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Capítulo IV. Descripción del huracán de 1772

El paso del huracán aconteció en el mes de agosto de 1772, expandiendo horror y desolación en el sur, principalmente en los sectores de Saint Louis, Cavaillon, Cayes, Torbek, Tiburón. Se presentó en el día un viento impetuoso proveniente del Norte, acompañado de un terrorífico diluvio. La jornada del 4 fue tan lluviosa que los negros no pudieron asumir sus labores en el campo. Hacia las nueve de la noche el viento cambió su curso hacia el Noreste. Fue entonces que llegaron furiosas borrascas y al unísono se agregó un ulular siniestro provocado por los vientos. La casa en que me había refugiado tenía 60 pies de largo y 24 de ancho; se convirtió en una olla. Estaba protegida por un grueso portón de madera por el cual penetraron 5 o 6 pies de tierra. A la primera borrasca fue arrancada. La segunda puerta en la galería, situada al este, sufrió lo mismo. El viento soplaba de un modo uniforme, se calmaba de tiempo en tiempo y a los pocos minutos descargaba toda su furia y llenaba el aire con un ruido ensordecedor, causado por la caída de los árboles, demasiado débiles para resistir a su furor. Cada vez que sus soplidos se intensificaban, las plantas de café se plegaban hacia la tierra. La lluvia caía de todas las direcciones, los relámpagos tronaban sordamente. Esos relámpagos eran el clamor horroroso de esa naturaleza desatada sobre estos sectores. Hacia las dos de la mañana el viento comenzó a amainar, la borrasca soplaba con menos

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frecuencia y era menos violenta. El huracán duró unas cinco horas y pude ver con mis ojos árboles de un inmenso grosor ser arrancados como meras ramas, otros quebrados en pedazos, otros más abiertos de largo a largo. Los más resistentes fueron despojados de sus ramas, conservando tan solo su tronco. Los caminos quedaron obstruidos por escombros de todo tipo. En las zonas boscosas se podía penetrar tan solo con un hacha en la mano. Durante el día, antes del suceso, los bosques estaban ornados de un agradable verdor; al día siguiente, parecían el teatro natural de un invierno europeo y sus desmanes, desconocido en estos climas tropicales. Los bananos estaban quebrados, una ingente cantidad de plantíos de café habían sido arrancados y otros hechos trizas. Las cañas de azúcar yacían acostadas en la tierra, desraizadas, plantaciones enteras de índigo estaban tumbadas, también rotas, arrastradas por los torrentes de agua y lodo. Ninguna plantación de café, ya fuera perteneciente a los negros, ya fuera a los blancos, quedó intacta. Todo estaba dispersado y quebrado en el suelo, situación que causó grandes pérdidas a muchos habitantes, sobre todo a aquellos que tenían sus almacenes abastecidos. La mayoría de los navíos, goletas y pequeñas embarcaciones que atracaron en la rada de Cayes Fond se deshicieron, después de ser empujados por el viento en los encontronazos con los arrecifes; la costa estaba recubierta de escombros. La ciudad de Cayes fue inundada. En todas las casas, sobre todo del lado del hospital, el agua subió hasta cuatro pies. Los ríos hinchados por los torrentes salieron de sus cauces y arrastraron consigo árboles enteros con sus raíces y ramas, que a su vez arrastraban otros en sus serpenteos indetenibles. La jornada del 5 fue parecida a la del 3 de agosto; el viento sopló con violencia y las precipitaciones no cesaron. Los animales domésticos desaparecieron durante tres días. Se encontraban en los bosques y las sabanas hacia donde huyeron. Muchas aves murieron ahogadas o golpeadas por diversos obstáculos. Después de esos momentos de calamidad, salió el sol con sus rayos a iluminar el entorno y la naturaleza pareció recobrar su talante.

Los troncos de los árboles que resistieron a la violenta tempestad comenzaron milagrosamente a hacer brotar sus flores, trazando ante nuestros ojos la imagen de la primavera que apreciamos en Francia. Días después se habían cubierto de verdor.

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