Presidente del Wheaton College Wheaton, Illinois
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Alliance World Fellowship www.awf.nu/es El fundador de la Alianza, Dr. A.B. Simpson, definió el ADN de la C&MA hace más de 100 años, definiéndola como el Evangelio Cuádruple; es el corazón de lo que creen los miembros de la Alianza sobre Jesús y lo que conforma las bases de todo lo que define este movimiento. El Cuádruple Evangelio es el resumen cristológico sobre el cual descansan los valores fundamentales de la Alianza Cristiana y Misionera. A través de algunos encuentros espirituales extraordinarios que cambiaron el curso de su vida, Simpson llegó a creer firmemente que Cristo no era solo su Salvador, sino también su Santificador y Sanador.
Publicaciones Andamio Alts Forns nº 68, sót. 1º 08038 Barcelona. España Tel. (+34) 93 432 25 23 editorial@publicacionesandamio.com www.publicacionesandamio.com Publicaciones Andamio es la editorial de los Grupos Bíblicos Unidos en España, que a su vez es miembro del movimiento estudiantil evangélico a nivel internacional (IFES), cuya misión es hacer discípulos y promover el testimonio de Jesús en los institutos, facultades y centros de trabajo. Descubrieron el secreto © Publicaciones Andamio, 2018 1ª edición febrero 2018 They Found the Secret © Victor Raymond Edman, 1960, 1984 Publicado con permiso de Zondervan Corporation L. L. C., una división de HarperCollins Cristian Publishing, Inc. Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización de los editores. Traducción: Daniel Menezo García Diseño cubierta e interior: theroomrooms’ Depósito legal: B. 29837-2017 ISBN: 978-84-947907-2-0
Impreso en Ulzama Impreso en España
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Contenidos
Victor Raymond Edman
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La vida sostenida, Timoteo Westergren
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Prólogo a la edición española, Ernie Klassen
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Introducción
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01. J. Hudson Taylor: La vida intercambiada 02. Samuel Logan Brengle: La vida purificada 03. John Bunyan: La vida desencadenada 04. Amy Carmichael: La vida radiante 05. Oswald Chambers: La vida más elevada 06. Charles Grandison Finney: La vida poderosa 07. Adoniram Judson Gordon: La vida disciplinada 08. Richard C. Halverson: La vida ardiente 09. Frances Ridley Havergal: La vida desbordante 10. John Hyde: La vida prevaleciente 11. Dwight Lyman Moody: La vida dinámica 12. Handley C. G. Moule: La vida fragante 13. Andrew Murray: La vida duradera 14. Robert E. Nicholas: La vida satisfactoria 15. William P. Nicholson: La vida que gana almas 16. Eugenia Price: La vida creciente 17. Charles G. Trumbull: La vida victoriosa 18. Walter L. Wilson: La vida entregada 19. John Allan Wood: La vida santa 20. W. Ian Thomas: La vida aventurera
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Un epílogo personal
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Conclusión
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Bibliografía
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“Era un hombre alegre, un cristiano brillante y feliz. Antes fue una persona afanosa, sobrecargada, carente de mucha paz en el alma. Ahora descansaba en Jesús, dejando que él hiciera el trabajo, ¡lo cual supone toda la diferencia!”. Así hablaba de Hudson Taylor un misionero que le conoció. El misionero, pionero en el interior de China y que había llegado al conocimiento del Salvador como aquel siempre presente, que habitaba en él, testificó diciendo: “¡Mi alma está tan gozosa en el Señor cuando pienso en la bendición que me dio aquel feliz día! No sé cómo expresar mi gratitud y mi alabanza. Sin duda Jesús es la gran necesidad de nuestras almas y el gran don del amor de nuestro Padre, que se entregó por nosotros, haciéndonos uno con él en la vida de resurrección y en el poder”.
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El trato profundo de Dios con sus hijos varía en el detalle, pero el patrón general parece muy semejante para los casos individuales. En cada vida surge una consciencia del fracaso, de quedarse corto frente a todo lo que uno debería ser en el Señor; entonces se produce un encuentro definitivo con el Salvador resucitado, con una entrega absoluta de corazón, que consiste ciertamente en morir a uno mismo. Luego viene la apropiación por fe de su vida de resurrección por medio de la presencia continuada del Espíritu Santo. Como resultado, se produce un desbordamiento de vida que el Señor Jesús comparó con “ríos de agua viva”. (Ver Juan 7:37-39). De niño, Hudson Taylor conoció al Señor Jesús como su Salvador personal. De joven había sido llamado al campo de misión en China. Durante quince años sirvió sincera y eficazmente en aquella tierra hasta que entró en la posesión experiencial de “la vida intercambiada”. A la edad de treinta y siete años abrió su corazón a su madre en una larga carta donde expresaba el hambre y la sed que sentía en lo más hondo: “Mi propia actitud se vuelve constantemente más y más responsable, y crece mi necesidad de una gracia especial para llenarla; pero debo lamentarme de continuo por seguir a mi Maestro a tanta distancia, y de aprender tan lentamente a imitarle. No te puedo expresar cómo me abofetea en ocasiones la tentación. Desconocía qué corazón tan malvado tengo. Sin embargo, sé que amo a Dios y su obra, y deseo servirle solo a él en todas las cosas. Y por encima de todo valoro a ese precioso Salvador, el único en el que puedo ser aceptado. A menudo me siento tentado a pensar que alguien tan
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lleno de pecado no puede ser hijo de Dios; pero intento apartar esa idea y alegrarme aún más en la naturaleza preciosa de Jesús, y en las riquezas de esa gracia que nos ha hecho ‘aceptos en el Amado’. Él es el amado de Dios, y debería serlo también de nosotros. Pero, ¡oh! ¡qué corto me quedo también en este sentido! Que Dios me ayude a amarle más y servirle mejor. Ora por mí. Ora pidiendo que el Señor me mantenga lejos del pecado, me santifique plenamente y me use con mayor asiduidad en su servicio”. El corazón humano no siente deseos que Dios no pueda satisfacer. La mayor dificultad del cristiano es tomarse literalmente las promesas del Salvador. El Señor Jesús dijo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. Se nos dice que acudamos a él, no a algún amigo, no a una experiencia, no a un sentimiento o un estado mental. Ni siquiera hemos de ir solamente a la Palabra de Dios; más bien, hemos de llegar por medio de esa Palabra a la persona del propio Señor Jesucristo. Hudson Taylor aprendió cuál era el camino que llevaba a la satisfacción de su corazón y el descanso de su espíritu gracias a un compañero en las misiones, John McCarthy. En una carta al Sr. Taylor escribió: “Para dejar que mi amante Salvador obre en mí su voluntad, por su gracia viviré para mi santificación. Permaneciendo, no luchando ni esforzándome; mirándole a él; confiando en él para el poder presente; confiando en él para que someta toda corrupción interna; descansando en el amor del Salvador todopoderoso, con el gozo consciente de una salvación completa, una
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salvación ‘de todo pecado’ (como dice en su Palabra); deseando que su voluntad sea suprema en mi vida; esto no es nada nuevo, y sin embargo para mí sí lo es. Me siento como si sobre mí se hubiera manifestado el primer alba de un día glorioso. Lo saludo con temblor, pero también con confianza. Me parece haber llegado tan solo a la orilla de un mar ilimitado; haber dado un solo sorbo, pero del agua que satisface plenamente. Ahora, Cristo me parece literalmente el poder, el único poder para servir; el único fundamento para un gozo inmutable. Que él nos lleve a descubrir su plenitud insondable”. El Señor utilizó esta carta, literalmente, para llevar al Sr. Taylor a “descubrir su plenitud insondable”. Fue real en la pequeña sede de la misión de Chin-kiang el sábado 4 de septiembre de 1869. El misionero siempre se mostró reticente a compartir los detalles de su experiencia transformadora, pero sí que dijo: “Mientras leía, lo entendí todo. Miré a Jesús y, cuando le vi, ¡oh, cómo fluyó el gozo!”. Sus compañeros misioneros dijeron de él: “El Sr. Taylor salió, siendo un hombre nuevo en un mundo nuevo, a contar lo que el Señor había hecho por su alma”. Dejemos que sea el propio hombre de Dios quien hable sobre la vida que es Cristo. Escribiendo a su hermana que estaba en Inglaterra, dijo: “En cuanto al trabajo, el mío nunca ha sido tan abundante, tan responsable ni tan difícil; pero han desaparecido el peso y la tensión. El último mes, o un poco más, ha sido quizá el momento
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más feliz de mi vida y deseo contarte un poco de lo que el Señor ha hecho por mi alma. No sé hasta qué punto seré capaz de expresarlo con palabras, porque en ello no hay nada nuevo, extraño o maravilloso, y sin embargo ¡todo es nuevo! En pocas palabras, ‘fui ciego y veo yo’. Cuando la agonía de mi alma alcanzó su punto álgido, una frase de una carta del querido McCarthy fue el instrumento para apartar las escamas de mis ojos, y el Espíritu de Dios reveló la verdad de nuestra unicidad con Jesús como antes nunca la conocí. McCarthy, que había sido probado a menudo con esa misma sensación de fracaso, vio la luz antes que yo, escribió (y cito de memoria): ‘Pero, ¿cómo fortalecer la fe? No persiguiéndola con esfuerzo, sino descansando en aquel que es fiel’. Cuando leí esto, ¡lo vi todo claro! ‘Cuando nos falta fe, él permanece fiel’. Miré a Jesús y vi (y cuando vi, ¡oh, cómo fluyó el gozo!) que había dicho: ‘Nunca os dejaré’. ‘¡Ah, ahí está el reposo!’, pensé. Me he esforzado en vano por descansar en él. Ya no lo haré más. Porque, ¿acaso no me ha prometido que morará conmigo, que nunca me dejará, que nunca me fallará? Y, querida mía, ¡nunca lo hará! Pero esto no fue todo lo que me mostró, ni siquiera la mitad. Cuando pensé en la viña y los pámpanos, ¡qué luz derramó el bendito Espíritu en mi alma! ¡Qué grande pareció mi error de haber deseado obtener la savia, la plenitud fuera de él! No solo entendí que Jesús nunca me dejaría, sino que era un miembro de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. La viña que ahora veo no
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es solamente la raíz, sino todo: raíz, tronco, pámpanos, ramitas, hojas, flores, fruto; y Jesús no es solo esto: es la tierra y el sol, el aire y la lluvia, y diez mil veces más de lo que hayamos soñado, deseado o necesitado jamás. ¡Oh, qué gozo descubrir la verdad! Ruego a Dios que se iluminen los ojos de tu entendimiento, que conozcas y disfrutes las riquezas que nos son dadas gratuitamente en Cristo. La parte más dulce, si podemos decir que hay una parte más dulce que otra, es el reposo que aporta la identificación plena con Cristo. Cuando entiendo esto, ya no estoy ansioso por nada, porque sé que él es capaz de ejecutar su voluntad y su voluntad es la mía. Da lo mismo dónde me ponga o cómo lo haga. Eso es algo que debe decidir él, no yo; porque en las posiciones más cómodas debe darme su gracia y en las más complicadas su gracia es suficiente. Ciertamente que la gracia de Dios es suficiente, y el corazón que ha llegado a conocer personal e íntimamente al Señor Jesús resucitado mediante el fluir de su Espíritu, experimenta la realidad de ‘los ríos de agua viva’. Junto con Isaías sabe que ‘tú guardarás en perfecta paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera, porque en ti ha confiado’”. Muchos años después del encuentro de Hudson Taylor con el Señor Jesús en “la pequeña casa atestada de Chin-kiang”, un sacerdote anglicano, el reverendo H. B. Macartney de Melbourne, Australia, añadió este testimonio al de muchos otros acerca de la vida que está en Cristo de la que gozaba aquel misionero:
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“Era un ejemplo de apacibilidad. Sacaba del Banco de los Cielos hasta el último céntimo de sus ingresos cotidianos: ‘Mi paz os doy’. Lo que no agitaba al Salvador ni estremecía su espíritu tampoco le iba a agitar a él. La serenidad del Señor Jesús sobre cualquier tema y en su momento más crítico: ese era su ideal y su posesión práctica. No sabía lo que era la prisa o la urgencia, los nervios de punta ni el espíritu atribulado. Sabía que existía una paz que sobrepasa todo entendimiento y que no podía vivir sin ella. Yo era muy diferente. Yo tengo un carácter especialmente nervioso y dada mi vida ajetreada me pasaba los días angustiado. No disfrutaba del Señor como sabía que debía hacerlo. La agitación nerviosa me dominaba siempre que tuviera alguna tarea pendiente. La mayor pérdida de mi vida fue la de la luz de la presencia del Señor y la comunión con él durante las horas en que escribía. El correo diario me arrebataba el encuentro encantador con su persona. ‘Yo estoy en el estudio y usted en el gran cuarto de invitados’, acabé diciéndole al Sr. Hudson. ‘Está usted ocupado con millones y yo con decenas. Sus cartas tienen una gran importancia y las mías una relevancia comparativamente menor. Sin embargo, estoy preocupado y angustiado, mientras que usted siempre está tranquilo. Dígame qué marca la diferencia’. ‘Mi querido Macartney’, contestó, ‘en mi caso, la paz de la que me habla es más que un privilegio encantador: es una necesidad’.
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Lo dijo con gran énfasis. ‘No podría realizar todo el trabajo que viene a mis manos si no tuviera la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento y que guarda mi corazón y mi mente’. ‘La enseñanza de Keswick’, como se la llama, no me era desconocida en aquella época. Había recibido esas gloriosas verdades y las predicaba a otros. Pero ahí estaba lo genuino: la encarnación de ‘la enseñanza de Keswick’ tal como nunca tuve la esperanza de verla. Esto me impresionó profundamente: aquí tenemos a un hombre de casi sesenta años, que acarrea pesadas cargas, pero, sin embargo, mantiene una calma y una tranquilidad inmutables. ¡Oh, esa pila de cartas!, cualquiera de las cuales podría contener noticias de una muerte, de escasez de fondos, de revueltas o problemas graves. Sin embargo, abría, leía y contestaba todas con la misma apacibilidad, siendo Cristo su motivo para la paz, su poder para la calma. Habitando en Cristo hacía suyos el ser y los recursos de su Señor, en medio de las circunstancias en cuestión y con relación a ellas. Y lo hacía mediante un acto de fe tan sencillo como constante. Sin embargo, también era encantadoramente libre y natural. No tengo palabras para describirle, excepto la expresión escritural ‘en Dios’. Él estaba ‘en Dios’ en todo momento y Dios en él. Era ese ‘habitar’ verdadero de Juan 15”. Aquel sacerdote tenía buenos motivos para añadir la exhortación a todos: “¿Estáis ajetreados, nerviosos, angustiados? ¡Mirad a lo alto! ¡Ved al Hombre en la gloria! Que el rostro de Jesús brille sobre vosotros, el rostro del Señor Jesucristo. ¿Está
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él ajetreado, nervioso, angustiado? No tiene el ceño fruncido, no muestra el menor asomo de ansiedad. Sin embargo, esos asuntos son tan suyos como tuyos”. La vida que habita en el Señor es la que da fruto, igual que el alma que bebe abundantemente del agua de vida es la que se apercibe de que “no tendré sed jamás”. La vida que es Cristo es constante y abundante, satisfactoria y desbordante. Hudson Taylor no podía encontrar palabras más adecuadas para expresar la verdad de las Escrituras que había demostrado con su experiencia, que las que aparecen en el librito de Harriet Beecher Stowe, How to Live on Christ [Cómo vivir en Cristo], un ejemplar del cual él envió a todos los miembros de la misión. En un pasaje la Sra. Stowe afirmaba: “¿Cómo da fruto una rama? No mediante un esfuerzo constante de atrapar la luz del sol y el aire; no con una lucha infructuosa para obtener esas influencias vivificadoras que aportan belleza a la flor y verdor a la hoja: simplemente permanece en la viña, en una unión silenciosa e inalterada, y florece, y el fruto aparece mediante un crecimiento espontáneo. Entonces, ¿cómo dará fruto un cristiano? ¿Mediante esfuerzos y luchas para obtener lo que se le da libremente; con meditaciones sobre la capacidad de velar, la oración, las obras, la tentación y los peligros? No: debe haber una concentración plena de los pensamientos y los afectos en Cristo; una entrega absoluta de todo el ser a él; debemos buscarle sin cesar para obtener su gracia. Los cristianos en quien están arraigadas firmemente estas disposi-
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ciones pueden avanzar con calma, como el niño acunado en brazos de su madre. Cristo les recuerda todos sus deberes en su momento y lugar, les reprende por sus errores, les aconseja en toda dificultad, los induce a realizar toda actividad necesaria. Tanto en las cuestiones espirituales como en las temporales, no tienen por qué pensar en el mañana, porque saben que Cristo será tan accesible mañana como lo es hoy, y que el tiempo no interpone barreras en su amor. Su esperanza y su confianza descansan solamente en lo que él está dispuesto a hacer por ellos y es capaz de hacer; no depende de nada que ellos crean poder hacer por él, o estén dispuestos a hacer. Su talismán frente a cada tentación y sinsabor es esa entrega reiterada e infantil de todo su ser a él”. Esta es la “vida intercambiada”, la vida que permanece y fructifica, la vida que es Cristo, que debe ser posesión de todo creyente. Gálatas 2:20 debería ser, y puede ser, una realidad gloriosa. “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”.
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