Palabras del Presidente de la República, José Mujica, correspondientes a su audición del 17 de abril de 2014 Amigos, es un gusto saludarlos por este espacio. Y en esta llamada Semana Santa o de Turismo o como a cada cual le parezca conveniente, de acuerdo a nuestra cultura y nuestras tradiciones, queremos apenas tocar un tema de esos que no son corrientes. En todo caso son para pensar. Y son un tema que surge del mundo contemporáneo, donde aquel viejo y tan querido concepto, el de no intervención, el de que cada país, en el acierto o en el error, debe ser responsable de su suerte y de su destino y que, en definitiva, cualquiera sea la opinión que nos merezca el acontecer político de esa nación, no existen derechos para inmiscuirse, y en todo caso, cualquier acto lateral de inmiscuirse es una agresión a la soberanía de ese país. Ese viejo concepto es tan caro, tan hijo de nuestra historia. Porque hay que recordar que si nuestra historia es corta, vaya que padeció intervenciones y vaya que tuvieron consecuencias, no precisamente saludables. Y tal vez, como un pequeño país surgido en una contradicción de medio continente, este principio fue muy caro para el Uruguay, para Paraguay, para Bolivia; sobre todo, una bandera levantada a quienes corrían el peligro permanente de ser asfixiados. Pero lo cierto es que estamos en una época en que las comunicaciones, la cultura, todo tiende a globalizarse, lo que no significa la pérdida de las identidades locales, sino la sobreposición de otras identidades, tal vez más vastas. Es probable que el mundo en el que vivimos, quienes son jóvenes hoy, cuando tengan nuestra edad, asistirán a un tipo de civilización bilingüe, con una lengua común de entendimiento en el mundo entero, más las lenguas locales, hijas de la historia, que se van a mantener en las entrañas de los pueblos. Estamos en un proceso de cambio alucinante, para bien y para mal, seguramente, pero ese proceso de cambio va desarticulando algunas cosas y las tiende a dejar como olvidadas o como trastos viejos. Nadie se anima a teorizar en contra de la idea básica de autodeterminación de los pueblos; pero se hace otra cosa: se olvida, se deja como en la trastienda, se deja como en el rincón de las cosas olvidadas. Y a cambio de ello florecen teorías de todo tipo que, naturalmente, entran a caminar y se transforman en peligro que vemos nosotros para la propia estabilidad de nuestras sociedades. La democracia definida como gobierno del pueblo, si nos atenemos a su origen como palabra, como idea básica, nunca se ha considerado perfecta sino perfectible. Nunca se ha considerado terminada sino siempre mejorable, por lo menos, como ideal. Y es la forma concreta que asume en nuestro país y en el conjunto, en un conjunto importante de naciones de occidente. La forma más difundida de la democracia, en nuestra época, es la democracia representativa con división de poderes, y vaya que la conocemos, tiene sus méritos, tiene sus peligros. Sus méritos nos garantizan convivencia y libertad de disentir, de discrepar; sus peligros: la demagogia, la explotación de lo no posible, las diversas deformaciones que tiene la democracia representativa como cualquier construcción humana. De todas maneras, por el momento no hemos podido lograr algo mejor.
Pero, como estamos en el marco de esta época globalizadora, donde el mundo se achica, se intercomunica crecientemente, civilización cada vez más dependiente de internet, desde hace casi unos 15 años se difunden, a tambor batiente, teorías. Teorías que surgieron con el taparrabo de establecer formas de lucha no violentas contra las dictaduras. Y esto es hermoso, tiene la apariencia de las cosas hermosas. Estas teorías se han difundido para masificar la resistencia civil, para masificar estrategias largamente trabajadas y planificadas que logren motorizar en el seno de los pueblos, utilizando los métodos contemporáneos, particularmente, la comunicación en redes. Los métodos de resistencia no violentos, pero de resistencia activa, que busquen en definitiva paralizar, no solo a los gobiernos, bajo el señuelo, o el sueño — porque pudo haber sido un origen de luchar contra las dictaduras por el camino menos cruento y desde ese punto de vista, parecen razonablemente inteligentes y moralmente defendibles estas teorías—. Pero naturalmente se desbordan a todas las sociedades. Porque en una sociedad democrática, es inevitable que existan contradicciones, que existan minorías que se sienten afectadas, que discrepen, porque la democracia se necesita para respetar a los que discrepan, no se necesita democracia para estar de acuerdo. La democracia es la garantía más importante para que puedan existir diferencias en una sociedad. Pero en una sociedad hay que tomar decisiones, y nuestra democracia representativa tendrá la virtud, o el defecto —como se quiera—, de tomar decisiones en nombre de la mayoría que la respaldó y eso le da legitimidad. Pero obviamente aquellas minorías que no están de acuerdo con las decisiones se sienten ahogadas. Tienden a tomar las formas civiles de resistencia que pudieron haber sido teorizadas en nombre de combatir a las dictaduras y se terminan trasplantando como técnicas planificas también en el campo de la democracia. Empieza a aparecer el burlarse, el insulto, la mentira con tono científico, todas las formas que significan una agresiva intolerancia. No se está dispuesto a respetar las decisiones de la mayoría porque se discrepa con las decisiones de la mayoría. Y se lleva la discrepancia a terrenos de lucha que no son solo de opinión, sino que buscan de una forma u otra la desobediencia civil, la parálisis y, por qué no, la inoperancia, la inoperancia que puede ser una de las enfermedades, porque en una sociedad se puede parlamentar y hay que discutir. Y hay que discutir lo más abiertamente posible y tener en cuenta todas las opiniones. Pero existen momentos en que hay que tomar decisiones. Y la sociedad que no toma decisiones tiende a quedar paralizada y enferma crónicamente en el tiempo. Estos métodos de resistencia, que pudieron haber sido inventados para pelear en África, en las Primaveras, y vaya las Primaveras, primaveras que después se transformaron en invierno, que pulularon en Europa oriental, en Serbia, etc., etc., que se difunden masivamente por el mundo, también atacan a las democracias reales por todas partes. Lo hemos visto en Brasil. Y es una de las patologías contemporáneas. Pero muy frecuentemente tienen un acicate, y el acicate más importante es que el sentido de intervención, la idea de no intervención, de respeto a la autodeterminación queda por el camino. Y aparecen fogoneando financieramente e ideológicamente las ONG del mundo, en general del mundo más rico y aparecen los movimientos de indignados y de esto y de lo otro y las resistencias civiles de esto y de lo otro, que son formas de no violencia activa, que buscan,
en el caso de las democracias…, que buscan, en el caso de las democracia que respetan los derechos de todos, la paralización a favor de las minorías que discrepan. Esta es una de las noveles herramientas que aparecen contemporáneamente y que seguramente van a jaquear, por aquí y por allá. Porque es inevitable que en una sociedad contemporánea exista gente no conforme, gente que discrepa y gente que, naturalmente, si hay un margen de respeto a los derechos humanos, a la libertad de organización, a la libertad de hacer, de decir, va a aprovechar el juego de esas libertades para el juego de estas técnicas y de estos recursos, la burla y cosas por el estilo que hemos visto y que vemos y que vamos a padecer. Tenemos que entender que la patología antigua, la de todas las deformaciones que conocemos de la democracia, los populismos, la demagogia son, si se quiere, anticuadas ante la aparición de las consecuencias de estas nuevas patologías que la época de internet, de la intercomunicación nos ha puesto, y que en el fondo, muy profundamente, son la sutil intervención del mundo central o de intereses del mundo central en nuestras cosas. Recreando esta idea de que la globalización ha venido, está entre nosotros con lo bueno pero también con lo malo.