Pedro Azabache

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El último guardián mochica Incursión a la ‘Posada del artista’ Pedro Azabache

La Libertad, Perú. En el distrito de Moche en Trujillo, yace escondido un artista de pincel enérgico e íntegro. El peruano Pedro Azabache, es indigenista sin aceptarlo, costumbrista por placer y peruanista con bastante sencillez finalmente. Escribe Fabricio Cerna Salazar Fotos Jorge Luis Cueva Segura

Pedro Nolasco Azabache Bustamante es la última leyenda viviente de la pintura indigenista peruana: movimiento considerado el más importante del siglo XX en el Perú. Hoy, a sus 93 años, don Pedro ya no usa el sombrero típico que luce en muchas de las fotos de su juventud pero, sí, lleva en sus manos rastros de acuarelas o carboncillo para sus lienzos de naturales trazos que aún sigue pintando. Los pliegues en su piel, propios de su edad, son la real muestra de su experiencia en años al combinar colores, crear texturas y realizar siluetas y líneas perfectas. Aquella habilidad que llevó a ser reconocido como el ícono vivo del arte plástico aún sigue enamorandolo. —¿Conoces la casa de don Pedro Azabache? —pregunto a un mototaxista al pie de la carretera. —Claro. Aquí en la campiña. El pintor, ¿no? —responde sonriente mientras pone en marcha las tres ruedas. La campiña de Moche se encuentra a un kilómetro de distancia de la ciudad de Trujillo. Cualquier ticket turístico con ruta a la Huaca del Sol y la Luna, ubicadas en el mismo distrito, podría incluir una breve visita a la posada de don Pedro: para valorarlo, conocerlo, deleitar al turista con su arte, con su historia. El camino al taller de Azabache, de fachada rosa, es tan tradicional como sus pinturas: colores naturales, vívidos, explosivos. Los pequeños cañaverales y las humildes casitas de adobe custodian el ingreso de los visitantes. Media docena de perros alborotados ladran, mientras Azabache mira extrañado. —Nadie viene a verlo. Vinieron políticos de Trujillo y Lima a prometer una pensión por su obra pero nunca nada cumplen— dice una mujer que vive al cuidado de Pedro Azabache.


Nadie cumple con él pero Azabache cumplió con todos. Cumplió con fascinar a cada uno de los espectadores de sus cuadros mostrando los paisajes multicolores. Cumplió con fundar la escuela de Bellas Artes de Trujillo en 1962. Lo hizo al mostrar su preciada habilidad al tomar un pincel. Esta tarde, en el taller de Azabache, los bocetos de callejuelas cuzqueñas esperan detrás de él para terminar de llegar a la vida artística. Él no se inmuta ante nada ni nadie cuando tiene en entre sus dedos el pincel en postura correcta. Su leve sordera lo sumerge en su propio mundo y así comienza a plasmar la pasión de los recuerdos; pasión de imágenes de vida. —Don Pedro, ¿siempre estuvo usted de acuerdo con que se lo considere un indigenista? —Bueno, el indigenismo es una corriente que creó el maestro Sabogal. Él fue el primer indigenista de la pintura. Yo pinto la realidad de mi entorno. —Bueno, entonces, ¿considerarlo costumbrista podría ser lo más indicado? —Mire usted —dice Azabache mientras observa el paisaje a través de la ventana de su taller— el costumbrismo son las costumbres de la gente, el folclor, las tradiciones, el retrato costumbrista. —Pero, entonces ¿cómo debemos llamar a su pintura, don Pedro? —Mi pintura, es peruana. Peruanista. Es eso no más—culmina, algo cansado pero lleno de sencillez el Maestro Pedro Azabache. Tal vez, Azabache no se sienta muy cómo hablando de sí mismo. Desde Buenos Aires, Argentina, Vicente Alcántara, uno de sus más reconocidos alumnos, responde de un tirón enérgico, todas las preguntas relacionadas a Pedro Azabache. Alcántara y Eduardo Urquiaga, ambos artistas plásticos, han escrito una de las mejores (en realidad, la única según Azabache) biografía sobre este artista mochero. Azabache es uno de los más grandes representantes y digno heredero del movimiento indigenista que encabezó el maestro José Sabogal. Él es el Paúl Gauguin del norte del país...su obra encierra el más precioso y armonioso colorido de lo que es el paisaje peruano, responde Vicente Alcántara contundentemente. —¿Cuál es el valor y trascendencia de la obra de Azabache para el Perú? —El maestro se constituye como el hito y referente más importante y longevo de esta clase de pintura en el norte del país. No hay una generación desde los sesenta hasta los ochenta y quizás los primeros años de los noventa, que no haya recibido el cálido efluvio y la influencia de la pintura de Azabache. Ha sabido elevar a la Campiña mochera al nivel de tema y de manejo nacional. —¿Qué es lo que más recuerda de Pedro Azabache? ¿Qué no debemos olvidar de él?


—En cuanto a su persona rescato su honestidad, su decencia, su sencillez, su franqueza y su alma casi de niño. Nunca lo vi dispuesto a causar un mal a nadie. En cuanto a la proyección de su tradición indigenista, sus palabras estaban llenas de aliento, cargadas de un sentimiento y de apego a la tierra; máxime a todos aquellos que mirábamos y tratábamos el paisaje casi con los ojos de él. En cuanto a su técnica, su candor para el tratamiento de sus personajes, su universalización del tema y su exuberante colorido. —¿Cuál fue la razón que lo motivó a escribir una biografía de Pedro Azabache? —Por un lado, siempre guardé una profunda admiración y respeto por su trayectoria, su experiencia vivida con el maestro Sabogal y su cálido mentoreo recibido fuera del aula y en las largas tertulias sostenidas en la Posada del Artista (su taller en Moche). Todo esto me llevó a guardarle un afecto de padre y una deuda que aún todavía mantengo viva. Por otro lado, la confianza que él depositó en mi persona en los momentos más álgidos de su salida de la escuela de Bellas Artes, donde se vivía un ambiente poco ecuánime y muy difícil de analizar; donde los docentes recién llegados a la Escuela, invitados por él, como era mi caso, veíamos que las descalificaciones que se hacían de su persona eran casi rudimentarias y un tanto irracionales, con la complacencia de muchos que trabajaban en su entorno; donde se le trataba de sacar por la ventana de la fuerza lo que él había conseguido por la puerta del sacrificio, de la docencia y el respaldo artístico que lo acompañaba a través de su obra. Esto último, es, a mi criterio, lo que comenzó a erosionar las raíces del árbol sostenido por don Pedro, por el cual circulaba la savia de la Escuela Indigenista y la corriente peruana que Azabache generó en su entorno. El poeta Cesar Vallejo explicaba que el fenómeno de producción artística se daba cuando el artista «absorbe y concatena las inquietudes sociales ambientes [sic] y las suyas propias individuales, no para devolverlas tal como las absorbió sino para convertirlas en puras esencias de su espíritu, distintas en la forma e idénticas en el fondo a las materias primas absorbidas». Cada figura plasmada por Azabache, cada rostro de sincero paisanaje o esas humildes y tradicionales iconografías mocheras prueban ello. Nada es idéntico en la realidad. Eso es lo que le da esa belleza. Don Pedro Azabache tiene ahora sus manos completamente manchadas de pasta azulada que va preparando para la faena diaria. Su mirada, cual abuelo consentidor, se clava en nosotros que andamos descubriendo las pinturas en el taller. La ropa desgastada y sucia que usa Azabache no es un vil disfraz de sencillez o pobreza. Es la cruda realidad en la que vive. Es síntoma de arte puro y no valorado. Pedro Azabache se intenta poner de pie. Sus familiares lo asisten. Finalmente, toma entre sus manos un pincel y mira retador el lienzo frente a él. Azabache luce como el último fiel guardián de la pintura indigenista mochera, mochica. Se queda allí, en su antigua pasada adornada de preciosos crotos y frondosos floripondios como esperando ser retratado desde afuera, cuando menos, como agradecimiento a su obra impagable.


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