Calle sin nombre

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María Mikhailova

“Calle sin nombre” Novela

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Para Nonna y dedushka

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PARTE I - PALMA

Me paré frente a la desembocadura de esa recóndita calle, pensando en él. Sabía, estaba totalmente segura de que él ya no vivía en esa ciudad, en esa isla. Estaba en plena capital mallorquina, justo un año después. Había necesitado mucho tiempo para tomar esa única decisión de volar de nuevo sola, aunque no podía escoger ya el mismo lugar ni la misma playa. Era allí, frente al puerto, en esa precisa calle donde descubriría una verdad que desconocía que existiese. Podía verla flotar en el aire, sin conseguir atraparla y estaba dispuesta a quedarme horas muertas allá, esperando a que se me relevara el imposible secreto.

Ya estaba en el hotel. El viaje me había dejado exhausta. Las calles no me hablaron lo que hubiese deseado y la sensación de vacío se congregó en el cuarto. Era verano, ¿qué más podía desear? Y fueron tres días, él me lo había dicho. Aunque ahora eran 7, la cosa era distinta. No iría a la playa vieja. Pero tampoco tenía claro lo que iba a hacer. Era todo incertidumbre. No había cometido ningún crimen pero sabía de personas capaces de ello. Sabía de mis conversaciones en el Rodilla con Ney, lo que le confié, las historias que dejé que viera y le aseguré que la vida está hecha de historias, que son lo único con lo que en última instancia contamos. Ney lo entendió, Ney dijo que no estaba bien asesinar a una vecina informática con gata sin saber por qué y 5


únicamente porque un matrimonio vacío se fuera a pique. Que Laura podía no tener ni pizca de culpa de su indiferencia y que hay asesinos de personalidades múltiples, que se transforman por arte de magia en otros seres diabólicos pero silenciosos. Y yo le conté lo de Roma y apunté que sería otra historia pero que en el fondo son exactamente la misma, una vida hecha añicos desperdigados por diversos aires diurnos, pues la noche es otra cosa. Ney escuchó, con atención, prestó interés en mis descripciones de calles, lugares íntimamente pintados por un desconocido pintor, e inicios de plazas, lugares, recovecos. Al final lo dijo con claridad: lo que pretendes es esconderte. Fíjate con cuanto gusto describes esos espacios diminutos, insignificantes que glorificas con rabia. Y después: no debes ser tú, no debes involucrarte tanto, imagínate que todo lo que plasmes sea mera trascripción cotidiana de tus actos, palabras, ideas. ¡No puedo deshacerme de ellas!, di casi un grito, son parte de mí! Ney rio: así te va; eres incapaz de alejarte, de dejar que las historias fluyan sin que entres a formar parte de ellas.

Estimado Esteban, fui a perderme por calles de Callao. Tras años de aburrimiento volví a Madrid y me encontré junto a la trattoria italiana en la que nunca comí, en un ángulo retorcido de la Plaza de Santo Domingo. No, tranquilo, señor Esteban, no le contaré historias dormidas antaño ni le confesaré mis temores de los últimos años ni le volveré loca con mis pensamientos absurdos de la niñez. Todo fue distinto: fueron más cosas al mismo tiempo, más emociones, más uniones y más desavenencias. ¿Era tu ciudad? Ya no. Señor Esteban, le aseguro que cambió más de un pasaje, más de una farola, fueron días nefastos y de repente irrumpió la 6


luz. La locura me subyugó y fui otra. Ahora puedes contarlo, puedes decirlo todo tal cual es, sin que nadie te proyecte tu miedo.

Ya era muy tarde para que siguiera vagando en la franja minúscula de la carretera dormida.

Miró el reloj: las 5 y cuarto de la

mañana. De pronto, como si de una hora señalada se tratase, su mente se desconectó. Ya no pensaba en absolutamente nada, sólo oía latir pausadamente el corazón, tenía un buen pulso. Recoletos. Esos días agrios de sol radiante en primavera, lejanos y lúcidos. No eran los hijos, no lo eran ya o no lo fueron nunca. (El pensamiento volvió, entonces no fue la hora ni la premonición, fue solo un silencio interno, algo como pasar página y volver a Retiro). Sería más fácil hacer instantáneas de su vida, lugares en los que no apareciera sino detrás de la cámara o detrás de la hoja. Esteban, se llama Esteban y vive en Madrid. No tiene más recuerdos que el paseo por Retiro de hace años, su nombre y el hecho de vivir en Madrid. Fue señalada entonces la hora, fue aquélla en que su memoria murió por completo y el vil sino que lo condujo al crimen entró a formar parte de otras páginas que en su vida había leído. Por eso necesitó huir e instalarse en ese escondrijo de bosque macilento.

Volví para fotografiar la calle. Ney asiente sonriendo. En serio, ese inicio… Me pide que pare, que ya lo ha oído, que ya lo conoce y hasta es capaz de sentir el olor a mar. Entonces sonrío. ¿Por qué? He conseguido marearte. Estoy en un punto flotante entre la calle, Roma y el Retiro de Madrid y tú me escuchas con interés fingido, pero sé que otras búsquedas rondan en tu cabeza. El silencio dulce 7


se impone en el ambiente. Mi obsesión es volver, dejo caer suavemente meciéndome junto con la brisa del día soleado en el puerto. Debe ser terrible el transportarse con tanta urgencia de un destino a otro, replica mi acompañante. Lo mejor que es posible, le digo, que no es tan complicado como tantas otras cosas de esta vida… Por eso volví al puerto, por eso, fotografié la calle, el inicio… me callo asustada. ¿Qué pensará Ney de los inicios inabarcables? Ney ríe, irrumpe el silencio soleado del puerto con su risa casi malévola, trémula, apremiante. ¿No me has oído, verdad?, inquiero asustada.

Esteban no lo oyó, tan inmerso estaba en su cubículo soñoliento. Entre cajas de plástico, cartones despilfarrados, guijarros de suciedad y restos de vida, el silbato le recordó una sonrisa del tren pasando por debajo del edificio de su infancia, su juventud, sus días remotos. Pero allí lo vio: un energúmeno de mirada sabática y regocijada, muerta y casi congelada por el viento de la mañana, quisiera darle la mano para que percibiera su estado anímico de simpatía

pero

fue

imposible,

la

tenía

congelada.

Su

documentación, por favor, inquirió el ser oficial. Esteban trató de buscar en la chaqueta medio arrugada pero sólo encontró una bolita de papel chamuscado y sucio. Se le entregó al policía. Éste lo miró con seriedad: ¿éstos son sus documentos?, le preguntó. Tal vez, contestó Esteban, la verdad no estoy muy seguro de ello. El oficial abrió la bolita…

Una vez, hace ya muchísimos años escribí la historia de un tal Jorge que voló sin saber por qué a Nueva York tras matar por casualidad a un hombre. Había cumplido efectivamente una 8


condena en la cárcel madrileña de Navalcarnero, y al salir de ella decidió partir a un lugar desconocido. Su madre lo echó de menos y en su ausencia murió, sin que él lo supiera, así que al regresar de sorpresa a casa, se encontró con que no había leído ninguna de sus tres cartas que le mandó.

No sé qué más, ya no me acuerdo. Sólo puedo decir que he vuelto y esto ha sido otra historia. Sí, abandoné al pobre hombre allí en el retiro y ahora que hace tanto frío (que ayer estaría todo nevado), pues el pobre lo estará pasando realmente mal. Retiro. Un lugar para retirarse, para desaparecer, para recordar. Aquella primavera del 2003 que comenzó tan temprano. Concretamente el último día que me puse mi largo abrigo marrón: el 2 de marzo. ¿Dónde, dónde puedo encontrar la historia? ¿Existe una única historia para contar? ¿Son sólo lugares, días, épocas…? Sólo el tiempo y el espacio. ¿Personas? Por ejemplo, César en Roma, Sol en Piazza Navona. La vi de noche, tan fría y oscura, sin apenas luz, con vendedores ambulantes y muchos turistas perdidos entre sus calles, aquel (este) 19 de febrero, tan diferente a otros tantos… La imaginé radiante, iluminada, feliz, con terrazas de bares dispuestas a lo largo de ella y me encontré con un barrio sumergido en calles angostas y desconocidas… Trastevere… Todo me perteneció, pero por tan pocos días, de forma tan alejada, tan corta, lluviosa y fría.

¿Y tú crees que puedes oírme? Después de tantos días veleros, de tristes miradas y soluciones pacíficas… mares poblados de pensamientos y vidas sin mar, sin ti y en ninguna parte. Pensar que existe pero también existía en Roma, en el primer día, en la 9


oscuridad frente al Colosseo, imagen inabarcable, inesperada, divina. Allí estaba: yo sin podérmelo creer. Quisiera quedarme, quedarme para siempre allí, apropiarme de la ciudad y sus calles, hacerla mía, como al coliseo y a sus gatos. Pero sólo tenía tres días, dos días y medio para aspirar su aire frío, sus rincones húmedos del moho sobre las ruinas de un imperio de antaño, sobre sus aceras lavadas por la reciente lluvia de la tarde, sus atardeceres espontáneos y sus miradas nocturnas.

Laura estaba escandalizada. No podía creer que una persona fuera capaz de desaparecer sin más, sin avisar y huyendo de una vida. Los niños lloraban. Laura imaginaba el mal en su interior, tal vez fuera por aquel amante suyo, lo pensaba. Y sin embargo Esteban no lo podía saber. De hecho, nadie, salvo ella y el lo sabían. Después llegaron los policías, empezaron a hurgar en la casa de al lado dos días después. Apareció el marido de la vecina muerta y todo apuntó a él. Laura lloró de impotencia, de miedo y fue a hablar con su amante, suplicándole una pizca de ayuda. El amante estaba rodeado de papeles inútiles en el cubículo donde vivía. Laura intentó entablar una conversación seria con él, pero sus asuntos propios no le dejaron. Hasta que vio su presencia por fin y dijo: olvídalo, mujer, si ya ni le quieres. Estaba equivocado.

Lo encontré por pura casualidad, paseando en soledad tras otra de tantas conversaciones con Ney en Rodilla. Estaba dormido sobre unas cajas de plástico en un rincón ajardinado del Retiro, malviviendo la rutina diaria de un vagabundo. El día que había comenzado claro y sutil se había tornado sin previo aviso gris y arrabalero. Me acerqué al superviviente infeliz, me agaché a su 10


lado e incrusté la mirada en sus pequeños ojos huidizos, temerosos de luz. ¿Esteban?, inquirí sorprendida. Esteban sonrió: por fin alguien lo recordaba, por fin nadie le exigía mostrar unos inútiles papeluchos llenos de letras carcomidas e ininteligibles, puros símbolos apóstrofos de su muerte. Y así lo dijo: cuando uno muere, queda papel. Me acordé de tanto loco por ahí suelto, obsesionados con papel, libros y fotocopias. En un universo donde todo gira y nada se detiene, donde habitan farsantes y reina la mentira, donde las leyes fluyen sin que nadie las atrape por un solo momento en toda su verdad… existía un ser preguntando por él, llamándolo por su nombre. Lo sé, repliqué a Esteban, tiene usted más razón de lo que muchos pensarían. ¿Pero no es papel también todo lo que podemos aprender del pasado, todas las invenciones mayores como arte, poesía o música? Esteban negó con cabeza: lo único que cuenta es VIDA, recalcó esta última palabra. Asentí. Me quedé sentada al lado de él por un buen tiempo, a la espera de una próxima tormenta, a punto de caer. Nuestros recuerdos se cruzaban, estábamos en Retiro y vivíamos los mismos paseos primaverales, sentíamos un único gozo de un tiempo imperecedero y remoto en nuestra memoria. Éramos parte de un idéntico camino andado a través de los años, sólo que él había hecho un recorrido algo más largo que yo, una diferencia insignificante de unas dos décadas, ésas que viviría aun, que serían un reflejo de las suyas si no me paraba a tiempo, si no torcía el rumbo de mi existencia.

De nuevo vino a mi mente el día diecinueve por la mañana, dirigiéndome de San Pietro al Castello dell’Angelo, cruzando unas calles con motoristas enloquecidos, apresurándome a conocer el 11


Tevere en un día de frágil sol de febrero. Lo recordé sin buscarlo, fue quizás ese el momento culminante del pequeño viaje, un momento de soledad, de fuerza y capricho, en el que cualquier rumbo tomado sería el perfecto, lo mismo que aquel encuentro repentino de la desembocadura de calle insular, aparecida casi de milagro. Hay momentos en los que soy capaz de olvidarme del señor Esteban, de sus pesares agónicos y sus deseos irreprimibles de libertad. También dejo de comprender a los otros y solo un viaje así puede reconfortarme. Entendí ayer, en un instante de embriaguez, física, emocional…, absorta, que debía volver. Ya no a Mallorca, ya no a su calle empinada y extraña, sino a Trastevere, sino a Roma.

Le prometí a César que él también sería un personaje, que lo incluiría no sé cuándo ni cómo en esta historia. Hace poco estuvo en Colombia, guante unos tres meses. Le hubiera gustado ir conmigo a Roma, él ya vivió allí, pero no era el plan. En febrero él no estaba aquí y yo necesitaba ese mes precisamente para el viaje. Ahora en marzo ha vuelto, no tiene trabajo, lo está buscando. El bar en el que estuvo de camarero en Pozuelo cerró. A veces se conecta al Messenger y hablamos. Así fue cómo me preguntó por mi novela. Y me acordé de él, de sus meses de trabajo en Italia, de sus escasos conocimientos del idioma. Jamás me gustó. Tenía esa forma de ser apartado y a la vez curioso aparentando indiferencia al mismo tiempo que interés. Nunca decía nada gracioso ni interesante y hasta su vida, posible refugio de una historia inventada, semejaba rutinaria e infecciosa. Pozuelo empezó a recordármelo, a pesar de las dos únicas veces que lo tratara en persona: una en Madrid (Argüelles), otra en el 12


pueblo azul (¿azul, por qué?), en una fría terraza de la estación en verano. César sólo podía existir en Roma, como aquel otro César que murió accidentalmente cerca de Piazza Navona, atropellado por un motorista de la ciudad. Aunque éste era un día de sol, mientras que yo la vi de noche, nocturna y mal iluminada, César el colombiano trabajando en un fino café (por ejemplo, Café Barrocco) , donde cada capuchino cuesta sus tres euros y medio y todos esperan a que abandones cuanto antes la mesita ocupada en la ventana. Otro César en Piazza Navona, otro personaje solitario en busca de paz, dinero, amor. César como Víctor, un ser incomprendido y trivial en este flujo de aires, días, noches, semanas, mares. César que no entiende del todo bien su papel, y sin embargo tiene uno, y sin embargo vive y busca y se esfuerza.

No quisiera inmiscuirme en vida de otros que nada tienen que ver conmigo. Hablar de Laura, por ejemplo, sería completamente inútil. Esteban ya sabía su parte. Porque ¿qué otra cosa inesperada le depararía el futuro a una persona olvidada del mundo como él? Y sin embargo, Esteban fue mi amigo, el silencioso prodigiador de recuerdos que observaba una primavera a punto de romper en nuestras vidas. Podía hablar con Ney, claro está, pero Esteban no me diría nada, no comentaría con risas de hombre cuerdo las impertinencias de

mi absoluta incongruencia,

sino miraría

distraído a algún pájaro trasnochado pronunciando alguna de esas frases inmóviles, imprecisas… como aire, suerte, persona. Si tenía aun algún contacto con la realidad era a través de una bolita de papel escondida en el forro de su chaqueta semicortada, rota y sucia. Esa bolita explicaba en parte su existencia, su razón de ser en el mundo, por eso se sentía superior, sin saberlo, por supuesto. 13


Mis conversaciones en Rodilla con Ney sobre la calle mallorquina fueron sustituidas por largos lapsos de quietud en el parque madrileño, añorando el viaje a Roma. En cierta medida me fui volviendo como él: meditabunda y fantástica.

Luego comenzó a llover, la esperada tormenta no tardó en celebrar el triunfo de la primavera. Fuera nieve, adiós a vientos feroces, a días cristalinos.

Esteban y yo nos cubrimos con una

vieja tienda de campaña fabricada de improviso días antes de la tormenta. Hacía algo de fresco pero ya el verde comenzó a apuntar. Después saldrían caracoles y podíamos observarlos deslizarse lánguidos entre los hierbajos. Hay muchas formas de olvidarse de todo, pensé entonces. Seguir el paso de un insecto es una de ellas. Vivir a la intemperie sin pensamientos es otra. Recrearse en un pasado siempre mejor… Pensé que no a esto último. También los sueños. Imágenes intercaladas, abruptas, varias, similares a la vida y también falsas como ella misma. El tiempo detenido bajo la lluvia, verde y gris, mojado y airoso. Todos los poetas son unos completos inútiles, como filósofos… Y sin embargo no es sólo así. En el otro extremo de la vida, de la holgazanería, del trabajo bien hecho o esfuerzo continuado está la vida en su sentido, en su grado mayor, en esa única franja fronteriza con la propia muerte, la poesía fluye hasta ella y se disuelve con la vida como un eco moribundo y a la vez vital, pues nuevas vidas nacen con las muertes.

Sería estúpido contarlo a Ney, a Laura, a César. Esos personajes poco densos por reales o posibles prototipos de una sociedad. Podría reunirlos y comentarles una breve descripción del 14


pensamiento, pero ellos tendrían sus puntos de vista al respecto. Cada uno su postura, su fuerza, su ironía. Me movía a través de sus frases dispersas y frígidas. Hablaban, comían o trabajaban, pero no eran yo. Yo era Esteban. Esteban contra ellos con su bolita de papel escondida en el fondo del alma. Mil veces más feliz. Mucho más libre.

¿Libertad?, reiría Ney. ¿A qué te refieres con eso? Siempre tan irónico, informal y preparado para todo tipo de preguntas e interrogatorios. Lo pensé, diría dubitativa. Hablar tanto hace daño. ¿Y qué te crees que estamos haciendo ahora? Filosofamos. Jajajaja. La risa fue de Ney. Yo miraría tranquilamente la ventana de Nuevos Ministerios, pensando en el edificio derrumbado y en lo mucho que cambió el ambiente a causa de ello. Sobre todo en mi necesidad de refugiarme en el Retiro, junto a Esteban. Hay alguien, empezaría cautelosa… ¿Quién? (No me dejaría pensar, no. Un tiempo para decidirme, para comenzar el pasaje, lento al principio, pero en crescendo, poco a poco, ascendiendo a un forte, fortssimo…). Ya no te apetece hablar más de tu calle, según veo, espetó. Espera, ¿de veras te interesaba el tema? Me reía mucho con él. Roma lo cambió todo, confesé impasible. Ya; tenía que serlo; jajaja; un viaje borra otro viaje. Parece curioso, ¿verdad? No, es lo lógico. Las impresiones se superponen como fotogramas de un film, unos recuerdos borran a otros, todo en función de su grado de fuerza, por supuesto. Y ahora: ¿quién es esa persona?

La casa sin él es un lugar de paz. Una vida que Laura puede hacer suya, con libros recogidos y niños estudiosos. Laura no se lamenta de su partida o desaparición o como se llame. Ella es una mujer 15


nueva, fuerte e independiente. Tiene un amante, tiene dos hijos, es dueña de su vida. Otra cosa es el asesinato de la vecina. Nunca fueron amigas, pero alguna que otra vez intercambiaron palabras sin sentido a través de la fina valla de plástico que separa ambos jardines. Hace poco volvió su marido de viaje, lo vio llorando en el portal. Después como en toda novela policíaca se hizo el interrogatorio y Laura tuvo que descubrir la existencia de su amante. ¿Dónde estuvo usted el día tal a las cuatro horas de la madrugada? No había ningún viaje de trabajo, según Esteban supuestamente suponía.

Días después vinieron a por él. Así que cuando lo busqué en el fresco aire primaveral en el parque, sólo pude hallar su vieja caja mojada de cartón, unos trapos de vagabundo de sucios colores, una bolita de papel en blanco, manchada de grasa y sopor. La levanté: entendí que no lo encontraría. Y volví con Ney.

Ya no está, le dije nada más llegar. Acompáñame a Mallorca. Ney sonrió: no puedo, tengo asuntos que atender. ¿Pretendes buscarlo allí?, preguntó. No, sólo que es allí donde necesito estar ahora, para curarme, para no recordar. Ney ofreció su modesto apartamento cerca de Nuevo Ministerios. Le dije que no, que si no me acompañaba iría sola. Al final me convenció y entrada ya la noche me encontraba un tanto embriagada de licor en una amplia habitación con vistas a la Castellana. Todo era más fácil en la oscuridad sospechosa del día; en las cortinas anaranjadas a medio correr, en las lámparas de sobremesa sutilmente encendidas con sonrisas maliciosas y estrambóticas. Ney se volvió un fantasma familiarmente conocido, envuelto en bata azul con estrellas azules 16


y un aura azul que no le era propio en nuestras conversaciones teñidas de verde en el café Rodilla. Se movía parsimoniosamente trayendo y llevándose objetos que parecían inútiles, como si su única función en la vida fuera ésta: moverse, recoger, colocar, dar la vuelta, ir y venir, pararse un momento ocupado en alguna tarea no mía, desconocida, extraña. Tampoco quería importunarlo, pensé que era su trabajo y que en algún lejano momento de su existencia pararía por fin, pero Ney no paraba. Seguía andando con ímpetu, subrayando con su luz episcopal esas acciones metódicas y nada comprensibles. De pronto se sentó, se sentó sin avisar y muy cerca y no parecía tener deseos de seguir hablando del tema que habíamos dejado a medias minutos antes. Lo miraba estúpida y vacía. Él miraba lleno de ilusión: puedo acompañarte a Mallorca si quieres, dijo al fin.

Aquella mañana gris César volvía de su largo viaje a la patria. Cargado con sus pesadas maletas llenas de comidas suculentas, recuerdos podridos en tan añorados y bruscamente dispersos, fantasías oblicuas a las orillas de un Caribe cálido, imperecedero, sutil. Aun estaba inmerso en sus ensoñaciones noctámbulas susurradas a su memoria en el infinito trayecto de avión. Volvía a cobrar el paro, qué triste podía sonar la frase más cierta de su realidad inmediata. Volvía sin propósitos ni esperanzas, sólo volvía.

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PARTE 2 - ROMA

La tarde caía lúgubre sobre una cansada ciudad. Tan sólo unas horas antes el papa había dejado de existir y todo bullía con fervor silencioso en las dormidas calles de Roma. El habitual jolgorio de turistas se tornaba callado y de cualquier esquina surgían procesiones improvisadas de fieles que acudían a tropel al sagrado lugar. César se sintió parte de ellos. Se vio cual reportero de noticias apremiantes, cual pasajero voraz de noticias pudibundas, cual ser mitológico en las ruinas de un olvidado reino divino. Su regreso a Madrid no le causó más que extraña inquietud de lo palpable, un inevitable regreso en busca del paro, de la mediocridad, del olvido. Por eso se fue, como otros tantos personajes solitarios que vagan sin rumbo por las interminables páginas de un ridículo libro que no mira a ningún lugar. Hubo épocas, hubo momentos dolorosos en los cuales sería incapaz de reconstruir toda su vida de golpe, sino que esperaba en vano esa luz impotente que le soplara su paso inicial. Ahora una fuerza incomprensible le empujó al abismo y corrió a darle un último adiós a aquel en quien rara vez creyera.

La Vía Conciliazione estaba intransitable, vendedores ambulantes se mezclaban con sus colorines con el barullo multitudinario en dirección a San Pedro. Entonces se acordó que había soñado con fotos, las fotos no reveladas de una ciudad que llegó a amar en tan poco tiempo. El carrete, comprado por cinco euros en una 19


tienda Kodak tan pegada al lugar anhelado, de treinta y seis fotogramas, se había terminado de revelar en su sueño y pudo ver esos ventanales del Colloseo tomados con desenfoque: el instante único y exacto, irrepetible de sol, de luz, de aire. César sintió su fuerza y mientras tanto se hacía paso entre la muchedumbre andando, callada y lúgubre. Después torció a la izquierda, rodeó sin otro interés la plaza sagrada, en dirección al castillo medieval a la orilla del Tevere. Estuvo a punto de ser atropellado por unos motoristas cruzando a velocidad vertiginosa las pavimentadas a lo antiguo calles colindantes. Al fin llegó. La entrada eran siete euros. Los buscó repetidamente en sus bolsillos vacíos, después sacó la cartera gastada de piel oscurecida por los años y extrajo un billete de diez euros que una mujer irreconocible recogió con desinterés. Recibió el cambio e inmediatamente hizo crujir los peldaños de madera desvencijada para adentrarse en lo que siglos antes fuera prisión, fortaleza, museo. Los oscuros, interminables pasadizos de piedra irregular y torcida, lo envolvieron en esa sensación de ser uno mismo, de adentrarse en sus pensamientos y revivir como desde fuera su propio ser, observar con la total libertad de criterio sus íntimos pensamientos, desmenuzar sus ideas más lúcidas y las más absurdas, se desdobló y se perdió de sí mismo mientras andaba sin rumbo, ajeno a las indicaciones de los carteles, sorprendido de vez en cuando por jarrones y hoyos imprevistos en su camino, rejas, puertas diminutas de madera con enormes candados de hierro y óxido. Su ideal era subir, ir sin más para subir a lo más alto de todo, para encaramarse, para ver, para sentir y hacer suya una ciudad que no le pertenecía.

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César no tenía más planes. Cuando estuvo en lo alto del castillo alzó la vista para contemplar todo un panorama y sonrió. Apenas le quedaba dinero y el rosado hostal en Termini no le daría para muchos días, debía buscar trabajo y su italiano era precario y sin embargo era pleno allí y ya poco le importaban las interminables colas a la capilla ardiente o los problemas mundiales o tantos otros quehaceres diarios y estúpidos de tanta gente que nada sabía de su existencia

Las letras pequeñas no invitaban al placer de escritura, era una forma de hablar por dentro, sin ser oído por los demás, una forma transitoria entre seguridad y abismo y se sentía hambre y falta de sed y en general un malestar nada agradable. Pensar en él era una forma residual de subsistencia y un día de lluvia gris cuando enterraban a papa era otro presagio imposible de clamores. En ese submundo aparte de otros seres coexistentes se formaban hileras de lloros y surcos de papel sin nombre ni sentido aparente. Buscándole me buscaba a mí misma y hallándole perdía mi ser, convirtiéndome en lo que no era en su ausencia. Las palabras daban esperanzas abrumadoras y proporcionaban una metafísica paz interior, de ahí la inmóvil suposición de que nos salvaban poco a poco. No llegó ningún caso a transfering y yo me impuse una censura completamente personal a la hora de mencionar lugares y cosas.

Pero no, había más, había otras personas, otras cosas. Debía salir al paso y volver al museo para ver esa imagen, esa figura larga y gris, en un día de sol, de lluvia, de aire. Y sentí la visión, la llamada impaciente de lo imposible. La habitación de Ney ya era 21


otra historia y pensé en otras habitaciones y otras manos y quise huir, no frenarme sino acelerar para que el vehículo diera un salto en el aire y volara hasta el infinito. Esos eran mis viajes de antaño, cuando fuera dueña de sólo un coche no mío, cuando la costa catalana corriera azul y alegre a mi derecha y unas curvas verdosas hicieran subirme a puertos poco empinados, por carreteras sinuosas y secundarias, por pasajes de tiempos atrás, solo deseando ver el mar por un instante. Viajar a lugares lejanos e imposibles tal vez no fuera lo mismo. ¿qué color tendrá el agua allí? ¿Encontraré la paz en esa lejanía? Ney dijo que no, que allí no me esperaría ningún destino. Acuérdate, te prometí Mallorca. Me solté bruscamente de su mano: déjame ir, pronuncié algo oscura de voz. Recogí el bolso y di un portazo.

Sorteé hábilmente los atascos del mediodía y ya estaba camino de la prisión de Navalcarnero, otro lugar en el que nunca estuve. Lamentablemente no era su abogada ni era pariente suya para darle consuelo ni siquiera amante ni tampoco era la chica de servicios sociales, era simplemente yo, la amiga que no conocía del todo pero estaba segura que se acordaría de mí desde el primer instante. Las montañas quedaban cuadradas y sólo pude pensar en la suerte de que fueran tímidamente blancas en su superficie silenciosa, que miraran sin ver lugares y que yo iría también un día a conocerlas. Que en el fondo no estaba haciendo nada, al menos nada que pudiera calificarse de útil, de necesario y sin embargo era yo en aquellos momentos, yo la que se inventara algún día a Horacio, aunque su nombre real fuera otro o viceversa (Federico Castelli). Sí, esa era la parte prometida, ese el momento

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deseado, cuando culminara una historia comenzaría otra, la de una calle que no lleva a ningún lugar.

Tal vez sea hambre de ti, tal vez otros instantes, pero perdí definitivamente la pista de Esteban, que desapareció en las tinieblas de otro hotel y ya nadie pudo saber de su paradero. Sí, hubo un juicio después y Laura estuvo presente, y también vino su amante para apoyarla en momentos tan duros. Pero Esteban ya no era el hombre del Retiro, sonriente, con su bolita arrugada de papel. Se fueron sus días de primavera y llegó el ocaso. Yo, escondida en un rincón oscurecido de la sala de madera, escuchaba sus últimas palabras, dándome cuenta que de mí dependía dejarlo ir, abrirle la puerta, hacer que un terremoto improvisado hiciera temblar el edificio y él se salvara o que se pusiera tan enfermo que tuvieran que llevarlo al hospital. Por dentro sabía que Esteban no tenía la culpa, no fue él quien por desgraciadas

circunstancias del destino fue empujado al vil

asesinato de Pilar, la informática, dueña de una gata gordita. Y entonces pensé en la perfecta posibilidad de regresar y hacer que sus vidas, en lugar de romperse de raíz, fueran una sola, que en vez del hachazo que le propinara a la desgraciada mujer, aquella drástica noche culminara con ropa desperdigada por la escalera, con sábanas empapadas de sudor, con ungüentos de mujer olorosos en el cuarto de baño. Pilar despertaría cansada por una noche de insomnio y esfuerzo inusitado y con su mano delgada buscaría a su lado derecho o izquierdo el cuerpo cálido y desconocido de un tipo que horas antes podía acabar con su vida o hacer que ésta comenzara de nuevo. Se preguntaría por el por qué de aquellas extrañas circunstancias, se repetiría el nombre de 23


Laura, esa mujer de rizos claros, teñidos, vagos. La cuestión, la eterna y única cuestión que la ocupada en estos momentos era su relación con un tal César al que había conocido en su reciente viaje. El hombre calvo yacía a su lado, yacía sin palabras ni respiración. Ella pensó en haberlo matado pero la gata estuvo allí. Su gata, su hija. Pilar sonrió. El calvo no tenía una gata, pero sí una hija. Se levantó en silencio y cubrió su cuerpo desnudo con bata beige, sin dibujos, de seda. Allí estaban los ungüentos del baño. Allí despuntada otro día de primavera recién empezada y la esperaba otro viaje, esta vez a París. Deseó el desayuno caliente del avión, el zumo de tomate, el amargo café. Jose volvía el viernes, aun le quedaban días de libertad. Llamar a César, está aquí, es imprescindible. Eran las diez. El calvo empezó a moverse, se despertada largamente mientras ella, vestida y aseada recogía los escombros nocturnos del suelo, de la cama, de sillas y mesitas de noche. Todo debe tener un perfecto orden. Cuando Esteban abre los ojos ella lo ve. Le sonríe con dientes perfectos, el pelo largo, alisado, negro. No es Laura, piensa él. Y después: todo ha sido mentira. Ella sugiere que se vaya, que desayune en su casa, ella prefiere hacerlo en soledad. Que nada ha sucedido. Nada sucederá mañana ni tampoco nunca. ¡O acaso prefieres las grises paredes de un calabozo? Esteban asiente y se va recogiendo poco a poco. Usa su baño. Se da cuenta de que aun puede seguir y le agradece la confianza. Abandona sigilosamente la casa. Baja las escaleras del porche y ya está frente a su puerta, idéntica. Laura le abre. Esteban avanza hacia el pasillo lleno de luz matutina. Laura está en casa, y es un día laborable. Laura acaba de volver de su otro viaje, percibe una cara vaciada y rugosa, sin sombra de maquillaje. Esteban ha dejado el día fuera y siente que es allí 24


donde debe estar. Y entonces comprende que dos hilos paralelos se cruzan: Laura y Pilar, ambas iguales. Y sabe lo de César en Roma y lo del amante de su mujer. Le sonríe algo atontado. Debe ir a trabajar.

Ney había alquilado un BMW biplaza, tal vez para impresionarme y dijo que así iríamos a Mallorca. ¿En barco luego?, pregunté. Of course, darling, dijo. Corrimos sin término: la carretera se hizo nuestra, el Levante quedaba a dos pasos. Ney me miró extrañado: ya no mencionas a tu amigo ese, Esteban, ¿no? Le sonreí: está mejor ya. ¿Dónde, en el Retiro de nuevo? Ya no, respondí, ahora ha salido de paseo, hoy no ha ido a trabajar. Es increíble, replicó mi acompañante, ¿pero no le iban a encarcelar? Ya no tienen por qué hacerlo, el tener una amante no es para meter a uno en prisión. Ney respondió con risa estrepitosa: imagínate, en tal caso yo también debería ser arrestado.

Debía hablar con César aunque

solo fuera para explicarle mi

situación. Ahora trabajaba en un restaurante italiano por Cuatro Caminos llamado “Maruzella”. No había ninguna dificultad en que fuera a hacerle una visita. Me había prometido una pizza gratis. Sólo necesitaba disponer del momento, de ese único instante en que fuera capaz de decir, de hacer, de pensar. Fui a enseñarle las fotos, las suyas en cierta medida. No tengo ninguna en la Piazza Navona, expliqué, pero si quieres puedo regalarte la del Vaticano o la del Tevere. El dijo que ya tenía todas en su mente y no hacían falta más fotos. Yo apunté que me había hartado de la vida inútil que no lleva a ningún lugar y que algunos conocidos míos son

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sencillamente felices. Él sonrió y pensé que al igual que yo era también un don nadie. Debía adelgazar y hacer ejercicios.

Estimado Esteban, si tuviera usted paciencia para escuchar mis absurdas ideas, le contaría mi desazón, mi angustia continua, mis desvelos atemporales. Le contaré, sí, verá usted, aquel estúpido viaje en el BMW descapotable hasta Valencia para después zarpar hasta Mallorca y luego buscar inútilmente la calle aburrida de un puerto en sueños y fragancias. Me costó encontrarla de nuevo, no por el desconocimiento de su ubicación, sino por el mero hecho de que no me pertenecía. El sol agitaba con fuerza las olas de oro del mediodía mallorquín. Pedí a Ney que me dejara sola y descendí hasta las lisas rocas del malecón para sentarme y colocar las piernas justo debajo de esos rayos malévolos, dispuesta a quemarme todo lo que pudiera. Así, en la misma posición (y absurdamente

la misma ropa: short ajustado y camiseta sin

mangas amarilla con el dibujo en negro de una pícara mujer), medité un buen rato. Miento, traté de hacerlo pero mi mente se quedó en blanco y no pensé en absolutamente nada, sólo sentía el sol, el ruido de las ínfimas ondas acercándose sin interés a las rocas, algún ruido de fondo sin ningún sentido para mí.

Ney procuró encontrar un hotel en las inmediaciones de la famosa calle sin nombre y horas después, bajo un certero ataque de un golpe de calor me dirigí pausadamente, con pasos pesados y rayos dorados, violetas, ígneos en mis ojos, con un tremendo dolor de cabeza y un vacío moral, a ese lugar que aun no conocía. Ney no estaba cuando entré. Otra vez entendí su pasión por lugares amplios y cómodos para la vida. Lo contrasté con mi minúscula 26


habitación en Cala Mayor un año antes. Contemplé un instante la inmensa vista azul del mar en la ventana que daba al balcón y caí rendida en la cama.

Mientras tanto, César seguía hurgando en Roma. Me escribió una postal: está todo igual como lo dejaste la última vez, con la única excepción de que ya no está haciendo frío. ¿De quién es?, indagó Ney saliendo del baño en su eterno albornoz azul con flores violetas. Es un amigo de Roma, bueno a veces vive aquí. ¿No será el que estamos buscando? No, en el fondo es un conocido. Ney comentó entonces que me veía mejorada, que ese viaje en lugar de agudizar mi problema me había sentado de maravilla y que si lo deseaba, ya podíamos volver. Le dije que no, que aun no podía. Había algo que me retenía allí y sentía que mi misión estaba sin terminar todavía.

En realidad mentí cuando dije que era un mero conocido. Mis conocimientos acerca de su vida íntima iban mucho más allá de lo que Ney pudiera creer. Junto con la postal con la imagen del río en penumbras, había una pequeña carta, escrita en una cafetería del Trastevere, y decía: “Necesito contactar con Pilar, si pudieses localizarla, te estaría muy agradecido. Aquí te dejo su dirección en Madrid, no coge su teléfono, por favor ve a verla”.

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PARTE 3 – MADRID

No puedo creerme el lugar en el que estoy, las cosas que hago. Subo las escaleras de siempre. Las palabras me desbordan. Soy otro (otra). Y me envuelve el radiante sabor de hoy. Porque hay tantas cosas que pueden ser el comienzo. Pero no podía parar. La penumbra lo llevaba despacio hacia algún lugar desorbitado de la tierra. Estaba solo. Había huido de la tempestad y ahora el miedo componía su tersa figura, sus palabras ausentes, inaudibles, inoportunas.

Se apeó para caminar un instante. Pensó en sí y en todas las cosas que había hecho. Que no hizo. Que podía hacer. Pero ya no importaba. Las frases, sueltas, apretujadas, sin sentido casi, vibraban trémulas en su memoria. No era un hombre del XIX . ni siquiera se sentía hombre. Sólo lograba recordar. Días, instantes, cosas… Todos se mezclaban en una carretera oscura. Algún que otro conductor trasnochado deja entrever la fugaz línea de sus luces en movimiento, estruendo momentáneo de un motor acercándose, alejándose hasta límites insospechados.

Hace frío y prueba mover sus atascados músculos para entrar en calor. Oye pasos. No, no está loco: los pasos existen.

En su

mente, en su recuerdo. ¿Por qué la mató? ¿Qué significaba aquella escena litúrgica de dolor y compasión mutua? Siempre fue fiel. Tal vez demasiado. Siempre trabajó y quiso a su familia. Quiso a 29


Laura, su esposa. La amó desde joven y 16 años después seguía amándola, aun cuando se marchara a sus prolongados viajes de trabajo. La amó con todo y a pesar de todo. Y también estaban sus hijos. Luís de 14 y Ana de 10. Siempre fue un buen padre. De pequeños los cuidó, compartieron con Laura las tareas domésticas. Le encantaba llevarles al parque o de compras los fines de semana. Les hacía reglaos, se preocupaba por sus estudios, los quería.

Así era. Así es. Pero algo falló. Quizás desde el último viaje de Laura. Se ausentó más tiempo de lo debido. Y al fin pudo sentir la herida: el distanciamiento, el punzante sabor de la traición. Volvió radiante y más bella. Incluso más joven. Era más amable con él, más permisiva con los hijos. Era como si hubiera renacido de nuevo.

Dicen que en un sentido u otro todo viaje toca su fin.. También sé que ciertos delirios en blanco y negro son falsos. Y que algo, una fuerza superior, lo empujó al abismo y partió sin más, sin preámbulos ni convicciones. Yo me planteé otro viaje: Londres y decidí encontrarlo allí. Luego estaría toda esa sarta de deseos frustrados en la pasada juventud y ahora podría compararlos con velocidad vertiginosa abalanzándose sobre mis esfuerzos por no ser lo que alguna vez fui, por no caer, no impacientarme. La risa, dijeron todos, es el mayor remedio contra la enfermedad. Y la mía era tan palpable. Los días pasaban y la veta seguía afinándose, se iba perdiendo… Volví a hablarle a Ney de nuevo: vámonos, apunté. Como siempre recibí su risa estridente a cambio: chiquilla, no

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puedo correr continuamente de un lugar a otro. Y sin embargo Londres me esperaba.

La muerte les perseguía concupiscente. Les sonreía a tientas y la oscuridad del cabal viaje tocaba su término. El silencio se había entablado en el horizonte plagado de historias, de tristezas. Y el nocturno y falso paisaje del sonido se había vuelto gris, inapreciable. Ella fue la primera en aperase del caballo que la llevaba al infinito. Alguna vez estuve aquí, pronunció enigmática. Su acompañante, también meditabundo y soñoliento, sonrió sin dejar entrever sus dientes y alzó a vista al enorme horizonte sin final. Podemos viajar, apuntó, correr sin término, y hallaremos la mágica respuesta a tantas cosas. Es lo único que cuenta, apuntó. La fiebre se apoderó de ella, un segundo más y todo el universo a su alrededor ardería en llamas incansables. Pero esperó. Cayó de rodillas sobre la blanca arena que huía fugaz bajo sus pies.

Pero en cualquier lado que estuvieras, las mariposas de la muerte sobrevolaban tus palabras. Elegiste tu verdadero ser al decidir que nadie te acompañaría por más días ni te quitaría tu verdadera posesión de la libertad. ¡Hay sol, tanto sol!, gritaste de pronto. Ney se acercó preocupado y te miró con desconcierto: por favor, no más locuras, no. Después te sumiste en el olvido y ya nadie pudo explicarte que fueras la única persona en el universo capaz de convertir la luz en poesía.

Tenía pendiente quedar con César, no sabía cuándo ni por qué. Había que decidir algo y pensé que viéndolo las cosas se suavizarían. Su trabajo en Maruzella le impedía verme más allá de 31


las siete y media de la tarde y sin embargo tenía que verlo, contarle cosas. Sí, eran bastantes las cosas que debería contarte. Al final todo se resumía a lo mismo: días de luz y de gas. Podía verte multiplicado en miles de repeticiones, añorarte en viajes lejanos y siempre estarías allí, pues no eras más que una idea, que un sentimiento, que una frase. Te dibujaba a través de figuras ajenas y no era engañarte de ningún modo, pues ninguno nos pertenecíamos del todo. Éramos partes separadas en la realidad y podíamos encajar a ratos como dos piezas excéntricas de un puzzle mal construido, podíamos alejarnos después y unirnos tras tiempo ilimitado. Ney entró en el cuarto justo cuando acababa de colocar la cabeza del caballo sobre el fondo verdoso de una copa del árbol. Bonito pasatiempo, comentó. Últimamente no hacía más que reprocharme mi inutilidad constante. Había dejado de lado toda acción y me pasaba horas tumbada en la gran cama descomponiendo ideas y construyéndolas de las mil posibles maneras. Apenas hablábamos. Mi compañero desaparecía a ratos y no le veía más que al anochecer, cuando entrababa a llamarme para una de tantas cenas diarias, sin colores ni luz. Nos sentimos perfectamente ajenos en aquel viaje, como si así tuviera que ser y así era. No había otro camino que pudiésemos recorrer juntos salvo el de pensamientos dichos en voz alta, nubes cóncavas, esperanzas abnegadas. Y ninguno de los dos se cansaba de aquello, era la vida misma y nos hacía ilusión compartirla de algún modo. Detrás de las encortinadas ventanas de aquel cómodo lugar, amarilleado, abstemio, quedaba el mar, un hermoso y gigante mar que lo explicaba todo, que podíamos no contemplar, pues sabíamos que allí estaba, por mucho que nos empeñáramos en inventarnos su inexistencia. Había días que sólo me apetecía reír, 32


sólo ser yo en ninguna parte, daba igual que estuviera sola o acompañada en aquellos momentos. En la mesilla de noche entonces nunca faltaría esa botella de alcohol dulce, mágico...

Y mientras tanto me olvidé de Esteban. Y me dolió olvidarlo puse era un personaje más, uno a quien conocí en un rincón del Retiro. Y ahora quedaba tan lejos el parque, Madrid, las lluvias de primavera. Después de todo le concedí su libertad. Aquel asesinato sin sentido, absurdo, ridículo, no podía ser tampoco una explicación a su irremediable.

Todo se había desvanecido, toda la verdad, todas las esperanzas. El viaje borró toda la certeza del ser, los días lúdicos se hicieron reales y el único valor posible era estar allí, en otro mundo. En tu mundo. Mundo que nunca creí conocer. Mundo que sin embargo vi tan mío, que comprendía, que amaba. Al que volvería siempre, por el que sería capaz de dejarlo todo atrás, incluso a ti mismo… Suena un tanto cruel, pero es como suenan sus techos de paja cuando cae una de tantas lluvias torrenciales y cálidas. Y sigue sonando en mí la mágica frase de que un viaje borra otro. Tal vez este nada lo borre ya. Tal vez es allí donde he de encaminar mis pasos, donde debo construir una vida, donde encontrar mi sitio. Tal vez para ello son los cinco años y pico pasados junto a alguien que me ama, en el fondo, sí, pero tan cierto, tan real. Puede que solo queden las fotos y las personas mueran y sigan sonriendo desde allí, como si no les importase más que aquel momento. Porque cada viaje deja atrás a tantas personas, tantas historias, tantas vidas. Me quiero ir a esas casas con techo rosa y paredes pintadas de azul (no encontré ninguna con techo verde, 33


curiosamente) y quedarme todas las tardes viendo pasar coches y buses por la rudimentaria carretera de pueblo, rodeada de gallinas y perros y carne de res secándose en las ventanas. Ahora ya no es una calle, ahora es todo un país, son todas sus calles, todos los cocoteros, toda su gente. Tendré que volver, volveré como sea, cuando sea…

Volver. ¿Ésta era la clave? No, no, no. Volví a Madrid. Allí es quizás donde podría encontrar de nuevo a Esteban. Debía ver a César, aun sabiendo que me desearía besar y querría que viese, pisase al menos, aquel aposento nuevo en Antón Martín que compartía con otros inmigrantes. Su vida de cerca, la de ellos, seres preocupados por papeles y trabajos paupérrimos.

A través de la página web de gente RC o algo así, volví a ver su rostro, claramente definido. Cuatro años antes. Más gordo, más feo. No me gustó. La imagen guardada de él, de blanco por las mañanas, tipo enfermero, de bucanero el resto del día, traje de pirata nacional, se evaporó en cuanto visualicé a aquel ser indiferente, seguro de sí mismo, con carnosos labios de descendencia africana, aunque no directa según se podía apreciar. Lo asociaba irremediablemente a la piscina pequeña del hotel, aquella en la que algunas veces nadaba, huyendo de la multitud de la otra, más lujosa pero también menos honda. Lo veía andar con sus pasos ligeros, elásticos, despreocupados desde el restaurante al bar de la playa, saludando con la mano, sonriendo a veces… Absurdo. Absurdo haberme quedado con su imagen falsamente construida por la memoria inflamada de cocoteros infinitos, agua cristalina color turquesa, innumerables mariposas 34


que un día surgieron de la nada cerca del mar. Como aquella mágica fotografía con un adolescente sentado justo en la orilla, mojándose los pies, con una palmera de fondo (un cocotero), mirando a lo lejos sin interés. ¿Estaría soñando con abandonar aquellas tierras? ¿Dejar los cocoteros, el verde intenso, el olor a lluvia, a mar, a vida? ¿Podría acaso cambiarme con él y decirle: te doy mi casa en la que nunca te faltará agua corriente, ni luz, te regalo mi conexión a internet, el coche, te ofrezco supermercados rebosantes de comida precocinada, un trabajo de 8 horas diarias, 24 días de vacaciones al año que te podrán llevar de vez en cuando a unos paraísos como el tuyo a cambio de tu libertad, tu mar y olor a verde? Tal vez me diría que sí. Gracioso, pero cierto. Querría sin duda alguna probar el mundo cómodo, donde pudiera realizar algunos de sus sueños de joven ilusionado por el porvenir, por la otra vida. Y yo tenía que irme, lo sabía mejor que nunca, irme precisamente allí para encontrar por fin ese imposible lugar que he estado buscando.

Podría decirse que la vida se compone de ciudades, como aquella cuya fotografía puse de fondo en mi PC. Podría decirse que el escribir salva a las personas, que las palabras sanan y ennoblecen a quien se siente perdido, solo, extraño. Podría decir que perdí a un amigo, a alguien en quien confié, quien desapareció, del mismo modo que lo hiciera yo con él hace un tiempo no lejano. Que las cosas vuelven a su cauce y todos pagamos por lo que hacemos en nuestras vidas. Que el daño es recíproco o que el destino coloca cual fichas de ajedrez a los jugadores que somos. Que a veces no existimos más que en la pantalla de un PC, igual que ocurre con el espacio virtual de nuestra imaginación, memoria o cerebro. No 35


hay otra verdad, no hay otra salida por la que cómodamente escapar, escabullirse, desaparecer. Podemos esperar, lo mismo que esperó Esteban su hora señalada, lo que esperó César para verme por tercera vez, ésa en la que yo sabía que el error de siempre se cometería (pues casi siempre a la tercera fue a la vencida). Ney no esperó. Desapareció en el horizonte oblicuo, allí donde lo dejé, en su lujoso hotel, en Mallorca. César se perdería en Roma, Esteban en el Retiro.

Y lo mejor de todo es que tal vez la solución no fuera volver ni marcharse, sino simplemente dejarse estar. O elegir un camino. Pues todo lo que rodeaba mi vida en esa época no era más que imágenes pasajeras, una vorágine de sentidos sin cambio, un cúmulo de emociones frágiles, a punto de romperse en pequeños pedazos de marfil si no se cuidaban a tiempo. El espacio corría inapelable entre las cortinas de un día claro, un día de sol. No se trataba de perder un juego ni ganar otra batalla, todo fue paulatino y se dejaba observar en la distancia de un lugar imperecedero, álgido.

Cuántas páginas habría sido capaz de rellenar solo para hallarle un sentido a todo lo que me rodea en ese abismo fingido de seguridad absoluta. Hay demasiados asuntos pendientes, seguramente ideas fallidas. Esteban entró al salón. Estaba sin recoger, los niños no estaban. Laura tampoco estaba. Todo solitario, abandonado, todo curtido de nimiedad, cubierto de lagunas espeluznantes de abrumadora memoria de un pasado irreal, falso. Se sentó en una de las sillas azules que adornaban la mesa del comedor, vio papeles inútiles, folletos publicitarios, varis revistas sin leer y 36


algún que otro libro trasnochado. No había ido a trabajar. Dejó atrás días y horas e incluso se permitió no cobrar aquel día. Supo que su vida estaba en juego y que un paso en falso rompería cruelmente el bienestar familiar. Luego el sol se fue y llegaron las nubes, se congelaron sus pensamientos y decidió salir. Cogió el coche y se dirigió al parque de Retiro.

Todo apuntaba a que fuéramos a vernos aquel fin de semana. César dijo que lo tenía libre y nos vimos en Atocha, para luego encaminar nuestros pasos al casco antiguo de la ciudad. ¿Cómo está Pilar?, preguntó. Le respondí con una risa afirmando que Pilar está viva, que si quiere la puede ir a ver. Creo que no, dejó caer él en el aire. ¿Por qué no?, pregunté. Y entonces me di cuenta de que así debía ser, pues así lo había imaginado, pues eso era lo que realmente deseaba, aquel paseo por el caluroso Madrid de finales de julio, bordeando el Retiro donde estaría Esteban. ¿Quieres que lo veamos?, solté de pronto. César dijo que no, había deseado durante más de un año que llegara aquel encuentro anual, no quería que terceras personas estropearan ese único e impredecible momento. A diferencia de tantas otras personas, César fue pasando por mi vida de forma paulatina, esporádica pero nunca culminante, y eso lo convertía en mi seguidor más fiel, en esa persona dispuesta a esperar años a vernos. Era nuestro tercer encuentro y yo ya tenía mis planes para aquella ocasión. Me prometió aquel bar colombiano nuevo abierto recientemente cerca de su nueva casa en Antón Martín, que compartía con tan solo un compañero, a diferencia de lo que yo me había imaginado.

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Dime en qué extraña región has dejado tu nombre, tus apellidos y tu número del DNI. Estos datos podrías necesitarlos para partir a otro planeta. O a otro país. Sí, ya sé tu manía constante de peregrinar sin término, pero ésta es también una forma de vida, de espíritu. Las respuestas están en el aire y el solo hecho de observar un avión, imaginándote pequeña, en realidad invisible, desde lo alto de su indiferente hacia ti vuelo, te supone el indescriptible placer de observar sin ser vista pero deseando serlo en viceversa… Volar, tal vez todo se reduzca a esta mera idea inmunda. Y siempre vuelven esos apuntes ambiguos, inciertos, ya que nada hay de verdad ni aquí ni en ninguna otra parte. Toda la posible verdad que persigas, que sabes a ciencia cierta que existe allí, donde sueñas, donde quisieras estar, se difumina al hacer realidad tu deseo, y ves la miseria, la auténtica forma de vida. Aquel motorista paupérrimo de un pueblo como podría serlo Higüey (y lo que cuesta pronunciar sin sonreír este nombre). Es como Ney, la máquina parece no admitirlo, y sin embargo estás plenamente consciente de su existencia, de su vida en el estado puro. Pues hay tantas vidas como espíritus, como personas, como mentes.

Debía concentrarme en unas meras páginas impresas. Cada día, una palabra, una frase, un sonido o una idea. Podía prefijar mi vida y así lo dispuse. Que el dolor físico no me superara, que las manías o la pereza no se convirtieran en la enemiga de mis pensamientos. Que el espacio por fin abandonara su crisis. ¿Dónde me encontraba exactamente en aquellos momentos? Una pregunta incierta, pues nunca estaba en ninguna parte, era casi un fragmento falso de existencia, una invención perdida en el 38


abismo. Siempre buscándome por regiones lúgubres, otras veces saladas, para que el sol me recordara “…de pronto / que la luz es posible”. Nada más genial, más certero. En tres, cuatro palabras puede uno expresar toda su filosofía de la vida… ¿Pero será válida siempre? ¿Será válido el recuerdo de una invitación a un restaurante italiano por la zona de Diego de León en un día gris de lluvia? Lo es. Lo sé. Es imposible que no sea válido un recuerdo, ya que si se recuerda es que, lo más probablemente, existió.

En ciertas ocasiones llegaba a aceptar todo lo que suponía para mí su existencia. Y sí, me daba miedo hablar de él, reconocer que es real, que no es un mero juego de mi memoria. De ahí las poesías, las simples palabras que lo describen. Y él no entiende mi manía de lugares perfectos, tan ligados a recuerdos futuros… Mi sed de Lucero es otro concepto incomprensible para su mente sencilla…

Ya sabes, dijo él, el mundo no espera a los retrasados. ¿Cuál es ese mundo?, pregunté. Esta vez había conseguido por fin la entrevista con Esteban. Me habló de su corta aventura con Pilar, de la corta aventura de ésta con César. Y yo estuve a punto de contarle la mía reciente con éste último, pero no me aventuré a ello, temiendo seguramente cerrar el círculo vicioso con una pasajera historia mía con mi interlocutor. Él, sin embargo, parecía adivinar mis pensamientos. Nos encontrábamos cerca del teatro de Zarzuela en Madrid, una de esas callejuelas estrechas, un bar circundante con la calle Alcalá quizás u otra de importantes proporciones, pero escondida en su esquina, tal vez emplazado no lejos del teatro de Bellas Artes. Ya entiendo, dijo minutos después, eres psicóloga. No había querido reflejarle mi verdadera 39


identidad, podría serlo perfectamente, ¿por qué si no, estaría yo escuchando

sus

continuos

pesares,

interesándome

por

su

minúscula vida, como si del inspector Fernández se tratara? Se lo comenté: vivía en Lucero, sabe, un barrio de obreros, al que cogí un gran cariño durante mi época de estudiante. ¿Un inspector? Sí, investigaba la desaparición de Elisa Cano y luego unas muertes misteriosas y finalmente murió, también misteriosamente. ¿Me compara con él, pretende que muera? (Qué vergüenza escuchar aquello, Esteban parecía presentir la verdad). No, en absoluto, mentí, aunque de algún modo decía la verdad, pues hace muy poco tiempo había decidido devolverle la vida. Tampoco podía contarle la trágica noticia de que estaba en mis manos, que yo era la dueña de sus pasos, ilusiones, ideas. Lógicamente no se lo dije, me quedé conversando con él durante horas mientras el pobre se consumía en cafés relatándome su ruin vida que de sobra conocía yo. De hecho, Esteban tenía razón, en cierto modo yo era su psicóloga. Y me encontraba tan a gusto en su compañía. Viajemos juntos, le propuse sin más. No le pareció mala idea. ¿Pero a dónde?, preguntó. Y entonces imaginé lo maravilloso que sería continuar nuestra conversación frente a la Piazza di Spagna en Roma. ¿Tan lejos? No tanto, son sólo dos horas y media de vuelo, apunté.

Esa fue una forma de liberarse, de liberarnos. También de mover las fichas, como en un tablero de ajedrez, respondiendo con ello a la mágica cuestión de la propia vida: un juego. Y así se fueron uniendo palabras clave como vida, viaje, juego, sueño… Y todas tenían ese denominador común de lo auténtico, ese soniquete de la verdad que tanto nos reconfortaba. Ya lo dijeron los filósofos: 40


la búsqueda de lo verdadero es la esencia de la felicidad. Y en cierto sentido lo éramos, y con ello sentíamos que tantas calles nos pertenecían. Cierto, abandoné a Ney, ¿pero podía él acaso entender del todo mis propósitos, mi verdadero sentido de la vida? Sabía de sobra que se quedaba siempre en la superficie, así como nunca se adentrara al mar si nadásemos en una playa. A veces necesito también ser escuchada, sabe, le dije a mi nuevo compañero de viaje. Y él me miró triste y contento a la vez y no dijo más, sólo pensó en que todos éramos esa pequeña parte inútil del universo con nuestras mínimas ideas, ínfimos pasos y enormes deseos de ser oídos por el mundo.

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PARTE 4 – LA MUERTE DE ESTEBAN

En algún momento de mi existencia creí caer en desuso. Todo ocurrió ayer, cuando nos dimos cuenta de que sólo había una cosa demasiado simple que nos unía. Me pareció doloroso aceptar la verdad. Dejaron de importarme mis personajes y esa maldita sensación que no consigo aun en descifrar no me abandonó hasta el final de todo. Fue como decir: así es, así será siempre, de ti depende, si estás así es porque quieres, tú lo aceptas, casi lo prefieres así, al menos sabes exactamente cómo están las cosas. ¿Qué son todas esas ideas? ¿Resignación o rebeldía? Las dos cosas en una, cierto. Mi rebeldía consiste en resignarme a lo que hay, en aceptarlo diciendo: ves lo que estoy admitiendo, es increíble pero cierto, ¿no te parece increíble que lo acepte? Y a cambio, que es lo más curioso, no espero respuesta ni compasión ni comprensión siquiera. Es simplemente una forma de rebelarme, pero no contra nadie en concreto, sino quizás contra la vida misma, y aceptándola sin embargo tal como es, tal vez una rebeldía contra mí misma: la eterna lucha entre el sí y el no, la razón y los impulsos… Y después viene la cuestión mayor: ¿es realmente amor? ¿O tal vez impaciencia, orgullo, terquedad, sexo? Porque de buenas sé que amor no es todo lo anterior ni mucho menos, más bien lo contrario, al menos en mi concepción de lo que amor significa. A veces lo hay, sin duda alguna, ¿pero es así siempre? ¿Es continuo el sentimiento de amar a alguien? ¿Es abrupto? ¿Y si es abrupto es falso? 43


Esteban, y solo tú lo sabes. He sucumbido a la mentira, a la verdad y al soliloquio. Me encontré podrida en un reino mágico e inventado y nada me pudo salvar. Los tristes pájaros del otoño revolotearon en su cabeza y todos fueron lo mismo, y el universo cayó en pedazos pequeños. Ney vino en mi ayuda, siempre aparecía en momentos críticos. Y le conté la gran mentira: ¡Fallé a César!, todo se derrumbó aquel trágico día, día sombrío tras el cual todas las mañanas una imagen enfermiza me persigue por los oscuros rincones del tiempo, esa imagen del coche aparcado frente al museo de las fuerzas aéreas, aquel maldito viernes en el que por fin le vi. Todo, absolutamente todo iba perfecto, los primeros martinis cerca de su nuevo hogar.

Otra vez una ruidosa calle, justo antes de caer la noche, la calle del sueño que tanto cuesta recuperar. El sueño semejante al del descapotable azul eléctrico que un día te juré regalar. Debo recomponer esa imagen para visualizar la calle de forma adecuada. El sueño de la oscuridad a punto de caer sobre la tierra, carreteras en círculo y rincones lejanos a los que llegar, calle que no existe en ningún punto del planeta pues pertenece al fantasmagórico mundo inventado por Hipnos. ¿Por qué volver a esa calle, extraña y repleta de gente? No quería matar a César, así que una vez más le devolví la vida a otro de mis personajes. Simplemente lo invité a ese mágico lugar, para que viera todo aquello que me brindaba vida. Él asintió.

Dichosa calle de recovecos nocturnos, maldito lugar en el que nadie fue feliz, donde sólo habitaba humedad podrida de la 44


memoria y flores rústicas no crecían en sus rincones más disueltos. Allí de nuevo estuvo Esteban. Allí, cual yo, cual sombra espesa de un día alargado por tenues y boquiabiertos parajes, moría lentamente la memoria de espacios convexos, fingidos, gélidos. Y Esteban lloró, lloró por la pérdida de su único ser, de su verdad incólume que ahora perdía. Esteban recordó a la que alguna vez fue y no pudo ser jamás, pues el tiempo corroía la existencia de esas paredes sólidas y absueltas. Esteban, cual ficha de ajedrez movida por el destino, por el sol, dioses o dios único y absoluto. El pobre y minúsculo molusco musculoso mascullando muecas móviles, mentalidades matutinas y muertes mágicas. Murió. Murió al fin y al cabo. Y nada, ni tan siquiera la absurda imaginación mía podría salvar su vida, pues aquello fue cierto y no, no hubo momentos de luz en la cama matrimonial de Pilar aquella mañana con olores a perfumes y baños de sales y Esteban con su calva intentado

levantarse

para

hacerle

frente

a un

día más,

abandonando impertérrito la casa contigua a la suya para después volver a ver el rostro de su mujer e irse de paseo fingiendo que el trabajo le espera.

Volví a hablar con Ney. Esta vez el encuentro tenía por escenario Palma, de nuevo isla vieja y ruidoso lugar. Le comenté mi pequeña historia: mis súbditos se sublevan y cobran vida propia o al menos la vida misma les concede el privilegio de escoger su camino. Por ejemplo Esteban, comencé: ¡maldita sea!, ¿quién le dio permiso venirse aquí y llorar justamente en mi calle? ¿Tuya?, se rio Ney. Así es, le contesté sin nada de asombro. Y después está César, él sí es medio real, ¿no lo comprendes? Al parecer Ney, tan inteligente en los momentos más críticos de mi locura, sí lo 45


comprendía. El otoño por desgracia se acercaba y ya no hacía tanto color.

Ven, ven ahora, ven donde no estás tú ni nadie estuvo, pues solo fui yo, en lugares perdidos del universo, en pequeños espacios lúdicos de paz, de luz, de sueño. Ahora, ahora que es día nuevo en el que nadie es capaz de verme, cuando se muere la prisa arcaica del deber y del soliloquio, de la ventisca prematura, de la fingida lluvia del abandonado adorno cósmico, cuando mi mente crea y mi alma descansa y el norte se divide en paletas de colores nimios, apenas verídicos, totalmente rotos. Ven antes de que Carrefour cierre sus puertas, antes de que un lloro impertinente rompa tu ausencia, antes de que la muerte venga a sonreírnos con su bella mueca de mujer sorda y antes de que Jesús de Administración Unix me cierre los casos. Yo era luz, yo era muerte y era vida para todos vosotros, ahora que os vais, que me abandonáis

a

la

intemperie

de

ese

otoño

frívolo

recién

comenzado, ahora que no estáis más para mí, sino hacéis vuestro camino impertérritos y resueltos, yo, sombra dormida en la azotea de un raro recuerdo de sobriedad, noto vuestra palidez desmesurada, las calles abandonadas por vosotros, los pisos vacíos, las escaleras mojadas. Soy yo y vosotros no me admiráis, os jactáis de mi existencia pausada en este mundo ebrio, de premoniciones. Sólo soy yo y vosotros pensáis que tengo más datos, más fuerza, más vida. Y no, no la tengo, al menos no más de lo que creéis. Mi fuerza única radica en que vosotros hagáis la vida, en que os mováis cual fichas de ajedrez que yo no toco, que os paséis los largos días del invierno correteando sin término,

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bailando cual sonámbulos vagabundos en los raíles de un día gris, azul o violeta.

No me pude callar. Fui a buscarle. Fui a hablarle y tratar que sus penas aminorasen. Le iba a enseñar un camino muy suyo, uno del que nunca se debiera desviar. Le iba a contar la verdad, por vez primera seguramente, explicar el porqué

de las extrañas

circunstancias en las que se había visto envuelto en los últimos meses de su tranquila vida. Esteban, lo sé, le dije al encontrarlo totalmente podrido en la esquina de aquella muerta calle del mediodía, pero fui yo, yo, ese ser que usted conoció en Retiro no por casualidad, quien le empujó al abismo, al asesinato, a la tragedia. Pero Esteban no me oía, se levantó poco a poco del suelo y empezó a andar, a andar lejos de la apartada calle, a moverse lejos de mí, de mis súplicas. Tal vez entendía mi maldad, su situación

desesperante,

comprendía

que

mis

actos

fueron

intencionados y no me quisiera perdonar. Pero no era eso lo que yo estaba buscando… Le seguí, con resignación y silencio, como años atrás siguiera a aquel otro ser a quien por desgracia amé sin tener que hacerlo… Quise saber si en verdad era real, a dónde podían

conducir

los

pasos

a

un

ser

ficticio,

inventado,

repentinamente real.

Podías conocerme y no saber nada de mi, podías verme y ni siquiera comprender mis intenciones, podías usarme y todo se iría al diablo y hasta perderías los cien euros que llevaras en el bolsillo dios sabe para qué. Es el precio, el precio del color rojo de tu jersey de Tommy Hillfiger comprado en Nueva York, la extraña

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colonia que llegó a gustarme pero enseguida rechacé al pensar que tal vez otra persona hubiera disfrutado de ella.

Ésa era otra forma de escribir una historia, de hacerla real. En un despacho feo y triste donde se posan pájaros de la mañana con el reloj dando las nueve o las diez y sigue y suma los pasos del mediodía que se revuelve y se corrompe poco a poco. Tuve que dejarle hacer su trabajo, tuve que inventar que no fue como fue y que Esteban era libre de cargos, que no cometió ningún plausible error ni estalló un tremendo asesinato de una mujer informática, dueña de una gata gordita. La mujer informática se mudó, hace ya un buen rato, a otra vivienda unifamiliar en Majadahonda. Allí probablemente

nacería

su

primer

hijo

o

hija

que

ella

pacientemente esperaría de su marido José… o tal vez no, tal vez no llegara a nacer, pues todos hemos sospechado siempre que la pobre Pilar padecía un mal, algo que… No pudo seguir pensando. No pudo porque alguien similar a su jefe entró allí y le revolteó todos

sus

pensamientos.

Le

hizo

añicos

al

pobre

alma

destartalada, le sumió en un pozo claro pero largo y frío. Esteban, necesito este informe para las dos, para las dos sin falta. Sí, dos, respondió el aludido mentalmente, sí ser grande sin escrúpulos y grasa en la barriga y euros no sólo en los bolsillos de tu traje caro pero que te sienta tan mal. Dos, se repitió tras la desaparición del jefe. Siempre habrá alguien llamando su atención. Siempre estará el largo proceso del divorcio que empieza con Laura y no le da pena, no. Nunca le dio pena su falta de amor, su falta en casa.

Al cabo de años, días y siglos, volví a renacer.

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Y tú dirás, detente! Intentarás gritar y tu voz caerá al inmenso ruido del día y se ahogará con risas ajenas y lágrimas pobres. Maldita sea, ¿no puedes echar a correr? Tus palabras pueblan un sinsentido real y tus viajes absorben tu ser. Tu cráneo se compone de partículas universales de la insensatez y tu vapor se carcome con los raíles de un abanico. Y giras y giras y vuelves a girar en ese apartado cosmos indefinido, abrupto, fláccido. Y caes. Caes finalmente cuando has agotado los números del uno al cien, y vuelves a darte con las narices sobre el áspero mármol de la memoria. Y la roca sigue golpeando las olas, las aniquila con cada sonrisa y cada amanecer. Y entonces dices: soy yo, soy yo y todo aquello que me persigue, aquello que se escapa, aquello que no es mío. Ríete pues. Ríe y lloverán miles de ríos vacíos de micrófonos, de huéspedes sin colores y películas en francés. Ahora puedes hablar, tu turno es ahora, mañana o no, pero no te detengas en ese mísero paso, pues puedes seguir y el olor a vino recubrirá tu andar feliz. Curioso, sí, no eres capaz de asumir la única y gran pesadilla del universo: eres mero reflejo de la copa de cognac en un amplio vaso dorado. Eres eso y más.

Oh sí, mi devenir zigzaguea balbuceando frivolidades. Me levanto y mi vista se dirige a la ventana por la que estoy dispuesto a saltar. Daré tan solo dos pasos, dos maniobras permitidas para que el universo aplauda mi sabiduría, pues hasta ahora que yo sepa nadie se atrevió.

Inmiscuirme en mis propios actos, adorar

aquello que poseo y en el fondo nada poseo, soy libre, entonces vacío. Me pierdo, me pierdo, doy vueltas y caigo, caigo lenta, lentísimamente, sin que ninguno se percate del placer, allí va mi cuerpo escabulléndose por la rendija del espacio frío, álgido, 49


muerto y no, no lo estoy, yo vivo, yo renazco entre los escombros, entre malezas podridas y vueltas de esquinas congruentes y miles de caracoles, árboles, hojas otoñales cual ojos de osos que se pierden y caen, caen impertinentes en la grisura del universo rojo, azul y violeta.

Telefoneé urgentemente a Ney: ¡lo ha hecho!, vociferé al auricular, ¡Esteban murió! Ney hizo una pausa: ¿cómo? Sí, sin mi consentimiento, así sin más, sin advertirme, decirme nada. Estaba destrozada, mi personaje querido, amigo de mis días tumultuosos y plácidos, murió, por fin se fue para siempre. Así es la vida, remarcó Ney. Pero yo no le oía, me parecía completamente injusto que aquella amistad tan nuestra fuera un final sin desgarro y un comienzo de telepatía lúdica de sobrenombre. Y entonces la gran frase sonó en mí: para acabar una historia, primero acaba con los personajes. ¿Con todos?; inquirí a Ney. Éste se rio como siempre: está claro que no, algunos sin embargo deben ultimar su existencia, sobran a veces y dejan poco espacio para la respiración.

Pasaron meses desde la muerte de Esteban. Ya a nadie le preocupó aquel hecho. Siempre hay alguien que muere, alguien al fin y al cabo debe morir. Yo volví a mis caminatas de tarde por calles barridas de lluvia, a los caracoles tristes y pájaros locos que vuelan y no se detienen y a veces mueren también. El otoño llegó de improviso y se desvanecieron las luces que fui agregando durante miles de años de mi imaginación. Había dos muertes en mi historial: una, la de Pilar, la informática con gata gordita; otra, la de Esteban, el presunto asesino de la anterior, muerto de suicidio 50


en el despacho de su lugar de trabajo. Eran dos personajes menos que dejaron de apropiarse de una parte de mí. Tan solo me quedaban Laura, su impersonal amante, César y Ney. César también estuvo a punto de ser eliminado. Me iba quedando vacía, las palabras fluían sin necesidad de partir. Podía volver, ésta era la clave, una maldita clave que componía mi existencia.

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PARTE 5 – EL PACTO DE NEY

Y por eso, perdóneme aquélla pobre mujer, tuve que apropiarme de su vida: Begoña Requenas, Bego para los amigos. El dvd drive de su portátil doesn't read any format. Se le había pasado un presupuesto de reparación que ella amablemente hubo de rechazar, seguramente por su precio excesivo. ¿Qué podía saber de ella? Realmente poco más (o más bien menos) que del mismísimo señor Esteban, al que ella debía suplantar. La veo en su piso de Madrid, le puedo echar aproximadamente unos treinta años y una vida similar a la mía, pero sólo en el plano psicológico. No tiene gatos, vive sola y está abocada a una muerte prematura, accidental y catastrófica. Begoña asiste a la exposición de Keith Harlings, el artista seguidor de Andy Warhol y su Pop-Art, verdadero creador del arte urbano, grafittis, y todo ese mundo raro de hoy, compuesto el suyo de signos de protesta social y argumentando temas como la muerte, el sida, las nuevas tecnologías, las nuevas idolatrías. Perros, hombres desnudos esquemáticos, platillos volantes, extrañas figuras representando escenas obscenas de violencia, el sexo, al felicidad y la vida. Al salir de la exposición, ubicada en Plaza de Castilla, Begoña se dirige a tomar un café con un antiguo amigo suyo, situado en la misma plaza. Entra algo apresurada en el lugar, su pelo deja traslucir restos de una ligera lluvia matutina. También se trata de una oportunidad para trabajar, ya que últimamente se encuentra en paro. El amigo la ve venir, resuelta como antaño, más delgada, 53


más inquieta que antes. La invita a un pequeño sillón junto a la mesa que ocupa, la saluda con dos besos frugales y le pregunta si quiere tomar un café con leche. Ella asiente. Sujeta un folleto recientemente recogido de la exposición y afuera ve acrecentar la fuerza de la lluvia, algo íntimo y tan perfecto en esa mañana de noviembre. Cuánto, tiempo, le dice por fin su amigo. Así es, Ney, replica Begoña con sonrisa armónica.

Y sí, los papeles cambiaron. Ahora ya no era yo la interlocutora eterna de mi consejero, ni eran las historias de Esteban las que ahogaran a mi amigo. Era un avión nuevo acercándose, uno que quebrantaría tal vez la supuesta realidad que he ido tramando hasta ahora. Elige, era su voz. Voz sinuosa, alargada, álgida. Voz que es el hilo de una historia compuesta probablemente en noviembre, pues hay una fecha para todo. Y como dijo alguien en la ventana hace ya bastantes años (no, no me refiero al debo partir), el espacio y el tiempo están en crisis. Una absurda idea surgida del montón de hojas muertas, inventadas y soporíferas. Avanzo con demasiada lentitud por ese pasadizo azul oscuro y las obligatorias pausas esgrimen fracturas en un tronco de árbol ya de por sí caduco. Se acentúan sus dibujos geométricos y la claridad del día se evapora con timidez. Soy yo, yo la que camina ese uno de noviembre no lejos del Manzanares. Y aquí es donde fue, donde sucedió y alguna vez incluso tuve aquel sueño. Ya no distingo entre recuerdos, sueños y fantasías y cuando hablo de sueños me refiero a esas ocurrencias totalmente desligadas de la verdad que nos acaecen mientras dormimos. Otro café (otro parque, otro banco y delgados árboles otoñales): aquí estamos las dos. Begoña ha llegado. 54


Me pregunta por Ney. Ney le comentó que estoy inmersa en un proyecto, ella querría participar en él. Debo ser buena y aceptar a mis enemigos, pues enseguida supe que suplantaría mi papel. Ney es capaz de hacerme esa jugada. Es capaz de desbaratar mi frágil mundo de seres abocados a la muerte, felices en los rellanos de la vida, heroicos personajes advenedizos al futuro, llenos de rústica vanidad, de deseos perecederos, de agónicas frases. Begoña no forma parte de esta verdad. ¿Podrá acaso? Ahora su expresión me recuerda a un conejo anaranjado, con tenues líneas de esplendor. Está asustada de conocerme. Me pregunto qué idioteces le contaría Ney de mí. Dice que pinta, que si el Art Decó, que si el Pop Art, dice que los colores, que las texturas, que Tapiès, que también están las formas, ella lo ve así, la pintura es un arte mayor, el más supremo, la expresión libre de su viudedad. Sí, también perdió al marido. Tal vez la solución sea prescindir del matrimonio… Empiezan a llegarme fragmentos lejanos en los que nada puedo decir. La verdad, estoy un poco cansada, asumo. Begoña, iré a ver tus cuadros sin la menor falta, pero no hoy, no ahora. Ahora… debo partir.

Llamé a Ney entrada la noche. El paseo de la tarde me había dejado exhausta. No entiendo que pretendes, le espeté. Ney admitió con su eterna amabilidad mi enfado: es una solución, dijo, ella es buena, podrá hacerlo. ¿A qué te refieres? La calle, querida mía, ella la pintará. ¿Por qué ella, qué tiene ella de especial? Ella, porque alguien tiene que ser, plasmó Ney impasible. Luego prosiguió: te lo estoy dando en bandeja, querida mía, era necesario que dejaras de volar y vieras que hay una vida, una vida 55


que no quieres ver, una vida… Dejé de escucharle, simplemente coloqué el auricular telefónico en la mesa y me fui a tomar el aire al balcón. Estaba otra vez en Mallorca, en aquel hotel en el que una vez compartí la habitación con aquel que llevaba su albornoz azul con flores violetas. Al fondo veía el mar, por esas fechas otoñales rugía impetuoso y terriblemente azul. El horizonte era granate, inmenso, a punto de caer el frágil sol plateado.

Podría decirse que todos éramos piezas de un juego medio roto en el cual cada uno iba cumpliendo su papel. Encontrar ese rompecabezas o descifrarlo no era mi tarea asignada. Y sin embargo trataba de hacerlo. Después de que Esteban nos abandonara, quedaron unas copiosas lluvias que suplantaran la sequía. El gris lo fue todo y hubo fragmentos dignos de olvidar. No era fácil, pues tampoco lo era empezar, y sin embargo más difícil aun dar término a algo esperanzador y agradable. ¿Sería siempre así? ¿Siempre buscando una salida para darse de narices contra una pared de lluvia líquida y oscura? La única solución podría ser ser uno mismo procurando que el exterior no rompiera las barreras de fría sonrisa en una cafetería mal alumbrada en una mañana de noviembre. Cuando te digo que el destino tiene otro papel, me refiero a ese espacio reducido entre el hoy y el mañana, tan frágil y lúcido, tan alejado y tan aquí. No volverías por supuesto a dar los pasos de antaño, hay solo un ser por el que serías capaz.

Podía ser que cometiese errores, unas pequeñas circunstancias en las que yo era una figura básica que hiciera en vano. La locura volvió. Volví a encontrarme en Lucero, desafiando el frío, el mal olor y unos pies cada vez más cansados. El camino, ya totalmente 56


metódico, lo hacía con prisa, esta vez sin Bach, pero si con cualquier música del momento. Las tiendas pobres, mercados y talleres baratos, el puente de Extremadura con aquel banco mágico de antaño, un cruce en la propia carretera con semáforo, las cocheras del Metro, al fondo: la Almudena, el Palacio Real, el Madrid entre la noche y el día.

Maldita sea, le dije a Ney, estoy metida de lleno en varios líos y no sé qué hacer ni cómo salir ni por qué estoy allí, pero es algo que me agrada, que de algún modo necesito sabes. ¿Qué buscas?, preguntó mi psicólogo. Ésta es la cuestión, repliqué, mi problema es no saber y no ver o no querer ver ni saber ni sé a qué atenerme. Tu vida está vacía seguramente… Sí, seguramente éste es el tema, la falta de vida en mi vida y en mis cosas que carecen de sentido, falta de dirección tal vez… Ney colocaba los dedos de forma que la taza de café se hacía con su completa imagen, se filtraba en su mirada y se deshacía en gotas finas de color beige. Ney, mi eterno amigo, el único capaz de comprender lo que yo misma era incapaz de asimilar, Ney quien… Escucha, me dijo entonces, sabes que siempre puedes volver y buscar eso que tanto anhelaste alguna vez hace mucho tiempo, ya sabes. Dilo, prosiguió, abre esas puertas del universo que sólo tú conoces, que vives sin creer que exista. ¿Serías capaz de perder las viejas hojas del montecillo del instituto? Aquello me hizo pensar. Pensar, pensar, soñar… Giré mi rostro y de nuevo allí, subiendo frente al aire frío de una tarde de noviembre, feliz, instantáneamente lejos de mi casa, de los problemas, de las cosas cotidianas. No, ya no, me dije, no sería capaz ahora de partir o cerrar de golpe ese libro. ¿Diversidad?,

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dime cómo le ves, pregunté a Ney de nuevo. Es posible, contestó, y añadió: ¿novedad? Y era cierto.

Trato de comprenderme día tras día, de encontrarme, de ser y saber. Recuerdo el dolor, ligero dolor en el teatro del pueblo lejano, teatro al que iré hoy, que irremediablemente ahora me recordará a él, pues persiste esa terrible necesidad o el simple hecho de unir la existencia de ciertas personas a ciertos lugares y dotar de ciertos espacios de ellos mismos, épocas y lugares, personas… ¡maldita obsesión! Algún día te darás cuenta, dijo alguien en la ventana, que tu vida no es una mera proyección de una historia contada por otra persona. Ahora sí, te sientes a gusto entre esas columnas antiguas medievales de un centro cultural que alguna vez fue fortaleza de un pueblo perdido en la sierra madrileña. Las tres famosas torres decoran su cúspide, es un sencillo lugarejo sin pretensiones, especialmente frío en estas fechas del año. Saber exactamente las pautas a seguir, actuar de forma consciente, acorde a tu conciencia, que tantas veces no te deja en paz. No es correcto, no así. ¿Qué es lo correcto, lo así? En fin, la memoria es esa pausa intangible entre dos nubes medio dormidas pero tan vivas que a veces dejan caer miles de gotas de verdad, viscosa y caliente, límpida y serena. Huyo, huyo tantas veces de su monstruosa sonrisa granate y reaparece a ratos, dejándome sin dormir, sin leer, sin estar en paz conmigo misma. Pero sé que no pueden detenerme, mi ansiada libertad que nunca quisiera perder me pertenece y por ende soy yo, siempre yo, siempre sola.

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El frió volvió, por fin podía desplegar su reino en el ambiente de embrujo prenavideño. César recogía impasible los cacharros en la cocina de Maruzella, los clientes se habían marchado a esas horas tardías de la noche. Había estado pensando en Pilar y por fin se decidió a llamarla. Tenía un pequeño plan, una pequeña pista que iba a utilizar en su contra: era ella, la insignificante mujer informática, dueña de una gata gordita. César me llamó bien entrada la noche: vamos a verla, me sugirió. Fuimos. Yo conducía por la silenciosa carretera de la madrugada hacia el lejano rincón en el que ahora se encontraba esa pobre mujer. No ha muerto, ¿verdad?, pronunció él con voz asustada. Tranquilo, amigo, todo está bien con ella, la tenemos en ese cuchitril. Lo notaba muy nervioso, demasiado preocupado para que lo iba a presenciar: una vida sin más, un dolor al descubierto, una herida nimia y gris. Aparcamos cerca del Ritz, de algún u otro modo aparcar cerca del Ritz siempre me trajo suerte. Será el ambiente, me dije y de nuevo me encontré muchos años atrás frente al Prado con la abuela, en su mes el octubre, yo, con aquellos doce míseros años. (Tan lejos, hace tanto…) Bien, dije a mi acompañante, pues vamos allá, sígueme. Las calles crujían con su habitual silencio nocturno y las frívolas hojas de un ya iniciado invierno prematuro hacían vibrar el aire con su presencia. César, cual lince audaz, perseguía mis pasos abruptos, éramos dos seres discriminados por la costumbre, ansiosos de momentos prosaicos y vagos entre los portales dormidos de un lunes. Al fin dimos con el nuestro: 33. Llamamos al telefonillo, nos abrieron sin preguntar. Subimos (no retrataré una vez más el chillido de las escaleras carcomidas) y ella nos introdujo en su nuevo hogar. Llevaba esa bata achinada y lisa, esa bata color granate de películas época de los cincuenta. 59


Nos hizo pasar a la sala y el hilo de humo de su cigarro recién empezado nos guió al lugar indicado. Nos propuso sentarnos, sin apenas echar la mirada en quien tanto la deseaba poseer. Yo tenía que comenzar el diálogo: Pilar, estamos aquí, puesto que sabemos que no fue verdad lo de su muerte. Ella sonrió un poco, seguía sin dirigirnos la mirada. Lo sé, pronunció, sé que fuiste tú quien tramó todo con Esteban. Pero él sí, repliqué, él sí murió definitivamente en su oficina, fue un suicidio de lo más común, se lo aseguro. Supongo que añadirás que no sufrió, interpuso ella irónica. Así es, Esteban lo significaba todo para mí, toda esa historia comenzó con su irracional locura, locura que me contagió, sufrí con él, su muerte había sido enmascarada por aquella estúpida infidelidad, la vida, Pilar, lo entiendo. Ella calló durante un rato, siguió fumando con ansiedad, seguía tal vez intentando descifrar por qué aquel minúsculo ser como Esteban había necesitado engañar a su amable mujer, acostarse con ella, su vecina, fingir su muerte y participar en una farsa sin fin, ser encarcelado, vivir como vagabundo en lugares podridos, perder del todo el juicio y suicidarse en su propia oficina nada más volver. En realidad ella sí sabía que amaba a otro, otro que esta vez estaba allí, que por fin reunió las últimas fuerzas para renunciar a lo auténtico y real: César en Roma.

Horas después bajaba esas mismas escaleras crujientes del voraz edificio, esta vez nadie me acompañaba, pues por un pequeño instante había cumplido mi pequeña misión.

¿Podemos por fin pasar página? Ney volvió a sonreír algo paternal, sabía que esas historias mías no eran más que elucubraciones de 60


una inflamada realidad. Te gusta, rio casi a gritos, te gusta demasiado ese juego, querida mía. Lo contemplé anonada: ¿por qué? Es imposible que cambies, vete a Roma, si quieres, si lo tuyo es ir, claro está, porque según parece sin los demás no eres nada y sin embargo huyes de los demás y te buscas a ti sola o a los demás sola y los encuentros, los pausados e intrínsecos agujeros, los episodios medios, las rupturas, los encuentros, al fin y al cabo, la decisión melódica y silenciosa, subida a lo alto del Castillo Sant Angelo… todo eso eres tú, lo ansías, sin eso no eres, no vives, no sabes. Tenía razón, era así y de ningún otro modo. Ahora, tras miles de pasos esquivos, veía con claridad mi razón de viaje a Roma: el subirme a lo alto de Sant Angelo en plena soledad mental, el ver y hacer mía en ese preciso instante toda una ciudad añorada desde siempre. Lo mismo que aquella ridícula calle mallorquina, que no sabía que fuera a encontrar y sin embargo amé y no olvidé, aun años después de haberla conocido. Cada lugar tiene un sitio, pronuncié en voz alta esta vez, Chipiona con su terraza de verano, Gijón con el malecón, Santander con el Palacio de Festivales. Un solo sitio, es verdad, un solo fragmento.

Hoy empezaré de nuevo, trataré de decirme que todas las cosas vividas fueron ciertas y que puedo seguir. Ahora que el día despunta en colores frívolos y puedo hablar. Nuevas vidas me esperan, palabras, gentes, Ninguna mujer que pueda apropiarse de mi propia vida, yo no la cedo ni la comparto. Solo soy yo. La magistral frase, una idea única que me hace entender el por qué y elegir las palabras más adecuadas para describir lo que es, lo que fue o lo que no será nunca.

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¿Actuaba correctamente en aquellas circunstancias? Era la propia vida quien trazó aquel inmundo plan. Un inicio del día que comenzara amenazante, con infinitas rayas de pastel oscuro y gris… pero la luz fue saliendo poco a poco. Dividirse entre dos mundos, o al menos dos ilusiones y de nuevo encontrar ese punto intermedio, el no estar en ninguna parte en concreto, esa parecía ser la solución. Begoña se miró al espejo, soñó con espejos, lo recordó. El espejo es el que tiene la respuesta. Y comprendió que la enorme emoción la movió durante el sueño, le susurró verdades insospechadas, le preparó un destino tal vez. Un viaje no demasiado largo la esperaba. No le apetecía mucho la verdad. Invierno en Palma tendía otros colores.

Y mientras, yo volví a encontrarme en Rodilla con Ney. Él no tenía interés en seguir con el tema. Le tuve que confesar mis miedos, pero esta vez no obtuve respuesta a mis plegarias. Puedes contemplar esas montañas en mi mente ahora, dijo. Parecía querer ser él el protagonista de aquella conversación. Y yo sin embargo no podía estar quieta. ¿Por qué ella?, proferí al fin, tratando de romper el absurdo juego del silencio.

Dime, dime, qué crees, qué sientes. El frío me acompañó aquel extraño día, el frío insensible que se caló en mi mente de forma terrible. Y entonces el tiempo habló, me recorrió un leve escalofrío por las rodillas y de nuevo mi amigo invisible, llamado Ney, resonó desde lejos. Esta vez no le dejé hablar, preferí que fuera el espacio mismo cronometrado por falsos impulsos de nieve los que me condujeran a la verdad. Abajo, un taxi me esperaba desafiante. Yo, como ella, cual ella y en parte completamente 62


ella, debía adelantarme a los acontecimientos. Y sin embargo, según noticias de mi compañero, ella tenía ya comprado su billete de avión.

Estaba volviendo, estaba volviendo

de

nuevo y el

ruido

ensordecedor del avión la traspasaba con fuego. El infinito espacio, casi inexistente, sucumbió a sus plegarias de abrirse y todo se esfumó, cual viento, cual navaja punzante en su etérea vida, su pánico de la noche y su búsqueda imposible. Nada tan brillante, tan cierto como volar, la longitud, la anchura de pasos acomodados se divertían en bucles de humo blanco, mezclándose con purpúreas nubes, ora transparentes, ora oscuras y llenas de odio. Volaba de nuevo y ésa era la clave. ¡Maldita sea, lo había vuelto a hacer! Cometía le mismo error una vez y otra, pero entendía que no le quedaba otra salida, ésa sería su vida, su única verdad. La cuestión era: ¿llegaría a tiempo?

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PARTE 6 – LA FOTOGRAFÍA PERDIDA

Increíble que sueñe contigo siempre. A veces creo que hay una verdad en mí, como en todos nosotros. La llevamos en el alma tan dentro y sólo en sueños se nos aparece. La vamos descubriendo a lo largo de la vida misma, la vamos olvidando a ratos, en ocasiones tan largos que sólo el último día lo recordamos de pronto y lamentamos no haber sido acordes a esa verdad.

¿Quieres, quieres forma parte del mundo que yo creé? ¿Quieres creerme y creer en la única voz que crea mi destino? Date la vuelta, gira el torso, mira al infinito horizonte que siempre existe y verás lo que soy yo, la que soy y la que tú mismo creaste. El cambio, tan presente en todos los aspectos del universo, es mera transformación de estados, decisiones, vidas, unos cambian a otros,

la

metamorfosis,

nada

desaparece,

las

cosas

se

transforman. La idea de un reloj, la propia idea de la muerte. Caí lentamente sobre el suelo de la capital mallorquina, allí en invierno, frente al mar.

Si me preguntaran por qué, seguramente no tendría la respuesta. Ahora la tenue luz de una lámpara de pie en la esquina del cuarto alumbró aquellas existencias. César dormitaba sobre la alfombra magrebí de aquel minúsculo cuarto de estar a medio recoger. La gran botella de hojas muertas de mamajuana había surtido efecto en él. Tan sólo ella, la infalible mujer, aquella que años atrás 65


fuera la amante de un ser sin nombre ni apellidos, dueña de gata gordita, informática en Microsoft…, ella sola era consciente del espacio y del tiempo. Ella fue reina por aquellos míseros instantes mientras él la amó a su manera, y no, ella no contó los segundos ni minutos que duró todo aquello. Se desperezó en la almohada tendida a manera de colchón sobre la manta en la que ambos yacían. Se preguntó: ¿por qué? Pero tampoco obtuvo la respuesta. ¿Cuántos fueron? Y empezó a contar pero su mente fallaba y sólo consiguió apuntar unos doce amantes, los demás quedaron probablemente en aquel apartamento adquirido con ese fin. Esteban, ahora lo recordó de pronto, ese fue aquel pobre diablo que finalmente murió, cuando debería haber sido de otra manera.

Una llamada urgente me despistó. Antes de que descolgara el teléfono, noté que sería algo urgente. Dime tu nombre, dijo la voz. Era yo, yo no podía delatarme en aquellos momentos. Era yo, debía decir la verdad. Tampoco podía hacerlo. Me quedé callada un buen rato esperando a que la voz volviera. La voz no volvió. ¿Podía ser Ney? ¿Esteban del más allá? Curiosamente ninguno de esos dos sabía mi nombre. Puede ser que la clave consistiera no en volver sino en encontrarse. El auricular me devolvió un frío inapelable, como si una bocanada de aire siberiano

me

sobrecogiera de lleno. ¡Maldita sea!, no quiero estar nerviosa cada vez que hablo con él.

Para no despertarlo, Pilar se levantó sigilosamente del suelo moviendo hacia la lámpara de pie la almohada que le servía de colchón. Tenía sed. No sabía cuando su amigo fuera a despertarse pero ahora tampoco ésa era la cuestión. La casa era del hermano. 66


Estaban en Villaverde bajo, un pueblo de poco ver, Ella no debía estar allí en esos momentos: una conferencia en Londres la estaba esperando, pero aun tenía tiempo antes de partir. Imaginó su cara de susto al despertarse ya sin ella, sin saber siquiera dónde está, sin

la

mínima

posibilidad

de

contactar

con

ella.

Sonrió

maliciosamente.

Vagué por la ciudad hasta muy entrada la noche. Varias veces pasé por la calle de mal agüero, pero siempre la encontré desierta y menos aun retratada por nadie en ningún momento. Begoña, me dije, Begoña, Begoña, Be, go, ña, No era nada. Y entonces pareció serlo de algún modo. Ella sabe, ella busca, ella también… Ya estaba en un bar cualquiera, muy cerca del lugar aquel, ya pedía un ron solo, (¿sólo?, se escandalizaría Ney). Solo, por favor, volví a recalcar la petición. El barman es siempre el ser minúsculo de una historia que indaga vidas privadas: ¿de vacaciones en febrero? Sí, hoy cumplo años, sabe. El barman sonríe: ¿cuántos? Pocos todavía, contesto. El barman sonríe y pregunta de nuevo. Otro ron solo. EL barman vuelve a sonreír y ahora es mi turno y ahora le digo: la calle, he vuelto. Supongo que el barman tendrá también su historia que nada tendrá que ver con el piso mal iluminado del hermano de César que se fue a Colombia con su mujer por quince días y dejó a sus hijos con algún familiar desperdigado que tendría en Madrid. Le hablo de Begoña: ¡ella me quiere robar mi calle, sólo mía entiende? El barman entiende, pero en el fondo creo que no, que solo el malvado Ney podrá comprenderme. ¿Cómo se llama?, inquiere tras un tiempo vacío el amigo. Eso no, ni usted ni nadie puede saberlo. Le pago y me dirijo al mar. Puedo dar un

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pequeño rodeo y ver su rostro sin cara con esa cámara, pero intuyo que no hay luz y sería estúpido fotografiar la calle ahora.

Sí, iba a escribir sobre la eternidad, imitando a Borges, pero esas palabras exactas surgidas en un sueño a punto de comenzar, se divagaron y me queda tan solo el recuerdo de ese lugar en Lucero con casas de gitanos rotas, pequeños cúmulos de universo imperecedero. Aquella imagen del escritor la asocié a esa, sin que esos pobres diablos supieran del gran papel que jugaban para mi pobre vida. Tal vez fuera yo el personaje inventado por ellos, pero por desgracia estaba demasiado segura de su ignorancia acerca de mi pequeña existencia entre sus púdicos arrabales. Les volví a visitar, cual vieja inmune al frío, regocijando a los cachorros recién nacidos de unos antiguos gatos, reyes de basurero en las afueras de la ciudad. Volví a pararme frente a…

Le dejaría vencer, sí, pero no en estos momentos, no cuando ya tenía premeditado su plan. No me pareció demasiado justo que aquello sucediera. La vida fue un hilo intangible que uniera nuestras almas dispares a través del espacio, tan infinito y corto en tantas ocasiones. Nos perdimos, desvanecidas en el ambiente cruel de murciélagos en aquel frío lugar. Yo como siempre volví, aun sabiendo que la dejaba actuar a sus anchas, la abocaba al éxito absoluto de su propósito hambriento y fiel a las instrucciones de mi antiguo amigo caballeresco. ¿Pensaba él acaso en que ésta sería mi curación? Me dolió el aparente engaño pero resolví aceptarlo, tal como siempre he hecho hasta ahora.

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Quién querría pararme ahora, me dije. Sí, falta de ideas, de razones, ideas sofísticas… Es absurdo, cada uno posee las suyas, cada uno enloquece por su cuenta, pero hay locuras que ayudan a vivir, a enfrentarse a la realidad cotidiana. El último viaje dejó esa sensación de ajeno y largo lugar no mío, nunca mío que por fuerza debí querer y no quise y, al irme, en el avión, le pedí perdón a sus praderas nevadas, sus miles de luces de ciudad gigante que no me acogió, que no me quiso aceptar entre los suyos pues no era mía. Desde el tren los blancos campos con abedules me llamaban con su frío amor y yo quería ir, pero me frenaba la gente, me daba miedo, quería volver. Como aquella absurda idea de que lo importante no es partir, sino volver, aunque partí así hace muchos años, inconsciente del cambio, de que tan sólo quince años después volvería a aquel no mío lugar y sin embargo donde están mis raíces. Moscú, esa mínima parte que nunca visité antes y ahora se abría ante mí en su esplendor nevado y sucio, fue quizás el momento clave del viaje, tal vez no tuviera tiempo yo de disfrutar

de

su

grandeza

y

sólo

conseguí

ver

las

caras

malhumoradas de sus transeúntes, los vendedores empobrecidos de las estaciones de metro, la aglomeración de gentío en la hora punta atravesando a velocidad vertiginosa la megalópolis.

Le pedí que no me olvidara, le dije que siempre volvería a él y que algún día nos encontraríamos en aquel lugar nocturno donde la fiesta tendría lugar de ser. Pude pedir perdón por los intentos fallidos pero el tiempo avanzaba en vano, me sentí débil y ni siquiera el comienzo de primavera pudo hacer suya mi emoción. ¿Qué quieres?, dijo Ney, no supiste aprovechar el instante. ¿Encontraste la respuesta al irte? Dije que no, pero que tal vez un 69


día se me desvelara el gran secreto. De todas formas, siguió él, Begoña ya ha hecho su trabajo. Muéstramela, pedí. Ney alargó su mano bien formada, nudosa, buena mano, pensé… Y entonces di un grito: ¡no es la calle! ¿No es? Ney, tu amiga se equivocó

Ahora volvía con Ney, trazándole mi historia de nuevo. En todos estos días he ido perdiéndome poco a poco. Fui otra, le dije. Te dije que no era fácil, ésa fue su sorpresa. No entendía por qué me había vuelto a engañar, dónde quedó la respuesta que anhelaba. La pérdida quedó configurada en el horizonte. Yo volví a caer. Y aquello le reconfortó sin duda. Tal vez su plan fuera mucho más sencillo, aquél que me hiciera volver a sí siempre, a rogarle perdón, a suplicarle respuestas. Desde luego no era plenamente consciente de los pasos correctos a seguir y de instantes que sentir, pero… allí estaba él dispuesto a burlarse de mi incertidumbre o locura o simplemente mi absurda existencia que en el fondo no tenía ser ni objetivo.

Por eso acudí a ella. Por eso le llamé. Como si fuera la mujer de otro, tuve que contarle las cosas como eran, aun estando segura de que sería inútil. Harta de dar rodeos, comencé el ataque directo. Escogí las palabras más simples. Le dije: tú no estuviste allí. Era Begoña, la mujer inventada por Ney para descubrir de una vez dónde estaba el fallo. La historia que trazamos estaba plegada de esas antagonistas lánguidas, solas, pura antítesis de la emoción, resueltas y calladas, seguras y pálidas, muertas y vivas. Ella quiso reír, sabía que nada de lo que yo dijese podría salvarnos. Que todos nuestros esfuerzos estaban abocados al fracaso y a las horas perdidas de luz, bajo el puente, sentadas en 70


el Paseo de Extremadura. Absurdo, lo sé. Pero no eran sofismos, sino meras ideas sin sentido que poblaban mi mente entonces. Vuélvete y prepara tu camino, hazlo tal como lo hicieras años atrás. Tal vez todo estaba ya dicho, pero igual que nuestra vida, había que seguir, había que hallar por fin una respuesta.

Después o por fin, llegó la tan esperada primavera. Y todo pudo ser. Me preparé para otro viaje. Sería mayo. ¿Qué podría decir después? Me quedé con otras fotografías, nuevas imágenes, todas mías en aquellas instantáneas mal reproducidas, empedradas, caóticas. Hay cosas que me pertenecen, le dije a Ney, mientras contemplábamos desde lo alto del castillo San Jorge (previo pago de 3 euros) una añeja ciudad. ¿Vas a seguir fotografiando estos rincones?, inquirió él sin interés aparente. Estoy buscando ese lugar y tú lo sabes, le dije. Pero no es lo que te esperabas, verdad. No, pero me gusta. Le hablaba sin mirar, únicamente miraba al objetivo, moviendo y alejando el zoom de la cámara Kodak que mi amigo me regaló. No era digital, como se lo pedí. Y por tanto no lograba hacerme con el enfoque. Abajo quedaba el mar o el río con su enorme puente rompiendo la ciudad en dos. Pero como siempre no era esa vista la que enloquecía, sino la parte urbana, los techos naranjas y marrones, las fachadas intactas con azulejos azules o blancos, iglesias y catedrales blanquísimas cantoneando sus cruces al viento marino, callejuelas mínimas, estrechas, ascendentes, descendentes, miradores y vistas… las calles al fin y al cabo. El mar tiene que estar siempre detrás, siempre cerca, pronuncié en voz alta el pensamiento vedado. Imaginé la sonrisa melancólica e irónica a la vez de mi acompañante, por eso no le miré, me quedé en el punto de un 71


balcón moribundo con flores amarillas y jarrón lapislázuli. Una ventana, dije.

Al bajar volvimos a pararnos. Hacía calor. Volví a sacar la cámara del bolso negro que llevaba. Fíjate, le dije a Ney. En una cabina telefónica, una angoleña mujer descolgaba el auricular del aparato para iniciar una larga conversación con el marido que la abandonó hace años, dejándole una pequeña en brazos. Ney se rió: tú no sabes de qué está hablando en este momento. Lo sabía, aunque no se lo quise discutir. Sabía de vidas e instantes efímeros de la misma. E incluso podía sentir miedo. Miedo y angustia por la desdichada mujer abandonada por su marido en un lugar tan lejano como es Angola. Era ella y su olor específico angoleño, sus rasgos alargados, de un oscuro carbón, sus grandes caderas y fuertes brazos, sus años pesados detrás.

Quieres tú que se descomponga tu mundo? Podrás dar marcha atrás cuando ya sea demasiado tarde? La vida le sonreía incólume y fría y se acordó de Esteban y tantos instantes perdidos con él. No tenía rumbo ni descendencia, era un mero ser inexistente, increíble, impoluto. Se arrodilló frente al altar. Era la mujer abandonada en aquella ciudad que tan poco conocía, que sin embargo podía recurrir a pie, a pesar de sus cuestas. Allí la dejó Ney y le dijo: reza si quieres seguir recordando. Begoña recordó. Recordó un extraño sueño de aquel Alejandro del que ni siquiera se despidió el día que se fuera, a pesar de que tuvo la ocasión de hacerlo. Aquel pobre muchacho opositando para juez, con cara carcomida por el acné ya en edad adulta. Aquel silencioso ser que le vino en sueños, que le contó que se iría a trabajar a una 72


empresa farmacéutica a Francia y elle se preguntó si el chico hablaría francés. Después cayó la noche y Begoña se reunió con los acompañantes en el hotel a las afueras de Lisboa, y se sentaron los tres a cenar contemplando el gran puente que los separaba de la ciudad, con las luces balanceándose ebrias, los vehículos vertiginosos huyendo por su ancha superficie, las hormigueantes farolas de la urbe encorvada, alimentada por el ingenuo mar, por mil vidas esparcidas, calladas, sombrías…Callaban, Los esfuerzos del día los habían vuelto tranquilos, prosódicos. Al día siguiente partían de allí.

Era terrible pero cierto, tenía la oportunidad real de volver. Pero la calle me desmoronaba y veía un crepúsculo blanco de horas partidas de luz y espectáculos sin lunas. YA no sabía si realmente necesitaba partir, como alguna vez dijera alguien en la ventana (me asustó recordar dicha frase, quién sabe si al oírla la tortuga volverá a sonreír sarcásticamente y de nuevo todos los caracoles recobrarán su líquido humor y volverán a su insípida vida). Estaba finalizando el viaje y sin embargo algo me decía que debía parar aquí. Ya era hora (sentía la soledad del soliloquio, de palabras estrujadas y de remedios infinitos que nada van a solventar). Algo me dijo que han pasado dos años desde que comenzara el viaje y que ni aún así logré acercarme lo más mínimo a la verdad que con tanta

ansiedad

he

buscado.

Mis

personajes,

pequeños

y

destronados de su pedestal de seres humanos que ocupaban, perdieron el rumbo, al igual que yo pero se quedaron atrás, mientras yo me obsesionaba con salir adelante. Algo me retenía allí, en ese punto inconcreto del pasado reciente pero de fuerza cilíndrica que absorbía mis días de hoy, que se llevaba consigo mis 73


ideas, pasos y sentidos. Ya no tenía que buscar a Ney, sino repetirme la lujuriosa parte final de la Sonata de Prokofiev para violín y piano.

Cuando me llamó y dijo que estaba en hospital, imaginé el de Puerta de Hierro, imaginé el lejano día en que mi padre estuvo allí hacia agosto de hace esos dichosos dos últimos años. Pero esta vez no sentí compasión ni pena, tan sólo rabia de que esa persona se pusiera mala de repente y acaparrara de repente su atención, convirtiéndose en ser digno de lástima, cariño e incluso amor. Con la mente fría y el corazón tembloroso escuché sus frases tristes, porque así sonaron, traté de enmascarar ese maldito temblor y hasta conseguí parar unos nimios indicios lagrimales en mi cara. Es ahora, decía mi subconsciente aun antes de colgarle en esa corta conversación. Tal vez el momento esperado hubiera llegado sin advertir, debía ser alguna vez al fin y al cabo. Es mejor no pensar y desterrar el pensamiento de imágenes fortuitas, borrar hechos dolorosos e imaginarlo en hospital, siempre, siempre, siempre. Que éste sea su reino, el pantano en el que está ahora sumido y yo lejos, yo ausente, igual que él.

Terrible pensar que pese a todo, todo sigue igual… y maravilloso pese a todo. Extrañamente siguen las cosas su curso y salvo un mal mayor, dudo que cambiara. Volví a cometer el mismo error, a creer que el cambio estaba en mis manos y eso me dolió. Eso sí, aprendí algunas palabras nuevas, como piano piano por ejemplo. Ahora desconfiaba de nuevo, harta de que siempre las cosas tomaran su pueril rumbo dejando que me abocara a un único fin, el de siempre, el que me martirizaba y me empujaba en lo más 74


hondo del agujero. ¿O tal vez era yo? Yo, incapaz de aceptar otras cosas, otras manos, otros besos. Yo, guardando distancias, sonriendo con ironía. Non mi guardi, me dijo. No, yo no miraba, è vero, sólo pensaba en que no confiaba, en que no era yo misma, en prácticamente nada de lo que podía ser. Tenía miedo, eso era. Era lo malo, que la dichosa trampa me hiciera tan vulnerable, tan huidiza. Piano piano.

Bach me acompañó en esos momentos. Siempre recurría a lo mismo. No diré que todo sea maldito, pero el día se tornó gris y me encontré sola de nuevo. ¿Dónde estaba Ney, mi viejo compañero de cuentos, mi eterno y sabio interlocutor que entendía casi todo lo que pudiera expresarle? Ya no está, dijo alguna voz y el gato desapareció tras la ventana. En silencio le seguí, seguí subiendo por las escaleras desvencijadas de algún portal húmedo del barrio abandonado y vi caracoles y murciélagos, como alguna vez los viera con el señor Esteban, pues él también me acompañó aunque su muerte fuera certera. Me sentí en cierto sentido abandonada, y el soliloquio me reanimó, pues el gato se dejó ver de nuevo, sonrió como nunca lo hacen ellos y me acerqué para acariciarlo. Cuánto amor desprendía su piel calurosa y árida, estaba delgado, desnutrido… decidí alimentarlo con restos de pan que él no quiso tocar. Era un gato sin nombre, al igual que lo era yo, una mujer sin sentido, lo mismo que la calle perdida en una lejana ciudad a la que no tenía oportunidad de viajar ahora. Nuevos viajes te esperan, sonó la voz, volverás a ser tú, volverás a sentirte tú misma, es sólo la posibilidad de realizar el trayecto tú sola, ni se te ocurra pedir que alguien te acompañe. Sólo eres tú.

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Las Rozas, septiembre de 2006.

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Autor:

MariaMikhailova

Pรกgina personal: http://Constanza.bubok.com Pรกgina del libro: http://www.bubok.com/libros/2337/CALLE-SIN-NOMBRE



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