Cuento de Navidad Por Carlos Franco
Es difícil encontrar golondrinas en diciembre. Pese a todo Sixto no cejaba de buscarlas tras los cristales de las ventanas, a veces con cierta nostalgia, saboreando el lado dulce de un pasado que tampoco es que le agradara especialmente. Las buscaba desde que leyó el celebérrimo poema de Bécquer en la escuela y descubriera que le señalaban territorios inauditos, ajenos a la realidad. Y el caso es que solía ser una búsqueda tranquila. Incluso relajante. Pero había veces que, como era el caso de estas fiestas navideñas, cuando visitaba a sus suegros y se juntaba con toda su familia política, las perseguía con más urgencia. En estas visitas todo solía ir bien hasta que cruzaba el umbral de la entrada. A partir de ahí, cierto cuadro que había en el recibidorcito de una virgen que perteneció a no sé qué tío-abuelo cura, una reliquia según su suegro, le miraba mal. Él jamás entendió esa inquina divina porque siempre fue un devoto cumplidor de los preceptos de la santa iglesia católica, como le enseñó su madre. Pero el caso es que le miraba mal y todo comenzaba a torcerse. Unos nietos angelicales que correteaban por todos y cada uno de los pasillos, se atropellaban sin remisión contra lo más doloroso de su espinilla y rodilla. La abuela amortajada en el rincón del saloncito de estar le confundía irremediablemente con un sobrino que murió de escarlatina antes de que él naciera; hacía ya 10 años que desistió de dar explicaciones sobre su verdadera identidad. Sus honorables cuñados, todos medio metro más grandes que él, le sonreían condescendientes para inmediatamente olvidarle y seguir con sus interesantes conversaciones de las que nunca entendió nada: el uno abogado del Estado, el otro notario, el de más allá juez, tal vez del supremo o de algún otro tribunal superior, nunca atinó a saber cuál. Luego estaba el hermano político cura, con destino en el arzobispado en un cargo de mucha relevancia al lado mismo del venerable obispo, dueño y señor de sus más íntimos secretos, según el mismo comentaba. Sus cuñadas no les iban a la zaga ni en relevancia ni en altura aunque, tal vez por mera deferencia cultural, una especie de feminismo mal entendido, su notabilidad y desahogada posición social solían expresarla más con su mujer que con su persona, lo cual, a esas alturas de la velada, era de agradecer. Aunque sus efectos tormentosos acabara notándolos hasta pasado un mes, debido al más carácter que provocaban en ella y que avinagraban hasta sus más mínimas decisiones respecto a él, como la de si podía o no llevar bigote. -¿Y cómo es que estás aquí y no estás allí? –le preguntó Manolo, el barman, un señor vulgar con camisa blanca y pelo tirando para canoso, puesto que a esa hora ya no había nadie por las calles, era nochebuena y todo el mundo estaba cenando. Sixto le señaló a la ventana. -Pues el caso es que al final descubrí una golondrina. -No jodas… -le dijo otro cliente que permanecía muy cerca de ellos, apoyado en la barra, y que no había perdido palabra de todo lo que había contado Sixto-… Y claro… te trajo derechito al bar…
Sixto pensó que aquel hombre era un zafio y que no entendía de golondrinas metafóricas. Pero aquel señor desaliñado, con la barba de tres días tenía razón en el fondo: ¿quién utiliza hoy metáforas para explicar lo inefable? -Era una golondrina inteligente. Creo que es el único bar abierto de toda la ciudad –dijo orgullosamente Manolo-. ¿Y a ti quién te trajo aquí? ¿Un pingüino? … Porque no veas la rasca que está cayendo.
Andrés cabeceó afirmativamente. Le gustaban los pingüinos y le gustaban los bares. Llevaba todo el día bebiendo así que, se podría decir desde una perspectiva racional que había acabado allí por una aparente lógica alcohólica ya que, como decía Manolo, se trataba ciertamente del único bar abierto en toda la ciudad. Y aunque contaba en su piso con un buen arsenal de botellas incendiarias de varios estilos etílicos, en días como éstos, no se entendían bien. No había comunicación. Él y su piso discutían, se desencontraban de su habitual sintonía escapista y él, en concreto, malvivía recorriendo aquellas estancias por las que un día discurrió su cotidianeidad. Le molestaba lo que siempre consideró un triunfo irrenunciable: su soledad. Pese a las múltiples conversaciones que se pueden tener en todo un día de bares y bebida, aquella situación infamante seguía desquiciando su pretendido sentido de la practicidad. No podía regresar a casa porque no aguantaba tanto reproche “vintage”. Bebía porque quería. Porque se estaba mejor tomado que con cara de lechuguino sorbiendo los especiales navideños frente al televisor, que ni fu ni fa y que, además, según su propia experiencia, eran patrañas maliciosas que solían traer resacas cargadas de azúcar amargo. Su casa no era quién para reclamarle paz. El que se diera o no a esa espiral de degradación en la que vivía durante aquellas fiestas era cosa suya, una cuestión extremadamente íntima. Su más grande secreto y su dolor inconsolable: hacía años que no soportaba el peso de las habitaciones de sus dos hijas, o la propia de su mujer, que no había traspasado desde que desaparecieron. Pero en Navidad el salón, pese a que en él se localizaba desde entonces, como si de un campamento improvisado se tratara, solía revelarse con susurros de felicidad que tomaban cuerpo en su memoria hasta hacerse puñales que le desgajaban una y otra vez, sin que acabaran de matarlo nunca.
-¿Cómo te llamas, por cierto? –le dijo tras salir de esta profusa reflexión. -Sixto. Andrés se sonrió. -Sixto… Vaya nombre… Si es que no me extraña… Síxto iba a replicar cuando cayó en la cuenta que aquello no tendría mucho sentido. Más aún porque el llamarse Sixto era el más pequeño de sus problemas. -¿Y tú? -Facilito. Andrés. Para servirle.
-Y yo Manolo –facilitó el Barman, inmediatamente, aunque nadie le había dado vela en este entierro de nombres.
Los tres se miraron con contundencia. Ahora no sólo sabían que sus vidas tenían poco sentido, sino que además tenían una referencia con la que catalogarse. Con la A de ausencia, Andrés; con la S de simple, Sixto; con la M de mandado –aunque lo correcto sería decir “bien mandado”- Manolo… De repente el bar se abrió y los tres giraron sus rostros. Una chica esbelta, rubia, de ojos verde esmeralda, apareció envuelta en un tres cuartos color burdeos con signos evidentes de alegría. Un aura de luz la acompañaba o al menos eso es lo que les pareció a todos, como luego comprobaron al comparar sus versiones días después, no fuera el caso que los del Vaticano o los de las alertas ovni, Iker Jiménez o algún otro estudioso de lo imposible, los vinieran con preguntas quisquillosas al respecto, tras descubrir que su amistad legendaria no había sido fruto de un instante intenso de soledad sino de una aparición angélica; una presencia inmaterial y divina, en todo caso. -¿Tienen tabaco? –dijo como un susurro, probablemente un mensaje críptico sobre un nuevo dios. Una nueva forma de expandir belleza a través de una música eterea disfrazada de voz-. Son el único bar abierto y… Manolo que, al igual que Sixto y Andres, habían olvidado que los humanos poseemos la rareza de comunicarnos mediante palabras y lenguaje, sólo atinó a señalar la máquina expendedora de la esquina con un leve movimiento del dedo índice. La diosa, tal vez el arcángel San Gabriel, ya decidirían más tarde en los sucesivos mil días en los que tratarían de comprender esta nueva religión que les abría la salvación a partir de la belleza y el buen gusto, se dirigió al artilugio, se sacó una cartera y echó unas monedas. El silencio pareció callarse para contemplar el suceso milagroso, porque de todos es conocido que la realidad se escribe a partir de cimientos imposibles como aquel instante. Entonces. Casi por azar. O por designio divino, vaya usted a saber qué, nadie supo cómo pero al mismo tiempo que esta conjunción de hechos asombrosos se concatenaban, se derramó su carnet de conducir y fue a parar a los pies de Sixto.
-Señorita… Felicidad –dijo tras leer el nombre de la tarjeta-, se le ha caído ésto.
Felicidad, que ya se había hecho con su paquete de tabaco y que, haciendo caso omiso de prohibiciones, tal vez porque estábamos en fiestas, tal vez porque este apartado de la historia no estuviera muy claro en las mentes de nuestros tres habitantes del bar, o porque realmente fuera una diosa a la que el cáncer de pulmón le trajera al pairo, dada su naturaleza inmortal, encendió un cigarrillo, le cogió grácilmente el carnet de entre sus dedos temblorosos y le dedicó una sonrisa inmensa, gigante, monumental, extraordinaria, prodigiosa que, inmediatamente, tuvo a bien regalar a los demás.
-Muchas gracias a todos. Qué bien que tienen abierto, incluso a estas horas de la noche. No les molesto más. Sigan siendo felices –dijo, y salió, dejando impregnado el ambiente de oro y luz. Porque, como luego reconocieron todos, aquella visita de la divinidad les trajo definitivamente las luces de la razón y de la satisfacción al mismo tiempo, confundiéndoles para siempre, eso sí, bajo la desasosegante compañía del alcohol. El amigo invisible que les unió desde aquella noche. - Bueno. ¿Y tú ? –dijo Andrés rompiendo ese silencio divino que aún sobrevoló durante varios minutos el local tras la desaparición de Felicidad-. Al final nosotros venga largar… venga largar… pero lo tuyo sí que es raro, Manolo: un bar abierto durante la noche de nochebuena. Hasta en el cielo, a lo que parece, les parece estrafalario. A ver si te explicas como dios manda… -¿Raro? Pero si eso está chupado… -respondió Manolo congestionado por esta nueva emoción, aún no repuesto de las emociones anteriores- . Hace años me propuse ser el primero en algo y se me ocurrió ésto. Nunca llegué a nada en la vida. No encontré familia, como tú, Sixto, aunque fuera mala, o buena, como la tuya, Andrés, aunque fíjate cómo se te desvaneció ese sueño… Tampoco es que me sintiera desgraciado. Vivo con la compañía de estas conversaciones. Algunas son más interesantes. Otras menos. Son lo que son y no pido más. Trato modestamente de ser feliz, aunque desde hace un rato todos sabemos que la felicidad es todo menos modesta… En fin, que me enrollo… Así que pensé. Yo a la luna no llego ni inventaré la penicilina, u otra maravilla indispensable… Pero con lo que este país no cuenta seguro es con un bar que abra a estas horas de la Nochebuena, y mira que en este país hay bares eh… -Eso lo puedes firmar –le confirmó Andrés. -Totalmente de acuerdo –asintió Sixto. -Pues eso. Decidí ser el primero y, de paso, llevarme toda la clientela -concluyó orgulloso con una sonrisa amplia y desbordante. -¿Toda la clientela? ¿Te refieres a nosotros tres? Pues sí que estamos buenos. Vaya panda de pringados que nos hemos juntado para celebrar este nuevo record guinnes. -Es cierto. Pero recuerda que probablemente sea la mejor nochebuena que hayamos tenido nunca. Al menos la mejor en años. -¿Cómo…? –protestó ligeramente Andrés, ante la sonrisa desmedida de Sixto, que ya sólo veía golondrinas. - Pues eso: hemos encontrado nuestra compañía. Hasta la Felicidad ha aparecido por esa puerta –remachó Manolo-. ¿Qué más podemos pedir? Creo que acabamos de experimentar la mejor Navidad de nuestras vidas.