Narrativa Latinoamericana para niños

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Narrativa latinoamericana para niños y jóvenes: caminos de la producción más reciente Antonio Orlando Rodríguez

Pluralidad, riqueza temática y exploración formal son palabras que se escuchan a menudo cuando se habla de lo más significativo de la narrativa latinoamericana contemporánea para niños y jóvenes. Les propongo echar una mirada a la producción actual con el propósito de comprobar si esos juicios se justifican. Para realizar este ejercicio me apoyaré, principalmente, en obras de reciente aparición, en su mayoría publicadas en los años 2010 y 2011. Un buen punto de partida sería señalar que, en cuanto a vertientes y temáticas, no es mucho lo que hay nuevo bajo el sol. Las líneas temáticas y formales que conforman la narrativa de hoy son una prolongación de las que emergieron, se definieron y consolidaron décadas atrás, especialmente en los años 1980, un período de especial significación desde una perspectiva continental, en el que la literatura infantil alcanza su "mayoría de edad" en varios países con las propuestas de destacados autores, ilustradores y editores. Un ejemplo de la evolución de una de estas vertientes: los cuentos que rescatan, exploran y recrean la tradición oral –una de las líneas de trabajo más antiguas y visitadas de la narrativa latinoamericana para niños y jóvenes– emerge una tendencia importante que emerge en los años 1920 y 1930, con la aparición de obras como Cuentos de mi tía Panchita (1921), de la costarricense Carmen Lyra; Mi tío Ventura (1936), del chileno Ernesto Montenegro, en Chile; las Histórias de tia Nastácia (1937), del brasileño Monteiro Lobato, y con los cuentos y leyendas difundidos por el venezolano Rafael Rivero Oramas a partir de 1938 en la revista infantil Tigre, onza y león. En los años 1940 y 1950, la vertiente se consolida con la llegada de libros como Cuentos mexicanos para niños (1945), de la mexicana Pascuala Corona, y Las hazañas de Pedro Urdemales (1949), del argentino Julio Aramburu. En los 1960, Ponolani, de la cubana Dora Alonso, obra que se nutre del folclor de raíz africana, incorpora una inusual voluntad artística en el tratamiento de los textos, y a mediados de los 1970 comienzan a aparecer obras que hacen énfasis en la fidelidad a las fuentes antropológicas, como Primitivos relatos contados otra vez

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(1976), del colombiano Hugo Niño. Este proceso debe verse como el resultado de un continuum de experiencias, como una suma de diferentes formas de mirar, abordar y recrear el material folclórico. Otro tanto ocurre con las narrativas de corte fantástico o realista en sus múltiples posibilidades, como la aventura, el policíaco, la ciencia ficción, el terror, lo sobrenatural, la narrativa histórica, el relato de amor, la revisión del cuento de hadas, etc. En el presente, el rescate de la narrativa de tradición oral continúa atrayendo a autores, editores y lectores. Los mitos y leyendas de las culturas y comunidades indígenas siguen ocupando un espacio importante dentro de esta vertiente. Son ejemplos de ello El sueño de Buinaima (Alfaguara, 2010), del peruano Rember Yahuarcaní, con reescrituras de la mitología de los uitotos de la Amazonía de Perú y Colombia, y Leyendo leyendas (Alfaguara, 2010), de la argentina María Inés Falconí, con recreaciones del folclor de los calchaquíes, los tobas, los kollas, los tehuelches y los guaraníes y otros pueblos aborígenes del territorio de Argentina. El aporte al folclor latinoamericano de los esclavos provenientes del África subsahariana ha sido objeto, en los años más recientes, de una renovada atención. Así lo prueba la aparición de libros como Cuentos de Obatalá (2011), de la cubana Teresa Cárdenas, que se nutre de los patakines (historias) de la tradición afrocubana e incluye como personajes a los orishas (dioses) del panteón yoruba, y, también anclado en el folclor de los afrodescendientes, Mestre gato e comadre onça (2011), de la brasileña Carolina Cunha, actualiza una fábula de capoeira. Otros libros recientes recuperan o recrean mitos, leyendas, fábulas y cuentos populares resultado del mestizaje colonial o provenientes de culturas de otros continentes, como A lenda dos diamantes e outras histórias mineiras (Atica, 2011), de la brasileña Maria Viana, o Dioses y héroes de la mitología griega (Alfaguara, 2010), de la argentina Ana María Shua; De cómo el diablo se casó con tres hermanas y otras leyendas de miedo (Norma, 2011), de la argentina Graciela Repún, o O urso, a gansa e o leão (FTD, 2011), de la brasileña Ana María Machado. Al escribir cuentos para los más chicos, muchos autores suelen recurrir a estructuras provenientes de la narrativa de tradición oral. Para nadie es un secreto la buena acogida que brinda esta audiencia a los relatos aditivos, con situaciones, personajes y frases que

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se encadenan y reiteran. En este terreno se inscribieron libros como Así, así, asá (SM, 2011) de la argentina Laura Devetach, con ilustraciones de Rocío Alejandro. En este gracioso relato, Devetach recupera a un personaje que ha aparecido en varios de sus cuentos para niños desde los años 1970: la tía Sidonia, y narra una nueva aventura suya, en la que el nonsense y la musicalidad del lenguaje son elementos clave. La narrativa que utiliza como personajes a animales antropomorfizados conservó un espacio relevante. A veces, se trata de historias que abordan temas cercanos a las primeras experiencias del niño, en las que el lector puede reconocerse en los problemas que enfrenta y resuelve el personaje animal. Así sucede, por ejemplo, en Boris y las manzanas (Alfaguara, 2011), cuento de los chilenos Sergio Missana y Maya Missana, y en Pepe, el apere´a (Alfaguara, 2011), publicado en Paraguay por la argentina Martha Rossi. En la actualidad, resulta menos frecuente hallar personajes animales pueden estar al servicio de tramas más complejas, de alegorías sociales o de historias románticas – como en las novelas Angélica, de Lygia Bojunga Nunes, o El gato manchado y la golondrina Sinhá, de Jorge Amado–; una excepción es Gato ama a Lola (Alfaguara, 2011), de Liset Lantigua, escritora cubana radicada en Ecuador, donde los animales protagonistas son sobrevivientes de catástrofes de diversa índole. Una tendencia que tiene una fuerte presencia en los catálogos editoriales es la revisión y reformulación de los personajes y motivos de los cuentos maravillosos. No es una novedad, pues se trata de un recurso que utilizó con maestría Monteiro Lobato desde 1920, en su primer libro para niños, Reinacoes do Narizinho, pero esta línea ha cobrado especial relevancia en años recientes. Reyes, brujas, hadas y gigantes reaparecen para contradecir, provocadoramente, conductas e ideas a las que estaban encandenados por la tradición. En el alegórico La durmiente (Alfaguara, 2009), los argentinos Ana María Andruetto e Istvansch –escritora e ilustrador, respectivamente–, toman como punto de partida la conocida historia de La bella durmiente. Pero esta vez textos e imágenes revelan la realidad que existe más allá del palacio idílico donde vive la princesa y aluden al papel de la mujer en las luchas y las transformaciones sociales. En esta reformulación sin hada malvada, maleficio ni huso, no es precisamente un beso lo que hará despertar a la princesa de su sueño. Sin embargo, lo más frecuente es que al incorporar personajes y motivos de los cuentos populares o maravillosos a sus relatos, los autores lo hagan apelando, sobre todo, a un

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propósito humorístico, como se observa en Cuentos locos para leer poco a poco (Norma, 2011), de la argentina Liliana Cinetto, y en La princesa calva (Panamericana, 2011), del colombiano Evelio José Rosero. No está de más destacar el atractivo especial que parecen despertar las hadas; varios títulos recientes coinciden al introducir estas criaturas feéricas en el mundo cotidiano de hoy. Uno que sobresale por su gracia y su ligereza es Las hadas brillan en la oscuridad (Norma, 2008), de la argentina Graciela Cabal. El relato paródico y satírico con monstruos y criaturas como protagonistas sobrenaturales (vampiros, licántropos, momias, brujas, fantasmas...), fue un elemento renovador en la narrativa latinoamericana a fines de los años 1980. Textos como la novela corta Maruja y el cuento "Historia de la momia desatada" (incluido en el libro La aldovranda en el mercado), de la argentina Ema Wolf, ambos publicados en 1989, contribuyeron al auge de esta vertiente, que un cuarto de siglo después continúa teniendo una sólida presencia. Tres pruebas de su vigencia: Mails espantosos (SM, 2011), donde el argentino Fabián Sevilla narra, a través de e-mails, el romance virtual del monstruo Basilio Basilisco y la bruja Grosilda; El vampiro Vladimiro (Norma, 2010), del ecuatoriano Edgar Allan García, la historia de amor de un vampiro que trabaja en un banco (no de sangre, como habría sido lo ideal, sino financiero) y que se enamora de una clienta que acude a pedirle un préstamo, y Los espantosos espantos espantados (Norma, 2011), en el que el ecuatoriano Mario Conde nos hace testigos de las peripecias de una tropa élite de monstruos con una suerte de misión imposible: evitar la desaparición del miedo entre los niños. No todas las propuestas logran el mismo ingenio y la originalidad se echa de menos, pero cuando podría pensarse que la fórmula está agotada, aparecen obras como Santa vs los vampiros y los hombres lobo (Norma, 2011), de los mexicanos F. G. Haghenbeck y Tony Sandoval, para revelarnos que el bonachón Santa Claus es un campeón de lucha libre capaz de vencer a las criaturas del mal. El terror, las historias de miedo "en serio", cuya mayor ambición es pararle los pelos de punta al lector infantil y juvenil, constituyen otra línea de trabajo muy explotada en la actualidad. La narrativa fantasmagórica, con muertos vivientes y criaturas del Más Allá, estuvo representada por títulos como Siete esqueletos decapitados (Océano, 2009) y Nocturno Belfegor (Océano. 2011), del mexicano Antonio Malpica, primera y segunda partes de la saga de misterio sobrenatural El libro de los héroes, y La colina del terror y otras historias que tiemblan de miedo (El Naranjo, 2011), del mexicano Ricardo Chávez

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Castañeda. Por su parte, el uruguayo Federico Ivanier exploró en El bosque (Alfaguara, 2011) los territorios del thriller sicológico. Veinte años atrás, en 1989, la publicación de la novela Mi amigo el pintor, de la escritora brasileña Lygia Bojunga Nunes, en la colección Torre de papel de la editorial Norma, despertó numerosas y apasionadas reacciones en los distintos países de América Latina: sorpresa y admiración, pero también desconcierto, cuestionamiento e incluso rechazo. ¿Un relato con el suicidio como motivo central? Era una propuesta polémica dentro de la literatura infantil que se escribía y circulaba en Latinoamérica para los niños. A muchos les parecía un tema inconveniente, inadecuado –"tabú", solía decirse por entonces–, que aproximaba peligrosamente a los jóvenes lectores a territorios de la realidad de los que, en su opinión, era preferible mantenerlos alejados. En años posteriores, otros temas controvertidos fueron abordados con acierto. Por ejemplo, en En la oscuridad (1991), el brasileño Julio Emílio Braz realizó una cruda radiografía de la vida de ocho niñas de la calle. En Paso a paso (1995), la colombiana Irene Vasco narró el difícil proceso de una familia que debe aprender a seguir adelante sin saber si el padre, víctima de un secuestro, vive aún o está muerto. En Ito (1996), el cubano Luis Cabrera retrató a un niño que, por su amaneramiento y sus gustos, que no encajan en los patrones al uso, es víctima del rechazo y el acoso de sus familiares, condiscípulos y maestros. En Los ojos del perro siberiano (1998), el argentino Antonio Santa Ana presentó el tema del sida y la estigmatización social que desencadena la enfermedad. De entonces a la fecha ha llovido mucho y el reflejo de graves conflictos que aparecen en el entorno de los niños y jóvenes se ha convertido en un filón cada vez más explotado –y escrutado– por los autores en América Latina. Algunos títulos meritorios de la producción más reciente se centran también en conflictos álgidos, de delicado tratamiento. El mordisco de la medianoche (SM, 2010), del colombiano Francisco Javier Leal, presenta el desplazamiento de las comunidades por la violencia social. En Origami (Libros del Náufrago, 2011), de Eduardo González, la crisis económica europea obliga a unos emigrantes argentinos a regresar a su país de origen con su hija adolescente; para Lara, ese viaje estará lleno de descubrimientos sobre sus raíces y su identidad personal. La dramática situación de los niños de la calle ha sido reflejada, con matices e intenciones diferentes, en novelas como No comas renacuajos (Babel, 2008), del colombiano

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Francisco Montaña, y en Margot. La pequeña, pequeña historia de una casa en Alfa Centauri (Norma, 2011), del mexicano Toño Malpica. En la primera de ellas, el estilo es neorrealista, de una crudeza por momentos sobrecogedora; en la segunda, el drama está abordado con paradójicas, pero efectivas, pinceladas de fantasía infantil y de amargo humorismo. El infierno de un adolescente drogadicto y su posible redención aparece en Mamá, ya salió el sol (Norma), novela juvenil de la ecuatoriana Lucrecia Maldonado. El bullying, la brutalidad extrema a que puede llegar el acoso escolar, es recreado en El hombre de los pies-murciélago (Norma, 2009), de Sandra Siemens. La problemática de las pornografía infantil aparece en La chica del sótano (Norma, 2011), del peruano Carlos Rengifo. Con un trasfondo de sexo, drogas y rock and roll, El ritual de la banda (SM), del mexicano, Fidencio González Montes toma como protagonista a una joven que sueña con convertirse en una estrella del rock, pero que fracasa en sus ambiciones, y retrata uno de los resultados más comunes del enfrentamiento entre generaciones: los hijos rebeldes terminan convertidos en réplicas involuntarios de los padres que criticaron. Desde la prostitución de menores hasta la violencia doméstica: en lo que a selección de temas álgidos se refiere, las restricciones parecen ser cosa del pasado. Ahora bien, el abordaje de estas problemáticas exige sensibilidad, conocimiento, perspectivas novedosas, rigor estilístico y penetración sicológica para no caer en lugares comunes. Y eso, lamentablemente, no siempre se consigue. Algunas de las numerosas posibilidades de lo fantástico han sido exploradas en obras de los años recientes. Se advierte un especial interés en la interrelación de elementos maravillosos con contextos, situaciones realistas y personajes. Picuyo (Ekaré, 2011), de la venezolana Carmen Diana Dearden ("Kurusa"), con ilustraciones de Leticia Ruifernández, desovilla una trama con ribetes de leyenda en el humilde entorno de un poblado de pescadores. El costarricense Carlos Rubio, en Las mazorcas prodigiosas de Candelaria Soledad (Fundación Libros para Niños, 2011), trata el tema de las migraciones internas centroamericanas en una propuesta con elementos de relato popular y de realismo mágico. La soledad y la incomunicación del niño en el seno de una familia que solo presta atención a sus necesidades materiales tienen una representación alegórica en Pajaritos en la cabeza (2008), del peruano Jorge Eslava. La mitología, lo real maravilloso, el costumbrismo y la fantasía pura nutren La isla mágica y otros cuentos (Zig-Zag), un volumen con tres relatos de la veterana autora chilena Alicia Morel, con la geografía y la cultura de Chiloé como escenario.

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Los más recientes intentos del fantasy por despegar en el marco de la narrativa latinoamericana no han sido, a juzgar por su alcance artístico, especialmente afortunados; se echa de menos un enfoque propio, con aportes culturales propios –como el que logró la argentina Liliana Bodoc, a inicios de los años 2000, en su trilogía La saga de los confines–, y en algunos títulos salta a la vista el deseo de recurrir a fórmulas de probado éxito comercial en otros ámbitos. La realidad cotidiana de los adolescentes –el ámbito doméstico y el escolar– es objeto de especial atención en la novela Tony (Norma, 2010), de la autora ecuatoriana Cecilia Velasco, un libro inusual por su vuelo artístico, su sutileza sicológica y su capacidad de generar emociones perdurables en los lectores. Los vínculos de los niños con sus padres y hermanos y el descubrimiento del amor también están presentes en obras recientes como Con Tigo de la mano (SM, 2011)), de la uruguaya Magdalena Helguera; Valeria frente al espejo (El Naranjo, 2011), del mexicano Antonio Granados, y Cómo cocinar un plato volador (Norma, 2011), del argentino Sergio S. Olguín. En El mejor enemigo del mundo (Norma, 2011), la ecuatoriana María Fernanda Heredia se adentra en el delicado mundo de las relaciones de amistad. El compromiso con el cuidado de la naturaleza continúa siendo un tema recurrente. Así lo prueba la aparición de obras como Nuestro planeta, Natacha (Alfaguara, 2011), del argentino Luis María Pescetti, y Esteban y el escarabajo (Fondo de Cultura Económica, 2011), texto del argentino Jorge Luján e ilustraciones de la italiana Chiara Carrer. Este es un terreno donde los mensajes suelen carecer de sutileza, por lo que con frecuencia las propuestas no trascienden lo utilitario. Eso hace que el lector valore especialmente libros en los que el reflejo del amor a la naturaleza es un resultado de la obra literaria y no una premisa, como sucede en el encantador La amistad bate la cola (Alfaguara, 2011), de la brasileña Marina Colasanti, y en las viñetas en prosa poética de Dalia (Norma, 2010), de la colombiana Carolina Sanín Paz. Estos dos libros dicen más sobre el amor a los animales y la necesidad de protegerlos que otros publicados con ese propósito manifiesto y, además, lo dicen con mucho más vuelo, sinceridad y creatividad. Los procesos que desencadena una enfermedad o una discapacidad han sido abordados en varios libros. Con un perfil sicológico que busca hondura, la novela juvenil En la laguna más profunda (Siruela; Bogotá, 2011), del colombiano Óscar Collazos, expone las transformaciones de la vida de una familia cuando uno de sus miembros es víctima del

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alzheimer. En Nem eu nem outro (SM, 2011), otra propuesta para adolescentes, la brasileña Suzana Montoro relata el inesperado cambio que se produce en la vida de un adolescente como resultado de un trastorno vascular en el cerebro; para ello, se apoya en la simbología del fénix (la posibilidad de los seres humanos de sobrevivir a múltiples muertes a lo largo de nuestra existencia) y actualiza el eterno recurso literario del doble. Destinada a lectores infantiles, El cristal con que se mira (Fondo de Cultura Económica, 2011), de la mexicana Alicia Molina, se centra en una niña con trastornos como sordera y miopía y en su relación con otros niños con problemas no físicos, sino generados por la incomunicación familiar y la ausencia del padre. Los motivos clásicos de la novela de aventuras, como, por ejemplo, la búsqueda de un tesoro oculto, regresaron en obras como La venganza del pirata (Alfaguara, 2011), del argentino Carlos Schlaen. En El rastro de la serpiente (SM, 2011), la argentina Laura Escudero desovilla la aventura en un espacio colindante con lo real maravilloso para narrar la lucha por la supervivencia, la libertad y el rescate de su identidad de una imaginaria comunidad indígena. Como contrapartida, otro tipo de aventura, la aventura interior, aportó una enriquecedora alternativa. Con una heroína obligada a permanecer inmóvil a causa de las lesiones sufridas en un accidente de tráfico, Selva de pájaros (Alfaguara, 2010), novela de la ecuatoriana Cecilia Velasco, nos condujo por la atractiva subjetividad de los mundos a menudo insuficientemente explorados que lleva dentro cada ser humano. Otra autora ecuatoriana, María Fernanda Heredia, utiliza en Hola, Andrés, soy María otra vez... (Alfaguara, 2011) como detonante la reclusión de una niña a causa de la hepatis para explorar, a través de un diario, su mundo afectivo. Las pandillas de detectives continúan resolviendo enigmas y enfrentando peligros en títulos publicados por Alfaguara como Detectives en Córdoba (2007) y Detectives en Mar del Plata (2011), de la serie iniciada por María Brandán Aráoz a fines de los años 1990, y en Los primos y la monja fantasma (2011), de la uruguaya Magdalena Helguera. No faltan los acercamientos a este género por su costado humorístico, como los que propuso el mexicano Jaime Alfonso Sandoval en Agencia de detectives escolares (Norma, 2011). Y, con un enfoque más "clásico", Las pesquisas comenzaron en Baker Street (Norma, 2010), del colombiano Jairo Buitrago. La narrativa latinoamericana para niños y jóvenes más reciente nos conduce del pasado precolombino a la contemporaneidad y de esta al futuro. Copo de algodón (El Naranjo,

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2010), de la mexicana María García Esperón, recrea el derrumbe de Tenochtitlán y del imperio azteca en el lejano siglo XVI, desde la mirada de la hija de 12 años del emperador Moctezuma. Los viajes del Capitán Tortilla (SM, 2011), el uruguayo Federico Ivanier, nos traslada al Uruguay de la dictadura militar de los años 1970. En Es raro ser niña (Cauce, 2008), la autora cubana Mildre Hernández recrea la voz de Cuasi, una adolescente mestiza de la Cuba de hoy que nos pone al tanto, de forma desenfadada y sincera, de sus problemas con la Vida. En la novela de ciencia ficción Titanis. El armario de la luna (Alfaguara, 2011), el argentino Esteban Valentino nos traslada al futuro y nos convierte en parte de la tripulación de un viaje espacial secreto. Una muestra de esta estimulante multiplicidad de espacios y tiempos es Historias de la cuchara (Norma, 2011), de la colombiana-ecuatoriana María Cristina Aparicio, un volumen de cuentos que tienen como común denominador la inserción en sus tramas de recetas culinarias típicas y la voluntad de trasladarnos por épocas tan contrastantes como la Antioquia del narcotraficante colombiano Pablo Escobar y la Oaxaca de un convento de monjas de la época de la colonización de México, donde, por puro azar, una de las hermanas descubre el secreto de la preparación del chocolate. La llamativa presencia de una narrativa sobre el fútbol tiene un antecedente en la novela Muchachos del sur (1957), del argentino Álvaro Yunque. Varios elementos presentes en aquella obra pionera han sido recuperados por los escritores de hoy, como la pasión por el deporte, la posibilidad del triunfo deportivo como vía de ascenso social, la solidaridad humana y el sentido de identidad y de pertenencia a un colectivo que genera el deporte, especialmente en los chicos de las barriadas populares. Aunque sin la riqueza de recursos composicionales que hizo gala Yunque en la obra mencionada, un puñado de títulos de corte realista y costumbrista ratifica la actualidad de esta temática. Entre ellos están La fiebre (SM, 2011), del chileno Jaime Caucao; El Súper Maxi del Gol (Alfaguara, 2011), del uruguayo Daniel Baldi; Una historia de fútbol (Norma, 2010), del brasileño José Roberto Torero, y Golazo (SM, 2010), del argentino Carlos Rodrígues Gesualdi. Una propuesta singular es La cancha de los deseos (2010), del mexicano Juan Villoro, quien entremezcla con libertad fútbol y fantasía disparatada. Y seguirá rodando (Norma, 2010), del mexicano Juan Carlos Quezadas, recurre a la no ficción para referir treinta y dos relatos futbolísticos tomados de la vida real y acontecidos diferentes latitudes.

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¿La atracción por otros deportes se dejará sentir en la literatura infantil de los próximos años? Por lo pronto, el segundo deporte de equipo más popular en el continente, el béisbol, desempeñó un papel protagónico, junto con la música rock, en la novela juvenil En grandes ligas (SM, 2007), del puertorriqueño Juan Antonio Ramos. Es interesante apreciar cómo, en los últimos años, la narrativa infantil y juvenil ha observado y escuchado con creciente interés las circunstancias y las voces de los marginados, los excluidos, los relegados, los subestimados. Esta literatura incluyente, de la que hemos mencionado algunos ejemplos a lo largo de esta charla, merece ser destacada no solo por haber abierto brechas y dar visibilidad a personajes que, tradicionalmente, habían tenido un escaso protagonismo en los libros para niños, sino, sobre todo, por haber logrado hacerlo, en una buena parte de los casos, con una apreciable calidad artística. Una imprevkista tormenta que azota la ciudad de Rosario hace que la heroína infantil de la novela corta Fuera de mi mundo (Norma, 2011), de la argentina Lydia M. Carreras, descubra realidades que van más allá de su confortable y privilegiado mundo, al entrar en contacto con los integrantes de una familia humilde que recicla cartones para ganarse la vida. La dominicana Brunilda Contreras expone en El mal del juicio (SM, 2011) la realidad de una niña campesina durante la dictadura de Trujillo. El perro y su loco (Norma, 2011), de la peruana Elizabeth Salazar, propone un paralelo entre la vida de dos criaturas abandonadas –un perro y un niño con retraso mental–, víctimas de la adversidad y de la indiferencia social, que terminan estableciendo una conmovedora alianza para la supervivencia en un entorno hostil. Escrita con un lenguaje parco, esta obra trabaja con emociones fuertes, siempre a punto de desbridarse, en el peligroso territorio del melodrama, que la autora consigue controlar airosamente. A diferencia de otros

textos

recientes

que

reflejan

circunstancias

similares,

aquí

el

carácter

desesperanzador, casi documental, del relato concluye de forma esperanzadora. En medio de un entorno hostil, la humanidad de algunos personajes resulta sumamente reconfortante. En el panorama de la narrativa infantil y juvenil actual, predominan las obras construidas a partir de un uso del lenguaje sin mucha elaboración artística, que podríamos denominar "funcional". Este tipo de literatura, que a menudo descansa en el coloquialismo de un narrador en primera persona, puede ser correcto y atractivo, y sin dudas tiene a su favor el potencial de entablar una comunicación directa con sus destinatarios, pero en ella se echa de menos una mayor refinación estilística. El espacio que se concede a la poesía, a

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lo velado, al si-es-no-es de la subjetividad, es mínimo. Por eso, en medio de tantas obras que no enfrentar a los lectores al reto de un lenguaje artístico elaborado, es sumamente reconfortante hallar textos más refinados y arriesgados desde el punto de vista del tratamiento de la palabra, que apuestan por la inteligencia y la sensibilidad de niños y jóvenes. Algunos ejemplos de esta opción: La niña, el corazón y la casa (Sudamericana, 2011), de la argentina María Teresa Andruetto, una mirada infantil, llena de veladuras, interrogantes y pequeñas revelaciones, a los secretos de una familia; Aquellos que de amor sembraron lirios (Legua, 2011), del cubano Nelson Simón, una selección de cuentos que ahondan en el universo afectivo de niños y adolescentes; Os herdeiros do Lobo (SM, 2009), del narrador e ilustrador brasileño Nelson Cruz, con su imaginativa y delicada urdimbre de personajes, espacios y momentos; Cartas al rey de la cabina (Fondo de Cultura Económica, 2010), propuesta para jóvenes lectores del argentino Luis María Pescetti, una historia de amor y ruptura, de entrega apasionada y de miedo al compromiso emocional y a la responsabilidad que implica una relación sentimental, concebida a modo de una colección de epístolas que revelan el itinerario sentimental de la narradora, una joven abandonada por su amado. Al hacer este panorama nos hemos apoyado, casi siempre, en obras de apreciable factura artística. Pero hay que insistir en que en mucha de la literatura infantil y juvenil que ha circulado últimamente se echa de menos, aunque parezca una paradoja, un vuelo literario convincente. Se hacen muchas concesiones en nombre de una recepción rápida y fácil por parte del destinatario, en detrimento de propuestas de verdadero valor estético. Una parte considerable de la producción narrativa, especialmente la dirigida a los niños, da la impresión de haber sido escrita y editada con el fin de insertarla en los tan en boga ejes transversales de la escuela de hoy. El tratamiento de diversos temas pareciera responder no a la necesidad personal del autor, sino a satisfacer reclamos externos, requerimientos de la escuela y de la industria editorial. La creación de sucursales de importantes grupos editoriales en países sin un gran desarrollo de la literatura infantil ha impulsado a los editores, urgidos a incluir determinado número de títulos nuevos en cada plan editorial, a dar cabida en sus catálogos a obras de escaso méritos, con temas, personajes y situaciones de escasa originalidad, obras que revelan más buenas intenciones que logros artísticos.

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Se ha ganado mucho en diversidad de temas y algo también, pero menos, en variedad de recursos composicionales y voces narrativas. Narraciones formalmente novedosas, como O sumiço da pantufa (SM, 2011), de la brasileña Mariângela Haddad, con su atrevida narración polifónica (ocho voces nos cuentan la trama) son rarezas dignas de mención. En los últimos tiempos se habla a menudo, con inquietud, de sobreproducción de títulos para niños y jóvenes. ¿No sería preferible publicar menos, pero con más calidad y alcance? A las nuevas –y a veces intrascendentes– propuestas se les concede a menudo una atención de la que no son merecedoras y que debería reservarse para obras valiosas publicadas en años o incluso en décadas anteriores. Obras que se escribieron y publicaron para siempre, y que son más actuales que las llamadas novedades, escritas y publicadas solamente para un efímero hoy. Y a propósito ¿cuál es la literatura actual? Puede que no sea necesariamente la de reciente aparición, sino aquella que posea la capacidad de actuar sobre los lectores, de divertirlos, conmoverlos y hacerlos pensar. Aunque se haya publicado hace 20 años, como El sol de los venados, de la colombiana Gloria Cecilia Díaz; hace más de 30 años, como Cuentos de Guane, de Nersys Felipe; hace más de 60 años, como Rutsí, el pequeño alucinado, de la peruana Carlota Carvallo, o pronto hará un siglo, como Cuentos de la selva, del uruguayo Horacio Quiroga, ¿Cuántas de las novedades que vieron la luz en el 2011 tendrán, como esas obras mencionadas, el potencial de perdurar, de instalarse en el recuerdo de quienes los han leído y de acompañarlos toda la vida? ¿Valdrá la pena promocionar desaforadamente en las escuelas y en las redes sociales –el nuevo paraíso del marketing– producciones de escaso valor, y privar a los jóvenes lectores de la oportunidad de leer los buenos libros "viejos", esos que realmente merecen ser leídos? Seguramente, cada quien tendrá sus propias respuestas para estas y otras preguntas que deberíamos

hacernos

con

más

frecuencia

los

autores,

editores,

educadores,

bibliotecarios, padres y estudiosos de la literatura infantil y juvenil.

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