Uróboros - Priscila Vallone

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“¿Qué sucedería si un demonio... te dijese:

Esta vida, tal como tú la vives actualmente, tal como la has vivido, tendrás que revivirla... una serie infinita de veces; nada nuevo habrá en ella; al contrario, es preciso que cada dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada suspiro... vuelvas a pasarlo con la misma secuencia y orden... y también este instante y yo mismo..? Si este pensamiento tomase fuerza en ti... te transformaría quizá, pero quizá te anonadaría también... ¡Cuánto tendrías entonces que amar la vida y amarte a ti mismo para no desear otra cosa sino ésta suprema y eterna confirmación!”

El eterno retorno Friedrich Nietzsche


Hoy voy a hacer un libro. Son las 12.10 del 21 de noviembre de dos mil dieciséis. Quiero hacer un libro donde hable de todo lo que quiero decir antes de morirme. No pienso que esté cerca de morirme aunque a veces me gustaría. No para horrorizar ni desde una visión oscura mucho menos romántica. Simplemente lo pienso porque me puede la curiosidad y a veces me canso del mismo mundo todos los días con sus exigencias y metas a cumplir. Esto es una meta fuera del mundo. No planeaba sentarme a escribir. De repente me salí del tiempo y espacio cotidiano y hoy ahora decido esto: Hacer un libro, de principio a fin, que me lleve escribir todo el día, solo este día. Para quién. Para nadie. Para mi meta. Para crear un deseo. Crearse un deseo es muy importante, aunque se pase por alto. Un deseo común y silvestre. Un libro que no tenga intención de ser corregido. Si el deseo es muy grande, te frustra. Si es muy pequeño, se agota. Si el libro es muy ambicioso, también se queda en el camino. En mi condición de autoexigencia muchas cosas se quedan en el camino. Este será un libro que solo es. Que no puedo querer modificar, mejorar, hacer sumar o restar. Es muy importante desear. Ser deseado también. El primer deseo que recuerdo fue una bicicleta para navidad cuando todavía vivíamos en el departamento en Chacra II. Yo no llegaba a los cinco años. Ese deseo se satisfizo rápido y era violeta brillante y la amé hasta que la olvidé. Luego desee otras cosas menores que no recuerdo. Luego desee un hermano. Lo tuve y lo perdí; en realidad un poco me lo arrebataron. Antes de eso desee viajes ropa cosas cosas cosas. Desee no ser tan sobre exigente, desee hacer menos de lo que hacía, desee ser menos protegida, desee sentirme más libre, desee decidir por mi misma. Luego me di cuenta que mi vida giraba alrededor de eso: siempre sentí que todas las decisiones que tomaba eran a medias y que la otra mitad era tomada por padres instituciones y etcétera. Después de mi hermano no desee más nada, puesto que sabía que mi único deseo era imposible. No desear es terrible. Desear lo imposible es terrible. Pareciera que lo único saludable fuera buscarse otro deseo inmediatamente. Pero a veces no funciona así, el material del deseo no es ni tan maleable, ni flexible, ni reescrbible: No podes inventar un deseo sobre algo que no deseas. Yo no deseaba nada. Nada que no fuera mi hermano.


Son las 12.55. Antes de eso, nos peleábamos siempre, siempre. No me acuerdo de todo. No me acuerdo de casi nada, para ser sincera. Por eso escribí tanto, me desangré escribiendo todo lo que pude, para ahora poder volver a leer y recordar, y de hecho sirve y no sirve. Efectivamente recuerdo, pero cuando se reabre un recuerdo que uno pensaba que no tenía, es doblemente doloroso, como si viviera y perdiera ese momento otra vez en un mismo instante. Yo lo intenté con todas mis fuerzas, pero no se puede encapsular el recuerdo. Ni siquiera en un video. Porque el material del recuerdo es uno mismo, no eso que lo trae de vuelta. Yo hubiera querido conservar cierta memoria táctil. Pero la memoria no es el tacto. También jugábamos o lo usaba de modelo para hacer fotos y ese tipo de cosas. Empecé a sacar fotos más o menos a los quince años, horribles, mis primeras composiciones en imagen tenían que ver con el entorno más cercano. A los quince me enamoré, perdí un primo, viajé a Disney, tuve una fiesta compartida, rendí para cinturón rojo en taekwondo, leí muchísimos libros, me pasé días enteros sin dormir. Aunque iba a una escuela doble turno, me pasaba noches enteras leyendo. Siempre tuve una tendencia a vivir de noche, después me dormía en clase o me daban permiso para acostarme en enfermería; todavía agradezco a mis profesores y preceptores por eso, ya que sin saberlo, alentaban a que yo siguiera leyendo y escribiendo y leyendo y leyendo. Yo estaba muy adolescente y mi hermano muy niño. Eso nos alejaba lo suficiente como para no haber compartido lo suficiente. Cuando se fue mi primo en un accidente en moto, la familia se desarmó. Ellas no lo saben pero yo levanté el otro teléfono cuando mi tía llamó a mi mamá para contarle. No se le entendía más que el llanto. No entendía de dónde venían tales ruidos y sollozos tan extraños. Hasta ese momento, yo había llorado de bronca, de impotencia, pero nunca de dolor. Nunca. Uno no sabe lo que es llorar hasta que llora de dolor. Viajamos a Santa Fé y me sentí mal cuando llegué a su tumba y no lloré. Pero claro, después entendí, lo que a uno lo hace llorar no es estar frente al nicho cuando ni siquiera terminas de asimilar que se fue y no hay vuelta, sino todo lo previo, todo lo posterior. El velorio, la despedida, para que después el hueco en el cementerio se coma el cajón. Para que después no vuelva nunca más. Mi llanto fue tardío, recién cuando no lo vi aparecer por la puerta en todas las vacaciones. Recién cuando la ausencia me usurpó el cuerpo. Entonces lloré.


Son las 13.16. La casa era un dolor. Mi tío iba en la moto con él. Arrastraba la culpa de una manera que todavía no puedo explicar. Arrastraba su cuerpo como el peso de la culpa. Arrastraba el llanto como si moverse fuera permanecer siempre en el mismo lugar. Un círculo infinito de remordimiento, dolor, llanto, no poder ser ni estar. Mi tío no pudo encontrar ningún otro deseo. Más o menos entre los quince y los dieciséis me llené de amigos inesperadamente. Tuve dos alter egos. Viajé escribiendo poesía. Conocí a los artistas que fueron parte fundamental de mi entrada al mundo del arte. Estuve ebria por primera vez. Escribí más de lo que leí. Me abrí un blog donde subía todos los artistas de cualquier disciplina que me gustaban. No pude plasmar el duelo por mi primo en palabras. Palabras que me gustaran, que significaran. Dormí menos de lo que mi cuerpo podía soportar. Tuve múltiples parálisis del sueño en las que mi cuerpo queda inmóvil y a veces, alucina cosas. Una vez una bola gigante con dientes filosos, otra vez una mujer azul respirándome en el rostro. Más adelante aprendí a mover un poco los dedos para despertar a mi cuerpo. Ahora sé gritar, emitir sonidos para que alguien me despierte, me saque del ahogo. Lo que pasa es que siento que si me dejo dormir otra vez, me podría morir. Entonces permanezco en ese estado en el medio de la nada del sueño y de la vigilia hasta que algo pasa. Siempre sé que algo va a pasar. Quise hacer ensayos de prueba y error por algo que leí de viajes astrales. Nunca me salió, pero llegué a tener experiencias y sueños muy interesantes, hasta que hacer funcionar mi cerebro de esa formar era lo mismo que no dormir, que despertarme como si ya hubiera estado despierta, que no poder hacer nada en el día y fuera un zombie arañando el sueño. No podía dormirme sin algo de luz. Durante las vacaciones no podía dormirme hasta ver algo de claridad en la ventana. A veces, estar despierta de sol a sol me daba otra visión del mundo. Más precisamente, de estar fuera del mundo. De tener otro cuerpo. De funcionar como un doble. Como una sustancia automultiplicable. Y después viniera yo, despierta, a traducirlo en mundo, en palabra. Así me funcionaba el sueño. Ahora diferencio entre los sueños y los sueños que no son sueños. Pero eso vino después, más adelante, cuando muchos seres ya se habían ido. Mi primer alter ego fue Polina y el segundo Ornella. La primera se perdió con mi adolescencia y la segunda se potenció en los años siguientes.


Son las 13.34. Hablar de los sueños me agota. Tiene tanta profundidad y es tan complejamente inexplicable que todo este libro podría tratar solamente de eso. Más adelante retomaré el por qué. Polina vino antes de Dostoievsky pero su nombre vino después de él, y una no tiene nada que ver con la otra salvo eso, el nombre. A los diecisiete pierdo a mi hermano. Otra vez en un hecho de tránsito, un conductor sin carnet que dice que no lo vio y lo arrastró un par de metros sobre el capot del auto por la ruta. Mi papá salió corriendo en medias, mi mamá se desmayó en la vereda, yo me suspendí en el espacio porque no sabía qué otra cosa hacer más que escribir todo mentalmente mientras sucedía. Me anticipaba a los hechos. Mi mente viajaba más rápido que nunca. Ni siquiera los colores me parecían reales. De repente estaba en una película y captaba la realidad en planos cinematográficos. Era el tiempo de un film. De un sueño. De un sueño que no es un sueño. De cualquier cosa ajena a la realidad. Mi papá me contó que cuando lo vio tenía los ojos abiertos y la cabeza de costado en el asfalto. Todavía no puedo concebir ese momento. Recuerdo que estaba en mi pieza a punto de estudiar, recuerdo que tenía resaca de la noche anterior, recuerdo que estaba muy cerca de rendir varios exámenes, recuerdo que lo vi, por última vez, bajar corriendo la escalera con su gorra puesta. Recuerdo que hubiera querido inventar una línea de recuerdo distinta de todo lo que vino después. Recuerdo que quería frenar el tiempo y devolverlo. Recuerdo que deseaba con todas mis fuerzas un tiempo rizomático donde pudiera elegir una línea de eventos y posibilidades que bajo ningún punto fuera la que me tocaba. Recuerdo desear con todas mis fuerzas. No recuerdo haber deseado con tanta fuerza antes nunca, jamás. Recuerdo que desear la imposibilidad me volvió loca durante mucho tiempo. La imposibilidad no es un deseo. La imposibilidad no se desea. O te aniquila, o te enloquece. Diecisiete años tenía y diecisiete horas fueron las que transcurrieron desde el choque hasta el cajón. Las conté. Contaba todo. Relataba internamente los sucesos. Fuimos al hospital donde nos dijeron que no se había podido hacer nada. Entré y mi hermano estaba en una camilla metálica y yo pensaba que por qué no tenía una almohada que seguramente estaba incómodo. En el piso había sangre. Todavía tenía los ojos abiertos. Le toqué la panza todavía caliente. La mano todavía con tierra. La cabeza con sangre. Y otra vez un primer plano al mirar mis dedos, también llenos de sangre. Volvía la sensación de estar en una película una y otra vez. No podía distinguir qué era ficción y qué realidad. Pero no había ficción. Todo era realidad.


Son las 13.54. Todavía no comí. Ese día tampoco había comido. El hospital se llenó de gente y de sol y todo era raro. Cómo se habían enterado. Cómo habían llegado. Cómo yo estaba parada. Hacerme preguntas me permitía mantenerme un poco consciente. Fuimos a buscar su ropa, la elegimos, entré a cambiarlo con algunas personas más. No sé cuánto tardamos. No sé qué momento del día de era. Después aparecimos en el velorio. Cada tanto aparecían flores en la pared. Cada tanto alguien me daba un café. Cada tanto alguien me abrazaba. Cada tanto quería volver a mi cuerpo y había tanto dolor adentro que no me permitía estar. Esta fue mi primer experiencia del cadáver. La más fuerte, lo más real que viví en toda mi vida. Mi cuerpo me arrastraba a si mismo cada vez que me arrimaba al cajón a tocarlo un ratito más. Pensaba que ya estaba seca y no podría llorar más, pero al segundo ya era un río desbordado. Un ratito más, pensaba, siempre un ratito más. Sabía que en algún momento se iba a terminar. No tendría ningún ratito para poder verlo otra vez. Y así fue. Cuando lo cerraron yo me entredormía. Escuché una oración a medias. Mi padre que gritaba. Había mucha gente, todos lloraban, yo no podía estar casi parada. Después llegamos al cementerio y lo cerraron y ya. La familia un nudo de tristeza otra vez. Yo un nudo vacío. Vinieron a vernos. Vino mi tío. Mi tío nudo de culpa. Al año siguiente, se suicidó. No pudo con el peso de la existencia. No pudo encontrar un deseo. No pudo. Tampoco recuerdo tanto. Sé que me bajé de un avión y ya estaba en su funeral. Ya sabía lo que era un cadáver. Esta vez sólo se veía su rostro asomando tímidamente desde el cajón. Le dije que lo entendía. Nadie lo juzgó. Yo me iba a encargar de que nadie lo hiciera, porque ninguno sabe cuán fuerte era su falta de deseo. Pasé mucho tiempo preguntándome cuál es la medida del dolor. Preguntándome por las formas extrañas que adoptan los cuerpos cuando se duelen. Lo comprobaba en mi propio llanto, en mi propio arrastre. Qué hace un cuerpo que cuando no puede vaciar su dolor. Se aniquila, o se enloquece. Al año siguiente, me mudé a Capital Federal. Todavía en duelo. Todavía nudo de llanto. Todavía sin poder sentirme una persona. Polina vino a querer recuperar la adolescencia que perdí, que no terminé, que se vio cortada en su mitad por tanta muerte viniéndose encima. Después de la muerte el cuerpo ya no es lo que era. Ni adolescente, ni niño, ni padre, ni trabajador, ni estudiante. Es recipiente del duelo. Acumulación de tristeza. Herida permanente. Sangre y carne tirando de la existencia. A eso vino Polina, – y esto lo entendí mucho después- a querer ser la persona que no terminé de ser. Que no pudo disfrutar ni su último año de secundaria ni su primer año de universidad.


Son las 14.35. Polina hacía todo lo que yo no podía o no me sentía capaz de hacer. Se divertía, iba a cursar, muy insomne porque el cuerpo era el mismo. Salía con mis amigos, se embriagaba. Después afloraba yo en el llanto. Durante ese año me la pasaba llorando. Mi cuerpo no podía producir otra cosa que no fuera llanto. Muy pocos conocieron a Polina por su nombre. La conocieron por actitudes en cambio. Por las veces que yo no parecía yo. Me acompañó un tiempo y después desapareció. No sentí ningún vacío cuando se fue. Lo que me pasaba cuando Polina existía era nada. Me dejaba usurpar para que la vida no me fuera tan pesada. Pero pesaba igual. Recuerdo haberme preguntado más de una vez, en el colectivo por ejemplo, cuánta gente más en ese momento pensaba en querer morirse como yo. Me salía del tiempo porque no aguantaba la vida. Esa era yo. Una ameba sin tiempo ni espacio. Un dolor. Un deseo de imposibilidad. En el medio estaba Ornella. Era cuanto menos negativa, hiperrealista, vengativa, mala. Ornella vino a lastimarme y a lastimar a todos porque sabía que en ese momento nada me importaba más que hacerme algún daño que me hiciera entre tanto y tanto dejar de existir por momentos. Todo daño me restaba existencia, persona, momento, ganas. Deseo. Me coagulaba el deseo. Me hacía detestarme. No querer volver a mí ni a ser ni a querer. Me recordaba lo mala que era la vida, lo mal que podía pasarla, que el daño latía en todo momento. Yo era todo el daño y su material descartable. Yo era el campo de prueba y error. Yo conducida por fuerzas externas que querían desaparecerme. Yo deseaba desaparecer. Yo me inventaba fuerzas que actuaban por mi y en mi nombre. Yo no reconocía espacios ni maneras de ser. De interactuar. De vincularme. Yo hecha un bollo de llanto en la cocina. Yo decidiendo no ir a cursar cuando no podía hacer más que dolerme. Yo no pudiendo salir de mi casa, de mi cama, yo no pudiendo hablar con compañeros, con profesores, con mozos, con el del chino, con el del kiosco. Polina bailando ebria Ornella hablándole mal alguien yo aflorando en el llanto. Polina riendo Ornella lastimando yo no pudiendo. Perdida. No sabiendo dónde, cuándo, cómo. Yo deseando un tiempo rizomático, yo perdida entre recuerdos, yo cicatriz de una vida que no quería, que no podía, que no fue. Yo cicatriz que se cerraba para abrirse todos los días, una y otra vez. Y otra vez. Y otra vez. Sin pausa ni descanso.


Son las 14.54. Muy a mi pesar yo era ellas. Todo el tiempo, siempre fui ellas. A veces me da miedo pensarlas. Me da miedo que vuelvan, que otra vez no pueda controlarlas. Me da miedo que cualquier fuerza me haga perder mi control y no poder controlar el daño. Me da miedo el daño. Me da miedo no tener deseo. Al año siguiente me alejé de ellas. Me puse en pareja, fui a ciclos de poesía, fui y volví de la isla varias veces, se disolvió un grupo de amigos, pude dormir más. A los diecinueve años perdí mi santísima virginidad. Detesto este término y aún más esta forma de concebirlo. Nadie pierde nada. En el acto consensuado gana el amor si lo hay o el placer si no lo hay. Fue incluso un poco tardío para mi época, o al menos para mi entorno. Este año no importa. Fue una transición. Un espacio del cual no mantengo casi recuerdos. Me fui despabilando de a poco. Nunca dejé de leer ni de escribir. Mis amigos de siempre no se separaron de mí a pesar de Ornella, de Polina, de la tragedia, de mi imposibilidad. Ahí encontré un poco la vida. Sacudir la mirada y ver cuántas luces quedan es parte de sanar. Ellos me perdonaron y yo, mucho tiempo después, también me perdoné. No parar de escribir como ahora es tan agotador como el tiempo que uno pasa sin perdonarse. Cargando culpa. No haciendo nada con ella. A veces es tan difícil hacer algo con ella. Pero más difícil es estar, dejando que la culpa haga lo que quiera de nosotros. Generarle una culpa a otro no es una buena forma de pedir ayuda. Reconozco que la culpa me es un lugar habitual. Una vez la psicóloga me preguntó si no sentía culpa por estar viva y sentir que yo puedo hacer todo lo que mi hermano no pudo. Le dije que iba a volver después de las vacaciones, y como en un mes no la llamé, me dio culpa y no volví a ir. Son las 15.20. No sé qué pensé en todo este tiempo que no escribí. A veces me voy del mundo. Todavía pienso que el tiempo puede frenar cuando mi pensamiento necesita su momento de explayarse. Mi pensamiento necesita un momento diario. Mi pensamiento no soy yo ni es mi cuerpo. Mi pensamiento es ese entramado de cosas que me despiertan a la madrugada para que las piense. Mi pensamiento no me deja dormir. Me quita posibilidad de movimiento. Si pienso, me pierdo. Después vuelvo, pero primero estoy perdida en algún punto del espacio tiempo. El tiempo. Siempre me pregunto qué es. Cuánto dura en cada cuerpo. Cuál es la medida real del tiempo. Quizá haya cosas que no se puedan medir nunca. El recuerdo de los anteojos de mi padre, la sensación de los rulos de mi madre en mi cara cuando era muy pequeña, la felicidad de otro, un atardecer en el campo, mis dientes apretados toda la noche. Cosas sin medida que nos transcurren sin saber dónde se alojan, cómo. El tiempo en el espacio es otra cosa. Por qué siempre este mundo. Por qué siempre somos intervenidos por el deseo. Por qué si no hay deseo no hay tiempo ni espacio, ni posibilidad de mundo.


Son las 15.27. Pienso en este libro. No será un libro. Pienso en el momento en que se termine. Siempre que empiezo un libro pienso en el momento en que se terminará. Algunos libros me quedan en pausa. Otros se siguen escribiendo en mi pensamiento. El suicidio de mi tío también se sigue escribiendo en mi pensamiento. Pienso en el final de las cosas como pensaba en el final de mi hermano cuando me acercaba a verlo un ratito más. Mi hermano también se inscribe en mi pensamiento. Mi hermano es mi pensamiento. Mi deseo. La imposibilidad. No quería hablar tanto de mi hermano porque ya hay un libro entero que habla de él. Pero no puedo. Es inherente a mi existencia, a mi búsqueda. Como si la vida fuera un para siempre de búsquedas. Yo sé que mi final, mis respuestas, vendrá cuando yo me termine. Mis respuestas no están en la vida y esa es la única certeza que tengo. No sé si querré respuestas una vez que sea mi final. No sé si habrá deseo. Qué sucede cuando el deseo está más allá de uno mismo. Una vez deseé tanto que me quedé dormida y soñé en otro tiempo, con un ser que me dijo que no era posible cumplirlo, pero que mi hermano podía oírlo, sentirlo. Después soñé con mi hermano diciéndome que prácticamente estaba cumpliendo mi deseo en la carcasa de un sueño. Pero ese no era mi deseo. Otra vuelta soñé con un tiempo desarmado, con la existencia hecha una sustancia casi virtual desmenuzada en el espacio, con tiempos paralelos visibles desde arriba, con alguien que me explicaba el sentido de estos tiempos en un idioma que no era idioma, que no se articulaba como lenguaje, por lo cual al despertar ya no entendía, no recordaba. Soñé con alguien que moría y me decía qué hacer. Y lo hice. Soñé sietes sueños, uno dentro de otro. Claro que estos son los sueños que no son sueños. Ahí nacen todas mis preguntas. Ahí el por qué. Al borde de las cosas, cuando la vida no es vida, cuando nos salimos de ella, cuando la habitamos transformados en algo que la observa desde otro lado. El tiempo de los sueños que no son sueños me permite pensar en una existencia que no es la vida. Una existencia rizomática. Una posibilidad de multiplicidad. Esto y yo no somos uno ni somos lo único que es. Hay más y es diferente. Este libro no libro no es su única posibilidad. No es ni siquiera posible. Cuando se termine será otro. Será distinto. Será más.


Son las 16.49. Al año siguiente volví a la isla. Festejé mi cumpleaños. Recordé a Polina. Monté dos obras. Elegí mis autores de cine favoritos. Encontré deseos. Pequeños. Comunes y silvestres. Motores de movimiento. A la primer obra la creé cuando no podía dormir. Tratando de dormir con las luces apagadas, mi pensamiento hiper estimulado proyectó imágenes que se hicieron obra. Todo lo hecho para lograr montarla fue un motor de movimiento. Luego se terminó. Luego vino otra. Luego otra. Todo lo que se termina me obliga a buscar un nuevo motor, un deseo. Buscar un nuevo deseo es tan agotante como seguir escribiendo este libro no libro. Por momentos en vano. Este no libro es en vano. Encontrar otro lenguaje para poner en escena, seguir componiendo, es una posibilidad rizomática. Decir con el movimiento lo que no se puede en fotografía ni en palabra. La multiplicidad de lenguajes equivale a la multiplicidad de tiempos. Tengo tres lenguas para pensar las posibilidades de una no lengua. De aquello que no se dice en ninguna de estas tres. Del borde de las cosas, o del otro lado de la vida. Cuando pienso en el amor me pasa lo mismo. El amor es el umbral, la dimensión, el otro lenguaje. El amor no es de esta vida. Es la evidencia de otro más allá. De una esencia universal, de un todo que parece inconexo pero no lo es. Es de esta vida solo cuando estamos en ella y le damos el lugar que merece. Cuál es la medida del cuerpo que ama. Cuánto llora una madre por el hijo que perdió. Cuánto se ama en el dolor. Cuál de los dos ocupa más espacio. Cuanto más amé, fue a través del dolor. Nada de todo lo que dije que hice en estos años es importante. Sólo esto lo es. Mientras escribo Almendra estira sus ojos y su hocico hasta mi cara buscando un mimo. Esto lo es. No importa cuándo la adopté. Importa que es un motor. Que me obliga a moverme, a salir a la calle al menos tres veces por día, a disfrutar de un parque. Importa que es una decisión. Cuando uno ama o se duele demasiado tiene poca posibilidad de elegir, de decidir. Quería que este no libro llegara a las diez páginas. Ahora decido ir en contra de mi deseo y de mi obsesión con los números para dejarlo en nueve páginas. No es un libro. No es un cuento. Es algo que está llegando a su fin. Y esto es lo importante. Nace a partir de un concurso autobiográfico que vi en internet y olvidé concursar. Pero en realidad no me interesaba ganarlo, solamente necesitaba una excusa para poner en palabras todo esto que plasmé. Hoy fue mi motor. Ahora luego del punto final tendré que encontrarme otro deseo, aunque esto se siga escribiendo en mi pensamiento, en el del lector. Seguir buscando, infinitamene buscando. Pero hoy, este no libro en vano, salvó mi día. Mi falta de deseo. Me llamo Priscila. Tengo 23 años. Vengo de una isla del sur. Son las 17.42 del 21 de noviembre de dos mil dieciséis y hoy voy a hacer un libro.


Uno que hable de que la ansiedad no tiene capacidad de espera. Escribo en nombre de alguien más siendo alguien más. Mi material es el recuerdo. La sensación del fin. De pensar que algo se termina pero que en realidad continúa, se recrea, vuelve a ser. Son las 18.15. Voy a escribir un libro que sea un loop de conjeturas. Que tenga que ver con los cuerpos de la memoria. Son las 18.44. Me llamo Priscila. Tengo 24 años. Hoy voy a hacer un libro que no sea libro. Un no libro. Son las 19.22. Soñé que tenía lluvia en el interior, soñé la sensación de imposibilidad, y soñé que iba a escribir un libro que nunca terminaría de escribir. Un libro no deseado. Uno que se vuelva en contra de mi deseo. Una fuerza opuesta a mi propio deseo que le dé sentido. Son las 19.24 Todavía siento que estoy soñando. Son las 20.06. No tengo noción de tiempo y espacio. Son las 20.18 Me acerco lentamente a mi propio tiempo como si corriera detrás de mi cuerpo para volver a ser. Son las 20.26 No tengo nombre. No sé cuántos años tengo. No quiero escribir ningún libro pero sigo escribiendo para autoevidenciar mi existencia. Soy personas múltiples y no importa cuál de ellas: todas se escriben a sí mismas. Se vinculan, se plasman, se recrean. Son las 20.35. No he hablado con nadie en todo el día. Voy a escribir un libro que hable de mi silencio interno y que dure sólo este día. No tengo silencio. Mi pensamiento siempre hace ruido. Son las 20.57. Quiero dejar de escribir frases aisladas. Quiero dejar de preguntarme qué es la poesía. Quiero dejar de venir a escribir compulsivamente este no libro. Quiero entender por qué cuando uno toma un deseo, es casi imposible dejarlo. Son las 21.15. Quise modificar el material de mi deseo. Traté de intercambiar deseos conmigo misma. Traté de quitarle su forma, darle otra, convertirlo. Este no libro no es mi deseo. Todos los pequeños deseos ocultan mi mayor deseo. El único verdadero deseo. Son las 21.38. Quiero tirar este no libro por la ventana. Son las 22.42 del veintiuno de noviembre de dos mil cincuenta y siete. Me llamo Priscila. Tengo 64 años. Vengo de una isla del sur. Quiero hacer un libro donde hable de todo lo que quiero decir antes de morirme. No pienso que esté cerca de morirme aunque a veces me gustaría. No para horrorizar ni desde una visión oscura mucho menos romántica. Simplemente lo pienso porque me puede la curiosidad y a veces me canso del mismo mundo todos los días con sus exigencias y metas a cumplir. Esto es una meta fuera del mundo. No planeaba sentarme a escribir. De repente me salí del tiempo y espacio cotidiano y hoy ahora decido esto: Hacer un libro, de principio a fin, que me lleve escribir toda la vida, solo esta vida. Para quién. Para nadie. Para mi meta. Para crear un deseo. Para crear un deseo. Para crear un deseo. Para crear un deseo. Y cuál es la materia del deseo. Cuánto tiempo dura. ¿Cuánta vida lleva? Qué del deseo soy: su potencia o su materia. Lo propuesto, o lo cumplido. Son las 23.59. Todo lo que termina deja lugar para que, inevitablemente, algo más vuelva a empezar.


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