María Mohor apareció entre los estudiantes, entre los talleres y entre las aulas de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Sin presentación previa, sin que nadie la esperara, se quedó ahondando en la pintura, el grabado y la escultura, pero, sobre todo, se quedó en la sutil fuerza del retrato desde donde abordó la modernidad profunda. La modernidad de la que fue testigo y que se ocultó en los lugares interiores de los individuos.
Su trabajo fue urgente. Ella absorbió con apremio los saberes que en la academia le impartieron y los decodificó en sus propios modos, a través de cientos de pinturas que son su trascendencia. María se diluyó hasta que su obra y su vida fueron una sola cosa.
Sus ojos absorbieron el carácter de quienes capturaron su atención. Y su atención fue capturada desde una fibra de amor. Su trabajo fue preciso, constante y despojado de clichés. Ella embebió su obra de lo inherente y tocante de quienes la rodearon. Sus hermanas, hermano, tías, amigas, colegas artistas y otras mujer