Palabras del Presidente de la República, José Mujica, en su audición radial por M24 correspondiente al 8 de noviembre de 2013. Un gusto, amigos, poder saludarlos a través de este espacio con el que nos sentimos, en parte, en comunicación con una audiencia que hace mucho tiempo tiene la gentileza de acompañarnos. No es secreto para nadie en esta nuestra América que Uruguay, que esta pequeña esquina, bastante fértil, tiene una característica histórica —no es de hoy, no es de ayer, viene desde lejos—: es el país que siempre ha repartido mejor en esta, nuestra América. No es un cielo perfecto, no es la bonanza perfecta, pero no cabe duda de que en este continente tan rico y tan poco equitativo, el Uruguay ha constituido una especie de excepción histórica por esa tendencia al reparto social, a mitigar las penurias de los que quedan más rezagados, y es tal vez uno de los mayores orgullos de nuestra historia nacional. ¿Por qué ha sido así? Tal vez muy tempranamente hubo una presión en una legislación distributiva, que arrancó allí, cuando oleadas de inmigrantes llegaban a nuestro puerto. Lo cierto es que este país se acordó de los viejos desvalidos, por ejemplo, y estableció la pensión a la vejez. ¡Y qué cosas duras se dijeron en aquellos años! ¡Cómo se criticó al gobierno de la época, el de don Pepe Batlle! Se le criticó porque era fomentar la vagancia. El argumento del gobierno era que, ante la vida, no se podía mirar si había habido méritos o no, sino simplemente había que tratar de acompañar en el momento de la decadencia física a aquellos que quedaban al costado del camino. Esta ha sido una lucha muy vieja porque nunca fue todo el Uruguay, fue una parte del Uruguay que logró imponer, preservar y desarrollar las políticas sociales que tendieron a atemperar las cosas que no arregla la economía, las cosas que no arregla el mercado. Desde siempre ha sido así, y es bueno, cuando menudean las críticas, tener memoria histórica. Claro que siempre en estas cosas lo que fallan no son las Leyes, lo que fallan en el fondo son los hombres. Los problemas —repito— no son las cosas, los problemas son “los cosos”; el decir una cosa y vivir de otra manera. En nuestra larga, larga peripecia política conocimos, por ejemplo, a algún abogado laboralista que defendía furibundamente, profesionalmente desde luego, a los trabajadores. Cuidaban con enorme oficio y delicadeza a su clientela. A veces hacían temblar con su “radicalismo” a las empresas. Sin embargo, como los años pasan, legalmente, jurídicamente, hubo casos en que fueron capaces de birlar a sus auxiliares más directos —desde luego, jurídicamente correcto, pero en el fondo, birlar— aquello que moralmente le correspondía a quienes durante años y años habían trabajado secundando los esfuerzos jurídicos.
Sin ninguna clase de rubor podría afirmarse: “Radicales para luchar la ajena, pero diría: la mía no se toca”. ¿Por qué? Porque eso es parte de la vida. Esto existe como parte de la comedia humana, ha existido siempre y seguirá existiendo. ¿Acaso no le pidieron a Artigas una comisión por ir a Buenos Aires a buscar un poco de finanzas en el medio de la guerra? En fin... Lo cierto es que existen muchas profesiones que se dedican, de una forma u otra, a la intermediación. Algunas de ellas son imprescindibles; son por ejemplo imprescindibles los denigrados lechuzas del Mercado Modelo, porque en el fondo constituyen una especie de resorte amortiguador en los vaivenes de precios. Otras formas de intermediación suelen ser francamente inútiles, aunque a veces suelen entretener y hasta cumplen el oficio de distraer. Pero nada puede igualar en nocividad a los pequeños burgueses acomodados profesionalmente en el oficio de criticar todo lo que se hace y, por las dudas, lo que no se hace. En términos genéricos, son burócratas del Estado o de la docencia, a veces recalan en el periodismo. Fecundos en notas contra Juan, contra Diego, contra Pedro, suelen blandir el concepto de solidaridad y de igualdad. Sin embargo, desde el punto de vista práctico, desde el punto de vista real, de las actitudes concretas, de la forma de vivir, de la forma de compartir, jamás se les va a ver ayudando a levantar una pared, jamás se les va ver comiendo un guiso con la gente necesitada. Empiezan haciendo vacaciones en Punta del Diablo, o lugares parecidos, más adelante recalan en Florianópolis y al final de la trayectoria algún viajecito a Miami. Impulsan notables programas de boquilla en las tertulias de la costa, ni se les pasa por la cabeza comprar medio kilo de chorizos para compartir con los que necesitan. No están para la limosna, jamás. En realidad, en el fondo, no están para nada. Si son de izquierda suelen ser jacobinos, y claman contra las “deformaciones capitalistas” que nos acechan. Viven sí, en general, trabajando con el capitalismo, venden sus libros con honda preocupación “propietarista”. Cuando son de izquierda, revolucionarios, no se les ocurre sembrar escuelas populares, con conocimiento para los más débiles. Eso no sería profesional. Critican a la Universidad, pero viven a su costa, y si alguien les plantea algunos cambios, se los ganará eternamente como enemigos. Si son de derecha, porque vaya que los hay, porque dicen y viven como dicen, suelen ser expertos abogados y escribanos. Siempre van a ser indulgentes con los ricos, y dirán con respecto a las políticas sociales: “no hay que acostumbrar a los pobres a la mendicidad”. O suelen decir engolando la voz: “no hay que regalar pescado, hay que enseñar a pescar”. Nada dicen sobre que, en todo caso, los presuntos pescadores no tienen caña, ni tienen bote, ni tienen oficio… han quedado al costado del camino. Unos y otros, por un lado y por el otro, componen la clase de los intelectuales de servicio. Viven haciendo servicio de crítica, este es su oficio, este es su
horizonte. En el fondo sirven para adornar y currar a la economía capitalista, la cual a veces critican, aunque siempre se las van a ingeniar para ir de independientes. Jamás establecen un compromiso real con los pobres donde se juegue siquiera partecita de la de ellos. ¡Minga! La palabra solidaridad es para aplicársela como reclamo a otros y la igualdad es para aplicársela como reclamo a otros. Bueno es tener en cuenta esto. ¿Por qué? Estamos en épocas preelectorales, se discuten los programas, se discuten las cosas que hay que hacer, y está bien. Se discuten las cosas que no hay que hacer, y está bien. Este es el sentido que tienen los programas. Pero yo me hago esta humilde pregunta: de qué sirven los programas si falla la ética concreta de la solidaridad, si [falla] la solidaridad práctica, comprometida, militante; solidaridad que no puede arreglar todos los problemas del mundo, pero ayuda a creer en el hombre, en el camino, en la vida, a creer “entre nosotros”, a pesar de las dificultades… de qué sirven los programas que se gargantean cuando atrás, en el fondo, no hay sentimiento, no hay achura, no existe compromiso. Decía alguien hace mucho tiempo: “Se ve cara, pero no se ve corazón”. ¿De qué sirven los programas políticos cuando no los sustenta el corazón? Son tiempos que el pueblo inteligente y astuto los debe recordar, porque en definitiva este es el punto irrenunciable del programa: la ética comprometida, real efectiva, porque da una idea... Es muy fácil pedirle a los demás, y es muy fácil plantearle a los demás obligaciones, sin ponerse a uno mismo la más mínima obligación. Y la política que tiene que ver con la vida de la polis, con la vida social, es precisamente apenas un reparto si se olvida del compromiso con la solidaridad y con la igualdad. Y esto sí que es un problema que está antes de los programas.