Distribuci贸n
Gratuita
A帽o 0 | No. 2 enero de 2012
~ de fiestas, carnavales y Resacas ~
路 Santiago de Cali ~ Valle del Cauca ~ Colombia 路
·Rizoma· PROYECTO(SIC) PRESENTA: RIZOMA | Cali Enero de 2012
Editorial Por Jaime Sanclemente
No sé a quién se le ocurrió ponerle “Rizoma” a este Hindenburg tropical; malhaya el día que decidí dormir1 toda mi fe, dejando en las pezuñas del comité editorial los planes venideros. “Hombre, buscamos” – se me dijo después–, “…dilatar el espacio de recepción ideológica a la vez que dotar al diseño gráfico de la publicación de un marco antifundacionalista”. Ni Deleuze hubiese podido decir tanta basura junta. Demasiado tarde; el primer número de Rizoma golpeaba las calles con la violencia de un sol de medio día. Así que he pasado todo este tiempo tratando de hacer las paces con un título y con un hecho que agrede mi buena fe: paso los mejores años de mi juventud con gente que gusta de palabras como “rizoma”, “posmoderno”, “deconstrucción”, etc, y que además no puede sentarse a “escribir” tanto como a “articular un discurso”. Este sarpullido conceptual, como bien puedo comprobar a medida que tecleo, es altamente contagioso. Supongo que peores cosas pudieron pasar. Tal vez sea la impostura inicial que todos necesitamos cuando hemos decidido confesar nuestros dramas. Entramos a la antecámara destinada al recital de las pocas líneas del libreto que resume nuestra vida, usando las más grotescas máscaras, deleitados en la anonimidad que brindan. Las jergas deben ser entonces el disfraz que el alma usa cuando se va de carnaval2 ; en medio de la orgía, no dejamos registros de rostros ni de nombres. Y sin embargo ¿para qué escribir así? ¿La deshonestidad es un valor, además de un arte? “una máscara dice más que una cara” escribió Oscar Wilde, con la habitual economía de su sabiduría. Aun así, el diagnóstico wildeano me hace temer aun más por nuestro futuro. El proyecto ha cobrado una fuerza propia, irrefrenable; yo mismo me sorprendo escribiendo con una copa de vino al lado, dando forma a los más ridículos inventos literarios, cagando palabras vacías; neologismos ociosos, falsos conceptos: Rizoma es un epifenómeno del transcurrir cotidiano del solipsismo industrial. Que así sea: una revista literaria, cualquiera, debe tener espíritu propio. Debe enojar e incomodar a mucha gente, incluso a quienes la escriben. Debe morir en sus mejores días, entre falsos aplausos y saldos bancarios en rojo. Las mejores revistas son las que duran dos o tres números, migajas para la historia de muy pocos, en medio de una tradición oral olvidada.
1
Permítaseme confesar el efecto sedante que tiene en mí la abstracción formalista, artificial y postiza, de las pretensiones literarias que persiguen la aceptación sentimental; actos melodramáticos de fama, vanidad y neurosis, frente a puntos claramente políticos, cosidos al cuero de lo real.
2
Y claro: el trago hace lo suyo. Un análisis metafísico del vómito de los asistentes a la feria da cuenta de trazas parduscas y texturas gelatinosas que al cabo de unas horas terminan doradas por el sol. Los vapores que uno respira cuando va a comprar el pan al otro día, eso es el retorno del alma a un origen eterno.
Hay parqueadero para
minusválidos Por Pablo Andrés Jiménez
“La raza, eso que tú llamas así, es solamente esa gran pandilla de gente mísera como yo, legañosos, pulgosos, ateridos, que han acabado aquí perseguidos por el hambre, la peste, los tumores y el frío... Pues eso es nuestra nación y esos son nuestros compatriotas.” (L.F Céline. Viaje al fin de la noche)
En esa pocilga hacia donde apunta el dedo de la estatua hecha en honor a ese déspota, solo sabrás de suicidas, de madres dolientes y de niños muertos hambrientos. Todas las noticias saldrán en periódicos chambones. Un salto de la indignación a la cobardía está incrustado y ha hecho metástasis en los sentimientos y razonamientos de quienes engullen esta pacotilla informativa. La mayoría de los habitantes se amontonan en buses como vacas mustias hacia los mataderos de voluntades, tanto las sabandijas radioactivas que van a conectarse a ordenadores, absorbiendo la luz blanca de las oficinas de bancos mientras en sus ratos libres llenan una lóbrega vanidad en las redes sociales, como los obreros de manos callosas e hinchadas que pegan los ladrillos de estos recintos. En esa tierra desconsiderada se escuchan aullidos, cacareos, música hueca y melancólica que te hace sudar los pezones. Pero lo que enfurece el páncreas es que en ese lugar hace un sol el hijueputa casi todo el año, y por ninguna parte se ve una playa. Por otro lado, para esta época de fiestas las balas llueven del cielo, y la lluvia llena de mierda los ranchos. A pesar de todo, los mamíferos que hablan y pueblan alegre y miserablemente esa porqueriza se agolpan en estadios, estancos y cantinas improvisadas; la caterva hace filas kilométricas por un vaso de cerveza aguada, y se confina a un espacio donde se acarician los sueños, entre el olor de su propia orina, con fritanga y cocaína barata para bajar la borrachera, para superar la absurda longitud de la noche. Se percibe en el ambiente la peste a carne humana asada con pólvora y adobada con aguardiente. Esta verdad me llena de alegría, sobre todo en esta época donde el jolgorio pueblerino de las ferias orienta la energía y la rabia de esta horda de animales de granja hacia donde no debería ser. Frecuentar este chiquero es ponerle un tapete de bienvenida a un proto nazismo consecuente. La única raza que terminarías odiando es la humana.
路Rizoma路
·Rizoma·
Un laberinto
de helechos Por María Juliana Soto
Si el Príncipe no hubiera llegado siempre a su casa preguntando vainas como “¿qué hace ese tetero en la sala?” sin siquiera saludar a su mujer, tal vez las cosas serían diferentes hoy. Pero la historia fue así: la Doña se fue perdiendo entre las enredaderas de la casa hasta que desapareció en medio de un laberinto vegetal. Se salvó. Hoy, pasados más de 20 años, el último recuerdo que se mantiene en la memoria del anciano Príncipe tiene que ver con la fiesta de pascua que celebraban el día después de la navidad en la casa de sus cuñados, con sopa de maíz y pollo al horno. Un banquete del que siempre desconfió, porque lo sumía, sin objeciones, en una siesta profunda que nunca fue de su agrado. Ese día, mientras la Doña repartía aguardientes a sus cuñados y sobrinas, el Príncipe tuvo un sueño: su mujer bailaba sola la famosa Fiesta del Quinteto Melódico, en uno de los solares de la casa. Sola, regocijada en una felicidad que jamás compartió con él. Celoso, encontró ofensivos los 4/4 del fox. Su mujer bailaba cuando una lluvia de cenizas le cubrió el pelo y el vestido. El árbol brasilero que se levantaba en el lugar ardía en incontrolables llamas plateadas. La Doña notó su presencia y sin pronunciar palabra se mordió el interior de la mejilla izquierda durante varios minutos, haciendo una mueca de infelicidad bastante original. Así inmortalizó el gesto más amargo que el Príncipe recordaría al final de su vida.
La siesta duró hasta que escuchó los ruidos de un caballo que pasaba cerca de la ventana. El olor a mierda equina se fue colando, perezosamente. La cabalgata debía estar terminando a unas cuantas cuadras, pero ese día los antejardines del barrio se convertían en caballerizas y cantinas ambulantes, así que el caballo merodeando no era nada del otro mundo. El Príncipe salió con la cabeza aplastada por la almohada, buscando a su mujer. La gente se había ido y los desagradables pincher miniatura que vivían en la casa se peleaban las sobras de comida. Una niña atravesó el pasillo principal patinando, y no hubo tiempo de ver quién era. No la llamó, y la olvidó en el acto. Ya era de noche, tenía la saliva espesa, como la de los caballos; sintió sed, sintió ganas de orinar, pero se sentó en el comedor a tratar de organizar sus ideas. Un estruendo hizo retumbar las paredes y la cristalería, pero no logró identificar si se trataba de algunos disparos o de cohetes decembrinos. Vio el saco de su vestido colgado en una de las sillas de la sala, se levantó a recogerlo y tomó un cigarrillo del bolsillo interior. Miró cómo se quemaba y recordó el sueño. Agarró uno de los portarretratos del bifé y no reconoció a nadie en la fotografía, al fin y al cabo esa no era su familia, pensó. La Doña entró a la sala. Tenía el pelo esponjado pero escaso. Se paró junto a él y le organizó el saco, la corbata y lo peinó con los dedos. Salieron caminando con algunas bolsas en la mano. -¿Por qué no me despertó? preguntó el Príncipe. -No lo sé, estaba profundo–respondió ella, haciendo ruido con las bolsas.
~
Ilustraciones: Juan Sebastian Martinez. Http://www.flickr.com/photos/graficore/
Crisis del
l Spleen
·Rizoma·
~ pequeñoburgués ~ Por: Miguel Tejada
¿A quién quieres más, hombre enigmático, dime, a tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano? Ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano tengo. ¿A tus amigos? Empleáis una palabra cuyo sentido, hasta hoy, no he llegado a conocer. ¿A tu patria? Ignoro en qué latitud está situada. ¿A la belleza? Bien la querría, ya que es diosa e inmortal. ¿Al oro? Lo aborrezco lo mismo que aborrecéis vosotros a Dios. Pues ¿a quién quieres, extraordinario extranjero? Quiero a las nubes..., a las nubes que pasan... por allá.... ¡a las nubes maravillosas! Charles Baudelaire
Los restos de aquella lucha insensata por un nuevo sentido de lo cultural flotan en el agua turbia de nuestro inodoro. Burbujean, aún, obstinados y reflexivos en su natural ocaso. Sentado (con los pantalones abajo) sobre su destino, soy, en el silencio de esta recámara, portador de un spleen inoperante, tan falso y vanidoso como él mismo. Para no aburrir al lector con confesiones de esta laya, voy a remitirme a una serie de situaciones que pueden dar cuenta (por lo menos acercarse a una lectura medianamente sensata) del estatus real de esto que celebramos los caleños cada vez que finaliza un año. Crisis de la intimidad, hongo malvado que crece en los ventrículos y avanza cual imperio voraz sobre nuestras empresas emocionales. Andreina, futura esposa, madre virtual de todos mis hijos legítimos y revisora fiscal de mis pantaloncillos, vomita sobre un costoso edredón francés toda la salvaje aventura gastronómica que se aplicó al salir de la Plaza de Toros. Es 25 de diciembre de un año sin importancia, de la misma mierda me da que sea número par o impar. Aquí una de las más graves consecuencias del fascismo cultural, me digo, sin entender la inutilidad de este academicismo trasnochado, llevando en mis brazos a esta buena mujer, hecha una piltrafa de la que escurren babas verdosas. Aquella gente, le digo a su rostro enajenado, su gente, jamás le daría el sí a un chunchullo. No en su dimensión más privada, donde la atroz honestidad de su historia podía hasta hace unas décadas respirar tranquila. Andreina se dejó abrazar por la sensualidad de un mamarracho propagandístico incluyente. El discurso ferial. Claro, y yo, atorado con mi vanidad veinteañera, no advertí a tiempo las consecuencias. Nuestro encuentro amoroso se ve frustrado por una negación histórica, por la ignorancia que resulta del masticar inconsciente, de la voracidad, del desespero.
Crisis del spleen pequeñoburgués
Es lo que hacen los huérfanos de una ciudad sin planes estratégicos. Por eso cualquier intento por dotar de sentido al carnaval fracasa tan pronto hay un corte a comerciales. Ahí tienen al payaso de Martín de Francisco vendiendo fajas en un show de televentas, y a Santiago Moure interpretando papeles secundarios en pálidos novelones vespertinos. Ellos, analistas mediáticos castrados, incitaron a toda una generación de púberes mediocres a renunciar a las explicaciones históricas, adoptando la burla fácil, enfocando de la peor manera una discusión de clases que, en manos de alguien con mejor noción del sentido común, pudo gozar de un porvenir más provechoso. Esto debe quedar claro: primero y antes que nada fue la feria taurina; la única celebración que tenían aquellos que podían celebrar. Lo que ocurre en los años venideros está en los libros, mal escrito, con seguridad, pero ahí está: los ricos de la ciudad y sus lacayos, políticos analfabetos bien entrenados, tuvieron que reaccionar ante el crecimiento de una masa desposeída que amenazaba con tornarse inconforme y salvaje. La idea del siglo fue cambiar el tono de las festividades, incluir a la chusma, abrir las fronteras invisibles que los mantenían aislados. Por supuesto, el padre de Andreina, ganadero impotente, estropajo flácido que acude religiosamente a todas las citas con la democracia, me señala como el único responsable de los hechos. Y tiene razón. La mezquindad del viejo, por más que lastime mi dignidad –cada vez más marginal–, señala un punto objetivo. El amor que su hija y yo plantamos sobre un antejardín florido, con la venia de un par de zurullos de origen canino bien puestos entre la hierba, es uno de los puntos cruciales en el documento donde se consignan las falacias que, más tarde que temprano, nos llevarán de rodillas al patíbulo. A bailar con las manitos torcidas y los pantalones cagados. No me queda otra que salir por la puerta del servicio, con las nalgas entumidas, y los ojos sangrando de la rabia. Ya en la calle quinta, trocha por donde se arrastran leyendas vergonzantes, me veo desorientado y sin encanto, en medio de un flujo de aspiraciones marchitas, de gente padeciendo la poco envidiable resaca que sucede a cualquier atrocidad. Camino pateando los escombros humeantes del falso pluralismo cultural. Tengo que esquivar las narco camionetas que se llevan por delante cuanta porquería se les atraviesa, y dejar que cualquier borracho me ofrezca su amistad. Termino en brazos de uno que llora porque no sabe
dónde está su casa. Y bueno, digo, la casa de uno, compadre ¿qué viene siendo eso, si no el lugar donde se planean los más inútiles métodos suicidas? Ante su aturdimiento me arrodillo y abandono la mordacidad. Para qué invertir en el futuro. En medio de sus ojos apagados alguien fundó un instituto de garaje. La casa siempre está lejos, mi rey. Perdón por eso. El tipo me dice que lo echaron de una fiesta por no saber bailar. Qué puedo decir yo. Le creo. Se parece a mi papá, o algún hijo mío. Parece mi destino, sancocho aguado sometido a los peores condimentos. Este despojo que se muerde los codos, como perro mongoloide, es mi nuevo dios. Inmóvil, espero que en algún momento me robe la billetera. ¡Que se lleve toda la basurita! ¡Que coja mi nombre y lo cambie por trago! En esas pasa una pandilla de universitarios diciendo que parecemos maricas pobres, maricas pequeñoburgueses, sin historial crediticio. Un Renault Clio de color mierda viene hacia nosotros arrastrando el culo, cargando tres veces su peso. De una de las ventanillas salen ocho manos que nos lanzan puñados de harina. Escupimos papilla espesa, el borracho y yo. Es el fin. Ambos estamos frente a una decisión poética: perderse en medio de la noche, entre bengalas tristes y nebulosas formadas por el humo de las fritangas. Comprometido con lo imposible –espantapájaros político que soy–, me disculpo con el compadre alicorado y lo dejo haciendo implosión, sin amor, porque debo acudir ipso facto a un compromiso muy serio con mis camaradas de lucha: la discusión de la jornada electoral que, en este cuadro hipotético, bien podría ocurrir mañana, en plena feria. Por qué no. Hay poca diferencia, sea mayo, junio o septiembre. Que lo diga mejor un cacique de la política caleña, cuando en una rueda de prensa le preguntan por el norte ideológico del próximo gobierno de la ciudad: “El gobierno que viene será de los caleños y para los caleños. Ya ese conservatismo o ese liberalismo a ultranza está mandado a recoger. Habrá representación conservadora, liberal, del centro radical, de los afro descendientes y hasta de los Testigos de Jehová... Ojalá cupieran todos los partidos que quieran trabajar en la plataforma de este nuevo gobierno” Lo del encuentro con los camaritas resulta ser cierto. Allá están, distrayendo la ausencia de verdaderas posibilidades sociales bajo un toldo con el logo de cerveza Poker, ahí me esperan, sin hablar. El toldo es aquella parte sin parte donde se discute el panorama político de nuestra ciudad. En poco tiempo, la utilidad de cualquier empeño se reduce a un par de eructos.
·Rizoma·
Con buena parte de la noche por delante, caminamos hacia el estudio de Ángelo Lucumí, reconocido artista plástico, escultor de minotauros afro descendientes y de jarrones por encargo. Es una costumbre que cada 25 de diciembre el personaje abra las puertas de su casa-estudio en las colinas del oeste de la ciudad, para que llegue cualquier pelafustán con sueños artísticos y se emborrache hasta donde le dé la tripa. La única condición que pone Lucumí es que los asistentes le aguanten una entretenida tertulia sobre el papel político del arte, y de paso alaben su obra con adjetivos zalameros que ni él mismo puede digerir. No es tan grave, siempre y cuando haya con qué apaciguar al hígado. Ya sabemos cómo funciona. Al llegar encontramos a Lucumí desparramado sobre un sillón, contemplando lo que parece ser el rastro de un tornado. Uno de mis camaritas se apresura a decir que el tipo por fin entró en razón, y en un ataque de histeria hizo trizas su obra. La verdad es otra: Lucumí ha sido víctima de aquella rabia sin territorio que ostenta buena parte de la gente que vive en las cavernas de los suburbios de la ciudad. Alguna mala lengua de respetada opinión dijo que las famosas esculturas de Lucumí portaban sendos mensajes racistas (y hasta bestialistas). Algún hijueputa que quiere sacarme del camino hizo enfurecer a esta gentuza, dice Lucumí. Y ahora su amor por las festividades pasa por un mal momento. Atrás quedaron los días de legitimación artística, con invitaciones a cuanto evento cultural se inventaba la alcaldía. El celebrado escultor es ahora un ícono del regreso al radicalismo primitivo que no encaja en el discurso progresista y políticamente correcto de los nuevos proyectos culturales. Los torsos negroides que salieron de las finísimas manos de Lucumí fueron destrozados por los mismos negros que tanto veneró, ebrio y poseído por la sensualidad de su talento. Negros hijueputas, se vendieron por ron. Dicho esto, Lucumí firma la cancelación sempiterna de su razón de ser en este mundo. Mancilla, uno de nuestros camaritas, negro de casi tres metros, pasa por encima del cuerpo inservible del artista. ¡Mátenme!, implora, ¡Mátenme a mí y a esta maldita feria de palurdos tecnócratas! Cualquier soldado sabe que dar muerte al suplicante es acabar con todo el chiste. Lo rutinario es que el escuadrón proceda a hurtar las valiosas pertenencias luego del asalto, pero aquí, en el santuario de Lucumí, no hay ni para comprar bazuco. Ofuscada, la tropa procede a destrozar cualquier vestigio de civilización. Mancilla arranca con sus manos las baterías sanitarias, tal vez las únicas esculturas decentes, y nos anima a seguir con las cortinas belgas y el papel de colgadura que tiene una trama vintage de chontaduros geometrizados. A medida que derribamos paredes de yeso y biombos, la luz de las estrellas dibuja puntos brillantes sobre las ruinas de lo que fue un rubro en la sección cultural del Plan de Desarrollo. Nunca imaginamos, estos camaritas y yo, que toda nuestra pereza junta pudiese caer algún día, como napalm, sobre esta gran mentira. Lo hicimos: acabamos de escribir todos los prólogos de esa literatura de tartamudos que basta para tener contenta a la gentuza educada de esta ciudad. En pocas horas, furgonetas de policía y viejos carros de bomberos remontarán estas colinas, haciendo sonar sus sirenas, llegarán, con mucho esfuerzo, con aquella determinación estroboscópica, hasta la cima de la ciudad. Desde la distancia, desde el lejano oriente, millones de ojos escondidos entre los tugurios podrán divisar un tímido resplandor.
La de
p’irnos Por Thorik No sé quién mordió primero. Tal vez yo, tal vez ella, tal vez alguno de los asistentes al concierto. Porque juro que la euforia volvió a la gente una masa informe y amenazante, o al menos así la interpreté apresuradamente en su momento; preferí asociarla con el calor, la música, el güaro, la mazorca, en fin, con el espíritu de aquellos días extracurriculares en los que bailábamos como un solo ejército de futurisos. Recuerdo una pista tapizada de rojo, un bajo rompiendo el esternón, una orquesta empeñada en continuar la función aunque el público diera claras muestras de querer acabar con todo, hasta con sus propias vidas. Al menos yo lanzaba dentelladas de pasión, no de rabia. Ella me tomó de la mano y me llevó lejos, y tendré que agradecerle hasta que (alguno de los dos) muera. Hoy somos la última pareja de bípedos que pisa este suelo maldito, y lo que más extrañamos no es el bochinche y la pelea, es la irresponsabilidad de perderse sin remordimientos entre la multitud.
·Rizoma·
Ciencia pélvica
y su relación con el surgimiento de nuevas corrientes literarias Por Vinci Andrés Belalcázar Yabur
Raúl Poniente parece ser el primer hombre en dar un salto evolutivo nada despreciable para la humanidad. A los 12 años perdió su pene, sin razón aparente. Un día volvió del colegio y la cosita simplemente no estaba; en su lugar encontró un pequeño conducto que apenas sobresalía entre sus piernas, y del que escurría tímidamente un poco de sangre y orina. La novedad se vendió como pan caliente; las explicaciones de los expertos no convencieron a nadie, y el niño lloraba en los rincones el destino de su entrepierna, estirando la pretina enresortada de su pantaloneta. La solidaridad tanto pública como privada no se hizo esperar; pronto aparecieron donantes de penes, penes mecánicos, estropajos con microchips, etc. Cientos de cirujanos decían estar interesadísimos en devolverle su hombría, su lugar en el mundo. Pero la opinión de los expertos, sin embargo, era que había que esperar unos años para intentar cualquier maniobra reconstructiva. Así el tamaño del miembro sería proporcional y la ciencia tendría tiempo de perfeccionar las técnicas necesarias. Entonces la familia del muchacho se lo llevó a vivir con sus abuelos, en el campo, donde le esperaba algo de tranquilidad. Fue durante aquellos día que NatGeo se interesó en el caso y viajó hasta las montañas. El joven Poniente se paró tímido frente al periodista científico y éste le bajo el calzoncito. Ahí estaba. Intacto. El pene de un niño de doce años. Poniente no pudo disimular la emoción. La familia rompió en llanto. Pero para los enviados de Nat Geo, en cambio, la felicidad de los Poniente era una gran decepción. Se ordenó encarcelar al jefe de la familia, y abrir expedientes judiciales contra los doctores que lo habían atendido. Por supuesto, la prensa internacional se encargó de que el mundo entero se enterará de la farsa.
Sin embargo, un mes más tarde el joven Raúl volvía a casa entristecido. Guardaba en una servilleta arrugada su pene adolescente. Parecía la cola cercenada de una lagartija. Una vez más la naturaleza le había jugado una mala pasada. Asistió al centro de salud más cercano en compañía de sus abuelos. En vista de los antecedentes, los doctores se lo tomaron con cuidado, informando primero al Gobierno. El joven quedó al cuidado de la facultad de ciencias de una prestigiosa universidad, donde durante tres años se estudió el fenómeno, en absoluto secreto. Algunos científicos creyeron encontrar en el paciente facultades regenerativas similares a las de algunos reptiles. Para probar su hipótesis, se propuso empezar por cortarle un dedo, en caso de tener éxito: un brazo, y así sucesivamente hasta confirmar si sería posible que regenerara la cabeza. Fue entonces cuando una reconocida feminista intervino. Para la activista, era claro que Poniente sería incapaz de regenerar cualquier parte de su cuerpo. Sólo sus genitales, y sostuvo para el asombro de la comunidad científica que el pobre infeliz estaba experimentando aquello que las mujeres habían experimentado hace milenios. Para esa época, Raúl había alcanzado la madurez sexual. Así empezaron los experimentos que exploraban el funcionamiento de su miembro, en cada uno de sus 45 días de duración. En la actualidad, el joven adelanta estudios de literatura comparada y comunicación híbrida en la misma universidad que lo acogió. Las conclusiones de las pesquisas serán dadas a conocer el año que viene. Por lo pronto, la primera colección de cuentos de Poniente ya reposa en los mostradores de una famosa cadena de hipermercados.
Nuevos convenios internacionales:
El
Spleen de Paris III
3
Por Mauricio Polanco Izquierdo
Curso « théories et méthodes de la littérature » : »5: 50 p.m. Madame Rabeau no ha parado de hablar desde las 5:05 p.m. Al inicio del semestre, las primeras tres semanas, en el anfiteatro A (así llaman acá a los auditorios) de la universidad Sorbonne-nouvelle Paris III, la señora Rabeau gozaba de una nutrida audiencia. »Yo hace dos semanas que no venía a su clase. Hoy vine porque me iba a dedicar a otra cosa mientras habla de Corneille. Cuando comenzó, yo mismo me daba ánimo: “hay que abrir los oídos Mauro, no lo sabes todo, tienes mucho que aprender todavía,” me decía a mi mismo con cierto tono de indulgencia como para no darme por enterado de lo poco que creía en mis propias palabras. Y durante ese breve periodo de fe tomé nota de todo, de cuanta obra y autor se mencionaba. Mientras lo hacía, no podía evitar pensar en mi novia que al inicio del pregrado –por causa de otros fracasos escolares que, también como a mí, la obligaban a renovar su fe académica- escribía incluso cómo se vestía el profesor tal día, la hora en que iniciaba la clase, la hora en que terminaba, las intervenciones de sus camaradas de clase, etc. Al final, en su cuaderno terminaba consignado un minucioso libreto de la clase. »Hoy, cuando faltan dos sesiones de clase, madame Rabeau sólo cuenta con un tercio de su público inicial. Ya no tengo el coraje de tomar notas. Desde lo más alto del recinto, veo por ahí mujercitas que parlotean, asiáticos que, como siempre, dan la impresión de no entenderse nada, de ser mera presencia corpórea. Yo, en cambio, aquí pueden verme, estoy escribiendo esta nota. Más abajo, por ahí se puede escuchar un tecleo recayendo sobre un blackberry mientras su artífice, con la cabeza completamente gacha, sonríe con malicia. Otros simplemente permanecen inmóviles mirando al frente, impenetrables, vaciados, resistentes atletas de la tortura discursiva. »De repente, oigo un ruido anormal y dejo de escribir. Pero no es un ruido. Es que madame Rabeau cerró el pico. Pero pronto lo vuelve a abrir: “est-ce qu’il y a de questions sur Corneille?” ¡Ah! Está hablando de Corneille. ¿Quién es ese? Ni puta idea. Menos mal ya lo olvidé. Y no puedo evitar preguntarme cuántos en este anfiteatro acaban, como yo, de darse de cuenta de que están hablando de Corneille. No pocos, entre los pocos. »Hay preguntas, sí, pero son rutinarias, casi hipócritas. Madame Rabeau responde con la misma expresión jovial y elocuente (elocuencia vanidosa que hasta ahora se me viene antojando en los franceses). Claro, es una funcionaria pública francesa. Se formó o la formaron para hablar, para que haga un despliegue de toda la burocracia discursiva que puede un pueblo civilizado gestar durante siglos, y dilate el curso hasta las 7:00 p.m.
»Otra sorpresa. Son las 6:05 p.m. Veo que la gente empieza a salir. Ignoro si es la pausa o si se acabó la clase. En todo caso, todo el mundo sale despavorido del anfiteatro. »Entonces me digo: ¿Qué veo yo ahora, tanto en París como en Cali? Ustedes saben la respuesta. Lo veo en mi cara, lo veo en sus caras. »Nadie quiere esto. Yo no lo quiero. No en todos. Pero en algunos como yo veo cierto asco, un fastidio translúcido, un hastío que no se sitúa en los gestos o las posturas de nuestros cuerpos. No. Se ubica en cierta luz de la mirada. Porque, a hurtadillas, subrepticiamente, todos nos miramos, desde lo más lejos posible y con la mayor discreción. Con temor también. Buscamos al otro no sólo para sorprenderlo en su propio asco, sino para comprobar también el mismo sabor vomitivo que se aloja en cada uno de nosotros. El pudor del hastío. Nadie se enfrenta al otro con los ojos, nadie busca la mirada del otro. No. Se busca es la mirada del otro puesta en lo otro, tal vez puesta en madame Rabeau, tal vez en los caracteres del manual de teoría literaria que nos fue entregado a inicio de semestre; tal vez en el vacío (¿no es lo mismo?) Así se percibe el asco del otro, de uno: cuando el hastío, como una luz diáfana, se refracta en lo otro. Siempre es una especie de traición proceder así. Pero ¿qué? »Pero ¿por qué este asco? No lo sé. A lo mejor es porque ya murió ALGO en los hombres y en las cosas. Algo que yace descompuesto frente a todos y que irracionalmente se quiere presentar como vivo. Ese algo muerto es lo que hace que este curso magistral de teorías y métodos de la literatura se vea tan ilegítimo, tan falso, porque nunca deja de enunciar tras su rostro exterior el propósito de sostener una gran mentira. Una mentira que no es la de Madame Rabeau o mía, o de París o de Sarkozy. Una mentira aún mayor. De la humanidad entera, quizás. »Todos lo sabemos. Y el asco no es otra cosa que la imposibilidad de rebelarse contra el yugo de esa mentira que nos impone la vergonzante obligación de permanecer ahí frente a la farsa. Ni más ni menos. Se puede hablar lo que se quiera. Pero no se puede cambiar nada. »Pero bueno. Ya está. Nada de sentimentalismos. Los verdaderos indignados se callan, se quedan callados. El asco les arremanga los labios en un burdo pliegue, como si se tratase del fondo de un costal de yuca o papa, sucio y mudo. »6:25 p.m. Madame Rabeau habla todavía: « attitude rhétorique », « l’économie du récit », “économie narrative », « diégèse », « digression », « l’histoire littéraire est-elle une taxonomie ? ». » ¡Por Dios, compañeros! ¿Y cuándo voy a morirme yo?
3 Segunda parte de la serie “Mande sus cachorros al otro lado del lago”, aparecida en el número 1 de Rizoma.
Nota del editor: el III en números romanos, al que hace referencia el autor, corresponde a la numeración que distingue a las trece universidades parisinas que otrora hicieron parte de la Antigua Universidad de París; en este caso, el autor se refiere pues a la Universidad de París III, también conocida como La Universidad Sorbona Nueva.
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Visite: http://proyectosic.com/rizoma ~ Ilustraci贸n: Mateo Guzm谩n http://cargocollective.com/matutesbook
Proyecto (sic) presenta: Rizoma | Cali, Colombia. Dirección Editorial: Carlos Patiño Millán, María Juliana Soto, Miguel Tejada. Comité editorial: ProyectoSic (María Juliana Soto, Jaime Sanclemente, Miguel Tejada) Diseño: Rafael Sarmiento | Ilustraciones: Andrea Melenje | Ilustradores invitados: Juan Sebastian Martinez, Mateo Guzmán | Cabezote: Juan Sebastian Martinez. Año 0 | No. 2 Enero de 2012
Colaboradores: Pablo Andrés Jiménez, Mauricio Polanco Izquierdo, Vinci Andrés Belalcázar Yabur, Thorik.
http://creativecommons.org/ licenses/by-sa/2.5/co/