El día de la madre

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Renée Knight

El Día de la Madre Traducción del inglés de Maia Figueroa


Título original: Mother’s Day Copyright © Renée Knight, 2015 Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2016 Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A. Almogàvers, 56, 7º 2ª - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99 www.salamandra.info Edición no venal. Prohibida la venta. Impreso y encuadernado en MccGraphics, S. Coop. Larrondo Beheko Etorbidea, Edif. 4-Nave 1 48180-Loiu (Bizkaia) Printed in Spain


Laura estaba sentada en lo alto de la escalera. Hacía media hora que estaba lista para salir, con la maleta hecha y esperando a su espalda, en el rellano. Su padre hablaba por teléfono en la planta baja. Ella lo seguía con la mirada por entre los balaustres, a través de la puerta abier­ ta del salón, hasta el otro lado del sofá, donde estaba de pie junto a la ventana. Le llegaban algunos picos de voz y el tono nervioso, pero a eso ya estaba acostumbrada: «Está cansa­ do. Tiene mucha presión en el trabajo», le de­ cía su madre para tranquilizarla cuando él le daba una contestación cortante o se mostraba impaciente. Había sido su padre quien le ha­ bía anunciado que se marchaban. No le había revelado adónde, sólo que era un lugar tran­ quilo, lejos de la ciudad, en el campo. Su ma­ 3


dre le había recordado que ya habían estado allí antes, cuando ella tenía cinco años. «Beauwater Manor, un hotel de lujo en el corazón de la campiña inglesa.» Laura leyó esas palabras en el calendario que tenía abier­ to en el regazo. Se lo habían enviado como regalo de Navidad después de su última es­ tancia, y ella lo guardaba con sus tesoros. Resiguió el resto del párrafo con el dedo: «En Beauwater Manor forjará recuerdos que lo acompañarán toda la vida.» Pasó la página de enero y luego la de fe­ brero. Estudió las fotografías: cada mes era un collage de momentos inolvidables, de familias que hacían sus sueños realidad. Estaba tan absorta mirando las imágenes que la voz de su padre quedo reducida al zumbido de una mosca cuando choca contra un cristal. Se concentró en las fotografías que tenía delante. Las suntuosas cortinas de terciopelo de los salones, la madera oscura y brillante del co­ medor, las chimeneas, la cama con dosel de la habitación en la que se habían alojado sus padres. No encontraba la suya y tuvo que re­ componerla de memoria: un dormitorio pe­ queño y bonito con papel pintado de rosas azules. Pasó la página, de febrero a marzo, de 4


marzo a abril, y se entretuvo mirando los ros­ tros del personal del hotel atrapados en aque­ lla cápsula del tiempo. Reconocía a algunos de los trabajadores porque los recordaba de las últimas vacaciones. Un horticultor peli­ rrojo que solía llevar verduras ecológicas de su huerto; una monitora del Club Infantil, de mejillas sonrosadas y ojos castaños, que la había ayudado a hacer un collar de macarro­ nes. Beauwater Manor se enorgullecía de ser un hotel familiar: «Incluso los huéspedes más jóvenes se sienten como en casa.» Era la típica mansión antigua de los cuen­ tos infantiles, un lugar donde vivir aventuras y fantasías, el sitio perfecto para alguien como Laura, con una imaginación tan ágil que era capaz de viajar en el tiempo y a otros mundos siempre que quería. Cualquier adulto le envi­ diaría esa libertad. No obstante, los mayores también disfrutaban a lo grande. Por unos días podían fingir que vivían en la magni­ ficencia de otra época, vestirse de gala para cenar y estar rodeados de sirvientes. Era un hotel que se esforzaba mucho por no parecer­ lo: un santuario que brindaba lujo y tranquili­ dad, donde los padres podían gozar sin preo­ cu­parse del cuidado de sus hijos, que estarían la 5


mar de felices vagando por los jardines, bajo la mirada atenta de monitoras cualificadas, o participando en las actividades del Club In­ fantil. Frases tan desalentadoras como «me aburro» jamás se oían durante unas vacacio­ nes en Beauwater Manor. Las páginas de junio, julio y agosto esta­ ban llenas de niños contentos y relajados. Lau­ ra miró una foto de tres pequeños sentados en un sofá, todos con una taza de chocolate caliente en las manos. Después se fijó en otra, en la que se veía a una niña menuda, envuel­ ta en un albornoz blanco, que saltaba en una cama con dosel: las mejillas sonrosadas, la boca abierta en una carcajada silenciosa, el pelo mojado después del baño. Lista para que sus padres la llevaran en brazos a la cama. Una criatura feliz que sabía que mamá le leería un cuento y la acostaría entre suaves sábanas blancas y almohadas mullidas. Laura levantó la vista. Su padre había de­ jado de hablar. La observaba con el teléfono aún pegado a la oreja y mantenía la conver­ sación en suspenso. Lo vio caminar hacia la puerta y cerrarla, luego volvió al calendario. Diciembre: «Le espera una cálida bienveni­ da.» Un árbol de Navidad cubierto de nieve, 6


cristalería reluciente sobre un mantel blanco, una niña leyendo junto a la chimenea. El final perfecto para un año perfecto. Laura abrió la maleta, metió el calendario en el bolsillo late­ ral y fue en busca de su madre. La encontró frente al tocador y se sentó en la cama con sus delgadas piernas estiradas. A Laura le fascinaba ver a su madre maqui­ llarse. Le resultaba reconfortante y pertur­ bador al mismo tiempo. La transformación de una cosa en otra: dos mujeres distintas, dos madres diferentes. Un toque de polvo coral es­peraba en la punta de una brocha en una suerte de limbo mientras su madre ponía una mueca estirando los labios, como si forza­ ra una sonrisa, para que los pómulos se al­ zaran y redondearan. Aquella sonrisa mofle­ tuda siempre la había inquietado: desaparecía al instante. Era un espejismo vacuo. Miró a su madre recogerse la espesa cabellera rubia y prendérsela con un pasador de plata que guar­ daba en una caja que había pertenecido a la abuela de Laura. Le gustaba la tranquilidad de esos mo­ mentos. El silencio de la complacencia. Y de un tiempo a esta parte, cada vez los valoraba más porque casi no se daban. Las puertas de 7


su casa estaban siempre cerradas, y detrás de ellas ocurrían cosas que la excluían. Oía voces que no eran más que susurros y, cuando trata­ ba de descifrar algo, sólo alcanzaba a escuchar un siseo que se tragaba las palabras. Entonces se imaginaba que al otro lado alguien había soltado serpientes. Sin embargo, más adelan­ te fue como si la casa misma hubiera respirado hondo y luego expulsado el aire, como si con esa exhalación se hubiera liberado algo. Había llegado a visualizar las serpientes deslizán­ dose hacia el exterior y escondiéndose en la penumbra. Después de eso, la atmósfera en casa cambió, y Laura trataba en vano de com­ prender el porqué. Siempre que su mente se acercaba a una respuesta, ésta se alejaba cada vez más. Cuando se marcharon llovía, y Laura apoyó la cabeza en la ventanilla para mirar afuera. Las calles le parecían feas, un borrón de colores apagados, como las películas que tanto gusta­ ban a sus padres y ella odiaba. Las vistas eran tan aburridas que enseguida se durmió. Debió de dormir durante el trayecto entero porque cuando abrió los ojos todo estaba a oscuras, 8


y ella, sola. Los dos brazos larguiruchos del limpiaparabrisas, detenidos a medio barrido, señalaban hacia arriba mientras una cortina de agua caía en el cristal. No distinguía el hotel con claridad, sólo vislumbraba una masa gris en la penumbra y un foco despiadado sobre una puerta como único punto de luz. La vez anterior había sido diferente. Ha­ bían llegado en pleno día y hacía tanto calor que se les pegaban las piernas a la tapicería del coche. Habían pasado entre campos de amapolas y habían visto el mar, que apareció tras una curva de la carretera. Tenía el recuer­ do grabado en la memoria. Con el tiempo que hacía esa noche, lo imaginó negro, sal­ picando con furia. Laura recordaba incluso cómo retumbaban las ruedas del coche sobre las barras metálicas del paso canadiense antes de hacer crujir la grava frente al hotel. Sintió que le habían robado el placer del final de ese trayecto y trató de volver atrás, fingir que era de día y la luz del sol brillaba en la piedra arenisca del edificio, pero estaba demasiado cansada. Aun así, se dijo que todo lo que re­ cordaba estaba ahí afuera. Entonces se abrió la puerta del coche, vio a su padre y juntos corrieron bajo la lluvia hasta el hotel. 9


Se secó la cara con la manga y miró la recepción, al fondo del largo vestíbulo, donde su madre estaba haciendo el registro. Quiso correr hacia ella, pero su padre la agarraba de la mano y Laura no tenía fuerzas para soltarse, así que le siguió el paso. Recordaba los suelos de madera brillante y las alfombras, desvaídas por el paso de los años. —Ruth. Una mujer tendió la mano a su padre. Laura no había reparado en ella, aunque era tan alta como él, o más. La mujer la miró. —Debes de estar cansada —le dijo—. ¿Tienes hambre? Si quieres puedo avisar a la cocina para que te preparen algo. Hablaba con amabilidad, pero Laura per­ cibió un destello inquisitivo y de dureza en su mirada y no contestó. La mujer sonrió. —En ese caso, los llevo a la habitación. —Vamos —le susurró su madre, tomán­ dola de la mano. Las dos juntas siguieron a Ruth y a su padre escaleras arriba mientras les iban lle­ gando fragmentos de la conversación: «Como en casa... Lo que necesite, pídalo... El lugar perfecto para los niños.» 10


A Laura se le hundían los pies en la mu­ llida moqueta de color rojo. Al entrar en el pasillo, recordó que las habitaciones tenían nombres de aves acuáticas y fue repasándolos a medida que caminaban: charrán, frailecillo, somormujo, ostrero. No había rastro de los demás huéspedes. Imaginó que dormían al otro lado de las puertas. —¿Te acuerdas de cómo se llamaba la nuestra? —le preguntó su madre. Su mirada le hizo temer que si no recor­ daba el nombre antes de llegar al dormitorio, ocurriría algo terrible. Ostrero, oca. —Había una cama con dosel —la alentó su madre. Lavandera, charrán, frailecillo. —¡Zarapito! —soltó Laura de pronto. Su padre se detuvo y se volvió a mirarla. A Laura le pareció que sonreía, pero no estaba segura. La dejaron sola mientras deshacía la ma­ leta. Ella misma colocó la ropa en los cajones de la cómoda. Luego abrió la cremallera del bolsillo lateral, sacó los objetos secretos que había llevado de casa y los guardó debajo de la ropa. Puso el calendario de Beauwater Ma­ nor en una estantería y lo abrió por la página 11


de marzo: una niña corría por el césped. «En Beauwater Manor, incluso los huéspedes más jóvenes se sienten como en casa.» Oía la tormenta arreciar por el canalón que había junto a la ventana y descorrió la cortina. Allí afuera no había nada. Incluso cuando pegó la nariz al cristal para evitar su reflejo, no vio más que negrura. Se alejó de ella temerosa de que aquel vacío se la tragase. —Laura, estamos en el campo. No hay de qué asustarse. —No había oído llegar a su padre—. Aquí todo suena diferente —añadió él mientras corría la cortina. Le acarició la nuca, ella le olió whisky en el aliento. «Acueste a los pequeños y relájese tomando una copa en una de nuestras cocte­ lerías.» —Ponte el pijama y métete en la cama —dijo él antes de salir. Ella obedeció. Se tendió boca arriba, mi­ rando el techo. Siguió el haz de luz que pro­ yectaba la lamparita de noche, un arcoíris de grises que en lo alto se fundía con el vacío. Su madre entró, se sentó en el borde de la cama y se inclinó para darle un beso. Su melena le hizo cosquillas en la mejilla. —Buenas noches, mi amor. 12


—Buenas noches, mamá. Cerró los ojos y sintió el aliento cálido de su madre en la coronilla. —¿Podemos ir mañana a la playa? —Claro que sí. Pediré que nos preparen un pícnic. Podemos pasar allí todo el día. —¿Y si todavía llueve? —preguntó con la voz empapada de sueño. —Mañana hará sol, no te preocupes. Su madre le dio otro beso. Laura se tumbó de costado, metió la mano debajo de la almohada y acarició el borde de la mantita que había guardado allí. Sus padres creían que se había olvidado de ella, y así era, pero la había llevado por si acaso. Cuando despertó a la mañana siguiente, sintió la luz del sol en la habitación incluso antes de abrir los ojos y se levantó corriendo a mirar por la ventana. No había rastro de la lluvia del día anterior, ni siquiera quedaban charcos en la terraza de abajo. La atravesó un relámpago de felicidad. Era la misma alegría de esos viernes por la tarde en los que el sol entraba por la ventana del aula: a última hora le tocaba clase de lectura y después sonaba el timbre y ella regresaba a casa con todo el fin de semana por delante. Miró el césped y 13


los muros que rodeaban el jardín hasta ver el parpadeo azul del mar. Se puso el bañador debajo de los pantalones cortos y la camiseta, y abrió la puerta. —Buenos días. Una joven vestida con un polo y pan­ talones de chándal le ofreció la mano con una sonrisa paciente, como si llevara un rato esperando. Laura leyó el nombre de la placa: «Tracey.» —Hoy te toca conmigo —anunció Tra­ cey. Antes de que Laura tuviera ocasión de pro­ testar, la joven la agarró de la mano. —Mi madre me dijo que hoy iríamos de pícnic a la playa. Tracey le aferró la mano. —Lo siento, hoy no sale nadie. Nos que­ daremos en la leonera. Vamos a hacer algo divertido, ¿te apetece? Al bajar la escalera, Laura se volvió para mirar por la ventana y se estremeció. Las gotas de lluvia caían con fuerza y el agua se escurría por los canalones; no había rastro ni del cielo azul ni del sol que acababa de ver. Era como si hubieran entrado en otro país, como si el hotel estuviera a caballo entre dos 14


climas distintos y la hubiesen arrastrado del bueno al malo. —¿Lo ves? —dijo Tracey—. Hoy no sale nadie. La joven tiró de ella con suavidad. De camino al Club Infantil, pasaron por delante de uno de los salones, que tenía la puerta entreabierta. Vio a su madre sentada en un sofá, leyendo el periódico, con una bandeja de café y galletas. Quiso ir a sentarse con ella, acurrucarse con un libro, pero Tracey tiró de su mano otra vez. «Los más pequeños siempre disfrutarán en el Club Infantil, haga el tiempo que haga.» En la sala ya había unos cuantos niños haciendo manualidades, pegando cosas y pin­ tando, además de otras monitoras vestidas con uniformes de juego como el de Tracey, con el nombre escrito en una placa y sentadas con cara de aburrimiento. En una esquina había una niña enhebrando macarrones en un pedazo de rafia amarilla con la ayuda de una monitora de ojos castaños y mejillas sonrosa­ das. Tracey la llevó hasta una mesa junto a la ventana, donde las bandejas de lápices de co­ lores, la purpurina, las cuentas y el pegamento trataban de tentar su creatividad, pero no le 15


apetecía hacer nada. Miró por la ventana y vio a su padre pasar de largo, cabizbajo y con el cuello de la chaqueta levantado. Poco des­ pués, oyó el ruido de un motor en marcha y vio salir el coche del aparcamiento y alejarse. —No te preocupes, que volverá —dijo Tracey. Laura lo intentó, al menos su madre esta­ ba en el hotel. Y entonces, al acordarse de ella, tuvo una idea: le haría una felicitación. Dobló por la mitad un trozo de papel de color rosa, buscó un lápiz y se puso a dibujar con trazo fluido una imagen que ya existía en su mente; la recuperó de la memoria y la plasmó allí. Tracey sonrió y se fue a otra mesa, satisfecha al ver que Laura estaba ocupada. —¡Qué bonito! La chica que estaba ayudando a la niña pequeña a hacer el collar de macarrones mi­ raba el dibujo y le sonreía. A Laura le gustaba más esa monitora que Tracey, así que le de­ volvió la sonrisa. —¿Has acabado? —le preguntó. Laura asintió con la cabeza. —Venga, vamos —le dijo. La tomó de la mano, y Laura la siguió de buen grado. 16


—Aquí no les gusta que los niños vayan por ahí solos —susurró la monitora. Aunque era temporada baja y el hotel es­ taba casi vacío, habían encendido las chime­ neas de los salones. La monitora la llevó hasta la escalera, le sonrió y la dejó allí. Laura quería guardar la tarjeta en su habitación y sorpren­ der a su madre más tarde, así que empezó a subir la escalera sin hacer ruido, pues la mo­ queta ensordecía sus pasos. Mientras desliza­ ba una mano por la barandilla, iba pensando en cuál sería el mejor momento para darle la tarjeta y qué le diría. Tan abstraída estaba que no se dio cuenta de que había llegado a una parte del hotel que no conocía. Miró al suelo y vio que la moqueta había desaparecido. Sin la felpa roja y tupida ya no caminaba en silencio, sino que iba golpeando una superficie dura de linóleo de color ver­ de. Miró hacia atrás, a los escalones que la habrían llevado de regreso a la otra parte del hotel, pero ya no estaban. Aquel pasillo era feo y se preguntó si allí dormiría el personal. Sintió lástima por ellos, si así era. Siguió andando con la esperanza de ver algo que le resultara familiar. Enfrente había un pasillo sin salida, sin embargo, algo la hizo 17


seguir. De pronto, la pared que tenía delante se movió, tembló levemente. Tocó las que te­ nía a un lado y al otro, para estar segura de que al menos ésas eran sólidas, y avanzó empu­ jándose entre ambas como una bola de billar. A medida que se acercaba al final del pasillo, se dio cuenta de que no era una pared sino una cortina, e imaginó que detrás habría un gran ventanal con vistas al jardín y al mar. La apar­ tó y vio que se equivocaba. En su lugar había una escalera que no conducía hacia abajo, sino hacia arriba, y si la tela se había movido era porque alguien acababa de pasar. Sólo de pensarlo se le hizo un nudo en el estómago. Laura subió un escalón y después otro, hasta llegar frente a una puerta. Pegó la oreja a la madera. Siempre que se encontraba en el lado equivocado de una puerta cerrada, algo que ocurría a menudo, no le quedaba más re­ medio que escuchar a través de ella. Se agachó y miró por el ojo de la cerradura. Era como mirar por un telescopio: la vista abarcaba toda la sala, veía todas las esquinas. Sentada en una silla estaba Ruth, con sus ojos despiertos e inquisitivos. —Mira quién ha venido —dijo Ruth—. Estaba esperándote. 18


Laura estiró la mano para abrir la puerta, pero en lugar de entrar, dio media vuelta sin hacer ruido y deshizo el camino. Sentía que Ruth la seguía con la mirada escaleras abajo, pero no se volvió. Siguió andando. Un pie delante del otro y la mirada al frente. No te vuelvas. Cuanto más se alejaba de la sala que había tras la cortina, más segura se sentía. Ensegui­ da oyó los sonidos del hotel que se filtraban desde las plantas inferiores: el barullo de los huéspedes que regresaban después de pasar el día fuera, risas de niños, el tintineo de las tazas de té, la voz amortiguada de los adultos, relajados y satisfechos. Corrió hacia todo eso, imaginando una puerta que se cerraría si no se daba prisa. Si no se apresuraba, quedaría atrapada donde no debía estar. Sus pasos, que retumbaban en el linóleo, enmudecieron al llegar a la moqueta. Desde allí miró la planta principal, dos tramos de es­ calera más abajo. Se acordó de la tarjeta que había hecho para su madre y se dio cuenta de que no la llevaba, se le debía de haber caído, pero no quiso regresar a por ella. En la recep­ ción había una pareja, Laura vio cómo se les acercaba un niño y los tomaba de la mano. 19


Tuvo tantas ganas de sentir las de sus padres que bajó las dos plantas corriendo. Su madre estaba en el mismo salón que por la mañana, sentada en un sofá con las piernas recogidas. Dio una palmada en el co­ jín para que Laura se sentara a su lado. —¿Ha ido bien el día, cariño? Laura asintió, se tumbó, apoyó la cabeza en su regazo y cerró los ojos sintiendo el calor de la chimenea en las mejillas. —Mañana iremos a la playa. He mirado el tiempo, y hará sol. Pediré a los del hotel que nos preparen un pícnic. Su madre le acariciaba el pelo mientras le hablaba. Quería creer lo que le decía, pero el nudo del estómago la atenazaba. Mantuvo los ojos cerrados y hundió la cara en su re­ gazo, pero no conseguía deshacerse de una sensación: que la lluvia duraría para siempre y jamás irían de pícnic a la playa. —¡Hora de cenar! Cuando abrió los ojos, Tracey estaba de pie a su lado. Después de cenar, Laura subió a su habita­ ción y se sentó en la cama a ver la lluvia. Quería que parase, pero cuanto más la miraba con más fuerza caían las gotas. Hasta que le pareció que 20


el agua empezaba a formar barrotes en la ven­ tana y que éstos se hacían cada vez más sólidos mientras los observaba atónita. Estaba segura de que si estiraba el brazo notaría el tacto del metal helado. Sintió que la lluvia la calaba has­ ta los huesos y que el frío se apoderaba de ella. Entonces entró su madre y corrió las cortinas. Debería de haberse alegrado de verla, pero cuando ésta se volvió, el nudo del estómago se le tensó e imaginó que un gusano se le enreda­ ba en las entrañas y las constreñía. Su madre iba maquillada en exceso. Tenía la piel seca y polvorienta, y el rojo de los labios daba a sus dientes un tono amarillento. —¿Qué pasa? —le preguntó. Laura no tuvo valor para decirle la verdad: que estaba fea, que parecía vieja. Así que la tomó de la mano sin decir nada. Mientras an­ daban, su madre llenó el silencio con palabras que Laura ya había oído antes. —Papá está esperándome en el bar. En el Club Infantil ponen una película. A Laura le sudaba tanto la mano que a punto estuvo de resbalársele. —Mañana iremos a la playa. Podemos pasar el día allí. Pediré a los del hotel que nos preparen un pícnic. Seguro que mañana hace 21


sol. Hasta luego, cariño —añadió al llegar abajo—. Cuando sea la hora de acostarse, te iré a buscar. Esas palabras se repetían sin cesar en su cabeza. Cuando su madre se agachó para darle un beso, Laura cerró los ojos. No quería mi­ rarla, pero respiró su olor y se acordó del frasco de perfume que había en el tocador, de la cinta negra que tenía atada al cuello, de las letras ne­ gras sobre fondo blanco, del ribete dorado que rodeaba la etiqueta. Jolie Madame. De cami­ no al Club Infantil, se llevó el aroma consigo. Con las luces ya apagadas, Laura se sentó al fondo de la sala. Los demás niños ya esta­ ban allí, recostados tranquilamente en coji­ nes enormes y con la mirada al frente. Una monitora repartió chocolate caliente y otra palomitas, la pantalla cobró vida. El chocolate le dio sueño y cerró los ojos. Ya había visto la película. Reconocía la música y era capaz de reproducir las imágenes sin verlas. También se imaginaba a los niños, con la luz jugue­ teando en sus rostros mientras ellos miraban la proyección en la pantalla. Cuando abrió los ojos, todos parecían hipnotizados, mirando hacia delante sin ver. Al acabar la película, una de las monitoras en­ 22


cendió la luz. Todos parpadearon, se levanta­ ron del suelo y salieron de la sala como niños buenos para irse a dormir. Por el pasillo y la escalera, las monitoras se aseguraban de que no faltase ninguno. De dos en dos. «Acueste a los pequeños y relájese tomando una copa en una de nuestras coctelerías.» Pasaron por delante de uno de los bares y Laura vio a su madre. Estaba sola, sentada en un taburete de espaldas a ella. Recordaba haber visto a sus padres juntos en la barra; él la tenía agarrada por la cintura y ella se reía de algo que había dicho él. Los cubitos de hielo tintineaban mientras el barman les preparaba las copas. Pero sólo con su madre, la escena no tenía sentido. Se le había soltado un me­ chón de pelo del moño y se llevó la mano a la nuca para recogérselo. Entonces Laura se dio cuenta de que se le desprendía de la cabeza y caía flotando hasta el suelo como una pluma. Dio media vuelta y se apresuró para al­ canzar al resto de los niños. Los siguió hasta que fueron entrando en sus habitaciones. Vio a una chiquilla saltando en una cama con dosel, llevaba un albornoz blanco y su risa la acompañó por el pasillo hasta que llegó a su cuarto y cerró la puerta. 23


Se quitó la ropa, la colgó en el respaldo de la silla y se puso el pijama. Se cepilló los dientes, se acostó y se quedó tumbada con el sabor del dentífrico en la lengua. En cuanto cerró los ojos, le vino una maraña de pen­ samientos a la cabeza, así que los abrió de nuevo. Todavía se escuchaban los portazos del pasillo. Así, tumbada, con los ojos abiertos, esperó a que su madre volviera para darle las buenas noches, pero no acudió. Laura se dijo que no debía tener miedo. Las cosas siempre parecían peor de noche: eso le decía su madre. La moqueta de la habitación era suave y roja, aunque el sol había descolorido la parte de al­ rededor de la ventana. Afuera había un jardín precioso iluminado por la luz de la luna y al día siguiente luciría el sol. Aunque no pudiese ver nada de todo aquello, sabía que estaba allí. Imaginó que se levantaba y entraba en el cuarto de sus padres. Se vio rodeando la cama hasta el lado de su madre. Podía sentir la moqueta en la planta de los pies. Se metió en la cama y le notó el camisón enredado en la cintura. Estaba dormida. Laura le oía la res­ piración y se acurrucó a su lado deseando que la abrazase. Apoyó la cabeza en la almoha­da al lado de la de su madre. A pesar de la oscu­ 24


ridad, podía ver su melena esparcida junto a ella. Estiró el brazo y se la acarició, pero al tocarla empezó a caérsele. Su madre se dio media vuelta y ella le notó el aliento agrio. Necesitaba que la reconfortase, pero aquélla no era su madre. Era la madre equivocada. Cuando despertó, a la mañana siguiente, no hacía sol. Descorrió las cortinas sabiendo que el cielo estaría blanco y encapotado, que amenazaría lluvia. Hojeó el calendario y vio como aquel año, 2012, se le escurría entre los dedos. Era el año que había sido más feliz, antes de que todo cambiase. Recogió el resto de sus cosas secretas, los tesoros que había llevado de casa, y salió del cuarto. Tracey estaba esperándola fuera con una sonrisa y le ofrecía la mano, como todas las mañanas. Laura se dejó llevar por el pasillo sin decir nada, pero también dejó que su men­ te se zafara de la monitora, que flotase por encima de sus cabezas y contemplara a Tracey y a la niña que llevaba de la mano. Una cosita de nada con tejanos y calcetines sucios, no como ella, que iba vestida para la playa. Nota­ ba el bañador debajo de los pantalones cortos y la camiseta. Laura vio cómo la monitora dejaba a la niña junto a la cortina y esperaba 25


a que ésta subiera la escalera y entrara en el despacho. Laura la siguió desde una distancia prudente. Ruth estaba allí, como todos los días a la misma hora desde que llegó. ¿Cuánto hacía de eso? Laura había perdido la cuenta. ¿Cuán­ to hacía que se había ido su padre? Ruth apoyaba las manos en el regazo y la miraba a la cara, pero Laura sabía que en realidad no la veía. Era como jugar al escondite. Ella se es­ condía y Ruth la buscaba, pero su mente era tan ágil que podía escapar sin que Ruth se percatase de que ya no estaba allí. La Laura de verdad estaba ausente. Tan pronto como empezaba a hacerle preguntas, se marchaba y dejaba a Ruth hablando con una cáscara vacía. Según Ruth, estaban progresando y se alegraba de que Laura le hubiera llevado sus tesoros. Enseñar y explicar: para Laura no era más que otro juego al que ella accedía a jugar. Abrió la cajita que había pertenecido a su abuela, sacó el pasador de plata con mucha delicadeza y acarició las hebras rubias que aún quedaban enredadas. Ruth pidió permiso para ver el calendario, lo hojeó y entre las fo­ tografías descubrió a una Laura más pequeña saltando sobre una cama con dosel, envuelta 26


en un albornoz blanco, con la piel sonrosada de después del baño. En la imagen tenía cinco años. Era bonita, rubia como su madre. Sus padres también aparecían en el calendario, sentados el uno al lado del otro en la barra de la coctelería, y después los tres juntos, pasean­ do de la mano por el jardín. El fotógrafo les había dicho que eran la familia ideal. Laura recordaba cómo se habían buscado en las fo­ tos cuando aquella Navidad de hacía tantos años les llegó el calendario por correo. Ruth se lo devolvió y le pidió que le ense­ ñase la bolsita de papel que tenía en el regazo. Era la cabellera que su madre le había prome­ tido que jamás se cortaría y que acostumbraba a llevar recogida con el pasador plateado. Se le había caído cuando la medicina —la que debía curarla— le había hecho empeorar. La había cambiado; la había convertido en alguien en quien Laura ya no confiaba. Porque todas las promesas que le había hecho su madre, esa otra las rompía. La que olía raro. La que estaba dé­ bil, la que no tenía fuerza en los brazos y cuyo cuerpo se marchitaba. Esa otra madre parecía estar menguando y desapareciendo ante la mi­ rada de Laura, hasta que al final se volvió casi transparente. Y para ella lo era. Laura se daba 27


cuenta de cómo intentaba disimular la pérdida de cabello, de que se maquillaba la tez amari­ llenta y se pintaba los labios hasta que su cara parecía una máscara. Aunque lo habían man­ tenido en secreto, Laura siempre había estado al otro lado de una puerta cerrada. Jamás la invitaban a entrar. La mujer asentía y escuchaba. Estaban llegando al fondo del asunto. Se acercaban a lo que había sucedido. —¿Estabas enfadada con tu madre? La mujer escogía las palabras con mucho cuidado y las pronunciaba con voz tranquila y firme. —¿La ves todavía? ¿La ves tal como era antes de que enfermase? Laura fingía estar escuchando, pero la fra­ se flotaba hacia un segundo plano. Lo único que oía era el tictac del reloj, que iba derra­ mando minutos —cincuenta, ni más ni me­ nos— y ahogaba el ruido de las palabras que ya se sabía de memoria. El Día de la Madre le había hecho un regalo especial. Le había preparado una tar­ jeta y se la había dejado en la mesita de no­ che, aunque ella estaba demasiado débil para abrirla o siquiera mirarla. Sólo quería una 28


cosa, y era dormir. Un sueño profundo era lo que su madre había pedido y lo que Laura le había dado. Antes de agarrar la almohada, Laura la había arropado bien, y al ponérsela encima, había cerrado los ojos. Aun así, pudo oír su último aliento cuando por fin se que­ dó dormida. Entonces, Laura se había metido con ella en la cama y también había cerrado los ojos. Así las encontró su padre. Ruth decía algo, pero Laura ya no escu­ chaba, estaba mirando por la ventana. Lucía el sol y no quería malgastar el día, así que dejó que su mente vagase. Salió de puntillas, deshi­zo el camino hacia la escalera, dejó atrás la cortina, recorrió el pasillo donde sus pasos resonaban en el suelo de linóleo. Sabía que no debía volverse. Cuanto más se alejaba de la sala que había tras la cortina, más segura se sentía. Ensegui­ da oyó los sonidos del hotel que se filtraban desde los pisos inferiores: el barullo de los huéspedes que regresaban después de pasar el día fuera, risas de niños, el tintineo de las tazas de té, la voz amortiguada de los adultos, relajados y satisfechos. Corrió hacia todo eso, imaginando una puerta que se cerraría si no 29


se daba prisa. Si no se apresuraba, quedaría atrapada donde no debía estar. Sus pasos, que retumbaban en el linóleo, enmudecieron al llegar a la moqueta. Desde allí miró la planta principal, dos tramos de escalera más abajo. Su madre la esperaba con una cesta de píc­ nic. Laura corrió escaleras abajo, se agarró a la mano libre de su madre y se dirigieron ha­ cia la salida. Hubo un momento en que Laura tuvo miedo de que la puerta no se abriese o de que estuviera lloviendo de nuevo, pero su ma­ dre giró el pomo. Salieron afuera, lucía el sol. La luz era tan intensa que tuvo que entornar los ojos, sentía el calor en la piel. Oyó el ruido de las pisadas en la gravilla y le llegó el olor de la hierba recién cortada. Entonces miró a su madre, que llevaba el pelo recogido con el pa­ sador plateado. Iban a la playa y no tenían nada más que hacer en todo el día. Laura se volvió hacia el hotel y le pareció ver a una niña observando desde una venta­ na de la planta superior. Aquella cosita de nada debía de estar de regreso en su habitación des­ pués de la sesión matinal, pero Laura no quiso darle más vueltas: ella era libre. Ya no estaba. Había echado atrás las ma­ necillas del reloj hasta el día que había pasado 30


en la playa con sus padres, en Beauwater Ma­ nor. Tenía cinco años y en la boca el sabor del pícnic que les habían preparado en el hotel. Sándwiches de pepino y Marmite que había pedido su madre, unos trozos de tarta y un termo de té caliente que se bebieron, rodean­ do los vasitos de plástico con las manos, al salir del agua. Aquel día eran tres, y su padre, sentado entre ella y su madre, las abrazaba a ambas. El té sabía a plástico, pero daba igual porque estaba caliente y eso era lo importante. Le supo mal que su padre no hubiera po­ dido acompañarlas. La había llevado hasta allí y la había abandonado. Le habían asegurado que la visitaría, pero ahora no quería pensar en eso. No quería distraerse, necesitaba cen­ trarse en la tarde que tenía por delante. Se aferró a la mano de su madre y dejaron atrás el césped para entrar en el camino de are­ na blanca y calcárea que conducía a la playa. Laura olió el salitre del mar, oyó el graznido de las gaviotas y supo que estaba a salvo. Allí jamás la encontrarían. Había conseguido esca­ par, y su imaginación, ágil, le había proporcio­ nado un escondite tan ingenioso que nadie se daría cuenta de que había desaparecido. 31


La autora

Antes de iniciar su carrera como escritora, Renée Knight trabajó como directora del departamen­to de documentales de la BBC. Además, escribió guiones para varios programas televisivos y pe­lículas de la BBC, Channel Four y Capital Films. Con Observada, un bestseller internacional traducido a más de treinta idiomas, Renée Knight ha entrado por la puerta grande del thriller psi­cológico que tiene como lema «nada es lo que parece». En la línea de predecesoras tan brillan­ tes como Gillian Flynn (Perdida), A. S. A. Har­rison (La mujer de un solo hombre) o Paula Hawkins (La chica del tren), Knight ha salido airosa de su pri­mera incur­ sión en el domestic noir, un género que exige combi­ nar un punto de partida atractivo, un ritmo trepidante y una estructura en forma de rompecabezas. Su primer guión, El día de la madre, se situó en la Lista de los Mejores Guiones Británicos Sin Producción del Año. En la actualidad, Renée Knight vive en Londres con su marido y sus dos hijos.




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