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El saber y la praxis

Juliana Londoño Noreña | Juliana.londono9@gmail.com

Según Sigmund Freud, el objeto de amor que se escoge en la adultez deriva en diferente magnitud del arquetipo parental. Es decir, el hombre tiende a buscar los caracteres tiernos y los mismos tipos de relación que vivió con su madre, mientras las mujeres tienden a buscar la imagen del padre con mayor o menor fuerza dependiendo de qué tan prendados permanezcan a esta figura. La anterior teoría explica la fuerza del inconsciente al “enamorarse”, reflejada en elecciones, en ocasiones incoherentes, a las que el individuo parece no poder oponerse. Es más, es tan fuerte que incluso su propio creador y formalizador no pudo escapar de su corriente. El psicoanalista, ateo empedernido, que paradójicamente revolucionó las teorías de sexualidad y declaró al amor como un estado de psicosis temporal, amó, por más de 60 años, a una mujer de familia judía ortodoxa que consideraba inmoral cualquier tema sexual. ¿Qué dama superó la conciencia del gran teórico de la psiquis?

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Su nombre era Martha Bernays, aunque google la prefiera como “Esposa de Sigmund Freud”. Ciertamente su rostro grabado en la historia parece incompleto si no va acompañado del retrato del famoso psicoanalista. La mayoría de sus biografías empiezan con la descripción de cónyuge y madre de los seis hijos del médico austriaco. Sin embargo, como afirma su nieto “fue mucho más que la esposa”. Fue inspiración de teorías que le dieron la vuelta al mundo y de más de 1500 cartas de amor del hombre que llamó suyo.

Según el psicoanálisis, el amor se escapa de la racionalización consciente. Freud le confesó a su propia esposa “sé que no eres bella en el sentido que lo entienden los pintores y escultores… me veo obligado a manifestar que no eres ninguna belleza”. En el enamoramiento se trata de otras cuestiones no físicas entendidas como formaciones del inconsciente, que desconocidas e implacables se fundan en las relaciones primarias de la infancia. Son estas las que, además de explicar la semejanza de ciertos tipos de uniones amorosas en la adultez con las relaciones infantiles entre padres e hijos, permiten pesquisar la personalidad de la joven Martha.

Una de las tendencias de amor que se deriva de quedarse atado al complejo materno es la de buscar una mujer “intachable” cuyo valor se derive de su integridad sexual en oposición a la promiscuidad. Martha sin duda nació en una familia de altos valores morales de mediados del siglo XIX. Su padre era un reconocido rabino en Hamburgo y su madre una ferviente religiosa. En su boda le molestó profundamente no poder cumplir el mandamiento rabínico de encender las luces de Sabbath que simbolizan la paz y la comunión de almas en una. La alemana creía firmemente en la unión del matrimonio, “lamento la infidelidad de nuestro amigo” escribió en una carta, supuestamente de condolencias, apenándose por una infidelidad acometida años atrás por el esposo recién difunto de su amiga Frederica. Por otro lado, Freud le prometía su amor

eterno exaltando su virtuosidad “Mi Marty, jamás abusarías de tu influencia sobre mí, ni me persuadirías para realizar algo que no tiene sentido. Espero que quieras algo que yo pueda alcanzar y ponerlo a tus pies”. Era común que describieran a Martha como una mujer dulce y buena que incluso llegaba a reprimir su agresividad al concebir su expresión como signo de mala educación.

Ante la pureza y la creencia de que “madre solo hay una”, los hombres fijados elevan a estas mujeres a un valor supremo, dedicándoles toda su atención incluso de manera obsesiva. Se caracterizan además por una autoexigencia de fidelidad soportada en la visión de que son las únicas a las que pueden amar. Martha conoció a Freud cuando tenía 20 años en una reunión en casa de él, mientras ella pelaba unas manzanas, el psicoanalista se enamoró a primera vista. Al poco tiempo se comprometieron y durante cuatro años, mientras él estudiaba en Viena y ella vivía en Wandsbeck, Martha pasaba los días escribiendo para responder las tres dosis de cartas diarias de aquel amor adolescente. Era común que el austriaco se dirigiera a ella como: “mi idolatrada princesa”, “mi dulce tesoro”, “mi angelical niña”, “mi vida”, “mi dulce y altamente estimada amada”. Su obsesión, con tendencias paternalistas, exigían información y escritos por parte de ella, “quiero saber todo lo que haces y piensas”.

Martha le respondía con igual pasión a su “querido Sigi”, algo asombroso para una mujer que antes de Freud por poco se casa sin amor con un hombre mayor. Inteligente y educada, Martha escribía algunas de sus cartas en verso e incluía citas de poetas como Goethe, Heine y Uhland. Era ella quien organizaba los encuentros a escondidas en mercadillos de Wandsbeck, pues pensaba que “las

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mujeres son más astutas que los hombres frente a ciertos asuntos”.

Otra tendencia inspirada de estar adherido a la relación materna es la necesidad de sentir celos frente a extraños periféricos que pretendan a la amada de la misma manera como se sentía celos del padre. Martha tuvo varios pretendientes apasionados al igual que Freud. Entre los más notables estaban dos artistas: su primo Max Meyer y Fritz Wahle, amigo de la familia. Wahle, al enterarse del compromiso, amenazó al psicoanalista con matarlo y luego suicidarse si no hacía feliz a la pequeña alemana. A pesar de la intimidad que Martha tuvo con este último, terminó con la relación tras las fuertes peticiones de un Freud altamente celoso y demandante quien en varias ocasiones la limitó al dudar de su amor. Algo contradictorio para una mujer que parecía adelantada a su época, quién además de experimentar con la cocaína, se casó sin aprobación familiar con un médico ateo y pobre, pero quien también aceptó en una ocasión no ir a patinar, después de que su esposo le negará su consentimiento pues él no contaba con esta habilidad y alguien más tendría que acompañarla.

Aparte de los celos, el hombre fijado en una etapa infantil cree que la mujer lo necesita, por eso no la abandona y pretende rescatarla de una condición social amenazadora o de conductas peligrosas de indecencia e infidelidad. Cuando la madre de Martha supo lo decidida que estaba su hija a casarse con un hombre fuera de su círculo social, la alejó de Viena llevándosela para Wandsbeck. En la distancia su amado le prometía sacarla de su casa y proporcionarle lo que ella quisiera, “me encantaría conquistar una parte del mundo para que la disfrutáramos juntos, me siento como un caballero andante realizando un viaje hacia su princesa, a la que guardase cautiva su pérfido tío”. Martha resonaba con aquel apodo, “mi princesa”, de las muchas visitas de personajes influyentes, la que más la ilusionó fue la de la Princesa Eugenia Bonaparte.

Las fijaciones en un amor infantil también pueden repercutir en las relaciones sexuales. Este fenómeno es descrito por Freud en una frase: “Cuando se aman no se desean, y cuando se desean no se pueden amar”. El individuo ama, pero no desea a su esposa, y desea, pero no ama a las mujeres fáciles, pues erotizar la figura encarnada de una madre parece inadmisible, en consecuencia, solo logra sentir pasión por aquellas a las que no les confiere amor. A los 36 años, tras el nacimiento de su hija Ana —el sexto parto fruto del fracaso de métodos anticonceptivos naturales— Martha dejo de tener relaciones sexuales con Freud. Además del sexo, pararon las cartas pasionales, mientras iniciaron los rumores de que su esposo sostenía un romance con su hermana Minna con quien compartían la casa. Ella, La más joven de las Bernays, totalmente diferente, ancha, poco discreta e interesada en los estudios de Freud, lo acompañaba a sus viajes, lo cual Martha aprobaba pues odiaba viajar y no le gustaba hablar de psicoanálisis “debo confesar que si no supiera con cuanta seriedad trabaja mi marido, creería que el psicoanálisis es una especie de pornografía”. Y, en las ocasiones que era preciso que paseara con la familia, lo único que pasaba por su mente era facilitarle el asunto a su esposo. Le insistía en tomar un pasaje diferente para ser ella quien controlara el caos del trayecto con los niños atendiendo cada detalle.

“Solo quiero ser aquello que tú quieres que sea” escribía la futura madre y esposa devota del hombre que determinó que sus únicos deberes en la vida eran ser saludable y amarlo. Cuando este murió en 1939 tras una inyección de morfina a escondidas de su esposa, Martha sintió perder el sentido de su vida. Fue devota a su matrimonio, pero poco se menciona la devoción que despertó en Freud. Fue él quien abandonó Viena y sus trabajos como investigador para ser médico y poder casarse con su amada. Si no hubiera sido por esta decisión inspirada en Martha y por su apoyo incondicional, tal vez el psicoanálisis no habría llegado a desarrollarse con igual fuerza.

Viuda, continuó su vida organizada, cuidando su jardín, disfrutando de las relaciones conferidas por su fama, retratando biografías y escribiendo cartas y pequeños poemas a amigos y familiares. “Un hombre que ha sido el indiscutible favorito de su madre mantiene durante su vida el sentimiento de un conquistador” sentenciaba Freud sin especificar de cual madre hablaba. Solo cincuenta años después de su matrimonio, como una madre que recupera sus pasatiempos, Martha volvió a encender una vela, esta vez en honor a la muerte del hombre que la amó con locura y de quien ella se enamoró aquella noche de 1882 cuando en aquel rostro vio a su propio padre.

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