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Prólogo

mapa de paul pugliese

prólogo

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Hace casi quinientos años, unos ciento sesenta y ocho españoles acompañados de esclavos africanos e indígenas llegaban al actual Perú. No tardaron en chocar, como un inmenso meteorito, con un imperio inca de más de diez millones de efectivos, dejando restos de su enfrentamiento esparcidos por todo el continente. De hecho, quien visita Perú en nuestros días todavía puede ver por todas partes las consecuencias de aquella colisión: en la diferencia entre la oscura tez de los más desfavorecidos, frente a la tez pálida común entre la élite peruana, casi siempre acompañada de aristocráticos apellidos españoles; en la silueta salpicada de agujas de las catedrales e iglesias españolas; o en la presencia de reses y ovejas importadas y gentes de ascendencia española y africana. Otro recordatorio significativo es la lengua dominante en Perú, conocida como «castellano», cuyo nombre deriva del gentilicio del antiguo reino español de Castilla. De hecho, el violento impacto de la conquista española —que cortó de raíz un imperio con noventa años de historia— todavía resuena por cada una de las capas que constituyen la sociedad peruana, ya esté asentada en la costa, en lo alto de los Andes, o incluso entre el puñado de tribus indígenas que siguen moviéndose aisladas por la parte alta del Amazonas.

Sin embargo, determinar qué ocurrió exactamente antes y durante la conquista española no es tarea fácil. Muchos de los testigos presenciales murieron durante los propios acontecimientos, y sólo unos cuantos supervivientes dejaron documentos de lo ocurrido —lógicamente, la mayoría fueron redactados por españoles—. Los españoles alfabetizados que llegaron a Perú (en el siglo xvi, sólo un treinta por ciento sabía leer y escribir) trajeron consigo el alfabeto, un instrumento poderoso y cuidadosamente afilado, inventado en Egipto más de tres mil años antes.

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Por su parte, los incas mantenían el hilo de sus historias a través de relatos orales especializados, genealogías y, posiblemente, por medio de los quipus —cuerdas con nudos minuciosamente atados y coloreados que registraban datos numéricos utilizados también como recordatorios—. Sin embargo, poco después de la conquista, el arte de leer quipus se perdió, los historiadores murieron o fueron asesinados, y la historia inca se fue desvaneciendo con cada nueva generación.

El dicho que reza «la historia está escrita por los vencedores» se aplicó tanto a los incas como a los españoles. Al fin y al cabo, los primeros habían creado un imperio de cuatro mil kilómetros de longitud, sometiendo a casi todos los pueblos que lo habitaban. Como muchas potencias imperiales, su historia tendía a justificar y glorificar las conquistas y a sus gobernantes, al tiempo que menospreciaba a los líderes enemigos. Así explicaron a los españoles que ellos, los incas, habían llevado la civilización a la región y que sus conquistas estaban inspiradas y sancionadas por los dioses. Sin embargo, no era ésa la verdad: antes de los incas hubo más de mil años de reinos e imperios distintos. Por tanto, la historia oral inca era una combinación de hechos, mitos, religión y propaganda. Hasta en el seno de la propia élite inca, frecuentemente dividida en linajes en continuo conflicto, las historias podían variar. Como consecuencia de ello, los cronistas españoles documentaron más de cincuenta variantes de la historia inca, dependiendo de la fuente en la que se basaran.

El relato de lo que realmente ocurrió durante la conquista también está sesgado por la mera disparidad de lo que ha llegado a nuestras manos: si bien hoy contamos con unos treinta documentos españoles de la época acerca de varios acontecimientos que tuvieron lugar durante los primeros cincuenta años de la fase inicial de la conquista, sólo tenemos tres crónicas indígenas o pseudo-indígenas de relevancia del mismo período (las de Titu Cusi, Felipe Huamán Poma de Ayala y el Inca Garcilaso). Sin embargo, ninguna de estas crónicas fue escrita por un autor nativo que hubiese presenciado los acontecimientos durante los cruciales cinco primeros años de la conquista. De hecho, una de las fuentes más antiguas —un documento dictado por el emperador inca Titu Cusi para los visitantes españoles— data de 1570, casi cuarenta años después de la captura de su tío abuelo, el emperador Atahualpa. De esta forma,

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al intentar desentrañar quién hizo qué y a quién, el lector moderno se encuentra con una relato histórico inevitablemente parcial: por una parte, tenemos un montón de cartas e informes españoles, y por otra, sólo tres crónicas indígenas, de entre las cuales, la más famosa (la del Inca Garcilaso de la Vega) fue escrita en España por un mestizo y publicada más de cinco décadas después de dejar Perú.

Dentro de las crónicas españolas conservadas, hay otro obstáculo que salvar al intentar determinar lo ocurrido: las primeras crónicas fueron escritas como probanzas o relaciones, documentos redactados en su mayoría con el objetivo de impresionar al monarca. Sus autores, a menudo humildes notarios convertidos temporalmente en conquistadores, eran conscientes de que si sus hazañas sobresalían de alguna forma, el rey podía concederles favores, recompensas, e incluso una pensión vitalicia. Por ello, los primeros cronistas de la conquista española no intentaron describir necesariamente los acontecimientos como realmente ocurrieron, sino que tendieron a justificarse y hacerse publicidad ante el rey. Al mismo tiempo, solían minimizar los esfuerzos de sus camaradas españoles (después de todo, éstos buscaban las mismas recompensas que ellos). Además, los cronistas españoles confundían o malinterpretaban con frecuencia gran parte de la cultura indígena que iban descubriendo, e ignoraban y/o minimizaban las acciones de los esclavos africanos y centroamericanos que habían traído consigo, así como la influencia de sus amantes indígenas. Por ejemplo, el hermano menor de Francisco Pizarro, Hernando, escribió uno de los primeros relatos de la conquista —una epístola de dieciséis páginas dirigida al Consejo de Indias, que representaba al rey—. En su misiva, Hernando sólo menciona los logros de otro español entre los 167 que le acompañaban: los de su hermano Francisco. Sin embargo, en cuanto estas versiones de lo ocurrido en Perú, escritas a menudo en beneficio propio, salieron a la venta en Europa se convirtieron en best-sellers. Y en ellas se basaron los primeros historiadores españoles para diseñar sus propias narraciones épicas, transmitiendo así las distorsiones de una generación a otra.

Por lo tanto, el escritor moderno —especialmente el autor de narrativa histórica— se encuentra ante la necesidad de elegir entre relatos distintos y a menudo enfrentados, se ve obligado a basarse por defecto en autores que no son conocidos precisamente por su verosimilitud, a

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traducir manuscritos prolijos y a menudo mal redactados, y a servirse de fuentes de tercera o cuarta mano, algunas de las cuales nos han llegado como copias de copias de manuscritos. ¿Hizo realmente el inca Atahualpa esto o aquello? ¿Dijo esto a éste o a aquel otro? Nadie puede afirmarlo con seguridad. De hecho, muchas de las citas que aparecen en este manuscrito son «recuerdos» de escritores que a menudo no redactaron sus vivencias hasta décadas después de que tuvieran lugar los acontecimientos que describen. Por ello, al igual que en la física cuántica, sólo podemos aproximarnos a lo que realmente ocurrió. Las numerosas citas incluidas en el libro —la mayoría de las cuales datan del siglo xvi— deben ser leídas como lo que son, es decir, fragmentos y pedacitos de vidrio coloreado, a menudo magníficamente pulidos, que ofrecen una visión sólo parcial y frecuentemente distorsionada de un pasado cada vez más distante.

Evidentemente, toda historia destaca algunos sucesos, mientras abrevia, obvia, acorta, extiende e incluso omite otros. Cualquier relato está necesariamente redactado desde el prisma de una época y una cultura. Así, no es una coincidencia que el relato del historiador americano William Prescott de 1847, que cuenta cómo Pizarro y un puñado de héroes españoles se enfrentaron a la adversidad luchando contra hordas de brutales salvajes indígenas, reflejara las ideas y las presunciones de la era victoriana y del Destino Manifiesto americano. No cabe duda de que el presente estudio también refleja las actitudes dominantes de nuestros días. Todo cuanto puede hacer un historiador, dentro de sus posibilidades y de su propia época, es sacar momentáneamente a estas figuras desgastadas —Pizarro, Almagro, Atahualpa, Manco Inca y sus contemporáneos— de las polvorientas estanterías centenarias, limpiarlas e intentar darles un nuevo halo de vida para un público nuevo, para que puedan volver a escenificar su breve paso por este mundo. Una vez terminado, el autor debe devolverlos al polvo con cuidado, hasta que alguien intente crear una nueva narrativa que los vuelva a resucitar en un futuro no tan lejano.

Hace cuatrocientos años aproximadamente, Felipe Huamán Poma de Ayala, un nativo de familia noble que vivía en el imperio inca, pasó gran parte de su vida escribiendo un manuscrito de más de mil páginas, acompañado de cuatrocientos ilustraciones hechas a mano. Poma de

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Ayala esperaba que algún día su obra hiciera que el rey de España rectificara los abusos de los españoles en el Perú posterior a la conquista. Poma de Ayala recorrió los confines del país con su voluminoso manuscrito bajo el brazo, deambulando a través del naufragio del imperio inca, entrevistando a gente, anotando minuciosamente gran parte de lo que oía en sus páginas, y todo ello procurando que nadie le robara el trabajo de toda una vida. A la edad de ochenta años lo terminó y envió la única copia en un largo viaje en barco rumbo a España. Aparentemente, la obra jamás alcanzó su destino o, si lo hizo, nunca llegó a manos del rey. Lo más probable es que fuera archivada por algún burócrata de rango menor y posteriormente cayera en el olvido. Casi trescientos años más tarde, en 1908, un investigador dio con el manuscrito por casualidad en una biblioteca de Copenhague y, en él, descubrió un verdadero filón de información. Algunos de sus dibujos han sido utilizados para ilustrar este libro. En la carta que acompañaba a la obra, un anciano Poma de Ayala escribió lo siguiente:

Pasaron muchos días, de hecho muchos años, evaluando, catalogando y ordenando los distintos relatos, sin llegar a una conclusión. Finalmente superé mi temor y acometí una tarea a la que había aspirado durante tanto tiempo. Busqué iluminación para la oscuridad de mi entendimiento en mi propia ceguera e ignorancia. Pues no soy doctor ni estudioso del latín, como otros en este país. Pero me atrevo a considerarme la primera persona de raza india capaz de ofrecer un servicio tal a Su Majestad… En mi trabajo siempre he intentado obtener los relatos más verídicos, aceptando aquellos que parecían más sustanciales y confirmados por varias fuentes. Solamente he registrado los hechos que varias personas han aseverado como ciertos… Su Majestad, por el bien de los cristianos indígenas y españoles de Perú, le ruego acepte en su bondad de corazón este insignificante y humilde servicio. Su aceptación supondría gran felicidad, alivio y recompensa por todo mi trabajo.

El autor del presente libro, habiéndose enfrentado con un reto similar aunque mucho menos imponente, sólo puede pedir lo mismo.

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