Una matraca en Charrúa
Por: Brayan Gabriel Mamani Magne
Bolivia está en Argentina de muchas formas. Y una de ellas es el folklore. En este reportaje nos acercamos a la vida de Emilio Sánchez, un boliviano residente en Buenos Aires que, a falta de capacidad física para bailar en las entradas organizadas por los residentes bolivianos, ha encontrado una forma poco convencional de formar parte de la fiesta. Su vida es la de miles de compatriotas que hoy radican en la tierra que vio nacer a Borges, Messi y al Papa Francisco.
Para algunos, nacer en Bolivia no alcanza para ser boliviano. Ese es el caso de Emilio Sánchez, un cochabambino que desde 1987 vive en Buenos Aires. Emilio –o Emi, como le dicen sus familiares– nació en Arani. Tiene cincuentaidós años. Admira a Los Kjarkas. Y es de Wilstermann.
Sin embargo, para sus compatriotas de Bajo Flores, Emilio no es, y nunca será, un verdadero bolita. ¿Las razones? Las mismas que han hecho del mundo el agujero nauseabundo que es hoy: los prejuicios. A Emilio le falta pigmento en la piel. Y eso, para la mayoría de bonaerenses nativos o extranjeros que deambulan por tierras albicelestes, lo invalida como boliviano.
A ello sumémosle que Emi tiene el cabello castaño, el acento marcadamente agauchado (dicen que habla como Tinelli) y una pasión casi carnal por Boca Juniors, y lo que tendremos
es a un cincuentón que, si se lo propusiera, podría ingresar a cualquier club de riquillos de Palermo y hacerse pasar por un descendiente del mismísimo San Martín.
“Pero soy boliviano”, dice Emilio mientras apoya los codos sobre una mesa del Resto-bar La Boliviana, “si quieres te muestro mi carné”.
No hace falta. Habla de Bolivia con conocimiento de causa, y eso es suficiente.
Un dato trascendental: Emilio, además de carecer de todos los rasgos de un boliviano como dios manda, no baila en las entradas folklóricas que los residentes organizan en la ciudad y en el Gran Buenos Aires. Nunca lo ha hecho. Y no porque no haya querido, sino porque no puede.
“Soy discapacitado. Mi pierna está mal… Pero le veo el lado positivo. Acá en Argentina hay un certificado de invalidez que te da varios beneficios. Puedes entrar gratis a los espectáculos y a los parques de diversiones. El año pasado me fui al Parque de la Costa y a Tierra Santa solo, gratis”.
Emilio habla como si se refiriese a un dolor de muelas o a una cicatriz minúscula. Todo en él es sosiego. Le pregunto cómo fue que quedó discapacitado de la pierna izquierda. Emi responde con una sonrisa bonachona: “Por boludo”.
Cuando llegó a la Argentina, Emilio Sánchez trabajó de albañil en Morón, al oeste de la capital. Ahí hizo sus primeras armas argentinas: negocios, reglas, vida social, acento. Con
el dinero que reunió en sus cuatro primeros años, se trasladó hasta la ciudad de Buenos Aires y empezó un negocio de comida típica en el barrio de Liniers. Le fue bien, le fue mal: se casó con Mariela Mamani, una de sus empleadas (lo bueno); y en una pachanga celebrada en su local, uno de sus invitados dejó caer una de las garrafas apiladas en una esquina sobre su pierna, lo cual dejó a Emi con una cojera de por vida.
Emilio dice que no le dolió: el alcohol amortiguó cualquier tipo de malestar. Sin embargo, lo que sí punzó, y mucho, fue saber que nunca más podría jugar un partido de fútbol, que ya no podría hacer jogging en aquel parque de Villa Lugano. Que jamás volvería a bailar en una entrada folklórica.
Lo último le pesa hasta el día de hoy.
Bolivia en Argentina: una sombra en la tierra de Borges
Según el censo de 2001, había 233 464 bolivianos viviendo legalmente en la Argentina. Solo en 2009, según datos extraoficiales, el número de bolivianos ascendía a casi 2 millones.
Mientras me como un hot-dog de un carrito de San Telmo, converso con un peatón que tiene un cuadro bien definido de lo que es o debe ser un boliviano. Y las palabras que salen de su boca son las previsibles: “morocho”, “albañil”, “pobre”. Esa imagen también tiene un marco específico, que en este caso son los barrios típicamente habitados por bolivianos. Entre ellos están: Flores, Villa Lugano, Liniers y General San Martín y en el Gran Buenos
Aires, los partidos de Morón, 3 de Febrero, La Matanza y Lomas de Zamora.
Liniers, La Matanza: escribirlo así lo hace ver simple. Pero para muchos porteños, esos lugares son sinónimo de inseguridad, borracheras épicas, prostitución y pobreza. Todo eso, sumado a la peculiaridad que ficha como diferente a cualquier nacido en tierras lejanas, ha dado pie a que los bolivianos en Argentina seamos vistos como una minoría poco deseable, por no decir estigmatizada.
“Es que tampoco somos santos”, afirma Emilio Sánchez. Acto seguido saca un periódico de crónica roja de la gaveta de su escritorio. Hojea sus páginas, me muestra una columna. Leo el siguiente encabezado: Bolivianos y peruanos duermen borrachos en Villa Luro.
Ser boliviano en la tierra de Borges siempre fue difícil. Desde que a inicios del siglo pasado, cuando migrantes tarijeños cruzaban la frontera para buscarse la vida en las cosechas de caña del vecino país, la relación de nuestros compatriotas con la gente y la cultura rioplatenses ha sido contradictoria. En enero de este año, en el barrio de Mataderos Franco Zarate, un boliviano de diecinueve años fue asesinado de un disparo luego de una discusión con un comerciante local. El kiosquero quería cobrarle demás. Y antes de echar fuego, en una magistral lección de xenofobia, exclamó: “¡Boliviano de mierda!” Como en la mayoría de los casos, la impunidad no se hizo extrañar: el asesino quedó libre y, para colmo de males, los padres del difunto fueron los que acabaron tras las rejas. Los acusaron de robo.
La realidad es dura: en Argentina no hay bolivianos, sino bolitas, o boliguayos, pequeñas manchas que hacen trabajos que cualquier argentino de clase media no querría hacer.
Emilio Sánchez lo confirma: “Yo me puedo hacer pasar por gaucho, pero apenas saben que soy de Bolivia la gente me trata distinto. Lo mismo pasa con mis hijos. Viste que no es que yo sé que eres boliviano y andate de aquí, sino es diferente. Es algo que no se ve pero que vos como boliviano o hijo de bolivianos lo sientes. Te lo hacen notar. A veces con palabras, otras no… Ser migrante es difícil…”
Buenos Aires es una fiesta
Sin embargo, no todo son problemas para nuestros compatriotas. Emilio Sánchez recalca que si la Argentina tiene algo de bueno es que es una tierra fértil, apta para dar forma al “sueño gaucho”. Así lo confirman los datos. Según un estudio de la Universidad de Salta, en dicha ciudad el 15% del PIB es producido por negocios de bolivianos. De igual forma, la Argentina alberga a miles de universitarios o profesionales jóvenes que buscan un grado académico o una especialización. Solo en la Universidad de Salta, se registran 350 bolivianos matriculados en sus diferentes facultades.
Tanta presencia no es en vano. Si bien es cierto que uno de los grandes objetivos de los bolivianos de segunda generación es “argentinizarse por completo” (cosa solo alcanzable abandonando las villas y casándose con una porteña de apellido Colotto o Puchetti), la identidad nacional, pese a los avatares, se ha vigorizado a tal punto que hoy la cultura boliviana es una trademark de la misma forma que lo es la mexicana en Estados Unidos o la turca en Alemania.
¿Cómo se ha logrado eso? Con la fiesta, claro. Todo empezó en 1973, cuando una
peregrinación en honor a la Virgen de Copacabana tuvo lugar en el barrio de Charrúa; fue impulsada por no más de una decena de residentes y contó con la presencia del párroco de Las Gracias. Tres años después, la peregrinación sumó una feria de comidas típicas; y en 1977, un grupo de comerciantes decidió organizar una entrada de danzas amenizada por pequeños parlantes que eran cargados por los hijos de los bailarines.
Esta forma de actualizar la identidad se esparció rápidamente a las demás “zonas bolivianas”. Así, no es difícil toparse con entradas folklóricas en lugares como Liniers, Merlo o Morón. Aquí se respira Bolivia, y si uno asiste a estos encuentros se dará cuenta de que un pedazo de nuestro país late con fuerza pese a los kilómetros de distancia. Comida, música, productos, rostros… todo es boliviano. Incluso el acento, que en un día laboral suena igual a una buena imitación de la voz de los presentadores de Telefe o Fox Sports, en los días de fiesta parece recuperar esa tosquedad andina o esa agudeza oriental que pulula al otro lado de la frontera.
En un sentido, quienes participan de estas fiestas son excelentes discípulos de los organizadores de las entradas de La Paz. Al igual que en Bolivia, aquí prima una suerte de religiosidad mezclada con una reputación devenida de la acumulación de capital. Se baila por fe, claro está, pero quienes organizan la fiesta –además de sus otros componentes, como la peregrinación o la recepción social– son comerciantes exitosos, gente que es capaz de contratar a la banda Poopó de Oruro y pagar su estadía en la Argentina durante dos semanas.
De igual forma, la pluralidad es el sello de estas fiestas. Hay fraternidades para todos los
gustos: desde gimnásticos tobas, pasando por voluptuosos waka-wakas, hasta la infaltable pomposidad de los reyes morenos. En la festividad de Charrúa, donde participan alrededor de 80 grupos, resaltan los Caporales de Charrúa, la Diablada de Merlo, los Tinkus de Villa Celina y la Fraternidad de Caporales “Mi Viejo San Simón”. Todos los grupos están formados por bolivianos y descendientes de bolivianos. Y si bien el grueso de sus componentes se dedica a alguna actividad relacionada con el comercio, hay grupos, como Mi Viejo San Simón, cuya mayoría de miembros son estudiantes universitarios.
Esta forma de mostrar la bolivianidad se ha expandido más allá del ámbito continental. Según una nota del periódico Los Tiempos, en la localidad italiana de Bérgamo, cada 15 de agosto desde el año 2006, se organiza una entrada folklórica en honor a la Virgen de Urkupiña. Este evento congrega a seis mil danzarines y cuenta con la participación del Cónsul General de Bolivia en Milán. Se trata de una fiesta en la que lo mejor de Bolivia confluye por un par de días. Y como es de imaginarse, los nombres de las fraternidades le hacen notorio honor a las “franquicias originales” al otro lado del océano: “San Simón Filial Italia”, “Morenada Señor de Mayo”, “Morenada Transporte Pesado Filial Italia”, etc.
Cuando le cuento esto a Emilio Sánchez, él dice que no le sorprende. “Incluso en la China debe haber igual. Nos encanta la fiesta”.
Bailar morenada, vestir Bolivia
En 2009, la bolivianidad se apoderó del centro porteño. Gracias al trabajo conjunto del Ministerio de Culturas de Argentina, la Embajada de Bolivia y la Federación de Asociaciones
Culturales y Folklóricas de Residentes Bolivianos en Argentina, ese año se organizó la primera edición de la enterada folklórica “Integración Cultural Boliviana en Buenos Aires”. Desde entonces, este evento no ha hecho otra cosa que crecer. Para muestra varios botones. En la versión el año pasado (2014), el número de danzantes sobrepasó los doce mil, se registraron 130 fraternidades (provenientes de toda la Argentina), la televisora estatal Bolivia TV transmitió en directo el desfile, e incluso se contó con la presencia del Vicepresidente de Bolivia, Álvaro García, y su esposa, la comunicadora Claudia Fernández, en el palco de honor.
Según la antropóloga argentina Natalia Gavazzo, esta fiesta implica una “integración hacia afuera” de la comunidad boliviana. Esto quiere decir que, a diferencia de las entradas barriales y provinciales, la entrada de la Integración Cultural –que abarca las principales arterias de la ciudad: 9 de julio, Diagonal Sur, Avenida de Mayo– supone la confirmación de la trascendencia de la comunidad boliviana en suelo argentino.
Pero a Emilio Sánchez nada de eso lo impresiona. Sus ojos no están en Mayo, sino en Charrúa. “La entrada de Mayo es careta, está hecha para vender”, afirma con certeza. “En Charrúa se baila por fe”.
Esa opinión es compartida por muchos, entre ellos por la antropóloga Gavazzo, quien, en un artículo de la revista Anfibia, menciona que de alguna forma la fiesta de Mayo ensombrece las entradas de los otros barrios, entre ellas las de Charrúa. Lo que dice no es descabellado: a la entrada de Mayo le sobra seguridad y vallados, cosas que en los suburbios escasean; para Mayo hay publicidad, nacida del apoyo estatal como del
Consulado, mientras que en Charrúa todo depende del peso de la billetera de los comerciantes encargados de la organización. Finalmente, en la entrada de Mayo rige una grandilocuencia en muchos casos artificiosa, guiada por ese intento muchas veces ingenuo de querer “lavar” la reputación de los migrantes en el Río de la Plata, en tanto que en los barrios la fiesta es fiel a una espontaneidad que en ningún momento busca ser políticamente correcta: aquí se chupa, se llora y se vomita a lo boliviano.
Por esa razón, Emilio Sánchez, en un arranque patriotismo recargado, hace cinco años, decidió encargarle el negocio de comida rápida a su mujer y convirtió el garaje de su casa en un taller. El objetivo: convertirse en bordador. Quería hacer magia con las manos, ser un experto de las lentejuelas, lograr polleras de china que opacaran la presencia fálica del Obelisco porteño.
¿Lo movió las ansias de lucro? Emilio dice que no, pero por el temblor en su voz uno entiende que sí: la plata le susurró algo. Él mismo afirma que, en el bussiness del folklore, los trajes siempre han sido un dolor de cabeza. Y mucha gente estaría dispuesta a poner mucho dinero para suprimir ese trajín.
Año tras años, muchas fraternidades que participan en las entradas tienen problemas para conseguir los trajes correspondientes a sus danzas. Un amigo de Emilio cuenta que, en varias ocasiones, la aduana boliviana detuvo decenas de cajas en las que transportaba los cientos de trajes de morenada necesarios para la entrada Integración Cultural. “Pensaban que queríamos hacer negocio”, dice el amigo de Emilio, “no entendían que era por cuestiones culturales”.
Emilio pensó que, debido a su experiencia en los textiles, el cosmos de los bordados le mostraría sus secretos como alguna vez la gastronomía le había enseñado que una pizca de sal es cosa de pasión antes que de cantidad. La crudeza del mundo lo puso en su lugar. Y he aquí el lado triste de la historia: sus manos nunca pudieron producir nada que no fuera un pañuelo para la cueca.
De todos modos, alentado por su mujer, Emi no se rindió. Quería ser parte de la fiesta, quería vestir Bolivia, así que, aprovechando los modelos que un amigo bordador le había enviado desde La Paz, abrió una tienda de disfraces en la calle Ferré, en Charrúa, barrio donde residen miles de bolivianos.
Que el lector no se engañe: la tienda de Emilio no solo vende disfraces de las danzas típicas de Bolivia. Aquí todo es diversidad. Al lado de un traje de un moreno hay un disfraz Olaf, el hombre de nieve de la película Frozen; una de sus estanterías, cuya etiqueta reza la palabra “Halloween”, está atiborrada de sombreros y capas de bruja; y en la entrada, al lado del maniquí de una mujer kullawa, reposa un maniquí con el disfraz de una Caperucita Roja.
Emilio dice que la mayoría del tiempo la tienda de disfraces le proporciona ingresos discretos. En ese sentido, el mes de octubre es clave. En los primeros quince días se lleva a cabo la fiesta de la Virgen de Copacabana en Charrúa y la entrada de Integración Cultural, en el centro; mientras que el 31, la fiesta de Halloween convoca a que niños de todo el barrio salgan a pedir dulces disfrazados de monstruos y fantasmas. ¿Está demás decir que durante esos treinta y un días se genera el 60% de las ganancias de la tienda de Emilio?
“Y ya falta solo dos meses”, me aclara sonriente.
La matraca más ruidosa del mundo
“Cada uno hace patria como quiere”, pienso mientras charlo por última vez con Emilio Sánchez.
Hay cierto fulgor infantil en el rostro del entrevistado cada vez que hablamos de la fiesta de Charrúa. No baila, no puede hacerlo. Sin embargo, gracias a su tienda de disfraces Mi Bolivia, su participación en las festividades de sus compatriotas lo ha alejado del banquillo de los espectadores.
En su último viaje a Bolivia, Emilio pudo “meter” una interesante variedad de matracas para su alquiler y/o comercialización en Buenos Aires. Me muestra varios modelos. Los hay en forma de pila Rayovak, de minibús, de biberón gigante. Mis favoritas, esas que tiene la figura de un diccionario, ya han sido reservadas para un grupo de morenos que se hacen llamar “Los Catedráticos”.
Estamos en agosto, y todavía falta un par de meses para la fiesta de la Virgen de Copacabana en el barrio General San Martín, más conocido como Charrúa.
Apenas abandonamos Mi Bolivia, Emilio me propone que nos demos una vuelta por el parque Centenario. “Ahí hay caporales que practican todos los domingos”, menciona.
Antes de subir a su Celica color negro, mi compatriota hace tronar la matraca que ha sacado para prestรกrsela al hijo de un vecino que debe hacer una presentaciรณn en el colegio. Se trata de una matraca en forma de biberรณn, y en el centro lleva una imagen de la Virgen de Copacabana.
El sonido cura mi nostalgia.