Pinche Chica Chic 19

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pinche chica chic

| núm. 19 | año 3 | enero - marzo, 2020

dirección

Agustín Cabeza de Manzana editoras

Diana Gutiérrez Angélica Olavarría textos

Laura Baeza, Ave Barrera, Lola Horner, Brenda Ríos ilustraciones

Saulo Corona (Trupi), Talía Cu, Rovin Lovin, Rosario Lucas, Sofía Robledo, La siesta del volcán diseño editorial

Angélica Olavarría impreso en la colonia obrera, cdmx


Lector, pásele a lo barrido que este número está para chuparse los dedos. Le traemos lo mejor de la moda seria sin riesgo de indigestión:

Taco de pato en salsa verde Una vívida crónica de los pasos de Laura Baeza por las calles mercantiles de Vietnam, finamente aderezada con una extraordinaria ilustración de Rovin. Taco de lengua con espuma de los días Lola Horner prepara una maleta generacional con una técnica mejor que la de Marie Kondo, mientras que Natalio Luque (La siesta del volcán) aterriza su propuesta en imágenes. Taco de ojo Sofía Robledo, Rosario Lucas y Saulo Corona (Trupi) elaboran piezas individuales que enfrentan al lector con el universo propio, la tristeza y la locura que irradian ciertas prendas.

Taco de drama con limón Los recuerdos de infancia, el clima peninsular y los genes se mezclan en un relato poco usual de una chica de cabello crespo, gracias a la pluma de Brenda Ríos y los prodigiosos dibujos de Talía Cu. Taco de habanero asado Ave Barrera explora la rebeldía que cabe en vestir un mismo uniforme todos los días en su nueva columna para Pinche Chica Chic. Ahora sí, salud o provecho. Todas Por supuesto que esto es un pdf y no podrá disfrutar de todas las virtudes sensitivas de este producto, pero aquí le damos una pruebita sin compromiso, lector. Puede adquirir su ejemplar físico una vez restablecido el orden mundial.


Cuando llegué a Hanói, el aire tibio me recordó al trópico mexicano, así serían mis dos meses ahí, envuelta en una atmósfera caliente y pesada. Llevaba la ropa adecuada pero muy poca, consciente de que me encontraba en uno de los países con mayor maquila de textiles en el mundo, tal vez sólo por debajo de China, Pakistán y Bangladesh. En el centro, zona atestada de visitantes occidentales, yo no representaba la diferencia, pero sí en el barrio donde vivía, porque ahí era distinta, pese a que Vietnam recibe a millones de turistas de todo el mundo. Mi primer encuentro con la cultura textil de Hanói fue con la ropa bastarda. En Asia se asume que la prenda no salió de la tienda Fendi o Chanel del centro comercial o la calle con marcas exclusivas, sino de un taller textil operado por mujeres y menores de edad. Las prendas son iguales a las originales, en diseño y calidad, pero éstas no tienen la etiqueta de la marca o lleva cosida una genérica. Me explicaron que el país socialista, por acuerdo previo, puede hacer las pren-

das idénticas y venderlas a cualquier precio. No usan un suéter Versace, con las bendiciones de la marca, pero qué más da, si salió de la misma maquiladora y fue confeccionado por las manos que hicieron el suéter que viajó fuera de Vietnam a recibir la etiqueta y un precio que representa todo el ingreso mensual de una familia vietnamita. Pero el sur de Asia no es sinónimo de precariedad, la modernidad se abre paso, ofreciendo al turismo lo mismo que cualquier capital europea, siempre y cuando haya una buena remuneración de por medio. En el antiguo barrio francés están las tiendas de marcas exclusivas, los ateliers de diseñadores locales y extranjeros, cuyas prendas y joyería se cotizan en cifras elevadas. La opulencia y la miseria en la misma banqueta. En el salón de clases, donde yo era la única occidental, por un lado mis compañeras, con sus pieles impecables y blanqueadas, el cuerpo cubierto con buen gusto de pies a cabeza por el terror al sol y sus efectos, y una bolsa de



diseñador de alguna temporada reciente; y yo, con blusas de tirantes y el atuendo de alguien que sabe que está de paso, pero que días más tarde tiene que cubrirse la piel, por respeto a los compañeros, según ellos. En Vietnam hay moda para todos los presupuestos, desde los pasillos del centro de la ciudad, hasta el barrio más fino. Recorrí cuanto pude, me asomé a tiendas, centros comerciales, racks afuera de algunas casas, pero el mayor inconveniente sería mi cuerpo. Una mujer con características latinas, que en cualquier país podría usar talla pequeña o extra pequeña, no es apta para la moda asiática. Me sorprendió que las faldas de lápiz, los vestidos entubados de tweed y los pantalones rectos tipo sastre, que se les ven bien a mujeres asiáticas de una estatura menor a la mía, no paso del metro sesenta, en mí fueron una catástrofe. Algunos vendedores me ofrecían talla grande o extra grande, otros respondían: «No, very fat, very fat», y risas. Entendí que estaba del otro lado, el de las mujeres ignoradas por una industria que pide medidas imposibles. Si los vietnamitas usan prendas nuevas todo el tiempo y son adictos al fast fashion, ¿qué se hace con toda la producción de ropa que no sale del país pese a los bajos o nulos aranceles? Es apilada en bodegas, como montañas de colores, donde acuden personas para seleccionar lo que les sirve y pagar una cantidad mínima por ello. Ahí estuve también en busca de algo que pudiera quedarle a un cuerpo very fat, very fat.




historia de la caja Para Estefanía La ropa de embarazo suele ser cara y fea. Dicen los que saben que no fue sino hasta que Demi Moore apareció desnuda y con una barriga de ocho meses en la portada de una famosa revista que las embarazadas empezaron a ser tomadas en cuenta como personas que querían vestirse de modo humano, y no carpas ambulantes con listones y estampados florales. Cuando me embaracé, asumí un montón de cargas que no venían en el paquete que una recibe con su educación sentimental. Estaban las expectativas, la duda, los síntomas físicos, y, por encima de todo, la incertidumbre. Entre el 10 y el 25% de los embarazos se pierde antes de los tres meses, y se calcula que sólo tres de cada diez llegan a término. Las tetas se hinchan, la barriga se deforma, el primer trimestre es andar en un barco del que no puede una bajarse; los mareos, la irritación, los cambios de humor y el hambre voraz me devolvieron a una etapa asalvajada, primigenia, que quizá sólo conocí cuando empezaba a estar en el mundo. «Te voy a mandar la caja», me dijo mi tía al enterarse de la noticia, como si me compartiera un secreto y un tesoro. Resultó que la caja era ambas cosas, pese a que a primera vista no parecía más que un prisma transparente con el guardarropa de cuatro hermanas distintas. Mi tía, que no es carnal sino política, acumuló y compartió prendas con sus tres hermanas durante sus embarazos, y cuando acabaron con el proceso de alojar crías en su cuerpo decidieron que era un buen momento para heredar su legado.


Al abrir la caja no pude evitar recordarme de pequeña, escarbando en el clóset de mi mamá para probar combinaciones imposibles con su vestimenta. Las prendas estaban limpias y planchadas, pero además eran suaves; otros cuerpos las habían domesticado, se habían alojado en ellas, se habían envuelto con su seguridad. Vestidos de noche, pantalones de diferentes tallas con añadidos para la creciente barriga, camisetas fruncidas en lugares estratégicos, deliciosos vestidos de algodón tan largos que pueden contener la esperanza. Ese, como en Pandora, resultó ser el regalo más grande de la caja. En un proceso de total vulnerabilidad (y cada embarazo lo es) te otorga la esperanza de creer que va a pasar, que otros cuerpos han atravesado por lo mismo, que un niño sano te espera al final, o al principio, del camino. Sin importar que las hormonas te hayan secuestrado el organismo, no estás sola. Y tienes unos pantalones elásticos que lo demuestran. Ahora mi hermana y yo le hemos dado de comer a la dichosa caja otra vez. Algunas prendas se han deshilachado por el uso, y otras están tan desgastadas que ya no pueden usarse. En nuestros segundos embarazos, nos volvemos a sorprender con las nuevas adquisiciones y con nuestros cuerpos indisciplinados que adoptan síntomas diferentes. Cada viaje es distinto, el embarazo es una guerra muy dulce, y, por fortuna, hasta cierto punto se trata de una batalla compartida.





el cabello, las bodas, la ficción (algunas viñetas)

A los siete-ocho años, mi madre me mandó a hacer una permanente en el pelo, como de esas señoras que parecen french poodle en cortes que no conocen tiempo ni buen gusto. Ahí estoy yo, con ese cabello esponjoso, de panqué, de chinos a medias en una foto donde parezco una señora en versión diminuta. Cuando le reclamé, dijo: Tú querías. Insististe, remató. Odiaba mi cabello tan lacio que si le ponía tubos o pasadores se resbalaban como si tuviera aceite.

Mi abuela me llevó una vez a cortar el pelo en el pueblo con la estilista, que era una señora que atendía en su casa. La frase de mi fantástica y fenomenal abuela: Déjaselo como La indomable (personaje de telenovela, claro, donde salía Leticia Calderón). Un corte de cabello debajo de las orejas, con una especie de fleco hacia arriba. La actriz tenía esa cabellera de los 80, a medias entre lo lacio y lo rizado, subida como merengue gracias a productos como Aquanet y demás elementos mortíferos para la capa de ozono.


De niña amaba ir a la iglesia y amaba las bodas. La señora que me cortaba el pelo también peinaba a las novias. Les ponía limón a falta de spray. En el pueblo el calor oscilaba entre los 28-30 grados con una humedad tremenda. La iglesia era un teatro hermoso, donde siempre había bodas y vestidos que resistían el maquillaje, el sudor, el calor, y el lodo si llovía. Mi madre se casó con uno de satín y mangas acampanadas. Dice que no lo vio sino hasta el mero día, se lo mandó a hacer su suegra, mi abuela, y se ve desde entonces que la odiaba. El vestido la ahorcaba del cuello a los tobillos con una mezcla suntuosa de satín, encaje y botones. Mi madre quería que yo lo usara algún día. Pero me cabía una pierna en ese vestido. Pude haber hecho almohadones sólo por lo sentimental. No sé si fue de ver tantas novias y echar el arroz a granel con las demás niñas que nunca soñé con casarme ni con tener un vestido de esos, que resistían todo, ni con el pelo esponjado como un pastel hermoso y oscuro. Amaba los rituales, eso sí, los novios hincados en almohadillas que decían con holanes, el lazo y las arras, el discurso que me sabía de memoria.


En esa cabeza mía con corte de cabello de heroína de telenovela, ya sabía que no había diferencia entre lo que veía en la iglesia y lo que veía en la tele. Mi abuela y yo devorábamos esas historias de mujeres traicionadas y de hombres bígamos. Le gritaba a la tonta-boba: Tonta, no te dejes engañar, él no te quiere. Supe, desde ahí, que a los hombres y a las mujeres nos separan muchas cosas. Mi madre dice que cuando ella era chica las bodas terminaban con todos debajo de las mesas porque solía haber balazos. Eso debía ser emocionante, supongo. Las gotas de limón sobre el pelo se podían ver sólo si uno se acercaba mucho a la novia, así como el rímel que comenzaba a gotear un poco. Pero, a unos metros, la belleza se sostenía, como un pastel gigante de cinco pisos.





Aquí usted encontraría la primera colaboración de este fanzine con una marca reconocida de chicles. Otro excelente motivo para adquirir el número en su versión física.


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