El constructor de sueños Por: Aldo Medinaceli
–Yo soy aymara. Mis padres son aymaras –dice Freddy Mamani Silvestre, arquitecto de profesión.
Observa por la ventana de su estudio ubicado en Villa Adela, en la ciudad de El Alto. Luego recuerda que cuando era niño caminaba una hora y media para llegar hasta su escuela en las afueras de la población de Catavi. En el trayecto, durante el tiempo que duraba la helada, buscaba vertientes de agua que no estuvieran congeladas, para lavarse las manos y el rostro, porque el profesor de su escuela les exigía llegar impecables.
Hoy las cosas han cambiado. Algunos de sus diseños están valorados en millones de dólares. Su estilo ha generado diversos debates entre intelectuales y artistas. La arquitectura de Mamani ha recibido los adjetivos de psicodélica, kitsch, lisérgica, alucinógena, delirante y neo andina. No hace mucho tiempo, en un artículo del diario Washington Post, se decía que Freddy Mamani era la versión aymara de Miguel Ángel.
Esta afirmación nace de los diseños interiores de sus construcciones, en donde uno pareciera perderse en una renovada, e inevitablemente pagana, Capilla Sixtina. Colorida, festiva, donde la voluptuosidad de los cuerpos es reemplazada con gamas estridentes y una alegría que pareciera superar a la misma muerte: el triunfo de la vida expresado en las calles de una ciudad perdida.
–Mi arquitectura viene de mis raíces –dice Mamani–. Es decir de los tejidos de nuestros ancestros y de Tiwanaku, esos dos elementos he fusionado en mi arquitectura –continúa taciturno.
Sin embargo, sus diseños también son “modernos”, ese epíteto que significa tanto como a la vez pareciera no decir nada. Utiliza vidrios de colores, pilares de estilo románico, luces elevadas,
formas no siempre convencionales, ventanas poliformes, formatos franceses y cruces andinas junto a las siluetas de aves míticas sobre sus fachadas.
Los detractores de estas construcciones aseguran que son ostentosas, poco discretas, que violan varios principios básicos de la arquitectura. A la vez que critican un supuesto mal gusto consensuado durante siglos y siglos de desarrollo estético. Aseguran que su función principal es demostrar un nuevo poderío económico, cultural y social.
Ver las viviendas que Mamani diseña, creciendo en las calles de la ciudad de El Alto, como hongos camaleónicos, tal como apostillas mágicas, tal vez sacadas de la imaginación de un Lewis Carroll andino, hace que uno se pregunte qué está pasando en un país que hasta hace unos años compartía siempre el último lugar en desarrollo del continente junto a Haití, y que ahora pareciera no encontrar espacio suficiente para gritar el orgullo que siente de su milenaria historia.
Los habitantes de El Alto, orgullosamente indígenas, al tiempo que mastican hojas de coca, hacen negocios de seis cifras con socios en Shanghái, Zhuang Zhou o en cualquier otro punto del planeta. A veces vía Skype, o bien mirándose a los ojos, hablando en mandarín.
¿Qué sucede cuando una revolución propicia a una renovada burguesía?
El altiplano andino es una inmensa meseta desértica que incluye parte de los territorios de Bolivia, Perú, el norte chileno y algunas regiones de Argentina. A cuatro mil metros sobre el nivel del mar, su extensión es mayor a la de Holanda, Suiza y Bélgica unidas. Se trata de una estepa reseca, mayormente gris y serena que, de rato en rato, deja ver a manadas de camélidos silvestres huyendo del ruido de nuestros motores. Los oriundos de estas regiones narran varias historias míticas acerca de un pasado luminoso, cuando –se dice– las aguas corrían por la puerta de cada casa y las personas no conocían la injustica ni la ambición.
En medio de estos olímpicos nevados, se levantan varias edificaciones coloridas, tal vez imaginadas en alguna improbable película de Tim Burton. Eclécticas, divertidas, reclamando atención por su vistosidad y alegría, contrastando con el paisaje monocromático y llenando de vida un espacio que solamente parecería albergar paz e inmensidad.
El arqueólogo británico James Allen dedicó gran parte de su vida a impulsar la teoría de que la Atlántida, aquella remota utopía descrita en el diálogo Critias de Platón, se encontraba en esta planicie desolada, cuando el mar se elevaba hasta las cimas de sus más altas montañas, cerca de los contornos del lago Titicaca.
Aquí, la mayoría de las agrupaciones humanas son pequeñas o intermedias, muy alejadas de las metrópolis del continente como Buenos Aires, Lima o Sao Paulo. Las dos ciudades más habitadas son La Paz y El Alto, con cerca de tres millones de habitantes y un creciente poderío económico y político.
El año 2010, en el inicio de su segundo mandato, el entonces recién elegido presidente de Bolivia, Evo Morales Ayma, aseguraba que: “Hay un Estado colonial que murió, y hay un Estado plurinacional que nació”. Desde entonces la economía boliviana ha dado un salto impresionante. El 2014 tuvo uno de los crecimientos más elevados y sostenidos de la región con un promedio del 5% anual, reduciendo la pobreza extrema en un 20%. El salario mínimo se cuadruplicó y las capacidades adquisitivas del sector comercial en El Alto no alcanzan todavía un techo definitivo. Además de todo esto se reivindicó con fuerza la identidad indígena de un país que hasta hace unas décadas parecía la mezcla de tradiciones apócrifas o la copia fluorescente de alguna urbe europea.
Freddy Mamani hizo su primera construcción de arquitectura andina el año 2006, el mismo año que Evo Morales ganó su primera elección presidencial.
Los clientes de Freddy Mamani son comerciantes, personas que han migrado de pequeñas poblaciones, muchas veces infértiles o donde ya no crece nada más que paja brava, para buscar fortuna en El Alto. Más de uno diría que se trata de nuevos ricos o que estuvieron en el lugar y el momento indicados, en medio del reciente boom económico. Lo cierto es que el sueño de muchos de ellos era prosperar sin perder su identidad, dejar de vivir en cabañas de adobe sin energía eléctrica. No sufrir más el estigma de una clase pobre y desfavorecida, quienes siempre miraban con asombro las grandes edificaciones de las capitales, cuando llegaban para vender sus productos o buscar empleos más dignos. Soñaban mejorar su calidad de vida sin perder sus raíces profundas,
es decir, sin dejar de ser aymaras, quechuas o guaraníes. A la vez integrándose en un mundo globalizado desde una mirada, identidad y estética propias.
–En la universidad nos enseñaban a no romper nunca las normas –recuerda Mamani, e inmediatamente reflexiona, cuestionándose a sí mismo: «¿Por qué no?» –Había que romper la arquitectura –concluye.
Hoy viste una camiseta naranja de materiales sintéticos, donde se ven iconografías andinas estampadas con tintas artificiales. Habla desenvuelto acerca de los beneficios y maleficios de los materiales chinos, o de la posibilidad de construir casas en otros países.
A momentos contesta su celular para conversar con proveedores y ejecutivos.
Mamani no tiene llave de su propia casa, así que para ingresar en ella debe golpear una puerta metálica. Entonces un niño le abre con una sonrisa en el rostro.
En el interior de la vivienda se pueden ver materiales de construcción apilados en los rincones y una improvisada edificación de cinco pisos que, se nota, no ha tenido el tiempo de finalizar.
Es inevitable no pensar en el adagio que reza: en casa de herrero, cuchillo de palo.
Al igual que muchos otros, Mamani llegó como migrante a la ciudad de El Alto, a los catorce años de edad. Desde los dieciséis trabajó como ayudante de albañil. Mucho tiempo después, participó en las revueltas ciudadanas que derrocaron al ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada.
Por las noches, luego de trabajar mezclando cemento, estudiaba ingeniería civil. Una tarde, don Zacarías, su jefe, al verlo cansado por las extensas jornadas de sol y arena, decidió darle seis meses para que pudiera concluir al fin sus estudios y obtener un título profesional. Así lo hizo. Ahora ostenta el certificado de Ingeniero Civil otorgado por una universidad de El Alto.
Mamani no estudió arquitectura, pero quienes lo conocen saben que, además de su pasión, su forma de servir a su sociedad es la arquitectura. Mamani es arquitecto de profesión.
Aunque se considera a sí mismo un artista.
Hoy se ha acostumbrado a recibir ovaciones de pie en congresos de arquitectura contemporánea, a ver las expresiones de asombro en los ojos de quienes observan sus diseños. Así como al rechazo ante lo experimental de su arte.
–En nuestras sociedades siempre valoramos más lo de afuera –reflexiona viendo la grabadora–. Así estamos adoctrinados, los estudiantes de arquitectura ni siquiera saben acerca de Tiwanaku.
Esta reflexión inherente a las sociedades que se niegan a verse a sí mismas, quizás podría aplicarse a gran parte de las sociedades en el continente latinoamericano… En uno de los escasos libros dedicados íntegramente a su arquitectura, publicado el año 2014, se lee: “…pocos son los que conocen los interiores (de las viviendas) y nadie sabe a ciencia cierta quién los dibuja y si existe una intencionalidad, un autor, o varios autores. Mamani nunca fue requerido para entrevistas. Sólo hubo un estudio y algunos artículos”.
El libro titula: La arquitectura de Freddy Mamani Slivestre, y fue escrito por Elisabetta Andreoli y Ligia D’Andrea.
Ninguna es boliviana.
Los propietarios de estas mágicas viviendas comparten un mismo pasado con el arquitecto quien las diseña. En tiempos de bonanza, ellos no escatimaron dinero para emprender las construcciones que alguna vez soñaron, y que ahora ven convertirse en realidad delante de sus ojos. Paso a paso. Piso sobre piso. Muralla delante muralla. Capa sobre capa.
Sueños construidos con hierro, cal y pintura.
Los colores de adentro y de afuera suelen ser brillantes. Incluyen a su opuesto complementario, es decir que donde hay azul, está el naranja; donde hay verdes, está el rojo. Y donde se ve un amarillo encendido suele haber un violeta cerca.
En la región andina se practica desde tiempos muy antiguos un principio de complementariedad, es decir que no se piensa que los elementos opuestos deban vivir necesariamente en guerra. Sino que, en ocasiones, pueden cohabitar en armonía, aunque generen un estado barroco o abigarrado.
Se trata de construcciones coloridas de entre cinco y nueve niveles, en donde es posible vivir, bailar y hacer negocios. Muchas veces todo esto al mismo tiempo.
La planta baja suele estar destinada a tiendas de abarrotes, ferreterías o a las oficinas de empresas importadoras.
El segundo nivel es el más importante, porque allí se ubica el Salón de Fiestas, que es donde se invierte la mayor cantidad de dinero. Tiene un techo más elevado que los otros niveles y un escenario para que los grupos musicales amenicen veladas. Hay espacio suficiente para quinientas o mil personas.
Allí se festejan bautizos, matrimonios, fiestas de quinceañeras, despedidas de familiares, el viaje de los hijos cuando hacen el servicio militar, o cuando salen bachilleres, profesionales. O simplemente recepciones sociales.
Desde el tercer al quinto nivel hay departamentos completamente equipados que se alquilan a diversos precios, desde cien hasta quinientos dólares.
Algunos de los clientes de Mamani recaudan cerca de cuarenta mil dólares al mes, solamente por las dádivas de sus propiedades. Una suma que proviene de los alquileres de los inmensos salones y por los réditos de los negocios que albergan.
En la terraza se encuentra el ‘cherry’ del ‘sueño andino’, el ‘gustito aparte’, la ostentación de riqueza y comodidad: un chalet de entre dos y tres plantas, de estilo suizo-europeo, construido con materiales de primera clase, y por el cual estas construcciones en ocasiones han sido mal llamadas ‘cholets’.
Por un momento, la mirada del constructor Mamani vuelve a la ventana de su estudio, rememorando cuando trabajaba como ayudante de albañil, con las manos teñidas de estuco, construyendo mansiones en la Zona Sur de La Paz, la más residencial de Bolivia. Hoy los propietarios de aquellas lujosas viviendas, muchas de ellas similares a las que se encuentran en Londres o en París, critican su estilo ecléctico, acusándolo de una suma de desaciertos funcionales.
Es así que justamente después de confesar que su más profundo sueño de niño era ser presidente de Bolivia, Mamani dice con voz firme y segura:
–Ellos piensan que sólo ellos pueden construir. Nosotros también podemos construir – asegura con la convicción de quien lleva más de trescientas edificaciones.
Hace unos meses, en uno de estos inmensos salones se reunieron Wendy Sullca –la niña peruana que cantaba La tetita, convirtiéndose en uno de los fenómenos más grandes de Youtube– y el cantante chileno Gepe, para filmar el videoclip de la canción: Hambre, una producción folkpop en la que el vocalista viste un chaleco de impronta tiwanakota y rasga de vez en cuando un charango que está allí para satisfacer al público seguidor del folklore andino, tanto en Bolivia como en Chile y Perú.
Pero el protagonista del videoclip pareciera ser la misma edificación: el Salón Príncipe Alexander, ubicado en la avenida Bolivia de la zona de Villa Adela, en El Alto.
Recientemente se estrenó en uno de los canales de televisión con más audiencia en Bolivia el programa televisivo El Sartenazo. En domingo con horario estelar, grabado en el Salón Crucero del Sur, el cual le sirve de escenografía.
Es inevitable no sentirse atraído por sus coloridos fondos y los destellos de las luces que acompañan a los presentadores de este popular show televisivo.
–Mis salones te invitan a compartir su alegría, sus colores, su música… –dice Freddy Mamani durante la entrevista, y eso queda muy en claro durante las fiestas que se realizan cada vez que inauguran una nueva construcción.
Las pinturas del reconocido artista Mamani Mamani –homónimo, en parte, del arquitecto, lo cual no es ninguna coincidencia, sino parte del giro social– comparten muchísimo con las construcciones del creador de la arquitectura andina. Mientras uno lleva sus lienzos a Corea del Sur, Rusia o Estados Unidos, las imágenes de estas viviendas se exponen en las grandes capitales del mundo, siempre junto a fotografías de sus fachadas alegres y fugaces. Estos artistas han llegado a trabajar juntos para decorar salones, siempre generando un hilo conductor pleno de energía común.
Por otra parte, se debe aclarar que estas construcciones no son solamente parte de un fenómeno aislado, sino que conforman un grupo de manifestaciones artísticas que vienen madurando desde hace mucho tiempo. Es el caso de grupos de cumbia psicodélica como Dengue Dengue, que se ha convertido en un referente en las noches de diversión en Perú, o tocando en clubes hipsters exclusivos de Berlín, o sonando en las fiestas privadas en La Paz. Al igual que el experimento Roots of chicha, o su par Chicha Libre, los que mezclan ritmos ‘chicha’ de los años noventa, incluyendo sintetizadores y loops, colocando enormes pantallas durante cada show en donde se ven rituales psicodélicos que invitan al trance. Esto es a lo que algunos llaman: psicodelia andina.
Se cuenta que los habitantes que vivían en América Latina hace miles de años, mucho antes de la llegada de las tropas de Colón, practicaban diversos rituales chamánicos, ligados a la naturaleza y sus leyes. Uno de ellos consistía en ingerir diversas plantas sagradas hasta caer en un profundo trance que les hacía ver colores brillantes e ingresar en espacios de iluminación. Los testimonios de diversos cronistas aseguran que después de ingerir estas plantas la realidad se iba desdibujando hasta perder sus contornos e ingresar en un estado parecido al clímax místico.
Los colores descritos en estas experiencias siempre eran encendidos, con formas naturales, similares a mandalas u órbitas cósmicas, muy parecidos a los diseños que se pueden ver en vasijas, elementos rituales o en la simbología de Tiwanaku, de donde se desprende la arquitectura de Mamani y buena parte de las expresiones artísticas en pintura, música y literatura.
Las construcciones que diseña Freddy Mamani Silvestre son un incendio. Llamaradas de colores en medio del horizonte, una explosión onírica de vida. La feliz respuesta a los vanos intentos de un aniquilamiento cultural.
Tanto los tejidos como la cerámica milenaria que se guardan en museos han perdido su colorido debido a la finitud de los químicos utilizados. Se desconoce si la piedra de los monolitos, o monumentos como la Puerta del Sol o de la Luna, alguna vez estuvieron cubiertos de alguna otra capa que no fueran el polvo, el olvido y la arenisca.
Hoy, los habitantes de la ciudad de El Alto, mayoritariamente aymaras, se reconocen en estas construcciones de manera espontánea, y así se permiten ser parte del mundo sin abandonar su propia historia.
Una de las melodías más populares en la actualidad en las ciudades de La Paz y El Alto, del grupo Reyes Morenos, titula “La vida es una sola”, y la letra dice así:
La vida es una sola y la tengo que disfrutar, cuando me muera nada voy a llevar. En mi casa, otro va a gobernar. En mi cama, otro se va a acostar. Mi platita, otro la va a gastar...
Se trata de una típica morenada, una fusión de danzas afro, aymaras e hispanas que es, desde hace varios años, el ritmo más representativo de la parte occidental de Bolivia. Y que suena a todo volumen durante las fiestas en estos inmensos salones ‘miguelángicos’ que ostentan las construcciones.
Los testimonios de vida en el altiplano hoy demuestran una cosmovisión ligada al presente, al disfrute de la vida inmediata y a una adoración de la abundancia.
Se podría afirmar que ha nacido una nueva burguesía que no mira deslumbrada las producciones de Hollywood ni necesita comer hamburguesas en McDonalds para sentir que tiene una identidad definida. Que prefiere un vaso de chicha macerada con frutas naturales antes que tomarse una Coca Cola, o sacarse una selfie en Starbucks. Y que, paradójicamente, disfruta de los beneficios de las sociedades de consumo, haciendo negocios millonarios, cruzando océanos para competir en mercados neoliberales, otorgándoles un ropaje nuevo, aprestándose a disfrutar de nuevos colores sobre una inmensa meseta elevada, muchas veces olvidada del mundo, donde nunca faltan los motivos para festejar los matices de la vida.
Una gigantografía ubicada en el centro de El Alto dice: “El aymara para el sistema no es un problema: es una solución”.
Tal como el constructor Freddy Mamani lo demuestra, la construcción es un arte de riesgo.
Porque es común ver a los albañiles trabajando sin cascos, en constante equilibro sobre vigas y precarios andariveles a muchos metros sobre el nivel del suelo. Sin ningún arnés. Porque también es común que se escuchen a todo volumen canciones de cumbia o chicha en los inmensos predios donde se edifican condominios, complejos de departamentos o modernos supermercados. El llamado boom de la construcción se nota en las capitales bolivianas e incluso en poblaciones pequeñas.
Prácticamente es imposible dar diez pasos sin que aparezca en el horizonte la osamenta de lo que un día será una nueva torre de oficinas o rascacielos. Las casas de arquitecto son cada vez más solicitadas. El Alto hace mucho que dejó de ser aquella ‘ciudad dormitorio’ –como era llamada durante la década de los noventa– para convertirse en el hogar de millones de personas.
El trabajo de construcción es pesado, y la legislación en relación a horarios de trabajo, elementos de seguridad y derechos básicos no es del todo obedecida por empleadores o intermediarios.
–Ellos no han vivido como yo he vivido, ni han crecido como yo he crecido –dice Mamani girando la mirada hacia el interior de su estudio, en donde empieza a oscurecer. Se refiere a quienes critican su estilo–. Yo manipulo la masa, ellos no –afirma levantando las manos–. Solo han estudiado, han sacado su título y listo. Se sientan en el escritorio y listo. Yo tengo que estar en la obra. Mientras no manipulen la masa, no van a entender lo que yo estoy haciendo…
Esta muestra de arquitectura –además de la música y la pintura– representan partes diversas de una identidad más profunda de un país que viene naciendo ante nuestros ojos.
–No veo esto en ningún otro país del mundo, entonces esto es nuestro, esto es boliviano… – concluye Mamani con una meridiana facilidad.
Pues no se trata de simples construcciones, sino del arte-de-construir una nueva forma de vida, de convertir los sueños en realidad, del nacimiento de una renovada burguesía andina que se pinta a sí misma como un nuevo modelo de vida.
Festiva. Colorida. Con raíces bien definidas que parecieran gritarle al mundo que –pese a todas las luchas o al momentáneo signo de los tiempos–, siempre habrá un espacio para la alegría.
Se trata de construcciones que además de conformar un nuevo paisaje, albergan los sueños e ilusiones de muchas familias que expresan de manera feliz y luminosa la alegría de vivir al sur.