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Tiricia

ANOTACIONES SOBRE UN LIBRO DE VIAJE

Claudia Fernández se llama la poeta que toma una hoguera marchita y se alumbra el camino con ella. Se alumbra, sí, porque sabe que si es hoguera, tiene luz, aunque por el momento no se sienta, no se vea, no se palpe, y sea como esa noche infinita donde, sin embargo, las luciérnagas rechazan la dictadura de la oscuridad.

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Esta poeta viaja confundida en un mercado donde todo tiene dueño, por eso busca, sin aspavientos, el retorno a la tierra de nadie; eso explica su estrategia de nadar al margen de las multitudes, su decisión de alejarse de tanto espanto y tanto escándalo de ineptitudes. Pero no recuerda la manera de abandonar el laberinto escarchado a sus pies y a sus alas; no lo sabe porque en el interior del hielo es donde respira la vida que contempla, el fruto que degusta y el asombro pertinaz que da savia a su sabiduría.

El libro comienza con algunos campos minados, con diversos arcanos que exigen fidelidad al lector: prueba de que Claudia no estaba segura de continuar. Pero en la medida en que uno se adentra en la escritura, va recibiendo los latigazos justo en el rostro; y después, como una vergüenza compartida, uno se ve obligado a asentir ante las palabras de esta sabia muchacha y a su alma de niña triste que todavía necesita jugar. Entonces se desata la luz.

Si alguien no encuentra pasión en estos poemas, es porque hay que ganársela. Retornar del sobresalto le ha permitido a la poeta acariciar las olas con sus dedos abandonados a esa

frescura conquistada. El lector también debe hacer reposar su corazón, si quiere calmar su sed. Sólo de esta manera los poemas de Claudia podrán ser recibidos por personas con vocación de quietud, perdón y misericordia.

Al final, me parece justo colocar una advertencia. Esta mujer que escudriña los caminos de las cosas con su mirada paciente, tiene en el dorso de su amor un veneno definitivo para quien aborde su palabra sin fervor. Ella es una hoja mecida por el viento, pero, también, la mantis que no renuncia a su naturaleza. Solo los árboles tienen derecho a reír de su presunta ingenuidad.

Otoniel Guevara 23 de diciembre de 2018, en Quezaltepeque, El Salvador.

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