesiano, que partía como misionero a una región lejana llamada Patagonia en un país tan distante como Argentina. Vine a despedirte, comenzó diciendo, para traerte la bendición y el abrazo de papá. Y porque quiero decirte dos cosas antes de que te vayas. Qué cosas, mamá . . La primera, siguió, es que tus hermanas Gina y María, que eran las mayores, no son tus hermanas. Porqué mamá . . Son tus primas. Estaba asombrado. Sólo atinaba a decir . porqué mamá. Mi madre continuó: porque cuando eran chicas quedaron huérfanas de padre y madre. Entonces papá dijo: son mis sobrinas. Me encargo yo. Nos casamos y llevamos a casa con nosotros a éstas dos chicas. Que no son tus hermanas sino tus primas. No salía de mi asombro. La declaración había sido muy fuerte. No obstante siempre las consideré mis hermanas a pesar de la revelación de mamá de las circunstancias biológicas. Sus hijos me dicen tío. Mamá me miró a los ojos como cuando era chico y me retaba tras una trastada. La segunda cosa que quiero decirte es la siguiente: . . si vas a la Patagonia para no hacer nada, no te dejo ir. Pero si vas a la Patagonia para hacer algo, te ordeno que vayas. Y aunque tenía los ojos llenos de lágrimas me dijo: y no te voy a llorar. En silencio nos volvimos a abrazar. Creo que los dos teníamos la presunción de que ésa era la última vez que nos veíamos. Así fue. No volví a ver a mi madre. Ni a mi padre. Cuando regresé a Italia 26 años después ambos habían muerto. Ese encuentro sorpresivo con mamá me quedó grabado en el alma. Hoy lo recuerdo con tanta nitidez como si hubiera sido ayer. Nos desprendimos del abrazo. Nos miramos muchos segundos. Yo lloraba. El llanto me sacudía. Mamá ya no lloraba. Tal como lo había dicho. Me miraba y sonreía. Comenzó a alejarse diciéndome adiós con la mano. Contuve el impulso de correr y darle un último abrazo. Tomé mis valijas, giré y comencé a caminar hacia mis compañeros que me aguardaban. Nos condujeron hacia la dársena donde estaba atracado el buque argentino Santa Cruz. (10) Me volví para saludarla. La última imagen que tengo en la memoria es haberla visto caminando, alejándose sin darse vuelta. Desde el fondo del corazón y del alma en un llanto silencioso me salió un último saludo. . . adiós mamá. Adiós papá. Me acuerdo que recé . . . tus planes para mí tienen que ser muy grandes Dios, porque el costo es muy duro. Mis compañeros me rodeaban en silencio respetando mi dolor. Juntos comenzamos a caminar hacia el barco. Subimos. En cubierta nos orientaron hacia nuestros camarotes Esta vez debía decir . . Alea jacta erat . . . la suerte estaba echada.
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(10) Bq. Río Santa Cruz: barco construído en astilleros ingleses en 1905. De 126 m./eslora, 15 m./manga, 11.50 m./puntal. (largo, ancho y alto). Capacidad de bodegas: 4.900 tns., de pasaje: 118 en 1ª. clase y 84 en 2ª. Durante 2da. Guerra mundial prestó servicios como transporte de pasajeros y carga general a Europa, hacia donde realizó su último viaje a finales de 1948. Fue destinado a cabotaje
Era de noche. Cenamos y nos retiramos a descansar. El barco inició las maniobras de soltar amarras. Un ruido de motores nos avisó que el viaje había comenzado. Lentamente salió de la dársena y enfiló hacia mar abierto. A pesar del frío salí a cubierta y me apoyé en la borda mirando cómo se iban alejando las luces del puerto de Génova y de la Italia, mi tierra de origen. Iba rumbo a otro puerto, a otra tierra, a otra cultura hasta ése momento para mí desconocidos. Mi pensamiento voló hacia mamá que estaría viajando de regreso a Galbiate. Hacia mi padre que estaría en casa o tal vez trabajando en el turno de noche en la fundición en Lecco. Sin duda que nuestros pensamientos se estarían cruzando en ése momento. Yo pensando en ellos y ellos en mí. Yo bendiciéndolos y ellos deseando en su corazón que mi aventura, porque era una aventura, fuera bendecida por Dios. Cuando las luces se perdieron en el horizonte y fueron cubiertas por la oscuridad y la distancia, me fui a dormir. Mis compañeros de camarote dormían. Recé con un fervor profundo y acongojado. Pedí ayuda. Mucha ayuda. Porque la necesitaría. Di muchas vueltas hasta que me quedé dormido. Me despertó el murmullo de mis compañeros. Me levanté. Me asée y fuimos juntos al comedor por el desayuno. Nos encontramos los 15 salesianos. Rezamos todos juntos antes de sentarnos a la mesa acompañados por el silencio respetuoso del resto de los comensales. Un comentario jocoso de uno de ellos fue que en el barco se comía mejor que en nuestros seminarios. Era cierto. La cena había sido abundante. El desayuno café con leche, pan y mermelada a discreción. Cuánto tiempo hacía que no disfrutaba de una comida apetitosa, tranquila, sin prisas ni corridas. Era mi primera experiencia de viaje en barco. Dos o tres días después, unos más rápido que otros aclimatamos nuestros estómagos y equilibrio al vaivén que el mar le imprimía a la nave. Una vez acostumbrados iniciamos la relación con los integrantes del pasaje. Viajaban numerosas familias con sus hijos. Armamos un oratorio a bordo. Cantos; juegos, clases de catecismo. De a poco comenzaron a multiplicarse los cantos y la risa de los chicos. Esa parte del barco se llenó de alegría. Se generó un ambiente de confianza en el que terminaron entrando los padres y otros miembros del pasaje. Los fines de semana se oficiaba misa y comunión en una instalación cedida y arreglada por la tripulación. A mi experiencia oratoriana en Galbiate primero y en Bologna después pude sumar, tras casi 30 días de viaje, la de haber armado y asistido un oratorio a bordo de un barco. Algo que jamás habría imaginado. Comenzaba a entender aunque todavía en penumbra el camino que Dios me estaba marcando. Oratorianos en Galbiate, entre los que los que aprendí a desenvolverme, sobre todo durante los dos años de aquel pre-seminario con el teniente cura Don Vimercatti. Oratorianos durante los tres años de docencia en Bologna, alternando y 67
conviviendo con el dolor y la necesidad de centenares de huérfanos, excluídos y abandonados como consecuencia de la guerra. Ahora oratorianos, pero en un oratorio improvisado a bordo de un barco que me llevaba a trabajar en las misiones en la Patagonia, en Argentina. Uno tras otro pasaron los casi 30 días del viaje. Fueron días de muchas horas de trabajo oratoriano. De oración. De meditación. Asistía al oficiante en la misa diaria. Comulgaba. Jugaba, cantaba y rezaba con los chicos del oratorio que no nos daban tregua. Nos venían a buscar después del desayuno. Les encantaba el relato de la Historia Sagrada. Una vez en ambiente venía la hora de de catecismo. Después les contábamos de la vida de algún santo. Al mediodía volvían con sus padres. Almorzaban y alrededor de las 16 realizábamos la llamada sesión oratoriana vespertina. Todo era cantos, juegos y risas. Los propios padres, con los que afianzamos una relación excelente, traían a sus hijos por la mañana. En no pocas oportunidades se quedaban a presenciar las clases, como las llamaban, de Historia o catecismo. Hasta participaban de los juegos con los chicos y nosotros. En confianza nos charlaban de sus esperanzas. De sus proyectos de una nueva vida. Del dolor de la partida de su tierra natal cortando sus afectos, corridos por la falta de oportunidades y hasta por el hambre tras la guerra. Muchas veces me tocó enjugar sus lágrimas. Para cortar lo duro del momento solía invitarlos a jugar con nosotros, hasta que la algarabía de los chicos les arrancaba la sonrisa y pasaba el mal momento. Yo me reservaba un par de horas del día, generalmente después de cenar, para la meditación. Intentaba dibujar en mi imaginación lo que me esperaba. Primero debía abocarme a mis estudios de teología. Los últimos cuatro años que me separaban del orden sagrado que tanto ansiaba recibir y con él el título de sacerdote. Padre Juan Corti, sacerdote salesiano. Sacerdote de Don Bosco. Durante el viaje que estaba por concluir había ayudado diariamente al oficiante en el rezo de la santa misa. Recuerdo cómo deseaba estar en su lugar en el acto de la consagración. Ser yo quien consagrara la hostia y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Comulgar con mi propia consagración. Pensaba en el párrafo de las Escrituras . . . todo tiene su tiempo bajo el sol. Ya llegaría mi tiempo. Que estaba indudablemente marcado por Dios. El Santa Cruz atracó primero en el puerto de Montevideo. Ahí descendió el grueso de nuestros compañeros salesianos. 12 en total cuyos destinos eran Brasil, Uruguay y Paraguay. Antes de separarnos nos juntamos los 15. Rezamos y agradecimos desde lo profundo de nuestras almas por el horizonte que nos abría la vida y nuestra pertenencia a la congregación salesiana. Por el viaje feliz que habíamos compartido. Y como en toda despedida con la incertidumbre de si volveríamos algún día a encontrarnos. El 30 de octubre de 1948 llegamos al puerto de Buenos Aires. Desde horas antes durante la maniobra de acercamiento estábamos todos acodados en la borda mirando la nueva patria. La tierra de promisión para la mayoría de los pasajeros. El horizonte
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que delineaba sus nuevas esperanzas. Sus rostros y los nuestros reflejaban la ansiedad y la expectativa que significaba la nueva tierra. Todo ése día, el último a bordo, fue de despedida. De los pequeños oratorianos. De sus padres y de las personas que nos habían atendido durante el viaje. El barco completó la maniobra de amarre. Terminé de guardar mis pertenencias. Cerré mis valijas y con los demás nos dirigimos a la escalera para descender y pisar suelo argentino. Si bien estaba en el puerto próximo a desembarcar y mi horizonte se reducía a lo que veía en ése lugar y momento, Buenos Aires me pareció inmensa. Esa fue, recuerdo, mi primera impresión. La segunda, cuánta gente había en el puerto. Veía que a medida que los pasajeros descendían se perdían en medio del gentío. Algunos en los brazos de familiares que los esperaban. Otros rumbo a alguna parte de la gran urbe. Los tres que quedábamos del grupo de los 15 viajeros, Cominelli, Brescianini y yo Corti, descendimos. Finalmente estaba en la Argentina. Nos habían anticipado que vendrían a buscarnos. Aguardamos a que vinieran por nosotros. Mientras, hicimos una recorrida por los alrededores en la zona del puerto. Recuerdo que me llamó la atención una hilera de recipientes de lata que contenían piezas de pan. Tantas que sobresalían por encima de su capacidad. Piezas que, según supe después, se llamaban felipes. No podía creerlo. Eran recipientes conteniendo pan que había sido arrojado como basura. Como deshecho. Nos miramos con Cominelli y Brescianini. Estábamos asombrados. En Italia para sobrevivir y cuando había, comíamos hasta el último mendrugo. No dejábamos ni una miga de pan. Y acá se tiraba el pan que no se consumía. Veníamos de la escuela de la miseria provocada por la guerra y nos topábamos con la abundancia. Abundancia o una conducta social desaprensiva por no haber vivido pobreza y miseria de verdad. Después supimos que había mucho para pocos y poco y nada para muchos. Y que de ésos recipientes se servían muchos a los que llamaban mendigos. Pero lo que veíamos no podíamos entenderlo. La necesidad tiene cara de hereje y crea reflejos rápidos. Me aproximé a uno de los recipientes y con celeridad tomé como 10 piezas de pan. De felipes. Guardé la mitad en cada bolsillo de la sotana que quedaron muy abultados. Esa noche y al día siguiente di cuenta de ellos. Completaron mi dieta. Volvimos al punto de encuentro en el que vendrían por nosotros. Quien vino a buscarnos y en un viejo automóvil Fiat 600 fue el Padre Luis Cencio,(11) encargado de la Obra Salesiana en la Patagonia Septentrional. Eramos 3 personas con nuestras valijas. No recuerdo cómo nos acomodamos dentro del Fiat. Cuando lo conseguimos nos pusimos en marcha. Viajamos hasta una casa salesiana en la calle Laprida al 1.245, que servía de albergue a los salesianos del interior cuando viajaban a Buenos Aires. En ella se recibían las donaciones de ropa destinadas a las misiones salesianas en la Patagonia. 11) P. LUIS CENCIO: Sacerdote D.Bosco. Misionero. Periodista. Nacido en Italia en 1874. Muerto en B.Aires en 1966. En 1911 vino a la Patagonia. Creó el Centro de Prensa Salesiana que distribuía 70.000 ej. Boletín Salesiano x mes. El periódico Obra de D.bosco en la Patagonia Septentrional y el Boletín Ceferiniano. Era el Encargado de la Obra Salesiana en la Patagonia Septentrional.
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Ahí fuimos alojados los tres, Brescianini, Cominelli y yo. Cominelli siguió viaje a Alejandro Stefenelli en Rio Negro y el coadjutor Brescianini a Comodoro Rivadavia. Me quedé solo. Me sentí muy solo. Extrañaba la actividad, las corridas de un aula a otra, el ruido, la algarabía del colegio de Artes y Oficios de Bologna.. El trabajo del oratorio durante el viaje en el Santa Cruz. Las charlas sobre planes y proyectos que sosteníamos entre los 15 salesianos compañeros. Hablábamos en nuestra lengua, el italiano. Aquí se hablaba el castellano. Salvo uno que otro término de fonética parecida no entendía ni jota. En la casa de Laprida 1.245 cada cual estaba ocupado en lo suyo. Yo, Juan Corti, clérigo, aspirante a sacerdote y misionero era un inmigrante. Podía hablar el latín de Ovidio y Virgilio; el griego antiguo de Aristóteles y Platón o el italiano del Dante, Petrarca y Boccaccio. También hablaba algo de alemán. Pero no conocía el idioma de Cervantes. Estaba en Argentina y no sabía hablar castellano. Recuerdo que me reía pensando que estaba atiborrado de clásicos pero ignoraba lo elemental. La lengua para comunicarme con mis semejantes en éste, para mi, nuevo país. Mientras observaba cómo se recibía, clasificaba y embalaba la ropa de las donaciones que se recibían para las misiones salesianas en la Patagonia. Fue mi primer contacto con éste tipo de acciones que iba a desarrollar y perfeccionar a lo largo de toda mi vida de trabajo. Después de las prácticas piadosas me quedaba mucho tiempo para meditar. Repasar mi vida. Y plantearme cómo sería de aquí en adelante. Me dispuse a escribir a mis padres. Redacté una larga carta contándoles el viaje. La actividad sacerdotal y oratoriana desarrollada a bordo. La llegada a Buenos Aires. Mi primera impresión de la gran ciudad y la visión, en el zona del puerto, de la gran cantidad de pan arrojado como basura en los contenedores. Jocosamente les comenté los diez o doce panes, llamados felipes, que había rescatado y guardado en los bolsillos de la sotana para comer después. Les describí la residencia salesiana en la que estaba alojado en Buenos Aires y la actividad que desarrollaban. Cómo los extrañaba. Le agradecí a mamá que hubiera venido a despedirme a Génova. Le conté mi impresión al verla. Y su imagen grabada en el alma. Los envolví a todos, padres y hermanas, en un gran abrazo. Cerré la carta y la dispuse para despacharla al día siguiente. Era mi primera carta desde Argentina. La recibirían para Diciembre. Recién en ése momento percibí cuánta distancia había entre ellos en Italia y yo en Argentina. Y sentí su ausencia. Mi estancia en el albergue salesiano de calle Laprida duró una semana. Con todas mis valijas me enviaron a la Casa Salesiana de Artes y Oficios en San Isidro. Un gran colegio con capacidad para 600 alumnos artesanos. Fui recibido por el director Don Salvetti. Se hizo cargo de mi situación. Era italiano pero dominaba muy bien el castellano. Me hablaba y contestaba mis preguntas en italiano y traducía sobre la marcha al castellano, para que fuera ablandando la oreja y aprendiendo, decía. Cada respuesta 70
terminaba en una sonrisa. Me guió por el interior del colegio mientras no dejaba de hablarme y animarme. Alrededor de 20 salesianos constituían el plantel del colegio entre clérigos, coadjutores y sacerdotes. Entre ellos había tres coadjutores que habían llegado de Italia el año anterior. Me acuerdo el nombre de dos de ellos. Don Lovisatti, que era carpintero y Don Riva, de la inspectoría Lombardo Emiliana. De la que yo venía. Era escultor. Fui muy bien recibido. Todos querían saber sobre la Italia de post-guerra. Cómo se las arreglaba la Congregación Salesiana frente a la demanda multiplicada de asistencia de tanta niñez y juventud huérfana y abandonada. Les conté sobre mi filosofado entre Palazzolo, donde vivíamos y estudiábamos durante el día y el castillo en Cígole donde dormíamos. El trienio en el colegio técnico medio destruído en Bologna. La condición paupérrima de muchos de los artesanos internos y de los estudiantes externos. Los esfuerzos denodados de la Orden para rescatar y encausar aquella multitud de niños y jóvenes y transformarlos en buenos cristianos y honrados ciudadanos, según el mandato de Don Bosco. Finalmente quedé alojado. Me instalaron en una habitación privada. Por primera vez tenía una habitación para mi solo. Era todo nuevo. Y desconocido. A pesar de las sonrisas con que me saludaban otros sacerdotes y clérigos cuando Don Salvetti me presentaba, sentí una gran soledad. Recuerdo que pensé . . . esta es la tierra de promisión. La tierra de mis sueños. Estoy en Argentina. Las instalaciones lucían pulcras. Como recién pintadas. Por mi mente y como en un película pasaban las imágenes de las instalaciones semidestruídas del colegio de Bologna. Por ahí había pasado devastando todo a su paso uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis. El de la guerra. Por aquí ninguno. Todo brillaba como nuevo. Ante la imagen del pan arrojado como basura en los recipientes del puerto me preguntaba si la sociedad argentina tendría alguna noción de lo que eran la guerra, el hambre, la peste, la muerte. Como la habíamos vivido en Europa. Agradecí a Dios en mi interior porque vivir en un colegio como éste en el que pasaría un tiempo antes de ir a mi destino en Córdoba, era un lujo. Había agua abundante y caliente; energía eléctrica, calefacción y una mesa de plato lleno. Pensé que en el colegio de Bologna y en casa de mis padres seguirían por mucho tiempo viviendo en el sacrificio de la pobreza y apretando los dientes, ante las carencias y hasta el hambre. Realmente Argentina era una tierra de promisión. No sabía en ése momento lo mucho que me costaría y lo que me exigiría ésta tierra de promisión. Fui hasta la iglesia. Me puse de rodillas. Desde el alma me salió una oración de agradecimiento. Del corazón una gran congoja. De los ojos un montón de lágrimas. No traté de ahogar la congoja ni reprimir el llanto. Era, y soy, después de todo un ser humano. Me acordé de las palabras de San Pablo . . el espíritu está pronto pero la carne es débil. En ése momento me sentí más débil y humano que nunca. 71
Me veía raro sin actividad alguna durante el día. Recuerdo que distribuía mi tiempo entre la oración y el aprendizaje del idioma castellano. Presentando mis, entre comillas, credenciales de maestro y asistente en el colegio técnico en Bologna, obtuve autorización para conocer y recorrer los talleres. Era acompañado por el coadjutor jefe de taller. Me interesaba en cada trabajo que se realizaba. Sin saberlo me iba preparando para cuando me tocara concretar la idea del colegio de Artes y Oficios que traía de Italia. Pero eso sería 47 años después. Las clases terminaron en Diciembre de 1948. Acto de fin de curso. Egresos. Entrega de diplomas. Con las vacaciones el colegio quedó vacío y se hizo el gran silencio. Recordaba que en Bologna buena parte de los internos permanecían durante las vacaciones en el colegio porque no tenían dónde ir. Sus padres habían muerto y sus hogares destruídos. Aquí volvían todos a sus casas. A reunirse con sus familias. Mi estancia en el colegio técnico salesiano de San Isidro se prolongó hasta mediados de febrero de 1949. Durante ése lapso profundicé mi estudio del castellano. Primero resultó un cocoliche. Una mezcla confusa de italiano y castellano. En una segunda etapa, poco a poco y no sin esfuerzo fue naciendo el castellano. Y hasta el argentino. Lo que me más me costaba era aprender a conjugar los verbos Me enredaba en los tiempos. Tropezaba con las conjugaciones. Verbos transitivos, reflexivos. Auxiliares. Me hacían transpirar tinta. Pero comencé a lograrlo. Decía Don Salvetti que se me había ido ablandando la oreja. Escuchaba, entendía y podía responder. Me esforzaba de verdad. No me iban a ganar los verbos. Cuando estaba pronto a partir para el Instituto Villada,(12) en Córdoba, mi castellano era algo más fluído. Lograba hacerme entender. Decía Don Salvetti que se me había ablandado la oreja. Escuchaba, entendía y respondía con cierta fluidez.
12) Instituto Teológico Internacional J. Clemente Villada y Cabrera, a 7 kms. de la ciudad de Córdoba camino a La Calera. donde se completa el cuatrienio de estudios teologales previos a la ordenación sacerdotal. Conocido como VILLADA. Los terrenos y la construcción fueron donados por Elisa e Indalecia Villada, hijas del dr. José C.Villada y Cabrera, ex rector de la Universidad de Córdoba y Constituyente en 1853, en 1929 en honor a la beatificación de Don Bosco y para salvaguardar la memoria de su padre. El proyecto original era para una escuela agrícola. Luego se lo destinó para la formación teológica y sacerdotal salesiana para Argentina, Uruguay y Paraguay. Fue inaugurado en 1931.
CAPITULO 5. LOS RECUERDOS. VIAJE AL INSTITUTO VILLADA EN CORDOBA. CUATRIENIO DE ESTUDIOS TEOLOGALES. 72
LOS ORATORIOS EL TROPEZON, CORDOBA y EN VACACIONES EN COMODORO RIVADAVIA. EL ORATORIO. 1. LOS RECUERDOS. Las largas tardes de febrero de vacaciones en el colegio de San Isidro fueron propicias para la meditación y el recuerdo. 30 días de viaje por barco me habían separado de mi tierra de origen, de mi familia y de tantos afectos y amistades. Mi vida se había construído muy lejos. Con otro idioma, costumbres y cultura. Con circunstancias tan dramáticas y duras como la guerra y sus consecuencias. La pobreza había mecido mi cuna. Gobernado mi niñez y adolescencia. Inculcado una rigurosa estructura de valores. Marcó mi vida, moldeó mi conducta y me hizo de un carácter duro. Tenaz. En medio de ése cuadro que pintaba mi mente empujada por el recuerdo se cruzaban permanentemente las figuras de mis padres. Especialmente la de mi madre. Y la de otras personas que en algún momento intervinieron en mi vida. Cumplieron algún papel más o menos importante en mi formación y se retiraron del escenario de mi vida. Había comenzado a preguntarme quiénes eran ésos seres de los que Dios se había servido para que yo naciera, a los que quería tanto, como mi madre y mi padre. Cuál era su estructura interior para ser tan estrictos en sus conceptos. Como cuando mi madre me despidió diciéndome . . si vas a la Patagonia para no hacer nada no te dejo ir. Pero si vas para hacer algo te ordeno que te vayas. Y no voy a llorar . . . Frase que daba vueltas en mi cabeza. Ordenaba que me fuera sólo si era para construir el proyecto de mi vida trabajando. Mi vida iba a ser fructífera sólo trabajando para los demás. En cuyo caso ella no lloraría. De lo contrario que me quedara. Me había sonado como una orden. O la respuesta de mi padre cuando le dije que quería ser sacerdote. Dejó de lado sus necesidades y a pesar, de esto no me cabe duda, de que secretamente tenía la esperanza de que como único hijo varón me quedara para ayudarlo con el peso de sostener la casa, me respondió con cuatro palabras. Si yo lo quería y ésa era la voluntad de Dios, él no se oponía. Bendecía mi decisión. Recuerdo que había lágrimas en sus ojos. Fue la única vez que lo vi llorar. Papá disimulaba sus emociones. Rara vez se permitía demostrarlas. Ese día, enterarse de la decisión de su hijo de ser sacerdote por boca de su propio hijo, creo que lo superó. Se le escaparon las lágrimas. Su respuesta aludiendo a la voluntad de Dios me sorprendió. No era una persona que expresara mucha fe. No pronunciaba el nombre de Dios con frecuencia aunque fuera a misa los domingos. Mirando en retrospectiva creo que su religión la vivía en su fuero interno y como algo propio. En todo caso era íntima y personal con Dios. No necesitaba, y no lo hacía, manifestarla hacia fuera. Pensaba en la escuela de la vida en la que ambos se habían criado y formado. Una vida de pobreza dura. Llena de carencias. Sus caracteres moldeados por esfuerzos y sacrificios para poder vivir, y en no pocas oportunidades sobrevivir. Su vida y su mundo acotados por un horizonte cuyos límites eran los del mismo pueblo. O un poco más allá. Pero no mucho más.
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Yo mismo había vivido ése mismo mundo hasta los 14 años, cuando salí por primera vez de mi pueblo para ir al seminario de Chiari. Hasta ésa edad no había conocido otro que el de Galbiate. Duros. Disciplinados. En su mundo de conceptos no había grises. Era blanco o negro. La austeridad y el sacrificio habían sido y eran parte de cada uno de sus días. La actitud frente a la vida era de lucha. Sus existencias habían sido marcadas con ése destino desde la cuna. Y lo fueron hasta la sepultura. Mi madre no admitía excusas frente ante una equivocación o un error. En su análisis, elemental pero muy práctico, incorporaba las consecuencias. La magnitud de la culpa o la responsabilidad eran medidas por las consecuencias de un acto. Mayor el grado de responsabilidad cuanto mayor o más gravosas eran las consecuencias. Nunca acudía al castigo físico. Me llamaba, me sentaba frente a ella y hablando me apercibía sobre lo que había hecho. Los porqué. Las consecuencias. Y cómo debía evitar su repetición. Me ponía frente a la falta. Me hacía ver mi grado de responsabilidad. Muchas veces se me caían las lágrimas porque suponía que con mi acción o mi actitud la había ofendido. Lejos de mí la intención de ofenderla porque la quería mucho. El carácter de mi madre era extrovertido. Alegre. Tenía dichos muy propios; salidas tan acertadas que provocaban la risa de todos. Papá en cambio era introvertido. De pocas palabras. Silencioso. No recuerdo haberlo escuchado reír con fuerza alguna vez. Cumplía con sus tareas, según mi manera de ver, casi sin hacer ruido. Siempre estaba pronto a tender una mano donde se la necesitara. Como cuando ganó una vez un premio de 4.300 liras en la lotería. Pagó sus deudas. Guardó una parte y el resto lo dividió entre sus tres mejores amigos. Para que ellos pudieran también disfrutar del regalo con el que Dios lo había bendecido. Tenía un concepto muy acendrado de la lealtad. Mamá cumplía diariamente el rito de recorrer las casas vecinas donde hubiera enfermos. Con qué delicadeza y cuidado, en los casos que debía hacerlo, les colocaba la inyección. El cariño con que les hablaba, los ayudaba, cuidaba, reconfortaba. Decía que cuando entraba a casa de algún vecino enfermo, Dios y la Virgen la acompañaban. Entonces los que entraban eran tres. Con semejante ayuda el vecino tenía que curarse. Rechazaba con una sonrisa cuando alguno pretendía pagarle alguna lira. Las atenciones se manifestaban en Navidad. Llovían en casa paquetes con frutas, turrones, chocolates y otros presentes con los expresaban su agradecimiento a mamá. Y ése día y el siguiente con mis hermanas nos atiborrábamos con las golosinas que no podíamos comer durante el año. Una existencia de pobreza y austeridad, con escasas o ninguna posibilidad de revertir algún día la situación, impregnada de una casi obcecada fe en Dios. Una aceptación sin retaceos de la voluntad de divina. Afirmadas con las consabidas frases . . es la voluntad de Dios; o Dios sabrá porqué, . . Dios me lo dio, Dios me lo quitó. Frases que me impresionaban como de resignada aceptación de lo imprevisible. No había manera de rebelarse. De cambiar la situación. Sólo se aceptaba.
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Mamá practicaba la caridad activa fuera de casa y sostenía su fe con sus prácticas piadosas todos los días. Dentro de casa su preocupación y trabajo eran el cuidado de su esposo e hijos. Papá trabajaba y se esforzaba para sostener a su numerosa familia. Para él los hechos eran amores. Cada uno a su manera con sus actos y comportamiento marcaba las pautas de un modelo de conducta. Yo copié ésos modelos. Los incorporé definitivamente a mi vida. Siempre me pregunté cómo siendo tan distintos pudieron conocerse papá y mamá. Y casarse. Cuánto tuvo que costarle a mamá aceptar recién casada la crianza de mis dos primas-hermanas mayores, Gina y María, sobrinas de papá, huérfanas de padre y madre. Papá se hizo cargo de ellas y las incorporó a su familia recién constituída. Pero mamá también se hizo cargo y comenzó su propia familia con hijas que no eran propias. Y a arremangarse cuando vinieron sus propios hijos y criarlos a todos con la misma dedicación y amor. Sin distingos. El tratamiento con mis padres era de ud. Jamás me permití tutearlos. Era un respeto natural. Tanto mi madre como mi padre miraban directamente a los ojos cuando hablaban. Y nos enseñaron a hacer lo mismo. A mirar a las personas a los ojos. Decía mamá que a través de los ojos se puede ver el alma. Yo soy una astilla de ése tronco. Recordaba las últimas oportunidades que ví a mi madre. El 15 de agosto de 1948, en la casa de ejercicios espirituales en Como cuando profesé los votos perpetuos. Ahí estuvo ella acompañando a su único hijo varón Juan, su Gianni, en un acto trascendente de su vida. Su compromiso de ser salesiano por toda su vida. Ahí leímos juntos la carta del Rector Mayor Don Ricaldone enviándome a las misiones de la Patagonia Septentrional en Argentina. Nos abrazamos. Lloramos juntos. La última, el 3 de octubre de 1948. Cuando viajó sorpresivamente a Génova para despedirme en el puerto momentos antes de mi partida para Argentina. El abrazo, el llanto, la despedida y sus palabras marcando la entereza y fuerza de su carácter. . Si vas a la Patagonia para no hacer nada no te dejo ir . . y su imagen final alejándose del puerto sin darse vuelta. Sin mirar atrás. La última vez que ví a papá fue cuando regresé a casa después de Buchenwald, al terminar la guerra. Después me fui a completar el filosofado en Palazzolo y Cígole. Fue en mayo de 1945. Hacía 4 años. No volví a verlo. Mi maestra del primario Gabriela Aldeghi. Paciente. Cariñosa. Podía ser exigente hasta la severidad. Caritativa. No dudaba en abrir su vianda y compartir la mitad de su almuerzo conmigo. En casa no había para que yo llevara vianda para comer al mediodía en la escuela. Siempre estaba dispuesta a repetir una explicación para el alumno que no entendía. O para escuchar al que venía con una aflicción. Recuerdo que decía que cuando en un niño la vista no brilla es porque tiene una nube en el alma. Los de mis padres y el de mi maestra fueron los primeros modelos de conducta y valores morales que tuve enfrente. Con los que comencé a alimentar el alma. A forjar el carácter. Y a incorporarlos en mi niñez y en la corta adolescencia que pasé junto a ellos. Fueron sacerdotes la mayoría de las personas que habían pasado por mi vida hasta ése momento fraguándola, moldeándola. El primero que trabajó en ella fue Don 75
Hermenegildo Vimercatti. El teniente cura de Galbiate, ayudante del párroco. Nos preparó y aleccionó en ésa especie de pre-seminario en el oratorio del pueblo. Cincuentón, jovial, bondadoso. Pero severo y exigente cuando de deberes y responsabilidades se trataba. Su lema era el refrán latino . . age quod agis. Haz lo que haces. Lo que debas hacer hazlo sin demora. Esfuérzate para hacerlo de la mejor manera posible. Lo demostraba con el ejemplo. En el seminario de Chiari la figura fue el sacerdote salesiano Don Elías Comini. Era nuestro consejero. Profesor de música y maestro de coro. Comprensivo. Tolerante. Su arma era la sonrisa. Confidente y compinche con los seminaristas. Se hacía querer. Con él teníamos charlas frecuentes. Escuchaba con interés. Nos clavaba la vista con una mirada entre benevolente e inquisidora. Era muy disciplinado. Aplicaba ésa misma disciplina a sus clases de música y de coro. No toleraba errores o, como él decía, desafinados. Murió durante la guerra. Fue fusilado por los alemanes junto con un grupo de sus parroquianos por negarse a ser exceptuado de la pena de muerte, ordenada como represalia por la muerte de un grupo de soldados alemanes a manos de partisanos. Cuando se le indicó que sería exceptuado por su condición de sacerdote, la rechazó. O todos o ninguno, declaró. Su causa está en proceso de beatificación. En el noviciado la figura de Don Antonio Biecelli. Director del noviciado y maestro de novicios en Montodine. Lo comparaba con la figura de Don Cafasso. Aquel sacerdote director espiritual de Don Bosco. Que orientó sus primeros pasos hacia el sacerdocio. Don Biecelli tendría alrededor de 65 años. Se imponía con su sola presencia. Tal su personalidad. Sin embargo era extremadamente comprensivo. Como maestro de novicios teníamos con él una plática semanal de una hora y media. Nos recibía con una sonrisa. Nos palmeaba la mano mientras hablaba con voz suave. Decía que ser humano y hombre es una construcción costosa. Y ser humano, hombre y sacerdote una construcción divina. Pero extremadamente costosa. Porque sólo lo son los elegidos de Dios. Pero Dios a sus elegidos les hace pagar un precio muy alto. Y vaya si tenía razón. Me acuerdo cómo nos sonreía a los nerviosos novicios que ese año de 1943 recibimos la sotana, mientras pronunciaba la fórmula . . quítate el hombre viejo y ponte el hombre nuevo. Don Alejandro Manzoni, el director del filosofado en Nave y después en Palazzolo y Cígole era para nosotros un santo. Había recorrido mucha vida y acumulado vasta experiencia antes de recalar en Nave. Era anciano. Un asceta. Al contrario de las figuras de Don Vimercatti, Don Comini o Don Biecelli en cuyos rostros había siempre dibujada una sonrisa, Don Manzoni era muy serio. Su rostro era serio. Enjuto. Mirada profunda, penetrante, que se centraba en los ojos de su interlocutor. Imponía respeto. De hablar parco y frases precisas cuando señalaba un error, corregía u orientaba. O nos charlaba sobre la vida salesiana. Nos llamaba cariñosamente sus filósofos. Se encontraba, solía decirnos, en la última parte de su camino en éste mundo. Y que su vida, conocimientos y experiencia estaban a nuestra disposición. Debíamos aprovecharla disponiendo de ella para aprender. Enriquecer la nuestra y desarrollarnos plenamente como salesianos.
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Pensaba que había sido muy afortunado al tener ejemplos de la talla de mis padres y mi maestra. De los sacerdotes que me habían ido formando y conducido por el camino de la vida salesiana hacia la concreción de mi vocación sacerdotal. Sometido a muchas y muy duras pruebas para llegar a éste momento. Pero en éste aspecto Dios se había portado conmigo. Creo que se preocupó por darme los mejores guías para construir en mí a un sacerdote y salesiano hecho y derecho para la misión que tendría por delante. La larga meditación y recuerdos terminó con una profunda oración de gracias a Dios y a la Virgen María. Les aseguré, vaya suficiencia la mía, que no se habían equivocado. No puedo menos que sonreír cuando rememoro ésos momentos y aquella oración de suficiencia juvenil. Sentía a Dios y a la Virgen conmigo. Me creía fuerte. Me esperaba un sendero de trabajo, luchas y vicisitudes por recorrer. Aquella suficiencia juvenil se iría transformando a lo largo del camino de la vida en humildad. En reconocimiento que sin la ayuda de Dios poco y nada podía hacer. La vida se encargó de demostrármelo. Y doy fe que aprendí. 2. EL VIAJE AL INSTITUTO VILLADA EN CORDOBA Mediados de febrero de 1949. Me preparé para viajar otra vez. Mis pocas ropas y pertenencias fueron a parar al fondo de la maleta vieja y gastada que me había acompañado desde los 14 años. Desde el seminario de Chiari. Me despedí de los superiores del colegio. Don Salvetti me bendijo y pidió la ayuda de Dios para mi. La mejor de las suertes. Vuelve durante las vacaciones al colegio, me pidió. En el mismo viejo Fiat 600 con que el Padre Cencio nos fue a buscar al puerto cuando llegamos de Italia, uno de los coadjutores me llevó hasta la terminal de transporte. Despaché mi maleta y pasaje en mano abordé el ómnibus que me llevaría a Córdoba. Tenía por delante más de un día de viaje. Me acomodé en el asiento. Era mi primer viaje al interior de la Argentina. No tenía intención de dormir. Quería conocer todo lo grande que era mi nueva patria. Cotejar si los datos que había leído sobre el país eran ciertos. Me informé en la terminal sobre la distancia hasta Córdoba. Alrededor de 700 kms. Tras salir de Buenos Aires el ómnibus inició el recorrido del camino. Comenzó a desfilar frente a la ventanilla la infinitud del horizonte de la pampa. Veía por primera vez las pampas a las que se había referido y descrito el Padre Stefenelli en sus relatos cuando visitó el filosofado de Nave en 1943. No había exagerado. Eran inmensas. Nunca las hubiera imaginado tan extensas. El ómnibus avanzaba y era como si la pampa avanzara con él. Campos y pampa adelante, a los costados, atrás. Me sentía muy pequeño ante semejante inmensidad. Hasta donde había podido recorrerla, creía que Italia era grande.(13) Pero lo que estaba viendo parecía no tener dimensión. Ni el Padre Stefenelli ni los textos de geografía se habían equivocado. La pampa era inmensa. Argentina era inmensa. Y estaba viendo sólo una parte. Repiqueteaba en mi cabeza Patagonia Septentrional. Había consultado su ubicación en el mapa. Quedaba muy al sur. Yo estaba yendo en sentido contrario. Hacia el norte. Realmente Dios había sido muy generoso con Argentina. La había hecho enorme. El transporte entraba en determinadas ciudades. Subía y bajaba pasaje. Cargaba y descargaba equipaje. El tiempo de detención era aprovechado por los viajeros para 77
bajar, y como decían, estirar las piernas. Contrarrestar las largas horas de permanencia e inmovilidad en el asiento. La ansiedad del viaje; la curiosidad y expectativa por lo novedoso del paisaje y el cansancio por las muchas horas superaron mi curiosidad y resistencia. Me quedé dormido. Fueron muchas horas de sueño. Y de soñar con las pampas argentinas Cuando desperté varias horas después no tenía idea de dónde estaba. Miré por la ventanilla y todo lo que se veía era la pampa. Por lo tanto, razoné, me encontraba en algún lugar de la pampa. Y como la pampa era argentina, en algún lugar de Argentina. Bien. Pero dónde. Era verano. El calor apretaba. Más dentro del ómnibus. Una tenue nube del polvo del camino de tierra flotaba en el interior. En mi vida había viajado tantas horas en un medio de transporte cómo éste. Aun con la mejor buena voluntad me había cansado. Buscaba la manera de acomodar el cuerpo en el asiento para lograr algo más de comodidad. Le pregunté a mi compañero de asiento dónde nos encontrábamos. Su respuesta fue. . ya pasamos Rosario. Estamos entre Rosario y Córdoba. La siguiente parada es Cañada de Gómez, todavía en Santa Fe. El próximo pueblo es Marcos Juárez en la provincia de Córdoba. Le expliqué que no entendía nada con tanto nombre de pueblos y provincias. Pero estaba asombrado por la inmensidad de Argentina. Cruzamos unos minutos de charla. Por mi acento me preguntó por Italia. Cómo había quedado tras la guerra. Cuál era el destino y el motivo de mi viaje. Le conté que iba a estudiar teología en el Instituto Villada en Córdoba. Para qué. Porque el estudio de la teología durante los próximos cuatro años eran la última etapa para ordenarme sacerdote. Su repregunta . . no tienen algún instituto para estudiar en Italia que tienen que venir a Argentina . . Le respondí que sí. Pero que yo había sido enviado como misionero a la Patagonia Septentrional. Ahora el que no entendía era él. Misionero. Misiones en la Patagonia. Si ya no había mas indios (sic) a qué misiones me habían mandado.
(13) Italia: Sup.301.500 km2. Extensión 1.300 kms., ancho máx. 600 kms. Argentina: Sup. Cont.: 2.780.000 km2. Extensión 3.800 kms., ancho máx.: 1.385 kms.
Traté de elaborar una explicación que pudiera entender. El concepto de misiones. Porqué la Congregación Salesiana definía a la Patagonia como región misionera. Y enviaba sus sacerdotes para cumplir la tarea misionera. Como seguía sin entender le pregunté si conocía la Patagonia. Me contestó que no. Que tampoco entendía eso de las misiones de la Patagonia. Lo sentí algo molesto. De común y tácito acuerdo abandonamos la charla y cada uno se sumergió en lo suyo. Muchas horas después el ómnibus se detuvo en la terminal de Córdoba. Por fin había terminado el viaje. Llegado a mi destino. En medio del calor y del polvo descendí. Me despedí de mi acompañante. El que no había entendido para qué me habían enviado como misionero a la Patagonia si no había indios. Recuperé mi equipaje. Ahora debía llegar al instituto. Recorrer alrededor de 7 kms. desde la ciudad, camino a una pequeña localidad llamada La Calera. Pregunté. Me orientaron y me puse en camino. Qué podían ser apenas 7 kms. Me acordaba de los 20 diarios que caminaba entre Palazzolo y Cígole cuando cursaba el último año de filosofado. 78
Valija en mano me puse en camino. A los pocos minutos escucho que alguien me pregunta . adónde va padre . .? Me detengo, miro y le respondo al Villada, como se lo conocía al instituto. Era un lugareño en un carro tirado por dos caballos. Me responde, yo paso por ahí. Suba que lo llevo. No me hice rogar. Subí. Mientras recorríamos el camino al trote del tiro de caballos y charlaba con el conductor, miraba y admiraba el paisaje. Cielo límpido. Bosques frondosos de distintos y contrastantes verdes serpenteando entre cerros. Flores a la vera del camino. El parecido con el paisaje de mi tierra lejana me produjo nostalgia. Allá era invierno. Las laderas de los cerros y el paisaje estarían cubiertos de nieve y hielo. Me acordé de mis sabañones molestos y dolorosos del invierno. Acá el aire estaba impregnado de un aroma a flores. No me cansaba de respirar. Hasta que escuché . . llegamos. El trayecto y el tiempo se habían hecho cortos. Estábamos frente al instituto. Le agradecí la gentileza. Me despedí estrechándole la mano. Desde el fondo del corazón expresé a Dios y a la Virgen María mi agradecimiento. Estaba frente al seminario donde completaría durante los próximos cuatro años mis estudios teologales y recibiría el Orden Sagrado del sacerdocio. Para esto había andado y me había esforzado tanto. Desde 1935 cuando cursé en Galbiate el preseminario en el oratorio del pueblo. Habían transcurrido casi 14 años. Tenía 23 años y unos pocos meses. Me detuve frente a la fachada del Instituto Villada. Elevé una oración de agradecimiento a Dios y a la Virgen María. Se me escaparon un par de lágrimas. Cuánto sacrificio, esfuerzo, vicisitudes y pruebas había realizado y pasado para llegar a ésta etapa de mi vida. Cuánto me había costado desprenderme de mis padres; de mis afectos; de mi tierra, de todo lo que había dejado atrás para venir a ésta, para mí nueva tierra. La que sería la tierra de mis desvelos y trabajos de toda mi vida de sacerdote. Me había aferrado a la mano de Dios y al manto de la Virgen. Sin su concurso y librado a mis propias fuerzas no hubiera podido lograrlo. La figura de mis padres, de mi maestra; de los sacerdotes que me habían aconsejado, guiado, dirigido para llegar a éste momento y lugar cobraron vida otra vez en mi mente. El recuerdo brotó desde el fondo del alma. Se hicieron presentes y recé por ellos. Fueron los instrumentos de los que Dios se valió para formarme. Y agradecí a Dios por ellos. Y los bendije con mi oración y el afecto de mi recuerdo. 3. CUATRIENIO DE ESTUDIOS TEOLOGALES. EL ORATORIO EL TROPEZON. Fui recibido por un grupo de estudiantes. Hicieron de guía. Me llevaron a conocer las instalaciones. Típicas de un instituto salesiano. Aulas. Comedor. Dormitorios. Biblioteca. Capilla. Patio. Instalaciones amplias, luminosas. Rodeadas de un paisaje de paraíso. Me dieron la bienvenida y oficialmente quedé ubicado como alumno del primer año del Instituto Teológico Internacional Villada. Todo un título. En los días siguientes fui instruído sobre el régimen de materias del estudio del primer año. Me entregaron los libros. Eran tan pesados en volumen como en contenido. 79
Dogma; Liturgia; Derecho Canónico; Teología; las muy conocidas de latín y griego; Teología Moral, Canto Gregoriano; Historia Eclesiástica, Hebreo. Mientras llevaba la pila de libros a mi pupitre en el estudio, pensé que no tendría mucho tiempo para aburrirme. Recuerdo sólo algunos nombres de mis profesores. Don Licciardo, profesor de Dogma. Don Baruti, de Historia. En especial el de Derecho Canónico y Liturgia, el sacerdote Don Cayetano Bruno. Una autoridad en Historia y Jurisprudencia. Autor de varios libros de Historia Eclesiástica. (14)
En el instituto se notaba la expectativa y la actividad ante la inminencia del comienzo del año académico. Eramos alrededor de 120 estudiantes clérigos de Argentina, Uruguay, Paraguay y otros países latinoamericanos. Era tanta la ansiedad que tenía que comencé a repasar latín y griego. La actividad intensa del trienio en Bologna entre 1946 al 48 me había alejado del ritmo y la regularidad del estudio. En el Villada debía retomarlo. Recuperar disciplina y metodicidad. Era una currícula integrada con materias de estructura compleja. Muchas de ellas nuevas. Tenía por delante un desafío de magnitud. Una vez más tenía que responder a la exigencia. Ad astra per áspera.(15) Al cielo por el camino duro. O como dice el refrán . . al que quiere celeste, que le cueste. (14) P. Cayetano Bruno s.D.B.. Catequista y profesor de Derecho y Liturgia en el Instituto Villada hasta 1953 en que se hizo cargo de la cátedra de Derecho Canónico en la Universidad Salesiana en Turín. Decano en 1957. De regreso a Argentina pasó a integrar la Editorial Salesiana D.Bosco que publicó la mayoría de sus trabajos de investigación histórica, dedicados a la acción evangelizadora de la Iglesia en tierras Hispanoamericanas. 18 fueron publicados por Ed. Didascalia entre 1991 y 2000, año de su muerte. En 1975 fue incorporado como miembro de número de la Academia Nacional de la Historia e integró la Junta de Historia Eclesiástica. (15) Ad astra per aspera. Variante de la frase atribuída a Séneca . . per aspera ad astra.
Me integré a un grupo de estudiantes de origen italiano. Nos entendíamos en nuestro idioma aunque con algunas dificultades por el dialecto (16) que algunos hablaban. Cuando nos juntábamos en algún recreo solíamos cantar las canciones típicas de nuestras regiones. Me interesé en conocer y frecuentar los círculos de los estudiantes latinoamericanos. Con ellos intercambiamos a lo largo de los siguientes cuatro años de compañía y estudio información de nuestros respectivos países de origen. Cultura, costumbres, idioma, geografía, economía. Características sociales. No podía desaprovechar la oportunidad de conocer de primera mano países de Latinoamérica por boca de sus propios ciudadanos, alumnos del instituto. El régimen era el típico salesiano. 16 horas de actividad y 8 de sueño. Antes de las 6 estábamos en pié. Tras la hora de meditación, misa, comunión y desayuno ingresábamos a clase de las 9 a las 12. Almuerzo. Descanso de 45 minutos. Clase por la tarde de 14 a 17. Merienda. Adoración al Santísimo en la capilla y estudio hasta las 20. Hora de cena. Un breve recreo. Oraciones y las Buenas noches a cargo del director 80
o alguno de los sacerdotes del cuerpo de profesores. Las 22 marcaba el final del día y nos encontraba metidos en la cama. El sonido de la campana marcaba el inicio y el final de cada una de nuestras actividades. El comienzo y el término del día. . Iniciadas las clases comenzaron a desfilar los profesores de las tantas materias que debíamos estudiar. E inexorablemente aprobar. Se plantaban frente a la clase. Se presentaban y comenzaba el dictado y desarrollo de cada tema. Algunos en castellano. Otros, como el profesor de Dogma las daba en latín. Recuerdo que sus clases la disfrutaba. Había estudiado latín desde los 12 años. Transpirado durante muchos años traduciendo del latín al italiano y del italiano al latín. Del griego al italiano ida y vuelta. Otras materias como teología, derecho canónico o hebreo no resultarían fáciles. Me iban a costar, y mucho, desentrañar su complejidad. Entenderlas. Desde el primer momento quedaron planteadas las dificultades que serían el pan nuestro de cada día. Clases. Estudio. Consultas. Biblioteca. Meditación y oración. Estudio de Liturgia y prácticas de canto gregoriano. En la primera semana quedó claramente definida la intensidad del estudio y el nivel de actividad que nos esperaba durante todo el año. Exámenes semestrales y finales. Al comienzo de cada año comenzábamos a prepararnos para las pruebas semestrales. Superadas éstas nuestras atención y preocupación se centraban en los finales. Eran la espada de Damocles pendiendo todo el tiempo sobre nuestras cabezas. El domingo era el único día en que la disciplina se flexibilizaba. Podíamos dormir una hora más. Era el día de descanso académico. El día del ocio académico, como lo llamaban. (16) Dialecto: variante de una lengua, derivada de una lengua madre o común y asociada con una determinada región geográfica. Tanto un dialecto como una lengua, son lenguas en el sentido de sistemas de comunicación verbales.
También lo fue para mi hasta que el director del instituto, enterado de mi experiencia oratoriana en Italia me envió junto con dos de mis compañeros, Lima, que era argentino y Silva, uruguayo, a atender el oratorio cercano en un lugar llamado el Tropezón.(17) Cambiamos el ocio académico institucional del domingo por la actividad oratoriana de las 8 ó 9 de la mañana hasta las 17. Era un lugar cercano pero íbamos en una volanta tirada por un caballo, facilitada por el propio instituto. El día oratoriano comenzaba con la misa. Catequesis y juegos. Al igual que en Galbiate y Bologna incorporé el relato de la Historia Sagrada narrada de forma muy amena. Resultó un excelente complemento de la catequesis. A los chicos los atrapaba. Durante toda la tarde nos entreteníamos con juegos de los mas diversos. Digo entreteníamos porque yo me enredaba en medio de todos en el juego que fuera. Me sentía muy feliz de volver a estar entre los gritos y risas de un avispero de pequeños corriendo felices detrás de una pelota. Merendábamos juntos y a las 17 o más tarde, según las energías que todavía les quedaba a los chicos, terminaba la actividad. Como frase de despedida decían los chicos . . al juego de la taza, cada cual a su casa. Alrededor de las 19, cansado pero feliz, regresaba con mis compañeros al instituto.
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La campana de las 5 del lunes nos arrancaba del sueño. Comenzaba otra semana con su carga de exigencias de estudio, lecciones, pruebas. De nostalgia. Lo intenso de la actividad y la íntima satisfacción de transitar el último trecho que me separaba de la ansiada orden sacerdotal no me alejaban del recuerdo de mis afectos familiares y de mi pueblo. Extrañaba mi familia. Mi pueblo. Las amistades que había dejado en Bologna. Los jueves por la tarde no se dictaba clase y los alumnos disponían de ésas horas para sus asuntos personales como escribir a sus familiares. O arreglo de sus pertenencias. Como los domingos debía atender el oratorio, aprovechaba los jueves para repasar y poner al día mis estudios y prácticas. No me tomaba el descanso. Había escrito varias veces a mi casa. Respuestas tardías. Qué lejos estaba de mis afectos. Un océano entre ellos y yo. Me volvía a Dios pidiendo ayuda. No me achicaba ante el trabajo. Tampoco las exigencias de la etapa académica que estaba cursando me intimidaban. Sí le temía a la nostalgia por mis seres queridos. El nudo en la garganta apretaba fuerte. Sobre todo por las noches. Solía asaltarme, porque así de improviso se hacía sentir, durante las oraciones de la noche. Creo que ésos eran mis momentos de debilidad. Cuánta razón tenía San Pablo cuando expresaba que el espíritu está pronto pero la carne es débil. Mi espíritu estaba pronto pero mi carne seguía siendo débil. Y era durante la noche cuando quedaba solo con mi alma, el momento en que más lo sentía. Al final de ése primer año de teología a todos los alumnos de primer año nos fué practicada la tonsura.(17). 16) EL TROPEZON: era un lugar cercano al instituto Villada. En él las hermanas Villada construyeron una capilla e instalaciones de catequesis para atender las necesidades espirituales de los chicos de los alrededores. Fue inaugurado en 1934. (17)Tonsura: En la ceremonia se rapaba en forma circular la coronilla formando un círculo de alrededor de un cm. de diámetro. (Tonsura romana). En 1972 el Papa Pablo VI en su Carta apostólica Ministeria Quaedam estableció que en adelante no se confiriera mas la tonsura.
El 8 de diciembre de 1949, día de la Inmaculada Concepción terminó oficialmente el primer año de teología en el instituto Villada. Había aprobado todas las materias. Me apresuré a escribir a mis padres contándoles en una larga carta, todo lo que había hecho durante ése año de 1949. Lo feliz que me sentía. El trabajo desarrollado todos los domingos en el oratorio El Tropezón. Lo hermoso que era el lugar donde me encontraba. Llegaron las vacaciones. La mayoría de los estudiantes del instituto se trasladaron a la villa de descanso de Salsipuedes. Lejos del ambiente librero, decían. El ocio no era mi fuerte. Recuerdo que me hice la pregunta. . y ahora qué hago . . No estaba dispuesto a pasar las vacaciones en Salsipuedes. Menos sin hacer nada. No estaba acostumbrado. Consulté con el inspector, en ése entonces Don Francisco Picabea, sobre la posibilidad de trabajar en algún oratorio o en alguna parte durante las vacaciones. La contestación no se hizo esperar. En Comodoro Rivadavia hay un oratorio a cargo de sacerdotes del Colegio Dean Funes. Si Ud. quiere puedo mandarlo allá para trabajar en ése oratorio. Mi respuesta tampoco se demoró. Acepto. Pero dónde queda Comodoro Rivadavia . .?
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Delante de un mapa el Padre Picabea me indicó su ubicación, . .acá, en el Golfo San Jorge, sobre el mar patagónico, bien al sur. Me sorprendió dónde quedaba y la distancia que debía recorrer para llegar. Debía desandar el camino hasta Buenos Aires y desde allí recorrer algo así como otros 2.000 kms. hacia el sur. Recuerdo que así y todo le pregunté entre sorprendido y perplejo . . pero entonces dónde queda Comodoro Rivadavia . . Salvo el viaje en barco de Italia a Argentina nunca había recorrido tanta distancia en otro medio de transporte. Le pregunté cómo llegar hasta allá. . El P. Picabea me dijo entonces que debería viajar por tren desde Córdoba hasta Buenos Aires. Desde allí hasta San Antonio Oeste en Rio Negro. Y en ómnibus hasta Comodoro Rivadavia en Chubut. Total como 2.600 kms. Volví a pensar en lo grande que había hecho Dios a la Argentina. Me dije como dándome ánimo . . . vamos Corti. Animo Corti. Y la frase del César audaces fortuna iuvat (18) . . la fortuna ayuda a los audaces. . . El viaje en puerta sería mi primer contacto y recorrido por la Patagonia. La tierra soñada por Don Bosco. Las misiones de la Patagonia que había conocido a través del énfasis de los relatos de los sacerdotes salesianos Stefenelli y Garbín en Nave, cuando cursaba filosofía. Me tomé el trabajo de medir detalladamente sobre un mapa de Argentina la distancia que me separaba de Comodoro Rivadavia. Con un lápiz seguí el derrotero que recorrería. Lo hice un par de veces para asegurarme de que no me había equivocado. Qué lejos quedaba ésa bendita tierra patagónica. Y cuánto más Comodoro Rivadavia y su oratorio. De pronto se presentaron en mi memoria las palabras de mamá cuando me despidió en Génova diciéndome . . si vas para hacer algo te ordeno que vayas . . (18) Audaces fortuna iuvat: la fortuna ayuda a los audaces. Frase atribuída a Julio César, emperador romano. (49 al 44 a.C) Se la traduce también como . .la fortuna sonríe a los audaces.
El momento había llegado. No tenía idea de lo que era Comodoro Rivadavia. Tampoco del oratorio al que iba a trabajar. Don Picabea lo había pintado como un pequeño oratorio que estaba naciendo. Poco mas de un centenar de chicos. De chicos pobres. Era mediados de diciembre de 1949. La mayoría de los estudiantes había comenzado a viajar por grupos a la colonia de vacaciones de Salsipuedes. El instituto había quedado vacío. En silencio. La actividad había terminado. Preparé mis cosas para el viaje. La dirección me proporcionó pasajes, dinero e instrucciones. Mas algunas palabras de aliento por la decisión de ir a trabajar durante las vacaciones a un lugar tan lejano. Armé mi sempiterna valija con las pocas pertenencias que me permitía la pobreza. Antes de partir fui a la iglesia. Qué emoción me embargaba y con qué fervor recé agradeciendo a Dios y la Virgen María haber llegado al momento que tanto había deseado. Iba a conocer el terreno de las misiones de la Patagonia, por las que había pedido. A las que había sido enviado por el Rector Mayor Don Ricaldone. Me volvieron a asaltar los recuerdos. Su carta de respuesta a mi solicitud la recibí el día que profesé los votos perpetuos al concluir el filosofado. Mamá había viajado para presenciar la ceremonia. La abrí 83
delante de ella. La leímos juntos. Lloramos juntos. Me acuerdo que preguntó dónde quedaba la Patagonia. Le respondí mentirosamente . . creo al sur de Sicilia, mamá . . Las tierras de la Patagonia al sur. No habría septentrional. En las que trabajaría tras la ordenación sacerdotal por el resto de mi vida. Hasta hoy. 4. EL VIAJE A COMODORO RIVADAVIA. Caminé los siete kms. desde el instituto hasta la estación de ferrocarril en la ciudad de Córdoba. Fueron apenas un paseo frente a los casi 2.600 que estaba dispuesto a recorrer para llegar a mi nuevo destino, Comodoro Rivadavia, en el sur de la Patagonia. Llegué a la estación con el tiempo justo. Subí y a poco de acomodarme con mis bártulos el tren se puso en marcha. Iniciaba el primero de mis viajes, entre comillas, de vacaciones. Iba a trabajar en un lugar al que nunca hubiera imaginado ir de no haber mediado mi vocación sacerdotal. A través de las grandes ventanillas del tren me inundé de pampas y campos sembrados que se perdían en el horizonte hasta encontrarse con el cielo en el fondo del paisaje. Cuánta abundancia había derramado Dios en éste país. Por lo menos en ésta parte del país. Cuando días después me encontré transitando los caminos de la Patagonia aprecié de primera mano la enorme diferencia geográfica y de recursos naturales. Una tras otra comenzaron a sucederse las estaciones. Escala tras escala el convoy fue avanzando hacia Buenos Aires. Llegamos después de mas de un día largo de 700 kms. de viaje . Monótono. Caluroso. Por lo menos en el tren no había el polvo en suspensión que debí soportar en el ómnibus en el viaje a Córdoba el año anterior. Ignoraba lo que me esperaba en la última parte de éste mi primer viaje de vacaciones. En Constitución, una especie de ciudad en tránsito de movimiento apurado y febril en la gran Buenos Aires, cambié de tren. Mi próximo destino era la localidad de San Antonio Oeste, en Rio Negro, en ése entonces territorio nacional. Tenía por delante una día y medio para recorrer los próximos 1.100 kms. Y todavía me esperaban los últimos 700 en ómnibus por ruta de tierra para llegar a Comodoro Rivadavia. Una vez acomodado en el lugar que me serviría de asiento y cama durante el siguiente día y medio de viaje, me armé de una gran dosis de paciencia. Me había informado sobre la siguiente etapa. Después de pasado el Río Negro y desde Viedma hacia el sur el paisaje de vegetación frondosa iría cambiando paulatinamente a medida que fuéramos descendiendo y adentrándonos en la estepa patagónica. El tren comenzó a rodar. Las horas se convirtieron en monotonía. Se hizo de noche. Una oscuridad densa envolvió el paisaje. Gracias a Dios pude dormir. Una manera de abreviar el tedio de un viaje tan extenso. Cuando el Padre Picabea me señaló en el mapa dónde y cuán lejos estaba Comodoro Rivadavia y su oratorio adonde había aceptado ir, y que repasé después para cerciorarme de que era cierto, no imaginaba tamaña distancia. Una cosa fue verlo en el mapa. Otra poner el cuerpo durante tantos días para llegar a destino.
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Un día y medio de viaje hasta llegar a San Antonio Oeste en Río Negro. Mientras, no salía de mi sorpresa mirando el paisaje desolado que desfilaba ante la ventanilla. Las infinitas planicies de suelo duro, pedregoso. De vegetación achaparrada. Espinosa. Sacudida por el viento que soplaba en ése momento. Remolinos de tierra le daban al paisaje el sello típico de zona desértica. Falta de agua. Hacía mucho calor. De modo que ésta era la Patagonia. En alguna parte de ésta región estaba el lugar donde debería desarrollar mi labor misionera. Me acordaba del comentario de mi compañero de viaje a Córdoba . . . a qué misiones iba si en la Patagonia no había más indios. En San Antonio me bajé del tren valija en mano. Pregunté dónde quedaba la terminal de ómnibus. La qué . . Aclaré la pregunta . . . la terminal. El lugar donde llegan y salen los ómnibus hacia Comodoro Rivadavia. Ah, sí. . . Allá. Me señaló un galpón grande, de chapa acanalada, sobre una calle de tierra. En realidad todas las calles eran de tierra que el viento volaba en todas direcciones. Me dirigí hacia allá. En el frente había un cartel que decía Transportes Patagónicos. Ingresé en la oficina. Indiqué mi destino. Compré el pasaje y entregué la valija. Me informaron la hora de salida. Tenía tiempo para una caminata rápida y conocer el terreno. Cómo era el lugar donde estaba en ése momento. San Antonio Oeste. Una localidad pequeña. No sé si tendría 4.000 habitantes. Casas bajas de chapa. Calles de tierra. La actividad del primer puerto se había frenado por el desarrollo del ferrocarril. Señalado como un punto en el mapa de la extensa costa patagónica. La gente era amable. De saludo afectuoso y respuesta pronta. Al menos conmigo, vestido con sotana negra. Llamaron para partir. Era la primera vez que viajaba en ómnibus una distancia tan grande. . Ascendí al ómnibus. Aprecié de inmediato su incomodidad. Me acomodé en el asiento que me indicaron. Estrecho. Duro. En ése asiento debía viajar por lo menos un día y medio. Comodoro estaba más cerca. Pero cómo costaba llegar. Comenzó la última etapa del viaje por lo que después supe era la ruta 3. Calor. Acentuado por la estrechez del habitáculo. Tierra. Polvo en suspensión. Abrir la ventanilla significaba recibir una tromba de tierra. Miraba el paisaje que se deslizaba a los costados. Nunca hubiera imaginado tanta diferencia de paisaje entre la parte del país que había conocido hasta ahora, y la planicie yerma e infinita que estaba contemplando. De vez en cuando el paisaje era quebrado por una casita con algunos árboles alrededor. Atrevidos. Desafiando la aridez y la inmensidad de la Patagonia. Pregunté y me respondieron que era un puesto de estancia o algo parecido. No entendí. Tampoco volví a preguntar. En cada parada del ómnibus aprovechaba para bajar, estirar piernas y caderas e ir al baño de la estación. Omito describir la pésima impresión que me causaba el estado de los baños en cada estación. Hacía de tripas corazón, me armaba de paciencia y encomendándome al Señor los utilizaba. Cierto el dicho de que la necesidad tiene cara de hereje. Esa noche a bordo dormí como pude. Medio acalambrado bajé en Rawson. Hice lo mismo en Trelew. Se me dio por preguntar cuánto faltaba para Comodoro Rivadavia. La respuesta me desanimó. Por primera vez me faltó el don de la paciencia. Faltan como 400 kms., Cuántas horas de viaje . . como 10.
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Me animaba solo. Vamos Corti. Vamos que falta poco. Mentalmente hacía cálculos de la distancia recorrida. Mas de 2.000 kms. Faltaban 400. Apenas 400. El ómnibus se detuvo en Garayalde. Bajé para estirar las piernas. Descontracturarme. Y usar el baño. Salí espantado. Con el propósito firme de controlar mis funciones hasta llegar a Comodoro. Sentía la inminencia de la llegada. Me parecía oler a colegio salesiano. A oratorio. En éste cuadro focalicé mis pensamientos. Imaginé cómo serían. El colegio. El oratorio. Cómo me recibirían. Algo de la historia del colegio Dean Funes conocía. Sobre la acción coordinada del Padre Cencio por la Orden Salesiana y la decisión política y económica del general Mosconi, director de YPF, para construirlo. El Padre Cencio. De hablar pausado. Tranquilo. Que nos había ido a buscar al puerto de Buenos Aires cuando llegamos de Italia. Que nos trasladó a la casa de la calle Laprida en Buenos Aires un viejo coche Fiat 600. Su presencia humilde ocultaba todo un personaje. Me quedé dormido. Cuando desperté, mi compañero de asiento, tan parco como yo durante todo el viaje, me informó que estábamos entrando en la zona llamada Cañadón Ferrays. Faltaban 30 kms. para llegar. Salté de alegría. Sabía que el núcleo económico de la región y de Comodoro en particular era la actividad de extracción de petróleo. Pero nunca había visto un aparato de bombeo. Lo que aquí se conoce como cigüeña. Por el parecido con el ave, dicen. Recuerdo la impresión de ver por primera vez tantos aparatos de bombeo que extraían petróleo. Fueron apareciendo a medida que entramos en la zona aledaña a Comodoro. Se me fueron los ojos cuando el ómnibus pasó a pocos metros de unos que estaban muy cerca del camino. Pude apreciarlos de cerca. Me parecieron enormes. Ruidosos. Pero no le encontré ningún parecido con la cigüeña. Por fin entramos en zona urbana. Iluminada porque estaba oscureciendo. Calles arboladas porque estábamos pasando por lo que después conocí como barrio Mosconi. Mi compañero me señaló cuando el ómnibus pasó por delante del colegio Dean Funes. Me quedé absorto. Sentí una emoción profunda. Había recorrido más de 2.600 kms. para llegar a éste lugar y a éste colegio. Aquí comenzaría a trabajar. Cuántas cosas tendría para contarle a mamá y papá. Había recordado sus imágenes en repetidas oportunidades durante el viaje. Y las palabras de mamá . . si vas a la Patagonia para hacer algo te ordeno que vayas y no te voy a llorar . . . Pensé con un nudo en la garganta . .aquí estamos mamá. Esta es la tierra patagónica que yo elegí para trabajar. No la voy a defraudar. A ud. tampoco papá. Tampoco a ud. Don Ricaldone que había confiado en mi solicitud y enviado a la Patagonia. Me acordaba de la frase final de su respuesta . . por orden de Dios y según los designios de Don Bosco te envío a la Patagonia Septentrional. . . Vine algo más al sur pero a la tierra patagónica que Don Bosco había visto en sus sueños. Y ahora yo estaba en ella. En el rostro seco por el calor y la tierra sentí un par de lágrimas. Y se me apretó el nudo que sentía en la garganta. Finalmente había llegado a Comodoro Rivadavia. A realizar mi primer trabajo en mi primer oratorio en la Patagonia. Benditos sean Dios y la Virgen María que me habían ayudado tanto y traído a la tierra en la que yo también había soñado trabajar. Una profunda oración de agradecimiento salió de mi alma. 86
El ómnibus ingresó en la centro de la ciudad y se detuvo en el interior de su base, en calle 9 de Julio. Mediados de diciembre de 1949. Alea jacta est. La suerte está echada. Juega a mi favor. Pensé . . Juan Corti, estás en la Patagonia. El campo es tuyo. Y Dios y la Virgen están contigo. Bajé del ómnibus. Sacudí la capa de tierra acumulada sobre mi sotana durante el día y medio del viaje desde San Antonio. Aguardé a retirar mi equipaje. No me esperaba nadie. No conocía a nadie. Sabía que estaba en Comodoro Rivadavia. Para más datos el colegio Dean Funes hacia donde me dirigía estaba en una localidad cercana llamada Gral. Mosconi. Una vez dueño de la maleta me puse en marcha. Y como preguntando se llega a Roma, preguntando una hora y media después me detuve a la entrada del colegio Dean Funes. Ingresé en un gran hall que daba a una galería al frente y a una escalera a la izquierda. Entré en una oficina que ostentaba el cartel de Dirección. Me presenté ante la persona que estaba en su interior. Era el Padre Heraclio Moreno, director del colegio. Buenas tardes. Soy Juan Corti, estudiante de teología. Vengo del Instituto Villada en Córdoba. El Inspector, Padre Picabea me ha mandado a trabajar en el oratorio y ayudar al Padre Brugna. Mi miró. Se levantó. Me tendió la mano. Respondió con una sonrisa dándome la bienvenida. Confirmó que el Padre Picabea le había informado por telegrama de mi venida. Me esperaban. No tan pronto. Era la hora de la cena. Me invitó a acompañarlo. Me condujo a la enfermería que sería mi dormitorio al menos por ésa primera noche. Dejé mis cosas. Aguardó que me aseara y cambiara por lo menos la sotana. Tenía la impresión de que había acumulado toda la tierra del camino, tan sucia de polvo estaba. Ahí conocí al Padre Luis Marchiori. Sacerdote anciano. Había venido a Comodoro en 1925 enviado por el Padre Cencio para reemplazar al Padre Augusto Crestanello, que agonizaba golpeado por una enfermedad que tronchaba su vida. Después de tantos días pude lavarme en un baño. Usar jabón y toalla. Me sentía otra persona. Acompañé al Padre Moreno hasta el comedor. Había un grupo de salesianos, sacerdotes y coadjutores. Me presentó a cada uno. Conocí al Padre Zatti, de sonrisa amplia y amena. Amigo de los chistes y de la risa. Al Padre Brea, consejero del colegio. Al Padre Ciro Brugna, catequista y oratoriano. Precisamente a él venía a secundar en su tarea del oratorio. A los coadjutores Pedro Gil. Me reecontré con Pedro Brescianini, con quien habíamos compartido el viaje de Italia el año anterior. El me había comentado que su destino era Comodoro Rivadavia. Fue la primera vez que escuché de Comodoro. Lejos de suponer que una año después nos encontraríamos precisamente aquí. Nos abrazamos emocionados. También conocí al señor Geronazzo, que era el fotógrafo y al señor Gheno, también coadjutor. La mesa fue muy amena. Después de cuatro días de comer viandas y lo que podía la cena me supo a gloria. En medio de la charla me describieron lo que era Comodoro Rivadavia. El oratorio que asistía el Padre Brugna. Otros oratorios de localidades cercanas a las que llamaban campamentos. Después fui enterándome porqué se los denominaba así. A sus preguntas les conté de mi vida. De mis proyectos. Cuando me preguntaron porqué había elegido venir tan lejos, les respondí que no tenía idea del lugar adonde me había mandado el Padre Picabea. De haber sabido que el viaje era tan largo lo hubiera pensado dos veces. 87
También me enteraron del Padre Marchiori. De su historia. De sus obras y méritos. Y me encargaron su cuidado durante la noche. Por lo que interpreté que la enfermería sería mi dormitorio. Así fue efectivamente. Después de la cena pedí permiso para ir a acostarme. Después de cuatro días de viaje de mal dormir en asientos por demás incómodos estaba más que cansado. Nos dimos las buenas noches y me fui a la cama. Por fin una cama. Limpia y más blanda que cualquiera de los asientos que me habían tocado en suerte durante el viaje en tren y en ómnibus. En la enfermería pasé delante de la cama donde estaba el Padre Marchiori. (19) (19) Padre Luis Marchiori. Nacido en San Salvaro, Pcia. De Padua, Italia. En octubre de 1887 profesó sus votos ante Don Miguel Rúa. Viajó a Argentina. Fue ordenado sacerdote por Mons. Aneiros en B.Aires en 1890. Fue iniciador de la misión salesiana en Bariloche en 1914. Misionero incansable recorrió durante años el territorio de Rio Negro. Llegó a Comodoro en 1925 tras la muerte del P. Augusto Crestanello. Asumió en plenitud la tarea sacerdotal y docente en el colegio. Parroquial en el pueblo y misionera, recorriendo en sulky y a caballo el interior del territorio. Muchas veces a la buena de Dios y afrontando enormes esfuerzos y sacrificios para catequizar y asistir espiritualmente a los pobladores. Asistió durante 25 años a enfermos y moribundos en el Hospital Alvear, en Bº Gral. Mosconi. Vivía cantando. Su canción preferida era ´´Al cielo quiero ir´´, que cantó hasta poco antes de morir. Falleció el 12/04/1950 en el Hospital Alvear, adonde había acudido casi a diario para asistir a los internados sufrientes.
Profundamente dormido. Me detuve. Permanecí mirándolo unos minutos. El cuerpo que dormía en la cama, enjuto, pálido, era lo que quedaba de un robusto sacerdote, salesiano y misionero. Ejemplo de vida humana y sacerdotal. Un modelo que Don Bosco me ponía delante ni bien pisaba tierra patagónica. La tierra de sus sueños. Mi celda, porque había vuelto a dormir en una celda, estaba en una esquina de la enfermería. El cansancio no había menguado la profunda emoción que sentía. Estaba en la Patagonia. La tierra en la que había imaginado trabajar, entusiasmado por las referencias de los P. Stefenelli y Garbin en 1943, cuando cursaba el primer año de filosofado en Nave. No me alcanzaron las palabras para agradecer ni la memoria para recordar. Tuve la impresión de que el camino que comenzaba a recorrer comenzaba a perfilarse con claridad. Me quedé dormido. A la mañana siguiente me desperté muy temprano. Meditación. Misa. Desayuno. Me esperaba la recorrida por el pueblo y los campamentos, como se llamaba a los distintos enclaves, con estructura de pequeños pueblos, donde vivían obreros y empleados de la empresa estatal YPF. También se los conocía como kilómetros, haciendo referencia a la distancia que los separaba del pueblo de Comodoro Rivadavia. El km.3 donde estaba el colegio Dean Funes ahora Bº General Mosconi. El km. 5, inicialmente petrolero y ahora enclave del ferrocarril. La mayoría de sus moradores eran empleados de aquella empresa estatal. El km. 8, asiento de una explotación petrolífera privada llamada Compañía Ferrocarrilera de Petróleo o Comferpet, de capitales ingleses. Hacia el oeste a varios kilómetros de distancia y dentro de lo que se conocía como Valle C, el barrio Laprida. El grueso de su gente era originaria de las provincias de Catamarca y La Rioja, empleados de YPF. . En todos los casos, gente sencilla, honesta, trabajadora y devota. Profesaban una profunda devoción a la Virgen del Valle, figura de la Virgen María que veneraban en sus tierras. En cada uno había una semilla de oratorio. 88
El Padre Brugna fue mi guía. Mientras recorríamos cada uno de los lugares me iba explicando su conformación social. Estructura urbana. Características. Recuerdo que me llamó la atención la cantidad de etnias. De cuántos países europeos habían llegado a éste lugar. Apellidos italianos, españoles, portugueses, polacos, alemanes, rusos, búlgaros. Cada uno una historia de desesperanza, dolor, desarraigo. Acuciados por el hambre y empujados por la esperanza. Una estructura social muy compleja. Con sus historias. Tradiciones. Costumbres. Cultura. Religión. En una tierra distinta y distante de la propia. Gente de lengua, costumbres, cultura tan diferente a las que ellos traían. Y tras ellos su descendencia. Nacidos y criados en ésta tierra que los había recibido. Creciendo entre dos culturas muchas veces en pugna. Me preguntaba si no sería ése el segmento social con el que debería trabajar en cada oratorio a partir de los próximos días. Miraba, escuchaba y relacionaba las explicaciones que recibía. Conocí el lugar de reunión de cada uno de los oratorios. Por la tarde recorrimos una parte del pueblo. El pueblo propiamente dicho está separado de la zona norte, conformada por las zonas de explotación petrolífera, por una elevación de unos doscientos meros de altura. Su talud este desciende hasta el mar y su masa se extiende como una lengua hacia el oeste, llamado Cerro Chenque. De cima aplanada. Este tipo de formación geológica en patagonia recibe el nombre de meseta. Hacia el noroeste de Comodoro y prácticamente en la periferia conocí un asentamiento llamada Chile Chico. Ubicado sobre el faldeo de los cerros que circundan al pueblo. Bautizado con ése nombre porque era el hábitat de los inmigrantes chilenos. Muy pobre. Estructura urbana desordenada conformada por ranchitos asentados en cualquier lugar, subiendo las laderas de los cerros y construídos con cualquier tipo de material disponible. Uno de los mas utilizados era la chapa de ondalit. Una imitación de la chapa de cinc, acanalada, pero de cartón impermeabilizado con asfalto. Liviana, barata y de fácil transporte. Con un armazón armado con tirantes de madera y unas cuantas chapas se podía construir en pocas horas uno de ésos ranchitos. Era un material sumamente combustible. Los incendios eran moneda corriente. Carentes de servicios, reemplazaban el gas por leña para cocinar y calefaccionarse. Sin energía eléctrica para iluminación utilizaban faroles de querosén o velas. Los sanitarios por letrinas fuera del rancho y el agua para la cocina y aseo, traída desde alguna canilla pública, la almacenaban en tambores de uso industrial, de chapa, de 200 litros de capacidad. La mayoría eran familias numerosas. En cada ranchito de poco mas de 3 x 3 metros podían vivir 6 o más personas. En virtual hacinamiento. Los chicos de éstos hábitat, de ésta estructura social eran la población del oratorio. Pensé . . Dios, cuánta pobreza. Qué duras circunstancias han obligado a ésta gente a vivir de ésta forma. En éstas condiciones. Condenando a ésas pobres criaturas a un vida sin horizonte. La demanda de mano de obra de las inversiones públicas en la época de la gobernación militar en Comodoro Rivadavia había provocado una gran inmigración de chilenos y de chilotes. Estos últimos de la isla de Chiloé. Huían de la falta de oportunidades laborales de su tierra natal. Querían otro horizonte para ellos y sus hijos. 89
Había pisado el terreno en el que trabajaría por el resto de mi vida. Una vez más me retumbaban en la cabeza las palabras de mi madre . . . si vas para hacer algo te dejo ir Cuánto había para hacer. La vuelta al colegio fue en silencio. Me dolía la pobreza que había visto. La resignada desesperanza en los rostros de los pequeños mal vestidos y hasta descalzos que salían de sus ranchitos para vernos. Más hacia el oeste había un grupo de casas y mas al fondo otro. El primero era el barrio conocido como de Vialidad. El segundo y más lejano bautizado 13 de Diciembre, albergaba a obreros de la empresa estatal YPF, traídos desde algunos de los campamentos de explotación cercanos al pueblo. Otros grupos de viviendas precarias desperdigadas más hacia el oeste, como alejándose del pueblo. Después supe que eran conocidas como La Paloma uno y barrio Payaguala el otro. Al fondo estaba el cementerio oeste, así llamado porque estaba ubicado en ésa dirección, habilitado pocos años antes. Se llegaba por un camino de huella profunda que salía del pueblo atravesando la última zona urbanizada. Cruzaba campo abierto entre una vegetación agreste de matas achaparradas, típicamente patagónica. Había reemplazado al cementerio histórico utilizado desde principios de siglo, localizado en una hondonada mirando a la playa, entre el barrio Mosconi y el pueblo. De regreso al barrio Mosconi pasamos por el centro. Fue como pasar por otro mundo. Esta gente ignoraba la existencia de aquella otra gente. Los negocios céntricos mostraban la proximidad de la navidad de aquel año 1949. La primera que pasaría en Comodoro Rivadavia. Había deseado éste momento. Pero me costaba vivirlo tan lejos de todo. Lejos de mi tierra. Tan lejos de todo lo que amaba. Cuando finalmente estuve solo en mi celda, profundamente conmovido por la visión de tamaña pobreza, recé casi en voz alta . . Dios, si me trajiste hasta aquí para trabajar por ésta gente, dame fuerza. Guía mis actos. Mi mente. Mi corazón. Son almas, Dios. Necesitan ayuda para ser salvadas. Son cuerpos castigados por la miseria. Necesitan ser rescatados de semejante flagelo. Son tus siervos, Dios. Qué tengo que hacer yo, también tu siervo, para ayudarlos . . . Me acerqué a observar al Padre Marchiori. Dormía profundamente. Volvía mi celda. Me acosté y me quedé dormido. COMODORO RIVADAVIA, 1949/50. Comodoro Rivadavia era la capital de la Gobernación Militar, creada en 1944 por Ley 12.913 para salvaguardar el principal yacimiento de petróleo del país en ése momento. De administración y mandato bajo gobierno militar. El pueblo propiamente dicho, fundado en 1901, está enmarcado por un vértice visto desde el puerto, constituído en su lado norte por el cerro Chenque y al sur el mar del Golfo San Jorge. Ambos lados se extienden y amplían hacia el oeste y al sur, configurando la totalidad de su superficie urbana. Tenía alrededor de 20 ó 25.000 habitantes. 90
La zona urbana se extendía hacia el oeste. La edificación iba trepando por unos cerros que la rodeaban. La zona era conocida como la loma. Esta parte estaba cruzada por grandes zanjones por los se escurría el agua de lluvia, cuando llovía, de las zonas altas hacia el mar. La hoy avenida Alsina que desciende sobre Hipólito Yrigoyen, la calle Urquiza sobre la que se había construído el Hospital Vecinal y la llamada prolongación Alem eran enormes y profundos zanjones. La zona al norte del cerro Chenque , que oficiaba de límite del pueblo, estaba constituída por enclaves petroleros llamados campamentos porque ése había sido su origen. Se afincaron y crecieron alrededor de explotaciones. El propio barrio Mosconi se denominaba al principio Valle A, después Campamento Central. Recién en la década del 40 le fue impuesto el nombre en memoria del general Enrique Mosconi, primer director general de Yacimientos Petrolíferos Fiscales. Planificador e impulsor del desarrollo de la explotación del petróleo en el país a través de la empresa estatal YPF. El km. 5 primero fue campamento petrolífero conocido como Valle B. Convertido después en base de operaciones y servicios del Ferrocarril Patagónico, a su alrededor se conformó el barrio ocupado por empleados del ferrocarril. Conocido como km. 5 fue bautizado con el nombre de un presidente argentino, Roberto M. Ortiz. Se llamó barrio Pte. Ortiz. El km. 8, por la distancia de 8 kms. que lo separaban del pueblo, era el asentamiento de la Compañía Ferrocarrilera de Petróleo, COMFERPET. Procesaba parte del petróleo producido en una destilería, localizada en cercanía del barrio ocupado por obreros y empleados de la compañía. También había una fábrica de zinc. Ambos emprendimientos, destilería y fábrica de zinc hoy desaparecidos. De ésta última quedan restos de su construcción. Mas al oeste estaba el barrio Laprida. Fundado y habitado en su mayoría por obreros de YPF oriundos de Catamarca. Trajeron de su tierra natal su tonada típica, costumbres, tradiciones y la devoción por la Virgen del Valle. Todos estos barrios tenían su parroquia, iglesia y oratorio. Estos serían también mi campo de acción. LOS ORATORIOS. El 25 de diciembre de 1950, día navidad, acompañé al Padre Brugna por primera vez al oratorio en la barriada oeste de Comodoro Rivadavia.(20) Fue mi primer contacto con la niñez oratoriana. Mi bautismo de fuego. Me había preparado anímica y mentalmente. Pedido la ayuda de Dios y la Virgen María. El punto de reunión en la zona de La Loma era una plaza de reciente inauguración llamada Pietrobelli (21). Cuando llegamos alrededor de las 13 ya nos estaba esperando un grupo de chicos a los que rápidamente se sumaron muchos otros. Respondían a una convocatoria del domingo anterior. Y ésta era una jornada especial. El día de navidad. El Padre Brugna me presentó al mas de centenar de chicos. La respuesta fue un coro de . .hola padre Corti . . y una avalancha de manos extendidas. Una enorme alegría inundó mi alma. En un pantallazo mental recordé el oratorio de Galbiate. El de Bologna. 91
El de El Tropezón en Córdoba. Organizamos los juegos. La catequesis. Yo le añadí el relato de la Historia Sagrada. Jugamos un picado de fútbol, como llamaban los chicos a un partido armado sobre la marcha. (20) En el registro histórico del oratorio, con escritos a mano alzada como se llevaban entonces y a cargo del P.Brugna, figura el siguiente texto: . . 25/12/1949. Navidad del Señor. Por primera vez vino al oratorio el clérigo teólogo Juan CORTI llegado de Villada ( el Instituto Teológico Villada) para pasar las vacaciones en Comodoro Rivadavia. El ayudó mucho durante dicho período. (21) Francisco PIETROBELLI: establecido en la Colonia Pastoril La Ideal, hoy Sarmiento en noviembre de 1897. Buscó una vía de comunicación hacia el mar más rápida y menos riesgosa que la entonces hacia Camarones para sacar los productos de la colonia hacia Buenos Aires. En 1898 realizó el primer viaje hacia la Rada Tilly que fracasó. En el segundo intento consigue llegar al mar a la altura de lo que hoy es Rada Tilly, en marzo de 1899. Por encargo de varios terratenientes con domicilio Capital Federal construye la primera casa-galpón para almacenamiento de mercadería y lanas, pieles y otros productos del campo. Equívocamente se lo designa como fundador de Comodoro Rivadavia.
Hay tal premio para el equipo ganador. Y para el perdedor un premio consuelo. Vos jugá de aquel lado. Vos del otro. Vos andá al arco. Uds. defienden. Uds. en el ataque. En sus puestos. Listos. . .? Sonaba el silbato y arrancaba el picado. Carreras. Gritos. Algún insulto por una chambonada de un patadura que perdía la pelota. El griterío cuando uno de los equipos metía un gol. Había que estar atento cuando se planteaba un discusión alrededor de lo que ellos consideraban una falta. Que la sangre no llegara al río. La violencia era el ejemplo que habían mamado desde la cuna. Era su ambiente. En su hábitat las diferencias se dirimían a golpes. Eran chicos carenciados. Sobre todo de afecto. Criados en medio de reprimendas y castigos. Cuando eran tratados y corregidos con afecto su conducta se modificaba. El reconocimiento de alguna cualidad, de algún mérito, premiado aunque fuera con un caramelo obraba milagros. Después fuimos a la gamela redonda para la catequesis, la merienda y alguna filmina. La gamela redonda era una construcción circular, de ahí lo de redonda, pintada de blanco por dentro y fuera. Abovedada. Con un tragaluz en su parte superior. Servía de lugar de reunión y festividades de la colectividad polaca. De interior espacioso. Equipado con mesas alargadas y bancos, permitía albergar con comodidad los centenares de oratorianos. Para las clases de catequesis, cine o merienda. Las tres eran actividades que se desarrollaban en su interior. Facilitaba la actividad oratoriana cuando el tiempo no era del todo benigno. Estaba ubicada en lo que es hoy la prolongación de la calle Alem. Mas o menos a la altura de donde están las instalaciones del diario Crónica. La colectividad tenía la asistencia espiritual de un sacerdote franciscano conocido como el Padre Pablo. Era quien había mediado para conseguir el uso de la gamela para el oratorio los domingos. La merienda con que los agasajábamos a los chicos les sabía a gloria. Podía ser mate cocido, café con leche o en oportunidades chocolate con bollitos de anís o hasta facturas. El oratorio les permitía evadirse al menos por unas horas de su hábitat. Pasar un día diferente. Y recibir un poco de afecto que tanta falta les hacía.
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Ese 25 de diciembre de 1949, día de navidad, lo tengo grabado en el alma. Fué mi primera experiencia oratoriana en Comodoro Rivadavia. En tierra patagónica. Cuando terminó la actividad volvimos con el Padre Brugna al colegio Dean Funes. Me sentía exultante. Cansado porque los chicos me habían exigido un gran derroche de energía. Y yo había respondido. Toda la tarde. Pero donde logré acaparar su atención fue durante el relato de la Historia Sagrada, después de la catequesis. Relatada y medio dramatizada. En el ambiente no se escuchaba una mosca. Estaban todos pendientes. Después llegó la merienda. Los premios por el fútbol y por la navidad. Les brillaban los ojos. Eran todo sonrisa. Habían pasado un día distinto. Yo también. Me dormí agradeciendo a Dios y la Virgen Ssma. por marcarme tan claramente el camino. Había tomado contacto por primera vez con la niñez que sería motivo y objetivo de todos los esfuerzos de mi vida sacerdotal. El sustrato social que demandaría desde ése momento toda la fuerza de que sería capaz mi alma, para tratar de revertir su oscuro horizonte de pobreza y marginalidad. Alea jacta erat. La suerte estaba echada. Mi camino también. Este que había comenzado a transitar en mi primer día de oratorio en Comodoro Rivadavia. Sin saber que éste lugar en la Patagonia sur iba a ser la tierra que absorbería mis esfuerzos, trabajo, sudor, lágrimas y hasta sangre en mas de una oportunidad. Al día siguiente después de la actividad piadosa de la mañana, escribí una larga carta a mis padres. Les conté con lujo de detalles mi primera actividad oratoriana en Comodoro Rivadavia, sur de la Patagonia, el pasado día de navidad de 1949. Terminé relatándoles que con mis 24 años me había convertido en chico entre todos los chicos del oratorio. Lo feliz que me había sentido. Cuánto les agradecía el haber permitido, bendecido y estimulado mi vocación. Que los tenía a diario presente en mis oraciones. La respuesta a mis cartas tardaba mucho. En oportunidades me impacientaba. Hasta que caí en la cuenta que las cartas tenían que cruzar dos océanos. Uno de ida. Otro de vuelta. En Italia recorrer el camino desde Génova hasta Galbiate. En Argentina desde Buenos Aires hasta Comodoro Rivadavia. Dos continentes. Aún no me hacía a la idea de que estábamos tan lejos. Tan separados. En el colegio me asignaron la atención de los oratorios de Km.3, de Km. 5, de Km 8 y sobre mojado, el de barrio Laprida. Huyendo del ocio de las vacaciones había pedido trabajar. Pues aquí estaba el trabajo. Repartía mi semana de ocio laboral, como decía el Padre Brugna. El domingo ayudándolo en el oratorio Dgo. Savio en la loma, desde la misa a las 9 de la mañana en la capilla Angel Custodio de las Hnas. de María Auxiliadora. En calle Viamonte. Detrás de la Seccional 2ª de Policía. Por la tarde los juegos, catequesis y merienda en la gamela redonda. El lunes el de Km. 3. El martes el oratorio de Km. 5, en la cancha del club Ferro. El miércoles atendía el del Km 8, en el cine o en el parque. El jueves en barrio Laprida. Las chicas se reunían en la casa de un colaborador, el señor Bóscaro. Viernes y sábado planificaba la actividad y preparaba todo el material para la siguiente semana oratoriana. La primera vez me llevaron a cada uno. De ahí en adelante me desenvolví 93
sólo. A pié o en ómnibus. O el que aceptara llevarme. Adónde va padre . . al oratorio del Cinco, o al Ocho. Suba. Lo llevo. A Laprida era más difícil. Era el barrio más alejado. Tomaba el ómnibus. A la vuelta siempre había un alma de Dios que me acercaba al Deán Funes. En éstos oratorios yo era el factotum. Organizaba los juegos. Jugaba con los chicos. Daba la catequesis. Contaba siempre algún tema de la Historia Sagrada. Cuando había repartía la merienda. Los asistía. Cuidaba. Controlaba. Charlaba con unos. Reprendía a algún otro. De a poco fui ganándome su confianza. En no pocas oportunidades debía mediar en alguna disputa entre contendores por, como les explicaba a los enfrentados, cuestiones del momento que no tenían mayor importancia. Pero debía impartir justicia salomónica. Dejar conformes a los contendientes. En más de una oportunidad vino algún chico con una pena en su alma a descargarla conmigo, llanto por medio. Una oreja atenta. Un par de caricias. Y un caramelo solían ser el mejor calmante. No estaban acostumbrados a ser atendidos. Escuchados. A recibir afecto. Cuando las lágrimas se cambiaban en una sonrisa los empujaba a ir a jugar con los demás. Se iban corriendo. Alguno hasta se despedía saludando con la mano. Fui conociéndolos y entrando en la vida de estos chicos. Eran almas limpias, candorosas, criadas en un ambiente hostil con dos carencias fundamentales, afecto y educación. La actividad no daba tregua y yo no le aflojaba. Del oratorio de Km. 3 salieron las primeras vocaciones. Dos hermanas que hoy están la congregación de María Auxiliadora. A mediados de enero de 1950 el P.Brugna se fue a Fortín Mercedes (22) a realizar los ejercicios espirituales anuales. Me quedé solo con el oratorio Dgo. Savio. El de la loma. Era el más numeroso con su actividad de los domingos. Si bien tenía ayudantes que me secundaban en la actividad oratoriana y control, la tensión y la acción de tantos chicos me dejaban a mí y a mis ayudantes extenuados. Así transcurrió ése Enero. Febrero de 1950 fue otro mes que pasó como una exhalación. La pasé yendo de oratorio en oratorio. Para muchos de aquellos chicos el oratorio les permitía disfrutar un día distinto. Ser niños. Atendidos física y espiritualmente. Dar rienda suelta a su condición y alma de niños. En ellos el oratorio iba dejando la semilla de la formación y del concepto salesiano de Don Bosco, ser buenos cristianos y honrados ciudadanos. El oratorio de la loma, Dgo. Savio, domingo a domingo se desplazaba desde la Cancha del club Huracán, donde se realizaban todo clase de juegos, como a la playa cuando el tiempo lo permitía. O iba a la cripta de la iglesia San Pedro Damián para las clases de catecismo. (22) FORTIN MERCEDES: fue establecido como fortín en 1858 para proteger a los chasquis que hacían el recorrido Bahía Blanca-Carmen de Patagones. Tenía una dotación de 24 fortineros, algunos con sus familias. Unos ranchos-vivienda, depósito y comandancia rodeados por una empalizada. Ante la amenaza del malón del cacique Purrán en 1859, el baqueano Miguel San Martín hizo construir una capilla a la Virgen de los Desamparados para que los protegiera. El malón pasó de largo hasta Bahía Blanca sin tocar el fuerte. En agradecimiento se entronizó la nueva imagen, de Nuestra Señora de La Merced.
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Hacia fines del s.19, la gran cantidad de niños hijos de estancieros, peones e inmigrantes impulsó al Padre Pedro Bonacina con autorización de Mr. Cagliero a fundar un colegio con internado. Tierra y materiales fueron donados por Don Pedro Luro. Las obras fueron iniciadas en julio de 1895. Uno de los primeros albañiles fue don José Esandi, padre del primer obispo de la diócesis de Viedma Mons. Nicolás Esandi. Fue el primer aspirantado salesiano en la Patagonia. Ubicado en cercanías de Pedro Luro. Entre B.Blanca (Pcia. B.Aires) y Viedma (R.Negro). Por el colegio pasaron la mayoría de los salesianos de la Patagonia. Fue escuela normal nacional, aspirantado, noviciado y filosofado. Después escuela agrícola.
O a otros lugares como el 19 de febrero que fuimos con los chicos al cerro Chenque. Salimos desde la gamela redonda después de catequesis y oraciones hacia el cerro. El día era hermoso. La merienda consistió en pan y chocolate. El día 23 de febrero, aniversario de la fundación de Comodoro, se rezó una misa de campaña por ser el día de San Pedro Damián, en la plaza donde se colocó la piedra fundamental del monumento a Francisco Pietrobelli y se denominó al barrio hasta ése momento Chile Chico con su nombre. El oratorio asistió en masa. Digo en masa porque fueron más de 300 los chicos presentes. Impresionaron por su compostura y respeto. Nos enteramos que la gamela redonda fue vendida. Su nuevo dueño la alquilará para reuniones y fiestas. Un lugar menos para nuestros chicos. A ver qué dice La Providencia. Si alimenta a los pájaros y los viste con tal gama de colores tiene que pensar algo para nosotros. Por caso el domingo 26 de febrero se realizaba en la gamela una reunión familiar. Recién pudimos entrar con los chicos a las 17. El Conjunto Artístico del colegio Dean Funes representó la obrita ´´Un fotógrafo en apuros´´. Los chicos se rieron mucho. Después la merienda fue muy aceptada. Todo con mucha prisa porque debíamos entregar el salón que había sido alquilado para otra fiesta. (23) Pasó febrero. Llegó la fecha de mi partida. Toda despedida tiene una cuota de dolor. Durante la última semana de febrero de 1950 había comenzado a despedirme de cada uno de mis oratorios. Cuándo vuelve padre . . . ( para ellos no existía la diferencia entre sacerdote y clérigo o teólogo. La sotana los igualaba.) Para diciembre de éste año estoy de vuelta. . . Cuando termine el segundo año de teología. Qué es teología, padre . . . Traté de armar una explicación sencilla . . el estudio de Dios. Y para qué estudia a Dios . . Para entender mejor a los seres humanos. Los seres humanos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Si podemos saber algo más de Dios entonces podemos entendernos mejor entre nosotros los seres humanos. Ahhh . . . Me despedían con apretones de mano. Con un beso. Alguno mas grandecito ensayaba con un abrazo tímido. Como con vergüenza. En cada oratorio se quedaban reunidos mirándome partir. En silencio unos, gritando adiós y agitando los brazos otros. Subía en la chatita, hoy se dice pick up, del colegio que había venido a buscarme y con el vidrio bajo los saludaba con el brazo . . . arriverderci, . . hasta la vuelta. Pórtense bien. . . saludos a sus padres . . Me despedí de mis superiores. Del P. Brugna. Y del Padre Marchiori por el que sentía un afecto especial. Conocí su historia. Dejó la comodidad de su tierra italiana para sostener una lucha desigual e incansable, sin claudicaciones, para extender el reino de Cristo en una tierra ajena y extraña a la suya, dura e inhóspita. A gente tan dura como la tierra en la que vivían. Porque tenían que ser duros para poder vivir en ésta tierra dura. 95
Tenía la impresión que no volvería a verlo. No me equivoqué. Murió el 20 de abril de ése año 1950. (23) Relatos del Registro Histórico del Oratorio de 1949/1950
En la primera semana de marzo emprendí el regreso al instituto Villada en Córdoba. Largo viaje. Este vez no reparé en lo incómodo de los asientos. Tampoco en el calor ni en la tierra y el polvo del camino. Fui repasando in mente mi primera experiencia oratoriana en tierra patagónica. Pensaba, en cuanto llegue al instituto escribo a mis padres una carta contándoles sobre los casi tres meses en Comodoro Rivadavia. Tenia mucho para relatarles. A mamá, para que se quedara tranquila. Había venido a trabajar. A papá, agradeciendo su bendición cuando le dije mi intención de ser sacerdote. Sus palabras . . si quiere ser sacerdote yo no me opongo. Que sea la voluntad de Dios. Tiene mi bendición. Me habían ayudado mucho. Fui repasando el día a día de los meses vividos con intensidad en mi primera salida de vacaciones. Se me agolpaban en la mente muchas de las caritas de mis oratorianos. Sus gritos de bienvenida . . Hola Padre Corti . .y sus manos tendidas para estrechar las mías. Sus risas. Algunos de sus gestos duros y puños crispados cuando se peleaban entre ellos. Sus miradas sorprendidas ante un regalo. Un cuento. La filmina. Una caricia en la cabeza. Una muestra de afecto. Qué carentes que estaban de todo. Sobre todo de afecto. Cuánto había que hacer por ellos para sacarlos de ésa situación. Recuerdo que uno de mis pensamientos fue . . Dios, si los pájaros tienen para comer y las flores se visten con colores de reyes, porqué éstas almas tuyas creadas a tu imagen y semejanza tienen tan poco y les falta tanto . . Si puedo hacer algo para remediarlo, aquí estoy Señor. Cuenta conmigo. Pero con tu ayuda. Solo no puedo. Los días de viaje se sucedieron. No lo noté. En San Antonio me bajé de ómnibus y tomé el tren hasta Buenos Aires. Dos días después en Buenos Aires cambié de tren hacia Córdoba. Estaba ensimismado en la experiencia que había vivido en Comodoro Rivadavia. Me sentía sacudido por el grado de pobreza y situación de desamparo de tantos y tantos chicos del oratorio Dgo. Savio, en la zona de la loma. Ese había sido mi primer mano a mano con la niñez y adolescencia marginados. Había pisado la indigencia y el desamparo social en el que vivían. En el piso de tierra de sus míseros ranchitos. Y de no mediar alguna acción para rescatarlos ése sería el horizonte de sus vidas. La cabeza me daba vueltas y vueltas pensando qué se podría hacer por ellos. Qué podría yo hacer por ellos . . . Pensé, el Juan Corti que vuelve al instituto Villada no es el mismo que salió para sus vacaciones en Comodoro Rivadavia en diciembre pasado. Olió la pobreza. Estuvo en el suelo donde vive la miseria. En sus ranchitos. Percibió la esperanza casi desesperada de sus moradores por salir de éste estado de postración. Sus esfuerzos. La entrega de tantos otros a la desesperanza y a alguna manera de evadirse de ella. Aun por un rato. Recé . . Bendito Dios por cuyo designio vuelvo al claustro académico del Villada para obtener los conocimientos que la institución salesiana ordena que debo poseer. Pero que me has permitido ver, palpar y tocar la carne de la miseria. El drama social de tanta y tanta gente. 96
Percibir el infierno de sus vidas. Permitiste que aprendiera lo que sólo se aprende en la escuela de la realidad de la calle. Si atender y rescatar ésas almas en cuerpos tan castigados de chicos y adolescentes va a ser mi misión y mi camino, mi destino como misionero, acepto Dios. Acepto. Pero dame una mano. Grande. Es gigantesco lo que hay que hacer para rescatarlos. Yo soy muy pequeño para emprender solo semejante obra. Me acordé de San Pablo . . el espíritu está pronto, pero la carne es débil . . . Me sentí como confortado. Un principio de orden en mis ideas. Y una meta que comenzaba a perfilarse claramente en el horizonte de mi vida. Así ingresó aquel Juan Corti al instituto Villada por su segundo año de teología.
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CAPITULO 6.
2º AÑO DE TEOLOGÍA EN EL INSTITUTO VILLADA. VACACIONES ORATORIANAS EN C.RIVADVIA. 3º y 4º AÑOS DE TEOLOGIA. MI ORDENACION SACERDOTAL.
La práctica y la actividad en los oratorios de Comodoro Rivadavia durante mis primeras vacaciones teologales me había dejado una honda impresión. Deambulando con los chicos de un lado para otro porque no teníamos un lugar para nuestras actividades. Salvo un par de horas o poco más en la gamela redonda. La única alternativa bajo techo. A cubierto para rezar, contar Historia Sagrada, merendar. Ver algo de cine. Alguna obrita de teatro. O en la cripta. Así se llamaba la primera estructura en un subsuelo que sirvió de iglesia en el centro de Comodoro Rivadavia inaugurada como tal en 1950, hasta la construcción de la catedral a San Juan Bosco. Ahí también podíamos refugiarnos para la catequesis y el rezo. El resto de las actividades eran al aire libre. Sujetas a la libertad del tiempo. Tan libres como el viento. Cuando soplaba, y lo hacia seguido, nos volvía locos de tierra. Cuando llovía nos enterrábamos en el barro de las calles de los barrios hasta los tobillos. Nos parecíamos al oratorio de los primeros años de Don Bosco vagando de un lugar a otro. Allá se asentó finalmente en la casa Pinardi en Valdocco. Acá nos podíamos encontrar en la plaza Pietrobelli. Al domingo siguiente en la manzana 92 bis y sus zanjones, donde se construyó el colegio Dgo. Savio o en el antiguo matadero municipal. A éste lugar la cita era al grito de . . el domingo venidero, todos al matadero ... No bien llegué escribí una larga carta a mis padres. Les narraba con lujo de detalles lo que había vivido en Comodoro Rivadavia. En sus oratorios. Les señalaba dónde había estado. Y le sugerí a mamá que fuera a consultar con la maestra Gabriela Aldeghi. Para cerciorarse de que no le mentía. Como cuando después de profesar mis votos perpetuos y leer la carta de Don Ricaldone enviándome a la Patagonia Septentrional, respondí a su pregunta de dónde quedaba la Patagonia, al sur de Sicilia.
1. 2º AÑO DE TEOLOGIA EN EL VILLADA. VACACIONES ORATORIANAS EN COMODORO RIVADAVIA. Me sumergí en los estudios del 2do. año de teología. Quería incorporar y madurar la mayor cantidad de conocimientos que pudieran servirme de herramientas para la obra que sin yo percibirlo, al menos en ésta primera etapa, estaba llamado a concretar. Mi trabajo en aquel segundo año en el oratorio de El Tropezón fue muy distinto al del anterior. Me notaba más atento a las reacciones de los chicos. Más suelto en mis acciones. Con mayor capacidad de escucha y observación. Más afectuoso. Inclusive cuando debía reprender. Era tal mi grado de compenetración con el trabajo oratoriano que en ésa interacción me convertía en uno más entre todos.
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Cuánta diferencia había entre el oratorio de El Tropezón y los de los campamentos o el de La Loma de Comodoro Rivadavia. Aquí, enclavado en un paraíso natural. Sierras y bosques. Allá en medio de un desierto de clima duro. Pobre. Como de origen pobre eran la mayoría de los oratorianos en aquel Comodoro, centro de la Patagonia. hijos de obreros inmigrantes. En El Tropezón también tenía numerosos asistentes hijos de inmigrantes italianos. La mayoría de la zona de Venecia. Muy colaboradores con el oratorio. El estudio de las materias del segundo año de teología me absorbió. Cada una a su modo me presentaba un mundo nuevo, aun proyectándose algunas de ellas desde la antigüedad. Recuerdo que como actividad extracurricular había comenzado a leer textos de sicología y sociología. Buscaba elementos y herramientas que me permitieran entender los mecanismos de la conducta de los seres humanos sujetos a situaciones de adversidad extrema. De existencia paupérrima. De marginación social como lo que había conocido en Comodoro Rivadavia. Cómo hacían para sobrevivir. Cómo impactaba y se moldeaban los caracteres y la conducta de los hijos de quienes vivían en semejantes circunstancias. A mediados de ése año 1950, después de los nunca bien ponderados exámenes semestrales recibimos la orden menor del lectorado( 2 ). Nos permitía la lectura de la epístola en la liturgia de la misa. Mi concentración y dedicación al estudio me habían permitido salvar con solvencia los exámenes de cada una de las asignaturas con un promedio de 8.30 Para mis oraciones tenía una especie de agenda. Incluía a mi familia y a todas las personas que me habían ayudado y guiado por el camino que estaba recorriendo hacia el sacerdocio. Ahora incluía al oratorio y a sus pequeños oratorianos que había conocido y con los que había trabajado. Compartido tantas horas durante los meses de mis primeras vacaciones en Comodoro Rivadavia. Y no en uno sino en cinco oratorios. La tierra soñada por Don Bosco. Con la organización básica con la que él había comenzado. El oratorio. Mi estructura de salesiano iba cobrando forma. Pedía a Dios y la Virgen Ssma. estar más capacitado. Mas preparado anímica y emocionalmente. Predispuesto a hacer todo lo que fuera necesario para ayudar aquella niñez y juventud desvalidas. Y mientras a Dios rogaba, al mazo le daba. No descuidaba un ápice cada día de estudio. Ora et labora. Reza y trabaja. Me concentraba en cada práctica. Me afanaba en cada exámen. Los jueves por la tarde aprovechaba el descanso en el instituto para repasar y pulir cada tarea, práctica o lección. Cada detalle del trabajo académico. Los domingos y como terapia de relajación me dedicaba en cuerpo y alma a los chicos del oratorio de El Tropezón. Jugaba. Corría. Explicaba catecismo e Historia Sagrada. 2
lectorado, llamada orden menor: el lector es a quien, en la antigüedad, se le confería el oficio de leer o cantar públicamente en el templo las sagradas escrituras según los libros del canto litúrgico. En la ceremonia el obispo le presenta el misal romano y mientras el candidato lo tocaba con la mano derecha le decía: . . se fiel transmisor de la palabra de Dios, para compartir la recompensa con los que desde el comienzo de los tiempos han administrado la palabra . . .
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Reía. Reprendía. Corregía. El alma se me salía del cuerpo disfrutando de la actividad oratoriana. Pedía . . Dios, señálame el camino. Si es éste que estoy viendo quiero una señal. Algo que me confirme que lo que veo y percibo va a ser mi tarea. De tanto en tanto recibía correspondencia de mi casa. Leía y releía la carta. Me apresuraba a redactar largas respuestas. Contando. Detallando cada día de actividad. Cada paso hacia el sueño que sostenía desde los 14 años. Ser sacerdote. Con el agregado de haber trabajado por primera vez durante las pasadas vacaciones en tierra patagónica. Por lo hecho y visto en el campo social en Comodoro Rivadavia, asumí que como salesianos debíamos emprender acciones más enérgicas y concretas para extender nuestra capacidad educadora y formadora hacia el segmento social más carenciado. Más marginado. Nuestra educación formal y profesional estaba circunscripta al ámbito del colegio. El oratorio era una acción de contención y prevención social hacia fuera, con un crecimiento en ciernes desarrollado con medios escasos. Era insuficiente. No alcanzaba. Debíamos volcar más medios, más esfuerzos pero en una acción planificada y sostenida en el tiempo. En los escasos entretiempos, mis momentos de ocio cuando aflojaba la presión académica, me hervía la cabeza con ideas y soluciones para remediar la situación de tantos chicos oratorianos, de cuna muy pobre sometidos a todo tipo de carencias. Criados en hogares endebles o mal constituídos, de alta vulnerabilidad social. Familias a las que llamaban flojas de papeles. Después de las pocas horas de oratorio de un día domingo en el que los podíamos entretener, enseñarles algo e intentar con ellos un principio de socialización, volvían a sus hogares. A sus ranchitos. A sumergirse en su ambiente por el resto de la semana. Aguardando la oportunidad de volver el próximo domingo. Esos chicos necesitaban más tiempo fuera de su hábitat. Más horas que les posibilitaran un contacto más extenso y fluido con un sistema preventivo, educativo y afectivo. Que les permitiera contrarrestar la influencia del ambiente en el que se criaban. Necesitaban educación y contención. Mas simple, escuela, formación y afecto. Alternaba la ebullición de mi cerebro elaborando ideas, proyectos y trabajo en el plano social, con las exigencias de la actividad académica que no daban tregua. Los exámenes finales del segundo año de teología en el Villada se nos vinieron encima. Duraban una semana completa. De lunes a viernes. Oral y escrito de cada materia. Mañana y tarde. Y a veces hasta bien tarde. Una semana en la que vivíamos sobre ascuas. Cualquier tiempo, corto o largo, era aprovechado para un repaso rápido. Una última lectura para salvar algún detalle rebelde que se negaba a ser memorizado antes de que se apagara la luz. En no pocas oportunidades me dormía repasando mentalmente algún pasaje de teología moral, derecho canónico, dogma o hebreo. El siete de diciembre de 1950 terminé el segundo año de teología en el instituto Villada, en Córdoba. Al descanso académico seguían mis vacaciones en Comodoro Rivadavia. 100
Por lo tanto me preparé para viajar los 2.600 kms. hacia el sur. Mi segunda escapada a la Patagonia. Fue acordado en mi charla– pedido con el Padre Inspector Francisco Picabea. El se encargó de comunicarle al director del colegio Dean Funes de mi llegada. Armé mis bártulos. Puse varios libros para leer durante los cuatro días de viaje. Me preparé mental, anímica y físicamente para distancia, tiempo, polvo en suspensión y asientos incómodos. El 12 de diciembre me despedí de mis superiores y compañeros. Recorrí los 7 kms. desde el instituto hasta la estación. Llegué con tiempo para ocupar un asiento sobre la ventanilla. Viajaba con el dinero justo para los gastos necesarios y el boleto del transporte desde San Antonio hasta Comodoro Rivadavia. Pensé . . sólo cuatro días me separan de mis oratorios en el sur de la Patagonia. Me concentré en mis pensamientos. Sentía como una mezcla de expectativa y emoción. Esperaba llegar alrededor del 16 de diciembre. Atrás quedaban los libros cerrados de Teología, Dogma, Derecho Canónico, Hebreo, Liturgia y el resto de de las asignaturas del estudio. Por delante me esperaba la actividad intensa, absorbente de los oratorios. En especial el de La Loma. Trabajaría al lado del Padre Brugna. Esa era la tarea real del sacerdote. Al menos desde mi punto de vista. Tarea de la que disfrutaba cada minuto de compañía con los chicos. Mis chicos. Recordaba de la vida de Don Bosco que el 8 de diciembre de 1844 había bautizado su oratorio con el nombre definitivo de San Francisco de Sales. Porque la tarea que se había propuesto de formar y educar a la niñez y juventud desvalidas exigía una gran dosis de calma, paciencia y mansedumbre. La conducta que había caracterizado al santo, constituído en modelo para Don Bosco. De ahí su nombre para el oratorio.( 3 ) En Comodoro Rivadavia el oratorio de La Loma había sido bautizado con el nombre de Domingo Savio. El alumno dilecto de Don Bosco, muerto muy joven. Tronchada su vocación sacerdotal. Años después el primer santo de semilla salesiana. Cuando Don Bosco terminó su residencia sacerdotal de tres años bajo la guía espiritual del sacerdote Don Cafasso, comenzó formalmente su trabajo de oratorio para los pequeños obreros de la industria y de la construcción del Turín de 1844. Su mano derecha fue un teólogo de apellido Borel. El oratorio de Don Bosco comenzó en un terreno aledaño a un hospital en construcción, el Santa Filomena, para niñas enfermas y lisiadas( 4 ) En el oratorio de la Loma, llamado Domingo Savio el teólogo Juan Corti había comenzado a trabajar con el sacerdote Ciro Brugna. Tenía su punto de encuentro en cualquier lugar de los barrios altos del Comodoro de entonces. En la manzana 92 bis cruzada por zanjones, hoy asentamiento del colegio Dgo. Savio. O en el matadero municipal. Después salían a deambular por la playa, plazas, distintos barrios donde se iban sumando oratorianos o lugares donde recrearse con juegos.
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DON BOSCO Una biografía nueva. Teresio Bosco s.D.B. Ed. Didascalia. pgs. 140, 141 y 145..
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Ob. cit.
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Una de las zonas eran los zanjones de las calles Urquiza y de la hoy avda. Alsina. Recalando en la cripta, la gamela redonda, el cine Español o el baldío al lado de la pizzería Achalay ( 5 ) para recibir la merienda. La empresa Coliseo de la familia Roque González permitía algunos domingos el ingreso gratuito del oratorio a la sesión de cine de la tarde. La entrada era gritar . . viva Boca. Don Roque era hincha de Boca Juniors. Repasando ambas historias podían encontrarse algunas similitudes. Pensándolo me sentía feliz. Yo, Juan Corti, estaba de alguna manera actualizando el trabajo realizado por Don Bosco 110 años antes en Italia. No dejaba de pensar, bendito sean Dios y la Virgen María que me llevaban por éste camino. Y me hacían ver cada vez con mayor claridad el camino que comenzaría a recorrer pocos años después. Mi propio camino. Repasaba el oratorio creado por Don Bosco en sus cuatro dimensiones. Como casa, donde los oratorianos se sientan a gusto y se consideren todos amigos. Como escuela, donde aprenden de manera informal. Acompañados por amigos. Tanto los sacerdotes como los compañeros. Donde se potencian las capacidades que cada uno posee. Como iglesia, porque se les ofrece una forma de vida desarrollando la dimensión religiosa de la persona. Como patio y en cualquier lugar, porque es el lugar de convivencia y juego en el tiempo libre de los chicos. Encuentro con sus amigos. Pasar el rato y divertirse de forma viva, sana y creativa. Los kilómetros y las localidades se sucedían. Esta vez no me absorbía el paisaje. Viajaba concentrado en el ABC de los oratorios de Don Bosco. Repasando su obra. Y en los nuestros. El del Tropezón, en Córdoba. En los cinco que me habían tocado en suerte atender desde el año pasado en Comodoro Rivadavia. Pero el que me absorbía era el de la Loma, el Dgo. Savio. Al que dedicaba todo el domingo secundando al Padre Brugna. No sé porqué. Había algo de él, de sus chicos, de la situación en que vivían que me atraía. Me obligaba a concentrarme en ellos. Mirando aquella circunstancia desde el hoy, eran algunas señales de Dios que me iban marcando el camino del trabajo que me esperaba. El 16 de diciembre a la tarde llegué a Comodoro Rivadavia. Desembarqué en la terminal de Transportes Patagónicos en la calle 9 de Julio. Retiré mi valija y me puse en marcha. Inicié el camino hacia el colegio Dean Funes a pié. No pasó mucho tiempo para que un alma caritativa detuviera su vehículo. La pregunta . . adónde va, Padre . . al colegio Dean Funes. La consabida respuesta y bienvenida invitación . .suba. Lo llevo. Con el gracias ya estaba a bordo. Pocos minutos después descendía frente al colegio. Esta vez me estaban esperando al director del colegio y el Padre Brugna. Las manos tendidas de ambos. Amplia sonrisa de Brugna. Bienvenido Juan. Mientras me acompañaba hasta el dormitorio me fue poniendo al día de la actividad desarrollada en 5
ACHALAY: de la voz quechua achallay: qué lindo; qué bueno. Castellanizada como achalay, con una sola ele. Nombre de la pizzería ubicada frente al teatro Español. Su propietario, Dámaso Fonseca había sido uno de los primeros oratorianos en Corrientes, en el oratorio fundado por el sac. Borgatti, después obispo. Agradecido a la Orden Salesiana se convirtió en amigo y constante colaborador del Padre Corti y de su obra oratoriana. Ayudaba al oratorio dand, durante muchos domingos, la merienda consistente en café c/leche, mate cocido c/leche y facturas, pizzas o empanadas, cuando los oratorianos salían de la función de cine.
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el oratorio Dgo. Savio durante el año. Además de todo lo que había planeado hacer con mi ayuda. No me sentía cansado del viaje. Sí cubierto por el polvo del trayecto desde San Antonio a Comodoro. Había aprovechado el tiempo para leer. Pensar en los próximos casi tres meses que pasaría de vacaciones laborales. En todo lo que haría en cada uno de los oratorios. Acomodé mis cosas. Me asée disfrutando del agua abundante y del jabón. El espejo me devolvió la cara limpia. Sin rastros de tierra. Me dirigí al comedor. Saludos y abrazos con los presentes. Oraciones. Cena abundante. Charla amena. A las 22 pedí permiso y me fui a acostar. Recuerdo que al pasar frente a la enfermería recordé al Padre Marchiori. Lo había conocido en mis vacaciones del año pasado. Había muerto a mediados de abril. Elevé una oración por el eterno descanso de su alma. A las 6 de la mañana siguiente, 17 de diciembre de 1950 ya estaba en pié. Aseo. Oraciones y misa. Desayuno. Comencé mis segundas vacaciones laborales y oratorianas, como jocosamente me decía el Padre Brugna. Al oratorio Dgo. Savio en la barriada de La Loma. El Padre Brugna me presentó a los asistentes al oratorio ésa tarde. Me reencontré con mis chicos oratorianos. Manos levantadas. Gritos de bienvenida. Algunos pequeños me dieron un beso. Nos desplazamos hasta la zona de los zanjones de las calles Urquiza y la hoy Avda. Alsina. Organicé los juegos. Carreras subiendo y bajando las cuestas. Cuanto juego o entretenimiento se me ocurría que podíamos realizar en un terreno escabroso y desigual como el de los zanjones, lo poníamos en práctica. Mientras, el Padre Brugna fue al oratorio de las Hnas. de María Auxiliadora para realizar tres casamientos.( 6 ) Después de cansarnos jugando el par de centenares de chicos y yo, nos dirigimos a la cripta para las siguientes actividades. Merienda y cine. La merienda al aire libre, sobre el techo de la construcción. El cine en su interior. Fue la última vez que pudimos disponer de su instalación para una actividad oratoriana no litúrgica, como el cine. La construcción de la cripta, que iba a oficiar de iglesia durante muchos años hasta que se construyera sobre ella la catedral a San Juan Bosco, estaba concluída. Fue inaugurada el día de navidad, 25 de diciembre de 1950. Dedicada a San Pedro Damián. La nominación fue a raíz de una consulta del Concejo Deliberante de entonces al director del colegio Dean Funes, Padre Salvá, sobre el nombre del santo del 23 de febrero según el santoral. Ese día se celebraba el 49º aniversario de la fundación de Comodoro Rivadavia. La respuesta fue que el santoral recordaba a San Pedro Damián. La cripta fue dedicada al Santo. La estatua fue conseguida por mediación 6
En el Relato Histórico del Oratorio se lee en pág. 39: . . Llega en mi ayuda el teólogo Juan Corti. Con él multiplicaremos el trabajo. Hoy mientras él atendía a los chicos en los zanjones ( de calles Urquiza y hoy Avda. Alsina) yo pude ir al oratorio de las Hermanas (de María Auxiliadora) a regularizar tres casamientos. La merienda la hicimos sobre la construcción de la cripta. Adentro, cine. En la capilla de las Hermanas novenario de navidad, sermón y bendición. Luego fui a visitar a un niño moribundo . . .
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salesiana en Roma. Recibida dos años después y entronizada en la cripta. De ahí el nombre Cripta San Pedro Damián. El 20 de diciembre de 1950 nos entrevistamos, a su pedido, con el gobernador militar, general Müller. Nos explicó que estaba enterado de nuestra actividad oratoriana en los barrios de La Loma. Que éramos nosotros, los salesianos, los más indicados para emprender cualquier obra de bien en ésa zona. No sólo la aprobaba. Se ponía a nuestra disposición para ayudar en lo que fuera necesario. La gobernación contribuía semanalmente con 5 kgs. de leche en polvo y 5 de azúcar. Ni lerdos ni perezosos le hicimos nuestro pedido en serio para la navidad oratoriana de ése año. 140 kgs. de pan dulce y 600 turrones. Recuerdo que hizo llamar a un mayor de apellido Migoya para que se encargara personalmente de nuestro pedido. Salimos exultantes. Ya disponíamos de la materia dulce para celebrar el 25 con nuestros chicos. La Providencia nos tenía otra sorpresa. Fuera de la gobernación al llegar a la calle Rivadavia nos salió al cruce un señor que dijo ser el dueño de la Tintorería Ocean. Nos detuvo. Nos contó que no era católico. Había visto la alegría de los oratorianos un domingo por la tarde en la zona del muelle. Y comprendido la obra que hacíamos con ellos. Nos indicó que pasáramos al día siguiente por su negocio. Fuimos con el Padre Brugna. Nos entregó doscientos pesos para el oratorio. Era una suma importante. Estaba comenzando a entender cómo movía sus hilos la Divina Providencia. El 24 y 25 de diciembre nos reunimos en los zanjones de calle Urquiza. Recorrimos desde el cerro Chenque hasta la playa del 99. Juegos. Reparto de golosinas. Merienda con pan dulce y turrones. Fuimos a la gamela redonda. Vimos el pesebre que había armado el padre Tibljas, sacerdote franciscano que atendía la cofradía polaca. Oraciones en la capilla María Auxiliadora. Sermón ( yo lo llamo sermoncito por lo cortito) y bendición. Rifas y reparto de golosinas. Les contamos a los chicos el origen de los pan dulces y golosinas con que nos habíamos deleitado. El grito clásico de las tres hurras por el gobernador y nuestros bienhechores, . .Hipip . . hurraaaa . . hipip . .hurraaaaa. . . . coreado a voz en cuello por los chicos. Estaban muy contentos. Les brillaban los ojos. Reían. Cantaban. En la iglesia rezaban con ganas. Cuánta razón tiene el aserto de que no se puede hablar de Dios, tampoco educar a chicos con el estómago vacío. Lo que dice el refrán popular . . panza llena, corazón contento. Recuerdo cómo disfrutaba ésos momentos. Yo estaba tan contento como ellos. La tarde se prestaba. Después de las oraciones, la bendición, las rifas y los premios fuimos, a pedido de los chicos, una horita más a los zanjones. A decir verdad estábamos fundidos. Pero accedimos. Sobre las 19 de ése día la romería de chicos, gritos, risas y juegos había terminado. Gracias a Dios llegó la chatita del colegio a buscarnos. Nos rescató de entre los últimos, que se fueron tras despedirse. Volvimos al colegio. Habían terminado dos días intensos en los que no nos dieron tregua. Intensamente oratorianos. Al decir del refrán . . cansados pero contentos. El día 28 de diciembre fuimos con el Padre Brugna a pasar el rastrillo. Esa era su expresión cuando salía a recoger donaciones. No me le despegaba. Iba conociendo 104
palmo a palmo el terreno que debía en algún momento recorrer solo. Terreno y personajes. Estábamos preparando la fiesta del 6 de enero próximo. El día de Reyes. Una fiesta para los chicos. La gobernación entregó otros 140 kgs. de pan dulce, varias bolsas de golosinas. 50 kgs. de leche en polvo, cocoa y azúcar. Las municipalidad aportó doscientos pesos. Un grupo de señoras de barrio Mosconi juntó otros doscientos ochenta pesos. Los grandes comercios de entonces, La Anónima, Lahusen y Argensud fueron a porfía. Muy generosos. Me acuerdo de otros como Casa Castaño, Confitería La Ideal, El Palacio Infantil, Panadería La Flor de Asturias, Casa Canela, el Gran Hotel. Pido perdón porque hubo muchos otros que se me han escapado de la memoria. Poco o mucho el oratorio podía contar con numerosos bienhechores. Había algunos que nos pedían que no los nombráramos. Lo hacían porque lo sentían. Llenamos un depósito en el colegio Dean Funes con las donaciones. El Padre Brugna sólo me decía . . veni. Vamos a ver a tal. O a cual. Esa era su escuela. Muy pocas veces volvíamos con las manos vacías. La Divina Providencia a veces proveía más. A veces menos. Pero no fallaba. Mis oraciones de agradecimiento tampoco. Las provisiones dulces nos duraron hasta el 7 de enero. Habíamos entrado en 1951. Después de jugar en los zanjones y bajar a la playa merendamos en la gamela redonda, con rifa incluída. Entre frecuentes días de viento y tierra y otros de mucho calor iba rotando día tras día de la semana en la atención de los oratorios de km.3; de km. 5; km. 8 y barrio Laprida. Pero era el oratorio de la Loma el que demandaba de mis mayores esfuerzos. La cantidad de oratorianos que asistían los domingos podía superar los 200 chicos. El 13 de enero viajó a Fortín Mercedes un aspirante, semilla del oratorio. El niño Angel Lorenzo Sánchez. Iba a hacer su primera comunión en el santuario María Auxiliadora. La hizo en la pequeña capilla de Ceferino Namuncurá.( 7 ) La recibió de manos del Padre Brugna que se encontraba en el colegio realizando sus ejercicios espirituales, sobre finales de enero.
En ésa época la capilla guardaba los restos de Ceferino, repatriados de Italia en 1925 a instancias del inspector salesiano Padre Luis Pedemonte. ( 8 ) 7
Relato Histórico del Oratorio. Pgs. 39 y 40. En la pg. 41 . . hoy viaja a Fortín Mercedes otro aspirantito que da el oratorio de La Loma. Es Angel Lorenzo Sánchez, de 10 años. Hará su 1ª. comunión en el Santuario María Auxiliadora. El oratorio le dio el ajuar y hasta la valija. Esperamos que Dios lo bendiga. Sus padres viven en el Chile Chico. 8
P. LUIS PEDEMONTE, Inspector salesiano. Convirtió la escuela salesiana de Fortín Mercedes en casa central para la formación de salesianos. Comenzó a tramitar la repatriación de los restos de Ceferino Namuncurá, enterrados en Roma, donde había muerto el 11 de mayo de 1905. El P. Ernesto Tornquist se hizo cargo de los trámites y de la financiación. A finales de noviembre de 1925 los restos ingresaron en Fortín Mercedes y depositados en la capillita del antiguo fuerte. El 2 de mayo de 1944 se
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La zona de influencia del oratorio, como decía el Padre Brugna, se extendía desde el barrio Pietrobelli donde solíamos tener el punto de reunión hasta la playa llamada 99( 9) El barrio 13 de diciembre; los zanjones de las calles Urquiza y de la hoy Avda. Alsina; la gamela redonda para merendar, alguna función de filmina o catequesis cuando estaba desocupada. Bajar al centro para ir a la cripta recién inaugurada o la iglesia del colegio de las Hermanas de María Auxiliadora para rezar y recibir la bendición. Terminaba el día agotado. El esfuerzo para atender a tantos chicos llenos de bríos y en libertad era enorme. Contenerlos. Controlar su bríos y su libertad, no siempre acordes con un marco aceptable de sociabilidad considerando la franja social de la que provenían, implicaba un enorme trabajo. Al margen del esfuerzo y dedicación de mis ayudantes. Hacían lo que podían. Incluso su autoridad era a veces resistida por sus pares en edad. Podíamos recorrer en una tarde de domingo toda la zona alta del Comodoro de entonces y parte del centro. Todo en medio de juegos. Partidos de fútbol. Algarabía. Premios. Rifas, cuando había. Merienda. Cantos. Catecismo. Debíamos tratar con chicos cuyas edades oscilaban entre los 8 ó 9 hasta los 14 y 15 años. Con poca o escasa educación. Impedir que los mayores se aprovecharan de los más chicos. Atentos a corregir su vocabulario. A sus exteriorizaciones. Sus reacciones. En su ambiente las diferencias se arreglaban a los golpes. Costumbres y vocabulario que tratábamos de suavizar. Vigilancia, afecto, algo de religión. Otro poco de catecismo. Oraciones y una merienda lo más sólida posible. Eran las herramientas que poníamos en juego cada domingo en el oratorio de La Loma. Enero y febrero pasaron volando. El 25 de febrero fue un día histórico para el barrio Pietrobelli del que participó el oratorio en pleno. Ese día se inauguró el Parque de Juegos de la plaza Pietrobelli. Estuvieron presentes el gobernador militar, general Salvador Marcelino Müller y la viuda e hijos de Francisco Pietrobelli. Los oratorianos dieron el marco con su música, cantos y vivas. Nos juntamos en los zanjones de las calles Urquiza y de la hoy Avda. Alsina. Marchamos hacia plaza Pietrobelli para participar del acto. Bendición en María Auxiliadora. Invadimos después el parque infantil recién inaugurado para jugar. Bajamos a la cripta. Merendamos en la parte superior y oraciones en su interior. Después al juego de la taza . . cada cual a su casa. El día oratoriano había terminado. Nuestras fuerzas también. Llegamos al colegio Dean Funes agotados. inició la causa de beatificación y canonización. El 22 de junio de 1972 fue declarado Venerable. El 11 de noviembre de 2007 fue proclamado beato en los campos de Chimpay ( R.Negro), sus pagos de origen. 9
Playa 99: era el lugar donde YPF había perforado el pozo nº 99, alrededor de cuya explotación se conformó un campamento donde vivían obreros y personal técnico. Desde ése lugar se accedía desde la costa a los pozos productores localizados mar adentro, para su mantenimiento, por medio de las ´´pasarelas´´. Eran puentes angostos de estructura metálica elevados varios metros sobre la superficie del mar. Con el tiempo Los pozos dejaron de producir y las pasarelas fueron desarmadas. Pero el nombre permanece.
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Recuerdo que aquellas segundas vacaciones laborales en Comodoro Rivadavia fueron más intensas que las primeras. Me encontraba realmente cansado. Muy satisfecho y muy cansado. Me acordaba de Don Bosco cuando animaba a sus cansados ayudantes, queda mucho por hacer todavía. Descansaremos en el Paraíso. Mis vacaciones llegaron a su fin. Me fui despidiendo de cada uno de los oratorios y de todos los que me habían ayudado. De las autoridades del colegio Dean Funes. Del Padre Brugna. En los oratorios manos tendidas. Besos. Alguna pregunta espontánea que me sorprendió . . porqué cuando termina de estudiar no viene y se queda en Comodoro con nosotros . . No fue el de un solo. Varios chicos coincidieron en el mismo pedido. Otros corearon síiii, siiii .y el hurra carácterístico hipip . . hurraaaa. Me acuerdo que aquellas demostraciones me provocaron un nudo en la garganta. Hoy mirando para atrás, creo que era la mano de Dios que me iba señalando el camino cada vez con más claridad. Lo hacía por boca de aquellos pequeños desarrapados que me habían ganado el corazón. Que me despedían con sus sonrisas ingenuas, espontáneas, limpias. Los ojos chispeantes por los que se les salía el alma mostrándome su afecto. Era recíproco. Creo que yo me había metido en el alma y corazón de ellos. Di gracias desde el fondo de mi alma a Dios y a la Virgen María. Comenzaba a ver claro el rumbo que me reservaban para recorrer el camino de mi vida. Era una especie de sexto sentido. Una percepción, un chispazo de intuición que me lo advertían. Percepción, intuición o lo que fuera que se iría consolidando a través de los años. Armé mi valija con la pobreza de siempre. Me puso contento ver los huecos que quedaban sin llenar. Tampoco tenía con qué. Revolví concienzudamente mi pequeña cómoda por si hubiera quedado algo olvidado. No. Eso era todo. Poco para llevar. Pero el alma henchida de gozo. El trabajo había sido intenso. Intensa vida interior. Intensas mis oraciones de agradecimiento. De auxilio divino frente a la magnitud de las exigencias del momento. Salí del colegio y en cuanto crucé la calle del frente escuché . . . adónde va, padre . .? Al centro. A la terminal de Transportes Patagónicos. . .Vamos. Lo llevo. Paso por ahí . . Una vez en la cabina la pregunta obligada era hasta dónde viajaba. A Córdoba. Pero Córdoba está como a cuatro días de viaje. . . Si, claro. Pero allá voy. Y qué va hacer a Córdoba . . .? A cursar el tercero año de teología. Para qué . . Este y el que viene son los dos últimos años que me quedan para ordenarme de sacerdote . . Ah . . entonces todavía no es un cura hecho y derecho . . . No todavía. Si Dios quiere dentro de dos años. Llegamos a la terminal. Aquí es padre. Buen viaje. Que tenga suerte. . .muchas gracias. Que Dios lo bendiga. Entré en la oficina con el pasaje sacado días antes. Despaché la valija con una advertencia al maletero en tono de broma . . . por favor, cuídenla. Adentro hay un tesoro. Sí padre. Quédese tranquilo. Viaja segura. . . Muchas gracias. Los 2.600 kms. de ómnibus y tren que tenía por delante ya no me arredraban. Miraba largamente por la ventanilla el paisaje que se iba presentando. Leía. Dormitaba. Soñaba. Recuerdo que me sorprendía la recurrencia con que se me cruzaba la idea de repasar la vida y las obras de Don Bosco.
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El trabajo en los oratorios me había atrapado. Los chicos, a los que llamaba mis chicos, me habían permitido entrar en sus vidas. En sus almas. En sus ilusiones. Algunos hasta me habían contado sus sueños. Repiqueteaban en mi cabeza algunas confidencias hechas como al pasar. . . Cuando sea grande, yo quiero ser. . . . Qué tengo que hace para ser . . En medio de la situación de pobreza extrema en la que muchos vivían, en el fondo de sus almitas existía el propósito de no repetir ésa historia. No querían la vida presente que les había tocado vivir como su vida futura. Querían ser distintos. Recuerdo algunas cuitas. . . yo no quiero ser como mi papá que no saber leer ni escribir. O . . yo no quiero ser como papá que trabaja donde puede y como puede y en mi casa siempre falta de todo. . . Me partían el alma. Iba madurando el propósito de que algo tenía que hacer. Don Bosco, recién ordenado sacerdote ,comenzó a recorrer los barrios del Turín de 1841. Fue su primer contacto con la realidad, dura, dramática que vivía en la periferia de la ciudad. Comenzó a ver y palpar la pobreza extrema de tanta niñez y juventud abandonada a su suerte. Pequeños vendedores ambulantes; limpiabotas; limpiachimeneas; peones; changarines que se ganaban el pan como podían. Hijos de familias desarraigadas. Sin trabajo. Obligadas a cualquier cosa para ir sobreviviendo. Eran la resultante del hacinamiento de inmigrados en la periferia de las ciudades.( 10 ) Yo, Juan Corti, había tomado contacto con la realidad de una estructura social muy pobre, que sería la masa crítica con la que trabajaría durante toda mi vida. Las herramientas serían primero el oratorio. Después la escuela. No sabía la magnitud del trabajo que me esperaba. Hoy me pregunto si de haberlo sabido lo hubiera aceptado. Rezaba y pedía a Dios y a la Virgen María que si el camino que me esperaba y que estaba empezando a perfilarse era ése, me ayudaran a clarificar mi mente. Me dotaran de las herramientas necesarias para cumplirlo. Rezaba por inteligencia. Voluntad. Capacidad. Espíritu de sacrificio. Pedía . . Dios, señálame el camino. Si es éste que estoy viendo quiero una señal. Algo que me confirme que lo que veo y percibo va a ser mi tarea como sacerdote.
10 DON BOSCO. Una biografía nueva. Teresio Bosco. s.D.B. Edit. Disdascalia. Pgs. 114/115
2. 3º AÑO DE TEOLOGIA. Llegué al instituto Villada una semana antes de que comenzaran las clases. Me aprestaba a cursar el 3er. año de teología. Saludos con mis superiores. Abrazos con mis compañeros. Relato de mis andanzas oratorianas por la Patagonia. Recalcaba en mis charlas que Comodoro Rivadavia y mis oratorios se encontraban en la región central patagónica. Corregía . . no en el sur, en el centro de la Patagonia. Sí en el sur del país. Para la mayoría de mis compañeros, unos italianos, otros de países vecinos como Uruguay, Paraguay o Chile y también para los argentinos, salvo algunas excepciones la Patagonia era terra incognita. Tierra desconocida. 10
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Dejé de pensar en Comodoro Rivadavia y en sus oratorios para sumergirme en los estudios del 3er. ciclo del teologado. Me repetía, para cerciorarme de que no soñaba, de que estaba en el anteúltimo año de mi carrera. Dios mediante este año recibiría la orden del subdiaconado.( 11 ) Me permitiría participar como co-oficiante en la misa solemne. Mis comienzos fueron como catequista y asistente en el oratorio de Galbiate. Después en Bologna. Hoy en El Tropezón, en Córdoba. Pero comencé a trabajar en profundidad en los oratorios de Comodoro Rivadavia. Especialmente en el de La Loma, después Domingo Savio. Oratorio pobre, de niños y jóvenes pobres de barrios muy pobres.
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Sabía que no podía apurar el tiempo. Como lo expresara Salomón en el Eclesiastés(12) todo tiene su tiempo bajo el sol. Era como si la proximidad de la meta que había perseguido a lo largo de toda mi vida hasta ése momento duplicara mi decisión y mi energía. Me urgía llegar cuanto antes. A mis ansias de ser sacerdote aún no le había llegado su tiempo. Debía esperar estudiando, rezando y trabajando. Cada materia tenía su tiempo de explicación, de atención y de estudio. Cada ceremonia litúrgica, su tiempo de meditación y de práctica. Ya estaba con un pié en el altar. Me zambullí en los estudios. Me sentía empujado por una enorme fuerza interior. No había dificultad en cualquier texto o tratado que no pudiera superar. Me sentía distinto. Momentos había en que tenía la impresión de ser otro. Cada domingo tenía su tiempo de actividad oratoriana en El Tropezón. Intenso. Absorbente. Era el tiempo de jugar. De Reír. De rezar con el alma limpia y espontánea de los chicos. De catequizar. De escuchar y sugerir. Hasta reprender y corregir con suavidad y firmeza. Advertía que mi vida tenía su tiempo en el momento que me había tocado venir al mundo y prepararme para cumplir una misión, cuyo tiempo todavía no había llegado. Mi oración y meditación tenían sus tiempos. Mis tiempos de reír, de extrañar, de sentir la nostalgia por la ausencia de mis seres queridos. Mis sueños, proyectos y esperanzas debían esperar sus propios tiempos para su realización. 11. subdiaconado: del griego ypo: bajo o sub, y diáconos: servidor. La última de las órdenes consideradas menores en virtud de que el rito de ordenación no es sacramental. No hay imposición de manos ni consagración al Espíritu Santo. Es la única orden que se consagra independientemente de si el candidato haya a recibir o no el orden sacerdotal. Es un clérigo ordenado para servir en el altar como cooficiante y en el templo se le encarga la tarea de purificar fuera del altar los lienzos y vasos sagrados. 12. El ECLESIASTES, en griego significa ´´miembro de una ecclesía (congregación o asamblea) del que deriva el título en español Eclesiastés. Uno de los siete libros del Pentateuco. Libro post-exilio cuyo autor se llama a sí mismo Hijo de David y rey de Jerusalén. Atribuído igual que el Libro de los Proverbios al rey Salomón. Se pregunta cómo afrontar la vida porque nada de ella es seguro, excepto la muerte. De ahí sus dichos: . . todo tiene su momento bajo el sol. Su tiempo el nacer; su tiempo el morir, etc. . . .
Esta etapa se me hizo corta. De pronto se vinieron los exámenes semestrales. El 8.75 de promedio me indicaba que todo el esfuerzo realizado a lo largo del año no había sido en vano. La resultante de muchas horas de estudio. Había cursado y aprobado el 3er. año de teología. Después la emoción de la última orden menor, el subdiaconado. Era subdiácono. Estaba a un año de mi ordenación sacerdotal. 109
Don Bosco vió que la única herramienta posible para sacar a tantos niños y jóvenes de la pobreza y miseria de su tiempo, era la educación. Del oratorio pasó a la escuela elemental y en cuanto pudo a la de artes y oficios. Con un internado pequeño e improvisado. Que cada chico se capacitara y adquiriera una habilidad, un oficio, que le permitiera desenvolverse en la vida en mejores condiciones. Esa, la de la educación era la idea que había surgido y daba vueltas en mi mente cuando viajaba de regreso a Comodoro. Me preguntaba qué se podía hacer para mejorar la situación de tantos chicos. Logramos la colaboración de la radio L.U.4 y los diarios para la preparación y organización de la fiesta del niño, apoyando nuestros pedidos de vituallas, ropas y juguetes para los pequeños del oratorio. No hablaban de pedidos sino de pechazos. Me preparaba concienzudamente para ser, e incluía la frase del señor que me acercó hasta la terminal de ómnibus en Comodoro Rivadavia, un cura hecho y derecho. Me refugié en la capilla y sostuve un largo diálogo con Dios y La Virgen María. Entrecortado con accesos de llanto de emoción y gratitud. Agradecí a Don Bosco. A mis padres. A todos los que intervinieron en algún momento de mi vida para ayudarme, aconsejarme, sostenerme y empujarme cuando se me aflojaban las piernas. Una alegría profunda me salía del alma. Mi corazón vibraba de agradecimiento a Dios y a la Virgen Santísima. Estaba llegando. Alcanzando la meta que me había propuesto desde los 14 años. Tenía 26. Escribí una larga carta a mis padres en la que volqué todo lo que sentía. Lo que había vivido. Ratificando a mamá que sus dichos no habían sido en vano. Me preparé para mis vacaciones laborales en Comodoro Rivadavia. Las últimas como teólogo. El año próximo, Dios mediante, en Comodoro o donde fuera, lo haría como sacerdote salesiano. Tras despedirme abordé el tren hacia mis vacaciones oratorianas. La mayoría de mis compañeros comenzaron a viajar a la colonia de vacaciones de Salsipuedes, en Córdoba. Otros a sus lugares de origen. Aquel aforismo latino age quod agis, haz lo que haces, me marcaba que hay un tiempo para cada cosa. Y que cada cosa tiene su tiempo. Que la eternidad es un eterno presente. Que el hoy es un regalo. Un presente en tanto y en cuanto con mi acción, tesón y dedicación lo transformara en un bien eterno. El paraíso me lo gano en la tierra. 2.600 kms. más al sur me esperaban mis oratorianos para completar el tercer capítulo de la preparación al que Dios me estaba sometiendo, entrenándome para una larga e ininterrumpida tarea de casi 60 años. Mientras viajaba iba construyendo en retrospectiva lo que había sido mi vida. En cómo se había ido construyendo. Y comencé a repasar la vida de Don Bosco. Sus circunstancias. Y las de mi propia vida. Don Bosco nació en un hogar muy pobre. Huérfano de padre a los dos años. La pobreza lo acompañó durante toda su vida. Cada etapa de su vida fue dura, rigurosa Construyó su obra para pobres en medio de la pobreza. Nació, vivió y murió pobre. No le hizo falta profesar votos. Su vida fue un voto de pobreza. Yo nací de padres pobres en un hogar muy pobre. Mi vida se fue construyendo dura, trabajosamente. Con un alto precio que pagar en esfuerzo, dedicación y una voluntad obcecada para alcanzar cada una de las etapas que me había propuesto. Don Bosco fundó la Orden Salesiana. Yo era teólogo, en camino de ser sacerdote salesiano. Don Bosco soñó con su obra en la Patagonia. Yo, había comenzado a trabajar en la Patagonia desde que me hicieron soñar con ella los padres Stefenelli y Garbín, cuando cursaba mi primer año de filosofado en Nave. Don Bosco comenzó su obra con 110
Hubo numerosas colaboraciones de comercios, de particulares y hasta de la municipalidad. Eran correspondidos con nuestras oraciones y los tradicionales triple hurras de los chicos cuando les contábamos de nuestros donantes y colaboradores. El deambular de cada domingo por tantos lugares con el oratorio a cuesta. Depender de si nos dejaban ingresar a la tradicional gamela redonda para tomar la merienda o presentar alguna obrita de teatro o de cine o debíamos trasladarnos a la cripta, era para mi angustiante. Con el Padre Brugna hacíamos lo mejor. Pero los imponderables nos superaban. A lo que se agregó la circunstancia de que la gobernación, por el cambio de gobernador, dejó de ayudarnos. Un señor de apellido Paz, encargado de los suministros adujo ante nuestra solicitud semanal que debía contar con la orden del nuevo gobernador de apellido Fernando J. Carlés. Tendremos que ir a verlo. El 6 de enero de 1952 quedé a cargo del oratorio de La Loma. El Padre Brugna viajó a Fortín Mercedes a realizar sus ejercicios espirituales a. Alrededor de 120 chicos exigieron mis fuerzas al límite. Ese día soplaba un viento de mil demonios. Así lo llaman acá al sus oratorios de niños y jóvenes pobres de barrios pobres. El oratorio no tenía lugar donde realizar sus actividades. Deambulaba de un lugar a otro. Podíamos comenzar en los zanjones de la calle Urquiza. En la plaza Pietrobelli o en la manzana 92 bis que estaba enfrente. La merienda en el baldío al lado del Achalay, sentados en el suelo con el jarro para el mate cocido o el café con leche en una mano y los bollos y facturas en la otra. Me dolía sólo pensar en ésa circunstancia Cuánta necesidad había de contar con un lugar donde los chicos pudieran jugar, expresarse, ser contenidos. Que pudieran adoptarlo como propio. Sentirse mejor que en su casa, considerando la pobreza de donde provenían. El 16 de diciembre de 1951 estaba otra vez en el oratorio de La Loma. Eran mis terceras vacaciones laborales oratorianas. A la presentación hecha por el Padre Brugna siguió el estallido del saludo de los chicos, que ése día no eran muchos: . .hola Padre Corti Me rodeó un mundo de manos tendidas hacia las mías. Hasta hubo besos en la recepción. Me conmovieron. Respondí a sus saludos mezclándome entre ellos. Con mi alegría a sus expresiones de contento. Nos fuimos a jugar a los zanjones una hora. Después bajamos a la playa 99. Dos horas después nos fuimos a la cripta, sobre calle Rivadavia. Como decían los chicos. . en el coche de San Fernando; un poco a pié y otro poco caminando. En la playa tuvimos el primer percance. Cuatro chicos se separaron del grupo y fueron a bañarse al mar. Intervinimos con energía con el Padre Brugna haciéndoles ver a todos la desobediencia de ésos chicos y el riesgo que corrían. Era un mal ejemplo de conducta para el resto que debíamos impedir. Diagramamos el trabajo oratoriano para el resto de mis vacaciones. Los domingos actividad en el oratorio de La Loma. En el del Km.5 los miércoles. Los jueves en Km.8 En barrio Mosconi todos los días en compañía del Padre Seeber.
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viento huracanado. Igual jugamos un gran partido en el cancha del club Huracán contra un equipo del barrio llamado Chile Chico. El oratorio se impuso por cinco a cero. Invitamos a los chicos a venir con nosotros. Capilla de María Auxiliadora para oraciones. Después en la cripta cine, merienda, entrega de las donaciones y rifa. Así fueron mis últimas vacaciones laborales como teólogo. Cada domingo en el oratorio de La Loma, reunión en un lugar; juegos en la zona de los zanjones; íbamos a la playa. A la cripta para la merienda y rifas. A la capilla de María Auxiliadora para las oraciones y la bendición. Pasábamos la tarde de un lugar a otro. Y contra viento y marea. Era agotador. Vuelto el Padre Brugna el 22 de enero fuimos juntos a ver a doña Juana, la señora madre del general Perón. Buscábamos su apoyo para conseguir el tan necesitado terreno para construir la sede para el oratorio. Todos a los que habíamos ido a ver, pedir, solicitar, rogar por ayuda para conseguir un lote nos prometían su apoyo. Su capacidad de llegar al poder municipal, lobistas se dice hoy, hacer valer su influencia tuvo nulo resultado. Su capacidad de gestión, ninguna. Pura charla. Cuando estábamos conversando con doña Juana llegaron algunos miembros de la Comisión Municipal de Tierras. Frente a ella se comprometieron a resolver en dos meses nuestra solicitud, cien veces reiterada. Pero no en la manzana 65 como habíamos pedido porque los salesianos tenían como reserva más de cuatro solares. Cuando la ley salga, (textual), se podrá conseguir un lote a valor simbólico. Promesas como ésta hubo un montón. Pero lo real era que nuestro oratorio seguía y seguiría por mucho tiempo siendo nómade. Como el caracol. Con su casa a cuestas. Al menos podíamos desplazarnos por todos los barrios. En los zanjones no molestábamos. En la playa tampoco. En la capilla de María Auxiliadora nos querían. En la cripta podíamos merendar y Dios no se enojaba con nosotros por el bochinche que armábamos a nuestro paso. Pero el tema para mi resultaba espinoso. Me dolía. Los chicos de nuestros oratorios no tenían un lugar donde desarrollar sus actividades. Un pedazo de tierra donde construir una sede que los liberara de tener que deambular y pedir prestado. Dios, . . hasta cuándo . . Cuando soplaba el viento, duro, implacable, con furia, con tierra, y lo hacía con mucha frecuencia, la cantidad de asistentes se venía abajo. Sólo venían los de fierro. Así llamábamos a los que se presentaban contra viento y marea. Porque querían o porque necesitaban salir y pasar aunque fuera unas horas fuera de la precariedad y pobreza de sus casas. Y el oratorio no tenia el lugar que necesitaban para pasar ésas horas distintas. Gracias a Dios teníamos muy buenos colaboradores. Sus aportes ayudaban a sobrellevar las dificultades de cada domingo. Arrancaban sonrisas. Provocaban alegría. Había que ver ésas caritas, en las que las dificultades de la vida a edad tan temprana marcaban con huella de adulto, estallar de contento; gritar; saltar de alborozo porque le había tocado un par de zapatillas. Una prenda de ropa. Un par de zapatos. Cualquiera de ésas cosas a las que normalmente no podían acceder. Para ellos era inapreciable. Podrían con orgullo lucir zapatos. Una prenda nueva. Con el Padre Brugna nos sentíamos afortunados al ver el resultado de nuestro trabajo reflejarse en la alegría de sus rostros. Muchas de ésas caritas tiznadas por el hollín de la combustión de leña o querosén utilizados en sus ranchitos.
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El trabajo de aguantar muchas veces la amansadora de horas de espera para conseguir una donación. De caminar decenas de cuadras y golpear muchas puertas pasando el rastrillo, como decía el Padre Brugna. Frase que terminé haciendo mía. Me acordaba lo difícil que fue para Don Bosco tener que pedir donaciones, limosna o el acto de manguear, como se dice aquí. En algún pasaje de su biografía se relata que no sólo tiene miedo de pedir sino que siente una especie de repulsión a presentarse a una familia pidiendo. Es el teólogo Borel, su mano derecha, quien lo empuja. . . si de verdad quieres a tus muchachos tienes que hacer éste sacrificio. . . . Don Bosco lo hace. Describe ésos momentos diciendo que sentía que le ardían las mejillas cuando estiraba la mano para recibir sus primeras 300 liras.( 12 ) De tanto pedir terminó acostumbrándose. Después no había quien lo parara. Con los años yo también me convertí en maestro en el arte de pedir. La palabra y el gesto justos para conmover el corazón de un colaborador. O comprometerlo. Pero había una causa que impulsaba nuestras acciones. La ayuda para nuestros chicos oratorianos. La gente lo sabía. Entendía nuestra actitud. Colaboraba. Sus donaciones iban a parar a manos necesitadas. Enero y febrero de 1952 pasaron volando en medio de una actividad sin tregua entre los oratorios de La Loma, Km. 5, Km. 8 y barrio Laprida. Al final de cada día llegaba al colegio Dean Funes agotado, sudoroso. Cubierto de tierra cuando los días, la mayoría, eran ventosos. Al decir del Padre Brugna, calurosos, ventosos y terrosos. Cuando el cansancio me abrumaba recordaba la frase con la que Don Bosco animaba a sus ayudantes . . descansaremos en el paraíso. Me cuestionaba y le preguntaba a Dios si tanto esfuerzo servía para aliviar algo, por lo menos algo, las dificultades que ensombrecían la vida de tantos chicos. Mientras, mi mente volaba con frecuencia al Villada. La actividad y el trabajo intensos, la algarabía de los oratorios no me sacaba de la cabeza que éste año, 1952, cursaría el cuarto y último año de teología. Recibiría el sacramento del orden sagrado. El presbiterado. Sería sacerdote. Salesiano. De la Orden de Don Bosco. Mi sueño desde los 14 años. Terminó febrero. Con él mis últimas vacaciones laborales como teólogo. De volver el año próximo lo haría como sacerdote. Comenzaron las despedidas en cada uno de los oratorios. El Padre Brugna se encargó en el oratorio de La Loma, de contarle a los chicos que en noviembre próximo el teólogo Juan Corti, que los había acompañado en los últimos tres años, sería ordenado sacerdote. Este año cursaría el último de teología. Y comenzó . . . por el Padre Corti, . . .hipip . . hurra .. hipip . . hurra . . . los chicos coreaban a voz en cuello el hurra final. Tras el tercero se me vinieron encima con sus manos extendidas para saludarme y despedirme. Me reiteraron sus deseos del año pasado . . . porqué cuando se reciba no se viene para acá . . El Padre Brugna y nosotros lo necesitamos. . . Alguno mayorcito se adelantó expresando en voz alta el mismo deseo que sosteníamos con el Padre Brugna . . . hay que construir el oratorio, Padre. Hace falta que venga.
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DON BOSCO, Una biografía nueva. Teresio Bosco.cl Edit. Didascalia. Pg. 146
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Me apretaba un nudo la garganta. Hice fuerza por sostener un par de lágrimas que querían escaparse. Por disimular la emoción. Qué va a pasar con nosotros si el Padre Brugna también se va . . . Forcé una respuesta . . seguro que del colegio van a mandar a otro sacerdote . . . . Me apabullaron con la respuesta. . nosotros no queremos otro sacerdote. Queremos que venga ud. Padre Corti. Esta sí que no me la esperaba. Apuré la despedida. Volví al colegio. Sentía el corazón apretado. Me golpeaban las palabras que había escuchado. Dichas con la espontaneidad y la fuerza de una verdad de a puño que sentían en su alma infantil. Palabras de adulto en boca de niños. Durante todo el viaje de vuelta al instituto Villada me retumbaban en la cabeza las expresiones de los chicos . . hay que construir el oratorio. Hace falta que venga Padre. . . . Nosotros no queremos otro sacerdote. Queremos que venga ud. Padre Corti . . . Recuerdo que pensaba y oraba. Dios, esto es una señal, me estás marcando el camino ? Tras llegar escribí una larga carta a mis padres contándoles lo vivido en mis vacaciones laborales en los oratorios de Comodoro Rivadavia. Remarqué la emoción que me habían provocado las palabras de despedida de mis oratorianos de La Loma. Me habían parecido una señal de Dios para marcarme un camino. O el camino.
3. 4º AÑO DE TEOLOGIA. ORDENACION SACERDOTAL. No quería que nada me desconcentrara. Me sumergí en el estudio. Era mi último año de teología. Comenzaron a desfilar textos clásicos; pruebas escritas; orales; liturgia. Canto gregoriano. A mediados de año, tras los exámenes semestrales recibí la primera de las órdenes mayores. El diaconado.( 13 ) En la Basílica María Auxiliadora sobre Av. Colón, en plena Córdoba, ingresamos los subdiáconos del Villada para recibir la orden del diaconado, vestidos con el alba y la estola cruzada de izquierda a derecha.( 14 ) El diaconado es la primera de las órdenes sagradas. Tras las palabras y oraciones del obispo oficiante uno a uno fuimos postrándonos ante él. Impuso sus manos sobre nuestras cabezas pronunciando la fórmula Sacramental . . haz venir sobre él te pedimos Señor, al Espíritu Santo, con el que ayudado con el don de tu Gracia Septiforme(15) se fortalezca en la fiel ejecución de tu ministerio . . Experimenté una gran emoción cuando las manos del obispo oficiante se posaron sobre mi cabeza. Cuando escuché su oración pidiendo el descenso de la gracia del Espíritu Santo en mi alma sentí mis ojos húmedos. Una profunda paz en mi alma. Desde la fibra íntima de DIACONO:. Del griego diákonos, servidor. Es el primer grado del sacramento del órden sagrado por imposición de manos del obispo consagrante. Se llaman diáconos transitorios hasta culminar sus estudios y ser ordenados con el segundo grado del orden sagrado, presbíteros o sacerdotes. 13
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VESTIMENTA DEL DIACONO: alba y estola cruzada del hombre izquierdo al lado derecho. El alba, del latín, blanco, es utilizada por todos los ministros en celebraciones litúrgicas. Tiene un sentido bautismal. La pureza del alma lavada por el bautismo. La estola, vestimenta en forma de banda estrecha que usa el oficiante, calzada alrededor del cuello y su extremos a ambos costados hasta la rodillas. ( Una especie de bufanda larga.) 1 15
SEPTIFORME: los 7 dones del Espíritu Santo . Sabiduría; Entendimiento; Consejo; Fortaleza; Ciencia; Piedad y Temor de Dios.
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mi ser surgió una oración de agradecimiento a Dios y la Virgen María por su guía hasta ése momento. El anteúltimo paso hacia el sacerdocio. Al altar. La consagración. Como diácono podía dar la comunión; llevar el viático a los enfermos; dar la bendición con el Santísimo Sacramento y asistir en el altar. Qué cerca estaba de alcanzar mi sueño. Cuando regresaba de recibir la orden pensaba en mis padres. Mis hermanas. En mi maestra Gabriela Aldeghi. En todas las personas, sacerdotes o no, presentes en cada una de las etapas de mi vida que fui atravesando para llegar a ésta instancia. Todos, desde mis padres, fueron instrumentos de la mano de Dios para que Juan Corti llegara al altar. De vuelta al instituto fui directamente a la capilla. Sostuve un largo coloquio con Dios. Oré con profunda devoción para que cada una de las virtudes del Espíritu Santo inundaran mi alma. Guiaran cada una de mis acciones como ser humano y sacerdote. Para ser digno ante su Presencia. Después redacté un extensa carta a mis padres. Volqué el cúmulo de emociones experimentadas ése día. Les conté lo que cerca que veía mi ordenación. Ya me sentía sacerdote. Estábamos en Junio. En noviembre de 1952 estaban programadas nuestras ordenaciones. Lo único que se anteponía eran los últimos cinco meses de clase y los exámenes finales. El tramo restante era nada comparado con todo lo que había recorrido para llegar a ése momento. Me aboqué en cuerpo y alma al estudio de las últimas materias. No podía apresurar el tiempo. Utilicé entonces el tiempo para cada cosa y viví cada momento y cada cosa en su tiempo. El lema Age quod agis, haz lo que haces, marcaba cada uno de mis momentos. A finales de noviembre terminaron las clases. Concluyeron los exámenes. Nos entregaron la libreta de calificaciones. Sólo contenía el nombre de cada material y la nota correspondiente. Nada mas. Me preguntaba porqué no reflejaba los esfuerzos realizados para salvar las dificultades presentadas por cada una a lo largo de los cuatro años. Mi promedio fue de 8.30. Creo que no estuvo mal. Preparé con un compañero de estudios que tenía el don de la creatividad y dibujaba muy bien de apellido Noriega, después el Padre Noriega, mi libreta de estudiante de teología para enviársela a mis padres. La adornó con unos dibujos en filigrana muy bonitos. Me encantó el trabajo. Lo creí mi mejor regalo para mama y papá. Regalo de Gianni, el hijo sacerdote que les había asegurado el paraíso, de acuerdo a la promesa de Don Bosco. Concluídos los estudios y liberados de la presión y exigencia que significaban, nos preparamos espiritual y anímicamente. Durante toda la semana previa a la ceremonia de la ordenación realizamos nuestros ejercicios espirituales. Para mi los más importantes de mi vida hasta ése momento. Asistimos a varias disertaciones sobre la vida sacerdotal y el apostolado. La vida salesiana. El fin último y la preparación para recibir los sacramentos. El sueño que venía acariciando desde los 14 años. Que había confiado primero a mamá. Aceptado y bendecido por papá, encubriendo su dolor con su parquedad de siempre. Después a mi maestra Gabriela Aldeghi y a Don Vimercatti, el teniente cura de Galbiate. Cuántos recuerdos comenzaron a desfilar por mi mente. Cuánto agradecimiento para tantos que me ayudaron a llegar al momento de hoy. En más de una oportunidad en mis meditaciones se cruzaron algunas lágrimas con los recuerdos y mi gratitud.
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En mis oraciones en la capilla afirmé el propósito de colgarme de la mano de Dios y del manto de la Virgen María. Convencido de que mi vida sacerdotal y de apostolado formaba parte de sus planes. Y a mi, Juan Corti, sacerdote salesiano, como su instrumento para realizarlos. Mirando para atrás veía aquella mano de Dios tomada de la mía conduciéndome por el camino de mi vida. Salvándome de las peores y más dolorosas circunstancias. Moldeando mi alma y templándola en el fuego de su fragua. Esa era el alma que habitaba en el Juan Corti que en pocos días se postraría ante el representante de Dios para recibir los dones del Espíritu Santo y el orden sagrado. Larga carta a mis padres. Les expresé todo lo que sentía hacia ellos. Les dije que los sentía y tenía presentes en mis oraciones a diario. En especial en éstos días tan significativos. Los más importantes de mi vida hasta ése momento. Que me sentía muy feliz. Que mi alma estaba totalmente convencida de que éste era el camino elegido. Con la ayuda de Dios y de la Virgen María. Que iban a estar especialmente presentes en corazón, mi alma y en la oración de mi primera misa. Mientras, preparábamos nuestras manos frotándolas todos los días con jugo de limón para recibir la unción del sacro óleo crismal. Durante noche anterior apenas pude dormir. Fue una vigilia velando mis armas espirituales para el día siguiente, 24 de noviembre de 1952. Amanecía cuando sonó la campana para comenzar el gran día que despuntaba. Todos esmeramos nuestro aseo. Tras la rutina diaria de la meditación, oraciones, misa, comunión y desayuno, llegó el momento de trasladarnos a la basílica de María Auxiliadora sobre avda. Colón, en plena ciudad de Córdoba. Vestirnos con el alba y la estola cruzada de diáconos. . Eramos un grupo de 120 teólogos-diáconos de Argentina, Paraguay y Uruguay. Varios italianos y dos croatas. Habíamos compartido los cuatro años de estudio. Dispuestos para recibir la sagrada ordenación sacerdotal. El viaje se realizó en medio de un hondo silencio. Cada cual sumido profundamente en su mundo interior. Descendimos del ómnibus. Nos dispusimos en doble fila para ingresar a la iglesia. Estaba colmada de público. Familiares de algunos de los diáconos y feligreses en su mayoría. La música gregoriana comenzó a sonar en el órgano anunciando nuestra entrada. Ingresamos caminando lentamente por el pasillo central hacia donde nos aguardaba el obispo oficiante, mons. Lafitte, sentado en su cátedra,( 16 ) delante del altar. Nos ubicamos en doble semicírculo delante del oficiante mientras el coro entonaba las letanías.( 17 ) La ceremonia siguiente fue la postración. Nos postramos en el suelo delante del oficiante, rostro en tierra, con los brazos abiertos en cruz, en manifestación de humildad y aceptación de la supremacía de Dios sobre nosotros. Tras levantarnos, uno por uno nos arrodillamos delante del obispo. Inclinamos la cabeza para permitir la imposición de sus manos sobre ella mientras invocaba sobre nosotros el descenso del Espíritu Santo y sus dones pronunciando la fórmula sagrada . . da, te pedimos Padre Omnipotente, a este siervo tuyo la dignidad presbiterial. CATEDRA: del latín: cáthedra, especie de púlpito. También se refiere a la silla o trono del obispo. Sólo él puede sentarse en el trono de su iglesia. La iglesia sede del obispo se denomina catedral. 16
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LETANIAS DE LOS SANTOS es una oración cristiana en la que se solicita la intercesión de todos los santos de la Iglesia. Dividida en tres parte: invocación a Dios; a los Santos y el pedido de liberación, (libera nos Domine, libéranos Señor).
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Renueva en su interior el espíritu de santidad. Que obtenga recibido de Ti, oh Dios, el oficio de segunda categoría e insinúe la corrección de las costumbres con el ejemplo de su conducta. Recuerdo que la emoción era tan intensa que temblaba. Sentir las manos del obispo sobre mi cabeza y escuchar su oración de invocación al Espíritu Santo me produjo una sensación como la de una corriente eléctrica. Luego le expusimos nuestras manos para que las ungiera con el óleo sagrado, preparándolas para consagrar, bendecir y perdonar. Tras la unción un ayudante secó nuestras manos con un lienzo sagrado y nos lo entregó. Lo guardé. Lo envié de recuerdo a mi familia. Mi hermana Carla aún lo conserva enmarcado en un cuadro. El último paso de la ceremonia fue la entrega del cáliz y la patena que usaríamos en la consagración en nuestra primera misa. La nueva posición de la estola colocada ahora en forma recta y la colocación de la casulla.( 18 ) Había recibido el orden sagrado. Ordenado sacerdote. Recuerdo que quería pellizcarme para despertar por si era un sueño. Por momentos me parecía que sí lo era. Cuando al final de la ceremonia todos los noveles sacerdotes compartimos con el obispo oficiante Mons. Lafitte la bendición sacramental, temblaba. Sentía los ojos húmedos. Concluído el oficio que duró varias horas nos despojamos de las vestimentas ceremoniales. Me las quité con lentitud. Acaricié y bendije cada parte. La casulla, la estola y el alba con las que había sido ordenado. Testigos del temblor y emoción que había experimentado. Fue mi primera bendición como sacerdote. La tensión sostenida de tantos días; los nervios a lo largo de toda la ceremonia; la concentración a cada paso y la emoción de salir ordenado sacerdote, me agotaron. En la procesión de salida de la basílica ante los aplausos, alegría y felicitaciones de tantos fieles reunidos para presenciar la ceremonia se me aflojaron las piernas. Me costaba caminar. Trataba, sin lograrlo, de apurar el paso para alcanzar la salida. Necesitaba respirar profundamente. Sentía que estaba a punto de desmayarme. Había empleado trece años de mi vida para llegar a éste momento. Esforzado y comprometido al límite. Superado circunstancias de gravedad extrema y crueldad inimaginables como la guerra. Dejado mi tierra, familia y afectos. Emigrado a otra tierra de características, cultura y costumbres diferentes. No había conocido otra manera de vivir que en la pobreza. Me había aferrado a la fe casi con desesperación. Era mucho lo que sentía. La experiencia de ésos momentos vividos intensamente me había abrumado. Era como si el haber alcanzado el sueño de mi vida me hubiera agobiado. Había entrado a la iglesia como diácono. Exultante. Ansioso. Preparado para recibir la orden mayor para la que me había preparado durante toda mi vida. Mi alma experimentaba una intensa y profunda alegría. Pero mi cuerpo estaba agotado. Mientras volvíamos al instituto tras la consagración pensaba que el Corti que había ido como diácono regresaba como sacerdote. Armado con los dones del Espíritu Santo. Las manos ungidas con el óleo sagrado para consagrar. La potestad de producir el milagro de convertir la hostia y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo en la santa misa de cada día durante el resto de mi vida. Comulgar ése Cuerpo y ésa Sangre de mi propia CASULLA. Del latín casulla, casa pequeña. La vestimenta exterior del sacerdote por encima del alba y la estola, a modo de capa, abierta en ambos costados. Los colores son blanco, verde, rojo y morado. Cambian según la liturgia. 18
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consagración. Entregarlo a los fieles en la santa comunión. Asistir a los moribundos a bien morir con el sacramento de la extremaunción, o la unción de los enfermos(19 ) como se lo llama hoy. Mi vida, ahora como sacerdote, tenía un campo vastísimo. Pero a qué parte de ése campo podría yo dedicarme. Cuando llegué al instituto fui directamente a la capilla. Mis oraciones de agradecimiento se mezclaron con las lágrimas que brotaban, incontenibles. Tenía ante mí las puertas abiertas de mi vida sacerdotal. No sabía lo que me esperaba. Pero pedí con un rezo intenso la ayuda de Dios y de la Virgen María. Me puse en sus manos. Soy, les decía, su herramienta. Estoy a su disposición. Utilícenme según sus planes. Pero ayúdenme. Solo no puedo. Largo rato estuve en comunicación con Dios. Le entregué como ofrenda de agradecimiento mi emoción y mis lágrimas. Mi propósito de vivir ceñido por el hábito, mis votos y todo el bien que pudiera hacer como sacerdote. Pasaron por mi mente las figuras de mis padres. Imaginaba su alegría. Su Gianni había logrado su sueño. Ya era sacerdote. Recé por todos los sacerdotes que me habían ayudado, guiado y empujado cuando aflojaba en mi camino. Algunos serían muy ancianos. Otros seguramente habrían muerto. Les agradecí y envié mi bendición sacerdotal a través de Dios. Cuando ya mas calmado me levanté para salir. Caí en la cuenta de que no había sido el único en refugiarse en la capilla para expresar su emoción. Muchos noveles sacerdotes tuvimos la misma intención. Cada cual abrió su alma y expresó sus sentimientos a su manera. Creo que Dios tuvo que haberse conmovido. Esa noche hubo clima de celebración en el Villada. Y de despedida. 120 teólogos que habíamos compartido cuatro años de estudios, expectativas y esperanzas comenzamos a despedirnos. En pocos días comenzaría el éxodo hacia cada destino para iniciar nuestras vidas sacerdotales. Me sentía muy cansado. Y no era el único. No tuve un sueño tranquilo. Al día siguiente debería rezar mi primera misa. Recuerdo que repasé mentalmente cada oración y cada paso de la ceremonia. La había practicado y repetido mil veces. Pero tenía la impresión de no recordarlo. Me quedé dormido. Al día siguiente, 25 de noviembre de 1952, en la misma la basílica María Auxiliadora donde fuimos ordenados el día anterior, recé mi primera misa. Respiré hondo. Contuve como pude la emoción. Sentía cómo latía mi corazón. E ingresé en la sacristía. Me concentré para rezar las oraciones indicadas para ése día en el Breviario(20 ) y prepararme para la misa. En el vestidor de la sacristía, ayudado por el monaguillo, comencé a vestirme para oficiar por primera vez. Tomé, besé y me puse el ámito.( 21 ) Vestí el alba, que ya había utilizado cuando recibí las órdenes del EXTREMAUNCION. Hasta el Concilio Vaticano II, al sacramento se lo conocía con éste nombre, puesto que sólo se lo administraba ´´in extremis´´, es decir ante la inminencia de la muerte. El cambio de sentido impuesto por el Concilio responde a la necesidad de poder asistir o pedir por la salud de los enfermos, para que el Espíritu Santo los reconforte y acompañe. El rito consiste en hacer tres veces la señal de la cruz en la frente y en cada mano, utilizando el óleo bendecido en la Misa Crismal el Jueves Santo, repitiendo la fórmula. 20 BREVIARIO. Del latín breviarium, sumario. Contiene las oraciones, lecturas bíblicas y salmos que deben ser rezados o recitados en diferentes horas del día y según el período del año. Sus textos de mantuvieron inalterables desde el Concilio de Trento por el Papa Pio V hasta 1911. Tras la reforma del Concilio Vaticano II se establecieron para todo el clero como obligación Las Lecturas, Las Laudes (alabanzas); la Oración del Día, Vísperas y las denominadas Completas. 19
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AMITO. Lienzo rectangular de lino blanco, que el sacerdote se coloca sobre los hombres y alrededor del cuello. Se sujeta alrededor de la cintura con cintas cruzadas.
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subdiaconado, el diaconado y la ordenación sacerdotal. La ceñí a la cintura con el cíngulo. (22 ) Me coloqué la estola, que también había utilizado en la ceremonia de la ordenación y la casulla. Vestí cada vestimenta con extrema delicadeza bendiciéndola en mi alma. Y salí hacia el altar precedido por el monaguillo. A rezar mi primera misa. Quise que estuviera presente el médico que atendió mi otitis crónica bilateral durante los cuatro años de mi teologado en forma gratuita. Fue una forma de agradecer su atención. Aceptó. Concurrió con su familia. Hice un gran esfuerzo durante toda la misa para dominar mi emoción. Me temblaba la voz al pronunciar la fórmula de la consagración. Se me escaparon un par de lágrimas al momento de comulgar. Por primera vez comulgaba mi propia consagración. En el momento de introspección tras la comunión, sentí y vi claramente por un momento la presencia de mis padres sonriendo. Terminada la celebración volví a la sacristía. Me fui sacando lentamente cada vestimenta. Al salir de la iglesia nos abrazamos con el médico y su familia. Me desearon el mejor sacerdocio del mundo. Me llovieron felicitaciones de los feligreses asistentes a la misa. A pesar de mis esfuerzos no recuerdo el nombre del médico. Nos despedimos. No volvimos a vernos. Era una persona mayor. Debe haber muerto. Por su bondad y espíritu cristiano debe estar en el paraíso. No cabía en mi de gozo. El alma me salía por los ojos. Por la sonrisa. Momentos había en que creía estar soñando. Mi razón me volvía a la realidad. Corti, no. Esto que estás viviendo es real. Me crucé con varios de mis compañeros que iban a volvían de rezar sus primeras misas. Compartíamos la alegría, la emoción, la serena exaltación que sentíamos. La risa era la moneda corriente entre nosotros. Volví al Villada. Emplée el resto de la mañana en escribir una larga carta a mis padres. Les narraba todo lo que había vivido y sentido. Cómo los había recordado y orado por ellos. Preguntándoles cómo se encontraban. Cómo estaban mis hermanas. No sabía cuándo podría recibir su respuesta. Confieso que me resultaba raro no sumergirme en el estudio de algún texto. No tener que abrir un libro. O tener que practicar alguna ceremonia litúrgica. Estar liberado de la presión y exigencias del estudio. Exigencias que sentí hasta el último día de los exámenes finales. El resto del cuerpo de teólogos se disponía a rendir sus exámenes. Haciéndose tiempo para saludarnos. Abrazarnos. Desearnos una prolífica tarea sacerdotal. Asegurarnos que rezarían por nosotros. Que, . .que, . . . y seguía una retahíla de buenos propósitos. Esa noche dormí profundamente. El sonido de la campana de las 5.30 me despertó. Comenzaba mi segundo día como sacerdote salesiano. Me preparé para otra jornada de emociones intensas. Debía rezar mi segunda misa en la basílica María Auxiliadora. Esta vez mi padrino sería el general Salvador Marcelino Müller. Lo había conocido cuando era gobernador de la Zona Militar de Comodoro Rivadavia, en mis vacaciones oratorianas de diciembre de1950.(23 ) La gobernación a su cargo colaboraba activamente con el oratorio. Desempeñaba un alto cargo militar en Córdoba. 22
CINGULO. Cordón blanco con el que se ciñe el alba. El gral. Salvador M. Müller fue gobernador de la Zona Militar de C.Rivadavia desde el 23/06/1950 al 14/11/1951. Su siguiente destino militar fue en la ciudad de Córdoba. 23
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Quiso ser padrino de una de mis primeras misas. Estuvo presente durante la celebración de mi segunda misa. Conversamos después de la celebración. Se interiorizó de mi situación. Me preguntó si mi próximo destino podría ser Comodoro Rivadavia. Le respondí que hasta ése momento lo ignoraba. Se puso a mi disposición, ofreciendo su colaboración en lo que pudiera yo necesitar. No dude ud. en llamarme, me expresó como despedida. Volví al Villada. Tuve una larga charla con el inspector salesiano, Padre Picabea. Era quien me había sugerido las vacaciones oratorianas en Comodoro Rivadavia. No dudó en decirme de la necesidad de mano de obra (sic) sacerdotal que había en el sur argentino. Eso ya lo sabía. Me preguntó si estaba dispuesto a volver y radicarme en Comodoro. Fue como un shock. De pronto estallaron con toda su fuerza en mi memoria las palabras con que me habían despedido mis oratorianos. . porqué cuando se reciba no se viene para acá. El Padre Brugna y nosotros lo necesitamos . . Hay que construir el oratorio . . . Queremos que venga ud. Padre. No queremos otro sacerdote . . . Esas palabras fueron el empujón definitivo. Acepté el ofrecimiento del Padre Picabea de venir a radicarme en Comodoro Rivadavia. Era la señal que tanto le había pedido a Dios cuando volví al Villada, dolido por la situación del oratorio de La Loma. Su necesidad de contar con edificio propio. El inmenso campo de trabajo que había para realizar y el ruego hecho palabras en la despedida de los chicos. . . Esa noche me acosté pensando en las palabras de Don Bosco a sus primeros seguidores en enero de 1854, Rocchietti, Artiglia, Cagliero y Rúa, cuando la congregación salesiana empezaba a delinearse. Ya saben que Don Bosco hace todo lo que puede, pero está solo. Y continuó . . si uds. me ayudaran, juntos haríamos milagros. Nos esperan millares de niños pobres. Les prometo que la Virgen nos enviará oratorios amplios; iglesias; escuelas; talleres y muchos sacerdotes dispuestos a ayudarnos. En Italia, en Europa y hasta en América.(24 ) Yo, Juan Corti, recién ordenado sacerdote salesiano estaba entre aquellos sacerdotes enviados por la Virgen a la Congregación Salesiana dispuestos a ayudar. Y había decidido hacerlo en tierra patagónica. La tierra de los sueños de Don Bosco Pensé, mañana les escribo a mamá y papá, contándoles que su hijo Gianni va a trabajar a la Patagonia. A Comodoro Rivadavia. A mamá le diré . . voy a trabajar, mamá. Póngase contenta y no vaya a llorarme. A papá, gracias papá por su bendición para que Gianni, su único hijo varón, siguiera su vocación sacerdotal. No será en vano. Cuando Don Bosco logró que Don Víctor Alasonatti, sacerdote que había conocido en sus ejercicios espirituales en la casa de San Ignacio, se incorporara a su equipo de trabajo le prometió como paga . . pan, trabajo y paraíso. Yo, Juan Corti, me había asegurado pan y trabajo. El paraíso debería ganármelo. Y vaya si trabajé para ganarlo. Me quedé dormido. Soñé con los oratorios, las escuelas, los talleres y las iglesias en Comodoro Rivadavia. En la Patagonia de Don Bosco.
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DON BOSCO. Una biografía nueva. Teresio Bosco s.D.B. Editorial Didascalia. Pg. 259.
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CAPITULO 7. 1. DEL VILLADA A COMODORO RIVADAVIA. INICIO DE MI SACERDOCIO EN COMODORO RIVADAVIA. ORATORIOS. CATEQUISTA. DOCENTE. Dn. DAMASO FONSECA. Me dispuse para otro viaje a Comodoro Rivadavia. A diferencia de los tres anteriores éste sería sólo de ida. Haciendo cuentas calculé haber viajado de una punta a la otra del país alrededor de 18 mil kms. Casi un viaje completo a Italia. No pude menos que admirar cuán grande era Argentina. Cómo había sido bendecida por Dios. Despedidas de mis compañeros de estudio, ahora sacerdotes. Con algunos de ellos fuimos en grupo a la capilla. Rezamos juntos. Agradecimos. Pedimos por el apostolado sacerdotal de cada uno. Recordamos aquellas palabras del Pastor . . en los campos del Señor las mies está madura. Hacen falta segadores. Nos habíamos convertido en segadores. Pedimos a Dios guía para nuestras almas y fuerza en nuestras manos para la tarea de siembra y siega en sus campos. Me despedí de los superiores del instituto. De mi guía espiritual. De mis maestros, en medio de abrazos y bendiciones. Augurios y los mejores deseos. Armé mi valija. Como había sido a lo largo de toda mi vida también en ésta ocasión hubo poco para guardar. Los espacios vacíos los llené con algunos libros. La tarde anterior a mi partida recorrí el instituto por dentro y por fuera. Traté de grabar en mi retina el paisaje de paraíso en el que estaba enclavado. La Patagonia central a la que iba destinado sabe Dios por cuánto tiempo, era la antítesis de éste paisaje. Su hermosura era, para mi criterio, agreste. Agresiva. Dura. Como duros sus habitantes. Hechos por su clima y paisaje agresivos. Y muchos de ellos sino una gran mayoría, sobre todo niños y adolescentes, pobres. Muy pobres. La intuición me decía que ése era el campo en el que debería desarrollar mi tarea sacerdotal. La mies a la que iba trabajar como sembrador y segador. El 5 de diciembre de 1952, día de la partida a mi primer destino como sacerdote salesiano, me levanté muy temprano. Me sumergí en una profunda meditación. Después, celebré la 121
santa misa embargado de un sentimiento de fervor y emoción. Sentía los ojos húmedos. Durante la comunión pedí fervorosamente a Dios ayuda y fuerza para enfrentar el desafío al que me dirigía. Hacía doce días que era sacerdote. Había empleado trece años vividos con intensidad para alcanzar el orden sagrado. El sueño de mi alma desde los catorce. Ecce homo, he aquí el hombre. Yo,Juan Corti, hombre, sacerdote y misionero, rumbo a mi destino de intenso trabajo, sudor y lágrimas. Don Bosco me había recibido en su Orden salesiana. Vestido con el hábito y profesado sus votos. Me había dado pan y me aseguraba trabajo. Mucho trabajo. Yo debía santificar el trabajo y ganarme el paraíso. Improba tarea que había aceptado con regocijo. Ignorante de lo que me esperaba. Después del desayuno recogí mi valija. Un compañero me llevó en la volanta del instituto hasta la estación. Nos despedimos con un abrazo. Sin pronunciar una palabra. Cuando se marchó quedé solo frente al horizonte de mi vida. Recién ahí caí en la cuenta de que cortaba el último lazo que me había unido en ésta etapa de mi vida al instituto Villada, en cuyo seno había completado mis estudios y recibido el orden sagrado. Compartiendo la experiencia con otros 120 compañeros. Fue en ése preciso momento en que me sentí solo. Una soledad que comenzó a pesarme. Solo ante mi mismo. Ante Dios. Ante la circunstancia que enfrentaba. Lejos de mis padres, cuya presencia extrañaba. Recordé y entendí a Ortega y Gasset cuando sostuvo que . . el hombre es él y su circunstancia.( 25 ) Embarqué. A poco el tren comenzó a rodar los primeros de los 2.600 kms. que me separaban de mi circunstancia. De mi destino, Comodoro Rivadavia. A medida que progresaba el viaje me veía cada vez más cerca de mis oratorianos. Recordaba sus palabras de la última despedida. . porqué cuando se reciba no se viene para acá . . . nosotros lo necesitamos . . . hay que construir el oratorio . . . lo queremos a ud., no queremos a otro sacerdote . . . Tanta fuerza habían tenido que frente al ofrecimiento del padre inspector de enviarme a Comodoro Rivadavia, el sí aceptando la propuesta brotó espontáneamente empujado por aquellas palabras. Fueron una especie de conjuro. Obligaron a mi alma a volar para reunirse con quienes las habían pronunciado. Pensaba en lo lejos que estaba de aquel día cuando frente a mamá abrí la carta del Rector Mayor, Don Ricaldone, que respondía a mi solicitud enviándome a la Patagonia Septentrional. La pregunta de mi madre sobre dónde quedaba la Patagonia, y mi respuesta evasiva, creo que cerca de Sicilia, mamá . . Hoy estaba viajando para asentarme en el centro de aquella Patagonia, que entonces tratábamos de ubicar en el mapamundi para saber dónde quedaba. Me consideraba una persona elegida por Dios y la Virgen María para trabajar en la tierra soñada por Don Bosco. Esa iba a ser mi circunstancia. Me sentía feliz. Con una enorme fuerza y muchas ganas de comenzar a trabajar. Las palabras de mi madre giraban en mi cabeza. . . si vas a la Patagonia para trabajar, te ordeno que vayas. Y no voy a llorar. . . Una respuesta emocionada brotó del fondo de mi alma . . sí mamá. Voy a trabajar. Recordé aquel sueño que tuvo Don Bosco a los 9 años, en el que vió un grupo de chicos que jugaba en un campito y comenzaron a insultarse con malas palabras y a pelearse. ORTEGA Y GASSET. La frase completa y original . . Yo soy yo y mi circunstancia. Y si no la salvo a ella no me salvo yo. Meditaciones del Quijote, 1914. Luego fue reformulada. 25
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Se interpuso entre ellos gritándoles para que dejaran de insultarse y pelearse. En cierto momento apareció un ángel y los chicos se transformaron en ovejas. Luego una mujer rodeada de luz. Lo miró y le dijo . . no con golpes sino con amor y buenas maneras vas a convertir éstos niños para que sean hijos de Dios. Yo voy a ser tu maestra. Y la Virgen fue la maestra de Don Bosco. También fue mi maestra durante toda mi vida. Hoy, casi 60 años después siguen siéndolo. Siempre conté con Ella. En las buenas y sobre todo en las malas. Cuatro días después, el 9 de diciembre de 1952, llegué a Comodoro Rivadavia. De la terminal de Transportes Patagónicos en la calle 9 de Julio valija en mano comencé a caminar por el camino sobre la playa hacia el colegio Dean Funes en Barrio Gral. Mosconi. A los pocos minutos un alma caritativa detuvo su vehículo y se ofreció a llevarme. Me bajé frente al colegio. Agradecí. Descendí y me quedé mirando la fachada del Dean Funes. Los cerros que lo rodean. Inmutables. Vieron nacer y crecer a los barrios petroleros y al pueblo de Comodoro Rivadavia. 2. EN COMODORO RIVADAVIA Avisados de mi llegada me esperaban en el hall del colegio el Padre Moreno y el Padre Brugna. Abrazos y felicitaciones al novel sacerdote Juan Corti. Con olor a nuevo, como decía el Padre Brugna. Con unas pocas misas rezadas. El teólogo que había venido desde 1949 a pasar sus vacaciones oratorianas hoy llegaba como sacerdote a integrarse al plantel del colegio. Conocí a los sacerdotes Padres Zatti, Brea, Rosello, Klobertans, Gregorio Martz y algún otro que no recuerdo. Vinieron a saludarme y felicitarme. A los pocos días fui agasajado con una comida y brindis en el comedor del colegio. Detrás de la cabecera de la mesa había un pizarrón con la leyenda escrita con tiza . . bienvenido y felicitaciones al novel sacerdote Juan Corti . . . diciembre de 1952. Uno de los más contentos era el Padre Brugna. Conmigo volvería a repartir el peso de las responsabilidades en el oratorio de La Loma, después Dgo. Savio. La congregación había dispuesto su traslado al instituto Teológico Villada como docente de Derecho Canónigo ése mismo año 1953, y que yo quedara al frente del oratorio. Asumiría toda la responsabilidad de su dirección. Pensaba para mis adentros cuando recibí la orden de hacerme cargo del oratorio, con qué fuerza habían deseado y rezado aquellos oratorianos cuando me despidieron ante mi vuelta al Villada en 1951 y 1952. Sus deseos resumidos en una pocas palabras . . porqué no termina sus estudios, se recibe de sacerdote y se viene a trabajar a Comodoro. Acá lo necesitamos. Hay mucho trabajo para hacer. Hay que construir el oratorio . . . Aquellas palabras encerrando sus deseos y esperanzas para mi vuelta al pago oratoriano en Comodoro Rivadavia, dieron vueltas y mas vueltas en mi mente. Se enraizaron en mi alma. Inclinaron mi voluntad para aceptar venir y radicarme acá. Fueron como el sello divino a aquellas otras palabras que decidieron mi vida. Las que remataban la carta en la que el Rector Mayor Don Ricaldone el 15 de agosto de 1948 respondiía a mi solicitud de mayo de ése año, enviándome como misionero a la Patagonia. . en nombre de Dios y según los designios de Don Bosco te envío a la Patagonia Septentrional . . Me asignaron un dormitorio ubicado en la parte posterior del colegio, al lado de los talleres y frente al depósito de los Exploradores de Don Bosco.
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3. EN EL ORATORIO. TOMA DE POSESION. MI PRIMERA MISA. El Padre Brugna me fue imponiendo de los trabajos en el oratorio de La Loma. Los trámites realizados con el resultado de sólo promesas, para obtener el tan necesario terreno, construir la sede y dejar de deambular por los distintos barrios y lugares de Comodoro. El riesgo potencial que significaba conducir y organizar la actividad de los a veces más de doscientos chicos del oratorio durante las tardes de los domingos. Un lugar fijo y establecido donde poder reunirlos. Contenerlos. Desarrollar todas las actividades oratorianas de catecismo y formación religiosa, juegos, rifas, cine, merienda. Un ambiente de relativa comodidad. Donde poder guarecernos cuando el tiempo, que solía ser duro e inclemente, no acompañaba. El principal adversario era el viento que nos dificultaba sobre manera todas las actividades. Nos obligaba a recurrir a la gamela redonda cuando se podía, o la cripta. La falta de un espacio propio era nuestro principal problema. La necesidad de una comodidad mínima limitaba la asistencia de mayor cantidad de oratorianos potenciales. Para muchos chicos la merienda, rifas y en no pocos casos la ayuda en ropa y hasta comida no resultaba suficiente atractivo frente a las dificultades de tener que recorrer Comodoro de una punta a la otra. Desde los zanjones al cerro, a la playa, al colegio de las Hermanas de María Auxiliadora, a la gamela redonda o la cripta. Del barrio Pietrobelli al 13 de Diciembre. Era un oratorio pobre. Un oratorio de a pié. Constituído con chicos pobres y llevado adelante con medios precarios. Visto con simpatía por la comunidad de entonces. Sostenido por la ayuda de muchas o pocas colaboraciones, según las circunstancias. El colegio ponía muchos de sus medios para ayudarlo. Desde la chatita para transportar los premios y artículos para las rifas hasta el pan; del mate cocido para la merienda hasta el material y equipamiento fílmico para las tardes de cine en la gamela redonda o la cripta. Finalmente el 21 de diciembre de 1952 y de la mano del Padre Brugna se realizó mi presentación formal en el oratorio de La Loma. Cuando les anunció que el Padre Corti, recién ordenado sacerdote, había llegado para quedarse y trabajar en el oratorio, estallaron los gritos y los hurra de los chicos. Gritos de alegria. Manos tendidas. Hasta me llegaron algunos besos y abrazos. Volvía a estar frente a aquellas caritas cuyos gestos me habían expresado claramente que querían que volviera porque había mucho trabajo para hacer. Porque había que construir el oratorio. Con el alma en los ojos miraba sus expresiones de alegría. Sus manos tendidas hacia las mías. Miraba sus cuerpitos frágiles, vestidos y calzados con lo posible. Veía sus caras de asombro frente a alguna filmina o película que los conmovía. Escuchar con atención las lecciones de catecismo o de historia sagrada. Devorar la merienda porque venían con hambre contenido y guardarse algún sobrante en el bolsillo. Disfrutar cualquier dulce o golosina con que podíamos agasajarlos. Reírse con ganas frente a alguna obrita de teatro cuando podíamos montarlas en la gamela redonda, si conseguíamos el lugar. MI PRIMERA MISA EN COMODORO RIVADAVIA. Como novel sacerdote todavía no había celebrado mi primera misa en Comodoro Rivadavia. La dirección del colegio determinó que lo hiciera el 24 de diciembre de ése año 1952. Sería la Misa de Gallo de ésa navidad en la iglesia Santa Lucía en Barrio Mosconi. El doctor Oscar Alustiza, invitado por el Padre Moreno apadrinó mi primera misa. El padrino, además de estar presente cumplía con el rito de la ablución o lavado de manos. Con la pequeña jarra ceremonial de vidrio vertía el agua entre los dedos del
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sacerdote oficiante, purificándolos para la ceremonia de la consagración. Luego cedía al monaguillo la continuación del rito. TOMA DE POSESION. El 4 de enero de 1953 fue el último domingo oratoriano en el que participó el Padre Brugna. Después del catecismo y oraciones, los más de dos centenares de chicos que concurrieron al oratorio ésa tardea asistieron a una función de cine. Después se sirvió la merienda. Tras un gran partido y juegos diversos en la plaza de la gobernación y antes de concluir la actividad del domingo nos reunimos para despedir al Padre Brugna. Esta vez me tocó a mí como su sucesor, dirigir las palabras de despedida y los gritos del hipip hurra que los chicos corearon a grito pelado. Antes lo habían hecho por mí cada vez que partía de regreso al Villada. Ahora lo hacían por él que se alejaba de Comodoro Rivadavia y del oratorio, también con rumbo al instituto Villada, para hacerse cargo de la cátedra de Derecho Canónigo. Muchas pequeñas manos se extendieron hacia las del Padre Brugna. Durante varios años de esfuerzos y sacrificio al frente del oratorio se había ganado la confianza y el cariño de los chicos. No pudo disimular la emoción que la despedida espontánea de sus oratorianos le había provocado. En sus palabras de despedida les pidió que siguieran sosteniendo el oratorio con su asistencia y conducta cristianas. Los dejaba en manos del Padre Corti. Buenas manos, dijo. Manos de un curita con olor a nuevo. Se rieron todos. Hasta los que se restregaban los ojos en los que asomaba alguna lágrima. Me pateó el fardo al decir, . . al Padre Corti le toca rebuscárselas para conseguir el terreno y construir las instalaciones que el oratorio necesita. Remató sus palabras expresando . . uds. le pidieron que cuando se recibiera de sacerdote viniera a trabajar acá. Bueno. Acá está. Aquí lo tienen. Es joven y con todas las ganas de trabajar con uds. y para uds. Trabajar para construir la sede que tanto nos hizo y hace falta. Pero lo tienen que ayudar. Y preguntó . . lo van a ayudar . .? La respuesta fue unánime. Un sííííiii estentóreo que se escuchó, creo, hasta el faldeo del cerro Chenque. . . . Sobre las 19 vino a buscarnos la chatita Ford del colegio Dean Funes. Se cargó todo el chatarrerío. En la jerga del oratorio así se llamaba a las tazas de aluminio, tarros para transportar y servir el mate cocido o refrescos y canastos para el pan o las facturas de la merienda. Subimos y desde la cabina el Padre Brugna saludó a los chicos que respondieron al saludo hasta que nos alejamos rumbo al colegio. Ni el maestro Gil que conducía, ni el Padre Brugna ni yo pronunciamos palabra alguna. La emoción que sentíamos nos marcó el silencio. Ya en el colegio y antes de separarnos hacia nuestras habitaciones me dijo . . te cedo el mando. Hacéte cargo. Por algo Dios te mandó para acá. Y nos abrazamos. Destaco ésta circunstancia porque el salesiano no es muy proclive a exteriorizar afectos. Puede y seguramente que como ser humano los siente. Pero los guarda. Los guardamos tratando de santificarlos en Dios. Entre nosotros o en el encabezado de nuestra correspondencia nos llamamos carísimo o frater o fratísimo, con doble o simple letra s, del latín, indicativos de muy querido, hermano o muy hermano. Para nosotros el amor se manifiesta en hechos. Hacemos profesión del dicho romano . .res, non verba. Hechos, no palabras. O dicho en otros términos. . . obras son amores que no buenas razones. . .
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Mientras me aseaba manos y rostro del polvo de la actividad oratoriana me golpeaban las palabras del Padre Brugna . . . te cedo el mando. Hacéte cargo. Por algo Dios te mandó para acá. Pensé para mis adentros, . . me quedé solo. Ahora comienza la cosa. Fui a mi habitación. Me hinqué profundamente conmovido. Advertía que en ése momento comenzaba mi verdadera tarea sacerdotal para la que me había preparado. Esa certeza me sacudió. Para esto y para todo lo que vendría después había pedido venir a la Patagonia. Las palabras de la respuesta de Don Ricaldone . . en nombre de Dios y según los designios de Don Bosco te envío a la Patagonia Septentrional . . . y las de mi madre . . si vas a trabajar te ordeno que vayas, y no te voy a llorar . . . aparecieron nítidas. Marcadas. Con gran fuerza en mi mente. Se me humedecieron los ojos. En ése instante se comenzó a descorrer el velo del horizonte de mi vida. De la vida que me esperaba. La fuerza de la oración con la que pedí ayuda a Dios y a la Virgen María me sorprendió. La fuerza de la evocación de la figura de mis padres me sacudió. Perdí la noción del tiempo. Unos golpes en la puerta de la habitación me volvieron a la realidad. Escuché . . lo estamos esperando para cenar. En las oraciones previas a la cena pedimos que Dios iluminara al Padre Brugna en la tarea de formación de nuevos sacerdotes en el instituto Villada. Durante la cena el comentario en boca del Padre Brugna y mío fue la emotiva despedida vivida en el oratorio. Brugna se refería a mí como su lugarteniente y sucesor. Hablamos de los planes para el oratorio. De las gestiones en la gobernación para conseguir el anhelado terrenito para construir las instalaciones del oratorio y dejar de ser el oratorio caminante. Recordé que el oratorio de Don Bosco también había sido nómade desde su inicio en 1841, en Turín, cuando su primer oratoriano fue Bartolomé Garelli. Recién en abril 1846 se localiza en su primera casa, un galponcito de 15 ms. de largo por 6 de ancho. Un ex taller de sombreros. Después de lavanderas. Al lado de la casa Pinardi. En Valdocco. De alguna manera, comenté, estábamos con nuestro oratorio de La Loma recorriendo el mismo camino que Don Bosco con su oratorio un siglo antes. El Padre Brugna me felicitó efusivamente por mi conocimiento de la vida de Don Bosco. Me acuerdo que le respondí, . . por algo me mandó Don Bosco a la Patagonia, la tierra de sus sueños. Hubo aplausos por mi respuesta. En mis oraciones de ésa noche le pedí a Don Bosco su ayuda. El oratorio cuya dirección y guía me había sido confiada, era una extensión de su obra y estaba repitiendo su historia. Debía florecer, expandirse, fructificar y si era posible alguna vocación tenía que germinar entre tantos oratorianos. Le dije que como salesiano yo era su instrumento. Estaba a disposición de la continuidad de su obra. Que me usara. Comencé a caer en la cuenta del peso del fardo que me había recibido. Y era sólo el comienzo. El 19 de enero de 1953 el Padre Brugna partió rumbo a Fortín Mercedes a realizar sus ejercicios espirituales. Luego viajaría al instituto Villada en Córdoba para hacerse cargo de la cátedra de Derecho Canónico. Fue una despedida emotiva. Nos deseamos mutuamente lo mejor. Para él en su nueva actividad de docente. Para mi el comienzo de mi actividad sacerdotal oratorio incluído. Sic transit. ( 26 ) Me concentré en el trabajo oratoriano. Durante la semana atendía los oratorios barriales. SIC TRANSIT. Así pasa . . . extracto de la frase SIC TRANSITO GLORIA MUNDI . . así pasa la gloria del mundo. Frase apocopada que se emplea para expresar lo rápido que pasa todo. Lo efímero del tiempo y de la gloria. Originaria de IMITACION DE CRISTO, de Tomás de Kempis. (1380/1471). 26
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Los lunes el del barrio km.3 o general Mosconi. Los martes me trasladaba al barrio Laprida, el más alejado. Llegaba temprano en la tarde en ómnibus y hacia las 19 volvía siempre en el coche de algún vecino. Los miércoles al de Km. 5, en aquella época llamado barrio Mtro. Castro. Convocaba a los chicos del barrio y durante toda la tarde desarrollaba las actividades oratorianas en la cancha del club Ferro, en el cine, en la escuela o en el club Ferrocarriles. Los jueves en el oratorio de Km. 8, por aquel tiempo barrio Santa Juana, en el cine y en la cancha del club Comferpet. Los domingos por la mañana celebraba misa en Km. 5 en la escuela o en el club Ferrocarriles. Volvía al colegio, comía algo y preparaba la chatita, (pick up Ford del colegio) con los enseres de la merienda, premios y rifas. Planeaba la actividad que iba a desarrollar y alrededor de la una con la chatita completa me ponía en camino al punto de encuentro del oratorio de la Loma, para empezar el trabajo con los chicos. Y los de los barrios más alejados de la zona oeste de Comodoro Rivadavia. Y más pobres. A patearla de arriba abajo con el oratorio ambulante. Hubiera el tiempo que hubiera. Hacía honor al propósito que había dejado sentado el Padre Brugna. Estar con los chicos, pocos o muchos, sin importar el tiempo. Para ellos el oratorio del domingo era una necesidad social. Les permitía salir de la pobreza de su hábitat y abrirse a un mundo al que tenían poco o ningún acceso. Vivir unas horas diferentes. De ahí la importancia obligada de estar presente, con el tiempo que fuere. De ésa necesidad había nacido la fórmula de convocatoria . . el domingo venidero todos al matadero. Alusión al punto de encuentro en el viejo matadero municipal. O . . contra viento y marea . . al mal tiempo buena cara. . . . El trabajo de atender cada uno de los oratorios de Comodoro Rivadavia cada día de la semana era agotador. Pero el alternar con chicos de distinta condición social y económica, con diferentes grados de socialización y en enclaves tan distintos era enriquecedor. Al propio tiempo me permitía conocer sus hogares y a sus padres. La sociología que me había preocupado en leer mientras estaba en el Villada comenzó a resultar una herramienta muy valiosa para entender y valorar actitudes, temperamentos y conductas. En no pocas oportunidades el padre o la madre de algunos de los chicos que participaban de las actividades del oratorio, se acercaban a ver qué hacían sus hijos. En qué consistía el oratorio. Qué aprendían. Yo dejaba el control a algunos de mis ayudantes, chicos algo mayores que el resto, a quienes fui instruyendo y preparando para que me secundaran. Me acercaba a mi vez a aquellos padres y entablaba conversación con ellos. Les explicaba la idea del oratorio. La actividad. Cómo se desenvolvían los chicos. La forma en que se adecuaban al esquema de orden, disciplina, trabajo en equipo y juegos. La presencia de un sacerdote salesiano con los chicos en determinados días de la semana se fue haciendo común. Y poco a poco se fueron convocando alrededor del oratorio cada vez mayor cantidad de padres. Me enteré de sus vidas. De sus historias. En medio de la mayoría de ésas historias había desesperanza, miseria y hambre por falta de trabajo. Y el fantasma de la guerra. El terruño lejano. Recuerdos, amistades y costumbres. Mas la certeza para muchos de que nunca podrían volver a sus pagos. Afectos y familias perdidos. Relatos acompañados por alguna lágrima. Relatos que me llegaban al alma. Cómo no iba a entenderlos si yo había vivido lo que ellos. Los caminos de Dios cruzaba nuestros respectivos caminos de vida desde un mismo y traumático origen. La diferencia radicaba en que yo era sacerdote mientras que ellos
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habían llegado a ésta tierra, lejana, dura y tan diferente de la suya propia para armar su proyecto de vida. El que no habían podido realizar en la suya y entre los suyos. El dolor de no estar ni acá, en ésta tierra que los había albergado y cobijaba aunque a un precio muy alto, ni allá en su tierra dejada y añorada que llevaban en el fondo de su alma, era trasvasado a sus hijos. Muchos ojos tristes de tantos oratorianos reflejaban ése dolor. Era muy fuerte para mí. No podía soslayarlo. Me golpeaba. Lo sentía. Pero multiplicaba mis fuerzas y esfuerzos para ayudarlos. Primero a los más chicos. Después a los mayores. Pensaba en los caminos y sabiduría Divinos. La Congregación me había enviado como misionero a una tierra que albergaba a muchos inmigrantes europeos. Muchos de ellos eran mis paisanos. Todos llevábamos en el alma el mismo dolor. Como sacerdote debía atender el alma y mitigar el dolor de sus corazones. Las vicisitudes que había vivido hasta llegar a ser sacerdote y llegar a ésta tierra, habían templado mi alma y preparado para semejante misión. No pude menos que reconocer la sabiduría de Dios. Una sentida oración de agradecimiento brotó del fondo de mi alma. Ahora veía más claro la magnitud de la obra para la que Dios y la Virgen María me habían preparado. Pero todavía faltaba mucho camino por recorrer. Y muchas pruebas que salvar. Y los domingos continuaba rezando la misa en barrio Mtro. Castro, o Km. 5. Cuando no conseguía quien me llevara iba caminando. Salía temprano del colegio porque la misa era a las 10. Debía llegar con suficiente tiempo para preparar el escenario y recibir a los feligreses. A la vuelta siempre había algún alma caritativa que me acercaba al colegio. Comía algo y preparaba los bártulos y la chatita para trasladarme al punto de encuentro del oratorio Domingo Savio, antes de La Loma. Antes de irse en enero de 1953 el Padre Brugna bautizó al oratorio de La Loma con el nombre del primer santo que floreció en el seno de la Congregación Salesiana, en ésa época en ciernes, Domingo Savio. Muerto en olor de santidad a los 15 años cuando su deseo más íntimo era ser sacerdote. Un año después, el 12 de Junio de 1954 Pio XII lo declaró santo. Para el pequeño Domingo sólo 15 años fueron suficientes para llegar al altar de la santidad. Fue la primera flor de la Congregación Salesiana en alcanzar ésa dignidad. El oratorio de La Loma, nuestro oratorio ambulante, hacía un año que se llamaba Oratorio Domingo Savio. Había sido puesto bajo su protección. 109 años antes, al comenzar su obra el 8 de diciembre de 1844 Don Bosco impuso a su oratorio, también ambulante como el nuestro, el nombre definitivo que lo identificaría: oratorio San Francisco de Sales. El mismo Don Bosco explicaba que el nombre obedecía a que había puesto su institución bajo la protección del santo y para obtener algo de su mansedumbre en su trato con sus oratorianos. 4. EL HAMBRE DEL ORATORIANO CUYO NOMBRE NO RECUERDO. SUS MOCOS EN MI SOTANA. Un domingo en el oratorio Dgo. Savio. Estaba de pié contando un hecho de Historia Sagrada en la clase de catecismo. Los chicos me escuchaban sentados en el suelo a mi 128
alrededor. Un chiquito vestido pobremente, sucio, con el cabello desgreñado, se acercó y se sentó muy cerca de donde estaba. Tenía la nariz llena de moco. Mientras yo hablaba en voz alta para ser escuchado el chiquito comenzó a tirarme de la sotana. Me preguntaba cada tanto si me falta mucho. Su insistencia me obligó a preguntarle . . qué te pasa . . Su respuesta fue . . apuráte y terminá de hablar. Yo continué explicando y él tirándome de la sotana reiterando que me apurara. Molesto porque su insistencia interrumpía el relato y distraía a mi audiencia, le insistí que me dejara continuar con la charla. Me contestó, y ésa respuesta de pocas palabras se me grabó en el alma, . . . terminá que quiero comer. Tengo mucha hambre. . . . Y antes de que pudiera reaccionar se limpió la nariz en mi sotana, ante la risa general. Su actitud y su respuesta me llegaron al alma. Terminé cómo pude el relato y dispuse servir la merienda. Los chicos se pusieron en fila para recibir el bollito de pan, el jarro y el mate cocido. El se puso primero. Le serví creo, dos o tres tazas y varios bollitos de pan. No comía. Tragaba. Era tristemente evidente que tenía varios días hambre. Algunos chicos comenzaron a reírse. Los frené al instante. Les expliqué la condición del chico, cuyo nombre nunca supe, de extrema necesidad. Este, concluí, es un pequeño angelito, hijo de Dios, viviendo una situación desgraciada. Ayúdenlo. Los chicos hicieron silencio. Comenzaron a acercársele, al principio con timidez y poco a poco lo integraron. Alguno le convidó con un bollito sobrante que el invitado aceptó y comió de inmediato. Comía todo lo que le acercaban. Las actividades de la tarde de domingo oratoriano continuaron. Me enfrasqué en organizar y controlar los juegos y me olvidé del caso. Cuando terminaron las actividades me acordé de él. Lo busqué. No lo encontré. Pregunté si sabían de él o si lo habían visto. Nadie sabía ni lo había visto. Además de la mancha de moco en la sotana me quedó un dolor hondo en el corazón. Se me había fijado en el alma su carita sucia. Con expresión de miedo. Sus ojos muy abiertos. Tristes. Suplicantes. Creo que el hambre y la desesperación lo habían acercado al oratorio. Buscaba un pedazo de pan. Apareció y se fue sin que nadie lo notara. Lo que más me dolió fue no haber podido hacer algo más por él. Su rostro me hizo acordar el de muchos de mis oratorianos en Bologna. La misma cara de desesperación y de miedo que había visto en tantos chicos internos en aquel colegio. Nunca supe más de él. Interpreté ésa, entre comillas, aparición de aquel angelito sucio y hambriento como una señal de Dios. Ese sería el terreno en el que desarrollaría mi tarea sacerdotal. Entre la niñez y la pobreza. Con la pobreza de la niñez y de la adolescencia. Ya en el colegio tuve como una especie de iluminación. Recordé a Don Bosco en la sacristía de una iglesia de Turín antes de celebrar la misa en su encuentro con Bartolomé Garelli, su primer oratoriano. Me pareció que sentía o que percibía la profundidad del dolor y la compasión que debió haber sentido Don Bosco ante aquel chico, pequeño albañil, mal vestido, sucio, analfabeto y hambriento que se había refugiado en la sacristía, porque no se animaba a sentarse al lado de la gente bien vestida que asistía a la misa. Me reí para mis adentros cuando pensé que las únicas diferencias eran el lugar del encuentro y las características. El de Don Bosco en la sacristía de una iglesia y el sacristán José Comotti golpeando y echando al jovencito Bartolomé. Mi encuentro con el angelito desconocido, del que no supe su nombre, sucedió en el oratorio ambulante y en una plaza donde en ése momento yo explicaba un hecho de Historia Sagrada. Que se
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limpió su nariz con mi sotana. Y la manchó. Y el dolor que me produjo no haberle procurado mayor ayuda. Tuve la impresión de ver la mano de Don Bosco en éste hecho. Como la tuve en tantos y tantos otros que sucedieron a lo largo de mi vida. Fui más atrás. Quién o qué hizo que le pidiera al Rector Mayor de la Congregación venir como misionero a la Patagonia . . Si apenas sabía de su existencia por el relato de dos salesianos que había escuchado cuando me iniciaba en la vida salesiana. Mirando retrospectivamente, tuve la certeza de la mano de Don Bosco orientando mi vida desde aquella primera circunstancia. La frase final de la carta de Don Ricaldone respondiendo a mi solicitud. . En nombre de Dios y por designio de Don Bosco te envío a la Patagonia Septentrional . La pregunta de mi madre . . adónde queda la Patagonia, Gianni . .? No lo sé mamá. Me parece que al sur de Sicilia. Me resultó evidente que por alguien, por algo y para algo había sido enviado desde tan lejos a la Patagonia. Y mas evidente aun porque precisamente la Patagonia era la tierra de los sueños de Don Bosco. Ahora lo veía claro. Muy claro. Fue el resultado de la experiencia de una carita sucia, hambreada. De ojos tristes y mirada desesperada. Y de unas palabras que taladraron mi corazón. Todavía las recuerdo . . terminá que quiero comer. Tengo mucha hambre. Yo estaba relatando un pasaje de la Historia Sagrada y él estaba sentado al lado. Pero no escuchaba. Sólo sentía el latido del hambre de su estómago vacío. Y me tiraba de la sotana para que atendiera su reclamo. Ahí aprendí que no se puede hablar de Dios o enseñar nada a un chico que tiene el estómago vacío. En la oración de la noche antes de acostarme mi mente se negaba a borrar ésa carita sucia que me había conmovido. Recé . . Dios, qué tengo que aprender de ésta experiencia .. Con los ojos húmedos recé por él. Para que Dios le acercara alguna mano piadosa. A mí se me había escapado. Ocupado en enseñar el catecismo o la Historia Sagrada no había visto el mensaje de Dios en los ojos de ésa criatura que me tiraba de la sotana. A día siguiente le escribí una larga carta a mis padres. Mis cartas eran una especie de relato histórico de las actividades que desarrollaba tanto en el colegio como en el oratorio. Mis proyectos. Mis esperanzas. Frustraciones. Como aquella con el cara sucia. Cada dos meses, días más o menos, recibía respuesta de mi casa. Era mamá quien escribía. Tenía una letra hermosa. Ella también incorporaba largos relatos de la familia. Siempre intercalaba un párrafo con la pregunta de si trabajaba o de qué me ocupaba. Me refrescaba la memoria con que me había autorizado a venir si mi propósito había sido venir para trabajar. Mis respuestas comenzaban con el inventario de todas las actividades que desarrollaba en el colegio y en el oratorio. En ése año 1953 habíamos logrado conformar una Comisión pro Oratorio Domingo Savio. Estaba integrada por las señoras de Larrea, Varando, Alustiza, Pedrotti de Km. 3. El grupo era más numeroso. Pido perdón porque no recuerdo más nombres que ésos. Trabajaba y mucho para conseguir lo que el oratorio necesitaba para la actividad de cada domingo. Alimentos. Ropa. Regalos para rifas. Mientras y en silencio yo seguía gestionando un terreno para construir la sede del oratorio. Y hasta una escuela.
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Tenía que buscar alguna manera de retener por más horas a los chicos. Estaba muy bien la actividad oratoriana con juegos, catequesis, merienda, premios y rifas. Educación, educación, educación, eran las palabras que estaban cobrando cuerpo en mi mente. Impartirles algún tipo de enseñanza. Socializarlos. Muchos no asistían a la escuela. Como hijos de chilenos no tenían cabida en los pocos colegios que en ésos años había en Comodoro Rivadavia. Estaban la escuela 24, frente a la hoy Catedral; la 142 en Alem y Rawson y la 119 en Saavedra y San Martín. Los religiosos colegio Dean Funes en Bº Mosconi y el María Auxiliadora de las Hermanas de María Auxiliadora en calle Sarmiento desde 1927, cuando se llamaba Catalina Daghero. Muchos chicos y adolescentes sin educación y sin trabajo vagaban a la buena de Dios. Dormían en cualquier parte. En más de una oportunidad recorriendo el Comodoro nocturno encontré chicos y adolescentes durmiendo en algún zaguán, pasaje o en alguna plaza cubiertos por diarios. O sin nada y en posición fetal para retener calor. No había para ellos horizonte alguno. El oratorio era una herramienta válida pero insuficiente A pesar del poco tiempo que llevaba en Comodoro, el contacto con la masa crítica de tantos y tantos chicos pobres y casi analfabetos y que por ellos se hiciera tan poco me sublevaba. Había que hacer algo más. Había que avanzar hacia la educación. Hacían falta escuelas. Escuelas. Crear, construir escuelas donde éstos chicos tuvieran la oportunidad de educarse. Y ésa idea me daba vueltas y vueltas en la cabeza. Sin la oportunidad de educarse tampoco tenían horizonte ni proyecto de vida sus jóvenes vidas. Recuerdo el domingo 15 de febrero de 1953, de mucho calor. Fue el día del accidente del autovía, llamado el trencito, que sobrecargado de pasaje retornaba de la playa de Rada Tilly. Con capacidad para 48 trasladaba 75 personas. Se accidentó en una curva del recorrido llamada Punta Piedra. Murieron alrededor de 30 personas. Estábamos con los chicos que ése día concurrieron al oratorio en la costanera cuando nos enteramos. El pueblo enteró se paralizó. El dolor fue patético e hizo crisis cuando se realizaron los oficios religiosos y la caravana al cementerio para la sepultura de tantas personas, que el día anterior convivían entre nosotros. El hospital vecinal con sus escasos medios fue sobrepasado. La fiesta del niño para los días 22 y 23, aniversario de la fundación del pueblo, fue organizada por la municipalidad. Participaron los oratorios de todo Comodoro Rivadavia. Los oratorianos del Dgo. Savio y de la loma se reunieron en la plaza Pietrobelli, frente a la manzana 92 bis, después sede del colegio Dgo. Savio. Los de La Rural en la cancha de fútbol, creo que hoy Jorge Newbery y los de cercanías del hospital en el viejo matadero municipal. En varios ómnibus los chicos fueron trasladados a una función especial en el cine Coliseo. A poco de empezada llegaron los oratorianos del Km. 5 en el ómnibus del colegio y los de Km. 8 en uno de la compañía. Si mal no recuerdo ése día hubo mas de mil oratorianos. Ni yo sabía que eran tantos entre todos los oratorios. Después nos trasladamos a la costanera para las carreras de cochecitos. Hubo tres. Recuerdo que había mucho público hinchando por sus equipos preferidos. Tras la entrega de medallas a los ganadores hubo una gran merienda para todos. Para el final sorteo de premios, juguetes y ropa con los bonos oratorianos. Todo lo que sobró fue donado al oratorio Dgo. Savio para los próximos domingos. El sobrante de golosinas, chocolates, pan y bollitos fue repartido con vehículos de la municipalidad en el barrio Pietrobelli y La Rural. Al final de la actividad los mismos ómnibus 131
trasladaron a los chicos a sus respectivos barrios. Para los chicos fueron dos días disfrutados a pleno.( 27 ) .. En nuestras oraciones recordamos y encomendamos a Dios las almas de las personas muertas en el accidente ferroviario de la semana anterior Los chicos rezaron con mucho fervor. Hubo muchos días de duelo en la ciudad y en el Territorio del Chubut. 5. EL BALDIO DEL ORATORIO SOBRE CALLE SAN MARTIN FRENTE AL TEATRO ESPAÑOL. DON DAMASO FONSECA Y SU PIZZERIA. EL PATIO ACHALLAY. Recuerdo que el 8 de marzo de 1953 fue un gran domingo para el oratorio Dgo. Savio. Un tiempo antes le había solicitado al doctor Alustiza, padrino de mi primera misa, autorización para utilizar como lugar de recreo para el oratorio el baldío de su propiedad. Estaba en la calle San Martín, frente al cine Español. Su respuesta fue afirmativa. Podíamos disponer del baldío para nuestras actividades de manera inmediata. Ese domingo al volver de la costanera nos detuvimos frente a la casa de nuestro benefactor agradeciéndole con cánticos, los característicos hipippp. hurraaaa y aplausos. En medio del vocerío el propio doctor Alustiza salió a saludarnos y me entregó cien pesos para las necesidades del oratorio. Oficializó su colaboración de que usáramos el terreno. Hacia allá fuimos. Eran más de 200 chicos que iban por la calle San Martín cantando. Entramos y ocupamos formalmente el baldío. Nos dispusimos a merendar. La gobernación nos entregaba todos los meses 100 kgs. de pan, azúcar, leche y cacao para los domingos del oratorio. También el colegio Dean Funes ponía a nuestra disposición la chatita, pick up, para traslado de lo que fuera necesario. Además de pan, mate cocido y otros menesteres cuando podía. Las damas de la Comisión pro Oratorio Dgo. Savio cada semana ponía a nuestra disposición el resultado de la redada. Así llamaban a sus recorridas por los comercios en busca de colaboración. Pero ante el aumento del número de oratorianos y otros que no lo eran pero estaban, la ayuda muchas veces apenas alcanzaba. O era insuficiente. Nos arreglábamos como podíamos. Ese domingo nos disponíamos a merendar cuando me salió al encuentro el dueño de la Pizzería y Copetín al Paso, lindante con el terreno que nos cediera el doctor Alustiza. Era Don Dámaso Fonseca. Me contó que había sido uno de los primeros oratorianos del entonces cura y después obispo Monseñor Borgatti, en Corrientes. Convivido como oratoriano durante toda su niñez. Le debía mucho a los salesianos. Me expresó su deseo de colaborar con el oratorio. Después del cine en el teatro Español o de las actividades del oratorio traiga los chicos acá, al baldío. Yo les voy a dar la merienda, me ofreció. Le agradecí efusivamente. Veía la mano de Don Bosco en ambos hechos. El uso del baldío para algunas actividades del oratorio que nos había cedido el doctor Alustiza, y la oferta generosa de don Fonseca de servir la merienda para todos los chicos cada vez que veníamos al cine. En adelante, domingo tras domingo, después de las caminatas, porque seguíamos siendo el oratorio ambulante, partidos de fútbol, juegos, rifas, oraciones y catequesis concluíamos en el baldío. Nos esperaba una suculenta merienda preparada por Don Fonseca. Los chicos esperaban la merienda. Mate cocido o chocolate con leche. Facturas, budín de pan, 27
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pizza o empanadas. En no pocas oportunidades la cantidad era tan abundante que los chicos, saciada su hambre, se guardaban trozos de pizza, facturas o hasta empanadas para comerlas en sus casas con la cena. Para ellos era una fiesta. Un domingo de mayo de ése año 1953 organizamos una especie de acto académico con discurso de un oratoriano incluído, en nuestro baldío. Queríamos agradecerle a don Fonseca su preciada y rica ayuda. Se había convertido en un gran colaborador del oratorio. Hubo cantos. El característico y triple hipipppp hurraaaa. Mis palabras y el abrazo con que le agradecí personalmente tanta ayuda. Cuántos chicos habían comido por primera vez pizza, facturas o probado el chocolate con leche. Tras la emoción que le provocó el acto de agradecimiento la respuesta de Don Fonseca no se hizo esperar. Cocinó e hizo distribuir pizza abundante y a discreción entre el numeroso grupo de pequeños comensales. Y vaya si le hicieron honor a las pizzas. El griterío con que los chicos recibieron la merienda ésa tarde despertó la curiosidad de la gente que paseaba por la calle San Martín frente al baldío del oratorio, como se lo conocía. Quiero detenerme y rescatar la memoria de quien fuera un amigo entrañable. Benefactor sin medida del oratorio de aquellos tiempos. Don Dámaso Fonseca había llegado de su Corrientes natal en 1947 con su familia, buscando un mejor horizonte para su vida. Hijo de inmigrantes chacareros. Formado en la disciplina del esfuerzo, el trabajo en la chacra ayudando a sus padres y el respeto a la autoridad familiar. Su padre lo liberaba del trabajo para que fuera a la escuela. El recorrido de la chacra a la escuela lo hacía a caballo. Humberto, el hijo de don Dámaso, me contaba que era curioso verlo porque montaba al revés. Mirando para atrás. Mientras el caballo se dirigía sin rienda y al paso a la escuela él trataba de completar un deber, repasar la página del libro de lectura o memorizar alguna poesía. Claro que cuando escribía la letra no resultaba muy pareja. Al tiempo fue alumno durante cuatro años del colegio salesiano en Corrientes. Su director era el Padre Borgatti. Años después obispo de la diócesis de Viedma de la que dependía Comodoro Rivadavia. En el ambiente austero y disciplinado del colegio completó su formación moral y académica. Asentado en Comodoro adquirió un negocio establecido que se llamaba Café Paulista. Vendía café, te, yerba y otras menudencias. Una de sus clientas era doña Juana Sosa de Canosa. La compra se la llevaba a su casa Humberto, que oficiaba de cadete en el comercio de su padre. Tiempo después transformó el local adaptándolo para pizzería y copetín al paso. Lo que hoy se conoce como un local de comidas rápidas. Cuando lo conocí el negocio estaba en franca expansión. Al baldío aledaño lo había arreglado caracterizándolo como patio tropical, con unas palmeras pintadas en las paredes laterales. Era un patio bailable al aire libre... Lo había bautizado como Patio Achallay. Ese patio, nos fue cedido en una especie de comodato por su propietario el doctor Alustiza en acuerdo con don Fonseca, se convirtió en el primer lugar estable con el que contó el oratorio Dgo. Savio para sus chicos. Cada domingos por la tarde era abastecido por las vituallas que la bonhomía de don Fonseca nos proveía generosa y abundantemente. En ése patio se realizaban reuniones sociales llamadas Las tardes de Achallay, animadas por aprendices de artistas locales como un paraguayo de apellido Cabral.
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Lo llamaban Tatú Maleta. Parodiando su tamaño al del tatú carreta.( 28 ) Era carnicero. Hablaba con marcado acento guaraní. Tocaba la guitarra, cantaba chamamés y canciones en su lengua y contaba cuentos. En más de una oportunidad animó las tardes oratorianas de los domingos. Era muy festejado por los chicos. También actuaba en algún programa radial en la emisora LU4 de aquellas épocas. Don Fonseca comenzaba a preparar los sábados por la tarde la masa de las pizzas, empanadas, budines, factura o lo que fuera para la merienda oratoriana de los domingos. Y el domingo después del mediodía comenzaba la cocción. Debía estar lista para servir cuando los chicos del oratorio ambulante llegaban y se acomodaban en el patio Achallay. Se sentaban junto a las paredes que marcaban los límites del patio listos para la merienda de lujo que les proporcionaba Fonseca. El negocio disponía de dos grandes hornos a leña convertidos a gas, en los que realizaba la cocción. A medida que salían las pizzas, las empanadas, la factura o los budines, Humberto y alguno de los ayudantes las llevaban hasta el mostrador del patio. Del reparto se hacían cargo las damas que conformaban la organización de ayuda Damas del Oratorio. Integrada por las señoras Alustiza, Varando, esposas de sendos médicos; la señora de De Larrea, la señora de Pedrotti, de Km. 3 y otras damas que ponían su tiempo y esfuerzo al servicio del oratorio. Las bebidas podían ser crush, donada por el señor Raso de su representación y fábrica de la marca, o según el tipo de menú café con leche, mate cocido o hasta chocolate con leche. No se mezquinaba ni en cantidad ni en calidad. La preparación se hacía específicamente para atender la demanda de los más de doscientos y hasta trescientos chicos del oratorio. Para muchos de ellos la merienda del oratorio del domingo era la comida más completa de la semana. Nunca pude enterarme ni Fonseca me comentó el costo que tenía para su negocio atender la merienda, o almuerzo, porque muchos domingos la variedad y abundancia de la pitanza que servía excedía en mucho el contenido tradicional de una merienda. Sí recuerdo que cuando nos retirábamos alrededor de las cinco o seis de la tarde sólo cruzábamos una mirada. Le salía una amplia sonrisa cuando los chicos al retirarse lo saludaban agradeciendo con el clásico hurra. . . Decía que era el mejor impuesto que podía pagar. Porque veía adónde iba a parar. Y la sonrisa por la panza llena de los chicos la mejor devolución. Humberto, el hijo que en ésa época era adolescente, me comentó muchas veces que Fonseca padre sostenía ante su familia la necesidad de ayudar al curita, como me decía. El cura está solo. Hay que darle una mano. La caridad que había aprendido en su chacra natal en Corrientes, cuando sus padres ayudaban a vecinos que no tenían medios con verdura, fruta o algún pollo o trozo de carne de cerdo de su propia crianza. Yo solía recorrer las calles de Comodoro durante la noche. Me impactaba ver tantos chicos, niños muchos y adolescentes otros, buscando comida en un vagabundeo sin rumbo. Dormir en un zaguán, alguna plaza y a la intemperie. Antes de volverme al colegio me llegaba hasta la Pizzería y Copetín al Paso de Fonseca. Generalmente de madrugada. Me recibía con una sonrisa y el clásico . .esperá curita, ahora te atiendo. Me hacía pasar a la cocina y me decía . . qué querés comer, curita. No sé. Lo que tengas. Abría alguna de TATU CARRETA. Mamífero parecido al piche o armadillo. De grandes dimensiones. 1,50 o mas de largo y entre 50 a 60 kgs. Caparazón de placas numerosas y grandes. Con sus uñas delanteras cava grandes cuevas que le sirven de refugio. Su hábitat, el norte argentino, Paraguay, Bolivia y Brasil. 28
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las puertas de una gran heladera donde guardaba la mercadería. Sacaba algún churrasco o milanesas y preparaba una cena rápida. Me acuerdo que las milanesas las hacía como zapatilla. Las acompañaba con papa y huevo. Mientras cenábamos me descargaba con él la amargura que me producía ver tantos chicos abandonados a su suerte en la calle. Me escuchaba en silencio. Había entre los dos un profundo respeto. Un aprecio mutuo. Esas escapadas nocturnas terminaron provocándome problemas de orden interno en el colegio. Una vez llegué al negocio rengueando. Qué tenés en el pié, curita, me preguntó Fonseca. Nada. Alguna piedra en el zapato, le respondí. No se quedó convencido con mi respuesta. A ver, levantá el pié. Levantá el pié, curita. Me obligó a levantarlo. Mis zapatos tenían la suela agujereada. Ponía un cartón grueso para tapar los agujeros. Recuerdo el enojo que le produjo. Y sus palabras. Vos no podés andar así. Es una vergüenza que andés pisando con los piés. Salió del negocio y cruzó a la tienda de Groshaus que estaba enfrente. Al lado de la farmacia de Beloqui, en el edificio de la Sociedad Española. Me compró un par de zapatos negros. No sé cómo supo mi número de calzado. Me los entregó. Tomá, curita. Ponételos. Me calzaron bien. Tomó mis zapatos viejos y los tiró a la basura. No abrí la boca. Lo dejé hacer. Creo que se sintió feliz de ayudarme. Me sentí aliviado. Iba a poder caminar sin sentir el dolor que me producían las piedras en los pies por el agujero de la suela. Yo seguía ocupándome del oratorio los domingos y en su organización en distintos días de la semana. Continuaba dando clase a los artesanos y catequesis en la primaria del colegio. Pero en 1955 los conflictos internos que tenía con las autoridades del colegio volvieron la situación insostenible. Quería terminar con tamaña incomodidad. Pedí ser enviado a Colombia y me preparé para partir. Armé mi valija. Fui a ver a Fonseca para despedirme. Tamaña sorpresa le causó mi llegada intempestiva y con la valija en la mano. Me preguntó: adónde vas curita. . Le conté la situación que estaba atravesando. La única salida que veo, le contesté, es que prácticamente me tengo que ir. Le conté que esperaba una respuesta inminente a mi pedido de ir a Colombia. No, cura, estalló. Vos no te vas. Vos te vas a morir acá, junto conmigo. Me agarró la valija y la guardó. Más bien la escondió. Me sorprendió. Y me desesperé. Le dije .. qué hacés. Dame la valija. Me tengo que ir. Y le mostré los pasajes. Me repitió . . vos estás loco. Cómo te vas a ir. De Comodoro no te vas Cómo se lo explicás a los chicos . . . .. vos esperáme acá. Fonseca, me enteré después, tenía amigos en la gobernación. Hizo unas llamadas por teléfono. Después salió del negocio y tardó en volver. Cuando volvió, todo contento me dijo . . . listo. Está todo arreglado. Vos no te vas. Me devolvió la valija. Andáte al colegio. No hay más conflicto. Efectivamente. Volví al colegio. Nadie me dijo nada. Mi vida se encarriló. Mi fuerza se multiplicó. Mi aprecio, respeto y cariño por Fonseca también. Hubo muchos domingos en los que no había merienda. Fonseca preparaba un gran asado para todos los oratorianos. El sábado compraba la carne. Vaca, capón, cordero. Lo que hubiera. El abastecedor era un carnicero de apellido Peralta. El negocio estaba sobre calle España, cerca del edificio del sanatorio Cruz Azul. Fonseca era un cliente fuerte. En el volumen de la compra incluía la carne de vaca, capón o cordero para el asado del oratorio.
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Empezaba a trabajar temprano en la mañana del domingo. En el negocio disponía uno de los hornos para el asado. Afuera media docena de asadores, de ésos que eran en cruz, para los costillares y los corderos cuando había, dispuestos en semicírculo alrededor de un gran fuego que después se convertía en mucha brasa. Alrededor de los asadores cuidando la cocción y que no se apagaran las brasas y el fuego caminaban Fonseca y sus ayudantes. Uno era un correntino de apellido Insaurralde. Lo conocían como el negro Cambá. El otro, español, como el gallego Manolo. Armaban unas mesas largas con caballetes y tablones. El olor del asado se expandía por las cuadras vecinas. Todo el mundo se enteraba que era el asado para los oratorianos. Carne asada, pan, ensaladas, gaseosas. Para los chicos era una fiesta. Comían hasta hartarse. Y si podían más, comían más. Un pequeño ejército de colaboradores, las Damas del Oratorio y numerosos ayudantes se encargaba de la distribución de las raciones por las mesas. Yo los ayudaba. Todos los que servíamos comíamos algún bocado sobre la marcha. La demanda de los chicos era incesante. Y había que atenderla. Alrededor de las cinco de la tarde se distribuía la comida sobrante entre los chicos, para que se la llevaran a su casa. Gritos, cánticos y hurras para los organizadores, colaboradores y especialmente para Fonseca. Siempre respondía con su sonrisa amplia. Después había que limpiar el patio, desarmar las mesas y dejar todo en condiciones para que el patio Achallay continuara con su actividad. Cuando terminábamos de ubicar cada cosa en su lugar dábamos el trabajo por concluído. Generalmente dos o tres horas después de que los chicos se habían retirado. Me acuerdo que quedábamos todos fundidos. Cuando nos despedíamos de Fonseca su frase final era . . listo curita. Estuvo bueno, no . .? Y volvía a su trabajo y a sus clientes. No puedo dejar de contar un anécdota que me relató años después su hijo Humberto. Fonseca padre tenía en el mostrador de su negocio una lata abierta en su parte superior. Ahí adentro iban a parar los pesos que resultaban de la venta de un producto que él ofrecía a los clientes que venían con poca plata. Sándwiches de pizza o de empanadas. Trozos de pizza o empanadas que habían quedado sin vender. Con un felipe los convertía en sandwich. Así los vendía. Ese dinero iba a parar al interior de la lata. Y al bolsillo del Padre Corti para el oratorio. En 1954 el padre Borgatti, convertido en Monseñor Borgatti, obispo de Viedma y a cargo de la diócesis de la Patagonia Austral vino a Comodoro para confirmar a un grupo de chicos que habíamos preparado. La ceremonia se hizo en instalaciones de La Rural. Invité a Fonseca a la ceremonia. Cuando llegó lo tomé del brazo y se lo presenté al obispo Borgatti. Se conocen uds . .? Tamaña sorpresa para ambos. Se abrazaron emocionados y cruzaron sus recuerdos de sacerdote uno y de oratoriano y alumno salesiano del otro. Mirá, concluyó monseñor Borgatti, dónde venimos a encontrarnos y después de tantos años. Y le dio su bendición. El desplazamiento de los centenares de oratorianos por las calles céntricas de Comodoro obligaba a cortar el tránsito durante el tiempo del cruce de calles. Yo me cruzaba en la calle, cortaba el tránsito y con el silbato en la boca apuraba el paso de los chicos. Había un concejal, de apellido Casal si la memoria no me falla, que se había hecho eco de varios reclamos de automovilistas por la interrupción que ocasionábamos al cruzar las 136
calles. Se había empecinado en impedirnos no sólo cruzar sino en prohibir nuestro desplazamiento por las calles céntricas. Y un domingo por la tarde nos cruzamos. Iba en un vehículo, obligado a detenerse por nuestro cruce. Me increpó con dureza por la situación que provocaba el oratorio. Le respondí que íbamos al patio Achallay para la merienda de los chicos. Si él o el Consejo nos aseguraba la merienda todos los domingos en otro lugar para no cortar el tránsito, no tendría inconveniente alguno en dirigir los chicos hacia allá. Me contestó con una sarta de palabrotas insultantes. Dejé de lado el latín y las oraciones del Breviario y le contesté con un terno más grueso y de mayor calibre. Los chicos que nos rodeaban estallaron en carcajadas. También yo me reí aunque me sentí interiormente avergonzado. Pedí perdón a Dios y le dije a Don Bosco . . mirá, tuve que hacerlo. Y por las palabrotas mañana me confieso y pido perdón. El concejal no se metió nunca más con nosotros. En 1970 la salud de Fonseca comenzó a jugarle en contra. Tuvo que limitar la actividad del negocio. Con la salud resentida las cosas comenzaron a no salirle bien. Decidió viajar a Córdoba para ratificar o rectificar un diagnóstico de algo así como reuma cardíaco, que él juzgaba dudoso. En Córdoba, me dijo en la despedida, había médicos especialistas que podrían tratarlo mejor que en Comodoro. Me invitó a picar algo en la cocina. Ahí me contó su decisión y su partida inmediata. En la despedida nos abrazamos y lloramos los dos. Le dije . . te voy a tener presente en cada una de mis misas. En cada una de mis oraciones. En las oraciones del oratorio. En ésa época había yo terminado la construcción del primer colegio Dgo. Savio. Que a poco de andar resultó insuficiente ante la demanda multiplicada de los chicos de la barriada alta del Comodoro de entonces. De modo que me había enfrascado en construir un colegio mucho más grande. Vivía sobrecargado de actividad y responsabilidades. La partida de Fonseca obligada por su salud resentida me dolió mucho. Había sido un colaborador de fierro. Invalorable. El pedido comenzaba en cualquier día de la semana más o menos así. . . Dámaso, el domingo tengo como trescientos chicos. Les podrías la merienda . .? La respuesta era invariable . . . traélos nomás curita. Algo les vamos a dar. . . Y ése algo se transformaba en las meriendas en el Achallay. Los chicos salían pipones. Y hasta con algún resto en los bolsillos. Para mi hermanito, decían. Después me enteré que estuvo unos años en Rio Gallegos con su hijo Humberto. Murió en el año 1983 en Chilecito, en la provincia de La Rioja. Había ido a visitar a su hija Gladys. Fue sepultado allá. Cuando volví de Italia más o menos repuesto de un serio problema de salud que tuve, organizamos con Humberto un viaje a Chilecito para traer sus restos a Comodoro. Había expresado su deseo que su cuerpo descansara acá. En abril del año siguiente 1984 logramos traerlo y sepultarlo en el cementerio local. Recé un responso en la ceremonia de inhumación y los boy scouts del colegio le hicieron una guardia de honor. Hace muchos años de esto pero todavía recuerdo el dolor que sentía al pronunciar las palabras de la oración litúrgica . . dale señor el descanso eterno y que la luz perpetua brille para él. Que descanse en paz. Amen. Hoy a la distancia, rescato y valoro el esfuerzo económico y el trabajo que se tomaba Don Dámaso Fonseca para servir y atender casi todos los domingos la demanda gastronómica 137
de los dos o tres centenares de oratorianos. Muchos venían con hambre atrasado. Y los domingos por la tarde se ponían al día con la merienda regalada por don Fonseca. Su trabajo era silencioso. La única recompensa que recibía era el aplauso y los hipipp hurra de los chicos. Sonreía. Saludaba con las dos manos y se iba a atender su negocio. A sus clientes. Porque decía, sino no, no me cierran los números. Lo he tenido presente en mis oraciones desde entonces. Dios tiene que haberle dado muy buen lugar en el cielo para recompensarlo por todo lo que ayudó al oratorio Dgo. Savio. Si es que no le asignó la tarea de atender un oratorio celestial desde otro copetín al paso en algún rinconcito del paraíso. Recuerdo que nos sacamos una foto grupal y se la regalamos con la inscripción el Oratorio Domingo Savio a su gran bienhechor del Copetin al Paso . . La foto enmarcada la había ubicado en la pared central del negocio. Al lado del banderín de Independiente, el club de sus amores. Su adversario deportivo era don Roque González, hincha fanático de Boca Juniors. Cuando perdía Boca, Fonseca quemaba en sus hornos una pizza de gran tamaño y la colgaba en el frente de su negocio. Justo frente al cine Español donde solía estar don Roque. Era su forma de cantar su alegría por la pérdida de su adversario. Creo, además, que mi permanencia en Comodoro fue obra de su decisión de impedirme viajar a Colombia cuando ya me encontraba con un pié en el estribo. Hasta me escondió la valija. A sus gestiones ante la autoridad de entonces para sanear la situación que vivía en el colegio en ésos momentos. Me tomé la libertad de saltear la historia para rescatar la memoria del amigo y mi gran colaborador. Ayudante de campo, como le decía medio en broma y medio en serio aunque a él no le gustara. Puesto en ése lugar y momento cuando el oratorio más lo necesitaba, por la mano de Dios y de Don Bosco. Y esto lo digo con total convicción. Era una conjugación de mi fe en Dios y la caridad acendrada de don Dámaso Fonseca. Con ésa conjugación, mis chicos del oratorio comían todos los domingos por la tarde.
CAPITULO 8. AÑOS 1954 A 1957. DEL ORATORIO AL PRIMER COLEGIO DGO. SAVIO EN INSTALACIONES DEL CLUB TIRO FEDERAL. 1. AÑOS 1954/1957 Volviendo al hilo de la historia, a fines de mayo de 1953 se constituyó una segunda institución para ayudar al oratorio, la Asociación Madres del Oratorio. La reunión fundacional se hizo en el locutorio del colegio María Auxiliadora. 138
El Padre Heraclio Moreno, director del colegio Dean Funes, explicó a las damas la tarea de la asociación. Organizar la beneficencia para ayudar al oratorio. Pasando a los hechos se comenzó a trabajar en un té canasta en el Club Social. Me encomendaron preparar las tarjetas de entrada para su venta. Se convino en realizar los primeros miércoles de cada mes la reunión mensual en el secretaría del Club Social que la institución facilitaba. El 31 de mayo murió doña Juana Sosa de Canosa, madre del general Juan Domingo Perón, en ése entonces presidente de la República. El oratorio en pleno estuvo presente en el velatorio. Recé un responso en nombre del oratorio y los chicos me acompañaron en el rezo. Los asistentes quedaron admirados de su comportamiento respetuoso y solemne. Las autoridades nos expresaron su reconocimiento y complacencia. Mientras, me multiplicaba para atender mi tarea de catequista de la primaria. El profesorado de matemática y física en los primeros cursos de artesanos. Debía preparar y dictar clase; tomar y corregir las pruebas y exámenes. Y la actividad del oratorio Dgo. Savio y sus organizaciones de colaboradores. Los domingos por la mañana iba al Km.5 a rezar misa de las 10. A veces iba también al Km. 8. Volvía sobre el mediodía, comía algo y preparaba armas y bagajes para la actividad de la tarde del oratorio Dgo. Savio hasta el final del día. En junio en compañía del Padre Moreno nos hacemos presentes en la gobernación. Nos recibe el gobernador, Cnl. Italo H. Dell´Oro( 29 ). Requiere informes sobre el desenvolvimiento del oratorio. Le exponemos la condición ambulante del oratorio. Las dificultades para su desenvolvimiento. Los trámites realizados para conseguir un terreno, sin éxito hasta el momento. Nos sugiere reiniciar de inmediato los trámites para conseguir un terreno en la zona de La Loma. Nos autoriza a invocar su nombre y su autoridad en los documentos. Compromete su ayuda para la gestión. Nos vamos exultantes con el Padre Moreno. Recuerdo que aquella entrevista con el último gobernador militar de Comodoro Rivadavia fue el puntapié inicial del trámite realizado ante la Dirección Nacional de Tierras que terminó con éxito un año después. A finales de junio la Asociación de Madres del Oratorio realizó su cuarta reunión en la secretaria del Club Social. Nos invitan participar. Dieron cuenta del resultado del 1er. técanasta realizado. Pusieron a nuestra disposición el dinero recaudado. Con el Padre Moreno hacemos el arqueo. Contamos 7.553, pesos. Las Damas están exultantes. Nosotros también. Una fortuna para nuestros bolsillos flacos. Muchas cosas permitieron hacer ésos pesos venidos, tan bienvenidos, de la mano de la comunidad. Como infinidad de veces pude comprobarlo en los años siguientes y subsiguientes. Ninguna de las obras emprendidas hubiera podido concretarse de no haber contado siempre con la ayuda de la comunidad. Dios y Don Bosco estaban presentes pero a través de las manos generosas de la comunidad de Comodoro Rivadavia. En septiembre de 1953 se instituye en el seno de la Asociación de Madres del Oratorio el llamado Día del Kilo. El primer domingo de cada mes se recogían las donaciones de ropa y alimentos no perecederos. Como trabajo previo se realizó un relevamiento social barrio por barrio. Se redactó un registro de las familias visitadas. Una ficha por cada una consignando nombres de padres e hijos, domicilio, ocupación del padre o de la madre y sus necesidades. Se individualizó y priorizó la asistencia a las familias más carenciadas y 29
Cnl. Italo H. Dell´Oro. Ultimo Gobernador militar. Desde 8/05/1953 al 25/07/1955.
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de mayor cantidad de hijos. Fue un arduo trabajo de campo de varios meses de duración. Las donaciones eran depositadas en el colegio Dean Funes. Allí se las clasificaba y preparaba. Mensualmente se armaban alrededor de 125 paquetes con ropa y alimentos, que las familias individualizadas pasaban a recoger por el colegio. El Día del Kilo se realizó durante 10 años. Muchas familias fueron asistidas y ayudadas con ése procedimiento. En no pocas oportunidades me encontré en la calle con personas que me señalaban el Dia del Kilo y agradecían aquella ayuda que habían recibido. En mi casa podíamos comer algo más. O . . mi primer par de zapatos o zapatillas lo recibí de aquella ayuda. Recuerdo un señor de humilde aspecto que me dijo . . con ésa ayuda me puse mi primera muda de ropa interior cuando tenía 8 años. Mi primera camiseta y calzoncillo. Conseguimos que el municipio entregara mensualmente al oratorio alrededor de 40 vales para los baños públicos y 20 para cortes de cabello. Los distribuíamos entre los chicos más melenudos y entre los más sucios, como se calificaban entre ellos. Calificación que para alguno de los afortunados, así entre comillas, le resultaba un estigma. Tan avergonzados se sentían por el mote que hasta llegaban a rechazar el bono para el baño. El peluquero que brindaba el servicio era don Victorio Caneo. Trabajaba en la peluquería Royal, al lado del cine Coliseo. Cortaba el cabello a diez chicos los días lunes, en el oratorio Angel Custodio de las Hnas. de María Auxiliadora, sobre calle Viamonte. Con el sistema de carnet de asistencia y bonos de premio que se había instituído en el oratorio desde meses antes, los chicos que lograban la mejor asistencia tenían acceso cada dos o tres meses al sorteo de prendas de ropa, algún sobretodo, pulloveres, pantalones, camisas, mudas de ropa interior o calzado nuevos. O prendas usadas pero en buen estado para los de menor cantidad de bonos por menor asistencia. LA VIRGEN DE LAS HONDAS. Recuerdo un hecho por el que tuve obligadamente que intervenir. Había recibido numerosas quejas de vecinos y autoridades policiales por el accionar de un grupo de chicos, que formaban parte del oratorio. Utilizaban sus hondas. Dañaban lámparas de alumbrado público. Vidrios de ventanas. Cuanto blanco se les pusiera a tiro. El colmo fue cuando de retorno de un paseo al barrio Santa Juana, los de las hondas, como se los conocía, rompieron cinco faroles de alumbrado público y los vidrios de un ventanal de una casa en Barrio Mosconi. Los mayores se pavoneaban ante los más chicos de su puntería con la honda. Llegamos a la capilla del oratorio Angel Custodio de las Hermanas de María Auxiliadora, detrás del edificio de la seccional 2da. de Policía, para la catequésis y el rezo. Tras las oraciones les expongo las quejas de numerosos vecinos y de la policía por las acciones del grupo de las hondas. Tanto los faroles como los vidrios rotos eran propiedad privada. Su destrucción, un delito. La policía esperaba que yo, sacerdote Juan Corti y responsable de la conducta de los oratorianos, interviniera. Que era un muy mal ejemplo para el resto de los chicos. Que éstas acciones perjudicaban el nombre del oratorio Dgo. Savio ante la comunidad. Les propuse que para terminar con el problema y corregir ésa conducta entregaran sus hondas a la Virgen. Deposítenlas a sus pies, si se atreven, los desafié ante todos. Me acuerdo como si fuera hoy el silencio que se hizo en la capilla. Sobre el grupo de las hondas, siempre andaban en grupo, cayeron todas las miradas.
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Los apuré preguntando .. quién es el valiente que primero entrega su honda y corona a la Virgen que está en ésta capilla con su honda . .? Silencio de tumba. Tras la incertidumbre inicial el primero que salió fue un chico de apellido Torrijo. Cruzó caminando con lentitud delante de todos hasta la estatua de la Virgen. Se paró ante Ella y le colgó su honda. Uno tras otro el resto de los integrantes, eran 13, hicieron lo propio con sus hondas en la mano. Las depositaron al pié de la estatua de la Virgen. Volvieron a sus lugares en silencio. Algunos claramente avergonzados. Yo los miraba con atención. Veía el esfuerzo que les había costado el desprendimiento. Y miraba el nuevo aspecto que la Virgen tenía desde ése momento. El aplauso de aprobación me salió del alma. Todos los aplaudimos. El grupo de las hondas, desde ése momento sin hondas, quedaron descolocados. Algunos, los más chicos, sonrieron. Los mayores siguieron muy serios. Los felicité en público. Era un gesto que les había costado mucho. Merecía ser destacado. Me acerqué a la estatua de la Virgen y les dije . . . desde hoy el nombre de la Virgen será La Virgen de las Hondas. Uds. lo hicieron posible al entregarle sus hondas. Así quedó. El aplauso y la risa de todos distendió el ambiente. Hay una foto que lo prueba.( 30 ) Un hecho que conmovió a los chicos fue la muerte de un compañerito. Era muy buen compañero. Lo llamaban el chilenito. Había asistido al oratorio el domingo anterior. Vivía con sus padres en el faldeo del cerro sobre el Infiernillo. Hoy está la calle Alsina. Fue muerto por un cazador imprudente que disparó su escopeta desde el campo abierto que rodeaba la viviendas, destrozándole la mano. Fuimos con el oratorio a rezar por él. Nos recibió la madre hecha llanto. Ya lo habían enterrado. Nos contó que a su hijo le encantaba ir al oratorio. Me entregó una docena de bonos que había ganado por su asistencia. Los chicos estaban muy impresionados. Me conmovieron el dolor de los padres por la pérdida del hijo, el mayor de cinco hermanitos, la pobreza y el ranchito en que vivían. Ninguno iba a la escuela. Mientras dejábamos la casita iba mascando en mi interior la necesidad perentoria de la escuela para tantos chicos sin posibilidades. La educación. La herramienta de la educación para sacarlos de ése estado de postración sin horizonte ni esperanza en el que vivían. La palabra escuelas, escuelas, me golpeaba insistentemente la cabeza y repercutía en mi corazón. Y rezaba en mi interior . . . Dios, dame las herramientas para ayudarlos. Para arrancarlos de semejante de vida sin horizonte. Estos chicos merecen algo mejor. Como sacerdote a cargo del oratorio tenía contacto directo con la pobreza de tantas familias cuyos hijos asistían cada domingo. De sus necesidades económicas y también de las espirituales. Muchos padres, diría que más de la cuenta, vivían en pareja. Nunca se les había cruzado por la mente regularizar su situación matrimonial. Sus hijos, nuestros oratorianos, sin bautizar. Ellos mismos contaban su situación en las clases de catecismo. Como nuevos cristianos querían el bautismo. Tomar su primera comunión. Recibir el sacramento de la confirmación. Y querían, y nos lo expresaban convencidos, que sus padres se casaran. Y que el cura del oratorio, así me conocían en los barrios, los casara. Allá íbamos con ellos o por nuestra cuenta a hablar con los padres. Preparábamos a los chicos para el bautismo y a sus padres para casarlos como Dios manda. De modo que muchos domingos dejaba por un rato a los chicos del oratorio en manos de alguno de mis ayudantes, para cumplir funciones de párroco. Bautizaba y casaba en la 30
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capilla del oratorio Angel Custodio de las Hermanas de Maria Auxiliadora. Siempre secundado por alguna de las hermanitas del colegio. En una sola tarde era oratoriano y como sacerdote bautizaba y casaba. Me acuerdo de un boletín que leyera la señora de De Larrea en nombre de la Asociación Madres del Oratorio en L.U.4, creo que a principios de 1954. Para que la obra del oratorio sea consistente hay que resolverle el problema económico. Mencionaba, agradecía y exponía como ejemplo la colaboración invalorable de don Fonseca del Copetín al Paso, al brindar todos los domingos la merienda a los oratorianos en el baldío-patio al lado de su negocio. El baldío facilitado por el Dr. Alustiza, otro colaborador silencioso del oratorio. Para muchos chicos era la comida más completa de la semana. Después volvían a pasar hambre. Doña De Larrea mencionaba la extensión de la obra del oratorio al terreno de la salud. Con la oficina de Salud Pública Municipal sostenía un servicio primario de atención médica a los enfermos de las familias más pobres. Visitas a domicilio, entrega de medicamentos imposibles de comprar por su condición de pobres y hasta internaciones cuando la circunstancia lo exigía. Todo el año siguiente 1954 fue de apurones entre mi tarea de catequista de la primaria y de docente de matemáticas, física y química en los primeros años de los artesanos del colegio Dean Funes. La atención espiritual de los feligreses de Km. 5, el llamado barrio Ministro Castro, después Presidente Ortiz, y también Km. 8, el barrio Santa Juana. Oficiaba la misa los domingos por la mañana. Y la atención del oratorio Dgo. Savio por las tardes. El trabajo mancomunado con la Asociación Damas del Oratorio; las tareas de recepción, clasificación, empaquetado y distribución de las donaciones para ayudar a las familias más pobres recogidas durante el llamado Día del Kilo, y su entrega en el colegio. El oratorio seguía siendo ambulante. El trabajo que demandaba organizar, motivar y dirigir a los más de doscientos oratorianos desde las 13 hasta las 17 o 18 de cada domingo por la tarde, yendo de un lado para otro, de una punta a la otra de la ciudad de entonces era agotador. La actividad del oratorio me exigía mayor cantidad de energías y esfuerzo que todo el trabajo semanal de catequista y docente en el colegio. Pero ése año el oratorio recibió la mejor de las noticias. Aquella entrevista con el gobernador Cnl. Dell´Oro pidiendo su ayuda para tramitar la obtención de un terreno para construir la sede del oratorio en Junio de 1953 rindió sus frutos. A mediados de 1954, no recuerdo con precisión la fecha sino el hecho que fue muy auspicioso, recibí un llamado del Delegado Nacional de Tierras en Comodoro Rivadavia, ingº Pereyra. Comenzó por felicitarme. Yo ignoraba porqué. Y me dio la gran noticia: llegó la adjudicación y el título de propiedad de la manzana 92 bis, que ud. solicitó para construir el oratorio. O un colegio. Me recibió en su casa de Bº Mosconi un sábado por la tarde y firmé la recepción del título de propiedad. Estaba a nombre de la Congregación Salesiana. Me acuerdo que saltaba de contento. Anoté en la agenda contárselo a los chicos el domingo siguiente. Le comuniqué de inmediato al director Padre Moreno. Me manifestó su alegría. Ahora, dijo, hay que construir la sede del oratorio. Hay dos anécdotas sobre la propiedad de la manzana 92 bis. La primera. El señor Roberto Die, que después se convirtió en un colaborador de fierro, tenía en la manzana un lote que le había adjudicado la municipalidad. Frente a la decisión de la Dirección Nacional de Tierras de otorgar la totalidad de la superficie de la manzana, el municipio le caducó el 142
otorgamiento. Ante su protesta le otorgó otro sobre calle Alem a una cuadra de distancia. La segunda. Un señor de apellido Méndez empleado del correo, había construído un ranchito de chapa de ondalit en uno de los lotes. No quería saber nada de irse. No entendía razones. Tuve que negociar con él el precio de la indemnización. Tironeamos hasta que aceptó la suma de 120.000 pesos. Una fortuna para la época. Consulté la posibilidad de usar los dineros del oratorio con el administrador del fondo el señor De Larrea. Era tesorero del Banco de Londres. Su esposa pertenecía al grupo de de las Madres del Oratorio en cuya casa se hacían todas las semanas las reuniones. Era un grupo colaborador muy activo. Autorizado el uso de los fondos se le pagó al señor Méndez. En una semana se desarmó el ranchito y la manzana 92 bis, frente a la entonces Plaza Pietrobelli donde hoy hay un parque y una escuela, quedó libre. En la oración de la noche de ése día y desde lo íntimo de mi corazón agradecí a Dios, a la Virgen María y a Don Bosco. En la meditación de la mañana siguiente tuve una intuición muy clara. Que a partir de ése momento comenzaba mi trabajo en serio. Al domingo siguiente reuní los chicos y nos trasladamos a la manzana 92 bis. Estaba cruzada por varios zanjones por los que discurría el agua de la lluvia que bajaba de los cerros aledaños. Con tres enormes pozos en el medio. Les conté entusiasmado que ésa era nuestra propiedad. La manzana en la que construiríamos las instalaciones del oratorio. Recuerdo que muchos de ellos no compartieron mi entusiasmo. Hasta preguntaron . . acá va a construir qué . .? si está lleno de zanjones y pozos . . Traté no obstante de transmitirles mi alegría. Desde ése domingo nuestro punto de encuentro fue la manzana 92 bis. En mis meditaciones y en mis sueños veía de manera algo difusa un gran edificio que llenaba toda la manzana. Pero sin precisar sus contornos. Y muchos chicos que entraban y salían. Había que adecuarla para organizar los partidos de fútbol. Conseguí una carretilla y comenzamos la tarea de llenar los pozos del medio con todo tipo de escombros y tierra. Dos domingos después la primera cancha propia estaba habilitada y se jugaban los primeros partidos de fútbol. Jugué con ellos. Metí los pliegues de la sotana en los bolsillos. No cabía en mí de gozo. Terminé estropeando los zapatos. Desde ése día no eran sólo los chicos que aguardaban con ansiedad el domingo para asistir al oratorio. Yo también esperaba con muchas ganas encontrarme antes que ellos en el punto de encuentro, la manzana 92 bis. Nuestro lugar. Una vez reunidos la primera actividad era trabajar para mejorar el acondicionamiento del terreno. Después venían los picados de fútbol que a veces, por lo reñido, se convertían en partidazos. Se exaltaban los ánimos, aumentaban la presión y el griterío y había que intervenir antes que la sangre llegara al río. Solía decirles que bajaran la temperatura. El ambiente se había caldeado. Lo entendían. Y todo volvía a cierto nivel de normalidad. Aunque a algunos mayorcitos les costaba frenar el potro. El viento nos acompañaba casi siempre. Pero no nos intimidaba. Tampoco la tierra que se nos metía por todos lados. El arco del lado del viento era el más peleado porque jugaba a favor. Notaba que había un ánimo distinto en los chicos. Era contagioso. En los años 49 y 50 el grito de convocatoria era . . el domingo venidero, todos al matadero. El viejo matadero municipal era el punto de encuentro. Después hubo otros lugares. La plaza Pietrobelli para los oratorianos de los barrios altos. Ahora el lugar de convocatoria era la manzana 92 bis, nuestra manzana. Desde entonces la fórmula para congregarnos fué . .el domingo venidero nos encontramos acá . . . y los chicos coreaban . . en nuestra manzana 92. .
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Los miraba disputándose la utilización de las pocas herramientas que disponíamos para acondicionar el terreno, la carretilla y las palas porque todos querían trabajar. La energía y fuerza que desplegaban en sus juegos; sus gritos con algún insulto incluído; el estallido de sus risas y sus aplausos a cada momento. Cómo se les encendía la mirada cuando recibían el premio de una rifa, o el regalo-estímulo por buen comportamiento o asistencia al oratorio. Les salía el niño de adentro. Ese niño que permanecía oculto en sus vidas limitadas, condicionadas por la adversidad de la pobreza o en muchos casos de la miseria. Pero que en cuanto tenía la oportunidad de la circunstancia favorable y del estímulo, aparecía con toda su fuerza. Vivir como niño en condiciones de niño, no de adulto castigado. Cuánta necesidad de afecto. Cuánta falta de educación y de normas para encaminar ésas almas jóvenes llenas de ganas de vivir hacia horizontes que les permitieran romper con, precisamente, la falta de horizonte para sus vidas que recién comenzaban a abrirse. Aparecía la palabra que se repetía incesantemente en mi mente . . escuelas, escuelas. Necesitaban el ámbito de formación que los contuviera, orientara, formara, socializara en un marco de afecto, respeto y disciplina. Que les permitiera proyectarse hacia el futuro y pudieran, con las herramientas de la educación, desarrollar su proyecto de vida. Arrancarlos de ésa pobreza de medios que los condenaba a repetir en su vida la triste historia de sus padres. La mayoría inmigrantes chilenos venidos al país con su escaso bagaje de medios. Arrancados de su tierra y sus afectos por la falta de oportunidades. Con muy poca o ninguna instrucción. Arrastrando junto a su miseria el dolor del desarraigo y el intento de afincarse en un país distinto, en medio de una sociedad que los rechazaba por sus hábitos y condiciones misérrimos. Obligados a aceptar los trabajos más duros, peor pagados y a vivir en condiciones miserables. Para muchos el alcohol era la manera de evadirse de la desgraciada realidad de sus vidas. Se instalaban cualquier lugar en la periferia del pueblo. Armaban un ranchito con los materiales a los que podían echar mano. Eran conocidas sus construcciones por usar una docena de tirantes de madera y otra de chapas de ondalit. La letrina unos metros atrás del rancho. Por el uso de calentadores para cocinar o alguna estufa a leña para calentarse ardían con facilidad. El incendio, por la combustibilidad de los materiales era una tea que duraba pocos minutos. La pobre gente quedaba con lo puesto. Y vuelta a empezar. Sobre mojado llovido. Con ellos sus hijos. Muchos de ellos oratorianos. Nuestro oratorio no cumplía una acción pasiva. Recibía y atendía a los chicos los domingos y por ellos y a través de ellos iba llegando a sus casas. Salíamos a su encuentro. A conocer de primera mano su situación. Implementar acciones de ayuda. Poca o mucha. Lo que se pudiera. Así nacieron el Dia del Kilo. Después el Buzón de la Caridad. La acción benemérita de la F.A.C., Fraterna Ayuda Cristiana pateando, creo que el término está bien empleado, aquellos conglomerados de pequeñas y más que precarias viviendas. Carentes de todo tipo de servicios en las que vivían hacinados y como podían seres humanos. Recorriéndolos incesantemente de arriba abajo cuando no tenían siquiera una estructura mínima de barrios, contra viento y marea, relevando sus necesidades. Sus informes concluían siempre con la misma frase: . . no tienen nada. Carecen de todo. Necesitan de todo.
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Yo sostenía a diario oraciones-charla con Dios. Una especie de conversación mano a mano con Dios, si es que así puede decirse. En ellas le exponía la amargura que me producía ver tanta pobreza. Tanta miseria. Ensañadas con niños y adolescentes. Con los de mayor expectativa de vida pero más vulnerables de la escala social. Me acordaba de los versos de Atahualpa Yupanqui cuando al ver la infinita miseria de la gente del norte argentino cantó en su canción . . vi tanta pobreza que yo pensé para mi, Dios por acá no pasó. Dios, si a éstos seres los hiciste a tu imagen y semejanza, porqué o para qué castigarlos tan duramente. En mi modesto saber y entender aceptaba que el adulto cargue con el peso y la expiación de sus culpas. Pero los niños ni siquiera son responsables del pecado original. Por ése camino que les muestra la vida van a terminar repitiendo la historia de sus padres. Oscura. Carente de posibilidades. Sin horizonte. Contemplaba los domingos cuando asistía el oratorio la superficie de manzana 92 bis, nuestra manzana. El trabajo esforzado y alegre de los chicos empuñando una pala y empujando una carretilla de peso y dimensiones superiores a sus fuerzas y tamaño. Llenar los agujeros y rellenar como podían los zanjones. Limpiar y emparejar el terreno. La alegría de ésos momentos era su horizonte. Ellos y yo estábamos convencidos de que en ése pedazo de tierra construiríamos las instalaciones del oratorio. Y hasta un colegio. En sus pequeñas mentes castigadas por una realidad implacable pero que en algún rincón todavía guardaban ilusiones, se dibujaba un edificio grande. Así me lo contaban algunos. Los escuchaba en silencio. Rumiaba para mis adentros cómo hacer aparecer en ése pedazo de suelo áspero, poceado, zanjeado, las instalaciones de un oratorio. O de una escuela. Dios había puesto en mis manos la primera de las herramientas para comenzar a trabajar en tan grandioso como costoso proyecto de educar. Y ante la disyuntiva de cómo hacerlo. Recuerdo mis oraciones . . Dios, Don Bosco, Virgen, cómo hago. . qué hago. . CAPITULO 9. TESTIMONIOS 1. Don Alberto BASENAVE. 2. ORATORIANOS Y EX - ALUMNOS 1. Don Alberto Basenave, es comerciante, de 84 años, radicado en Comodoro Rivadavia adonde llegó con sus padres en 1928. Se desenvolvió durante prácticamente todo el período de la gobernación militar en el área de la Secretaría Económica. Los fondos para las distintas áreas de gobierno que recibía la Gobernación eran del presupuesto del Ejército. Conozco y valoro, comienza diciendo Don Basenave,(31 ) la acción del Padre Corti. Lamentablemente nos acordamos de poner la plaquita y hacerle un monumento después de muerto. Si su obra no hubiera trascendido el país hasta Italia, donde él nació y pasó su infancia no hubiera venido su gente a ayudarlo a Comodoro Rivadavia y consolidado su obra. No hubieran mandado tantos materiales que aún siguen enviando. Eso demuestra que la obra es valorada en su pueblo de origen. Comenzó con su obra educativa en tiempos en los que a los gobiernos, el militar de la gobernación como los civiles posteriores, les era imposible hacerse cargo de tanta niñez y juventud pobre y marginada como había en Comodoro Rivadavia. Hacían lo que podían con los medios de que disponían. Fíjese, continuó don Basenave, que la obra educativa del Padre Corti se desarrolló en los extremos del pueblo de entonces. La obra del oratorio Dgo. Savio juntaba centenares de 145
chicos de los barrios periféricos todos los domingos. Los juntaba, atendía, instruía en la religión dándoles catecismo, los entretenía con juegos, rifas, cine y hasta obras de teatro. Les daba de comer. Pero contaba con la ayuda de la comunidad de Comodoro Rivadavia. Ahí estaban la colaboración de don Roque González que les permitía el ingreso al cine Español los domingos a la tarde. Las meriendas que les servía don Fonseca en su negocio del Pizzería y Copetín Al paso en el patio Achallay. Cuándo los chicos de su oratorio, la gran mayoría de hogares muy pobres, iban a poder asistir a una función de cine y acceder a una merienda como la que recibían de Fonseca en el Achallay. Nunca. Sus padres no tenían dinero para eso. La acción del oratorio que dirigía el Padre Corti se lo brindaba. Eran el esfuerzo del cura y la colaboración de los vecinos del pueblo. Me acuerdo cuando los domingos a la tarde bajaban por la avenida Rivadavia hacia el centro los chicos del oratorio con el sacerdote al frente. En medio de un griterío pero todos en fila. Sin salirse. Yo vivía en la subida de la avenida Rivadavia y salía para verlos pasar. Todos respetaban las normas. Iban a la playa, a la cripta que hacía las veces de iglesia, al cine o al patio Achallay por la merienda. El Padre manejaba la infancia. Los educaba inculcándoles un determinado comportamiento. Los socializaba. Qué gobierno se iba a ocupar, y menos los días domingo, de socializar a todos ésos chicos. El Padre Corti, siempre ayudado por miembros de la comunidad se encargaba de ellos. Y nadie más. El Padre Corti tenía entrada en la gobernación ante una audiencia con el gobernador y para pedir. Manguear, le decíamos. Ahí viene el cura manguero. Conseguía lo que venía a manguear porque hacía. Lo conocíamos todos y sabíamos lo que hacía y cómo trabajaba para hacerlo. Cuando pedía audiencia o lo que pidiera había orden de atenderlo. Conozco el tema porque en ésa época yo era muy amigo del que era secretario del gobernador, Paco Cruz. (31) entrevista realizada el 12/02/2010 en su negocio de Rivdavia al 200, casi esq. Moreno.
Tenía orden de responder de inmediato a lo que pidiera el Padre. Audiencia o lo que fuera. El prestigio que había logrado a base de esfuerzo y mucho sacrificio en su trabajo social le abría puertas también en los comercios del pueblo. Aunque siempre tuvo detractores. Sobre todo de aquellos que no entendían el trabajo que hacía para los chicos y los jóvenes. A ése sector social al que la mano del estado no llegaba. Y me atrevo a decir que lo ayudaba más la gobernación y la comunidad que la propia congregación. Cuando tenía algún problema estoy seguro que el propio gobernador intervenía. En la gobernación entendían, reconocían y valoraban la obra del Padre. Cómo no iba a ser así si de alguna forma suplía la acción que no llegaba de parte del estado. Fuera gobierno militar o civil. Cuando el Padre Corti comenzó con el colegio Dgo. Savio en el Tiro Federal en 1957, más bien improvisando un colegio, en las pocas escuelas del Comodoro de aquella época no había banco para los hijos de los chilenos. Iban a la escuela del cura. No sé como hacía pero les daba lugar. Hasta les daba de comer. Un vaso de leche, factura, pan o lo que consiguiera. Al cura le alcanzaba para darles algo de comer. Conseguía ayuda porque la comunidad veía que su obra era efectiva. Y que en ésa lucha estaba prácticamente solo. Cuando venía a mi negocio a solicitar una ayuda yo lo cargaba haciendo el gesto de tirar de la manga. Se reía. Pero era muy hábil para pedir convenciendo, no imponiendo. En cada una de sus escuelas su preocupación era la instalación de un comedor escolar. 146
El estómago vacío, decía, impide pensar. A un chico con el estómago vacío no se le puede hablar de Dios. Tampoco de matemáticas. No entiende porque sólo siente el ruido del hambre. Y ése ruido es muy doloroso. El lo conocía porque lo había vivido durante su niñez y la guerra. Ha sido una obra extraordinaria. Cuando leo el estado de salud del Padre Corti y la lucha que aún lleva adelante me da mucha pena. Ya no se ven personas que lleven adelante tamañas obras. Si bien estamos viviendo otra época. Uno tras otro han ido desapareciendo los curas emprendedores. Y creo que el cura Corti es el último que queda. Jocosamente se decía sacerdote de don busca. No sacerdote de Don Bosco. 2. LOS ORATORIANOS DEL DOMINGO SAVIO. El relato de la historia de Don Bosco describe a sus primeros oratorianos como revoltosos, ruidosos, pendencieros, sucios y muchos de ellos llenos de miseria. Eran de vida mísera. Buscadores de cualquier forma de sobrevivir. Con trabajo o sin él. Eran marginados de aquellas sociedades. Y ellos así se sentian. Otros eran mano de obra barata en oficios como la construcción. Pequeños peones de albañilería, pintura o acarreo de materiales. O trabajos que por sus pequeñas características fisicas podían realizar, como el oficio de limpiachimeneas. Al oratorio de Don Bosco lo conocían como el oratorio de los albañilitos. Los muchachos del oratorio Dgo. Savio del Padre Corti podían ser encuadrados, al igual que sus antecesores, en la misma figura. Eran revoltosos, ruidosos y pendencieros. La gran mayoría provenientes de hogares pobres o muy pobres. Unos y otros estaban marcados por la pobreza. Al fin y al cabo la pobreza y la miseria son igual, pobreza y miseria, en todas partes y en todas las épocas. Algunos pocos relatos testimoniales pintan con trazo grueso pero muy gráfico cómo era el oratorio Dgo. Savio de la década del 50. Lo que significaba para la mayoría de aquella chiquillería la asistencia al oratorio los domingos. La puerta que les abría para vivir, al menos por algunas horas, como niños. Como destinatarios de un nivel de atención, asistencia y socialización del que carecían en sus casas. Cómo vivían ésas pocas horas en el marco del oratorio. Recorriendo medio Comodoro de entonces. De la zona norte a la costanera. Del cerro Chenque a la capilla del oratorio Angel Custodio de las Hnas. de María Auxiliadora a la cripta, al cine y finalmente al patio Achallay donde recibían la merienda servida por don Dámaso Fonseca. Para muchos, la comida más rica, sustanciosa y abundante de la semana. RICARDO ASTETE y REYNALDO DUANTE .(32) ASTETE. Yo tenía como siete u ocho años cuando comencé a participar del oratorio. El Padre Corti venía al principio como teólogo y durante las vacaciones. Ayudaba al Padre Brugna. Antes de la década del 50. Después ya ordenado sacerdote, creo que en el 52 ó 53 vino, se quedó en Comodoro y reemplazó al Padre Brugna que mandaron a otro destino. Se hizo cargo del oratorio y comenzó a ser una especie de padre de todos los chicos que asistíamos al oratorio y veníamos de hogares humildes. Nos sentíamos protegidos. Nos acompañó, nos apoyó y nos dió las bases para encaminarnos en la vida. Recuerdo que nos despedíamos al grito unánime de chicos y chicas que concurrían. . el domingo venidero, todos al matadero. El oratorio era mixto. Y eso tiene una gran trascendencia. En ésa época era una innovación. El cura fue progresista y un adelantado.
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El viejo matadero municipal, al final de la calle Alem era el punto de reunión para los chicos de los barrios de la loma, de la calle Alem hacia el oeste y del 13 de Diciembre. Los padres estaban tranquilos porque los chicos estaban protegidos por el Padre Corti. DURANTE. Yo comencé a concurrir al oratorio unos años después, pero siempre en la década del 50. Con respecto al oratorio mixto, me acuerdo que el concurrir chicos y chicas a la iglesia fue siempre un tema tabú. Cada uno de su lado. El colegio Dean Funes y el María Auxiliadora como los conocimos. El colegio Dgo. Savio debe haber sido la primera escuela católica y salesiana donde concurrían ambos sexos. ASTETE. Los lugares donde nos reuníamos eran varios, dependiendo del tiempo. Si malo nos íbamos a la gamela redonda. Ahí teníamos cine cuando había o la llamada filmina ( una especie de cine de cuadros fijos ) sobre historia sagrada; sorteos, rifas y hasta merienda. O cualquier lugar cerrado que el Padre Corti conseguía para que el oratorio pudiera desarrollar sus actividades y contener a los chicos durante ésas horas de los domingos con lluvia o viento. Uno de los lugares que realmente recuerdo porque teníamos el gran amigo que era don Dámaso Fonseca que le permitía al padre el lugar ideal que era el Achallay que estaba en la calle San Martín. Allí Fonseca preparaba choripanes, pizzas con el refrigerio que podía ser mate cocido con leche o café con leche, según como estaban las arcas del cura. Si la manga estaba bien podía conseguir café. Entonces era café con leche. (32) El tenor de las entrevistas por su contenido y espontaneidad emocional ha sido respetado. Sólo se han retocado
algunos aspectos de sintaxis para mejorar su claridad.
Si la manga andaba mal obligados a tomar mate cocido con leche. Pero te puedo asegurar que salíamos pipones el domingo. No necesitábamos cenar porque habíamos estado disfrutando de todo lo que el padre podía conseguir y lo distribuía entre los chicos. De caramelos hasta la pizza y el choripán. DURANTE. Facturas y masa que donaba la gente de la Pandería Ariet. También los Cárcamo, que tenían la panadería en la calle Sarmiento le acercaban al padre todo tipo de facturas para los chicos. ASTETE. Es que la gente entendía la obra que hacía el cura Corti. Cuando iba a pedir no le negaban. Lo ayudaban en todo lo que podían. Igual que ahora. Con la diferencia que antes el cura andaba recorriendo y corriendo por las calles. Ahora resulta que los años se le vinieron encima y los compromisos que tiene para sostener las estructuras de todo lo que hizo no le permite otras actividades. Lo que sí me parece que el oratorio comienza a perder empuje cuando el cura se aboca a su obra cumbre de la construcción del colegio Dgo. Savio. El ejército ayudaba mucho al Padre Corti. Ponía a su disposición los camiones para los paseos largos como a Punta Piedras, donde merendábamos en las cuevas. O al parque de Astra o al parque ´´F´´ de Diadema Argentina y la cocina-rancho para la merienda. En la distribución había un orden bien marcado. Nadie se quedaba sin recibir lo que se repartía. DURANTE. El cine Español. Don Roque y Don Mariano González ponían a disposición del oratorio una hora especial. Y ahí iba la fila de chicos. Nos permitía el acceso a una función de cine que para nosotros era imposible. El oratorio nos permitía un domingo distinto. Juegos, funciones de cine y una merienda que estaban lejos del alcance del bolsillo de nuestros padres. Nuestra condición social era humilde. ASTETE. Cada juego, cada actividad, la asistencia a misa el domingo por la mañana; una carrera de embolsados o una de autitos tenía un valor determinado en bonos o vales. Los guardábamos como si fuera dinero. Con ésos bonos después se podía comprar en los remates y ferias que hacía el Padre Corti con la mercadería que le enviaban sus paisanos de Italia. De su pueblo de Galbiate. Le mandaban de todo. Ropa nueva, usada en muy 148
buen estado; zapatos, zapatillas. Juguetes. El primer sobretodo que tuve en mi vida me lo gané en el oratorio juntando bonos y vales en todas las actividades. Mi viejos nunca hubieran podido comprarme un sobretodo. Era de corte italiano. DURANTE. En una tarde domingo el Padre armada campeonatos del juego que se le ocurriera. Desde fútbol hasta de bolita. Se armaban los equipos y se disputaban los premios. El que ganaba se los llevaba. El que perdía tenía su premio consuelo. El premio consuelo no le gustaba a nadie. Asi que los juegos eran encarnizados. El Padre tenía un grupo de chicos adolescentes. Eran de los que primeros oratorianos. Ya habían pasado la edad y la etapa de los juegos. Lo ayudaban. Hacían de árbitros en los juegos y en el mantenimiento del orden. Aparte no era necesario imponer castigos porque el respeto y el órden en última instancia lo imponía el cura. Su sola presencia impedía cualquier desorden. Ni entre los chicos ni entre chicos y chicas. Había un orden y un respeto que guardar mientras estábamos en el oratorio. Al que faltaba el cura le llamaba la atención. Y si aun así no se comportaba lo echaba. Y ésa expulsión servía de ejemplo para el resto. ASTETE. El Padre Corti nos inculcaba el respeto. Respeto por nosotros mismos y para con los demás. No sólo nos daba catecismo y contaba sobre Historia Sagrada. Nos explicaba distintos aspectos sociales y de la vida cotidiana y a su proyección en la vida de cada uno. El cura ha dicho muchas veces que está muy contento con la tarea desarrollada en el oratorio y en sus escuelas. Muchos chicos y chicas oratorianos y oratorianas, alumnos y alumnas de sus colegios hoy son adultos desenvueltos en la vida, padres de familia. Sus hijos concurren en segunda o hasta tercera generación a sus colegios. Y hasta numerosos profesionales que pasaron por sus aulas. Hoy son buenos cristianos y honrados ciudadanos. Se pueden haber apartado por ésas cosas de la vida de la iglesia, pero son honrados ciudadanos a carta cabal. DURANTE. Para nosotros, purretes de seis, siete, ocho o diez años la figura del Padre Corti era una figura que nos parecía enorme. Podía ser tan alegre como enérgico. Contagiar con una sonrisa. Retar fuerte con cuatro o cinco palabras dichas con justeza. O arremangarse la sotana y jugar como el mejor un partido de fútbol con un ejército de chicos que trataban de quitarle la pelota o impedir un gol. Infundía respeto vestido con su clásica sotana. Sobre todo cuando se ponía serio y ordenaba a los gritos medio en italiano y medio en castellano para marcar el orden a algunos chicos que se salían de carril. Sumále a eso los valores morales y humanos que nos inculcaba. Esa fue la semilla que él sembró en nosotros. Los valores que nos ayudaron a desarrollarnos en la vida. Había muchos domingos en los que la cantidad de chicos no bajaba de los doscientos. El cura tenía que hamacarse para llevarlos. Pero estaba en todas. A veces venía algún otro cura que lo ayudaba. Pero generalmente eran él y sus ayudantes, chicos algo mayores que el resto y veteranos del oratorio de los primeros tiempos. ASTETE. Era impresionante la vitalidad que tenía. Jugaba al fútbol o corría a la par de cualquiera de nosotros. En el cerro Chenque no debe haber quedado un lugarcito que no haya sido pisado por el cura y sus oratorianos. Nos enseñaba una canción que él cantaba y la letra era más o menos así . . vivan la música y la alegría, al diablo toda melancolía. Decía que el domingo era para estar alegre y dedicárselo a Dios. Que él hacía todo lo posible para nuestra alegría. Nosotros teníamos que ayudarlo. Nos motivaba caramelos mediante que siempre tenía en los bolsillos de su sotana para que jugáramos. Sin hacer trampas, decía. Nunca supe cómo tenía o podía guardar tanto en los bolsillos de la sotana. Nos parecía que tenía una bolsa en lugar de bolsillos a cada lado de la sotana. DURANTE. La figura del Padre Corti mantiene en nuestra imagen la misma autoridad que la que tenía hace 60 años para nosotros. 149
ASTETE. Aún más. El Padre tiene hoy el reconocimiento de toda la comunidad que vió cómo con gran esfuerzo, esmero, dedicación y ´´manga mediante´´ ha logrado que muchos chicos cuando llega el mediadía tengan un plato de comida. Pero sobre todo tengan educación a través de los colegios que él ha construído y en los que ha trabajado. DURANTE. No sólo trascendencia local. En provincia y a nivel nacional ha sido distinguido en diversas oportunidades. Hoy el cura Corti es un algo así como un prócer local. Por el empeño que él ha puesto por ésta ciudad a pesar de no haber nacido acá. Porque él le dio su vida a Comodoro Rivadavia. Si hubieran habido diez curas Corti otra hubiera sido ésta ciudad. Realmente necesitamos muchos valores como los del cura Corti como ejemplo para muchos comodorenses. ASTETE. Volviendo a la época para nosotros feliz del oratorio, las carreras de cochecitos de carrera nos motivó, nos empujó a rebuscárnosla par construirlos. Los costados y el piso los hacíamos con madera de los cajones en que venían las botellas de vermouth Cinzano. Los guardabarros con latitas de pomada cortadas por la mitad. La amortiguación la armábamos con sunchos. Las ruedas de madera las forrábamos con restos de cámaras en desuso de autos. Parecían cubiertas de verdad. Con los cochecitos así armados competíamos en los barrios y en los campeonatos de carreras en el oratorio. Nos rompíamos para ganar los bonos con los que después podíamos comprar prendas de ropa y calzado en los remates y rifas. Muchas veces terminábamos vendiendo los cochecitos, sobre todo los ganadores, a otros chicos. Los que no se daban maña para armarlos. DURANTE. Había otros juegos como la bolita. Los campeonatos de bolita. En ésos años uno de los jugos de los chicos era la bolita. Ibamos al oratorio con una bolsa de bolitas. Se hacían campeonatos por bolitas o por bonos para los sorteos. Cada uno tenía su puntera. La bolita con la que mejor le salía el juego. Era asombroso la puntería que tenían algunos. Y cuando los maletas como yo u otros no podíamos competir jugábamos a la chanta y cuarta por bolitas. O a la tapadita con figuritas o con las tapas de cartón de las botellas de la leche pasteurizada que vendía YPF en ésa época. Eran redonditas y parecían como plastificadas. Y cómo volaban. Las tirábamos de cierta altura para tapar a las que estaban en el suelo. El que tapaba ganaba y se llevaba todas las que estaban en el piso. ASTETE. El cura mantenía el orden y respeto dentro dea oratorio. El que entraba sabía que ése era el sistema. Cualquier insulto, pelea o desorden o falta de respeto el cura lo paraba en seco. El que no cumplía sabía a qué se exponía. El cura lo llamaba al orden. Y si no cumplía directamente lo rajaba. No andaba con medias tintas. No quería manzanas podridas. Hasta cierto punto hacía todo lo posible por rescatarlo. Y si no, afuera. Imponía respeto. Con las normas era muy estricto. Bueno pero estricto y hasta duro. Así que el entraba sabía que había una conducta que tenía que respetar. DURANTE. Yo en muy pocas oportunidades vi que el cura echara a alguno por no respetar las reglas del oratorio. Y eso que cada domingo la cantidad de chicos superaba por mucho los cien. Ese fue el acercamiento con la iglesia que el oratorio nos inculcó. Aquella iglesia, con sus valores, que no son los de hoy. Tampoco aquella iglesia con los valores que recibimos, que conocimos y en la que rezábamos es la de hoy. ASTETE. Creo que las cosas que vimos y vivimos en el oratorio a través de las acciones del cura orientó nuestra educación. Recuerdo cómo nos remarcaba el compañerismo y la solidaridad como conducta humana y como norma de convivencia. Ayudar, darle una mano al que la necesitara. Cuántos años de trabajo desarrollados por el cura en el tema de la educación, la salud y la atención de los chicos desposeídos. Cómo hacemos para retribuirle a éste hombre semejante esfuerzo y sacrificio y todo lo que hizo por ésta sociedad. Todos los que han visto transformada su vida a través de la 150
educación a la que pudieron acceder por los colegios hechos por el Padre Corti. Cuántos profesionales hay que fueron a sus colegios. En verdad, nunca tantos le han debido tanto a una sola persona. Yo comencé a trabajar como cadete en Excelsior Publicidad con Jorge Canel. El cura Corti, siempre manguero, iba muy seguido a los distintos programas que animaba Canel para pedir. Pedía de todo. Desde plata a lo que necesitaba para su oratorio. No caminaba. Corría por las calles. Era un avión. Era tanta la actividad que desarrollaba que no le alcanzaban las horas del día. Cuando viajaba en ómnibus lo podías ver con los ojos cerrados. No se sabía si dormía o pensaba. Un día Canel le dice que no podía ser que un cura gaucho, porque Canel fue quien le puso el mote de cura gaucho, anduviera caminando. Que no tuviera algún medio para trasladarse más rapido. Una moto, por ejemplo. Y el cura le respondió que podía ser. Que le parecía una buena idea. No te imaginás cómo me movería con una moto. Se pusieron de acuerdo. Canel inició una campaña con bonos, sorteos y con cuanta herramienta publicitaria conocía. Como a los tres meses apareció la moto del cura y se le entregó en uno de sus programas. Creo que era una Jawa 125. Con la moto multiplicó sus actividades. Canel colaboró mucho con el cura. Me acuerdo del programa Las noches estelares de KC ( una marca de electrodomésticos ) Venían distintos artistas pagados por la firma. Los animaba Canel. O Las Peñas Folklóricas de Ñaro. Siempre se las rebuscaba para que quedara un remanente de dinero que le entregaba al cura. Y siempre en alguno de sus programas para darle más publicidad y vuelo a la cosa. Hasta hizo en una temporada un campeonato de papy fútbol el patio criollo donde hoy está la Galería San Martín. Intervinieron muchas figuras del fútbol de aquella época. Raúl Almada, Chacho Rivas, Casatti, el arquero de Huracán y muchas otras. Iba mucha gente. Se cobraba la entrada y buena parte de la recaudación iba a parar a la caja del cura. Canel dirigía el armado de los equipos y juntaba la gente que colaboraba para los partidos del campeonato. En LU4, la única emisora de aquel entonces en Comodoro Rivadavia y en alguno de sus programas le entregaban la plata. Y de eso se enteraba todo el pueblo. Calculo que eso fue en el año 55 ó 56. Pero el cura ya había gastado muchos pares de zapatos caminando las calles de Comodoro. Algunos como Fonseca o Roselló le compraron en alguna oportunidad zapatos. Pero yo creo que lo que le compraron eran como ésos botines petroleros que tenían una goma infernal abajo. Era el único calzado que podía aguantar el traqueteo del cura. Porque le daba y le daba sin parar. DURANTE. Cuando el Padre Corti iba para el colegio Dean Funes por la ruta, alguien siempre lo levantaba. Pero muchas veces por apurado cortaba camino por el cerro Chenque. Decía que era para llegar más rápido. Llegaba todo traspirado. Yo sé que al director del colegio de entonces el asunto no le gustaba nada. La actividad intensa del Padre Corti le impedía respetar el orden del colegio. Y no le agradaba nada. ASTETE. Que él se lleve en su retina el agradecimiento de un Comodoro reconocido que el cura haya venido a dar con sus huesos a éste suelo patagónico. Porque de no haber sido por el cura gaucho no sé que hubiera sido de muchos chicos pobres que no podíamos o no teníamos los elementos necesarios para acceder a la educación. Tantos que hoy son útiles a la sociedad gracias a él, a su esfuerzo y a sus escuelas. ORATORIANOS Y EX ALUMNOS. GILBERTO BUSTOS. (32) Ex oratoriano y ex alumno del colegio Dgo. Savio desde sus primeros tiempos en el Club Tiro Federal desde 1957, en las instalaciones de la iglesia María Auxiliadora en el barrio 9 de Julio ( en aquel entonces barrio San Carlos), en el
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primero colegio Dgo. Savio sobre Alem y Huergo, llamado el colegio viejo, y en el nuevo sobre calle Alem desde 1972. BUSTOS. Recuerdos. Hace muchos años llegamos de Chile. Nosotros éramos los llamados chilotes del barrio Chile Chico, después barrio Pietrobelli. ( Se le entrecorta la voz por la emoción. ) En ésa época había una vida llena de necesidades. De pocos sueños. Pero soñábamos igual. Nuestro bálsamo fue el Padre Corti. El y su famoso oratorio. Sólo él sabía porqué se llamaba oratorio, porque nosotros no íbamos a orar ahí. Ibamos a jugar. Un tiempo después íbamos a misa para que nos pongan el sello en la mano para poder ir a al cine Español. El sello en la mano fue primero. Después apareció el carnet de asistencia. Con el sellito en la mano la entrada al cine era segura. A la salida íbamos a la construcción del subsuelo de la catedral. La llamaban la cripta. Nos daban chocolate, café con leche o mate cocido con medialunas. Eso para nosotros era un manjar de los dioses. Tuve la suerte de nunca padecer necesidades extremas. Gracias a Dios. Pero ésa merienda era un manjar. Me acuerdo que para nosotros ir al cine y después ir a la cripta para la merendar era tocar el cielo con las manos. En ésa época los domingos se vivían como algo especial. Es que para nosotros eran especiales. Te digo que el Padre Corti con su magia sabía captar nuestra intención. (32). Grabaciones realizadas el 13/02/2010 en el domicilio de Dino Reuter. Se ha respetado la espontaneidad de los parlamentos retocando sólo la sintaxis cuando fue necesario.
Me acuerdo que cuando íbamos a rezar, algunos decíamos solamente la primera y la última frase del Padrenuestro. Eramos pícaros. Pero en conjunto el domingo era un día de gloria para nosotros. Estaban los deportes. Los juegos. El fútbol jugado con pelotas de trapo o con las pelotas que había. Veinte contra veinte en una canchita chiquita. O en la cancha que hubiera. El Padre Corti jugando también. Jugaba muy bien a la pelota. Y creo que era un muy buen boxeador. Para jugar se arremangaba la sotana. Se la ponía en los bolsillos. Nosotros no sabíamos que tenía pantalones abajo de la sotana. Y qué bien puestos que los tenía. La expectativa que era para nosotros el domingo con el fútbol, el cine, la merienda. A la misa íbamos para conseguir el sellito para el cine. Para nosotros el Padre Corti era como un padre. No era Corti. Le decíamos padre. No porque reemplazara a nuestros padres sino porque veíamos en él a un ídolo. Fue todo un ídolo en todo aspecto. Espritual. Física. Moralmente. Un ídolo. Y la expectativa era ésa. Para nosotros era como quien espera que su papá vuelva del trabajo. Que llegue el domingo para estar con nosotros ahí. En el oratorio. No era lo mismo el domingo que los otros días. Durante la semana íbamos al colegio en el Tiro Federal. Porque yo fui alumno del Domingo Savio desde ésa época. En las famosas aulas separadas con los biombos. En el oratorio solíamos ir a la capilla de las hermanas de María Auxiliadora. Era el oratorio de las chicas, el Angel Custodio. Ahí íbamos a la misa nosotros por el famoso sellito para el cine. A mi me gustaba el interior de la capilla. Era abrir la puerta y entrar a otro mundo. En aquella época había más contraste entre eso y la calle. Y lo que había afuera. Los ranchitos. Vos veías los ranchitos. Nuestras casas eran un poquito mejor porque algo se había avanzado. Pero la capilla era un lugar especial. Para nosotros estaba Dios ahí adentro. Yo tenía siete u ocho años. Ahí nos encontrábamos con otra gente. Iban algunas chicas del colegio María Auxiliadora como guías, como scouts o algo así. Nosotros veíamos otra gente. Otras personas. Yo lo sentía así. La misa duraba como una hora. Ver eso de tanto silencio. Tanta armonía. Tanto respeto. Ahí adentro había calor. Por lo menos 152
yo lo viví y sentí así. Habré estado yendo al oratorio de manera permanente como cuatro años. No llegué a la época del Achallay. Eso fue después. En mi oratorio íbamos del cine a la cripta por la merienda, catequesis, rifas, sorteos y hasta cine. La famosa filmina. Tuve que dejar el oratorio porque comencé a trabajar. Me transformé en obrero. Tuve que trabajar para ayudar en casa porque la plata no alcanzaba. Pero gracias a Dios pude hacerlo. Con respecto a la figura del Padre Corti, para mi eran dos personas. Una la de director del colegio. Otra la del oratorio. En el colegio era el director, con todas las letras, del colegio. En el oratorio era el líder de todos los juegos. El ídolo. Yo me quedé con la imagen del oratorio. Tanto en el oratorio como en el colegio había chicos de todas las edades y condiciones sociales. Muy pobres. Pobres y algo menos pobres. Las diferencias fuertes estaba en la formación que habíamos recibido los chicos en casa. Pero los chicos que se acercaban al oratorio lo hacían a sabiendas de las condiciones de orden y respeto que había y las aceptaban y respetaban. Y si no estaba el Padre Corti para hacerlas respetar. No era de tan libre acceso. Parece que había una especie de cernidor invisible. El que no lo aceptaba directamente se iba solo. Hubo problemas pero el Padre Corti los acomodaba con fuerza. Y no dudaba cuando tenía que acomodarlos. Me acuerdo de una circunstancia pero ya en el primer colegio sobre la calle Huergo. El que hoy se conoce como viejo. La galería era muy larga. Calculo que por lo menos tenía como cincuenta o más metros de largo. La dirección estaba en el extremo que daba sobre calle Viamonte. La puerta de salida en el extremo opuesto. ( sobre calle Alem ). Pero la puerta general por la que se entraba y salía estaba por calle Viamonte. También en aquella época alguna chica quedaba embarazada. El Padre Corti se había ocupado de regularizar la situación de una de aquellas chicas. Un día una persona, no sé porqué causa la comenzó a molestar. No recuerdo muy bien a la persona. Lo que sí recuerdo que el Padre Corti lo vió desde el fondo de la galería y se vino. El hombre lo vió venir y salió corriendo. No llegó a la puerta de salida cuando el cura lo alcanzó. Vino corriendo desde el fondo de la galería. Lo paró y le dio un cachetazo que lo hizo dar vuelta. Estábamos todos mirando. Esa figura para nosotros era la de un gigante. Así era el educador Padre Corti. El director. Y el otro era el que jugaba al fútbol con nosotros. Jugaba bien. Y ponía el pie duro también. Lo queríamos así. Esa es la imagen que tengo en mente. La formación que nos dio nos marcó la vida. Esa fue la formación educativa, de trabajo y disciplina que yo adquirí. Lo que aprendí. Lamento que hoy no sea precisamente así. Si bien aquella era otra época. Harían falta muchos Padre Corti en el mundo hoy. Porque él no se ocupaba sólo de nuestra educación. Se ocupaba de nosotros como si fuéramos sus hijos. Por ahí se asomaba a los problemas familiares que uno le sabía contar o que él sabía descubrir a veces. Para mi fue una persona espiritualmente muy grande. Creo que no lo voy a poder olvidar nunca. Lo voy a recordar siempre. Y gracias a Dios que vivimos la época del Padre Corti. El cura era vivo. Se me hace que el oratorio era como el alpiste que se pone al canario para que entre a la jaula. La jaula era el colegio. Así era. Yo lo entendí después. EL COLEGIO. El Padre Corti nos permitió tener acceso a la educación. Nosotros en aquella época ni soñar con ir a los colegio del centro. Uno mismo se excluía. No había ley alguna que lo prohibiera. Lo que pasaba que nosotros veníamos de Chile. Con otra manera de vivir. Otras necesidades. Otra cultura, porque somos países distintos. Porque aunque no parezca somos muy distintos. El Padre Corti era algo especial. El y el entorno que creaba eran algo especial. Yo podría no haber seguido estudiando. Había comenzado a trabajar. 153
Pero era tal el ambiente que había en el oratorio y el colegio que uno solo se metía ahí adentro. Se dejaba llevar por el río que eran el Padre Corti y sus cosas. Su sistema. Porque era su sistema el que nos atrapaba. A algunos mas que a otros. Algunos como yo que hemos podido ver otras cosas, más atrapados todavía. No soy de las personas que voy a saludar al Padre Corti para su cumpleaños. Tampoco voy a misa hoy. Porque la misa que él rezaba hoy no se reza. Lo tengo en el corazón. Lo que él hizo por nosotros nos quedó grabado. Esa imagen del cura es la que me quedó grabada. Yo espiritualmente me quedé en los veinte y pico de años. En la época del colegio secundario. Que justamente cuando lo terminé me casé. Le diga una cosa. Si no hubiéramos contado con la posibilidad para acceder a los colegios que fundó el Padre Corti no sé si habríamos ido al colegio. Había muchas necesidades primarias que cubrir para vivir. Y la educación no era, al menos en aquella circunstancia, una prioridad. Una necesidad primaria. Tal es así que cuando hubo que decidir por el trabajo porque la plata no alcanzaba en casa tuve que dejar el colegio para ir a trabajar. Me parece que no tenemos idea de a cuántas personas le posibilitó mejorar su vida el cura Corti con la obra de sus colegios. No los salesianos. El, en persona. Yo nunca reconocí que fuera el sistema salesiano, porque el sistema salesiano para mí era el Padre Corti. Tal vez era hijo de Don Bosco o salesiano de Don Bosco pero la obra la plasmó el Padre Corti. La adecuó a la época, a la necesidad y a las circunstancias que tuvo que vivir y para la gente con la que le tocó convivir y ayudar. Me acuerdo que siempre hablaba de que a veces es necesario recurrir a la herramienta disciplinaria que llamaba el cachetazo pedagógico. Yo nunca lo recibí. Pero que era necesario en aquel tiempo y que es más necesario que nunca hoy por hoy, por Dios que no me cabe duda. DINO REUTER, de 55 años, se refiere a su niñez como ex alumno del colegio Dgo. Savio desde la época en que funcionaba en la iglesia María Auxiliadora, en ésa época en construcción, de la que también se encargaba el Padre Corti amén de su función de director del colegio. Agradecerle a Dios por ésta situación. Y un poco el asombro que vivimos a través de la enseñanzas del cura. A mi me tocó vivirlo durante el año 61. Estaba en construcción la iglesia María Auxiliadora en el barrio San Carlos, hoy 9 de Julio. La realidad con que se vivía toda ésa historia de Comodoro. Porque el cura se valía de los medios que tenía. Fue la realidad de un momento y las circunstancias en las que nos movíamos. En sentido material estábamos faltos de todo. No del cariño y del amor de la familia. Hacíamos todo lo que podíamos con los medios de que disponíamos. Y ésa era la realidad en la que el cura se movía con nosotros. Había muchísimas diferencias en cuanto a la formación desde la casa que marcaba nuestro comportamiento como personas. Todos teníamos entre los cinco y diez años y algunos también mayorcitos. Pero ninguno se sobrepasaba. Y ése era el respeto que infundía ésa persona llamada cura Corti. Hoy, ya grande me acuerdo mucho de él y no puedo impedir que se me caigan unas lágrimas porque se me viene el recuerdo de muchísimas cosas. Y todas juntas. Es como si se me atragantaran. Quiero sacarlas de a una y que todo ésto le sirva a alguien de aquí en adelante. Recuerdo al cura Corti, a la señorita Norma, a la señorita Jurdana y a otras maestras más que daban clase en el colegio. Pero lo que más resaltaba en aquel tiempo y en ése colegio era el cariño. Cuando salía de casa, por allá arriba del Tiro Federal, vivía en Huergo y Patagonia, te aseguro que en invierno era muy complicado salir de casa y llegar hasta la instalación donde funcionaba el colegio del cura Corti. Cruzar la Rivadavia era una odisea. Era un local impresionante. El invierno era crudo. Con nieve, helada, lluvia y barro. Los barrancos que había que cruzar. Y en verano estaba el viento.
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BUSTOS. ( dirigiéndose a Reuter para complementar al relato ) Dino, pero qué placer patinar en la laguna que se formaba donde está el mástil en el ( barrio ) 9 de Julio. Se formaba una laguna que se congelaba. Nosotros veníamos de arriba embalados . . REUTER. Tal era el barro. Nuestra vieja nos largaba el lunes recomendándonos. . tengan cuidado con el guardapolvo porque lavarlo costaba un triunfo. No había agua. Teníamos que acarrear el agua de una canilla pública. Vivíamos en un círculo familiar donde cada uno tenía sus trabajos que cumplir. Recuerdo que nos calzábamos aquellas botas de goma y pasábamos el barro por arriba. No sé como hacíamos. Pero al barro lo pasábamos. Porque estaba la necesidad y la obligación de llegar a horario al colegio. Porque el cura nos esperaba. Siempre. No me acuerdo si eran a las ocho y medio o nueve. Asi que había que ir rápido. Lo más rápido que nos permitía el barro. Ibamos con mi sobrina tomados de la mano. Y muchas veces nos caíamos. Porrazos que nos pegábamos. Y el guardapolvo no llegaba blanco nunca. Sucios de barro pero llegábamos. Y el cura jamás nos dijo nada. Al contrario. Y hasta a veces nos ayudaba a cruzar los pocos metros hasta la entrada por el barro que había. A los más chicos los alzaba. Qué cosa linda era. Reitero. Nunca faltó el cariño. Estamos hablando de cincuenta o más años atrás. Eran tiempos muy difíciles. En ésa época no te iban a dar una chapa. Menos una casa. Muchos de nuestros padres, chilenos venidos de allá ( de Chile ) eran alcohólicos. Pero nunca nos faltó cariño y pan. Con menos medios y condiciones muy difíciles, hasta extremas. Hoy puede no faltar comida. Pero falta amor. Amor en la familia. Amor de los amigos. Amor de un personaje que tuvimos en ésos tiempos como el Padre Corti. La atención de la vieja cuando nos levantaba a las seis y media o siete con las tostadas. Porque la tostada en nuestras casas era tradicional. En cualquier rancho. Porque era lo que teníamos. En ése tiempo era un lujo ir a la panadería. La vieja hacía el pan cada día o día por medio. Teníamos lo que podíamos tener. Unas tostadas hechas en una tostadora de lata con manijas de alambre. Una taza de café con leche cuando había. O la cascarilla. La famosa cascarilla. Con lo que había. Los inviernos duraban como cinco o hasta seis meses y eran muy duros. Nos pasábamos de frío. Y recuerdo que el cura me cargó muchas veces para cruzar hasta la entrada del colegio. O nos tomaba de la mano. Porque sabía del esfuerzo que hacíamos para llegar. Y nos decía con una sonrisa, llegaste. Además estaba la recomendación de la vieja y del viejo también . . ojo con llegar tarde a la escuela. Y el colegio nos quedaba muy lejos. Para nosotros de seis, siete, ocho o nueve años era una distancia enorme. Y que había que hacerlo a pata y pulmón. No había ómnibus con ése recorrido. Y si lo hubiera habido nuestros viejos no tenían plata para los pasajes. Y que el cura nos recibiera en la puerta del colegio, de ése colegio tan precario de medios pero el que más cerca nos quedaba y en el que podíamos acceder a la educación, tan difícil entonces, era una felicidad. Muchas veces había que trabajar junto con el cura y las maestras. Poner los bancos en hilera dentro de cada aula, separadas por los famosos biombos, que venían en uso desde el Tiro Federal. Trabajábamos en grupo con el cura y las maestras de cada grado. Se hacía todo lo que había que hacer entre todos. Trabajar en grupo. Ayudándose unos con otros. La unión hace la fuerza nos decían las maestras y el cura. Yo tenía en casa a mis viejos. Pero hablando de formación escolar al cura le debemos todo. Lo que hoy somos se lo debemos a él a y aquellas maestras que nos enseñaban con cariño, pero sin aflojar en la disciplina y el cumplimiento de nuestras obligaciones escolares. El colegio Dgo. Savio en la iglesia María Auxiliadora en el tiempo en que fuimos para allá, más o menos a mediados del 60, era un arco. Una construcción novedosa en 155
ése tiempo. Paredes y techo era una sola estructura en arco, de paneles de cemento. Una especie de premoldeado. Era muy reducida. Se rezaba misa. No sé cómo hacía el cura para meternos a todos ahí adentro. Pero había un orden para desenvolvernos que evitaba cualquier superposición y el respeto por los famosos biombos de cuadrillé. Había que armar todo eso y después desarmarlo. Lo importante era estudiar. Qué llevábamos . . un cuadernito, una goma y un lápiz. Y muchas veces perdíamos el lápiz. El compañero podía prestarnos el suyo si no lo usaba. Si no estábamos en un brete. Libro no. Libro lo llevaba el chico cuyo padre podía comprárselo. Pero además conseguir libros en ésos tiempos era bastante difícil. La maestra sí los tenía. El cura también. Fue un progreso enorme cuando apareció el famoso Manual Estrada. Creo que del 64 en adelante. Pero estamos hablando del año 61. No le era fácil para nadie. Menos para los extranjeros. Había que hacerlo todo a pulmón. En ése colegio, medio iglesia medio colegio, lo único que tenía el cura como dirección era lo que hoy es la sacristía, de tres por tres más o menos. Todo era circunstancial. Cuando funcionaba como iglesia teníamos que desarmar todo el mobiliario, entre comillas, escolar. Biombos, bancos, armarios. Todo. No había calefacción. Usábamos el guardapolvo. Me acuerdo que nos poníamos papel de diarios debajo para sentir menos frío. Aguantársela como fuera. Muchas veces llegábamos con las zapatillas mojadas y el cura nos permitía que nos las sacáramos para secar zapatillas, medias y pies. Andábamos descalzos en el aula. Siempre había algún pícaro que cambiaba o escondía alguna zapatilla. El lío sobrevenía cuando debíamos calzarnos para la salida. Risas y broncas hasta que, cura y maestras mediante, aparecían las zapatillas. No recuerdo haber pasado frío. Gracias a Dios nunca me enfermé. Eso que pasábamos frío. Tiraban aserrín en el piso para que no ensuciáramos mucho con el barro que traíamos. Pero así y todo éramos felices. Vivíamos con alegría. Me acuerdo que con muchísimo frío en invierno salíamos temprano de casa en la mañana para patinar en la laguna helada donde ahora están el mástil y la rotonda del barrio Nueve de Julio. Con las manos y la nariz duros de frío. Pero riendo y felices. Con todas las necesidades que teníamos nos acomodábamos y disfrutábamos como pobres de nuestra pobreza. Que era digna. Llegábamos al colegio en la iglesia corriendo. Nos amontonábamos en la puerta hasta que la maestra nos ordenaba hacer la fila para entrar en orden. Y nos íbamos corriendo. Cuando sonaba la campana para el recreo salíamos como una avalancha para correr afuera. Adentro hacía más frío que afuera. Y cuando nos tocaba en la fila tomarnos de la mano con una nena, porque el colegio era mixto, era toda una sorpresa. Pero el cura y las maestras nos habían inculcado un gran respeto entre chicos y chicas. Cómo habrá sido ésa educación y respeto entre varones y mujeres y de los grandecitos para con los mas chicos, que hoy lo vivo en mi vida. Amé a mi madre. Amo a mi mujer. Amo y cuido de mis hijos. Por ésa educación tan importante que recibí en el aquel colegio pobre. Tan pobre como mi casa. Pero que me formó en lo que soy hoy. Nos hacían formar fila tomando distancia a un brazo de extensión del que nos precedía. Ese era el espacio entre él y yo. No podías invadir ése espacio que era de él. Y él no podía meterse en el mío. Era el espacio de la intimidad personal. Recuerdo que éramos como trescientos los alumnos de ése colegio. Imaginá cuando sonaba la campana de salida y después de la formación teníamos libre la salida. Eramos un aluvión. Pero la salida era ordenada. En pocos minutos estábamos todos afuera. Ahí sí se producía el desbande. Los fines de semana había que desarmar la escuela. Biombos y bancos iban a parar o afuera o al fondo del local. Quedaba preparado para la misa y ceremonias del domingo. Y el lunes vuelta a armar todo de nuevo. Era trabajo, disciplina y orden. En el medio y dirigiendo todo, el cura y las maestras entre la vocinglería de los centenares de alumnos chicos, medianos y hasta grandecitos.
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BUSTOS. ( interviene en el relato ). Te acordás que todos los días teníamos deberes para hacer en casa. Y había que hacerlos. No era que me olvidé. No se podía olvidar hacer la tarea. Tampoco hacerlos a la ligera. O que saliera mal, . . total ya los hice. Había que hacerlos y bien. Y si uno intentaba olvidar el deber ahí estaban nuestros padres con la pregunta . . no tenés tarea para hacer . .? Porque la familia acompañaba y mucho. A su manera y a pesar de su escaso conocimiento. Sabían que la clase se extendía a la casa con los deberes. Nos hacían ver que ésa tarea era nuestra responsabilidad. Los deberes eran sagrados. En aquellos tiempos era muy raro que llamaran a un padre o madre para presentarle quejas por nuestro comportamiento o falta de cumplimiento. Me acuerdo que teníamos que calcar los mapas con plumín y tinta china. Había que trabajar en casa, en una mesita en una habitación de cuatro por cuatro como era la cocina de mi casa, donde convivíamos seis o más personas. Con tres o cuatro chicos alrededor de la mesa poco firme. A la luz de una lámpara que era un mechero sobre un tarro de leche. No era una lámpara sino un mechero. Yo trabajaba en un rincón de la mesa después de cenar y luego que mamá había retirado las cosas de la mesa. Calcar los mapas con todos los dibujos, con todos los detalles era una tarea larga. Después nos dimos cuenta que la maestra no reparaba mucho en los detalles. Tardábamos horas. Pero hasta que no los terminábamos y bien completitos no nos íbamos a la cama. Y qué alivio cuando podíamos decir terminé. Y ahí estaban la vieja o el viejo pidiendo . . a ver qué hiciste . . Nos miraban la tarea antes de cerrar el cuaderno. Es que ellos intuían la importancia de la educación que nos habían tenido en su tierra y en su infancia. De ahí su esfuerzo y desvelo para que nos educáramos. Respetaban mucho la figura del cura, de sus maestras y del colegio que nos daba la oportunidad de educarnos. Ahora en la distancia, veo que nuestros padres trataron de que nosotros no repitiéramos su triste historia de exilio y por las duras circunstancias de inmigrantes, de obligada ignorancia. Sus hijos tenían que ir a la escuela. Y el colegio del cura les permitía educarlos. Cómo no iban a estar agradecidos. Y cómo no iban a exigirnos que en casa hiciéramos los deberes. Qué gusto cuando la maestra nos felicitaba por el trabajo hecho. Cuando nos ponían en el cuaderno un felicitado. Con letra roja un M.B. 10 F. Muy bien diez felicitado. Tocábamos el cielo con las manos. Nos saltaban los botones del guardapolvo. Y los viejos qué contentos se ponían. La formación de mi vida, y creo que vos también Dino, la recibí en ésos colegios del Padre Corti. Soy así porque viví ésa época. La educación que mamé y viví en el colegio formaron mi vida. Agradezco a Dios haberme hecho nacer en ése tiempo. Tenido la oportunidad de mamar ésa educación del Padre Corti. Del entorno que él construyó ahí adentro. Mi vida se formó ahí adentro. Los recuerdos que tenemos hoy a flor de piel y que nos emocionan porque los llevamos en el corazón. Lo abrimos y es como una ventana que se abre y sale lo que tenemos guardado en el fondo. Tanto a Dino como a mí se nos quebró la voz de emoción. Hemos pasado situaciones muy difíciles en la vida. Las pruebas de la vida. Las hemos sorteado a todas. Somos de aquella época y hoy volvemos a ser niños. Aquellos niños. REUTER. Uno recuerda muchas de ésas situaciones. Yo recuerdo la formación del cura en su colegio Dgo. Savio. La época cuando se fue construyendo el primer colegio propio, como decía el cura, en Alem y Huergo. A usar la cabeza. Pensar primero las cosas. Desarrollarlas en tu cabeza y después en la realidad. Nos repetía. . vos primero pensálo. Pensálo y después hacélo con el tipo que está la lado tuyo. Porque es el único que te puede dar una mano. Me acuerdo cuando nos preparábamos para los campeonatos de básquet o de fútbol. Las olimpíadas. O las fiestas patrias. Acá eran meses de preparación. A los de un grado le tocaba bailar. Al otro grado preparar el recitado de un poema. Al mío preparar el escenario. Adornar el local donde se iba a realizar el acto. Armar y después 157
desarmar los escenarios. Todo el mundo trabajaba. No se salvaba nadie. Y nadie se hacía el chancho rengo. Cada cual asumía su cuota de trabajo y responsabilidad. BUSTOS. Cuando preparábamos los desfiles porque el colegio tenía que desfilar. Practicábamos desfilando, dando vueltas y vueltas alrededor de la manzana del colegio, marcando el paso. El ensayo del canto de las canciones patrias. REUTER. Creo que a todos nos quedó ésa marca. Cuando a tantos años de distancia te encontrás con alguno de tus ex compañeros y te dice . . te acordás del Cura Corti. . y empiezan a salir los recuerdos a borbotones. Te acordás de esto, . . . te acordás de aquello . . Son borbotones de vida. De lo mejor de aquellas épocas de nuestra vida. BUSTOS. Quiero destacar una anécdota. En el momento en que me entregaron la bandera cuando fui elegido abanderado del colegio, hubo un comentario en contra. Cómo un hijo de chileno va a ser abanderado. El Padre Corti les salió al cruce y les dijo. . . la bandera la lleva el que lo merece por su empeño y comportamiento. Qué enseñanza era aquella. REUTER. Cuando se estaba construyendo el primer colegio Dgo. Savio me acuerdo que nos llevaban desde la iglesia donde funcionó la última etapa del local prestado a las instalaciones nuevas en Alem y Huergo, caminando. Nos dijo el cura . . éste va a ser el colegio de uds., nuevo, propio. Y cuando finalmente nos trasladamos el Padre Corti nos convocó para ordenar, limpiar y devolver las instalaciones de la iglesia a sus verdaderos dueños, los feligreses, en el mejor estado. Salvo la documentación prácticamente no teníamos nada para mudar. El colegio nuevo tenía todo el mobiliario. Y nuevo. Cada chico tenía su banco. ( dirigiéndose a Bustos ) Tuvimos acceso al pupitre. Del escritorio con banquito de madera. Y armazón de hierro. Te acordás . . Fue un cambio generacional. Un cambio total. El piso con baldosas. Las aulas amplias y llenas de luz. Ventanales enormes. Aunque el principio tuvimos clase en la galería y todavía divididos los grados con los biombos hasta que terminaros las aulas. En el 62. Después, del 65 en adelante vino la etapa de construcción del colegio nuevo. El primer colegio había quedado chico. El trabajo con los presos. Porque aquel colegio y éste, el último y más grande, lo siento como mío. Un pedacito mío porque el corazón lo reclama. Quedó como una herencia para todas las generaciones que vinieron después. Tantos años después miles de chicos pasaron por esos colegios. Me pregunto si los alumnos de ahora saben de los esfuerzos, privaciones y sacrificios que tuvo que hacer el Padre Corti para dejarles semejante herencia. Si saben lo que costó el colegio que hoy los educa y que tienen como propio. Nosotros que vivimos como protagonistas la historia del colegio Dgo. Savio desde las aulas divididas con biombos, sin calefacción, con baños precarios en el Tiro Federal primero y en la iglesia María Auxiliadora después antes de pasar en el 62 al primer colegio propio, podemos atestiguar de la fuerza que tenía el cura Corti y los esfuerzos que hizo con muchos colaboradores para entregar a las generaciones futuras de chicos y adolescentes un colegio como el Dgo. Savio que hoy educa a mas de mil alumnos. Y de la ayuda de la comunidad apoyando la idea y el tremendo esfuerzo que le significó al cura. Dejó prácticamente la vida en la empresa. Cómo no vamos a estar agradecidos por lo que hizo. Si lo hizo por nosotros cuando nadie se ocupaba de nuestros problemas. Por nosotros, hijos de inmigrantes chilenos. Sin recursos. Semi analfabetos. Y el estado de entonces no tenía forma de ayudarnos. Pasó por encima de las normas de la época creando el primer colegio mixto de la congregación salesiana. Algo impensable para el momento. 158
Empezó con nada en las instalaciones prestadas de un club donde se practicaba tiro al blanco y baile los fines de semana. Donde nuestros primeros pupitres eran las mesas y sillas que usaban para departir y beber los asistentes de aquellos bailes. Ayudado por un grupo de maestras jóvenes del colegio María Auxiliadora, tan idealistas o locas como el cura. Trabajando a destajo, al principio sin cobrar un centavo. Al contrario, poniendo dinero de su bolsillo para los gastos que demandaba la clase para chicos desclasados como nosotros. Cómo no vamos a estar agradecidos. Si no hubiera sido por el colegio del cura Corti y sus maestras, sabe cuántos chicos no hubieran tenido futuro y repetido la historia de sus padres pobres, la mayoría inmigrantes chilenos, semianalfabetos y sin horizonte.
CAPITULO 10.
1. CAVILACIONES. EL PRIMER PASO. 2. EL PRIMER COLEGIO DOMINGO SAVIO EN EL CLUB TIRO FEDERAL EN CALLE HUERGO AL 1600. 1. CAVILACIONES. En diciembre de 1952 había desembarcado recién ordenado sacerdote en Comodoro Rivadavia. Atendiendo la solicitud del entonces inspector Padre Picabea que me había expresado la falta de mano de obra ( sic ) sacerdotal en éstas latitudes de la Patagonia. Recuerdo que no había terminado de decir que sí cuando me encontré viajando rumbo al sur. Hacía cuatro años que estaba trabajando en el oratorio Dgo. Savio reemplazando al Padre Brugna, uno de sus fundadores. Además cumplía funciones en el colegio Dean Funes como catequista de la primaria y docente de artesanos. Las necesidades del oratorio me absorbían. Porque eran las necesidades muchas veces acuciantes de muchos oratorianos. Me veían con capacidad de ayudarlos y acudían a que los auxiliara. Muchos padres hacían lo propio. Venían a verme de la mano de sus hijos, mis oratorianos. Por un trabajo. Alimentos. Ropa o ayuda para un trámite. Hacía lo imposible por ayudarlos. Cuando no podía porque no tenía posibilidades de socorrerlos, frente a sus caras de angustia sentía que se me arrugaba el alma. Percibía sus limitaciones, su frustración y su impotencia. Y yo sentía mi propia impotencia para ayudarlos. Pero por encima de todo veía su ignorancia proyectada en sus hijos. Los veía llegar al colegio Dean Funes cuando iban hasta allá a buscar los paquetes de ayuda con lo que se juntaba por el Día de Kilo o el Buzón de la Caridad. O al oratorio cuando recalábamos con los chicos en la capilla Angel Custodio de las Hermanas de María Auxiliadora sobre la calle Viamonte. Venían con todos sus chiquitos tomados de la mano a ver al cura del oratorio, como me llamaban, para que les diera una mano. Padres con toda su prole. Muchos con media docena o más de hijos. Mal vestidos; caritas sucias; de expresión tímida. Rostros angustiados por tantas necesidades insatisfechas. Veía y entendía que la única forma de rescatar a ésos chicos de la situación lastimosa y sin horizonte en que vivían era por medio de la educación. Pero para eso tenía que disponer de una escuela. Necesitaba crear una escuela. El cómo y dónde me daba vueltas
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en la cabeza. La Providencia me había provisto de un enorme terreno en la manzana 92 bis cercano al barrio Pietrobelli y a la zona del club Tiro Federal sobre el faldeo del cerro. Pero era una cuadra de terreno desparejo, lleno de zanjones y pozos. Y encima no disponía de un peso partido por la mitad para hacer nada. Acuciantes eran tanto la necesidad de una legión de chicos de acceder a la educación como las mías de disponer de los medios para proporcionarla. Había visto las instalaciones del entonces club Tiro Federal. Disponía de un salón enorme que se utilizaba sólo los fines de semana. La práctica de tiro al blanco los domingos por la mañana y los bailes los sábados y domingos por la noche. Durante el resto de la semana sus instalaciones permanecían ociosas. Estaba ubicado en el perímetro externo de la ciudad, casi en medio de barriadas tan populosas y pobres como el llamado Chile Chico, después bautizado barrio Pietrobelli y su extensión hacia el oeste. Era en ése tiempo el límite norte y oeste de Comodoro Rivadavia. Poblado por sectores marginales, pauperizados, en su mayoría inmigrantes chilenos, cuya prole eran su única riqueza y cómo sustentarla y educarla su gran problema. La ubicación del Tiro desde mi análisis, era estratégica. Yo no podía pretender construir nada. Tampoco disponer de algún tipo de ayuda de mi congregación, que lidiaba con sus propios problemas y cuyo norte educativo era la educación técnica. La formación de mano de obra especializada y calificada para desenvolverse en el terreno de la técnica o para continuar estudios profesionales. Los pobres, mis pobres, no entraban en ése esquema. El colegio atendía los hijos de una determinada clase media, alta o baja pero clase media al fin. Recuerdo cómo envidiaba sus instalaciones. Eran el sueño de cualquiera institución de Artes y Oficios. La experiencia que había incorporado en el colegio industrial de Bologna después de la guerra. La idea que en lo más íntimo de mi corazón había traído de Italia para plasmarla en éstas tierras. Que deseaba construir algún día para los chicos a los que la pobreza les impedía acceder a algún tipo de educación técnica. La gran mayoría de mis oratorianos no podían concurrir al Dean Funes. No tenían siquiera con qué pagarse el pasaje desde los barrios altos de Comodoro hasta el colegio en Km. 3, o barrio Mosconi. Y porque además apenas sabían leer y escribir. O no sabían. Recordaba que Don Bosco no pudo implementar su colegio de Artes y Oficios porque los albañilitos de su oratorio no sabían leer y escribir. Primero tuvo que comenzar armando sobre la marcha una escuela para enseñarles las primeras letras. Recién varios años después pudo montar los primeros talleres de su escuela de oficios para instruirlos y prepararlos para ganarse la vida. En Comodoro y cien años después yo vivía la misma situación. Mis oratorianos y otros centenares de chicos necesitaban de una escuela para aprender las primeras letras. Y si era posible una escuela cercana. Las instalaciones del Tiro estaban ahí, ociosas y desocupadas durante la semana. No se podrían utilizar para instalar una escuela aunque fuera elemental, para tantos chicos que lo necesitaban . .? La idea había comenzado a surgir en mi mente. Giraba y giraba en mi cabeza pero no terminaba de encontrarle la vuelta. A quién tendría que ver. Con quién tendría que entrevistarme para conseguir ésas instalaciones. La gobernación militar había concluído su cometido en 1955 (33) y reemplazada por la autoridad civil de la provincia, con sede en Rawson. Cuando Comodoro Rivadavia era la sede la Gobernación Militar tenía acceso directo a la autoridad máxima. La resolución del 160
problema de conseguir un terreno para construir un oratorio o una escuela, como era la idea que me desvelaba ahora, había sido producto de la intervención del gobernador militar, el coronel Italo H. Dell´Oro que estaba en Comodoro Rivadavia. Recuerdo que cuando me acuciaba la resolución de algún problema me bastaba cruzar la calle y solicitar una entrevista con el gobernador. Ahora el gobernador estaba en Rawson, a 400 kms. de Comodoro Rivadavia. (33) El 30/06/1955 por ley nacional 14.408 se provincializan los Territorios Nacionales, con excepción de Tierra del
Fuego. Finalizando su mandato la Gobernación Militar de Comodoro Rivadavia. El último gobernador fue el Cnl. Italo H. Dell´Oro hasta el 25/06/1955. En la 2da. sesión plenaria de la Convención Constituyente en novbre./1957 se debatió el asiento de la capital provincial. Hubo dos posiciones. Uno mayoritario conformado por representantes de Pto. Madryn, Trelew, Rawson y Esquel. Sostenían a Rawson como capital por haber sido el asiento histórico de la capital del Territorio Nacional del Chubut. El otro minoritario formado por Comodoro Rivadavia y Sarmiento, por Comodoro Rivadavia, la ciudad de mayor desarrollo económico y demográfico y haber sido por diez años capital de la Gobernación Militar La ciudad de Rawson fue designada capital de la provincia de Chubut.
Me acuerdo que leía al derecho y al revés la vida de Don Bosco tratando de encontrar alguna guía que pudiera orientarme. Era mediados de 1956. Me encontraba en una encrucijada acuciado por la necesidad de implementar alguna solución que permitiera el acceso a la primera educación formal a los centenares de chicos de las barriadas altas del Comodoro Rivadavia de entonces. En mi haber tenía la manzana 92 bis originalmente destinada la construcción de las instalaciones del oratorio. O la instalación de una escuela. Esa era la idea que iba cobrando forma en mi mente. En mis conversaciones con las autoridades del colegio salesiano Dean Funes hacía muy poca referencia, o ninguna, a la creación de una escuela salesiana extramauros. La hubieran desechado de plano. Demasiado tenían con la actividad docente para los centenares de alumnos que poblaban el primario y secundario técnico, que exigían todos sus esfuerzos, fuerzas y medios. Faltaba mano de obra salesiana para tanta demanda, me decían. Y me duplicaban el trabajo. La demanda externa, a juicios de las autoridades de entonces, debía ser atendida por el Estado. La congregación carecía de capacidad y medios para hacerlo. En cuanto a mi, atender aquella necesidad me significaría multiplicar por diez mi propia actividad y responsabilidades. Era catequista del primario, docente del secundario, atendía las necesidades espirituales de km. 5, km. 8, barrio Laprida, de Manantiales Behr, el oratorio Dgo. Savio de los barrios altos de Comodoro. No me alcanzaba el día. Tampoco los días de la semana. Cargar sobre mis espaldas el trabajo de la creación y sostenimiento de una escuela primaria fuera del colegio Dean Funes era impensable. No tenía medios. Y me parecía que tampoco fuerzas. No había planes en la dirección del colegio para construir nada en la manzana 92 bis, cuyo titular era la propia congregación. Me acostaba alrededor de las 23.30 o poco mas tarde y me levantaba a las 5 o antes. Muchas veces al km. 5 me iba caminando. Siempre contaba con la buena voluntad de algún cristiano que me acercara. Sino, lo hacía como decíamos en el oratorio ambulante de la loma, en el coche de San Fernando, un poco a pie y otro poco caminando. En ésa misma época y durante un buen tiempo rezaba misa en el Hospital Alvear de YPF y en el colegio de las Hnas. de María Auxiliadora en el centro. Me acuerdo que venía a buscarme a las 5.45 el señor Gaitán en un vehículo de la empresa y me llevaba hasta el Hospital. Rezaba la misma en la capilla a las 06. A las 06.30 terminaba. Me servían una taza de café con leche. Don Gaitán me esperaba para llevarme de vuelta al colegio antes de las siete. La misa en el colegio María Auxiliadora era también a las seis de la mañana. Salía del Dean Funes poco después de las cinco a la ruta para esperar algún ómnibus de YPF o cualquier vehiculo. Pero salía pateando el camino y muy temprano por si no tenía la suerte 161
de algún alma bondadosa que me llevara. Con lluvia, viento o frío tenía que trasladarme y rezar ésa misa temprana para el personal del Hospital o para las Hermanas del colegio. Terminada la misa me servían una taza de café con leche, té o cascarilla y me volvía al Dean Funes. Me esperaban los chicos de la primaria para la misa, comunión y catequesis. Después la clase con los artesanos. Y éstas actividades se prolongaban a lo largo del día. La atención de los barrios la realizaba a razón de uno por día. Me trasladaba con los ómnibus de YPF o con los de la línea Ñandú Puntual, que me habían dado un carnet para viajar sin cargo. Los ómnibus no tenían calefacción y el frío se sentía mucho en invierno. Con guantes y todo me frotaba las manos para entrar en calor. Me acordaba de los sabañones que se me hacían en los dedos de las manos y pies en los inviernos de mi pueblo, Galbiate. Y no quería saber nada con más sabañones. Dedicaba algunas horas de cada día para preparar la actividad del domingo y resolver los problemas de funcionamiento del oratorio. Pedir los camiones y la cocina móvil al ejército para los paseos de los oratorianos a algún parque o a hasta alguna playa. Las vituallas para la merienda. Los premios para los sorteos y las rifas. La máquina y pantalla para la filmina cuando había. Coordinar con las Hnas. de María Auxiliadora para utilizar las instalaciones de su oratorio Angel Custodio en la calle Viamonte. La autorización para recalar en la cripta con los chicos. Solicitar a don Roque González una función de cine para los chicos. A don Fonseca la merienda para después de la función. O solicitar el vehículo del colegio para transportar los elementos para las actividades del oratorio. Y pedir algún salesiano, clérigo, sacerdote o coadjutor para ayudarme a contener a los más de cien y a veces doscientos oratorianos. Preparar durante la época del Buzón de la Caridad o el Día del Kilo los paquetes con las donaciones para las familias indigentes. Asistir a las reuniones de la Comisión de Damas que colaboraban con el oratorio para determinar líneas de acción. Y tantos y tantos temas que me exigían tiempo, atención, esfuerzo y energías para su resolución. De dónde iba a sacar tiempo, medios y fuerzas para crear una escuela para los chicos de la loma. La zona alta de Comodoro en 1956. La fe me insinuaba en el fondo del alma que me ocupara. Que me pusiera en acción. Un primer paso. De los cómo y con qué se encargaría la Providencia. Me decía y me recriminaba aquella frase de Cristo a San Pedro cuando al ver al Maestro levitando sobre las aguas del Tiberíades se lanzó al agua y comenzó a hundirse cuando pretendió imitarlo, . . hombre de poca fe, porqué dudaste. Y comencé a cuestionarme porque estaba efectivamente dudando. El simple razonamiento de enumerar las múltiples actividades que tenía confiadas a mi responsabilidad y mejor saber y entender, y compararlas con las que me exigirían el desarrollar una escuela, era un falta de fe. Así lo entendí. Recuerdo que pedí perdón a Dios, a la Virgen, a Don Bosco. Pero seguía pensando y razonando, con tanto cómo. Con qué. Con quién. Y terminaba pidiendo a Dio por una mano. Pero tenía que ser una mano grande. Muy grande. Y para disculparme concluía, acaso Dios que es tan grande puede dar una mano pequeña . .? La Virgen que tanto ayudó a Don Bosco y aunque yo no soy Don Bosco y frente a su figura soy un pequeño sacerdote de su Orden, no puede extender su manto y darme una mano . . pero una mano grande. Hombre de poca fé. Cuánta falta me hacía la fe en éste momento. La misma fe a la que me había aferrado con desesperación en tantas circunstancias duras de mi vida y que me había salvado. Porqué en una circunstancia como ésta se me movía el piso.
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Después de muchos días y noches en los que me había atormentado pensando en la fe que creía me faltaba, caí en la cuenta que lo que realmente me faltaba era audacia. Audacia para dar el primer paso ante la magnitud del desafío que tenía por delante. Audacia para encararlo porque lo veía era muy grande. David y Goliat. Cuántas veces les contaba a mis chicos en Italia y aquí la Historia del Antiguo Testamento con el desafío y la pelea. Finalmente qué enseñanza me dejaba aquella historia que ahora repasaba para mi. David y Goliat. Don Bosco en su momento fue un David frente al desafío que le planteó la necesidad de educación y protección de sus albañilitos del oratorio. Yo, Juan Corti, era uno de sus sacerdotes y había pedido venir a misionar a la tierra de sus sueños, la Patagonia. Iba a aflojar ahora cuando tenía por delante el comienzo de la gran obra a la que, lo supe mucho después y lo afirmo ahora, estaba llamado . .? Imaginaba la mirada de Don Bosco puesta en mi. Frente a mis dudas y cavilaciones me pesaba. Sentía las palabras de mi madre antes de embarcar. Si vas para trabajar te ordeno que vayas, y no te voy a llorar. No podía fallarle a mi madre. Tampoco a Don Bosco que había transpirado sudor y sangre para crear su oratorio, su escuela elemental, la de artes y oficios y la congregación. Y había mandado a la Patagonia a sus primeros misioneros. Yo, sacerdote salesiano era misionero y estaba en la Patagonia. No podía fallar. Y como un destello se me cruzó por la mente la frase de Virgilio en su Eneida: . . Audaces fortuna iuvat. La fortuna ayuda a los audaces. (34) Fui audaz para escapar de un campo de concentración en el centro de Alemania durante la guerra. Caminar de noche casi 700 kms. para escapar de mis carceleros, llegar a mi casa en el norte de Italia y reiniciar mis estudios sacerdotales. Aferrado desesperadamente a mi fe. Alcancé cada una de las etapas que me propuse para recibir la ordenación sacerdotal venciendo todas y cada una de las dificultades que se me cruzaron en el camino. Viajé de una a la otra parte del mundo en pos de mi vocación de ser misionero en las tierras soñadas por Don Bosco. De lo único que podía dudar era de mis fuerzas. Pero ahí estaban Dios, La Virgen y Don Bosco para darme la mayor de las manos. Me acuerdo haber sentido una oleada de fuerza invadir mi alma. Se disiparon mis dudas. Asumí la certeza de que podría encarar el desafío. La fe es la certeza de lo que se espera. Y esa fe, tamaña fe, se había adueñado nuevamente de mi alma, corazon y mente. Me sentí capaz. Esa noche dormí de un tirón las pocas horas que me separaban de las cinco. Las dormí apurado. Y me levanté con más prisa. Aquel día tenía mucho para hacer. Tanto como dar el primer paso en la obra que me aguardaba. Mi intuición me indicaba que seria grande. Muy grande. Y toda obra, grande o pequeña, se inicia con un primer paso. Había soñado. Dudado. Pero ahora estaba listo para ése primer, gran paso. EL PRIMER PASO. Los cómo quedaron en manos de Dios. Fue El quien me puso en contacto con el presidente en ése entonces, año 1956, del Club Tiro y Federal. Un señor llamado Roberto Viegas. Lo llamaban el portugués. Ahí supe que su hijo era alumno de 4to. grado y mi alumno de catequesis en el Dean Funes. No recuerdo exactamente cómo fue la circunstancia pero un día me encontré con el señor Viegas. En una charla directa y franca le expuse mi idea de crear una escuela para toda la barriada de la zona del Pietrobelli y otros barrios aledaños. Señalé la necesidad perentoria de tantos chicos que no podían asistir a las escuelas estatales. De familias muy pobres, hijos la mayoría de inmigrantes chilenos y marginados de la sociedad por la pobreza y sus costumbres.
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Su única posibilidad de romper ése esquema de pobreza y marginalidad era poder educarse. Muchos de ellos eran mis oratorianos en el oratorio Dgo. Savio. Me había propuesto ayudarlos. Pero necesitaba un local de tales y tales condiciones y características. El salón del club Tiro Federal reunía ésas condiciones. De la organización y estructura de la escuela me encartaba yo. El señor Viegas me escuchó. Se interiorizó de los cómo y porqué del proyecto que le presentaba para fundamentar mi solicitud. (34) Virgilio, poeta romano ( 70 al 19 AC ) en su Eneida, v.284 del Libro X . . . . ultro ocurramus ad undam dum trepidi egressisque labant vestigia prima audentis fortuna iuvat. Traducido: corramos antes al agua mientras dudan y vacilan sus primeros pasos al desembarcar . . a los audaces ayuda la fortuna
Finalmente me dijo que era un tema que debería tratarlo con la comisión directiva. En lo personal no veía inconveniente. La escuela debería funcionar durante la semana de lunes a viernes. Pero las instalaciones y el salón tendrían que quedar libres los fines de semana para las funciones bailables de los sábados y la práctica de tiro al blanco los domingos por la mañana. De todas formas sería la comisión quien determinaría el sí o el no. Durante toda la semana estuve sobre ascuas aguardando el día de la entrevista con la respuesta. Toda mi actividad de docente, catequista, asistente espiritual de los distintos barrios y hasta la del oratorio de ésa semana estuvo teñida por la expectativa. Mi mente estaba en otra dimensión. Era un volcán de ideas sobre cómo debería organizar la escuela. Sobre mi experiencia como docente en Bologna y ahora en el Dean Funes había hecho una básica planificación de la escuela que pergeñaba in mente. Me abstuve de mencionar el tema con mis oratorianos. De lograr respuesta favorable quería que fuera una sorpresa. Tampoco lo comenté a los superiores del colegio. Lo que andando el tiempo me trajo no pocos dolores de cabeza. A la siguiente semana, no recuerdo hoy qué día pero sí que fue por la tarde el señor Viegas me convocó para comunicarme la respuesta. No me la anticipó de modo que fui con el corazón en la boca. Había fundado expectativas y esperanza en una respuesta favorable. Mentalmente había organizado y planificado el esquema de funcionamiento. Había decidido solicitar maestras al colegio de las Hermanas de María Auxiliadora. Un grupo de chicas estaban por concluir la formación profesional. Sólo les faltaba la práctica. Era el camino que me marcaban Dios, la Virgen y Don Bosco. Acudí a la entrevista con el señor Viegas. Me dijo sin rodeos, vea Padre Corti, la comisión discutió bastante porque había miembros que se oponían a su proyecto. Una porque no entendían eso de hacer una escuela en un club de baile y de práctica de tiro. Y otra porque no significa ningún ingreso para el club. Pero la mayoría lo aceptó. Eso sí, la condición fue que ud. entregue los viernes por la tarde las instalaciones limpias y libres para la actividad bailable del sábado. Y yo me comprometí ante ellos a que ésa condición, que por otra parte es la única, se cumpla a rajatabla. Y tiene que ser así porque el club depende de ésos ingresos. Qué me dice . . Me acuerdo que le respondí. . si ud. se comprometió ante la comisión por el cumplimiento de ésa cláusula yo me comprometo ante ud. a cumplirla. Y emplée la misma palabra que usó él, a rajatabla. La respuesta fue, hecho. Las instalaciones están a su disposición. Comience cuando quiera. Una cosa mas, le dije. Qué . .? La escuela que va a comenzar no tiene ni bancos ni sillas. Présteme las mesas y las sillas del club hasta que la escuela compre sus muebles.
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Recuerdo que no le gustó mucho porque ésa condición no había sido planteada al principio. Pero me dijo que sí. Me tuve que comprometer a adquirir los bancos y las sillas en unos pocos meses. Era a fines de 1956. Tenía dos problemas para resolver y de inmediato. Conseguir los bancos y las mesas para el escuela cuando antes y las maestras. Para los muebles tenía unos meses de plazo. Mientras dispondría de las mesas y sillas del club. Pero el conseguir las docentes era de resolución inmediata. Me dirigí al colegio María Auxiliadora y me reuní con su directora, la hermana Olivieri. Le expuse con amplitud los porqué y los cómo del proyecto de la escuela; adónde apuntaba con él y lo que necesitaba. Docentes. En mi escuela las recién egresadas del magisterio podrían completar la práctica exigida por la carrera. Eso sí, y en esto fui muy claro, no podría pagarles. No hasta que la escuela fuera reconocida oficialmente por la nación. Y eso podría tardar un par de años. La hermana directora me escuchó en silencio. Aprobó la propuesta. Se comprometió a trasladar la solicitud a las chicas para que la consideraran. Me pidió que yo mismo y después que ella lo hiciera, hablara con ellas solicitando su colaboración. Le pedí a le directora convocar a las futuras docentes de mi escuela para un día y hora determinados. Al día siguiente fui al club y me entrevisté con el encargado de apellido Rodríguez. Ya estaba al tanto de la decisión de la comisión porque el señor Viegas se lo había comunicado. También conocí al soldado conscripto de apellido Olguín, custodio y encargado del armamento de práctica de tiro que pertenecía al ejército que cumplía ahí su conscripción. Hijo, según supe después de don Olguín quien fuera durante años repartidor de la panadería La Flor de Asturias en Astra y Diadema Argentina. Después fui al colegio María Auxiliadora y me entrevisté con las chicas cuyo concurso había solicitado para el trabajo docente. Ya habían sido enteradas e incentivadas por la hermana directora. La respuesta fue unánime. Si. Estaban dispuestas a acompañarme. Y ad honorem. Sin recibir pago alguno. Aceptaron cobrar cuando el colegio fuera reconocido. Me acuerdo que salí del colegio en el aire. Y también que iba rezando de agradecimiento a Dios, a la Virgen y a Don Bosco en voz alta. No expuse mi decisión de crear y poner en funcionamiento la escuela a ninguna autoridad nacional ni provincial. Tampoco a mis superiores de la orden salesiana en el colegio Dean Funes. A quien sí llamé para comunicar y exponer la puesta en marcha del colegio fue al Padre José Riva, representante de todos los colegios salesianos del país ante el Ministerio de Educación. Entiendo que su comunicación determinó que meses mas tarde se apersonara en la escuela un inspector de escuelas del Ministerio. Los niños ya tenían cabida en el colegio. Aquí se me presentó un problema que supuse muy serio. Hasta ése momento en el mundo entero la estructura y reglamentación de los colegios salesianos sólo admitía niños. Las niñas tenía cabida en ése sistema en los colegios de las Hermanas de María Auxiliadora. Entonces qué hacía con las niñas, porque de acuerdo con ésa cláusula quedaban fuera del colegio. De mi colegio. Era injusto, porque qué padres de ésos barrios pobres estaban en condiciones de mandar a sus hijas al colegio de las Hermanas. Solventar los costos de indumentaria, libros, útiles escolares y pasajes. Ninguno. Absolutamente ninguno. La acción educativa tanto del colegio Dean Funes como del María Auxiliadora se circunscribían a determinados segmentos de las clases media y alta de entonces. En el resto de las escuelas estatales, 165
en aquel tiempo la 24, la 142 y la 119 no había suficientes bancos para atender la sobredemanda representada por la gran cantidad de chicos, la gran mayoría hijos de chilenos inmigrantes, en edad escolar. Me acuerdo que la circunstancia me rebeló. Sentí una gran indignación por la injusticia del sistema. Si lo aceptaba e imponía las niñas quedaban fuera de mi colegio. No le veía racionalidad al sistema. Qué sentido tenía crear un colegio y dejar a las niñas fuera por el hecho de ser niñas, porque lo disponía un reglamento hecho por no sé quiénes ni en qué tiempos. Era como retroceder en el tiempo. Me esforzaba por encontrar una solución. Mientras terminaba de armar la estructura de grados y programas de enseñanza oficiales a dictarse, fui madurando la decisión de un colegio mixta. Salesiano y mixto. No había ni veía otra alternativa. Me aconsejaron prudencia frente a cómo podría reaccionar y en última instancia determinar la Orden Salesiana. Hasta ése momento ni se les cruzaba por la mente a los superiores de la Orden la idea de incorporar niñas en sus colegios. Debían considerarlo en un cónclave a nivel mundial y modificar sus estructuras y reglamentos. Impensable. Iba a tardar años. Hoy lo vemos. Efectivamente tardó muchos años en incorporar aquella modificación que terminaron imponiendo los tiempos sociales. Pero yo debía resolverlo en ése momento. Los chicos no entendían de cónclaves ni de reglamentos. Necesitaban la educación que el colegio, aunque de manera precaria y hasta elemental, podía brindarles. Yo, Juan Corti, sacerdote salesiano y misionero en la Patagonia, me dispuse a dejar de lado aquel sistema ideado para otra época. Era la única manera de resolver el problema. Don Bosco creó su oratorio y escuelas albergando niños. Cien años después yo tenía que resolver ante una circunstancia distinta. En mis oraciones le expliqué a Don Bosco el problema y cómo lo iba a resolver. Sentí en mi corazón que la decisión que estaba por tomar era correcta. Y así lo hice. El colegio Dgo. Savio, en ése momento en embrión, sería mixto. Salesiano y mixto. Mi colegio sería el primer colegio salesiano mixto en el mundo. Alea jacta erat. La suerte estaba echada. Y así se hizo en aquel primer colegio salesiano Dgo. Savio. Para niños y niñas. Sin exclusión. 2. EL PRIMER COLEGIO DGO. SAVIO EN EL CLUB TIRO FEDERAL. AÑO 1957 El ámbito del oratorio fue la plataforma para comunicar y al propio tiempo convocar a los oratorianos, y por ellos a todos los chicos de la barriada alta la apertura del nuevo colegio. Para todos los que no habían conseguido banco en las escuelas estatales. Su nombre sería colegio Domingo Savio. Igual que el oratorio. El colegio apuntaba a ser la prolongación del oratorio. Durante todos los años anteriores había visto lo escaso de las horas de la tarde del domingo oratoriano para desarrollar alguna, aunque escasa influencia de las enseñanzas del oratorio, en la conducta de los chicos. La acción del oratorio que por lo exiguo de sus tiempos no podía hacer más, se prolongaría ahora a través de varias horas de asistencia diaria en el colegio. Me iba a permitir estar con los chicos durante muchas mas horas cada día de la semana. Y los domingos en el oratorio. Convinimos con las noveles maestras, cuyas edades oscilaban entre los 17 y 18 años, apenas unos años más que algunos de los alumnos que les tocaría en suerte, la fecha para el trabajo de inscripción. Durante enero y febrero de ése año nos esforzamos por hacer saber a los vecinos del barrio Pietrobelli y otras barriadas cercanas que
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comenzaríamos a anotar a los postulantes en las instalaciones del colegio, el salón del Tiro Federal. El día anterior al comienzo de las inscripciones nos reunimos con las primeras maestras y pioneras del colegio, para organizar la tarea. Aquellas docentes que trabajaron adhonorem hasta el reconocimiento de la escuela en 1960. Que constituyeron la piedra fundamental del colegio Dgo. Savio. Esfuerzos, apoyo y dedicación desinteresados que permitieron que aquel colegio paupérrimo pero socialmente tan necesario comenzara a andar. Sin cuyo concurso el comienzo de la obra hubiera sido mucho más difícil sino imposible. Pongo sus nombres con letras de molde porque fueron protagonistas de ésta historia. Marta Nahuelanca; Edith Perez de Horvat; Cristina Rodríguez de Rondini. La señora de Rodríguez, esposa del entonces subprefecto de la Prefectura Naval de Comodoro Rivadavia, como vicedirectora porque tenía experiencia como maestra. Casilda Suárez de Villelabeitía y Ada Villablanca de Rollán. En ése momento, salvo la señora de Rodríguez, eran todas solteras, alumnas del último año de magisterio del colegio María Auxiliadora. Fuimos al Tiro Federal para hacer un reconocimiento del terreno y organizar el trabajo de inscripción de alumnos. Recorrimos los 60 metros de largo del gran salón. Nos acompañó el encargado, señor Rodríguez. La pared que daba hacia el norte, hacia los cerros inmediatos tenía grandes aberturas llamadas troneras, que se abrían o cerraban con una estructura metálica tipo ventana pero sin vidrios. Durante la actividad se levantaban y aseguraban con unos soportes para permitir la práctica de tiro a los aficionados. Se cerraban durante la semana. Su cierre defectuoso permitía el ingreso de viento y tierra en verano, o viento, agua de lluvia y frío en invierno. Había una sola estufa de seis velas como única calefacción. Y en la instalación del bar. El resto de la instalación carecía de calefacción. Cerca de la entrada había dos baños. Serían para varones uno y para las niñas el otro. Imaginando el impacto de la precariedad de las instalaciones de la nueva escuela en la mente y ánimo de las noveles maestras que me acompañaban, yo hablaba sin parar contando mis proyectos de cómo iría transformando aquello en una escuela. La chicas, suponía, estarían comparando lo que veían, el terreno donde deberían iniciar su actividad docente, con las instalaciones relativamente cómodas y cercanas del colegio María Auxiliadora donde se habían formado. Era su primer contacto con las condiciones de la pobreza. Condición social que la mayoría desconocía. Pero faltaba el siguiente paso y el más duro. Conocer a los actores que vivían en la pobreza, sus alumnos. Durante el trayecto por el salón las chicas hablaron poco. Impactadas tal vez por lo deprimente del aspecto del colegio y abrumadas por mi verborragia sobre cómo transformar aquello que veían en un colegio. Me acuerdo que tras el recorrido ordenamos la disposición de las mesas y sillas para la tarea, dando la espalda a la instalación del mostrador y estanterías repletas de botellas de distintos tipos de bebidas, usada por el club para sus bailes de fin de semana. No tuvimos tiempo ni medios para tapar aquella escenografía. Provistos con todos los formularios de registro y planillas oficiales, a las ocho de la mañana del día siguiente iniciamos la inscripción de los primeros alumnos del colegio salesiano Domingo Savio, que iniciaba su historia en las instalaciones de un club de práctica de tiro al blanco y bailes dominicales, conocidos como los bailes del Tiro, el club Tiro Federal.
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Comenzaron a entrar las primeras madres con sus chicos. En algunos casos venían los padres. Yo estaba detrás de la media docena de mesas dispuestas para el trabajo. En cada una de ellas una maestra atendiendo solícita cada requerimiento de las madres. Observaba el rostro y las manos de cada una de las docentes. Quería ver sus reacciones, sus gestos ante los nuevos actores sociales, los pobres, las madres y sus hijos. Pobremente vestidos. Con gesto humilde y hasta temeroso. Venían al colegio a anotar a sus hijos para que pudieran estudiar. No querían para sus hijos lo que ellos vivían. Ese solo gesto y actitud los dignificaba. Sus dudas y dificultades cuando tenían que firmar. O el gesto y la palabra vergonzosos excusándose por no saber escribir. Y hasta alguna lágrima. Que nos sacudía a todos. A las madres, a las maestras y a mi. Momentos muy duros. A ninguna le tembló el pulso. Sí debieron reprimir en más de una oportunidad su emoción. Pero sus palabras y actitud fueron cariñosas. Solícitos sus gestos. Amplias y reiteradas sus explicaciones para que sus interlocutores, madres, padres e hijos, entendieran. Por primera vez en tantos y tantos días de preocupaciones y corridas me sentí gratificado. Conforme con la elección. Era la parte más comprometida del proyecto de mi colegio. Y había salido bien. Muy bien. Di gracias a Dios. A Don Bosco. A la Virgen. Me acordé de mi madre. En cada una de las jóvenes docentes que se habían ofrecido a ayudarme veía el rostro de mi madre. Al mediodía fui por un tentempié y algo caliente como café o té para reparar fuerzas. El trabajo no se interrumpió en ningún momento. El desfile de madres con sus chicos fue incesante durante ése primer día. Cuando terminamos a las cinco de la tarde había más de cien inscriptos. El cansancio había hecho mella en mis ayudantes docentes. Recuerdo el comentario de una de ellas. Dijo . . ésto no estaba en los libros de texto. Nunca había visto esto. Y mi respuesta para todas fue, . . ésta es la verdadera cara de la pobreza. Y éstos son sus protagonistas. Rehenes de una situación no deseada ni buscada, de la que no pueden salir. Si no educamos a sus hijos van a seguir el mismo camino porque no tendrán horizonte. Me ayudan . .? La respuesta fue unánime, . . cuente con nosotros Padre. Mientras bajábamos la pendiente que desde la entrada del salón lleva a la calle fui enjugando un par de lágrimas. Era la mano de Dios. Volví a agradecerle en silencio. En la calle aguardaban varios automóviles. Los padres venían a buscar a sus hijas, desde ése día mis docentes. La otra cara la sociedad. La que podía y la que necesitaba y pedía. Al fin y al cabo entre poder y pedir hay sólo un par de letras de diferencia. Pero un abismo de necesidades. Por fortuna Dios estaba en el medio. De lo contrario no hubiera sido posible el proyecto. Juntaba las dos puntas. La de la necesidad y la pobreza y la de la abundancia y la caridad. Gracias a Dios. Aquellas primeras docentes y las vinieron después fueron la prolongación de mis manos, ojos y oídos en la tarea educativa que me había propuesto. En el camino que había comenzado a recorrer. Y que anduvimos juntos hasta hoy, medio siglo después. Al día siguiente y en los subsiguientes seguimos inscribiendo. Recuerdo que al terminar cada jornada verificábamos las planillas y sumábamos la cantidad de inscriptos. Yo había calculado la capacidad inicial del colegio para alrededor de doscientos alumnos. Una de las docentes dio la voz de alerta. Padre, llegamos a los doscientos inscriptos. Cuántos más podemos inscribir . .? Nos miramos y le respondí que no podríamos superar los doscientos. Otras de las chicas me señaló el numeroso grupo de madres y sus hijos que aún aguardaban turno para inscribirlos. Una gran angustia me invadió el alma. Cómo enfrentaba la paciencia y la expectativa de tantas madres que seguían esperando para anotar a sus hijos, y cómo les explicaba que el 168
nuevo colegio no tenía más capacidad. Un pedido angustioso de ayuda a Dios y a Don Bosco me brotó en silencio desde el fondo del alma. Qué hago, cómo les digo . .? La respuesta Divina vino en el acto en mi auxilio. Les dije a las maestras, anoten a todos los chicos que esperan. Como condicionales. Les expliqué a las madres la situación. Lo aceptaron. Tras anotar sus hijos se fueron en silencio. Un detalle dramático salió a la luz en cuanto comenzamos las primeras inscripciones. Recuerdo el desánimo de las maestras cuando me advirtieron el problema. Padre, los chicos no tienen documentos. No han sido anotados en el Registro Civil. Cuántos. .? La gran mayoría. Son sus madres quienes indican el nombre y la edad de sus chicos. Y remarcaban . . pero no tienen documentos. Para las docentes era una situación inédita. Nunca hubieran imaginado encontrar niños y adolescentes sin documento de identidad. Que no se hubiera registrado oficialmente su nacimiento. Eran personas que no tenían existencia legal. Qué hacemos, porque así no los podemos registrar. Mi cabeza funcionaba a toda velocidad. Un detalle no tenido en cuenta. Es que lo habíamos considerado desde la conducta de nuestra estructura social. Estructura que no era precisamente la de ésta gente. De ahí su despreocupación en anotar a sus hijos en el Registro Civil para proveerlos de sus documentos e integrarlos legal y socialmente. Qué hago, Dios . . Don Bosco, qué hago . . . Vi claramente que el colegio no sólo impartiría educación básica. También debería ocuparse de resolver problemas de integración social y legal de sus educandos y hasta de sus padres, como el que se había presentado. Pero qué hago . . . La decisión brotó como un relámpago en mi mente y me salió del alma. Les ordené a las chicas, . . inscríbanlos igual. Ya veremos cómo ir resolviendo el problema a medida que vayamos avanzando. Las docentes me miraron. Yo ratifiqué la orden. Inscríbanlos. Observé las caras de las madres que aguardaban turno. Me pareció ver una expresión de alivio. Después, conversando con algunas de ellas me explicaron que ésa era una de las causas por las que no habían podido anotar sus hijos en las escuelas estatales. Y que el colegio del Tiro, así lo comenzaron a nombrar, era el único donde podrían anotarlos. Las docentes continuaron con la tarea de inscripción. El casillero para consignar el número de documento del Registro de inscripción quedó vacío en un porcentaje elevado. La edad era la que expresaban las madres. O el padre que acompañaba a su hijo. En los primeros grados hubo alumnos de 8 ó 9 años hasta de 14. Hubo que prever entonces cómo acomodar ésa otra circunstancia. La pregunta de las madres después de anotar a sus hijos era si el colegio exigiría el guardapolvo blanco. O qué útiles escolares deberían traer. Porque no tenían para comprar. Las tranquilicé indicándoles que colegio, al menos al principio, no exigiría el guardapolvo. En cuanto a los útiles el colegio trataría de proveerles lo mínimo indispensable, cuaderno, lápiz y goma de borrar. Pero para mis adentros pensaba de dónde iba a sacar el dinero para comprarlos. Las maestras dejaron de mirarme. Se abocaron a su tarea de inscribir a los postulantes. Que seguían llegando. Parecía que no terminaban nunca. Esa noche antes de acostarme tuve una larga charla-oración con Dios. Nunca hasta ése momento había visto con tanta claridad el camino que debía recorrer. Dios, la Virgen y Don Bosco se habían puesto de acuerdo para que fuera yo quien lo recorriera. Había visto sus manos en la ayuda brindada ante cada problema y en cada momento.
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Necesidad tras necesidad y ruego tras ruego. Y cuando comenzaba a dudar ante lo que yo creía o interpretaba como demora, ahí aparecía la ayuda. Tras cartón el latiguillo aquel de Jesús . . . hombre de poca fe, porqué dudaste . . Agradecí y pedí por más ayuda. Porque recién en ése momento vi la magnitud de la tarea que me aguardaba. Mi alma y mi mente eran un volcán buscando soluciones. Cómo me golpearon las caras decepcionadas del grupo numeroso de madres a cuyos hijos tuve que inscribir como condicionales. Su silencio resignado cuando registraron la inscripción. Y mi propósito empecinado de ampliar la capacidad del colegio. Les debía una respuesta. La que ellas esperaban. Que sus hijos ingresaran al colegio. El análisis de las planillas de inscripción definió la distribución de los chicos según sus conocimientos en los grados correspondientes. Iniciamos la actividad con cuatro inferiores, cuatro superiores y tres segundos. Los grados inferiores resultaron los más poblados. Y un día de principios de abril de 1957, frío y ventoso , alrededor de 180 alumnos formaron por primera vez con sus maestras al frente y comenzaron a entrar en el gran salón que oficiaba de instalación escolar. Hacía frío afuera y hacía frío adentro. La pequeña estufa de seis velas no podía con tanto frío. Se distribuyeron los grados adecuándolos a la cantidad de mesas y sillas. Algunos chicos vinieron con un cuaderno, un lápiz y una goma. La mayoría, sin nada. Pero todos se hicieron presentes con la ropa de que disponían bien limpia. El primer colegio salesiano mixto en el mundo, el colegio Domingo Savio de Comodoro Rivadavia, había comenzado a andar. Muy pobre. Tan pobre como el de Don Bosco cuando se estableció en la casa Pinardi, en Valdocco. Su primer oratorio y su primera escuela, que fue nocturna para sus albañilitos que trabajaban durante todo el día. Sus aulas fueron la cocina y la habitación del propio Don Bosco. La sacristía y el coro de la pequeña capilla a San Francisco de Sales. Pobreza de pobres.(35) Durante todo ése primer año escolar del colegio Domingo Savio de 1957 en las instalaciones del club Tiro Federal, el aula fue el gran salón de 60 por 12 metros. Una sola para todos los grados. O todos los grados en una sola aula. Las maestras debieron adecuar y coordinar su actividad para no superponerse. Explicaciones, dictados y lectura a medida que fueron avanzando, a media voz, circulando en medio de las mesas. Las mesas y sillas de cada aula lo más cerca posible de cada pizarrón. Para que las palabras de la maestra no se perdieran. Y no tuvieran eco molestando a los alumnos del resto del aula. Se habilitaron dos turnos. El de mañana de 08.30 a 13 y el de tarde de poco después de las 13 hasta las 17.30. Las maestras, con 17 o 18 años tenían en sus grados alumnos de 9 hasta 14 años. Los pizarrones, apoyados en las banderolas para práctica de tiro en la pared oeste, eran de madera de harboard pintados de negro. La paciencia de las docentes en ése primer año de enseñanza fue infinita. Era tal la disparidad social de sus pequeños y medianos alumnos que debían repetir y repetir cada palabra, cada explicación. Para toda ésa multitud de educandos era el primer contacto con el ambiente y la disciplina escolar. Habituados a vivir con pocos o ningún límite, a muchos les costó integrarse a un régimen de sujeción a una disciplina de trabajo, horario y obediencia, en un ambiente de respeto y convivencia. Debieron aprender a aceptar el principio de autoridad representado por la maestra. La pobreza de su léxico era tal que las docentes debieron esforzarse durante todo ése primer año y siguientes para que muchos
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chicos aprendieran a hablar el castellano. En su ambiente se habían manejado con gestos, monosílabos y muy pocas palabras. El idioma de convivencia de su hábitat. En ése momento comencé a tomar conciencia de los problemas de una escuela, en el plano social, disciplinario, de planificación y organización y económico. (35) Don Bosco. Una biografía nueva. Editorial Didascalia. Pgs. 181/182. Síntesis.
Acudí en consulta al entonces director de la escuela 24, hoy 83, don César Vicente Herrera. Su ayuda solícita en los aspectos de organización y planificación fue invalorable. Tantas veces cuantas necesité. Con su aporte pude cumplimentar toda la documentación exigida por el sistema educativo de entonces en cuanto a registros, actas, boletines, libros de asistencia y régimen de planificación. Idéntica colaboración me fue brindada sin retaceos por la directora de la Escuela de Valle ´´C´´, en ése entonces la señora Magdalena de Briones. Su hija Miriam intervino en repetidas oportunidades en los actos del colegio en las fiestas cívicas, interpretando en piano canciones patrias y folklóricas y acompañando ensayos y puestas en escena. Aquellas primeras celebraciones se hacían como se podía y con lo que había. Recuerdo que en el salón había un escenario que se usaba cuando alguna orquesta animaba los bailes. En el colegio lo usamos para las celebraciones patrias e internas del colegio. El escenario y las representaciones eran preparados por las docentes. Trabajo que sumaban a sus horas de preparación y de clase. Otro problema que debí resolver fue el del hambre. Muchos chicos, sobre todo en la mañana, llegaban al colegio con apenas un taza de algo o con el estómago vacío. Durante la clase divagaban. No tenían capacidad para atender ni concentrarse. Y con el estómago vacío no se puede aprender. El colegio tenía que dar un desayuno y una merienda a sus alumnos. Empecé a golpear puertas, pidiendo por la asistencia que pretendía. A partir de junio de 1957 la panadería Ariet aceptó colaborar con el colegio. Cada día de la semana de alguna de sus dos sedes, una en calle Ameghino y la otra en San Martín y 25 de Mayo, llegaban dos y hasta tres canastos con felipes u otro tipo de pan. La leche la conseguíamos de distintos negocios. Lamento no recordar hoy sus nombres. Pero posibilitaron que los chicos del colegio Dgo. Savio tuvieran desde ése momento el desayuno y la merienda. El mate cocido o la jarra de leche caliente la preparaba alguna de las maestras del turno en una pequeña cocina que había en el edificio. Cada uno bebía su desayuno o merienda en una taza o jarro de aluminio provisto por el colegio. Después lo lavaba en el baño y lo entregaba en la cocina para el día siguiente. Los útiles escolares mínimos, cuaderno, lápiz y goma de borrar los donó durante mucho tiempo Casa Castaño, que estaba en calle San Martín al 300. Enfrente estaba Sedería Brisela, cuyo dueño donaba dinero con el completábamos las compras de útiles escolares, tizas y enseres para limpieza. Como en todos los colegios la campana era el instrumento que dirigía las actividades escolares. Conseguimos y ubicamos una campana que ordenaba los ciclos de clase y recreos. Yo mismo utilizaba una pequeña campana de bronce para circunstancias muy especiales. Cuando el tiempo era bueno los recreos se hacían en la explanada de la instalación con inclinación hacia la calle. Cuando no acompañaba por viento, frío y nieve o barro por lluvia en invierno, dentro del gran salón. U obligados a salir porque adentro hacía más frío que afuera. Tanto que en invierno las maestras daban clase con abrigo y hasta con guantes. Y los chicos con los abrigos que podían traer de su casa. Pero las clases se 171
impartían. Dar clase en una sola aula en la que convivían mas de un centenar de alumnos y media docena de maestras durante casi cinco horas era complicado. Yo me repartía entre mi actividad de catequista y docente en el colegio Dean Funes y el nuevo colegio salesiano Dgo. Savio, cuya savia había que alimentar porque estaba en embrión. Y su nacimiento había sido muy difícil. Me ayudaban Dios, Don Bosco, la Virgen María y algunas de sus hijas del colegio María Auxiliadora, mis docentes. Y la colaboración de la comunidad de Comodoro Rivadavia. Ninguna ayuda de la Congregación Salesiana. La orden a la que como sacerdote pertenecía. Tamaña doble actividad en un colegio y en otro me trajo no pocos problemas. A los chicos se les enseñó la letra del Himno Nacional. Y se dispuso que en la formación antes de entrar a clase, de mañana o de tarde se recitaran a coro sus primeras estrofas. Era una forma, junto con una minuciosa preparación de la celebración de las fiestas patrias, de inculcar a los chicos, la mayoría de nacionalidad chilena o hijos de chilenos, la realidad argentina. Y que ésta que los acogía y educaba era en ése momento su tierra y patria por adopción. A medida que avanzaba ése primer año del austero y paupérrimo colegio Dgo. Savio y desenvolvíamos a puro corazón y pulmón las actividades escolares, encaramos con las docentes una acción que denominamos cívica. Convocamos a los padres cuyos hijos no habían sido inscriptos en el Registro Civil y carecían de documentos. Les explicamos la necesidad imperiosa de inscribirlos y obtener sus documentos personales. Y que ellos mismos gestionaran la obtención de sus propios documentos. De tal suerte que sus chicos, nuestros alumnos, pudieran figurar correctamente en los registros escolares y evitar problemas a futuro en su educación. Y ellos incorporarse legalmente a la comunidad en la que vivían y poder acceder a la asistencia médica y social por lo menos en el hospital público. Nos costó mucho porque no pocos padres se resistían a cumplimentar tales requisitos. En su forma de pensar y vivir no encajaba el tener que someterse al cumplimiento de tantas exigencias. Nuestra insistencia se multiplicó con la de nuestros alumnos que llevaban en sus cuadernos notas y citaciones. Poco a poco fueron cambiando su actitud. Y hacia finales de ése año 1957 la gran mayoría de nuestros alumnos pudieron presentar por lo menos copia de su partida de nacimiento. Es decir que el colegio avanzó desde sus modestas instalaciones hacia el interior de las no menos modestas viviendas de la mayoría de sus alumnos, en una especie de cruzada cívica. Inscriptos en el Registro Civil alumnos y padres adquirieron figura legal y se incorpraron a la sociedad. Además la exigencia para las nuevas inscripciones del ciclo 1958 era la presentación de la documentación personal de padres y alumnos. El total de alumnos registrados para ése año fue de 336. Tenía que pensar en cómo implementar las instalaciones para la casi doble cantidad de alumnos. Ya no era posible desarrollar la actividad escolar en una sola gran aula. Se imponía la división de aulas para cada grado. Cada una debía tener, para el docente y sus alumnos, su espacio propio y su intimidad. Trazamos con las docentes un diseño de las necesidades mobiliarias para atender la cantidad de alumnos inscriptos para 1958. Además de las divisiones el colegio debía devolver las mesas que pertenecían al club para sus bailables de fin de semana. Era el compromiso que había asumido al recibir en préstamo las instalaciones. Cómo hacer. Adónde acudir. A quién pedir. El costo calculado era realmente pesado para nuestros bolsillos flacos. Preguntando se llega a Roma, dice el refrán. 172
Averiguando aquí y allá me enteré de una carpintería cuyos dueños eran connacionales. Domizzi y Ponzini, sus apellidos. Después me di cuenta que Dios los había puesto en mi camino. Allá fui. Atentos y cordiales me recibieron y atendieron. El idioma oficial fue el italiano. Expuse el inventario de mis necesidades mobiliarias. Les conté cómo era el salón del Tiro donde dictábamos clase. Buscándole la vuelta al problema fue surgiendo la idea. A mano alzada diseñaron las separaciones: biombos. Una estructura de largueros de madera para colgar piezas de tela. Una especie de pared divisoria de medidas determinadas. Liviana, desmontable y fácilmente transportable.Y barata. El segundo renglón era la construcción de los bancos y mesas-pupitre. Propusieron mesas largas, mesones, para una cantidad determinada de chicos. Calcularon doce por mesa. Con dos o si era necesario tres por grado, más las sillas o bancos quedaba completo el mobiliario de cada aula. Domizzi y Ponizini se comprometieron a entregar el pedido antes del comienzo del ciclo lectivo 1958. Y lo más importante, gratis. Cómo respiré cuando me dijeron que era un aporte de la carpintería para la obra salesiana del colegio Dgo. Savio. Ahí vi claramente la mano de Dios y de la Virgen. Don Bosco ya en Valdocco impovisaba sus aulas en el lugar que podía. En su habitación. En la cocina. En la sacristía de la pequeña capilla. Cada alumno usaba sus propias piernas como pupitre. En su regazo apoyaba sus cuadernos y libros. Lo que menos imaginaba era que yo también usaría una iglesia a medio construir como escuela, improvisando sus aulas separadas con biombos en la nave central, en la sacristía y en el coro, aunque más adelante. Pero cien años después, el primer colegio salesiano mixto en el mundo, el Dgo. Savio de Comodoro Rivadavia había salvado su circunstancia. Dispondría de muebles propios para sus alumnos. Esa noche antes de acostarme hablé y recé largamente con Dios. Les agradecí con profunda emoción. A la Virgen. A Don Bosco. El camino pintaba muy duro. Difícil. Cuando estaba entrando en trance de sueño me acordé de aquella visión que tuvo Don Bosco a mediados de 1847. Estaba ante un jardín con una gran pérgola en su interior. Con el piso y paredes tapiadas con enredaderas de plantas y rosales en floración. Una hermosa señora lo invitó a entrar al interior del jardín. El suelo estaba cubierto de rosas. Le dijo, entra. Ese es el camino que debes recorrer. Me eché a andar cuenta Don Bosco, y mis manos y piernas comenzaron a enredarse con las ramas de los rosales. Y a llenarse de rasguños provocados por las espinas de las rosas. Resultaban cada vez más dolorosos. Mis manos terminaron sangrando. Muchos de sus seguidores al verlo imaginaron que caminaba sobre rosas. Y se lanzaron tras él. Pero cuando se dieron cuenta que debían caminar sobre espinas que lastimaban se echaron atrás. Narraba Don Bosco, me quedé prácticamente solo. Es posible que tenga que andar éste camino yo solo . .? Pero vi, siguió contando, un grupo de sacerdotes y clérigos que comenzaron a caminar tras de mi, diciéndome. . estamos dispuestos a seguirte. Reemprendí el camino. Después el jardín se hizo más hermoso. Muchos de mis seguidores me acompañaron y llegaron conmigo. Pero estaban lastimados. Sus manos ensangrentadas. Sus ropas desaliñadas. Una brisa muy suave y perfumada curó sus heridas. De pronto nos vimos rodeados por una multitud de jóvenes. Y una gran cantidad de clérigos, laicos, coadjutores y sacerdotes se pusieron a trabajar conmigo guiando a aquellos jóvenes. La Virgen María, que era la señora que me había invitado a entrar al jardín, me preguntó si entendía lo que estaba viendo. Le dije que no. El camino entre rosas y espinas que recorriste es el camino y la labor que deberás realizar en favor de los jóvenes. Las espinas son los obstáculos, las dificultades y los disgustos que deberás pasar. Pero no te desanimas. Con la oración, la caridad y la mortificación los superarás todos. Y llegarás a las flores sin espinas.(36) Entonces, pensé, esto es lo que me espera. Tuve la impresión de estar recorriendo el mismo camino iniciado por Don Bosco cien años antes. Vi como en perspectiva el camino que debería yo recorrer por haber decidido ser salesiano y misionero en el Patagonia. 173
(36) Don Bosco. Una biografía nueva. Edit. Didascalia. Síntesis, pgs. 260/261.
Me dio la impresión que no tenía ni límites ni horizonte. Yo estaba dispuesto a andar por aquel camino marcado por Don Bosco. Pero solo no. No podría. Era mucho para hacer y resolver. No pude evitar cierto temor. Y dudas. Iba a necesitar no una sino las dos manos de Don Bosco. Además de la protección del manto de la Virgen y la ayuda de Dios. Recuerdo que pensé en mi interior . . hombre de poca fe . . porqué sigues dudando. Y una voz interior advirtiéndome . . o es que no has sentido la mano de Dios y de la Virgen auxiliándote en esta primera etapa de tus trabajos. Si ésta es tu tarea y éste el camino que te ha sido asignado para recorrer y tú lo has entendido y aceptado, porqué tanto temor y tanta duda . .? Sentí una enorme fuerza en mi alma. Y me quedé dormido. Los problemas que resolvimos con las noveles maestras durante el primer año escolar de 1957 no fueron pocos. De toda índole. Muchos, sino la mayoría, de disciplina. Los chicos venían con un bagaje de costumbres propias de su cuna y de la calle. No pocos eran diarieros para ayudar en su casa o vivían en y de la calle. Semejante escuela social se manifestaban en una conducta ruda. De rebeldía frente a la imposición de orden y disciplina; frente a la autoridad representada por los docentes o ante cualquier sistema que les acotara su libertad. Su vocabulario era grosero y hasta soez. Acostumbrados a resolver sus problemas y conflictos por la violencia. Muchas veces fui llamado a intervenir porque la situación desbordaba la autoridad y capacidad de acción de las maestras. Me presentaba en el aula, invitaba al chico a salir y lo llamaba al orden. En todos los casos creo que mi actitud muy seria y firme aplacaba el ánimo del rebelde. Lo volvía al orden. Le remarcaba la exigencia de aceptar, respetar y cumplir las disposiciones de su maestra. No entendían que la maestra era como una prolongación de la autoridad de sus padres pero en el aula. En más de una oportunidad le imponía como correctivo pedirle perdón a su maestra. O le advertía que de continuar con ésa conducta pondría la situación en conocimiento de sus padres. Sabía que éstos, pese a su analfabetismo, eran muy concientes de que sus hijos debían educarse. No los querían analfabetos como ellos. Reconocían el esfuerzo del colegio para educarlos y socializarlos. De manera casi intuitiva teníamos a los padres de nuestro lado. La conducta de muchos padres hacia sus hijos incorporaba la violencia física, el golpe, como correctivo natural. No dudaban en golpearlos, darles una paliza, cuando el chico había cometido, a su juicio, una falta. Y que el colegio se quejara por la conducta de sus hijos era en ésos hogares una falta grave. No pocas veces venía algún chico al colegio con signos visibles de haber sido golpeado en su casa. A veces los castigos eran brutales. No recuerdo cuántas veces yo personalmente tuve que hablar con padres de alumnos para solicitarles formalmente que dejaran de golpearlos. O llegar, frente a la reacción airada de alguno de ellos, a la amenaza de que la próxima vez que el chico fuera al colegio con signos de una paliza lo denunciaría a la policía. No fue nada fácil. Debía encarrilar no sólo la conducta de algunos chicos en el colegio sino también la de sus padres. Eran códigos sociales incorporados en sus conductas desde generaciones anteriores. El intento por desarraigarlos con paciencia y educación, costó mucho trabajo y no pocos sinsabores. Y cuando la situación no daba para mas no dudaba recurrir a la denuncia pública. Pero llegamos al final de ése primer año lectivo de 1957 y la mayoría de los chicos recibió su promoción. Porque habían trabajado. Se habían esforzado por adecuarse al nuevo, para ellos, orden y por superarse. 174
Y fueron felicitados uno por uno. Esa felicitación y reconocimiento fue para ellos y para los padres que estuvieron presentes en ésa primera ceremonia de cierre de curso, un orgullo. Se veía en sus rostros. Y en los rostros sonrientes de las noveles maestras que habían hecho sus primeras armas en la docencia en un terreno muy duro. Había sido su primer contacto directo con la pobreza, la marginación y sus protagonistas. Maduraron muy rápido. Y estuvieron a la altura de la circunstancia. De ahí mi eterno reconocimiento. Sin ellas no hubiera podido cumplir mi cometido. Y a las que hoy no están mi oración por su descanso eterno. Lo consiguieron con creces. A unos les costó más que otros el aprendizaje. El solo hecho de tomar el lápiz con la mano derecha fue para muchos difícil. Y mas, comenzar a trazar los primeros símbolos aunque fueran palotes, en el cuaderno. Eran en muchos casos manos duras entrenadas en tareas como vender diarios o lustrar zapatos. Oficios, entre comillas, que seguían desempeñando mientras asistían al colegio. Al esfuerzo físico de transportar agua en grandes baldes o leña de los cerros cercanos para las necesidades de sus casas. Manos preparadas para cualquier tarea pero no para manejar un lápiz,o borrar. Cuántas veces borraban con tanta fuerza que rompían la hoja del cuaderno. Ni hablar del cuidado para con los útiles escolares. Que al principio no eran mas que el cuaderno, el lápiz y la goma. Muchos los cuidaban con esmero. Otros trataban sus cuadernos como libreta de carnicería. Todos aspectos de una conducta para la que la asistencia al colegio con su régimen de respeto, orden y disciplina constituía un cambio difícil de aceptar. Pero poco a poco el trabajo paciente, cariñoso y esforzado de las docentes fue ablandando la resistencia. En el fondo todos eran buenos. Pero debieron hacerse duros porque el ambiente del que provenían los hizo duros. No conocían el afecto, la palabra amable, la caricia o el reconocimiento por algo bien hecho. La carencia y el castigo físico su cuna.La dureza fue una manera de sobrevivir. Por eso el trato respetuoso, amable y paciente de sus maestras al principio los descolocó. Que pudieran merecer tal trato. Ser llamados por su nombre. Que hubiera personas que pudieran tratarlos de ésa manera. Era una conducta desconocida para ellos. Recuerdo el caso de uno en especial. Un chico de 14 ó 15 años. Corpulento. Concurría a uno de los inferiores y sobresalía de sus compañeros de 8 ó 9 años. Por su altura y corpulencia era el último de la fila. De apellido Velázquez. Vivía en calle Sarmiento al 2.000. Llegaba al colegio a caballo que dejaba atado a un palenque que había improvisado cerca de la entrada. Aprendía con dificultad. Ponía voluntad pero era rebelde. Mal arreado le decían los chicos. Compañeros y maestra le temían. Yo me entendía directamente con él y cada tres por cuatro tenía que ponerlo en vereda. Haciéndose el desentendido, como quien no quiere o no entiende la cosa empujaba las situaciones hasta donde podía, poniendo a prueba el límite de autoridad de la docente y del sistema. Retrocedía cuando encontraba que enfrente tenía alguien que le imponía límite. Que le marcaba el terreno. Venía como podía y cuando podía. Faltaba con frecuencia. Cuando aparecía en el patio montado en su caballo se corría la voz por el colegio . . ahí viene el gordo Velásquez. Llegó el gordo Velásquez. Y el mensaje de la maestra . . avísenle al Padre Corti. Ahí aparecía yo. Lo recibía saludándolo. Lo traté siempre con respeto. Pero cuando había que acotarlo no dudaba. Lo ponía en vereda con fuerza y firmeza. Y él lo respetaba. Sabía que yo tenía autoridad, decisión y fuerza para marcarle la cancha y no dudaba en hacerlo. A regañadientes aceptaba mi autoridad y mis órdenes.
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Porque además el resto de los díscolos miraba. Si lo dejaba pasar se multiplicarían los conductas desordenadas y los conflictos. El orden y el respeto lo debían aceptar y cumplir todos, chicos y grandes. Los viernes por la tarde, con los alumnos mayores debíamos dejar el salón ordenado para el baile de fin de semana. Todo el mobiliario escolar, incluídos los pizarrones los guardábamos en el fondo del salón. Pero había que volver a armar la escuela, así entre comillas, para la clase del lunes por la mañana que empezaba alrededor de las ocho. Entonces salía del Dean Funes a las 04.30 de la madrugada. Cortababa camino por el Infiernillo. Subía por la ladera del cerro Chenque, descendía por la ladera opuesta hacia el barrio Pietrobelli y desde ahí derecho hacia el Tiro Federal. Me había conseguido un palo de regulares dimensiones para defenderme de algún perro o circunstancial encuentro. Había madrugadas muy oscuras. Cuando salía de la zona iluminada y me internaba en la oscuridad del cerro y del Infiernillo no dejaba de sentir temor asi que apuraba el paso. Poco antes de las seis abría el salón y comenzaba la tarea. Primero a limpiar las instalaciones de los restos de la juerga nocturna. En oportunidades hasta sacar una y hasta más de una humanidad excedida de copas que dormían en algún rincón del salón. Después debía ordenar mesas y sillas y trasladar los pizarrones para dejar armada la instalación es la escuela. Alrededor de las siete venían algunos alumnos mayorcitos convocados para ayudarme en el trabajo. Poco después de las 7.30 llegaban las maestras. Disponían los últimos detalles y el colegio salesiano mixto Dgo. Savio de Comodoro Rivadavia quedaba listo para la actividad escolar de la semana. Ese recorrido obligado de la madrugada de los lunes lo realicé a pié durante casi todo ése primer año escolar de 1957. Hasta que me entregaron mi primera motocicleta. Hay una anécdota que quiero destacar. En ése recorrido por el cerro siempre se me cruzaba algún perro. A veces más de uno. El palo bien manejado los mantenía a raya. En una de aquellas madrugadas se me acercó un perro grande. Me puse en guardia con el palo listo para la defensa. Veía el brillo de sus ojos mirándome en la semioscuridad. Me rodeó y se mantuvo a cierta distancia. Volví a caminar sin darme vuelta. Unos metros más adelante me detuve y giré. El perro me seguía. También él se detuvo. Quedamos frente a frente mirándonos al bulto. Recuerdo que le dije algunas palabras amables. Me pareció que movía la cola. Se me fue acercando despacio y comenzamos a caminar a la par. Como una descarga le fui hablando en voz alta sobre la actividad que me esperaba ése día. Era una escena traída de los cabellos. Un cura caminando de madrugada con un palo en su mano derecha charlando en voz alta con un perro de temible tamaño que caminaba a su lado. Me acompañó todo el recorrido hasta cerca del edificio del Tiro Federal. Cuando comencé a trepar la cuesta hacia la entrada se plantó. Me detuve, le acaricié el lomo y la cabeza. Y agradecí a Dios en voz alta. El perro meneó la cola, se dió vuelta y se fue. Durante mucho tiempo cada lunes el perro, que creo era de un color marrón oscuro, fue mi compañero de travesía. Me esperaba a la altura de la que es hoy casa del gobernador. Se me ponía a la par y caminábamos juntos hasta la entrada del Tiro. En más de una ocasión me defendió del ataque de otros perros. Cada lunes a la madrugada cuando enfilaba desde la calle alumbrada hacia la oscuridad del Infiernillo para cruzar el cerro hacia el barrio Pietrobelli, rezaba para que el perro estuviera esperándome. Y ahí estaba, moviendo la cola al verme. Me parecía que era una especie de angel de la guarda vestido de perro puesto por Dios para protegerme. Un buen día el perro desapareció. Todavía me acuerdo de su figura acompañándome caminando a la par.
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Una especie de perro de policía, de pelaje marrón oscuro, desgreñado, de buena alzada. Ojos grandes de mirada buena. Respondía a mis palabras meneando la cola. Cuando al año siguiente me convertí en motociclista dejé de andar y cruzar a pie el Infiernillo y el Pietrobelli para llegar al Tiro. El perro creo, fue un angel de la guarda vestido con su pelaje. La moto fue una bendición de Dios. Disfruté y creo que las docentes también, por sus rostros lleno de sonrisa y expresión de alegría que me quedaron grabados, el acto de fin de curso de aquel año histórico de 1957, cuando el primer colegio salesiano mixto del mundo, Domingo Savio de Comodoro Rivadavia echó a andar. Cuánto nos costó remar ése primer año lleno de dificultades que debimos resolver sobre la marcha. Enfrentar situaciones inéditas para nosotros, y por nosotros entiendo al presbítero Juan Corti, director ad-hoc del colegio que relata ésta historia y al cuerpo de noveles docentes, que exigían resolución inmediata. Cuánto valoré en su momento y aún hoy, a la distancia, la colaboración en la organización curricular y administrativa que me brindaron sin retaceos el maestro Herrera, director de la escuela nº 24 y la señora Briones, directora de la escuela de Valle C. No pude menos que reconocer la mano de Dios y de la Virgen. Y del propio Don Bosco porque ésta era su obra. La continuación de su obra en la Patagonia, la tierra de sus sueños. Y yo Juan Corti, un sacerdotes de su orden el elegido para concretarla. Me acuerdo mi euforia en ése momento. No me alcanzaron las palabras para expresar a aquellas docentes recién egresadas del colegio María Auxiliadora, mi reconocimiento y agradecimiento. Convocadas a una tarea que habían elegido por vocación y que comenzaron a ejercer en el terreno social más duro de entonces. Del algodón de su formación y de la calidez de sus hogares afortunados pasaron sin transición al contacto con la pobreza dura y sus protagonistas, los pobres. Los niños pobres. Eran idealistas y sensibles. Y con idealismo y sensibilidad se brindaron. Aceptaron y se comprometieron a trabajar con una masa crítica social que no tenía cabida en el resto del sistema educativo. Muchas veces las vi apretando los dientes y seguir adelante. Y hasta disimular una lágrima porque la situación las sobrepasaba. Pero no cejaron. No retrocedieron. Y a fin de ése primer año de 1957 todos los chicos, sus alumnos, habían aprendido a leer y escribir. Unos más, otros menos. Cada uno había aprendido a escribir su nombre y apellido. Estaba inscripto en el Registro Civil y tenía su documento de identidad. Eran personas legales y sociales. Eran alumnos de un colegio salesiano. El colegio Dgo. Savio de Comodoro Rivadavia, que había nacido y hecho sus primeras armas en un club de tiro al blanco y bailes dominicales, facilitado por sus autoridades, el club Tiro Federal. Con las mesas y sillas de su confitería prestadas como mobiliario escolar. Más pobre no podía ser. Ciento ochenta alumnos ése primer año habían aprendido a escribir y leer sus primeras letras. Despertada su curiosidad por enterarse de un mundo que estaba más allá de su pequeño y limitado mundo. Descubrirlo en las páginas de un libro de lectura. Y las primeras lecciones de educación social. En nuestras pobres aulas habían dado los primeros pasos para convertirse en buenos cristianos y honrados ciudadanos. Habían comenzado a demostrarse que podían. A comprender el valor del esfuerzo, del trabajo, del empeño. Habían vivido una experiencia nueva y totalmente distinta a la de su ambiente. Una experiencia sostenida en valores humanos. Su vida había comenzado a ser distinta. Ellos eran distintos. Más responsables de si mismos. Se habían esmerado tanto en aprender como en modificar sus costumbres. Su presentación personal había ido cambiando. Lo comentamos con las maestras. Era todo un logro. La misa de acción de gracias que recé el día siguiente agradeciendo a Dios y la Virgen por la ayuda brindada la oficié con el alma. Mis manos temblando respondían mecánicamente 177
cada orden del corazón y del alma. Pedí especialmente a Dios por mis docentes. Por sus intenciones. Por sus ideales. Por una vida feliz y larga. Para algunas Dios me escuchó. No para otras porque no estaba en sus planes. Se las llevó con mucha anticipación. Hoy sigo rezando por el eterno descanso de sus almas. Entendí la profundidad del significado del sueño de Don Bosco que había recordado un tiempo antes. Cuando una señora resplandeciente, la Virgen María, lo había invitado a caminar por un jardín de flores y rosas, cuyas espinas ocultas lastimaron sus manos y desgarraron sus ropas. Y le dijo, ese es el camino que tendrás que recorrer. Las espinas son las dificultades, desasosiego, amarguras y pruebas que deberás superar. Al final del camino te espera el paraíso. Claro que lo entendí. Había soñado y pedido venir como misionero a la Patagonia. Estaba comenzando a despertar de aquel sueño que me había empujado a atravesar el Atlántico y viajar a la tierra que figuraba en los mapas de antaño como terra incognita. Tierra desconocida. Hoy yo, sacerdote de Don Bosco había comenzado a recorrer ése camino. Para el ciclo lectivo del año 1958 tenía inscriptos 336 alumnos. Casi el doble del año anterior. Me acuerdo que pensé y recé, Señor, yo inscribo. Tú te las vas a arreglar para ayudarnos a mis maestras y a mi para resolver todas las dificultades que significa educar con nada a 336 alumnos. Pero Dios ya había comenzado a ayudarnos con los bancos y los biombos. La carpintería de Domizzi y Ponzini estaba construyéndolos. Y gratis. Miré a 1958 con más confianza. 1957 había sido nuestro bautismo de fuego en el terreno de la educación. El colegio había comenzado con nada. Y con nada, más el tesón y el corazón puestos en las aulas por mis primeras maestras y yo, más la ayuda de Dios, el auxilio de la Virgen y las dos manos que le había pedido a Don Bosco, habíamos salvado el año y comenzado a educar y socializar a casi doscientos alumnos. Incorporándolos a la sociedad como personas inscribiéndolos en el Registro Civil y consiguiendo sus identidades legales. La comunidad de Comodoro Rivadavia había empezado a ver y reconocer nuestro esfuerzo. Y su ayuda comenzado a llegar. Después del cierre de la actividad escolar de 1957, con un grupo de chicos limpiamos y dejamos ordenado el gran salón en el que había nacido el colegio salesiano mixto Domingo Savio de Comodoro Rivadavia. Habíamos comenzado a querer sus precarias instalaciones. La historia salesiana comenzó en la ciudad con la llegada de los primeros sacerdotes y un coadjutor en noviembre de 1913. Los padres Augusto Crestanello, Arsenio Guerra y el coadjutor Domingo Zago. Crean el colegio Miguel Rúaque funciona en un comienzo en una pobre casa de chapa del pueblo de entonces de 1914 a 1926, en que se cierra y traslada al campamento petrolero. La segunda etapa salesiana comenzó con la construcción en el campamento petrolero, hoy barrio Gral. Mosconi, en 1927 del colegio Dean Funes, con el decisivo apoyo institucional y económico de Y.P.F. presidido por el general Enrique Mosconi. El colegio, inaugurado oficialmente en febrero de 1929, fue precedido por la construcción de la iglesia Santa Lucía atendida por los salesianos. Creo que la tercera etapa fue marcada por la creación del colegio salesiano mixto Domingo Savio en abril de 1957, tanto o más pobre como el primer colegio Miguel Rúa. Hasta ése momento el radio de la acción salesiana estaba confinada al Dean Funes y a su núcleo urbano central. Sus extensiones eran los oratorios y la atención de las parroquias aledañas. Hacia la zona oeste una de aquellas extensiones sino la única era el oratorio de La Loma, después Domingo Savio.
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El nacimiento del colegio mixto Domingo Savio fue la extensión de la acción educativa salesiana fuera del ámbito del colegio Dean Funes a partir de 1957.
NOTAS: * En ésa época disponía de una motocicleta, una Jawa 125 cm3, que me permitía recorrer la distancia entre el Dean Funes y el Dgo. Savio en poco tiempo, ni bien terminaba la actividad en uno u otro colegio. ( Se refiere posiblemente al añol 1958 ) ** El colegio Dgo. Savio era tan pobre como nuestras casas. Dividía sus aulas con biombos de tela. En cuántas casitas de aquel entonces como las nuestras y tantas otras 179
hacían lo mismo. La pieza de los chicos estaba separada de la los padres por un biombo de cualquier tela. O por una frazada vieja. En la de los chicos un biombo separaba el lugar donde dormían las niñas del los varones. Otra pieza hacía las veces de cocina. La mesa, las sillas, la cocina a leña o querosene y la vajilla mínima necesaria para comer. (testimonio ex-alumno) *** incorporar testimonio de HERNANDEZ, ex-alumn) **** íd. Vilagos. . . íd. Verdeal de Erretegui
Apertura Paralelo 52 en 1956 – Industrialización. Boom Petrolero 1958/62
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