Carmilla le fanu joseph sheridan

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Novela que habría de forjar el arquetipo del vampiro femenino en la literatura universal, Carmilla, publicada por primera vez en la revista The Dark Blue en 1872, es sin duda la obra más famosa de Joseph Sheridan Le Fanu. Además del inquietante carácter de su protagonista, en esta pieza maestra de terror gótico destacan el nervio de la acción, el vigor de los personajes y el clima crepuscular que impregna la obra, casi siempre a caballo entre día y noche, entre sueño y vigilia. Precedente indudable del Drácula de Bram Stoker, novela que aparecería veinticinco años más tarde, Carmilla «figura por derecho propio —como apunta Luis Alberto de Cuenca— en la galería más selecta de las letras fantásticas europeas».


Joseph Sheridan Le Fanu

Carmilla ePub r1.2 juga or 25.07.15


Título original: Carmilla Joseph Sheridan Le Fanu, 1872 Traducción: Gerardo Franco Editor digital: jugaor [www.epublibre.org] Corrección de erratas: jugaor, lenny, Ann, Gort ePub base r1.2


Prólogo

En un papel adjunto al relato que sigue, el doctor Hesselius ha escrito una nota bastante elaborada que acompaña con una referencia a su ensayo acerca del extraño tema sobre el que el manuscrito arroja luz. Este misterioso tema lo trata, en ese ensayo, con su habitual erudición y agudeza, y de un modo notablemente directo y condensado. Constituirá un volumen en la publicación de los escritos completos de este hombre extraordinario. Dado que en este volumen publico el caso tan sólo para interesar a los «legos», no voy a anticiparme en nada a la inteligente dama que lo relata; y, tras debida reflexión, me he decidido, consecuentemente, a abstenerme de presentar ningún précis del razonamiento del sabio doctor, o extracto alguno de su exposición sobre un tema que, según él describe, «no es improbable que tenga que ver con algunos de los más profundos secretos de nuestra existencia dual y sus intervenciones». Me sentí ansioso, al descubrir ese papel, por volver a abrir la correspondencia iniciada por el doctor Hesselius, muchos años antes, con una persona tan inteligente y escrupulosa como parece haber sido su informante. Con gran sentimiento mío, sin embargo, averigüé que la dama había muerto en el intervalo. Es probable que ella no hubiera podido añadir gran cosa al relato que da a conocer en las páginas siguientes de un modo, hasta donde puedo juzgar, tan concienzudamente circunstanciado.


I

El comienzo del horror En Estiria, aunque no pertenecemos en absoluto a la grandeza, habitamos un castillo, o schloss. Una pequeña renta, en esa parte del mundo, da para mucho. Ochocientas o novecientas libras anuales hacen maravillas. Muy a duras penas nuestros ingresos nos hubieran colocado entre los ricos en la patria. Mi padre es inglés, y yo llevo un apellido inglés, aunque jamás he visto Inglaterra. Pero aquí, en este sitio solitario y primitivo, donde todo es tan asombrosamente barato, no veo de qué modo una cantidad de dinero mucho mayor podría añadir nada en absoluto a nuestras comodidades, o incluso lujos. Mi padre perteneció al ejército austríaco, y se retiró con una pensión y su patrimonio, comprando esta residencia feudal y los pequeños dominios en los que se alza; una ganga. Nada puede ser más pintoresco o solitario. Se yergue sobre una pequeña eminencia en un bosque. El camino, muy viejo y estrecho, pasa frente a su puente levadizo, jamás levantado en mi tiempo, y a su foso, provisto de percas y navegado por muchos cisnes; sobre su superficie flotan hojas de lirios de agua. Sobre todo esto, el schloss muestra su fachada de innumerables ventanas, sus torres, y su capilla gótica. El bosque se abre en un claro irregular y muy pintoresco frente a su puerta, y, a la derecha, un empinado puente gótico permite que la ruta cruce un riachuelo que serpentea en la sombra a través del bosque. He dicho que es un sitio muy solitario. Juzga si digo verdad. Mirando desde la puerta de la sala hacia el camino, el bosque en el que se alza nuestro castillo se extiende quince millas hacia la derecha, y doce hacia la izquierda. El pueblo habitado más cercano se encuentra a unas siete de vuestras millas inglesas hacia la izquierda. El schloss habitado más cercano de alguna relevancia histórica es el del viejo general Spielsdorf, casi a veinte millas hacia la derecha. He dicho «el pueblo habitado más cercano» porque, a tan sólo tres millas hacia el oeste, es decir, en dirección al schloss del general Spielsdorf, hay un pueblo en ruinas, con su curiosa y pequeña iglesia, ahora sin techo, en cuya nave están las tumbas esculpidas de la orgullosa familia de los Karnstein, ahora extinguida, que en otros tiempos poseyó el igualmente desolado château que, en lo más denso del bosque, domina las silenciosas ruinas de la ciudad. Respecto a la causa del abandono de ese lugar sorprendente y melancólico existe una leyenda que te contaré en otro momento. Contaré ahora hasta qué punto es minúsculo el grupo formado por los habitantes de nuestro castillo. No incluyo a los criados ni a esos subalternos que ocupan habitaciones en las edificaciones anexas al schloss. ¡Escucha, y asómbrate! Mi padre, que es el hombre más amable del mundo, pero que está envejeciendo y yo, que, en la


época de mi relato, tenía sólo diecinueve años. Ocho años han pasado desde entonces. Yo y mi padre constituíamos la familia en el schloss. Mi madre, una dama estiria, murió siendo yo niña, pero yo tenía un ama de excelente carácter que había estado conmigo casi diría que desde mi primera infancia. No puedo recordar la época en que su grueso rostro bondadoso no constituía una imagen familiar en mi memoria. Era Madame Perrodon, natural de Berna, cuyos cuidados y buen carácter suplieron en parte para mí la ausencia de mi madre, a la que perdí tan pronto que ni siquiera la recuerdo. Constituía el tercer comensal en nuestra mesa. Había un cuarto, Mademoiselle De Lafontaine, una de esas damas a las que vosotros llamáis, según creo, «institutrices de educación social». Hablaba francés y alemán, la señora Perrodon francés y un inglés imperfecto; a ello mi padre y yo añadíamos el inglés, que, en parte para evitar que se convirtiera en una lengua perdida entre nosotros, y en parte por motivos patrióticos, hablábamos diariamente. La consecuencia de todo ello era una Babel ante el que los forasteros solían reír y que no trataré en absoluto de reproducir en este relato. Y había, además, otras dos o tres damitas, amigas mías, más o menos de mi misma edad, que eran visitantes ocasionales durante períodos más o menos largos. A veces, yo devolvía esas visitas. Éste era nuestro medio social habitual; pero, naturalmente, podían producirse visitas de «vecinos» que vivían a tan sólo cinco o seis leguas. Mi vida, pese a todo, era más bien solitaria, puedo asegurártelo. Mis gouvernantes tenían sobre mí tanto control como es posible imaginarse que eran capaces de tener personas tan sensatas sobre una muchacha más bien consentida, a la que su padre permitía actuar a su voluntad prácticamente en todo. El primer acontecimiento de mi existencia, que produjo en mi mente una impresión terrible que, de hecho, jamás se ha borrado, fue uno de los primerísimos incidentes de mi vida que puedo recordar. Habrá gente que lo considere tan trivial que no merece la pena consignarlo aquí. Ya verán ustedes, sin embargo, en su momento, por qué lo menciono. El cuarto de los niños, como lo llamaban, aunque lo tenía entero para mí sola, era una amplia habitación en el piso superior del castillo, con un alto techo de roble. No debía tener más de seis años cuando, cierta noche, me desperté, y, mirando la habitación a mi alrededor desde la cama, no vi a la doncella encargada de aquel cuarto. Tampoco estaba allí mi niñera; y me creí sola. No me asusté, porque era una de esas felices criaturas a las que deliberadamente se mantiene en la ignorancia de las historias de fantasmas, y los cuentos fantásticos, y todos esos conocimientos que hacen que nos tapemos la cabeza cuando la puerta cruje súbitamente o el aleteo de una vela a punto de extinguirse hace bailar sobre la pared, cerca de nosotros, la sombra de uno de los pilares de la cama. Me sentí molesta y ofendida al encontrarme, según entendí, desatendida, y me puse a gemir, como preparación de un robusto estallido de bramidos; entonces, ante mi sorpresa, vi un rostro solemne, pero hermoso, mirándome al lado de la cama. Era el rostro de una joven dama arrodillada que tenía las manos bajo la colcha. La miré con una especie de asombro complacido y dejé de gemir. Me acarició con sus manos, y se tendió a mi lado en la cama, y me atrajo hacia sí, sonriendo; me sentí de inmediato deliciosamente confortada, y volví a quedarme dormida. Me desperté con una sensación como de si dos agujas se me hundieran profundamente en el pecho simultáneamente, y grité muy fuerte. La dama retrocedió, con sus ojos fijos en mí, y luego se deslizó al suelo, y, según creí, se escondió debajo de la cama. Estaba ahora asustada por primera vez, y aullé con todas mis fuerzas. La niñera, la doncella, el ama de llaves, todas acudieron corriendo, y, al oír mi historia, se la tomaron a la ligera,


confortándome entretanto como podían. Pero, aun siendo niña, pude darme cuenta de que sus rostros habían palidecido con una insólita expresión de ansiedad, y vi que miraban debajo de las mesas y que abrían los armarios; y el ama de llaves susurró a la niñera: «Ponga la mano en ese hoyo de la cama; sí; se ha tendido alguien aquí, con tanta seguridad como que no ha sido usted; el sitio está todavía caliente». Recuerdo que la doncella me acarició, y que las tres me examinaron el pecho, donde les dije que había sentido el pinchazo, y manifestaron que no había ninguna señal visible de que tal cosa me hubiera sucedido. El ama de llaves y las otras dos sirvientas que tenían a su cargo el cuarto de los niños se quedaron de vela toda la noche; y, desde aquel tiempo, alguna sirvienta veló invariablemente en el cuarto de los niños hasta que tuve como catorce años. Estuve muy nerviosa durante largo tiempo después de aquello. Llamaron a un médico, que era pálido y muy mayor. ¡Qué bien recuerdo su largo rostro saturnino, ligeramente punteado de viruela, y su peluca castaña! Durante una buena temporada, en días alternados, venía a administrarme mi medicina, que, naturalmente, yo odiaba. La mañana después de haber visto esa aparición me encontraba en un estado de terror; no pude soportar que me dejaran sola, pese a ser de día, ni un solo momento. Recuerdo que mi padre subió y, de pies junto a la cama, me habló alegremente, haciéndome un buen número de preguntas y riéndose de todo corazón ante una de las respuestas; me dio golpecitos en el hombro, me besó, y me dijo que no me asustara, que no era más que un sueño y que no podía hacerme daño. Pero no me sentí tranquilizada, porque yo sabía que la visita de la extraña mujer no había sido un sueño; y estaba terriblemente asustada. Me consoló un poco el que la doncella del cuarto de los niños me asegurara haber sido ella la que había venido a verme, y que se había tendido a mi lado en la cama, y que yo debía estar medio soñando para no haber reconocido su rostro. Pero esto, aunque afirmado por la doncella, no me satisfizo totalmente. Recuerdo que, en el curso de aquel día, un venerable anciano, con sotana negra, vino a mi habitación con la niñera y el ama de llaves, y que habló un poco con ellas, y conmigo muy amablemente; tenía una cara muy dulce y afable, y me contó que iban a rezar, y me unió las manos y quiso que yo dijera, mientras ellos rezaban: «Señor, escucha todas las buenas plegarias por nosotros, en el nombre de Jesús». Creo que eran ésas las palabras precisas, ya que a menudo las repetí para mí, y mi niñera, durante años, me las hizo decir en mis rezos. Recuerdo perfectamente el dulce rostro pensativo de aquel anciano de cabello blanco, con su sotana negra, de pie en aquella tosca habitación marrón, de techo alto, rodeado por el basto mobiliario de la moda de trescientos años atrás, y la escasa luz que entraba en aquella atmósfera sombría a través de la pequeña celosía. Se arrodilló, y las tres mujeres con él, y rezó en voz alta, con una voz vehemente y temblorosa, durante lo que me pareció un largo rato. He olvidado toda mi vida anterior a aquel acontecimiento, y algún tiempo posterior me resulta también oscuro; pero las escenas que acabo de describir permanecen vívidas como las imágenes aisladas de la fantasmagoría rodeada de tinieblas.


II

La invitada Voy a contarles ahora algo tan extraño que será precisa toda su fe en mi veracidad para que crean mi historia. Sin embargo, no tan sólo es cierta, sino que es una verdad de la que yo he sido testigo ocular. Era un hermoso atardecer de verano, y mi padre me invitó, como hacía a veces, a un pequeño paseo con él por aquel hermoso mirador del bosque que, como he dicho, había frente al schloss. —El general Spielsdorf no puede venir a visitarnos tan pronto como yo esperaba —dijo mi padre, mientras paseábamos. El general iba a hacernos una visita de algunas semanas, y esperábamos su llegada el día siguiente. Iba a traer consigo a una joven dama, sobrina y pupila suya, Mademoiselle Rheinfeldt, a la que yo jamás había visto, pero a la que había oído describir como una muchacha realmente encantadora, y con cuyo trato me prometía yo muchos días felices. Me sentí más decepcionada de lo que una joven dama que viva en una ciudad o en un vecindario animado puede siquiera imaginar. Esa visita, y la nueva amistad que prometía, me habían hecho soñar despierta durante varias semanas. —¿Y cuándo vendrá? —pregunté. —No podrá hasta el otoño. No antes de dos meses, diría yo —respondió él—. Y ahora estoy realmente encantado, querida, de que no hayas conocido a Mademoiselle Rheinfeldt. —¿Y eso por qué? —pregunté, a un tiempo mortificada y curiosa. —Porque la pobre damita ha muerto —me repuso—. Me había olvidado por completo de que no te lo había dicho, pero no estabas en la sala cuando recibí la carta del general, esta tarde. Aquello me afectó mucho. El general Spielsdorf había mencionado, en su primera carta, cinco o seis semanas antes, que la muchacha no se encontraba todo lo bien que él desearía; pero nada sugería ni la más remota sospecha de un peligro. —Aquí está la carta del general —me dijo mi padre, tendiéndomela—. Me temo que está muy apenado; la carta me parece haber sido escrita en un estado muy parecido al desvarío. Nos sentamos en un tosco banco, a la sombra de unos magníficos tilos. El sol se ponía, con todo su melancólico esplendor, tras el selvático horizonte, y el riachuelo que fluye junto a nuestra casa y pasa bajo el empinado puente viejo que he mencionado serpenteaba a través de muchos grupos de nobles árboles, reflejando en su corriente, casi a nuestros pies, el escarlata desvaneciente del cielo. La carta del general Spielsdorf era tan extraordinaria, tan vehemente, y, en algunos puntos, tan contradictoria consigo misma, que la leí dos veces (la segunda de ellas en voz alta a mi padre) y seguí viéndome incapaz de comprenderla, como no fuera suponiendo que el dolor le había trastornado la mente. Decía: «He perdido a mi amada hija, porque como tal la quería. Durante los últimos días de la enfermedad de mi querida Bertha no pude escribirle. Antes no tenía yo idea de su peligro. La he


perdido, y ahora lo sé todo, pero demasiado tarde. Murió en la paz de la inocencia, y con la gloriosa esperanza de una eternidad de bendición. El diablo que traicionó nuestra ciega hospitalidad lo ha hecho todo. Pensé que recibía en mi casa a la inocencia, la alegría, a una compañera encantadora para mi perdida Bertha. ¡Cielo santo! ¡Qué loco he sido! Doy gracias a Dios de que mi niña muriera sin la menor sospecha de la causa de sus sufrimientos. Se ha ido sin ni siquiera conjeturar la naturaleza de su mal y la maldita pasión del agente de toda esta desgracia. Dedicaré lo que me quede de vida a perseguir y aniquilar a un monstruo. Me dicen que puedo esperar el cumplir mi legítimo y piadoso propósito. En este momento, apenas tengo un leve destello de luz para guiarme. Maldigo mi arrogante incredulidad, mi despreciable actitud de superioridad, mi ceguera, mi obstinación… Todo… demasiado tarde. Ahora no puedo escribir o hablar concentradamente. Desvarío. En cuanto esté un poco recobrado, pienso dedicarme durante un tiempo a investigar, y eso posiblemente me lleve a Viena. En algún momento, en otoño, dentro de dos meses, o antes si vivo, le veré… Es decir, si usted me lo permite. Entonces le contaré todo lo que apenas me atrevo ahora a poner por escrito. Adiós. Rece por mí, querido amigo». De este modo terminaba aquella extraña carta. Aunque yo jamás había visto a Bertha Rheinfeldt, los ojos se me llenaron de lágrimas ante la súbita noticia; me sentí muy afectada, y también profundamente desilusionada. El sol se había puesto ahora, y era el crepúsculo en el momento en que le devolví a mi padre la carta del general. Era un anochecer dulce y claro, y nos demoramos, especulando sobre los posibles significados de las frases violentas e incoherentes que yo acababa de leer. Teníamos que caminar casi una milla para llegar al camino que pasa por delante del schloss, y, por entonces, la luna brillaba espléndidamente. En el puente levadizo nos encontramos a Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine, que habían salido, con la cabeza descubierta, a disfrutar de la exquisita luz lunar. Oímos sus voces parloteando en animado diálogo mientras nos acercábamos. Nos unimos a ellas en el puente levadizo, y nos volvimos para admirar con ellas el hermoso panorama. El claro por el que acabábamos de pasar se abría delante de nosotros. A nuestra izquierda, el estrecho camino serpeaba debajo de grupos de árboles soberbios, y se perdía de vista dentro del bosque allí donde se espesaba. A la derecha, el mismo camino cruza el empinado y pintoresco puente, cerca del cual se yergue una torre en ruinas que, en otro tiempo, guardó aquel paso; y, al otro lado del puente, se alza una abrupta eminencia cubierta de árboles entre cuyas sombras asoman algunas rocas cubiertas de apiñada hiedra gris. Sobre el césped y la tierra baja, una delgada película de bruma se deslizaba como humo, marcando las distancias con un velo transparente; y, aquí y allí, podíamos ver el río relumbrar débilmente a la luz de la luna. No es posible imaginarse una escena más suave y dulce. Las noticias que acababa de recibir la hacían melancólica; pero nada podía turbar su carácter de profunda serenidad y la hechizada gloria y vaguedad del panorama. Mi padre, que apreciaba lo pintoresco, y yo, mirábamos en silencio la extensión frente a nosotros. Las dos buenas institutrices, un poco detrás de nosotros, charlaban sobre la escena, y eran elocuentes respecto a la luna. Madame Perrodon era gorda, de mediana edad, y romántica, y hablaba y suspiraba poéticamente. Mademoiselle De Lafontaine, como digna hija de su padre, que era un alemán supuestamente


psicólogo, metafísico y un tanto místico, declaró al poco que, cuando la luna brillaba con una luz tan intensa, ello indicaba una especial actividad espiritual. El efecto de la luna llena sobre aquella situación de resplandor era múltiple. Actuaba sobre los sueños, actuaba sobre la locura intermitente, actuaba sobre la gente nerviosa; tenía maravillosas influencias físicas relacionadas con la vida. Mademoiselle narró que su primo, que era piloto de un buque mercante, tras descabezar un sueñecito en cubierta, tendido boca arriba, dándole de lleno en la cara la luz de la luna en una noche como aquélla, se había despertado, después de soñar con una vieja que le arañaba la mejilla, con las facciones horriblemente distorsionadas hacia un lado; y su fisonomía no había jamás recobrado enteramente su equilibrio. —La luna, esta noche —dijo—, está llena de influencias astrales y magnéticas… Y vean, si miran hacia atrás, hacia la fachada del schloss, cómo todas sus ventanas brillan y titilan con el esplendor plateado, como si manos invisibles hubieran iluminado las habitaciones para recibir a invitados fantásticos. Existen estados de espíritu indolentes en los que, poco inclinados nosotros mismos a hablar, la charla de otros resulta agradable para nuestros oídos desatentos; y yo miraba, complacida por el retiñir de la conversación de aquellas damas. —Esta noche he entrado en uno de mis humores de adormilamiento —dijo mi padre, tras un silencio; y, citando a Shakespeare, al que, en aras a la conservación de nuestro inglés, solía leer en voz alta, dijo—: «En verdad no sé por qué estoy tan triste. Esto me cansa; tú dices que te cansa; mas el cómo me ha dado… ha venido, tan sólo…». He olvidado el resto. Pero siento como si alguna gran desventura pendiera sobre nosotros. Supongo que la afligida carta del pobre general tiene algo que ver con esto. En aquel momento llamó nuestra atención el inusual sonido de las ruedas de un carruaje y muchos cascos de caballo. Parecía acercarse por la elevación de terreno que domina el puente, y pronto el cortejo emergió de aquel punto. Primero cruzaron el puente dos jinetes; luego vino un carruaje tirado por cuatro caballos, y, detrás, cabalgaban dos hombres. Parecía tratarse del tren de viaje de alguna persona de rango; y quedamos todos absortos, inmediatamente, contemplando aquel espectáculo infrecuente. Se hizo, en unos pocos momentos, muchísimo más interesante, ya que, justo cuando el carruaje había llegado al punto más alto del empinado puente, uno de los caballos que iban delante, cobrando miedo, comunicó su pánico a los demás, y, tras una o dos embestidas, todo el tiro rompió en un salvaje galope, y, abalanzándose por entre los jinetes que iban delante, se lanzaron con un ruido atronador por el camino, en dirección nuestra, a la velocidad del huracán. La excitación de aquella escena era todavía más penosa por los nítidos y largos chillidos de una voz femenina a través de la ventana del carruaje. Avanzamos todos, llenos de curiosidad y horror; mi padre en silencio, nosotras con distintas exclamaciones de terror. Nuestra ansiedad no duró mucho. Justo antes de alcanzar el puente levadizo del castillo, en el camino por el que venían, se alza, junto a la calzada, un magnífico tilo; al otro lado se yergue una vieja cruz de piedra, a cuya vista los caballos, que iban ahora a un paso realmente aterrador, se desviaron de tal modo que llevaron la rueda hacia las raíces salientes del árbol. Yo sabía lo que iba a ocurrir. Me tapé los ojos, sin poder mirar, y aparté la cara; en el mismo instante oí un grito de mis dos amigas, que habían avanzado un poco más.


La curiosidad me hizo abrir los ojos, y vi una escena de total confusión. Dos de los caballos estaban en el suelo, el carruaje se apoyaba sobre un costado, con dos ruedas girando en el aire; los hombres estaban ocupados desenganchando a los caballos, y una dama, de aire y figura dominadores, había salido del carruaje, y permanecía inmóvil, con las manos enlazadas, llevándose de vez en cuando a los ojos el pañuelo que sostenía en ellas. Por la puerta del carruaje, ahora abierta, izaban a una joven dama que parecía sin vida. Mi viejo y querido padre se encontraba ya al lado de la dama de más edad, sombrero en mano, indudablemente ofreciéndole su ayuda y el amparo del schloss. La dama parecía no oírle ni tener ojos más que para la delgada muchacha que estaba siendo tendida sobre la pendiente de la ribera. Me acerqué; la joven dama estaba, aparentemente, conmocionada, pero, indudablemente, no muerta. Mi padre, que se jactaba un poco de tener algo de médico, le había puesto los dedos en la muñeca y aseguraba a la dama que declaraba ser su madre que su pulso, aunque débil e irregular, era todavía, indudablemente, percibible. La dama juntó las manos y miró hacia arriba, como en un momentáneo transporte de gratitud; pero al instante recayó en esa actitud teatral que, según pienso, es la natural en algunas personas. Era lo que se llama una mujer de buena presencia para sus años, y debía haber sido hermosa; era alta, pero no delgada, iba vestida de terciopelo negro, y se veía un tanto pálida, pero con un rostro de expresión imperiosa, aunque ahora extrañamente agitado. —¿Hubo jamás un ser nacido de este modo para la desgracia? —Le oí decir, con las manos juntas, mientras me acercaba—. Aquí estoy, en un viaje de vida o muerte, en cuyo curso la pérdida de una hora puede significar la pérdida de todo. Mi hija no se habrá recobrado lo suficiente para proseguir viaje en quién sabe cuánto tiempo. Debo dejarla; no puedo demorarme, no me atrevo. ¿A qué distancia, caballero, si puede decírmelo, se encuentra el pueblo más cercano? Debo dejarla allí; y no veré a mi niña, ni siquiera sabré de ella, hasta mi regreso, dentro de tres meses. Me así a la chaqueta de mi padre, y le susurré vehemente al oído: —¡Oh, papá! Dile que la deje con nosotros… Sería delicioso. Hazlo, por favor. —Si Madame acepta confiar a su hija al cuidado de mi hija y de su buena gouvernante, Madame Perrodon, y le permite quedarse como huésped nuestra, bajo mi responsabilidad, hasta su regreso, nos estaría otorgando con ello una distinción y una obligación, y la trataríamos con todo el cuidado y la devoción que merece tan sagrada confianza. —Yo no puedo hacer esto, caballero; sería abusar demasiado cruelmente de su amabilidad y caballerosidad —dijo la dama, aturulladamente. —Sería, por el contrario, concedernos un gran favor en el momento en que más lo necesitamos. Mi hija acaba de sufrir la contrariedad de una cruel desgracia con relación a una visita de la que, desde hacía tiempo, esperaba obtener una gran felicidad. Si confía a esta joven dama a nuestro cuidado, será su mejor consuelo. El pueblo más cercano en su ruta está lejos, y no posee ningún hospedaje donde usted pueda pensar en dejar a su hija; no puede dejar que prosiga su viaje durante un largo trayecto sin ponerla en peligro. Si, como dice, no puede suspender su viaje, debe usted separarse de ella esta noche, y en ningún sitio podrá hacerlo con mayores y más honestas garantías de cuidados y ternura que aquí. Había algo tan distinguido en el aire y apariencia de aquella dama, algo incluso tan imponente, y, en sus modales, tan fascinante, como para impresionar a cualquiera, dejando totalmente de lado la suntuosidad de su coche, con la convicción de que era una persona de importancia.


Por entonces, el carruaje había sido vuelto a colocar en su posición correcta, y los caballos, ya completamente calmados, estaban de nuevo enganchados. La dama arrojó sobre su hija una mirada que me pareció no ser todo lo afectuosa que hubiera podido preverse con base en el comienzo de la escena; luego le hizo a mi padre una breve seña con la cabeza, y se apartó con él algunos pasos, donde no pudieran ser oídos; y le habló con expresión rígida y severa, en nada semejante a aquella con la que había hablado hasta entonces. Yo estaba llena de asombro de que mi padre pareciera no percibir el cambio, y también tenía una indecible curiosidad por averiguar qué podía estar diciéndole, casi al oído, con tanta vehemencia y velocidad. Dos o tres minutos como mucho, según creo, se mantuvo en aquella ocupación; luego se volvió, y en unos pocos pasos llegó donde yacía su hija, asistida por Madame Perrodon. Se arrodilló un momento junto a ella y le susurró al oído, según supuso Madame, una breve bendición; luego, tras besarla apresuradamente, volvió a subir al carruaje, se cerró la puerta, los lacayos, con espléndidas libreas, se subieron detrás de un salto, los jinetes delanteros espolearon a sus bestias, los postillones hicieron chasquear sus látigos, los caballos rompieron súbitamente en un brioso trote que amenazaba con no tardar en volver a convertirse en un galope, y el carruaje avanzó velozmente, seguido, al mismo ritmo rápido, por los dos jinetes de retaguardia.


III

Comparando observaciones Seguimos el cortège con la mirada hasta que se perdió ligero en el bosque brumoso; y el mismo sonido de los cascos y las ruedas se extinguió en el silencioso aire nocturno. No quedaba, para asegurarnos de que la aventura no había sido la ilusión de un momento, más que la joven dama, que, precisamente en aquel momento, abría los ojos. Yo no pude verlo, porque tenía el rostro apartado de mí, pero levantó la cabeza, mirando, evidentemente, a su alrededor, y oí una voz muy dulce preguntar, quejumbrosamente: —¿Dónde está mamá? Nuestra buena Madame Perrodon le respondió con ternura, y añadió algunas afirmaciones confortadoras. Luego la oí preguntar: —¿Dónde estoy? ¿Cuál es este sitio? —y, después, dijo—: No veo el carruaje; ¿y Matska? ¿Dónde está? Madame le respondió todas las preguntas en la medida en que las entendía; y gradualmente, la joven dama fue recordando cómo se había producido el percance, y le encantó saber que nadie, ni dentro del carruaje ni entre la servidumbre, estaba herido; y, al enterarse de que su madre la había dejado allí, hasta su regreso al cabo de unos tres meses, se echó a llorar. Yo iba a añadir mis consuelos a los de Madame Perrodon cuando Mademoiselle De Lafontaine me puso la mano sobre el brazo, diciendo: —No se acerque, una sola persona a un tiempo es el máximo de con quien puede conversar; la más mínima excitación podría ahora abrumarla. En cuanto estuviera confortablemente instalada en la cama, pensé, correría a su habitación a verla. Mi padre, entretanto, había enviado a un sirviente a caballo a buscar al médico, que vivía a unas dos leguas; y estaba siendo preparado un dormitorio para acoger a la joven dama. Ahora la forastera se puso en pie, y, apoyándose en el brazo de Madame, caminó lentamente sobre el puente levadizo y cruzó la puerta del castillo. La servidumbre esperaba en el vestíbulo para recibirla, y fue conducida inmediatamente a su habitación. La sala en la que habitualmente nos instalábamos, usándola de saloncito, tenía cuatro ventanas que, por encima del foso y del puente levadizo, miraban al panorama boscoso que antes he descrito. Tiene un viejo mobiliario de roble, con grandes piezas de mobiliario talladas, y las sillas están tapizadas con terciopelo de Utrecht de color escarlata. Las paredes están cubiertas por tapicerías y enmarcadas por grandes franjas doradas; las figuras son de tamaño natural, llevan atuendos antiguos y muy curiosos, y los temas representados son de caza, cetrería, y generalmente festivos. No es demasiado imponente para que se esté sumamente cómodo. Allí tomábamos el té, porque, con su


habitual inclinación patriótica, mi padre insistía en que el brebaje nacional hiciera regularmente su aparición junto con el café y el chocolate. Allí nos instalamos aquella noche, y, con las velas encendidas, hablamos de la aventura de la noche. Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine formaban parte de nuestro grupo. La joven forastera no había acabado de caer en la cama cuando se quedó sumida en un profundo sueño; y aquellas damas la habían dejado al cuidado de una criada. —¿Qué le parece nuestra huésped? —pregunté, en cuanto entró Madame—. Cuéntemelo todo de ella. —Me gusta muchísimo —respondió Madame—. Casi diría que es la criatura más bonita que jamás he visto; como de su edad, y muy gentil y afable. —Es increíblemente hermosa —incidió Mademoiselle, que se había asomado un momento en la habitación de la forastera. —¡Y qué voz tan dulce! —añadió Madame Perrodon. —¿No observaron a una mujer, dentro del carruaje, cuando volvió a ponerse en marcha — inquirió Mademoiselle—, que no había salido, y que tan sólo miraba por la ventana? —No, no la habíamos visto. Entonces describió a una horrenda mujer negruzca, con una especie de turbante de colores en la cabeza, que miraba todo el tiempo por la ventana del carruaje, haciendo gestos y muecas de irrisión hacia las damas, con ojos brillantes y los globos oculares grandes y blancos, y los dientes apretados como si estuviera enfurecida. —¿No observaron qué grupo de hombres de mal aspecto eran los sirvientes? —preguntó Madame. —Sí —dijo mi padre, que acababa de entrar—. Unos tipos tan feos y de aspecto tan vil como no había visto en mi vida. Espero que no roben a la pobre dama en el bosque. Son tipos listos, sin embargo; lo pusieron todo en orden en un minuto. —Yo diría que están cansados por exceso de trayecto —dijo Madame—. Además de tener un aire maligno, sus caras estaban delgadas, y sombrías, y hoscas. Soy muy curiosa, lo confieso; pero diría que la joven dama nos lo contará todo mañana, si se ha recobrado lo suficiente. —No creo que lo haga —dijo mi padre, con una misteriosa sonrisa y un pequeño signo de cabeza, como si supiera más de lo que deseaba decirnos. Esto me produjo todavía más curiosidad acerca de lo que había ocurrido entre él y la dama de terciopelo negro en la breve, pero intensa entrevista que había precedido la inmediata partida de la dama. Apenas estuvimos solos, le supliqué que me lo contara todo. Mi padre no necesitaba que le apremiaran demasiado. —No hay ninguna razón especial por la que no debiera contártelo. Me expresó su resistencia a molestarnos con el cuidado de su hija, diciendo que era de salud delicada, y nerviosa, aunque no sujeta a ninguna clase de ataque (dijo esto por propia iniciativa), ni a ilusiones, ya que, de hecho, está perfectamente cuerda. —¡Es realmente curioso decir todo esto! —incidí—. Era realmente innecesario. —De cualquier modo, fue dicho —dijo él, riendo—, y, puesto que deseas saber todo lo que ocurrió, que, a decir verdad, fue muy poco, voy a contártelo. Dijo, entonces: «Estoy haciendo un


largo viaje de importancia vital» (subrayó la palabra) «rápido y secreto; volveré a por mi hija dentro de tres meses; entretanto, ella guardará silencio acerca de quiénes somos, de dónde venimos, y por qué viajamos». Eso fue todo lo que dijo. Hablaba un francés muy puro. Cuando dijo la palabra «secreto», se detuvo unos segundos, y me miró severamente, con sus ojos fijos en los míos. Imagino que le da mucha importancia a eso. Ya viste lo aprisa que se fue. Espero no haber hecho una auténtica estupidez al asumir la responsabilidad de esa joven dama. En cuanto a mí, estaba encantada. Anhelaba verla y hablarle, y esperaba tan sólo a que el médico me diera permiso para ello. Vosotros, los que vivís en ciudades, no podéis tener ni idea de hasta qué punto era un gran acontecimiento la aparición de una nueva amistad, en una soledad como la que nos rodeaba. El médico no llegó hasta cerca de la una; pero me hubiera sido tan imposible haberme ido a la cama como alcanzar a pie el carruaje en el que la princesa de terciopelo negro se había marchado. Cuando el médico bajó al saloncito, fue para dar un informe muy favorable de su paciente. Estaba en aquel momento despierta, su pulso era absolutamente normal, y se encontraba, en apariencia, perfectamente. No había sufrido ninguna herida, y la pequeña conmoción nerviosa había desaparecido casi sin dejar huella. Desde luego, no podía causar ningún daño el que yo la viera, si ambas lo deseábamos; y, con esta autorización, envié de inmediato a alguien a averiguar si me permitiría hacerle una visita de unos pocos minutos en su habitación. La criada volvió inmediatamente para comunicar que nada le gustaría más. Pueden estar seguros de que no tardé mucho tiempo en valerme de este permiso. Nuestra visitante estaba en una de las habitaciones más hermosas del schloss. Era, quizá, un punto excesivamente imponente. Había una sombría obra de tapicería frente al pie de la cama, que representaba a Cleopatra con el áspid junto a su pecho; y otras escenas clásicas se extendían, un poco diluidas, por las demás paredes. Pero había tallas doradas, y ricos y variados coloridos en las demás decoraciones de la habitación, para redimir más que sobradamente la lobreguez de la vieja tapicería. Había velas junto al lecho. Ella estaba incorporada; su bonita figura delgada estaba envuelta en un suave camisón de seda, bordado con flores, y forrado con un grueso estofado de seda, que su madre le había arrojado sobre los pies mientras yacía sobre el suelo. ¿Qué fue lo que, al llegar junto al lecho, y habiendo apenas iniciado mi breve saludo, me enmudeció en un instante, y me hizo retroceder uno o dos pasos ante ella? Voy a contártelo. Vi el mismo rostro que me había visitado nocturnamente en mi infancia, que se mantenía fijo en mi memoria y sobre el que durante tantos años había cavilado con horror tan a menudo, cuando nadie sospechaba en lo que estaba pensando. Era un rostro bonito, incluso hermoso; y, en el primer momento en que lo vi, tenía la misma expresión melancólica. Pero esa expresión se iluminó casi al instante en una extraña sonrisa fija de identificación. Hubo silencio durante un largo minuto, y, finalmente, ella habló, yo no podía. —¡Es maravilloso! —exclamó—. Hace doce años, vi su rostro en un sueño, y me ha obsesionado desde entonces. —¡Maravilloso, realmente! —repetí yo, superando con esfuerzo el horror que, durante un rato, me había cortado el habla—. Hace doce años, en visión o realidad, yo ciertamente la vi. No puedo olvidar su rostro. Ha permanecido en mi visión desde entonces. Su sonrisa se había dulcificado. Fuera lo que fuera que viera yo de extraño en ella, había


desaparecido, y sus mejillas con hoyuelos eran ahora deliciosamente lindas e inteligentes. Me sentí tranquilizada, y proseguí más en la vena de lo que la hospitalidad aconsejaba, dándole la bienvenida y contándole cuánto placer nos había proporcionado su accidental llegada, y, especialmente, la bendición que era para mí. Le tomé la mano mientras hablaba. Yo era un poco tímida, como lo es la gente solitaria, pero la situación me hizo elocuente, e incluso audaz. Ella me apretó la mano, me la apretó entre las suyas, y sus ojos brillaban mientras, mirando vivamente a los míos, volvía a sonreír, y se sonrojaba. Respondió muy gentilmente a mi bienvenida. Me senté a su lado, todavía sorprendida; y ella dijo: —Debo contarle mi visión relativa a usted; ¡es tan extraño que tanto usted como yo hayamos tenido, cada cual de la otra, un sueño tan vivo, que cada cual haya visto, usted a mí y yo a usted, mirándonos tal como ahora nos miramos, cuando, claro está, éramos tan sólo niñas! Yo era una niña de unos seis años, y me desperté de un sueño confuso y perturbador, y me encontré en una habitación distinta a mi cuarto infantil, enmaderado toscamente con cierta madera oscura, y que tenía armarios, y sillas, y bancos todo alrededor. Los lechos, creo, estaban todos vacíos, y en toda la habitación no había nadie aparte de mí; y yo, después de mirar a mi alrededor durante algún rato, y tras admirar especialmente un candelabro de hierro con dos brazos que, indudablemente, reconocería ahora, me arrastré debajo de una de las dos camas para alcanzar la ventana; pero cuando me levanté de debajo de la cama, oí gritar a alguien; y, levantando la mirada, cuando estaba todavía de rodillas, la vi a usted, sin duda alguna a usted, tal como la veo ahora: una joven y hermosa dama, con cabellos de oro y grandes ojos azules, y unos labios… tus labios… tú, tal como estás ahora. Tus miradas me fascinaron; me encaramé a la cama y te rodeé con mis brazos, y creo que ambas nos quedamos dormidas. Me despertó un grito; tú estabas incorporada, gritando. Yo me asusté, y me deslicé al suelo, y me pareció perder el conocimiento durante unos momentos; y, cuando volví en mí, volvía a estar en mi cuarto, en casa. Jamás he vuelto a olvidar tu cara. No podría engañarme el parecido. Tú eres la dama que yo vi. Era mi turno de relatar mi correspondiente visión, cosa que hice, ante el no disimulado asombro de mi nueva amiga. —No sé cuál debería asustarse más de la otra —dijo, volviendo a sonreír—. Si fueras menos bonita, creo que tendría mucho miedo de ti, pero, siendo como eres, y siendo tanto tú como yo tan jóvenes, tan sólo tengo la sensación de haberte conocido hace doce años, y tener ya un derecho a tu intimidad; de cualquier modo, me parece como si hubiéramos estado destinadas, desde nuestra primera infancia, a ser amigas. Me pregunto si tú te sentiste tan extrañamente atraída hacia mí como yo hacia ti; yo nunca he tenido una amiga…, ¿encontraré ahora una? —suspiró; y sus hermosos ojos oscuros me miraron apasionadamente. Ahora bien, lo cierto es que sentía una sensación extraña hacia la hermosa forastera. Me sentía, como ella decía, «atraída hacia ella», pero había también algo de repulsión. En ese sentimiento ambiguo, sin embargo, la atracción prevalecía inmensamente. Me interesaba y me fascinaba; ¡era tan hermosa y tan indescriptiblemente atractiva! Me di cuenta de que cierta languidez y cansancio se deslizaban en ella, y me apresuré a desearle las buenas noches. —El médico piensa —añadí— que deberías tener a una doncella atendiéndote esta noche; una de las nuestras está esperando, y verás que es una criatura útil y sosegada. —Eres muy amable, pero no podría dormir. Jamás podría con una criada en la habitación. No


necesitaré ninguna ayuda… Y, te voy a confesar mi debilidad, me atormenta el terror de los ladrones. Nuestra casa fue robada en una ocasión, y dos sirvientes fueron asesinados; de modo que cierro con llave mi habitación. Se ha convertido en una costumbre… y pareces tan amable que estoy segura de que me perdonarás. Veo que hay llave en la cerradura. Me apretó fuertemente entre sus lindos brazos durante unos momentos, y me susurró al oído: —Buenas noches, querida, es muy duro separarse de ti, pero buenas noches; mañana, aunque no temprano, volveré a verte. Se dejó caer sobre la almohada con un suspiro, y sus bonitos ojos me siguieron con una mirada amorosa y melancólica; y volvió a murmurar: —Buenas noches, querida amiga. La gente joven siente simpatía, e incluso ama, por impulso. Yo me sentía halagada por la evidente, aunque todavía inmerecida, ternura que sentía por mí. Me gustaba la confianza con que me había acogido de inmediato. Ella estaba decidida a que fuéramos amigas muy íntimas. Llegó el día siguiente, y volvimos a vernos. Yo estaba encantada con mi compañera; y lo estaba en muchos sentidos. Su aspecto no perdía nada a la luz del día: era, indudablemente, la criatura más hermosa que yo hubiera visto jamás, y el desagradable recuerdo del rostro que se me presentó en mi sueño infantil había perdido el efecto de la primera e inesperada identificación. Ella me confesó que había sufrido una impresión similar al verme, y precisamente la misma tenue antipatía que se había mezclado en mí con mi admiración por ella. Ahora reíamos juntas de nuestros momentáneos terrores.


IV

Sus hábitos. Un paseo Te he dicho que estaba encantada con ella en la mayoría de las cosas. Había algunas que no me gustaban tanto. Su estatura era un poco superior a la media entre las mujeres. Empezaré por describirla. Era delgada, y maravillosamente grácil. Sólo que sus movimientos eran lánguidos… muy lánguidos… Aunque no había nada en su apariencia que delatara a una inválida. Su tez era dulce y radiante; sus facciones, pequeñas y hermosamente formadas; sus ojos grandes, oscuros y lustrosos; su pelo era absolutamente maravilloso: jamás he visto cabellera tan magníficamente densa y larga, cuando se la dejaba caer sobre la espalda; a menudo le pasé la mano por debajo, y me reí, asombrada, de lo que pesaba. Era el suyo un cabello fino y suave, de un rico color castaño muy oscuro, levemente dorado. Me gustaba soltárselo, cediendo a su propio peso, y, cuando estaba en su habitación, tumbada sobre su silla, hablando con su dulce voz baja, solía yo recogérselo y trenzárselo, y extenderlo, y jugar con él. ¡Cielos! ¡Si lo hubiera sabido todo! He dicho que había detalles que no me gustaban. Te he contado que su confianza me conquistó la primera noche que la vi; pero descubrí que, respecto a sí misma, su madre, su historia, de hecho, respecto a todo lo relacionado con su vida, ejercía una reserva siempre alerta. Casi diría que yo era poco razonable, y quizás estaba equivocada; diría que debería haber respetado el solemne precepto impuesto sobre mi padre por la soberbia dama de terciopelo negro. Pero la curiosidad es una pasión infatigable y sin escrúpulos, y no hay muchacha capaz de soportar pacientemente que la suya se vea frustrada por otra muchacha. ¿Qué daño podía hacerle a nadie el que ella me contara lo que yo deseaba tan ardientemente conocer? ¿Es que no confiaba en mi buen sentido o en mi honor? ¿Por qué no habría de creerme cuando le aseguraba, tan solemnemente, que no divulgaría ni una sola sílaba de lo que me contara ante ningún ser viviente? Había, según mi impresión, una frialdad impropia de sus pocos años en su sonriente negativa, melancólica y persistente, a concederme ni el menor rayo de luz. No puedo decir que nos peleáramos sobre este punto, porque ella no se peleaba por ninguno. Era, naturalmente, muy poco digno por mi parte el apremiarla; muy maleducado; pero lo cierto es que no podía evitarlo; y hubiera sido mejor que dejara la cosa en paz. Lo que me contó venía a reducirse, según mi poco razonable estimación, a nada en absoluto. Todo ello se resumía en tres vagas revelaciones. Primera: se llamaba Carmilla. Segunda: su familia era muy antigua y noble. Tercera: su hogar estaba en dirección al oeste. No me dijo ni el apellido de su familia, ni cuáles eran sus blasones, ni el nombre de sus dominios, ni siquiera el del país en que vivían. No vayas a suponer que la importunaba incesantemente con estos temas. Vigilaba las


oportunidades, y más bien insinuaba que no forzaba mis indagaciones. A decir verdad; una o dos veces la ataqué más directamente. Pero fuera cual fuera mi táctica, el resultado era invariablemente un fracaso total. Tanto los reproches como las caricias se perdían con ella. Pero debo añadir que su evasión era llevada a cabo con una melancolía y unas imploraciones tan gentiles, con tantas, e incluso tan apasionadas, declaraciones de su afecto por mí y de su confianza en mi honor, y con tantas promesas de que acabaría por saberlo todo, que no podía inclinar mi corazón a estar ofendida con ella por mucho tiempo. Solía rodearme el cuello con sus lindos brazos, atraerme hacia ella y, mejilla contra mejilla, murmurar, con sus labios junto a mi oído: —Querida mía, tu corazoncito está herido; no me creas cruel porque obedezca a la ley irresistible de mi fuerza y mi debilidad; si tu querido corazón está herido, mi corazón turbulento sangra junto al tuyo. En el éxtasis de mi enorme humillación, vivo en tu cálida vida, y tú morirás…; morirás, morirás dulcemente… en mi vida. Yo no puedo evitarlo así como yo me acerco a ti, tú, a tu vez, te acercarás a otros, y conocerás el éxtasis de esa crueldad que, sin embargo, es amor; de modo que, durante un tiempo, no trates de saber nada más de mí y lo mío: confía en mí con todo tu espíritu amoroso. Y, después de cantar esta rapsodia, me apretaba más estrechamente en su tembloroso abrazo, y sus labios encendían mis mejillas con dulces besos. Sus inquietudes y su lenguaje eran ininteligibles para mí. De esos disparatados abrazos, que no se producían demasiado a menudo, debo admitir que solía desear liberarme; pero parecían faltarme las energías para ello. Sus palabras murmuradas sonaban como un arrullo en mis oídos, y ablandaban mi resistencia en un trance del que tan sólo parecía recobrarme cuando ella apartaba sus brazos. No me gustaba cuando estaba en esos humores misteriosos. Experimentaba una extraña excitación tumultuosa que, siempre y de inmediato, era placentera, pero se mezclaba con una vaga sensación de miedo y repugnancia. No tenía yo ideas precisas acerca de ella mientras duraban estas escenas, pero cobraba conciencia de un amor que se transformaba en adoración, y también de aborrecimiento. Sé que esto es paradójico, pero no puedo intentar explicar de otro modo aquel sentimiento. Escribo ahora, tras un intervalo de más de diez años, con mano temblorosa, con un confuso y horrible recuerdo de ciertos acaecimientos y situaciones a través de cuya prueba estaba yo pasando inconscientemente; mas, pese a todo, con una vívida y muy aguda rememoración del curso general de mi historia. Pero sospecho que en todas las existencias se dan ciertas escenas emocionales, aquellas en las que nuestras pasiones se han despertado más salvaje y terriblemente, y que, entre todas las demás, son las que más vaga y difusamente recordamos. A veces, después de una hora de apatía, mi extraña y hermosa compañera me tomaba la mano y la retenía apretándomela cariñosamente, mirándome al rostro con ojos lánguidos y ardientes, y respirando tan aprisa que su vestido subía y bajaba con la tumultuosa respiración. Era como el ardor de un enamorado; me turbaba; era una cosa, y, sin embargo, irresistible; y, con mirada ansiosa, me atraía hacia sí, y sus cálidos labios recorrían en besos mis mejillas; y susurraba, casi sollozando: —Eres mía, serás mía, y tú y yo seremos una para siempre. Luego se dejaba caer nuevamente hacia atrás en su silla, tapándose los ojos con sus pequeñas manos, y me dejaba temblando. —¿Es que somos parientes? —solía yo preguntarle—. ¿Qué pretendes con todo esto? Quizá te recuerdo a alguien a quien amas; pero no debes hacerlo, lo detesto; no te conozco…, no me conozco


a mí misma cuando me miras y me hablas de ese modo. Ella solía suspirar ante mi vehemencia, y luego volvía el rostro y me soltaba la mano. Respecto a esas manifestaciones realmente extraordinarias, yo me esforzaba en vano por formar alguna teoría satisfactoria. No podía reducirlas a fingimiento o burla. Se trataba, inconfundiblemente, del estallido momentáneo del instinto y la emoción contenidos. ¿No estaría, pese a la espontánea negativa de su madre, sujeta a breves accesos de demencia? ¿No se trataría acaso de un disfraz y un romance? Yo había leído de cosas semejantes en viejos libros de cuentos. ¿Y si un amante masculino hubiera logrado introducirse en la casa, y tratara de conseguir sus fines con la ayuda de una vieja e inteligente intrigante? Pero había muchas cosas en contra de esta hipótesis, pese a ser tan interesante para mi vanidad. Yo podía jactarme de no pocas de las atenciones que la galantería masculina se complace en ofrecer. Entre esos momentos apasionados había largos intervalos de situaciones normales, de cavilosa melancolía, durante los cuales, salvo por el hecho de que observaba sus ojos llenos de fuego melancólico mientras me seguían, había momentos en que hubiera podido no ser nada para ella. Excepto en esos breves períodos de misteriosa excitación, sus maneras eran infantiles; y siempre había en ella una languidez absolutamente incompatible con un organismo masculino en estado sano. En ciertos aspectos, sus costumbres eran extrañas. Quizá no tan singulares en la opinión de una persona de ciudad como tú como para nosotros, que éramos gente rústica. Solía bajar muy tarde, generalmente no antes de la una; se tomaba una taza de chocolate, pero no comía nada; luego íbamos a dar un paseo, que era un mero haraganeo, y, casi inmediatamente, parecía agotada, y o volvía al schloss o se sentaba en alguno de los bancos situados, aquí y allí, entre los árboles. Era ésa una languidez corporal con la que su mente no concordaba. Era invariablemente una animada conversadora, y muy inteligente. A veces, aludía por un instante a su hogar, o mencionaba un incidente o una situación, o un recuerdo temprano, que señalaban a una gente de extrañas maneras, y describía costumbres de las que nosotros no sabíamos nada. Deduje, por estos ocasionales atisbos, que su país natal era mucho más remoto de lo que al comienzo había imaginado. Cierta tarde, mientras estábamos sentadas bajo los árboles, pasó junto a nosotras un cortejo fúnebre. Era el de una linda muchachita a la que yo había visto a menudo, hija de uno de los guardas del bosque. El pobre hombre caminaba detrás del féretro de su niña; era su única hija, y se le veía con el corazón destrozado. Detrás caminaban los campesinos, de dos en dos, cantando un himno fúnebre. Me levanté en signo de respeto mientras pasaban, y me uní a ellos en el himno que cantaban muy dulcemente. Mi compañera me sacudió un tanto brutalmente, y me volví, sorprendida. Me dijo, con brusquedad: —¿No te das cuenta de lo discordante que es? —Al contrario, me parece muy dulce —respondí, molesta por la interrupción, y muy incómoda por si la gente que componía el pequeño cortejo observaba lo que ocurría y se ofendía. Reanudé el canto, en consecuencia, instantáneamente, y de nuevo me vi interrumpida. —Me rompes los oídos —dijo Carmilla, casi coléricamente y tapándose los oídos con sus delgados dedos—. Además, ¿por qué supones que tu religión y la mía sean la misma? Tus formas me hieren, y odio los funerales. ¡Menudo alboroto! ¡Bueno, tú morirás!… Todo el mundo morirá; y todos serán más felices cuando lo hagan. Vayámonos a casa.


—Mi padre se ha ido al cementerio con el sacerdote. Yo creía que ya sabías que iban a enterrarla hoy. —¿A ella? No me molesto por campesinos. No sé quién es —respondió Carmilla, con un destello fugaz en sus hermosos ojos. —Es la pobre niña que imaginó ver un fantasma hace un par de semanas, y que ha estado muriéndose desde entonces, hasta que ayer expiró. —No me cuentes nada de fantasmas. No dormiré esta noche si lo haces. —Espero que no esté viniendo alguna plaga o fiebre; todo esto tiene demasiado ese aspecto — proseguí—. La joven esposa del porquerizo murió hace tan sólo una semana, y se imaginó que algo la agarraba de la garganta mientras dormía en su cama y casi la estrangulaba. Papá dice que esas fantasías tan horribles acompañan a ciertas formas de fiebre. Estaba perfectamente el día anterior. Luego enfermó, y murió en menos de una semana. —Bueno, su funeral habrá terminado, espero, y el canto de su himno; y nuestros oídos dejarán de verse torturados por esa discordia y jerigonza. Me han puesto nerviosa. Siéntate aquí, a mi lado; tómame la mano; apriétala fuerte…, fuerte…, más fuerte. Habíamos retrocedido un poco, y habíamos llegado a otro banco. Allí se sentó. Su rostro experimentó un cambio que me alarmó e incluso me aterró por unos momentos. Se hizo sombrío, y se puso horriblemente lívido; tenía el ceño y los labios fruncidos mientras miraba hacia el suelo a sus pies, y temblaba de pies a cabeza con un continuo estremecimiento tan irreprimible como el del paludismo. Todas sus energías parecían tensarse para evitar un ataque contra el que libraba, jadeante, un combate supremo; y, finalmente, surgió de ella un prolongado grito convulsivo de sufrimiento, y, gradualmente, la histeria fue remitiendo. —¡Mira! ¡Éste es el resultado de estrangular a la gente con himnos! —dijo, finalmente—. Sostenme, sostenme todavía. Ya se me pasa. Y eso fue lo que ocurrió gradualmente; y, quizá para disipar la siniestra impresión que el espectáculo me había producido, se puso inusualmente animada y parlanchina; y volvimos a casa. Era la primera vez que yo le había visto mostrar síntomas definibles de esa fragilidad de salud a la que había aludido su madre. Era también la primera vez que la veía mostrar algo parecido a la ira. Ambas cosas se desvanecieron como nube de verano; y posteriormente, tan sólo una vez presencié un momentáneo signo de furia por su parte. Te diré cómo sucedió. Ella y yo estábamos mirando por una de las largas ventanas del saloncito cuando entró en el patio, tras cruzar el puente levadizo, la figura de un vagabundo al que yo conocía muy bien. Solía pasar por el castillo, generalmente, dos veces por año. Era la figura de un jorobado, con los rasgos agudos y secos que generalmente acompañan esta deformidad. Llevaba una barba negra en punta, y sonreía de oreja a oreja, mostrando sus blancos colmillos. Iba vestido con cuero negro y escarlata, y guarnecido con más correas y cintos de los que yo podía contar, colgando de ellos toda clase de objetos. Traía a su lado una linterna mágica, y dos cajas que yo conocía bien, en una de las cuales había una salamandra, y en la otra un dragón. Esos monstruos solían hacer reír a mi padre. Estaban formados por trozos de mono, loro, ardilla, pescado y erizo, secados y pegados con gran esmero y con efectos sorprendentes. Tenía un violín, una caja de aparatos de hechicería, un par de hojas de metal y máscaras atadas al cinturón, varias otras cajitas misteriosas que se columpiaban a su alrededor, y llevaba en la mano un cayado negro con contera de cobre. Su compañero era un perro peludo y seco, que le seguía muy de cerca, pero que se detuvo


bruscamente, suspicazmente, ante el puente levadizo, y al poco rato se puso a aullar lúgubremente. Entretanto, el charlatán, en medio del patio, se quitó su grotesco sombrero y nos hizo una muy ceremoniosa reverencia, saludándonos muy volublemente en un francés execrable y en un alemán no mucho mejor. Luego, sacando su violín, empezó a rasgar una tonada muy viva, cantando a su aire con divertida discordancia y bailando con gestos y ademanes cómicos que me hacían reír, a pesar de los aullidos del perro. Luego avanzó hacia la ventana con muchas sonrisas y saludos, y, con el sombrero en la mano izquierda, el violín debajo del brazo y una fluidez no interrumpida ni para tomar aire, cotorreó un largo anuncio de todos sus talentos, y de todos los recursos de las distintas artes que ponía a nuestro servicio, y de las curiosidades y entretenimientos que tenía en su poder, esperando nuestras órdenes para mostrárnoslos. —¿No les gustaría a mis señoras comprar un amuleto contra el upiro [1], que, según me han dicho, anda suelto por este bosque como un lobo? —dijo, dejando caer su sombrero en el suelo—. La gente muere de ello a derecha e izquierda, y aquí tengo un encantamiento que jamás falla; basta con prenderlo de la almohada, y podrán reírse en sus narices. Esos encantamientos consistían en unos fragmentos oblongos de pergamino, con signos cabalísticos y diagramas trazados en ellos. Carmilla compró uno inmediatamente, y yo otro. Él miraba hacia arriba, y nosotros le mirábamos hacia abajo, divertidas; al menos, puedo responder por mí misma. Sus penetrantes ojos negros, mientras miraba nuestros rostros, parecieron detectar algo que por un momento fijó su curiosidad. Al cabo de un instante había desenrollado un paquete de cuero, repleto de toda clase de pequeños instrumentos de acero. —Vea, mi señora —dijo, exhibiendo aquello y dirigiéndose a mí—. Profeso, entre otras cosas menos útiles, el arte de la dentistería. ¡Maldito sea el perro! —interpoló—. ¡Cállate, bestia! Aúlla de tal modo que mis señoras apenas podrán oír ni una sola palabra. Su noble amiga, la joven dama a vuestra derecha, tiene dientes muy afilados… Largos, finos, puntiagudos, como una lanza, como una aguja; ¡ja, ja! Con mi vista aguda y certera, mirando hacia arriba, lo he visto claramente; pues bien, si resulta que esto molesta a mi joven señora, y pienso que sí, aquí estoy yo, aquí está mi lima, aquí mi punzón, aquí mis pinzas; los voy a redondear y a hacer romos, si mi señora lo desea; ¡no más dientes de pez, sino de hermosa joven que es! ¿Eh? ¿Se ha disgustado la joven dama? ¿He sido demasiado atrevido? ¿La he ofendido? La joven dama, a decir verdad, parecía muy irritada cuando se apartó de la ventana. —¿Cómo se atreve ese charlatán a insultarnos? ¿Dónde está tu padre? Le pediré que haga justicia. Mi padre lo hubiera atado a la bomba de agua y lo hubiera azotado con un látigo para caballos, y le hubiera quemado hasta los huesos con hierro al rojo con el blasón del castillo. Se apartó uno o dos pasos de la ventana, y se sentó; y, apenas hubo perdido de vista al ofensor, su ira se disipó tan súbitamente como había surgido, y volvió gradualmente a su tono normal, pareciendo olvidarse del pequeño charlatán y de sus tonterías. Mi padre estaba aquella noche de humor abatido. Al llegar nos contó que se había producido otro caso muy similar a los dos casos mortales que habían tenido lugar últimamente. La hermana de un joven campesino de sus dominios, a tan sólo una milla, estaba muy enferma; según la descripción de la propia enferma, había sido atacada casi del mismo modo, y estaba ahora empeorando lenta, pero


constantemente. —Todo esto —dijo mi padre— hay que referirlo estrictamente a causas naturales. Esa pobre gente se contagian unos a otros con sus supersticiones, y de este modo repiten, en su imaginación, las imágenes de terror que han atormentado a sus vecinos. —Pero esa misma circunstancia la asusta a una horriblemente —dijo Carmilla. —¿Cómo eso? —inquirió mi padre. —Tengo mucho miedo de imaginarme que veo cosas como ésas; creo que sería eso tan malo como la realidad. —Estamos en manos de Dios. Nada puede suceder sin su permiso, y todo terminará bien para los que le aman. Es nuestro justo creador; Él nos ha hecho a todos, y cuidará de nosotros. —¡Creador! ¡Naturaleza! —dijo la joven dama, en respuesta a mi padre—. Y esta enfermedad que invade el país es natural. Naturaleza. Todas las cosas proceden de la Naturaleza… ¿No es cierto? Todas las cosas, en el cielo, en la tierra, y debajo de la tierra, actúan y viven tal como ordena la Naturaleza: esto es lo que creo. —El médico dice que vendrá hoy —dijo mi padre, después de un silencio—. Quiero saber qué piensa de esto, y qué cree mejor que hagamos. —Los médicos no me han hecho nunca bien —dijo Carmilla. —Entonces, ¿has estado enferma? —pregunté. —Más de lo que tú hayas estado nunca —respondió. —¿Hace mucho? —Sí, hace mucho. Sufrí ese mismo mal; pero lo he olvidado todo, excepto mis sufrimientos y mi debilidad; y no eran tan malos como lo que se sufre con otras enfermedades. —¿Eras muy joven, entonces? —Eso creo; pero no hablemos más de ello. ¿Tú no herirías a una amiga? —Me miró lánguidamente a los ojos, y me rodeó amorosamente la cintura con el brazo, conduciéndome fuera de la habitación. Mi padre estaba ocupado con unos documentos, cerca de la ventana. —¿Por qué a tu papá le gusta asustarnos? —dijo la bonita muchacha, con un suspiro y un leve estremecimiento. —No le gusta, querida Carmilla; no hay nada tan lejos de su mente. —¿Tienes tú miedo, querida? —Tendría mucho si imaginara que había algún peligro real de ser atacada como esa pobre gente. —¿Tienes miedo de morir? —Sí, todo el mundo lo tiene. —Pero morir como pueden morir los amantes… Morir juntos, para vivir juntos. Las muchachas son orugas mientras viven en el mundo, y se convierten en mariposas cuando llega el verano; pero, entretanto, son gorgojos y larvas, ¿sabes?… Cada cual con sus peculiares inclinaciones, necesidades y estructuras. Eso dice Monsieur Buffon, en su gran libro, que está en la habitación de al lado. El médico vino más tarde, aquel mismo día, y se encerró con papá durante un buen rato. Era un hombre hábil, de sesenta y tantos; llevaba el cabello empolvado y se afeitaba la cara hasta dejarla tan lisa como una calabaza. Él y papá salieron juntos de la habitación, y oí reír a papá, y decir, mientras salían: —Bueno, me asombra esto en un hombre sensato como usted. ¿Qué me dice de hipogrifos y


dragones? El médico sonreía, y respondió, meneando la cabeza: —Pese a todo, la vida y la muerte son estados misteriosos, y sabemos poco de los resortes de uno y otro. Y, con esto, salieron de la habitación, y no oí nada más. No sabía yo entonces qué había estado exponiendo el médico, pero creo que ahora lo adivino.


V

Un parecido asombroso Aquel anochecer llegó de Gratz el solemne hijo, de fúnebre rostro, del restaurador de pinturas, con un caballo y una carreta cargada con dos grandes cajas de embalaje, cada una de las cuales contenía varias pinturas. Era un viaje de diez leguas, y, cada vez que llegaba un mensajero de nuestra pequeña capital de Gratz, solíamos aglomerarnos a su alrededor, en el vestíbulo, para escuchar las noticias. Esta llegada produjo en nuestros apartados cuarteles una auténtica sensación. Las cajas permanecieron en el vestíbulo, y el mensajero quedó al cuidado de la servidumbre hasta que hubo terminado de cenar. Luego, con algunos ayudantes, y armado con un martillo, un escoplo de raspar y un destornillador, se encontró con nosotros en el vestíbulo, donde nos habíamos reunido para presenciar la apertura de las cajas. Carmilla estaba sentada, mirando con indiferencia, mientras una tras otra las viejas pinturas, casi todas retratos, que habían pasado por el proceso de renovación, salían a la luz. Mi madre perteneció a una vieja familia húngara, y la mayor parte de esas pinturas, que iban a ser restituidas a sus sitios, nos habían llegado a través suyo. Mi padre tenía una lista en la mano, y la leía a medida que el artista sacaba, revolviendo, los números correspondientes. No sé si las pinturas eran demasiado buenas, pero, indudablemente, sí muy viejas, y algunas de ellas muy curiosas. Tenían, en su mayor parte, el mérito de ser vistas por mí, por así decirlo, por primera vez; ya que el humo y el polvo del tiempo casi las habían borrado. —Aquí tenemos una pintura que todavía no he visto —dijo mi padre—. En un ángulo, en la parte superior, está el nombre, según me parece leer, de «Marcia Karnstein», y la fecha de «1698»; y tengo curiosidad por ver qué aspecto tiene. Yo la recordaba; era una pequeña pintura, como pie y medio de altura, y casi cuadrada, sin marco; pero estaba tan ennegrecida por el tiempo que no había podido distinguir nada en ella. El artista la sacó ahora, con evidente orgullo. Era realmente hermosa; era sorprendente; parecía tener vida. ¡Era la efigie de Carmilla! —Carmilla, querida, esto es absolutamente un milagro. Ahí estás, viva, sonriendo, a punto de hablar, en esa pintura. ¿No es hermosa, papá? Mira, incluso el pequeño lunar de la garganta. Mi padre se rió y dijo: —Indudablemente, el parecido es maravilloso. Pero desvió la mirada, y, ante mi sorpresa, pareció escasamente chocado por el hecho, y siguió hablando con el restaurador de pinturas, que tenía también algo de artista, y disertó inteligentemente sobre los retratos u otras obras que su arte acababa de sacar a la luz y al color; mientras, yo me iba quedando cada vez más sumida en el asombro a medida que miraba la pintura. —¿Me permitirás colgar esta pintura en mi habitación, papá? —pregunté. —Desde luego, querida —dijo él, sonriendo— estoy encantado de que le veas tanto parecido.


Debe ser más bonita incluso de lo que yo pensaba, siendo así. La joven dama no dio muestra de agradecimiento ante este amable discursillo; ni siquiera pareció oírlo. Estaba echada hacia atrás en su asiento; sus hermosos ojos, bajo sus largas pestañas estaban fijos en mí, contemplándome y sonreía en una especie de éxtasis. —Y ahora puedes leer con toda claridad el nombre; está escrito en ángulo. No es Marcia; parece como si estuviera hecho en oro. El nombre es Mircalla, condesa Karnstein, y allí hay una pequeña corona heráldica, y, debajo, 1698 D. C. Desciendo de los Karnstein; es decir, mamá descendía de ellos. —¡Ah! —dijo la dama, lánguidamente—. También yo, según creo; una ascendencia muy remota, muy vieja. ¿Vive ahora algún Karnstein? —Ninguno que lleve el apellido, me parece. La familia se arruinó, me parece, en ciertas guerras civiles, hace mucho; pero las ruinas del castillo están a sólo unas tres millas. —¡Qué interesante! —dijo ella, lánguidamente—. Pero ¡fíjate qué hermosa luna! —Miraba a través de la puerta del vestíbulo, que estaba un poco abierta—. ¿Y si diéramos una vuelta por el patio, y fuéramos a echar un vistazo al camino y al río? —Fue en una noche como ésta que llegaste aquí —dije. Suspiró, sonriendo. Se puso en pie, y, cada una rodeando la cintura de la otra con el brazo, salimos al patio empedrado. Cruzamos en silencio, lentamente, el puente levadizo, y el hermoso paisaje se abrió ante nosotras. —¿Y estabas así pensativa la noche que yo llegué? —casi susurraba—. ¿Estás contenta de mi venida? —Encantada, querida Carmilla —respondí. —Y has pedido la pintura en la que ves un parecido conmigo, para colgarla en tu habitación — murmuró, con un suspiro, apretando más su brazo alrededor de mi cintura y dejando caer su linda cabeza sobre mi hombro. —¡Qué romántica eres, Carmilla! —le dije—. Si alguna vez me cuentas tu historia, seguro que consistirá sobre todo en algún gran romance. Me besó en silencio. —Estoy segura, Carmilla, de que has estado enamorada; que, en este mismo momento, tienes en curso algún asunto sentimental. —Jamás me he enamorado de nadie, y jamás me enamoraré —susurró—; a menos que sea de ti. ¡Qué hermosa estaba esa noche a la luz de la luna! Su rostro tenía una expresión tímida y extraña cuando lo ocultó apresuradamente en mi cuello y mis cabellos, con tumultuosos suspiros que parecían casi sollozos; y puso en mi mano su mano temblorosa. Su dulce mejilla ardía contra la mía. —Querida, querida mía —murmuró—, vivo en ti; y tú morirías por mí; te amo tanto… Me aparté de ella súbitamente. Ella me miraba con unos ojos de los que había desaparecido todo fuego, todo significado, y su rostro estaba sin color ni expresión. —¿Es frío el aire, querida? —dijo, soñolientamente—. Estoy casi temblando; ¿he estado soñando? Vayamos dentro. Entremos, entremos.


—Pareces enferma, Carmilla; un poco débil. Seguro que te irá bien un poco de vino —le dije. —Sí, tomaré un poco. Ya me siento mejor. Estaré totalmente repuesta dentro de unos minutos. Sí, que me traigan un poco de vino —respondió Carmilla, mientras nos acercábamos a la puerta—. Quedémonos a mirar aún unos momentos; es quizá la última vez que veo contigo la luz de la luna. —¿Cómo te sientes ahora, querida Carmilla? ¿Estás realmente mejor? —pregunté. Estaba empezando a alarmarme, pensando si no la habría atacado la extraña epidemia que, según decían, había invadido la zona en torno nuestro. —Papá se afligiría muchísimo —añadí— si pensara que te sientes así sea mínimamente mal sin que se lo digamos. Tenemos a un médico muy hábil que vive cerca; es el que ha estado hoy con papá. —Estoy segura de que es hábil; pero, mi querida niña, vuelvo a sentirme perfectamente. No me ocurre absolutamente nada, sólo ha sido un poco de debilidad. La gente dice que soy lánguida; soy incapaz de esfuerzos; apenas puedo andar tanto trecho como un niño de tres años; y, de vez en cuando, la poca fuerza que tengo titubea, y me pongo tal como me has visto. Pero, a fin de cuentas, me recupero muy fácilmente; al cabo de unos momentos vuelvo a ser yo misma. Mira cómo me he recobrado. ¡Y, realmente, era cierto! Y ella y yo hablamos mucho, y ella estaba muy animada; y el resto de aquella velada transcurrió sin ninguna reaparición de lo que yo llamaba sus apasionamientos. Me refiero a su loca forma de hablar y de mirarme, que me turbaba e incluso me asustaba. Pero aquella noche se produjo un acontecimiento que orientó mis pensamientos de un modo totalmente nuevo, y que pareció forzar incluso a la lánguida naturaleza de Carmilla a una momentánea energía.


VI

Una agonía extraña Cuando entramos en el saloncito y nos sentamos a tomar nuestro café y chocolate, aunque Carmilla no tomó nada, parecía estar totalmente recobrada, y Madame, y Mademoiselle De Lafontaine, se unieron a nosotras y jugamos una partidita de naipes, en el curso de la cual papá vino a por lo que él llamaba su «plato de té». Cuando hubo terminado el juego, se sentó junto a Carmilla en el sofá, y le preguntó, con cierta inquietud, si había tenido noticias de su madre desde su llegada. Respondió que no. Le preguntó, luego, si sabía adónde podría mandarle ahora una carta. —No sabría decirlo —respondió ella, ambiguamente—, pero he estado pensando en dejarles; han sido ya demasiado hospitalarios y amables conmigo. Les he causado innumerables molestias, y quisiera tomar un coche mañana, y enlazar con la diligencia; sé dónde la puedo encontrar en último término, aunque no me atrevo a decírselo. —Pero no debe ni siquiera soñar en cosa semejante —exclamó mi padre, con gran alivio por mi parte—. No podemos admitir el perderla de este modo, y no consentiré que se vaya como no sea bajo el cuidado de su madre, que tuvo la bondad de consentir en que usted se quedara aquí hasta que ella volviera. Me sentiría realmente feliz si supiera que usted tenía noticias suyas; pero, esta noche, lo que se dice de los progresos de la misteriosa enfermedad que ha invadido este vecindario es aún más alarmante; y, hermosa huésped mía, la responsabilidad, sin contar con la opinión de su madre, me pesa mucho. Pero haré lo que pueda; y una cosa es segura: no debe pensar en dejarnos sin una precisa indicación de su madre a este efecto. Sufriríamos demasiado separándonos de usted para que consintamos en ello tan fácilmente. —Mil gracias, caballero, por su hospitalidad —respondió ella, sonriendo ruborosamente—. Han sido todos demasiado amables conmigo; pocas veces en mi vida he sido tan feliz como en su hermoso château, bajo su cuidado, y con el trato de su querida hija. A esto él, galantemente, a su estilo anticuado, le besó la mano, sonriendo, complacido con aquel discursillo. Acompañé a Carmilla a su habitación, como de costumbre, y me senté a charlar con ella mientras se arreglaba para la cama. —¿Piensas —le dije, finalmente— que siempre confiarás plenamente en mí? Se volvió en redondo, sonriendo, pero no respondió. Tan sólo siguió sonriéndome. —¿No vas a responderme? —dije—. No puedes darme una respuesta agradable; no debiera habértelo preguntado. —Haces muy bien en preguntarme esto, o cualquier otra cosa. No sabes hasta qué punto te quiero, ni puedes imaginar una confianza mayor. Pero estoy atada por unos votos; ninguna monja los ha hecho la mitad de terribles, y todavía no me atrevo a contar mi historia, ni siquiera a ti. Está ya muy


cerca el momento en que lo sabrás todo. Me creerás cruel y muy egoísta, pero el amor es siempre egoísta; cuanto más ardiente, más egoísta. No sabes lo celosa que estoy. Debes venir conmigo, y amarme, hasta la muerte; o debes odiarme, pero seguir conmigo, y odiarme a través de la muerte y después de ella. No existe la palabra indiferencia en mi apática naturaleza. —Ahora, Carmilla, te pondrás a hablar otra vez de ese modo absurdo —dije, apresuradamente. —No lo haré, aun siendo tan tonta como soy, y estando llena de caprichos y fantasías; por amor a ti hablaré como una sabia. ¿Has estado en algún baile? —No. Cuéntamelo. ¿Cómo son? Debe ser realmente encantador. —Casi lo he olvidado; hace tantos años… Me reí. —No eres tan vieja. Tu primer baile no puede haber sido olvidado. —Lo recuerdo todo sobre él… haciendo un esfuerzo. Lo veo todo, como los buzos ven lo que tienen arriba, a través de un medio denso, ondulante, pero transparente. Ocurrió esa noche algo que oscureció la imagen, y fijó sus colores. Fui casi asesinada en mi cama; me hirieron aquí —se llevó la mano al pecho—, y ya no he vuelto a ser la misma. —¿Estuviste a punto de morir? —Sí, muy cerca de morir… Un amor cruel… Un amor extraño capaz de arrebatarme la vida. El amor ha de tener sus sacrificios. No hay sacrificio sin sangre. Ahora vayámonos a dormir. Me siento tan fatigada… ¿Cómo podré levantarme para cerrar la puerta con llave? Estaba tendida, con sus delgadas manos hundidas en su rica cabellera ondulada, debajo de las mejillas, con su cabecita sobre la almohada y sus ojos brillantes siguiéndome allí donde yo iba, con una especie de sonrisa tímida que yo no sabía descifrar. Le di las buenas noches, y me deslicé fuera de la habitación con una sensación incómoda. A menudo me pregunté si nuestra bonita huésped decía alguna vez sus oraciones. Desde luego, yo no la había visto nunca de rodillas. Por la mañana, nunca bajaba hasta mucho después de que hubieran terminado nuestras oraciones familiares, y, por la noche, jamás abandonaba el saloncito para asistir a nuestras breves plegarias vespertinas en la sala. De no haber salido casualmente en una de nuestras charlas perezosas el que había sido bautizada, yo hubiera dudado que fuera cristiana. La religión era un tema sobre el que jamás le había oído decir una sola palabra. Si yo hubiera conocido mejor el mundo, esa particular negligencia o antipatía no me hubiera sorprendido tanto. Las precauciones de la gente nerviosa son contagiosas, y las personas de temperamento semejante acabarán, indudablemente, al cabo de un tiempo, por imitarlas. Yo había adoptado la costumbre de Carmilla de cerrar con llave el dormitorio, tras meterme en la cabeza todas sus caprichosas inquietudes sobre atacantes nocturnos y asesinos al acecho. Había adoptado también sus precauciones de llevar a cabo un breve registro por toda la habitación para quedar tranquila en cuanto a que no se había «situado» en ella ningún asesino apostado. Una vez tomadas esas sabias medidas me puse en la cama y me dormí. Había una luz encendida en mi habitación. Era ésta una vieja costumbre que había empezado muy pronto en mi vida y de la que nada me habría inducido a apartarme. Confortada de este modo, podía descansar con tranquilidad. Pero los sueños atraviesan los muros de piedra, iluminan habitaciones oscuras, u oscurecen las iluminadas, y sus personajes realizan sus


entradas y salidas a su placer, y se ríen de los cerrajeros. Aquella noche tuve un sueño que fue el comienzo de una extrañísima angustia. No puedo calificarlo de pesadilla, porque tenía plena conciencia de estar dormida. Pero tenía igualmente conciencia de encontrarme en mi habitación, tendida en mi cama, precisamente tal como realmente estaba. Vi, o imaginé ver, la habitación y su mobiliario exactamente tal como los acababa de ver; sólo que había mucha oscuridad, y vi algo moverse por el pie de la cama, algo que, en un comienzo, no pude distinguir con precisión. Pero no tardé en percibir que se trataba de un animal de un negro fuliginoso parecido a un gato monstruoso. Me pareció que tendría como cuatro o cinco pies de largo, ya que medía tanto como la alfombra junto al hogar cuando pasó sobre ella; y continuamente iba y venía con la flexible inquietud siniestra de un animal enjaulado. Yo no podía gritar, aunque, como supondrás, estaba aterrada. Su andar iba haciéndose cada vez más rápido, y la habitación cada vez más oscura, y, finalmente, tan oscura que ya no pude ver nada en ella, salvo sus ojos. Lo sentí saltar ágilmente sobre la cama. Los dos grandes ojos se acercaron a mi rostro, y, súbitamente, sentí un dolor punzante, como si me clavaran dos grandes agujas, separadas por una pulgada, profundamente en el pecho. Me desperté dando un grito. La habitación estaba iluminada por la vela que ardía en ella durante toda la noche, y vi una figura femenina erguida al pie de la cama, un poco hacia el lado derecho. Llevaba un vestido oscuro y suelto, y su cabello le caía sobre los hombros, cubriéndolos. Un bloque de piedra no hubiera podido estar más inmóvil. No había en ella el menor movimiento de respiración. Mientras yo la miraba, la figura parecía haber cambiado de sitio, y se encontraba ahora más cerca de la puerta; luego, cuando estuvo ya junto a ella, la puerta se abrió, y aquélla salió. Me sentí entonces aliviada, y capaz de respirar y de moverme. Mi primera idea fue que Carmilla me había gastado una broma. Corrí hacia la puerta, y me la encontré, como de costumbre, cerrada por dentro. Tenía miedo de abrirla: estaba horrorizada. Me metí en la cama de un salto, y me tapé la cabeza con las sábanas, permaneciendo así, más muerta que viva, hasta el amanecer.


VII

Descenso Sería inútil que tratara de contarte el horror con que, incluso ahora, recuerdo el episodio de aquella noche. No fue el terror transitorio que deja tras de sí un sueño. Parecía profundizarse con el tiempo, y comunicarse a la habitación y al mismo mobiliario que habían enmarcado la aparición. El día siguiente no pude soportar que me dejaran sola ni un momento. Se lo hubiera contado a papá, de no existir dos razones en contra. Pensé, por una parte, que se reiría de mi historia, y que yo no podría soportar que aquello fuera tratado en broma, y, por otra parte, que podría imaginar que había sido atacada por el misterioso mal que había invadido aquellos vecindarios. En cuanto a mí, no tenía temores en este sentido, y, como mi padre había estado enfermo durante un tiempo, tenía miedo de alarmarle. Me sentí bastante confortada teniendo cerca a mis bondadosas compañeras, Madame Perrodon y la vivaz Mademoiselle De Lafontaine. Ambas se dieron cuenta de que yo estaba agitada y nerviosa, y, finalmente, les conté lo que tanto pesaba en mi espíritu. Mademoiselle se rió, pero creí percibir que Madame Perrodon parecía inquieta. —A propósito —dijo Mademoiselle, riéndose—, el largo paseo de los tilos, junto a la ventana, de la habitación de Carmilla, está hechizado. —¡Qué tontería! —exclamó Madame, que, probablemente, juzgó el tema un tanto inoportuno—. ¿Y quién cuenta esa historia, querida? —Martin dice que dos veces, cuando reparaban la vieja puerta del patio, llegó allí antes de salir el sol, y que las dos veces vio a la misma mujer paseándose por el paseo de los tilos. —Eso puede muy bien ser, mientras haya vacas por ordeñar en los prados del río —dijo Madame. —Eso diría yo; pero Martin opta por asustarse, y jamás he visto a un loco más asustado. —No deben decirle nada a Carmilla, porque puede ver ese paseo desde la ventana de su habitación —intervine yo—; y, si es concebible, es todavía más cobarde que yo. Carmilla bajó quizá un poco más tarde de lo usual aquel día. —Qué miedo he pasado esta noche —dijo, en cuanto estuvimos juntas—. Estoy segura de que me hubiera ocurrido algo terrible de no ser por ese amuleto que le compré al pobre jorobadillo al que tanto insulté. Tuve un sueño de algo negro que le daba la vuelta a mi cama, y me desperté absolutamente horrorizada, y realmente pensé, durante unos segundos, que veía una figura oscura junto a la chimenea, pero busqué mi amuleto debajo de la almohada, y, en el momento en que mis dedos lo tocaron, la figura desapareció, y me sentí totalmente segura de que, de no haberlo tenido conmigo, algo horrendo hubiera aparecido, y quizá me hubiera estrangulado, como hizo con esa pobre gente de la que hemos oído. —Bueno, escucha —empecé yo; y volví a contar mi aventura, relato ante el cual pareció horrorizarse.


—¿Y tenías el amuleto junto a ti? —preguntó, con inquietud. —No, lo había metido en un jarrón de porcelana en el saloncito; pero, desde luego, esta noche lo tendré conmigo, puesto que tú tienes tanta fe en él. A esta distancia en el tiempo no sabría decirte, ni siquiera comprender, cómo superé mi horror tan eficazmente como para acostarme sola aquella noche en mi habitación. Recuerdo distintamente que prendí el amuleto de mi almohada con un alfiler. Me quedé dormida casi inmediatamente, y dormí toda la noche incluso más profundamente de lo habitual. También pasé bien la noche siguiente. Mi dormir era deliciosamente profundo y sin sueños. Pero me desperté con una sensación de lasitud y melancolía que, sin embargo, no excedía un nivel en que resultaba casi voluptuosa. —Bueno, te lo dije —dijo Carmilla, cuando le describí mi tranquilo sueño—. Yo misma he tenido esta noche un sueño delicioso; prendí el amuleto del pecho de mi camisón. La noche anterior estaba demasiado lejos. Estoy absolutamente segura de que todo era fantasía, excepto los sueños. Yo pensaba antes que los malos espíritus hacen soñar, pero nuestro médico me dijo que no es cierto. Es tan sólo que pasa una fiebre, o cualquier otra enfermedad, cosa que sucede a menudo, según él dice, y llama a la puerta, y, al no poder entrar, sigue adelante, dejando detrás esa alarma. —¿Y qué piensas que es ese amuleto? —pregunté. —Ha sido ahumado o sumergido en cierta droga, y es un antídoto contra la malaria —respondió ella. —Entonces, ¿actúa tan sólo sobre el cuerpo? —Claro; ¿no supondrás que los malos espíritus se asustan de unos trocitos de cinta, o de los perfumes de la tienda del droguista? No, esos males que vagan por el aire empiezan por poner a prueba los nervios, y de este modo infectan el cerebro; pero antes de que se apoderen de una, el antídoto los repele. Estoy segura de que es esto lo que ha hecho por nosotras el amuleto. No es nada mágico, tan sólo natural. Yo hubiera sido más feliz si hubiera podido estar completamente de acuerdo con Carmilla, pero hice cuanto pude, y la impresión estaba perdiendo parte de su fuerza. Dormí profundamente durante algunas noches; pero cada mañana sentía la misma lasitud, y todo el día pesaba sobre mí una languidez. Me sentía una muchacha cambiada. Se deslizaba en mí una extraña melancolía, una melancolía que no hubiera querido interrumpir. Empezaron a abrírseme confusos pensamientos de muerte, y cierta idea de que estaba decayendo lentamente tomó posesión de mí de un modo suave y, de algún modo, no desagradable. Aun siendo triste, el tono mental que esto provocaba era también dulce. Fuera lo que fuera, mi alma lo aceptaba. No admití estar enferma, no consentí en decirle nada a mi papá, ni en mandar a buscar al médico. Carmilla sentía por mí más devoción que nunca, y sus extraños paroxismos de lánguida adoración se hicieron más frecuentes. Me acariciaba con ardor creciente a medida que mi fuerza y mis ánimos se desvanecían. Eso me producía siempre una impresión semejante a un destello de locura. Estaba yo entonces, sin saberlo, en un grado notablemente avanzado de la más extraña enfermedad que ningún mortal haya sufrido jamás. Había en sus primeros síntomas una inexpresable fascinación que me reconciliaba más que de sobra con el efecto incapacitador de esa etapa de la enfermedad. Aquella fascinación aumentó durante un tiempo, hasta alcanzar cierto punto a partir del cual se mezcló en ella, gradualmente, una sensación de lo horrible que fue profundizándose, como


verás, hasta decolorar y pervertir todos los aspectos de mi vida. El primer cambio que experimenté era más bien agradable. Se produjo muy cerca del punto de inflexión en que empezaba el descenso hacia el Averno. Me visitaban durante el sueño ciertas sensaciones difusas y extrañas. La que prevalecía era la de ese agradable estremecimiento peculiar que sentimos al bañarnos, moviéndonos contra la corriente de un río. Pronto se vio acompañada por sueños que parecían interminables, y que eran tan vagos que nunca podía recordar sus escenarios y personajes, ni ninguna porción coherente de su acción. Pero me dejaban una impresión terrible, y una sensación de agotamiento, como si hubiera atravesado un largo período de grandes esfuerzos mentales y peligros. Después de todos esos sueños me quedaba, al despertar, el recuerdo de haberme encontrado en un sitio casi totalmente oscuro, y de haber hablado con gente a la que no podía ver; y, especialmente, el de una voz clara, femenina, muy profunda, que hablaba como de lejos, lentamente y produciéndome siempre la misma sensación de solemnidad y miedo indescriptibles. A veces sobrevenía una sensación como de si una mano se deslizara suavemente por mis mejillas y mi cuello. Otras veces era como si unos cálidos labios me besaran, haciéndolo más larga y amorosamente al llegar a mi garganta; pero ahí la caricia se inmovilizaba. El corazón me latía con más fuerza, mi respiración subía y bajaba rápidamente en fuertes jadeos; venía un sollozo, que crecía en sensación de estrangulamiento, y se transformaba en una terrible convulsión en la que me abandonaban los sentidos y caía inconsciente. Habían pasado tres semanas desde el comienzo de ese estado inexplicable. Durante la última semana, mis sufrimientos se habían reflejado en mi aspecto. Me había puesto pálida, tenía los ojos dilatados y oscurecidos por debajo, y la languidez que había sentido durante todo ese tiempo empezó a mostrarse en mi semblante. Mi padre me preguntaba a menudo si estaba enferma; pero, con una obstinación que ahora me parece inexplicable, persistí en asegurarle que me sentía perfectamente. En cierto sentido, esto era cierto. No me dolía nada, no podía lamentarme de ningún desorden corporal. Mi mal parecía afectar a la imaginación, o a los nervios, y, aun siendo horribles mis sufrimientos, los mantuve en profundo secreto, con una reserva morbosa. No podía tratarse de ese mal terrible que los campesinos llamaban el upiro, hacía ya tres semanas que lo padecía, y ellos estaban enfermos raras veces más de tres días hasta que la muerte venía a poner fin a sus miserias. Carmilla se quejaba de sueños y sensaciones febriles, aunque en absoluto de una especie tan alarmante como los míos. Digo que los míos eran extremadamente alarmantes. Si hubiera sido capaz de comprender mi condición, hubiera pedido de rodillas ayuda y consejo. Obraba en mí el narcótico de una influencia no sospechada, y mis sensaciones estaban entorpecidas. Voy a contarte ahora un sueño que condujo inmediatamente a un extraño descubrimiento. Cierta noche, en vez de la voz que estaba acostumbrada a oír, oí otra, dulce y tierna, y al mismo tiempo terrible, que me dijo: «Tu madre te advierte que te protejas de la asesina». Al mismo tiempo surgió inesperadamente una luz, y vi a Carmilla, erguida, junto al pie de mi cama; con su camisón blanco y bañada, desde la barbilla hasta los pies, de una gran mancha de sangre. Me desperté con un chillido, poseída por la sola idea de que Carmilla estaba siendo asesinada. Recuerdo que salté de la cama, y mi siguiente recuerdo es el de encontrarme en el pasillo, gritando en petición de auxilio. Madame y Mademoiselle acudieron precipitadamente, saliendo, alarmadas, de sus habitaciones;


en el pasillo había siempre una luz encendida, y, al verme, no tardaron en conocer la causa de mi terror. Insistí en que llamáramos a la puerta de Carmilla. No recibimos ninguna respuesta. Aquello se convirtió pronto en un vendaval de aporreamientos y gritos. Chillábamos su nombre, pero en vano. Nos asustamos todas, porque la puerta estaba cerrada con llave. Regresamos, llenas de pánico, a mi habitación. Allí hicimos sonar la campana, larga y furiosamente. Si la habitación de mi padre hubiera estado en aquella parte de la casa, le hubiéramos llamado de inmediato en nuestra ayuda. Pero, ¡ay!, estaba totalmente fuera del alcance de nuestros gritos, y llegar a él implicaba una excursión para la que ninguna de nosotras tenía valor. Algunos sirvientes, sin embargo, no tardaron en subir corriendo las escaleras; yo me había puesto entretanto la bata y las zapatillas, y mis compañeras estaban ya ataviadas del mismo modo. Al reconocer las voces de los sirvientes en el pasillo, salimos todas juntas; y, tras renovar infructuosamente nuestras llamadas a la puerta de Carmilla, ordené a los hombres que forzaran la puerta. Eso hicieron, y nosotras, que sosteníamos en alto nuestras lámparas en la entrada, miramos dentro de la habitación. La llamamos por su nombre; pero seguía sin haber respuesta. Miramos por toda la habitación. Todo estaba en su lugar, en el mismo estado en que yo lo había dejado al darle las buenas noches. Pero Carmilla había desaparecido.


VIII

La búsqueda Al ver la habitación, perfectamente intacta salvo por nuestra violenta entrada, empezamos a enfriarnos un poco, y no tardamos en recobrar el buen sentido lo suficiente para ordenar a los sirvientes que se fueran. A Mademoiselle se le ocurrió que, posiblemente, Carmilla se habría despertado con el estruendo en su puerta, y, en su pánico inicial, había saltado de la cama, y se había ocultado en un armario, o detrás de una cortina, de donde no podía salir, naturalmente, hasta que el mayordomo y sus secuaces se hubieran retirado. Recomenzamos pues nuestra búsqueda, y empezamos de nuevo a llamarla por su nombre. Nada sirvió de nada. Nuestra perplejidad y nuestra inquietud aumentaron. Examinamos las ventanas, pero estaban cerradas. Imploré a Carmilla para que, si se había escondido, no prolongara aquella broma cruel, para que saliera y pusiera fin a nuestra ansiedad. De nada valió. Yo estaba ya por entonces convencida de que no estaba en su habitación, ni en la antecámara, cuya puerta estaba también cerrada con llave por aquel lado. No podía haberla cruzado. Yo estaba absolutamente desconcertada. ¿Habría descubierto Carmilla uno de esos pasadizos secretos que, según el ama de llaves, se sabía que existían en el schloss, aunque se había perdido la tradición de su situación exacta? No pasaría mucho rato sin que, sin duda, se explicara todo, por desconcertados que, por el momento, estuviéramos. Eran más de las cuatro, y preferí pasar las horas de oscuridad que quedaban en la habitación de Madame. La luz del día no aportó ninguna solución al problema. Toda la casa, con mi padre en cabeza, se encontraba la mañana siguiente en estado de agitación. Todos los rincones del château fueron investigados. Se exploró el suelo. No pudo descubrirse el menor rastro de la dama desaparecida. Estábamos a punto de hacer dragar el riachuelo. Mi padre estaba trastornado: ¿qué historia le contaría a la madre de la pobre muchacha cuando volviera? También yo estaba fuera de mí, aunque mi pesadumbre era de una especie completamente distinta. Transcurrió la mañana en la alarma y la confusión. Era ya la una, y seguía sin haber noticias. Corrí a la habitación de Carmilla, y me la encontré frente a su tocador. Me quedé atónita. No podía creer a mis ojos. Me llamó con señas de sus lindos dedos, en silencio. Su rostro expresaba un miedo extremo. Corrí hacia ella en un éxtasis de alegría. La besé y abracé una y otra vez. Corrí a la campanilla y la hice sonar furiosamente, para que los demás vinieran y aliviar de inmediato la inquietud de mi padre. —¡Querida Carmilla! ¿Qué ha sido de ti todo ese tiempo? Estábamos angustiados al máximo contigo —exclamé—. ¿Dónde has estado? ¿Cómo has vuelto? —La pasada noche ha sido una noche de prodigios —dijo. —Por el amor de Dios, explica todo lo que puedas.


—Eran más de las dos —dijo— cuando me puse en cama para dormir, como de costumbre, con las puertas cerradas con llave, tanto la de la antecámara como la que se abre al pasillo. Dormí sin interrupción y, por lo que recuerdo, sin sueños; pero me he despertado hace unos momentos justo aquí, en el sofá de la antecámara, y me he encontrado con la puerta entre las habitaciones abierta, y la otra puerta forzada. ¿Cómo ha podido ocurrir todo esto sin que me despertara? Eso se habrá producido con muchísimo ruido, y yo me despierto con mucha facilidad; y, ¿cómo he podido trasladarme de mi cama sin que mi sueño se haya interrumpido, si me despierto sobresaltada con el menor susurro? Por entonces, Madame, Mademoiselle, mi padre, y numerosos sirvientes, estaban ya en la habitación. Naturalmente, Carmilla fue abrumada a preguntas, felicitaciones y bienvenidas. Tan sólo tenía aquella historia por contar, y parecía la menos capaz entre todos los presentes para dar una explicación de lo sucedido. Mi padre se dio una vuelta por la habitación, pensativo. Yo vi los ojos de Carmilla seguirle por un momento con una mirada taimada y sombría. Cuando mi padre hubo hecho marchar a los sirvientes, habiendo ido Mademoiselle a buscar una botellita de valeriana y carbonato amónico, y no quedando nadie en la habitación con Carmilla salvo mi padre, Madame y yo misma, mi padre se dirigió hacia ella, pensativo, le tomó la mano muy afectuosamente, la condujo al sofá, y se sentó a su lado. —¿Me perdonarás, querida, si aventuro una conjetura y te hago una pregunta? —¿Quién tendría mayor derecho a ello? —dijo ella—. Pregunte lo que desee, y se lo diré todo. Pero mi historia consiste tan sólo en asombro y tinieblas. No sé absolutamente nada. Hágame cualquier pregunta que desee. Pero ya sabe, naturalmente, las limitaciones bajo las que me puso mamá. —Perfectamente, querida niña. No necesito abordar los temas sobre los que ella desea silencio. Ahora bien, lo maravilloso de la pasada noche consiste en que te has visto desplazada de tu cama y tu habitación sin despertarte, y ese desplazamiento, aparentemente, se ha producido con las ventanas cerradas y las dos puertas cerradas con cerrojo por dentro. Te voy a exponer mi teoría, y, antes, te haré una pregunta. Carmilla apoyaba el rostro en la mano, abatida; Madame y yo escuchábamos sin aliento. —Bueno, mi pregunta es ésta: ¿se ha sospechado alguna vez que anduvieras en sueños? —Nunca, desde que era muy pequeña. —Pero ¿andabas dormida cuando eras pequeña? —Sí; sé que lo hacía. Mi vieja aya me lo ha contado a menudo. Mi padre sonrió, asintiendo con la cabeza. —Bueno, lo que ha ocurrido es esto. Te levantaste dormida, abriste la puerta sin dejar la llave, como de costumbre, en la cerradura, sino sacándola y cerrando la puerta por fuera. Luego volviste a sacar la llave, y te la llevaste contigo a cualquiera de las veinticinco habitaciones de este piso, o quizá escaleras arriba o escaleras abajo. Hay tantas habitaciones y cámaras, tantos muebles pesados, y tanta acumulación de armatostes, que se necesitaría una semana para buscar a fondo en toda la casa. ¿Ves ahora lo que quiero decir? —Sí, pero no del todo —respondió ella. —¿Y de qué modo, papá, explicas el que se encontrara en el sofá de su recámara, que había sido examinada tan cuidadosamente?


—Volvió después de que se buscara ahí, todavía dormida, y, finalmente, se ha despertado espontáneamente, y se ha sentido tan sorprendida de encontrarse donde estaba como cualquiera de nosotros. Quisiera que todos los misterios se explicaran tan fácil e inocentemente como los tuyos, Carmilla —dijo, riendo—. De modo que podemos felicitarnos de la certidumbre de que la explicación más natural del hecho no implica drogas, cerraduras estropeadas, ladrones, envenenadores ni brujas… Nada que deba alarmar a Carmilla, ni a nadie, por nuestra seguridad. Carmilla tenía un aspecto encantador. No podía haber nada más hermoso que sus colores. Su belleza, pienso, se veía realzada por la grácil languidez que le era peculiar. Creo que mi padre contrastaba silenciosamente su aspecto con el mío, porque dijo: —Quisiera que mi pobre Laura tuviera mejor aspecto. Y suspiró. De este modo, nuestra alarma terminó felizmente, y Carmilla se veía restituida a sus amigos.


IX

El médico Dado que Carmilla no quería ni oír hablar de que una criada durmiera en su habitación, mi padre dispuso que un sirviente durmiera frente a su puerta para que no pudiera intentar otra excursión como aquélla sin ser detenida en su misma puerta. Aquella noche pasó con tranquilidad; y, a la mañana siguiente, el médico, al que mi padre había mandado buscar sin decirme una palabra, vino a visitarme. Madame me acompañó a la biblioteca. Allí estaba esperándome el grave y pequeño doctor que antes he mencionado, con su cabello empolvado y sus gafas. Le conté mi historia y, a medida que avanzaba, se fue poniendo cada vez más serio. Estábamos, él y yo, en el nicho de una ventana, frente a frente. Cuando hube terminado mi exposición, apoyó la espalda en la pared, con la mirada fija en mí con un profundo interés en el que había un destello de horror. Tras un minuto de reflexión, preguntó a Madame si podía ver a mi padre. Se le mandó a buscar, y, cuando entró, sonriendo, dijo: —Estoy por pensar, doctor, que va a decirme que soy un viejo tonto por haberle hecho venir; espero que así sea. Pero su sonrisa se desvaneció como una sombra cuando el médico, con el rostro muy grave, le llamó a su lado. Mi padre y el doctor hablaron durante un rato en el mismo sitio donde yo acababa de conferenciar con el médico. Parecía una conversación vehemente y argumentadora. Esa habitación es muy grande, y Madame y yo estábamos juntas, ardiendo de curiosidad, al otro extremo. No pudimos oír, sin embargo, ni una palabra, porque hablaban en tono muy bajo, y el profundo abrigo de la ventana ocultaba por completo al doctor de nuestras miradas, y casi por completo a mi padre, del que sólo podíamos ver un pie, un brazo y un hombro; y las voces eran, me figuro, aun menos audibles por la especie de recinto que formaban el grueso muro y la ventana. Al cabo de un rato se asomó a la habitación el rostro de mi padre. Estaba pálido, pensativo, y, me pareció, agitado. —Laura, querida, ven un momento. Madame, dice el doctor que por el momento no la molestaremos. En consecuencia, me acerqué a ellos, por primera vez un tanto alarmada; ya que, aunque me sentía débil, no me sentía enferma; y las energías, según siempre nos imaginamos, son una cosa que podemos conseguir cuando lo deseamos. Mi padre me tendió la mano mientras yo me acercaba, pero estaba mirando al doctor, y éste dijo: —Indudablemente, es muy curioso; no acabo de entenderlo. Laura, acércate, querida; ahora préstale atención al doctor Spielsberg, y recóbrate.


—Mencionó usted una sensación como de dos agujas que le perforaran la piel, más o menos hacia el cuello, la noche en que experimentó su primer sueño horrible. ¿Sigue produciéndose algún dolor? —Ninguno en absoluto —respondí. —¿Puede indicarme con el dedo más o menos el punto en que piensa usted que le ocurrió eso? —Muy poco por debajo de la garganta… aquí —respondí. Yo llevaba un vestido de mañana, que dejaba a cubierto el punto que indicaba. —Ahora se convencerá —dijo el doctor—. No le importará que su papá le desabroche un poquito el vestido. Es necesario para detectar un síntoma del mal que sufre. Asentí. Era tan sólo una o dos pulgadas por debajo del borde del cuello del vestido. —¡Dios bendito!… Ahí está —exclamó mi padre, poniéndose pálido. —Ahora lo ve con sus propios ojos —dijo el médico, con tétrico triunfo. —¿Qué es? —exclamé, empezando a asustarme. —Nada, mi querida damita, tan sólo un punto azul, más o menos del tamaño de la yema de su dedo meñique. Y ahora —prosiguió, volviéndose hacia papá—, la cuestión es: ¿qué es lo mejor que se puede hacer? —¿Hay algún peligro? —apremié, sumamente agitada. —Confío en que no, querida —respondió el doctor—. No veo por qué no habría de recobrarse. No veo por qué no habría de empezar a mejorar inmediatamente. ¿Es éste el punto donde empieza la sensación de estrangulamiento? —Sí —respondí. —Y… recuérdelo lo mejor que pueda…, ¿era el mismo punto una especie de centro de ese estremecimiento que acaba de describir, como la corriente fría de un arroyo fluyendo sobre usted? —Puede que sí; creo que sí. —¡Ah! ¿Lo ve? —añadió, volviéndose hacia mi padre—. ¿Puedo decirle unas palabras a Madame? —Desde luego —dijo mi padre. Llamó a Madame, y dijo: —Veo que mi joven amiga está lejos de estar perfectamente. No será nada de mucha importancia, espero; pero será necesario que se tomen algunas medidas, que iré explicando; pero entretanto, Madame, tendrá usted la bondad de no dejar a la señorita Laura sola ni un solo momento. Ése es el único remedio que debo recetar por el momento. Es indispensable. —Podemos confiar en su amabilidad, Madame, lo sé —añadió mi padre. Madame se lo aseguró vehementemente. —Y tú, mi querida Laura, sé que observarás la orden del doctor. —Debo pedirle su opinión sobre otra paciente, cuyos síntomas se parecen ligeramente a los de mi hija, que acaban de serle detallados… Mucho más suaves en grado, pero creo que exactamente de la misma especie. Es una joven dama…, nuestra huésped. Pero puesto que usted dice que volverá a visitarnos esta tarde, lo mejor será que cene aquí, y entonces podrá verla. Ella no baja hasta la tarde. —Gracias —dijo el doctor—. Estaré con ustedes, pues, esta tarde, hacia las siete. Y entonces nos repitió sus indicaciones a mí y a Madame, y, con esta última orden, mi padre nos dejó, y salió con el doctor; y yo les vi caminando juntos arriba y abajo entre el camino y el foso, por la explanada de hierbas frente al castillo, evidentemente absortos en ensimismada conversación.


El doctor no volvió. Le vi montar en su caballo, despedirse, y cabalgar hacia el este, bosque a través. Casi al mismo tiempo vi llegar al hombre de Dranfeld con las cartas, desmontar y tenderle el saco a mi padre. Entretanto, Madame y yo estábamos ocupadas, perdiéndonos en conjeturas en cuanto a los motivos de la singular y severa orden que el médico y mi padre nos habían impuesto conjuntamente. Madame, según me contó tiempo después, temía que el doctor se precaviera contra un ataque súbito en el que, si yo no contara con pronta ayuda, pudiera perder la vida en un acceso o, al menos, quedar seriamente lastimada. Esta interpretación no se me ocurrió; e imaginé, quizá por suerte para mis nervios, que aquella disposición me había sido impuesta tan sólo para garantizarme una compañera que evitara que yo hiciera demasiado ejercicio, o comiera fruta no madura, o hiciera cualquiera de las cincuenta locuras a las que se supone que la gente joven se siente inclinada. Como media hora después, mi padre entró… Tenía una carta en la mano… Y dijo: —Esta carta se ha retrasado; es del general Spielsdorf. Hubiera podido llegar ayer, puede que no venga hasta mañana, y puede que llegue hoy. Me puso en la mano la carta abierta; pero no parecía complacido, según solía cuando llegaba un huésped, especialmente uno tan apreciado como el general. Parecía, por el contrario, que su deseo fuera encontrarse en aquel momento en el fondo del Mar Rojo. Había evidentemente algo en su mente que no se proponía dar a conocer. —Papá querido, ¿me lo contarás? —dije, poniéndole súbitamente la mano sobre el brazo, y mirándole, estoy segura, implorantemente al rostro. —Quizá —respondió, tirándome el cabello acariciadoramente sobre los ojos. —¿No me considerará el doctor muy enferma? —No, querida; piensa que, si se hace lo que se debe, pronto te habrás recobrado por completo, o, al menos estarás en claro camino de una completa curación, dentro de uno o dos días —respondió, un poco secamente—. Quisiera que nuestro buen amigo el general hubiera elegido otro momento cualquiera; es decir, hubiera querido que estuvieras perfectamente buena para recibirle. —Pero dime, papá —insistí—, ¿qué piensa el doctor que me ocurre? —Nada; no debes aturdirme a preguntas —respondió, más irritado de lo que yo recordaba haberle visto nunca; y, viendo que yo parecía dolida, supongo, me besó, y añadió—: Lo sabrás todo dentro de uno o dos días; es decir, todo lo que yo sé. Entretanto, no le des más vueltas. Dio media vuelta y dejó la habitación, pero volvió antes de que yo acabara de sentirme asombrada y desconcertada por lo curioso de todo aquello; fue tan sólo para decirme que se iba a Karnstein y que había ordenado que dispusieran el carruaje para las doce, y que yo y Madame le acompañaríamos; iba a ver al sacerdote que vivía cerca de aquellos entornos pintorescos por una cuestión de negocios, y, como Carmilla no había estado nunca por allí, podía seguirnos con Mademoiselle, que traería lo necesario para lo que se llama un pícnic, que podríamos organizar en el castillo en ruinas. En consecuencia, a las doce estaba dispuesta, y, poco después, mi padre, Madame y yo nos pusimos en marcha para nuestro proyectado paseo. Después de cruzar el puente levadizo giramos hacia la derecha, y seguimos el camino pasando por encima del escarpado puente gótico al oeste, dirigiéndonos al pueblo desierto y al castillo en ruinas de los Karnstein. Es imposible imaginar un paseo más agradable por el bosque. El terreno se quiebra con suaves


colinas y hondonadas, todas ellas arropadas por hermoso bosque totalmente desprovisto de la relativa ceremonia que imparten las plantaciones artificiales y el cultivo antiguo. Las irregularidades del terreno conducen a menudo al camino fuera de su curso, y hacen que serpentee hermosamente por los bordes de hondonadas rotas y de laderas más empinadas de las colinas, en medio de unas variaciones de terreno casi inagotables. Al dar la vuelta a uno de esos recodos, nos topamos de repente con nuestro viejo amigo el general que cabalgaba en dirección nuestra, acompañado por un sirviente a caballo. Su equipaje le seguía en un coche alquilado, de esos que llamamos carretas. El general desmontó cuando llegamos junto a él, y, tras los saludos habituales, le convencimos fácilmente para que aceptara un asiento libre en nuestro coche, y enviamos su caballo al schloss con su sirviente.


X

Angustia Habían pasado como diez meses desde que le habíamos visto por última vez; pero ese tiempo había bastado para que se produjera en su aspecto una diferencia de años. Había adelgazado. Un no sé qué tenebroso e inquieto había tomado el lugar de aquella cordial serenidad que solía caracterizar sus rasgos. Sus ojos azul oscuro, siempre penetrantes, brillaban ahora con una luz más severa debajo de sus pobladas cejas grises. No era uno de esos cambios que el solo dolor provoca a veces, y pasiones más enfurecidas parecían haber contribuido a su realización. No hacía mucho que habíamos reanudado nuestro paseo cuando el general empezó a hablar, en su habitual forma directa de soldado, del robo, según él lo designaba, de que había sido objeto con la muerte de su querida sobrina y pupila; y luego estalló, en un tono de intensa amargura y furor, rompiera en invectivas contra las «artes diabólicas» de las que la muchacha había sido víctima, expresando, con más exasperación que piedad, su asombro ante el hecho de que el Cielo tolerara tan monstruosa entrega a la lascivia y malignidad del infierno. Mi padre, que de inmediato se dio cuenta de que algo realmente extraordinario había sucedido, le pidió, si no era demasiado penoso para él, que detallara las circunstancias que en su opinión justificaban los fuertes términos en que se expresaba. —Se lo contaría todo con gusto —dijo el general—, pero no me creería. —¿Por qué no? —preguntó él. —Porque usted —respondió, obstinadamente— no cree en nada que no se corresponda con sus propios prejuicios e ilusiones. Recuerdo que yo era como usted, pero ahora he aprendido algo más. —Póngame a prueba —dijo mi padre—; no soy tan dogmático como usted supone. Además, sé perfectamente que usted, generalmente, exige pruebas para lo que cree, y, por lo tanto, estoy fuertemente predispuesto a respetar sus conclusiones. —Tiene razón al suponer que no me vi inducido a la ligera a una creencia en lo maravilloso… ya que lo que experimenté es maravilloso… Me vi forzado, ante una extraordinaria evidencia, a creer en algo que iba diametralmente en contra de todas mis teorías. Me convirtieron en víctima de una conspiración preternatural. A pesar de sus profesiones de confianza en la perspicacia del general, vi a mi padre, en aquel momento, mirarle con lo que me pareció una acentuada sospecha en cuanto a su cordura. El general, afortunadamente, no se dio cuenta. Miraba, sombría y curiosamente, hacia los claros y los panoramas de los bosques que se abrían delante de nosotros. —¿Se dirigen a las ruinas de Karnstein? —dijo—. Sí, es una coincidencia afortunada. ¿Saben? Yo iba a pedirles que me acompañaran a ellas para inspeccionarlas. Hay una cosa en especial que tengo que explorar. Hay allí una capilla en ruinas, ¿no es cierto?, con muchísimas tumbas de esa familia extinguida.


—Sí, las hay… Son muy interesantes —dijo mi padre—. ¿Imagino que piensa usted en reclamar el título y los dominios? Mi padre dijo esto alegremente, pero el general no respondió con la risa, o siquiera la sonrisa, que la cortesía exige para la broma de un amigo; al contrario, adquirió un aire grave e incluso fiero, cavilando sobre algo que despertaba su ira y su horror. —Se trata de algo muy distinto —dijo, ásperamente—. Pretendo desenterrar a parte de esa simpática gente. Espero, ¡Dios sea bendito!, llevar ahí a cabo un piadoso sacrilegio, que liberará a nuestra tierra de ciertos monstruos y permitirá que la gente honrada duerma en sus camas sin verse atacada por asesinos. Tengo extrañas cosas que contarle, querido amigo, cosas que yo mismo hubiera rechazado como increíbles hace unos pocos meses. Mi padre volvió a mirarle, pero esta vez no con una mirada de sospecha sino, más bien, de profunda comprensión y de alarma. —La casa de Karnstein —dijo— se extinguió hace ya mucho tiempo; al menos cien años. Mi querida esposa descendía por su madre de los Karnstein. Pero el apellido y el título han dejado de existir desde hace mucho. El castillo es una ruina; el mismo pueblo está abandonado; han pasado cincuenta años desde la última vez que se vio allí el humo de una chimenea. No queda ni un techo intacto. —Totalmente cierto. He oído muchas cosas sobre esto desde que le vi a usted por última vez; muchas cosas que le dejarán atónito. Pero lo mejor será que se lo relate todo en el orden en que sucedió —dijo el general—. Usted conoció a mi querida pupila… Mi hija, podría llamarla. Ninguna criatura puede haber sido tan hermosa, y, hace tan sólo tres meses, tan florida. —Cierto, ¡pobre criatura! Cuando la vi por última vez era, indudablemente, encantadora —dijo mi padre—. Me apenó y sorprendió más de lo que pueda contarle, querido amigo; sé qué golpe fue para usted. Tomó la mano del general, e intercambiaron un afectuoso apretón de manos. En los ojos del viejo soldado se aglomeraron las lágrimas. No trató de ocultarlas. Dijo: —Hemos sido muy viejos amigos; sabía que lo sentiría usted por mí, sabiendo que no tengo hijos. Ella se había convertido para mí en objeto del más cariñoso interés, y me recompensaba con un afecto que alegraba mi hogar y daba felicidad a mi vida. Todo esto se ha ido. No pueden ser muchos los años que me quedan sobre esta tierra; pero, por la misericordia de Dios, espero rendir a la humanidad un servicio antes de morir, y servir a la venganza del Cielo contra los diablos que han asesinado a mi pobre niña en la primavera de sus esperanzas y su belleza. —Decía, hace un momento, que iba a relatar todo lo ocurrido —dijo mi padre—. Hágalo, se lo ruego; le aseguro que no es la mera curiosidad la que me apremia. Por entonces habíamos llegado al punto en que el camino de Drunstall, por el que había venido el general, se bifurca del camino por el que nos dirigíamos a Karnstein. —¿A qué distancia están las ruinas? —inquirió el general mirando ansiosamente hacia adelante. —Como a media legua —respondió mi padre—. Por favor, cuéntenos la historia que ha tenido la bondad de prometernos.


XI

El relato de los hechos —De todo corazón —dijo el general, haciendo un esfuerzo; y, tras una breve pausa para ordenarse el tema, inició uno de los relatos más extraños que yo haya oído jamás—. Mi querida niña estaba esperando con gran placer la visita que tuvo usted la bondad de disponer que ella hiciera a su encantadora hija —en este punto hizo una inclinación de cabeza galante, pero melancólica—. Entretanto, teníamos una invitación para visitar a mi viejo amigo el conde Carisfeld, cuyo schloss se encuentra a unas seis leguas al otro lado de Karnstein. Era para asistir a una serie de fêtes que, como recordará, el conde ofrecía en honor a su ilustre visitante, el gran duque Carlos. —Sí; y muy espléndidas fueron, según tengo entendido —dijo mi padre. —¡Principescas! Y, luego, su hospitalidad es absolutamente regia. Tiene la lámpara de Aladino. La noche en que empezó mi dolor estuvo dedicada a un magnífico baile de máscaras. Se hizo al aire libre; había lámparas de colores colgadas de los árboles. Hubo un despliegue de fuegos artificiales como ni siquiera París ha presenciado jamás. Y una música… La música, ¿saben?, es mi debilidad… ¡Qué música tan embriagadora! Era quizá la mejor banda instrumental del mundo, y había los mejores cantantes que pudieron reunirse de todos los grandes teatros operísticos de Europa. Mientras uno vagaba por esas tierras fantásticamente iluminadas, con el château a la luz de la luna arrojando por sus largas hileras de ventanas una luz rosada, se oían súbitamente esas voces embelesadoras deslizándose desde el silencio de algún soto o elevándose de los botes del lago. Yo me sentía, mientras miraba y escuchaba, transportado hacia el romance y la poesía de mi primera juventud. »Cuando terminaron los fuegos de artificio y empezó el baile, volvimos al noble conjunto de salas que se habían abierto para los bailarines. Un baile de máscaras, ¿saben?, es un hermoso espectáculo; pero espectáculo tan brillante como aquél no lo había yo visto antes. »Era una asamblea muy aristocrática. Yo mismo era prácticamente el único “don nadie” presente. »Mi querida niña tenía un aspecto realmente hermoso. No llevaba máscara. Su excitación y su deleite añadían un encanto inexpresable a sus facciones, siempre bonitas. Me fijé en una joven dama, espléndidamente vestida, pero que llevaba máscara, que me pareció que observaba a mi pupila con extraordinario interés. Ya la había visto antes, por la tarde, en la gran sala, y otra vez, durante unos pocos minutos, caminando cerca de nosotros por la terraza que estaba debajo de las ventanas del castillo, en actitud similar. Otra dama, también con máscara, vestida rica y severamente, y con un aire soberbio, como de persona de rango, la acompañaba como dueña. Si la joven dama no hubiera llevado máscara, hubiera yo podido, naturalmente, estar mucho más seguro acerca de si realmente vigilaba a mi pobre niña. Ahora estoy totalmente seguro de que sí. »Estábamos ahora en uno de los salones. Mi pobre y querida niña había estado bailando, y descansaba un rato en una de las sillas que estaban cerca de la puerta. Yo estaba a su lado. Las dos damas que he mencionado se acercaron, y la más joven tomó el asiento contiguo al de mi pupila,


mientras que su acompañante se quedaba a mi lado, durante un rato, estuvo hablando en voz baja a la joven que estaba bajo su responsabilidad. »Valiéndose del privilegio de su máscara, se volvió hacia mí, y, en tono de vieja amistad y llamándome por mi nombre, inició una conversación conmigo, conversación que estimuló mucho mi curiosidad. Aludió a muchos escenarios en que se había topado conmigo: en la Corte, en casas distinguidas. Se refirió a pequeños incidentes en los que hacía tiempo que yo no pensaba, pero que, según descubrí, habían permanecido dormidos en mi memoria, ya que, a sus palabras, cobraban vida inmediatamente. »Cada momento sentía yo mayor curiosidad por averiguar quién era. Paró mis intentos de descubrirlo de un modo muy hábil y gracioso. El conocimiento que demostraba tener de distintos episodios de mi vida me parecía casi inexplicable; y parecía obtener un placer nada ilógico frustrando mi curiosidad y viéndome tropezar, en mi impaciente perplejidad, en estas y aquellas conjeturas. »Entretanto, la joven dama, a la que su madre llamó con el curioso nombre de Millarca cuando se dirigió a ella una o dos veces, había entrado en conversación con mi pupila, con la misma facilidad y gracia. »Se presentó a sí misma diciendo que su madre era una vieja amiga de la mía. Hablaba de la agradable audacia que un baile de máscaras hace permisible; hablaba como una amiga; admiraba el vestido de mi niña, e insinuaba, muy afablemente, su admiración por su belleza. La divirtió con críticas burlescas a la gente que llenaba la sala de baile, y se reía con las bromas de mi pobre niña. Era muy aguda y tenía mucha vivacidad cuando quería, y, al cabo de un rato, se habían hecho muy buenas amigas; y la joven extraña se quitó la máscara, mostrando un rostro notablemente hermoso, que yo jamás había visto antes, ni tampoco mi querida niña. Pero, aun siendo nuevo para nosotros, sus facciones eran tan agraciadas, y tan encantadoras, que era imposible no experimentar poderosamente su atracción. Eso le ocurrió a mi pobre niña. Nunca he visto a nadie encapricharse tanto de otra persona a primera vista, como no fuera, a decir verdad, aquella misma forastera, que parecía haber enloquecido por mi niña. »Entretanto, valiéndome de la licencia de un baile de máscaras, le hice no pocas preguntas a la dama mayor. »—Me ha desconcertado por completo —le dije, riendo—. ¿No le basta con eso? ¿No consentirá usted en ponerse en igualdad conmigo, teniendo la bondad de quitarse la máscara? »—¿Puede haber petición menos razonable? —replicó—. ¡Pedirle a una dama que renuncie a una ventaja! Además, ¿cómo sabe que me reconocería? Los años cambian a la gente. »—Tal como usted ve —dije con una reverencia y, supongo, una risita un tanto melancólica. »—Tal como nos dicen los filósofos —dijo ella—. ¿Y cómo sabe que el ver mi rostro le ayudaría en algo? »—Estoy dispuesto a correr el riesgo —respondí—. Es inútil que trate de pasar por una mujer vieja: su figura la traiciona. »—Han pasado años, sin embargo, desde la última vez que le vi, o, mejor dicho, que usted me vio, pensándolo bien. Millarca, aquí, es mi hija; no puedo, pues, ser joven, ni siquiera en la opinión de la gente a la que el paso del tiempo ha enseñado a ser indulgente, y no me gustaría verme comparada con la persona que usted recuerda. Usted no tiene máscara que quitarse. No puede ofrecerme ningún trueque.


»—Mi petición de que se la quite se dirige a su piedad. »—Y la mía de que deje la máscara donde está se dirige a la suya —replicó. »—Bien, entonces, al menos me dirá si es francesa o alemana; habla usted ambos idiomas perfectamente. »—Creo que no voy a decírselo, general; planea usted un ataque por sorpresa, y está meditando por dónde dar el asalto. »—Por lo menos, no me negará —le dije— que, puesto que me honra autorizándome a conversar, debería saber cómo dirigirme a usted. ¿He de decir Madame la Comtesse? »Se rió, y, sin duda, me hubiera replicado con otra evasiva… si es que puedo considerar como sujetas a posibilidad de modificación accidental las evoluciones de una conversación cada una de cuyas circunstancias, según creo ahora, había sido estudiada por anticipado. »—En cuanto a esto… —empezó; pero se vio interrumpida, casi en el momento de abrir los labios, por un caballero vestido de negro, de aire particularmente elegante y distinguido, con esta reserva: su rostro era el más mortalmente pálido que yo haya visto nunca, salvo en los muertos. No iba disfrazado, sino vestido con el sencillo traje de un caballero; y dijo, sin una sonrisa, pero con una reverencia cortés e inusualmente profunda: »—¿Me permitirá Madame la Comtesse decirle unas pocas palabras que quizá sean de su interés? »La dama se volvió hacia él apresuradamente, y se llevó un dedo a los labios en signo de silencio; luego me dijo: »—Guárdeme el sitio, general; volveré en cuanto hayamos hablado unos momentos. »Y, con esta orden, dada juguetonamente, se apartó un poco con el caballero de negro, y habló con él unos minutos, de un modo en apariencia muy vehemente. Luego se alejaron, caminando lentamente, entre la muchedumbre, y les perdí de vista durante unos minutos. »Me dediqué, en el intervalo, a devanarme los sesos tratando de adivinar la identidad de aquella dama, que parecía recordarme tan afectuosamente; y estaba pensando en unirme a la conversación entre mi bonita pupila y la hija de la condesa, pensando que quizá, para cuando volviera, podría tenerle preparada la sorpresa de saberme al dedillo su nombre, su título, su château y sus posesiones. Pero en aquel momento volvió, acompañada por el pálido hombre de negro, el cual dijo: »—Volveré a informar a Madame la Comtesse cuando su carruaje esté en la puerta. »Se retiró con una reverencia.


XII

Una petición »—Entonces, vamos a perder a Madame la Comtesse, aunque espero que sea tan sólo por unas pocas horas —dije, con una acentuada reverencia. »—Puede que así sea, y puede que sean algunas semanas. Ha sido muy mala suerte que me haya hablado justo ahora tal como lo ha hecho. ¿Me conoce usted ahora? »Le aseguré que no. »—Me conocerá —dijo—, pero no ahora. Somos amigos más viejos y mejores, quizá, de lo que sospechaba. Sin embargo, no puedo darme a conocer todavía. Dentro de tres semanas pasaré por su hermoso schloss, sobre el que he estado inquiriendo. Entonces le haré una visita de una o dos horas, y renovaremos una amistad en la que jamás pienso sin un millar de recuerdos agradables. En este momento me ha caído encima una noticia, como un rayo. Ahora debo marcharme, y viajar por una ruta apartada cerca de cien millas, todo lo aprisa que pueda. Mis problemas se multiplican. Tan sólo la obligada reserva en que le mantengo a usted mi nombre me impide hacerle una petición realmente singular. Mi hija no ha recobrado todavía del todo sus fuerzas. Su caballo la hizo caer durante una cacería que había ido a presenciar; sus nervios no se han recobrado todavía del susto, y nuestro médico dice que por nada del mundo debe someterse a ningún esfuerzo durante algún tiempo. Ahora tengo que viajar noche y día en una misión de vida o muerte… Una misión cuyo carácter crítico y urgente podré explicarle cuando nos veamos, según espero, dentro de unas pocas semanas, sin necesidad ya de ocultar nada. »Siguió adelante en su petición, y lo hizo en el tono de alguien para quien semejante solicitud equivalía más a conceder un favor que no a pedirlo. Eso era tan sólo en su manera, y lo hacía, según parecía, de un modo absolutamente inconsciente. En cuanto a los términos con que se expresó, nada podría ser tan suplicante. Se trataba, sencillamente, de que yo consintiera en tomar bajo mis cuidados a su hija durante su ausencia. »Era ésa, bien mirado, una petición extraña, por no decir atrevida. En cierto modo, me desarmó exponiendo y admitiendo todo lo que podía argüirse en contra, y poniéndose enteramente en manos de mi caballerosidad. En el mismo instante, por una fatalidad que parece haber determinado anticipadamente todo lo que ocurrió, mi pobre niña vino a mi lado y, en voz baja, me suplicó que invitara a visitarnos a su nueva amiga, Millarca. La había estado sondeando, y pensaba que, si su mamá se lo permitía, a ella le gustaría mucho. »En otro momento le hubiera dicho que esperara un poco, al menos hasta saber quiénes eran. Pero no dispuse de un momento para pensarlo. Las dos damas me atacaron simultáneamente, y debo confesar que el refinado y hermoso rostro de la joven dama, rostro en el que había un no sé qué extremadamente atrayente, junto con la elegancia y el resplandor de la buena cuna, me decidieron; y, totalmente vencido, me sometí, y acepté, con demasiada facilidad, tomar a mi cargo a la joven dama,


a la que su madre llamaba Millarca. »La condesa le hizo un signo a su hija, que la escuchó con grave atención mientras le contaba, a rasgos generales, que había sido requerida súbita y perentoriamente, y también el arreglo que había hecho conmigo de que quedara a mi cargo, añadiendo que yo era uno de sus más antiguos y apreciados amigos. »Yo, naturalmente, hice los discursillos que la ocasión parecía exigir, y me encontré, al pensarlo dos veces, en una posición que no me gustaba en absoluto. »Volvió el caballero de negro, y, muy ceremoniosamente, acompañó a la dama fuera de la sala. »La actitud de aquel caballero era tal como para convencerme de que la condesa era una dama de mucha mayor importancia de lo que su modesto título me hubiera hecho por sí solo suponer. »La última indicación que me hizo fue que no se realizara ningún intento de saber de ella más de lo que hubiera supuesto hasta aquel momento, hasta su regreso. Nuestro distinguido anfitrión, del que era huésped, conocía sus razones. »—Pero aquí —dijo—, ni yo ni mi hija podríamos permanecer a salvo durante más de un día. Me quité imprudentemente la máscara durante un momento, hace cosa de una hora, y demasiado tarde, pensé que usted me veía. De modo que busqué una oportunidad para hablarle un rato. Si hubiera descubierto que sí me había visto, hubiera confiado a su alto sentido del honor el guardar mi secreto algunas semanas. Luego me convencí de que no me había visto; pero si ahora sospecha, o, reflexionando, llega a sospechar quién soy, me entrego igualmente, y enteramente, a su honor. Mi hija observará el mismo secreto, y sé muy bien que usted se lo recordará de vez en cuando, no sea que sin pensarlo vaya a revelarlo. »Habló en susurros a su hija unos momentos, la besó apresuradamente dos veces, y se marchó, acompañada por el pálido caballero de negro, desapareciendo entre la multitud. »—En la habitación contigua —dijo Millarca— hay una ventana que da sobre la puerta principal. Me gustaría ver irse a mamá, y despedirla con la mano. »Lo aceptamos, naturalmente, y la acompañamos a la ventana. Miramos hacia fuera, y vimos un hermoso carruaje anticuado, con muchos criados a caballo y lacayos. Vimos la delgada figura del pálido caballero de negro, que sostenía un grueso manto de terciopelo; lo puso sobre los hombros de la dama, y le echó la capucha sobre la cabeza. Ella le hizo un signo, y se limitó a tocarle la mano. Él se inclinó repetidamente mientras la puerta se cerraba, y el carruaje empezó a moverse. »—Se ha ido —dijo Millarca, con un suspiro. »—Se ha ido —me repetí a mí mismo, por primera vez en los momentos de apresuramiento que habían transcurrido de mi consentimiento, reflexionando sobre lo poco razonable de mi actuación. »—No ha levantado la mirada —dijo la joven dama, quejumbrosamente. »—Quizá la condesa se haya quitado la máscara, y no quiera mostrar su rostro y no podía saber que estaba usted en la ventana. »Suspiró, y me miró a la cara. Era tan hermosa que me enternecí. Me irritó haberme arrepentido momentáneamente de mi hospitalidad, y decidí resarcirla por la inconfesada rudeza de mi acogida. »La joven dama, volviendo a ponerse la máscara, se unió a mi pupila para convencerme de volver allí donde pronto iba a reanudarse el concierto. Eso hicimos, y nos paseamos arriba y abajo por la terraza que hay debajo de las ventanas del castillo. Millarca entró en confianza con nosotros, y nos divirtió con vivas descripciones y relatos de la mayoría de la gente importante que veíamos sobre la terraza. Cada minuto me resultaba más agradable. Su cháchara, sin tener mala intención, me resultaba


extremadamente divertida después de haber permanecido tanto tiempo lejos del gran mundo. Pensé en la animación que traería a nuestras veladas en casa, a menudo solitarias. »Aquel baile no terminó hasta que el sol del amanecer hubo casi alcanzado el horizonte. El gran duque había querido bailar hasta entonces, de modo que las personas leales no pudieron marcharse, ni pensar en la cama. »Acabábamos de cruzar un salón lleno de gente cuando mi pupila me preguntó qué se había hecho de Millarca. Yo creía que estaba a su lado, y ella que iba a mi lado. El hecho era que la habíamos perdido. »Todos mis esfuerzos por encontrarla fueron vanos. Temí que, en la confusión de una separación momentánea de nuestro lado, hubiera confundido a otra gente con sus nuevos amigos, y que quizá les hubiera seguido y perdido en los amplios terrenos abiertos de la fiesta. »Entonces percibí, con toda su fuerza, una nueva locura en el haber aceptado la responsabilidad sobre una joven dama sin ni siquiera conocer su apellido; y, como estaba encadenado por promesas impuestas sin conocer yo las razones para ello, no podía siquiera orientar mi búsqueda diciendo que la joven dama extraviada era la hija de la condesa que había partido unas pocas horas antes. »Llegó el amanecer. Era plena luz cuando abandoné mi búsqueda. No fue sino cerca de las dos de la tarde del día siguiente cuando tuvimos alguna noticia de la desaparecida dama a mi cargo. »Hacia esa hora, un sirviente llamó a la puerta de mi sobrina, y, le dijo que una joven dama, que parecía encontrarse en un gran apuro, le había pedido vehementemente que averiguaran dónde podría encontrar al general barón Spielsdorf y a su joven hija, a cuyo cuidado le había dejado su madre. »Era indudable que, a pesar del pequeño descuido, habíamos recobrado a nuestra joven amiga; y así fue. ¡Quisiera Dios que la hubiéramos perdido! »Le contó a mi pobre niña una historia que explicaba el que no se hubiera unido a nosotros durante tanto rato. Era muy tarde, dijo, cuando había entrado en el dormitorio del ama de llaves, desesperada por encontrarnos, y allí había caído en un profundo sueño que, pese a su duración, apenas había bastado para reponerle las fuerzas tras las fatigas del baile. »Aquel día, Millarca se vino a casa con nosotros. Yo me sentía muy feliz, a fin de cuentas, de haberle encontrado una compañera tan encantadora a mi querida niña.


XIII

El leñador »Muy pronto, sin embargo, se revelaron algunos inconvenientes. En primer lugar, Millarca padecía una extremada languidez (la debilidad que le quedaba tras su reciente enfermedad), y jamás salía de su habitación hasta que la tarde estaba muy avanzada. Luego, se descubrió casualmente, pese a que siempre cerraba la puerta con llave por dentro y jamás sacaba la llave de su sitio, hasta que admitía a la doncella para ayudarla a asearse, que, indudablemente, estaba a veces ausente de su habitación a primeras horas de la mañana, y en distintos momentos ya más avanzado el día, antes de que deseara que los demás supieran que se había movido. Se la vio repetidamente, desde las ventanas del schloss, en las primeras luces del alba, caminando entre los árboles, en dirección al este, con el aire de una persona en trance. Esto me convenció de que andaba en sueños. Pero esa hipótesis no resolvía el enigma. ¿Cómo salía de su habitación, dejándola cerrada con llave por dentro? ¿Cómo lograba escapar de la casa sin desatrancar puerta ni ventana? »En medio de mi confusión se presentó una inquietud de una especie mucho más urgente. »Mi querida niña empezó a verse desmejorada en su aspecto y su salud; y eso de un modo tan misterioso, e incluso horrible, que me asusté muchísimo. »Primero la visitaron sueños aterradores; luego, según ella se imaginó, fue un espectro, que se parecía un tanto a Millarca, a veces en forma de una bestia indistintamente percibida que caminaba al pie de la cama, de lado a lado. Finalmente, surgieron las sensaciones. Una de ellas, no desagradable, pero sí muy peculiar, según decía, se parecía al fluir de una corriente helada contra su pecho. Posteriormente, sintió algo así como si la perforaran un par de agujas, un poco por debajo de la garganta, produciéndole un dolor muy agudo. Unas pocas noches después vino una sensación gradual y convulsiva de estrangulación; luego vino la inconsciencia». Yo podía oír distintamente todas y cada una de las palabras que el amable y anciano general estaba diciendo, porque, por entonces, avanzábamos por encima de la hierba corta que se extiende a lado y lado del camino cuando uno se aproxima al pueblo destechado del que no había surgido el humo de una chimenea en más de medio siglo. Ya puedes imaginarte lo extraña que me sentí cuando oí mis propios síntomas tan exactamente descritos en aquellos que había sufrido la pobre muchacha que, de no ser por la catástrofe que siguió, hubiera sido, en aquel momento, una huésped del castillo de mi padre. ¡Ya supondrás, también, cómo me sentí cuando le oí detallar costumbres y misteriosas peculiaridades que eran, de hecho, las de nuestra hermosa huésped, Carmilla! Se abrió un claro en el bosque. Nos encontramos de repente bajo las chimeneas y los gabletes del pueblo en ruinas, y las torres y las murallas almenadas del castillo desmantelado, alrededor del cual se aprietan árboles gigantescos, pendían sobre nosotros desde una pequeña colina. En un ensueño aterrado bajé del carruaje; y lo hice en silencio, porque cada uno de nosotros tenía


abundante tema de reflexión. Pronto hubimos ascendido la cuesta, y nos encontramos en las espaciosas habitaciones, las escaleras de caracol y los oscuros corredores del castillo. —¡Y esto fue en otro tiempo la residencia palatina de los Karnstein! —dijo, al cabo de un rato, el anciano general, mirando por encima del pueblo a través de una gran ventana y viendo la ancha y ondulante extensión del bosque—. Fue una mala familia, y aquí se escribieron sus anales manchados de sangre —prosiguió—. Es duro que sigan, después de su muerte, atormentando a la raza humana con sus atroces apetitos. Ésa es la capilla de los Karnstein, allá abajo. Señaló los muros grises del edificio gótico, parcialmente visible entre el follaje, un poco más abajo en la cuesta. —Y oigo el hacha de un leñador —añadió— que trabaja entre los árboles que la rodean; quizá pueda proporcionarnos información acerca de lo que busco, y nos indique la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein. Esos rústicos preservan las tradiciones locales de las grandes familias cuyas historias mueren para los ricos y los grandes en cuanto esas mismas familias se extinguen. —Tenemos en casa un retrato de Mircalla, condesa de Karnstein; ¿le gustaría verlo? —preguntó mi padre. —Habrá tiempo, querido amigo —replicó el general—. Creo que ya he visto a la modelo; y una razón que me ha inducido a visitarle antes de lo que inicialmente me propuse ha sido explorar la capilla a la que ahora nos acercamos. —¡Cómo! ¿Que ha visto a la condesa Mircalla? —exclamó mi padre—. ¡Pero si está muerta desde hace más de un siglo! —No tan muerta como usted se imagina, según me han dicho —respondió el general. —Confieso, general, que me tiene usted muy desconcertado —replicó mi padre, mirándole por un momento, según me pareció, con un recrudecimiento de la sospecha que antes yo había detectado. Pero aunque por momentos hubiera ira y abominación en las maneras del anciano general, no había, sin embargo, nada caprichoso en ellas. —Sólo me queda —dijo, mientras pasábamos debajo del pesado arco de la iglesia gótica, que, por sus dimensiones, podía justificar el estar ejecutado en aquel estilo— una sola cosa capaz de interesarme en los pocos años que me quedan en esta tierra, y esta cosa es tomarme de ella la venganza que, gracias a Dios, todavía puede cumplir un brazo mortal. —¿A qué venganza se refiere? —preguntó mi padre, con asombro creciente. —Me refiero a decapitar al monstruo —respondió, poniéndose colorado de furor, y dando en el suelo un golpe, con el pie que resonó lúgubremente a través de la ruina vacía; y, en el mismo instante, levantó el puño cerrado, como asiendo el mango de un hacha, y lo blandió ferozmente al aire. —¡Cómo! —exclamó mi padre, más atónito que nunca. —Cortarle la cabeza. —¡Cortarle la cabeza! —Sí, con un hacha; una azada, o cualquier cosa que pueda abrirse paso en su garganta asesina. Óigame —respondió, temblando de furia. Y, apretando el paso, dijo—: Este madero puede servir de asiento; su querida hija está cansada; que se siente, y, en pocas frases, terminaré mi terrible relato. El bloque escuadrado de madera, tirado sobre el suelo cubierto de hierbas del piso de la capilla, formaba un banco en el que me sentí encantada de sentarme; y, entretanto, el general llamó al leñador, que había estado cortando algunas ramas que crecían contra los viejos muros; y, hacha en mano, el atrevido anciano se erguía frente a nosotros.


Él no podía contarnos nada sobre aquellos monumentos; pero había un viejo, nos dijo, un guarda de aquel bosque, que estaba alojado en casa del sacerdote, a unas dos millas, que podía indicar cualquier monumento de la familia Karnstein y, por una pequeña propina, aceptó ir a por él y traerlo, si le prestábamos uno de nuestros caballos, en poco más de media hora. —¿Hace tiempo que trabaja usted en este bosque? —le preguntó mi padre al anciano. —He sido leñador aquí —respondió, en su patois—, a las órdenes del guardabosque, toda mi vida; y lo fue mi padre antes que yo, y así generación tras generación, hasta donde puedo contarlas. Podría mostrarles, ahí, en el pueblo, la casa misma en que vivieron mis ascendientes. —¿Cómo fue que el pueblo quedó abandonado? —preguntó el general. —Fue perturbado por los que vuelven[2], señor; varios de ellos fueron acosados hasta sus tumbas, allí identificados con las pruebas usuales, y aniquilados del modo usual, por decapitación, por estaca o por fuego; pero no antes de que muchos de los del pueblo hubieran muerto. »Pero después de todas estas medidas conformes a la ley —prosiguió—, de tantas tumbas abiertas y tantos vampiros privados de su horrible animación…, el pueblo no quedó liberado. Pero un noble moravo, que casualmente pasó por aquí, se enteró de lo que ocurría, y, siendo diestro, como tanta gente en su país, en estas cosas, se ofreció a liberar al pueblo de su atormentador. Lo hizo de este modo: aquella noche había una luna brillante. Poco después de la puesta del sol subió a la torre de esta capilla donde estamos; de ahí podía ver claramente el cementerio debajo de él; pueden verlo ustedes por esta ventana. Desde ese punto vigiló hasta que vio al vampiro salir de su tumba, dejar al lado de ella el sudario en que había sido amortajado, y deslizarse hacia el pueblo para atormentar a sus habitantes. »El forastero, tras ver todo esto, bajó del campanario, tomó las envolturas mortuorias del vampiro, y se las llevó a la cima de la torre, en la que volvió a apostarse. Cuando el vampiro volvió a sus merodeos y echó en falta su ropaje, le gritó enfurecido al moravo, al que vio en la cima de la torre, y que, en réplica, le llamó con señas a que subiera a por él. A esto, el vampiro aceptando su invitación, se puso a subir al campanario, y, en cuanto hubo llegado al almenaje, el moravo, golpeándole con su espada, le partió la cabeza en dos, arrojándole al cementerio, donde, tras descender por las escaleras de caracol, el forastero le siguió y le cortó la cabeza; y al día siguiente entregó su cabeza y cuerpo a los habitantes del pueblo, que lo empalaron y quemaron debidamente. »Aquel noble moravo tenía la autorización del entonces cabeza de familia para trasladar la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein, cosa que hizo, de modo que, al poco tiempo, su localización quedó completamente olvidada. —¿Puede indicarnos dónde estaba? —preguntó el general, con impaciencia. El hombre del bosque negó con la cabeza y sonrió. —Ningún alma viviente podría decirle eso ahora —dijo—. Además, dicen que su cuerpo fue trasladado; pero nadie está seguro de eso tampoco. Tras hablar de este modo, como el tiempo apremiaba, dejó su hacha en el suelo y partió, y nosotros nos quedamos a oír el resto de la extraña historia del general.


XIV

El encuentro »Mi querida niña —reanudó— estaba ahora empeorando rápidamente. El médico que la cuidaba no había logrado torcer en nada el curso de su enfermedad, ya que eso suponía yo entonces que era. Se dio cuenta de mi preocupación, y sugirió una consulta. Llamé a un hábil médico de Gratz. Transcurrieron varios días hasta su llegada. Era un hombre bueno y piadoso; al mismo tiempo que sabio. Después de visitar a mi pupila, los dos médicos se retiraron a mi biblioteca para conferenciar y discutir. Yo, desde la habitación contigua, donde esperaba que me llamaran, oía las voces de aquellos caballeros alzándose a un tono un poco más agudo que el de una estricta discusión filosófica. Llamé a la puerta y entré. Encontré al viejo médico de Gratz defendiendo su teoría. Su rival le combatía, ridiculizándole sin disimulo, entre grandes risotadas. Aquella indecorosa exhibición se desvaneció, y el altercado terminó cuando yo entré. »—Caballero —dijo mi primer médico—, mi docto colega parece opinar que necesita usted un exorcista, y no un médico. »—Discúlpeme —dijo el anciano médico de Gratz, con aire disgustado—; expondré mi punto de vista del caso a mi modo en otro momento. Lamento, señor general, no poder serle útil con mi destreza y mi ciencia. Antes de irme tendré el honor de sugerirle algo. »Parecía pensativo; se sentó frente a una mesa y se puso a escribir. Profundamente decepcionado saludé con una inclinación de cabeza, y, cuando me volvía para irme, el otro médico me señaló, por encima de su hombro, a su compañero que estaba escribiendo, y, luego, con un encogimiento de hombros, se llevó significativamente un dedo a la sien. »Aquella consulta me dejó, pues, exactamente tal como estaba antes. Salí a pasear por el campo, casi enloquecido. A los diez o quince minutos me alcanzó el médico de Gratz. Se disculpó por haberme seguido, pero dijo que, en conciencia, no podía irse sin decir algunas palabras. Me dijo que no podía estar equivocado; que ninguna enfermedad natural presentaba los mismos síntomas; y que la muerte estaba ya muy próxima. Quedaban, sin embargo, un día o dos de vida. Si el ataque fatal se detenía de inmediato, quizá, con mucho cuidado y destreza, sus energías podrían restaurarse. Pero todo pendía ya sobre los límites de lo irrevocable. Un ataque más podría extinguir la última chispa de vitalidad que, en todo momento, está presta a morir. »—¿Y cuál es la naturaleza del ataque del que usted habla? —imploré. »—Lo expongo todo en esta nota que pongo en sus manos, con la precisa condición de que mande a por el sacerdote más próximo y abra mi carta en presencia suya, y de que no la lea hasta que esté a su lado; de otro modo quizá no hiciera caso a su contenido, y es una cuestión de vida o muerte. Si no encuentra a un sacerdote, entonces léala. »Me preguntó, antes de despedirse, si yo querría hablar con un hombre sobresalientemente docto en aquel mismo tema, y que, después de leer su carta, probablemente me interesaría por encima de


todos los demás; y me urgió vehementemente a invitarle a una visita; y con esto se despidió. »El sacerdote estaba ausente, y leí la carta yo solo. En otro momento, o en otra situación, aquello hubiera podido excitar mi sentido del ridículo. Pero ¿cuál es la charlatanería a la que la gente no se arroja en busca de una última oportunidad, cuando todos los medios habituales han fracasado y la vida de un ser querido está en peligro? »Nada, me dirán, podría ser más absurdo que la carta del docto médico. Era lo bastante extravagante para que se le encerrara en un manicomio. ¡Decía que la paciente sufría las visitas de un vampiro! Los pinchazos que, según ella había descrito, había sentido cerca de la garganta eran, según insistía el médico, la inserción de esas dos largas, delgadas y afiladas piezas dentales que, como se sabe, son peculiares a los vampiros; y no cabía duda, añadía, en cuanto a que la presencia bien definida de la pequeña mancha lívida que todos coincidían en describir como provocada por los labios del demonio, y todos y cada uno de los síntomas descritos por la sufriente, estaban en exacta concordancia con los que se habían registrado en todos los casos de visitaciones similares. »Como yo era absolutamente escéptico en cuanto a la existencia de un portento como el vampiro, la teoría sobrenatural del buen doctor no hacía, en mi opinión, otra cosa que aportar un nuevo ejemplo de erudición e inteligencia curiosamente asociadas con una alucinación. Me sentía tan desgraciado, sin embargo, que, antes que no intentar nada, actué con base en las instrucciones de la carta. »Me oculté en el oscuro saloncito que daba a la habitación de la pobre sufriente, en la que ardía una vela, y esperé hasta que se quedó profundamente dormida. Me quedé a la puerta, atisbando por la estrecha rendija, con la espada sobre la mesa a mi lado, tal como prescribían las indicaciones, hasta que, un poco después de la una, vi un gran objeto negro, muy indistinto, reptar, según me pareció, al pie de la cama, y extenderse rápidamente hasta la garganta de la pobre muchacha, donde, a los pocos instantes, se hinchó en una gran masa palpitante. »Durante unos momentos me quedé petrificado. Luego salté hacia adelante, espada en mano. La criatura negra se contrajo súbitamente hacia el pie de la cama, se deslizó al suelo, y allí, erguida como una yarda del pie de la cama, con una mirada alerta de ferocidad y horror fija en mí, vi a Millarca. Especulando en no sé qué, la golpeé instantáneamente con mi espada; pero la vi junto a la puerta, ilesa. Horrorizado, avancé, y volví a golpear. ¡Se había ido! Y mi espada se rompió en pedazos contra la puerta. »No puedo describirles todo lo que ocurrió esa horrible noche. Toda la casa estaba despierta y estremecida. El espectro de Millarca se había ido. Pero su víctima empeoraba, y, antes de que asomara el alba, murió». El anciano general estaba muy afectado. No le hablamos. Mi padre se alejó un poco, y se puso a leer las inscripciones de las tumbas; y, ocupado en eso, cruzó la puerta de una capilla lateral para continuar sus investigaciones. El general estaba apoyado contra el muro, con los ojos secos, y suspiraba pesadamente. Me alivió oír las voces de Carmilla y Madame, que en aquel momento se aproximaban. Las voces se apagaron. En aquella soledad, habiendo acabado de escuchar una historia relacionada con los poderosos y nobles difuntos cuyos monumentos funerarios, en torno nuestro, se consumían entre el polvo y el liquen, y cada uno de cuyos incidentes se emparentaba tan horriblemente con mi propio caso misterioso, en aquel lugar infectado, oscurecido por las torres de follaje que se elevaban por todos lados, densas y altas, por encima de los silenciosos muros, el horror empezó a deslizarse en mí, y mi


ánimo flaqueó al pensar que, después de todo, mis amigas no estaban a punto de entrar y turbar aquella escena triste y ominosa. El anciano general tenía la mirada fija en el suelo, y la mano apoyada en el basamento de un deteriorado monumento funerario. Debajo del arco de una estrecha puerta rematada por una de esas figuras demoníacas y grotescas en las que se complacía la cínica y siniestra imaginación de la talla gótica, vi, muy contenta, el hermoso rostro y figura de Carmilla, que entraba en la capilla umbrosa. Yo estaba a punto de ponerme en pie y hablar, y, sonriendo, hacía un signo de cabeza en respuesta a la sonrisa peculiarmente atractiva de Carmilla, cuando, con un grito, el anciano, a mi lado, asió el hacha del leñador y se abalanzó hacia adelante. Al verle, un cambio brutal se produjo en las facciones de Carmilla. Sufrió una transformación instantánea y horrible mientras retrocedía acuclillándose. Antes de que yo hubiera podido proferir un grito, la golpeó con toda su fuerza; pero ella esquivó el golpe, e, ilesa, le asió la muñeca con su pequeño puño. Él luchó unos momentos para liberarse el brazo, pero se le abrió la mano, el hacha cayó al suelo, y la muchacha había desaparecido. Se tambaleó hasta apoyarse contra el muro. Su cabello gris estaba alborotado en su cabeza, y su cara brillaba, húmeda, como si estuviera a punto de morir. La espantosa escena había transcurrido en unos pocos, momentos. La primera cosa que recuerdo después de ella es a Madame a mi lado, repitiéndome, impacientemente, una y otra vez, esta pregunta: —¿Dónde está la señorita Carmilla? Finalmente, respondí. —No lo sé… No sabría decir…; se fue allá… —y señalé la puerta por la que Madame acababa de entrar—, hace tan sólo uno o dos minutos. —Pero si yo he estado allí, en el corredor, desde que entró Mademoiselle Carmilla, y no ha vuelto a pasar… Entonces se puso a gritar «Carmilla» por todas las puertas y pasillos, y a través de las ventanas; pero no hubo respuesta. —¿Se hacía llamar Carmilla? —preguntó el general, todavía agitado. —Carmilla, sí —respondí. —Sí —dijo él—, es Millarca. Es la misma persona que hace mucho tiempo se llamaba Mircalla, condesa de Karnstein. Váyase de este suelo maldito, mi pobre niña, lo más aprisa que pueda. Vaya a la casa del sacerdote, y quédese allí hasta que nosotros lleguemos. ¡Váyase! ¡Ojalá pueda no volver a ver a Carmilla! No la encontrará aquí.


XV

Comprobación y ajusticiamiento Mientras él hablaba, entró en la capilla, por la misma puerta por la que Carmilla había entrado y salido, uno de los hombres de aspecto más extraño que haya yo visto jamás. Era alto, estrecho de pecho, encorvado, de hombros cargados, y vestido de negro. Su rostro era moreno y seco, con profundas arrugas. Llevaba un sombrero de forma extraña, de ala ancha. El cabello, largo y grisáceo, le colgaba sobre los hombros. Llevaba gafas de oro, y caminaba lentamente, con un curioso contoneo bamboleante, y en su cara, a veces vuelta hacia el cielo, a veces inclinada hacia el suelo, parecía haber una sonrisa perpetua. Sus largos y delgados brazos le bailaban, colgantes, y sus manos descarnadas, con viejos guantes negros demasiado anchos para ellas, ondulaban y gesticulaban en profundo ensimismamiento. —¡El hombre en persona! —exclamó el general, avanzando con manifiesto placer—. Mi querido barón, ¡cuánto me alegro de verle! No esperaba encontrarle tan pronto. Le hizo una seña a mi padre, que por entonces ya había vuelto, y condujo hacia él al increíble viejo caballero, al que llamaba «barón», hacia donde estaba. Le presentó formalmente y, de inmediato, se sumieron en vehemente conversación. El recién llegado se sacó del bolsillo un papel enrollado, y lo desplegó sobre la gastada superficie de la tumba que tenía al lado. Sus dedos constituían una caja de lápices, y con ellos trazaba líneas imaginarias de un extremo a otro del papel, del que a menudo apartaban la mirada, todos a un tiempo, para mirar ciertos puntos del edificio. Deduje que era un plano de la capilla. Acompañaba lo que llamaré su conferencia con esporádicas lecturas de un librito muy sucio cuyas hojas amarillas estaban cubiertas de una escritura apretada. Vagaron por la nave lateral, en el lado opuesto a donde yo estaba, conversando mientras andaban; luego se pusieron a medir las distancias a pasos y, finalmente, se reunieron frente a cierta parte del muro lateral y empezaron a examinarlo con gran minuciosidad, quitándole el liquen que lo cubría y raspando el yeso con las conteras de sus bastones, aquí rascando y allí golpeando. Finalmente, descubrieron la resistencia de una placa ancha de mármol, con letras talladas en relieve en su superficie. Con la ayuda del leñador, que no tardó en volver, se puso al descubierto una inscripción monumental y un escudo tallado. Resultó tratarse del perdido monumento funerario de Mircalla, condesa de Karnstein. El anciano general, aunque no muy dado, me temo, al humor de los rezos, elevó las manos y los ojos al cielo, en muda acción de gracias, durante unos momentos. —Mañana —le oí decir— estará aquí el comisionado, y la Inquisición actuará de acuerdo con la ley. Luego, volviéndose hacia el viejo de las gafas de oro que antes he descrito, le tomó calurosamente ambas manos, y dijo:


—Barón, ¿cómo puedo agradecérselo? ¿Cómo podemos todos nosotros agradecérselo? Habrá usted liberado a esta región que ha azotado a sus habitantes durante más de un siglo. El horrendo enemigo, gracias a Dios, está por fin acosado. Mi padre se llevó a un lado al forastero, y el general les siguió. Supe que les había llevado donde no les oyeran para poder contar mi caso, y les vi lanzarme rápidas y frecuentes miradas mientras tenía lugar la conversación. Mi padre vino a mí, me besó una y otra vez, y, llevándome fuera de la capilla, me dijo: —Es hora de volver, pero, antes de ir a casa, debemos añadir a nuestro grupo al buen sacerdote, que vive a poca distancia de aquí, y convencerle para que nos acompañe al schloss. Tuvimos éxito en esta gestión; y me sentí encantada de llegar a casa, porque estaba indeciblemente cansada. Pero mi satisfacción se cambió en desaliento al descubrir que no había ni rastro de Carmilla. No se me dio ninguna explicación de la escena que había tenido lugar en la capilla en ruinas, y estaba claro que aquello constituía un secreto que, por el momento, mi padre tenía la intención de no revelarme. La siniestra ausencia de Carmilla me hizo aún más horrible el recuerdo de la escena. Las disposiciones para aquella noche fueron singulares. Dos criadas y Madame iban a permanecer aquella noche en mi habitación, y el hombre de iglesia montaría guardia, junto a mi padre, en la antecámara anexa. El sacerdote había celebrado ciertos ritos solemnes aquella noche, ritos cuya razón no comprendí mejor que la razón de aquella extraordinaria precaución tomada para mi seguridad durante el sueño. Lo vi todo claro al cabo de unos pocos días. La desaparición de Carmilla se vio seguida por la interrupción de mis sufrimientos nocturnos. Conocerás, sin duda, la aterradora superstición vigente en Estiria Superior e Inferior, en Moravia, en Silesia, en la Serbia turca, en Polonia, incluso en Rusia; la superstición, así debemos llamarla, del vampiro. Si el testimonio humano, tomado con todo cuidado y solemnidad, judicialmente, ante innumerables comisiones, cada una de ellas formada por muchos miembros elegidos por su integridad e inteligencia, que han emitido informes quizá más voluminosos de los que existen para cualquier otra clase de casos, vale para algo, entonces es difícil negar, o siquiera dudar de la existencia de ese fenómeno del vampiro. En cuanto a mí, no he oído ninguna teoría capaz de explicar lo que yo misma he presenciado y experimentado, como no sea la que proporciona la vieja y bien establecida creencia de la región. El día siguiente tuvieron lugar en la capilla de Karnstein los procedimientos formales. Se abrió la tumba de la condesa Mircalla; y el general y mi padre reconocieron a la pérfida y hermosa huésped en el rostro ahora expuesto a sus miradas. Sus facciones, aunque habían pasado ciento cincuenta años desde su funeral, estaban teñidas con el calor de la vida. Tenía los ojos abiertos. Ningún hedor a cadáver surgía del féretro. Los dos médicos, uno presente oficialmente, y el otro por parte del promotor de la investigación, atestiguaron el maravilloso hecho de que había una respiración tenue, pero perceptible, y una actividad correspondiente del corazón. Los miembros eran perfectamente flexibles, la carne elástica; y el féretro de plomo estaba bañado en sangre, y en ella, en una profundidad de siete pulgadas, estaba inmerso el cuerpo. Ahí estaban, pues, todas las pruebas admitidas de vampirismo. En consecuencia, el cuerpo, de acuerdo con la vieja práctica, fue levantado, y una afilada estaca clavada en el corazón del vampiro, que, en aquel momento, profirió un agudo


chillido, en todos los sentidos semejante al de una persona viva que sufre la más extrema angustia. Luego se le cortó la cabeza, y del cuello cortado surgió un torrente de sangre. Luego, el cuerpo y la cabeza fueron colocados sobre una pila de leña y reducidos a cenizas que fueron esparcidas sobre el río, que se las llevó; y este territorio no ha vuelto a ser atormentado por las visitas del vampiro. Mi padre posee una copia del informe de la Comisión Imperial, con las firmas de todos los que estuvieron presentes en los procedimientos, anexas en testimonio de asentimiento con lo dicho. Es a partir de este documento oficial que he resumido el relato de esta última y espantosa escena.


XVI

Conclusión Supondrás que escribo todo esto con serenidad. Nada de eso; no puedo pensar en ello sin inquietud. Tan sólo tu vehemente deseo, tan repetidamente manifestado, podía inducirme a poner manos a la obra en una tarea que me ha trastornado los nervios por meses y ha reavivado una sombra del indecible horror que, años después de mi liberación, seguía haciendo horribles mis días y mis noches, y la soledad insoportablemente aterradora. Permíteme añadir un par de palabras sobre el extraño barón Vordenburg, a cuya curiosa ciencia debimos el descubrimiento de la tumba de la condesa Mircalla. Había establecido su residencia en Gratz, donde, dado que vivía con una pobre renta que era lo único que le quedaba de las posesiones en otro tiempo principescas de su familia en la Estiria Superior, se dedicó a la minuciosa y laboriosa investigación de la tradición, maravillosamente autentificada, del vampirismo. Se sabía al dedillo todas las grandes y pequeñas obras sobre el tema: Magia Posthuma, Phlegon de Mirabilius, Augustinus de cura pro Mortuis, Philosophicae et Christianae Cogitationes de Vampiris, de Juan Crisóstomo Herenberg, y mil otras, entre las cuales recuerdo tan sólo unas pocas de las que prestó a mi padre. Tenía un voluminoso registro de todos los casos judiciales, y de él había extraído un sistema de principios que, según parece, gobiernan (algunos siempre, y otros tan sólo ocasionalmente) la condición del vampiro. Puedo mencionar, de paso, que la palidez mortal que se atribuye a esa clase de reaparecidos es tan sólo una ficción melodramática. Presentan, en la tumba, y cuando se muestran en la sociedad humana, una apariencia de vida saludable. Cuando se les expone a la luz en sus féretros, muestran todos los síntomas que han sido enumerados entre aquellos que presentaba la vida de vampiro de la condesa de Karnstein, tanto tiempo difunta. El cómo escapan a sus tumbas y vuelven a ellas durante algunas horas cada día, sin desplazar la tierra ni dejar el menor signo de desorden en el estado del féretro o de las mortajas, es algo que siempre ha sido admitido como profundamente inexplicable. La existencia anfibia del vampiro se sustenta con un sueño diariamente renovado en su tumba. Su horrendo apetito de sangre viva le aporta el vigor de su existencia despierta. El vampiro es propenso a verse fascinado, con acaparadora vehemencia parecida a la pasión del amor, por determinadas personas. Persiguiendo a éstas, ejerce una paciencia y una astucia inagotables, ya que el acceso a una persona en particular puede verse obstaculizado de mil maneras. Jamás desistirá hasta haber saciado su pasión y succionado la vida misma de su codiciada víctima. Pero, en esos casos, economizará y prolongará su disfrute asesino con un refinamiento epicúreo, realzado por las aproximaciones graduales de un complicado galanteo. En estos casos, parece como si anhelara algo así como simpatía y consentimiento. En los casos ordinarios va directo a su objeto, lo vence por la fuerza, y, a menudo, lo estrangula y aniquila en el curso de un solo festín.


El vampiro está aparentemente sujeto, en ciertas situaciones, a unas condiciones especiales. En el caso particular que te he relatado, Mircalla parecía verse limitada a un nombre que, aun no siendo su nombre real, reproducía al menos, sin omisión ni adición de una sola letra, aquellas que, como decimos, anagramáticamente lo componen. Carmilla hizo esto, y también Millarca. Mi padre le contó al barón Vordenburg, que se quedó con nosotros dos o tres semanas después de la expulsión de Carmilla, la historia del noble moravo y el vampiro del cementerio de Karnstein, y luego le preguntó al barón cómo había descubierto la posición exacta de la tumba, tanto tiempo oculta, de la condesa Mircalla. Las grotescas facciones del barón se arrugaron en una sonrisa misteriosa; bajó la mirada, sin dejar de sonreír, a su estuche de gafas, y jugueteó con él. Luego alzó la mirada, y dijo: —Poseo muchos diarios, y otros documentos, escritos por ese hombre notable; el más curioso es uno que trata de la visita a Karnstein a la que usted se refiere. La tradición, naturalmente, decolora y distorsiona un poco. Podía designársele como un noble moravo, ya que había trasladado su residencia a ese territorio y era, además, un noble. Pero, en realidad, era nativo de la Estiria Superior. Baste con decir que, en su primera juventud, había sentido un amor apasionado y recompensado por la hermosa Mircalla, condesa de Karnstein. Su temprana muerte le sumió en un dolor inconsolable. Está en la naturaleza de los vampiros el aumentar y multiplicar su número, pero según una ley conocida y espectral. »Supongamos, para comenzar, un territorio completamente libre de esa peste. ¿Cómo se inicia, y cómo se multiplica? Se lo contaré. Cierta persona, más o menos malvada, pone fin a su vida. Un suicida, bajo ciertas circunstancias, se convierte en un vampiro. Ese espectro visita a gente viva mientras duerme; ellos mueren, y, casi invariablemente, en la tumba, se transforman en vampiros. Esto ocurrió en el caso de la hermosa Mircalla, que había sido frecuentada por uno de esos demonios. Mi antepasado, Vordenburg, cuyo título llevo todavía, no tardó en descubrirlo, y, en el curso de los estudios a los que se entregó, aprendió muchas más cosas. »Concluyó, entre otras cosas, sospechando que el vampirismo sobrevendría, antes o después, en la condesa muerta que, en vida, había sido su ídolo. Concibió un horror, piénsese lo que se quiera, a que sus restos se vieran profanados por la infamia de una ejecución póstuma. Dejó un curioso documento donde demostraba que el vampiro, al ser expulsado de su existencia anfibia, queda proyectado a una existencia todavía mucho más horrible; y resolvió salvar de esto a su en otro tiempo amada Mircalla. »Adoptó la estratagema de un viaje a este pueblo, un pretendido traslado de sus restos, y una real ocultación de su tumba. Cuando la edad hubo operado en él y, desde el valle de los años, meditó retrospectivamente en las escenas que dejaba, consideró con ánimo distinto lo que había hecho, y sintió que el horror se apoderaba de él. Hizo los planos y las anotaciones que me condujeron al punto exacto, y redactó una confesión del engaño que había realizado. Si tenía algún otro proyecto en cuanto al asunto, la muerte lo cortó; y la mano de un descendiente remoto, que ha llegado tarde para muchos, ha dirigido la persecución hasta la guarida de la bestia. Siguió hablando un rato, y, entre otras cosas, dijo esto: —Un signo del vampiro es la fuerza de su mano. La delgada mano de Mircalla se cerró como un grillete de acero sobre la muñeca del general cuando éste alzó el hacha para golpear. Pero su fuerza no queda confinada a su asidura; deja un entumecimiento en el miembro que toma, cuya recuperación es lenta, si es que se produce.


La siguiente primavera mi padre me llevó a un viaje por Italia. Permanecimos allí más de un año. Pasó largo tiempo antes de que remitiera el terror de los recientes acontecimientos; y, hasta ahora, la imagen de Carmilla vuelve a mi memoria con ambiguas alteraciones. Unas veces es la hermosa muchacha retozona y lánguida; otras, el diablo contorsionado que vi en la iglesia en ruinas; y a menudo me he despertado sobresaltada de un sueño imaginando que oía los ligeros pasos de Carmilla a la puerta del saloncito.


JOSEPH THOMAS SHERIDAN LE FANU (Dublín, Irlanda, 1814-1873). Nació en el seno de una familia hugonote. Fue educado por su padre, clérigo, por tutores privados y, finalmente, en el Trinity College de Dublín. Se colegió de abogado en 1839, pero nunca llegó a ejercer y pronto abandonaría el derecho por el periodismo. Escribió baladas, cuentos y poemas para la Dublin University Magazine, revista de la que llegaría a ser editor y propietario en 1861. Tras la muerte de su mujer, en 1858, se retiró de la vida social, llegando a ser conocido como el «Príncipe invisible». Se convirtió en poco menos que un recluso, dedicándose por completo a su obra literaria. Escribió algunas de las mejores historias fantásticas y de terror de su tiempo: La casa junto al cementerio (1863), El tío Silas (1864), La profecía de Cloostedd (1868), La rosa y la llave (1871), la colección En un vidrio misterioso (1872) —que contiene Té verde, El familiar, El juez Harbottle, Carmilla y La habitación del Dragón Volador—, y la publicación póstuma El vigilante y otras historias macabras (1894).


Notas


[1] Variante del nombre del vampiro. <<


[2] Nosferatus: No muertos, visitantes de ultratumba que se identifican con los vampiros. <<


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